La Gloria[71]

(Apócrifo)

Murió en una de las ciudades del interior un hombre que había servido siempre en las fuerzas republicanas; era uno de esos que les llaman chinacos.

Apenas el cuerpo cerró el ojo, el alma, como alma que se lleva el diablo tomó el camino de la eternidad, y al cielo.

Trás, trás, trás, tres golpes a la puerta, pero con garbo.

—¿Quién va? —dijo San Pedro (como era natural, o celestial si os parece mejor) asomándose a la ventanilla del postigo.

—Yo soy, amigo —contestó el chinaco.

—¿Qué se os ofrece?

—Hágame el favor de abrir que vengo cansado.

—Aquí no se abre así no más, —contestó San Pedro enojado—. ¿Qué méritos tiene para entrar?

—¿Qué méritos? Pues mire, viejecito, viví pobre y morí pobre, ¿no le parece?

—¿Y qué más? Eso es algo: pero no basta.

—Pues fui casado.

—¿Qué más?

—Serví bien al cura, y me trató como acostumbra.

—¿Qué es eso de cura?

—¿No lo sabe? Pues horita se lo cuento, en menos que canta un gallo.

—Vamos, vamos, nada de indirectas —dijo San Pedro al escuchar eso del gallo—, al grano.

—Pues como iba diciendo: el cura le llamamos allá en nuestra tierra al señor que manda más, y ese señor, ha de saber, que cuando nos necesitaba nos mandaba proclamas y nos trataba muy bien, porque así es su constelación; pero luego que ganamos se nos volvió muy potestoso y se ingrateó y nos abandonó del todo.

—Pero ¿que no les daba nada? —dijo San Pedro, que como todo portero tiene sus puntillas de curiosidad.

—¡Qué ha de dar, viejecito!, si no es capaz de darle agua al gallo de la pasión.

San Pedro dio un salto como si hubiera visto a Pilatos.

—Te he dicho que nada de indirectas —exclamó.

—Usted dispense, y sigo mi cuento; pero como iba diciendo, a mí se me arrancó de manera que quedé en un petate. Vaya, ¡que más pelo tiene un calvo!

—¡Cuidado, cuidado! —dijo el santo.

—No me acordaba —contestó el otro mirándole la cabeza—. Pero es el caso que yo pedí, y rogué y nada, porque me desconocieron, y el cura está ya de manera que es capaz de negar a Cristo.

—Mira —dijo el santo limpiándose la frente—, con otra que me digas, cierro y te quedas en la puerta.

—En fin, ¿puedo entrar?

—A pesar de todo me has dado lástima; voy a ver con quién mando preguntar si pasas o no.

—Oiga, búsqueme por allí un hijo del cura que se interese por mí.

—¿Qué es eso de hijo del cura?

—Vaya, no se me haga de las nuevas; uno de esos que todo lo consiguen.

—Ahí va Señor San José, ¿te conviene?

—Pues no, ándele pa’ luego es tarde.

San Pedro se empeñó con el señor San José, y el patriarca que también había sido pobre y tiene mucha benevolencia con los pobres, se fue a empeñar con el recién venido.

—Ahora cuéntame lo que dejas por tu tierra —dijo San Pedro.

—Vaya qué cosas, me alegro de haberme venido, y que se rasquen con sus uñas, al fin, que bien se está San Pedro en Roma, aunque no coma.

—Casi estoy por no dejarte entrar, porque no dices palabra que no sea una tontera; ¿qué tienes tú que ver con que yo coma o no? Como si me mantuvieras.

—Es verdad; pero es falta de costumbre de tratar santos, como por allá ya no hay, pues digo, y cuánta guerra que está habiendo, ¿no lo sabía?

—No, y ¿por qué?

—Como el señor que manda, ya hace tanto que manda, dicen, ya se hizo, y no le hace caso a nadie, y hace cuanto le parece a sus amigos, y por eso hay muchos que se levantan contra él.

—¡Ah!, qué falta le hace allí Señor Santiago, ¡ése sí es valiente!

—Vaya, ni qué falta le va a hacer; allí tiene a un Señor de Chalchicomula, que hasta la limosna tira, y que no se le paran delante ni Santiago, ni San Jorge, ni San Martín, ni ninguno de esos santos que son aquí medio planchados.

—Peso esos que hacen la guerra, ¿qué quieren?

—Yo tanteo que de hambre rabian, porque allá en mi tierra sí se está ayunando de veras.

—Ojalá y que pudiera ir San Bruno por enseñarles lo que es ayunar.

—¿San Bruno? ¿Y para qué tenemos nosotros un santo bizarro oaxaqueño, que ése sí lo entiende para hacer ayunar al público, mire por ahí andará Santa María Egipciaca, es verdad? Pero ésa no pasó las hambres que el bizarro hace pasar a los empleados, y que ahora que digo hambre, si viera qué quemazón hubo en mi tierra México, en la plaza del Mercado.

—Ahí hubiera hecho papel San Lorenzo.

—¿Papel? No digo papel, ni gestos hace; figúrese qué iba a hacer, cuando quisieron apagar ya toda la plaza ardía, y no se encontraban fierros para tumbar los techos, ni había nadie que dijera por dónde pasaba el agua, ni nada.

—Vaya un apuro; si han tenido allí a Moisés saca agua de las piedras.

—Tenemos en tanto, pero a lo pobre, a un señor don Blas que quiere sacar el agua de las lagunas y está taladrando una montaña con cosa de diez hombres, pero buenos; ya lo verá usted, al cabo usted es eterno y no ha de durar tanto la obra.

—Ya lo creo, como que en el mundo me cuentan que todo va en ferrocarril.

—De veras, hasta escoltas para que no roben en el camino.

—¿Qué todavía hay ladrones en tu tierra?

—Sí, pero ya mero se hacen ricos y entonces los hombres de bien les saldrán a ellos, así está convenido.

En esto iban de la conversación cuando llegó un telegrama:

«Puede entrar el ahijado de señor San José, si trae señales de contrición».

El chinaco leyó la orden, mostró a San Pedro la cruz de constancia y el recibo de un usurero a quien vendió su liquidación al cinco por ciento y la orden en que lo daban de baja.

—Pase —dijo San Pedro—, ésa es prueba de contrición.

Y el otro entró sin hacerse del rogar.

Al cerrar la puerta se oyó una música que venía como de por la tierra.

—¿Qué es eso, dijo San Pedro?

—Eso es el gallo que le dan al presidente por ser día de su santo.

—Ya verán cómo les canta otro gallo —dijo San Pedro muy enojado y retirándose.

—Pues… —contestó el chinaco, y se corrieron los cerrojos de la corte celestial.