Olaf y las explosiones

Myra apretó el botón y oyó el zumbido característico. En pocos minutos, las ondas ultrasónicas terminarían de limpiar la vajilla. Después, el mecanismo automático detendría el aparato y en la casa volvería a reinar el silencio.

La construcción semiesférica que les servía de vivienda estaba aislada en medio de la planicie, donde la soledad y la monotonía alcanzaban magnitudes torturantes. Sólo la voz de las mellizas quebraba durante el día la muralla de inhumano aislamiento. O la conversación de Olaf, durante los breves períodos que pasaba en la casa.

Pero ahora su esposo estaba ausente y las mellizas dormían. Era la hora en que la atmósfera de desarraigo y reclusión se hacía más intensa.

La ciudad estaba lejos. Olaf tardaba cinco minutos en llegar a ella en su autopropulsor. Pero de todos modos, Myra tampoco habría encontrado allí una satisfacción a su sordo instinto gregario. Durante la noche los gigantescos edificios estaban desiertos, abandonados por los técnicos que se trasladaban a sus respectivas semiesferas. Además, éstas se hallaban separadas por grandes distancias que nadie se molestaba en recorrer para gozar del dudoso privilegio de la compañía ajena.

En realidad, Myra se sentía desconcertada por tan súbitas rachas de melancolía, que la hacían desear que la conversación, los sonidos y alguna manifestación de vida activa animasen el medio que la rodeaba. Subió a la cinta transportadora, que la condujo a lo largo del pasillo, y descendió de ella al pasar frente al cuarto de las mellizas. Como todas las noches, se acercó de puntillas al lecho de las criaturas para echarles una última mirada antes de retirarse a su propia habitación.

La luz de las estrellas, que penetraba a través de la cúpula transparente, le mostró a sus hijas sumidas en un plácido sueño. Tenían tres años, y sus mejillas rubicundas y sus rizos rubios siempre ejercían un efecto sedante sobre Myra, que se veía retratada en esas facciones infantiles.

Por fin, después de comprobar que nada turbaba el reposo de las mellizas, Myra retornó a la cinta transportadora, que esta vez la condujo hasta el extremo final del pasillo, donde tenía su alcoba.

Pocos minutos más tarde se hallaba tendida en su cama, con la mirada fija en el firmamento estrellado. En un lapso muy breve contó diez puntos luminosos en movimiento. Probablemente uno de ellos correspondía a la nave de Olaf que regresaba de su expedición.

Hacía ya diez días que su esposo había partido en un viaje por el espacio. Olaf era un técnico muy especializado, y tenía a su cargo la dirección de uno de los laboratorios de la ciudad, pero últimamente debía viajar con mucha frecuencia y por períodos cada vez más prolongados.

Olaf nunca era muy explícito respecto al motivo de sus expediciones. En general, se limitaba a describir con su típico lenguaje frío y conciso los lugares que había visitado: los bosques exuberantes del trópico venusino, o los laberintos subterráneos de Marte, o los océanos gaseosos y turbulentos de Saturno. Pero sus exploraciones más recientes lo habían transportado a otros sistemas de la galaxia, y Myra oía boquiabierta los comentarios de Olaf acerca de Deneb II y sus praderas de liquen rojo, o acerca de Ylene y sus cristalinas ciudades subacuáticas.

El curso de los pensamientos de Myra fue interrumpido por el veloz desplazamiento de una estela ígnea sobre la cúpula transparente. Era una nave que estaba desacelerando para aterrizar. Quizás en ella se encontraba Olaf.

Entregada a sus divagaciones, Myra se preguntó si verdaderamente deseaba el regreso de Olaf. Esta era una idea que, en los últimos tiempos, surgía en su cerebro con tan asombrosa persistencia que ella comenzaba a sospechar que el mundo estaba al borde de un cambio, y que sus extraños sentimientos de disconformidad no eran más que una prueba de ese cambio.

En otra época, Myra no se hubiera atrevido a poner en duda la fidelidad y el respeto que le debía a Olaf. Su madre, casada también con un técnico, le había enseñado a aceptar el destino reservado a todas las muchachas del planeta.

Trató de recordar a su padre, y no encontró en su imagen ningún rasgo que lo distinguiese de Olaf. La recorrió un escalofrío cuando comprendió que tampoco serían distintos de Olaf los futuros esposos de sus dos hijas. Ellos también serían técnicos. Sólo los técnicos podían aspirar al matrimonio.

Se preguntó quién había decidido que el mundo se rigiese por ese orden. Hasta hacía muy poco tiempo Myra había estado dispuesta a aceptar que se trataba de una jerarquía natural y que todo había sido siempre así. Al fin y al cabo, parecía lógico. Los técnicos eran los seres más inteligentes, más fuertes, más capacitados para el progreso y la supervivencia. Y, sin embargo…

Myra trató de establecer con exactitud en qué instante habían surgido sus dudas. No pudo engañarse. Ella sabía muy bien dónde estaba el origen de su rebeldía. Dos años después de dar a luz a las mellizas, tuvo otro hijo. Un varón. Myra había supuesto que sabría aceptar con resignación lo estipulado para tales casos.

Las mujeres no podían conservar a su lado a los hijos varones. La misma madre de Myra había entregado tres hijos a los técnicos. Y Myra nunca volvió a ver a sus hermanos.

En ninguna de las tres ocasiones su madre insinuó la menor resistencia, y Myra llegó a convencerse de que cuando a ella le llegase su turno procedería con la misma impasibilidad. Aunque, íntimamente, conservó la ilusión de que todos sus vástagos serían de sexo femenino, lo que le ahorraría el desgarramiento de la separación.

El nacimiento de las mellizas pareció confirmar sus esperanzas, y por ello sintió una inmensa alegría cuando descubrió que estaba nuevamente embarazada. Sin duda alguna sería otra niña. O dos, para no desmerecer sus antecedentes.

Fue un varón, y Myra comprobó súbitamente que entregar a su hijo le resultaba más doloroso que someterse a una amputación física. Por primera vez, desde su unión con Olaf, trató de llegar a su corazón para convencerlo de que debían conservar el niño.

Olaf no estaba preparado para entender ese tipo de argumentos. En su cerebro no había lugar para sentimentalismos: sólo lo había para asimilar principios científicos, cálculos matemáticos, ordenamientos lógicos. Y para las leyes inapelables de la sociedad en la que vivían.

Precisamente, una ley estipulaba que era obligatorio poner todo hijo varón en manos del Estado, y la rutina debía cumplirse. El niño fue entregado por el mismo Olaf a los técnicos que se encargarían de educarlo y asimilarlo a sus tareas futuras.

Sí, pensó Myra, ahora estaba más claro que nunca. Desde ese momento habían quedado cercenados todos los vínculos que la unían a la sociedad.

A su modo, pasivamente, ella era una rebelde.

¿Pero de qué valía su disconformidad? Aislada en esa semiesfera, en medio de la planicie solitaria, no era mucho lo que podía hacer para transformar las leyes injustas.

Volvió a preguntarse si el mundo había sido siempre así. Y si el orden imperante era inconmovible. Myra ignoraba el pasado. El estudio de la historia estaba vedado a los seres comunes. Sólo los técnicos tenían acceso a los archivos acumulados en una torre gigantesca que se erguía en el centro de la ciudad. Allí se nutrían con la sabiduría antigua, cuyo secreto conservaban celosamente. La ubicación de la torre y el carácter de su contenido era todo lo que Myra había podido sonsacarle a Olaf.

¿Y el futuro? ¿Era posible trazar planes para el futuro, indagar en sus tinieblas cuando cada individuo común estaba colocado bajo el signo del aislamiento y la ignorancia?

Myra tuvo un sobresalto en el lecho. Algo le dijo que la respuesta a su interrogante estaba en lo que acababa de oír.

Una sucesión de estallidos crepitó en medio del silencio.

Estas explosiones eran algo nuevo en la vida del planeta, o por lo menos, en la muy reducida porción del planeta que ella conocía. Habían empezado a producirse hacía cuatro o cinco meses, y al principio fueron para Myra una incógnita indescifrable.

Myra sabía desde su infancia que las semiesferas no eran las únicas construcciones que se levantaban en la planicie. En ciertas zonas, a las que estaba prohibido acercarse, se elevaba la maciza estructura de los combinados fabriles y de las centrales atómicas. Allí se producía todo lo necesario para la subsistencia de los habitantes de la Tierra, y para el comercio con los planetas con los que se mantenían relaciones. Y también se generaba allí la energía que consumían las máquinas, los edificios de la ciudad, las viviendas.

Los combinados fabriles y las centrales atómicas estaban dirigidos por equipos de técnicos con un entrenamiento especial. Su ejército de obreros se hallaba constituido por los millones de hijos que la casta de los técnicos sustraía a las mujeres. Hijos idénticos al que le habían arrebatado a Myra un año atrás.

Y ahora, Myra tenía la certeza de que las explosiones que turbaban el reposo nocturno provenían de esos centros neurálgicos del mundo civilizado. A veces, los estallidos se repetían con intervalos de pocas horas o días. A veces, estaban más espaciados. Pero nunca se interrumpían por completo.

Myra se había acostumbrado a esos rugidos sordos y lejanos, después del sobresalto inicial. Formaban parte de su pequeño universo íntimo y secreto. Incluso, sabía que, si alguna contingencia los silenciaba definitivamente, se apoderaría de ella una nueva angustia, una sensación de desamparo e impotencia que la llevaría al borde de la locura.

En la mente de Myra los estallidos se entrelazaban de modo extraño con el esqueleto aún frágil de su rebeldía, y como consecuencia de esta combinación germinaba un nuevo aliciente para su voluntad de vivir. Vivir por algo… a la espera de algo que ya no le parecía imposible.

Porque, a su vez, las detonaciones eran el presagio de un cambio, de una transformación cuyos detalles esenciales Myra aún no podía captar, pero que de todos modos auguraban un progreso.

Quienes provocaban los estallidos en las centrales atómicas eran, indudablemente, los hombres que trabajaban en ellas. La frecuencia y regularidad de las explosiones eran pruebas suficientes de que no se producían por azar. Era absurdo suponer que sin la intervención de factores externos se estuviese pasando de un sistema de trabajo perfecto y seguro a una reiteración de accidentes casuales. La mano del hombre estaba presente en la planificación del caos.

Sí, el caos. Myra sabía que el sabotaje empezaba a producir el efecto apetecido. A pesar del laconismo de Olaf, ella había intuido que los técnicos estaban preocupados. Las reservas de elementos fisionables que se utilizaban para alimentar las centrales eran cada vez más escasas, y los estallidos las destruían con regularidad exasperante. Los viajes de Olaf estaban relacionados, de alguna manera, con la adquisición de nuevas reservas, pero aparentemente sus gestiones habían sido infructuosas.

Además, era evidente que a pesar de su gran preparación científica que los ponía en condiciones de resolver cualquier problema matemático, mecánico o de laboratorio los técnicos no habían sido condicionados para enfrentar conflictos provocados por los sentimientos más sencillos. El deseo de emancipación, expresado violenta y premeditadamente por quienes se hallaban esclavizados desde su niñez, los dejaba perplejos, sin medios para reaccionar.

Myra volvió a agitarse en el lecho. La atormentaba no poder expresar de algún modo su solidaridad hacia esos rebeldes con los que, súbitamente, se sentía identificada. Entonces, su cerebro percibió algo que, a pesar de ser obvio, nunca había hecho impacto en su conciencia, deformada por la educación que le había inculcado su madre, según normas que se remontaban a cuando la historia había cambiado su cauce para abrir paso a la dominación de los técnicos.

Probablemente, lo que Myra acababa de descubrir era lo mismo que algunos meses atrás había impulsado al líder de la rebelión, al hombre que había provocado el primer estallido en una central atómica. Ahora Myra comprendía que ella y los insurrectos pertenecían a una misma raza, y que el vínculo de unión estaba constituido por ésa criatura que la habían arrebatado de los brazos y por los tres hermanos de los que la habían separado en su infancia. Y, al mismo tiempo, supo que un abismo insalvable la separaba de Olaf. Advirtió con horror que había algo de antinatural en el rígido dominio que Olaf y sus iguales ejercían sobre el mundo, y que el hecho de que Olaf fuese padre de sus hijos, tan distintos de él, encubría un secreto sacrílego e inhumano, fácil de explicar por alguna triquiñuela científica, pero totalmente ajeno a ese maravilloso cosmos de los sentimientos que acababa de abrirse ante los ojos asombrados de Myra.

Nunca nadie se lo había dicho, pero Myra intuyó que en la Tierra coexistían dos razas antagónicas. La suya, que era idéntica a la de sus hijos, a la de sus hermanos y a la de los anónimos rebeldes nocturnos, y la de los técnicos, a la que pertenecía Olaf y contra la que estaba en marcha una gran guerra subterránea y sin cuartel.

Algo se distendió en el cuerpo de Myra. Una serenidad desconocida invadió su espíritu. Ya estaba todo claro. Las cosas no habían sido siempre tal como las conocía ahora. En alguna época, seres como sus hijos y como ella misma habían sido dueños del universo. Y los Olaf, los técnicos, habían sido sus esclavos. Esto había cambiado, quién sabe por qué falla de la civilización. Pero las cosas marchaban hacia un nuevo encarrilamiento. El poder retornaría a sus antiguos dueños. Quizá la clave del desquite estaba en algo que ella acababa de decirse en el curso de sus meditaciones: los técnicos no habían sido condicionados para enfrentar conflictos provocados por los sentimientos más sencillos.

Myra estaba soñando todavía con el nuevo mundo, signado por esa maravillosa característica de los sentimientos, cuando Olaf entró en la habitación, de regreso de su viaje.

Por primera vez, al verlo, Myra se sintió orgullosa de pertenecer a una raza distinta de la de Olaf. Miró con curiosidad de novicia el cuerpo de planchas metálicas, los ojos iluminados por un gas fluorescente, la ancha cabeza destinada a albergar el cerebro electrónico que controlaba cada uno de sus actos físicos y mentales, la antena que vibraba en la parte superior del cráneo y para la que pasaba inadvertido el torrente de emociones que estremecía a Myra.

Ella se sonrió. Pronto ese monstruo de acero se incorporaría a la legión de máquinas sumisas y serviciales. El hombre volvería a empuñar el timón…

El cerebro electrónico del técnico Olaf se limitó a computar la sonrisa de Myra en la categoría de satisfacción por el reencuentro conyugal, sin atribuirle otro significado.

Y ningún circuito del complicado mecanismo tuvo sensibilidad suficiente para registrar un vínculo entre la perduración de la sonrisa de Myra y el nuevo estallido que retumbó en la noche.