Teje, teje, mi vida animosa.
Si, teje un soldado fuerte y completo para las grandes campañas venideras.
WALT WHITMAN
Acostada sobre el lecho, Maria contemplaba el cielo por la ventana entreabierta. El resplandor pálido de la luna deslizaba una pincelada fresca sobre su cuerpo enfebrecido. Sus pupilas brillantes seguían con fascinada atención la trayectoria luminosa de las astronaves. A esa hora surcaban el espacio como luciérnagas laboriosas, empecinadas en alcanzar una meta fija. Desde esa distancia era imposible determinar su rumbo. Quizás algunas de ellas acababan de despegar, y sus tripulantes habían respirado hasta hacía pocos minutos el mismo aire que respiraba ella. Quizás otras venían desde el fondo de la galaxia, cargadas con riquezas exóticas y con sus cabinas pobladas por seres fabulosos que anhelaban desentrañar el secreto de la quimera terrestre.
Por la calle pasó un carro lanzado a toda velocidad. Los cascos de los caballos repiqueteaban violentamente sobre los adoquines. Las ruedas atronaban al brincar sobre el pavimento desparejo. El chirrido de los ejes mal engrasados le hizo apretar las mandíbulas.
Cuando el estrépito se perdió a lo lejos, el silencio pesó con más fuerza que antes, hasta que volvió a interrumpirlo el grito puntual:
—¡Las doce han dado y sereno!
Una sombra flotó frente a la ventana, ocultando las constelaciones centelleantes del cielo. Maria tuvo un sobresalto y se irguió sobre un codo, llevándose instintivamente la mano al pecho, mientras abría la boca en el preludio de un grito.
Era un hombre. O por lo menos eso era lo que parecía ser, aunque planeaba por el aire con las alas desplegadas. Fue a posarse sobre el antepecho de su ventana.
Los finos dedos de Maria bailaban sobre el bastidor de bordar, picoteando la tela con la aguja. Sus movimientos eran instintivos, porque tenía puesta la atención muy lejos de esa salita lúgubre, de empapelado oscuro y muebles apolillados y claudicantes. A ratos una bruma húmeda le empañaba los ojos, enturbiando el diseño que el hilo rojo formaba sobre el lienzo. Desde la cocina llegaba el entrechocar de los cacharros que su madre fregaba en la pileta. Una frasecita tonta empezó a dar vueltas por su cabeza. Y lo más extraño era que no tenía la modulación del lenguaje cotidiano. Se quebraba en una cadencia que no podía definir, y que, sin embargo, parecía emanar de una memoria atávica.
—Un guijarro se incendió en la bóveda del cielo, y con su fuego consumió…
—¿Qué has dicho, Maria?
Se interrumpió bruscamente. La vajilla había dejado de repicar en la cocina. Su madre apareció en el hueco de la puerta, secándose las manos con el delantal. En su cara macilenta, surcada por arrugas prematuras, había una expresión de alarma.
—¿Qué has dicho, Maria? —repitió su madre.
—No… no lo sé. Me… salió de adentro…
—Repítelo.
—Un guijarro se incendió en la bóveda del cielo, y con su fuego consumió…
Las palabras habían brotado nuevamente de su garganta con un vigor incontenible, ajeno a su voluntad. Con el mismo ritmo de la vez anterior. Maria comprendió que de algún modo ese milagro estaba ligado al otro, al de la última noche.
—Eso es una canción, Maria —dijo su madre. Cantar está prohibido, Maria. Te lo he enseñado desde que eras muy pequeña.
—Sí, madre.
Había cantado. Eso era. Recordó los sermones de su madre. Cantar está prohibido, Maria. ¿Cuántas veces se lo habría repetido en su vida? Y ella siempre había querido descubrir qué era una canción, aunque no se había atrevido a preguntarlo. Ahora lo sabía. Lo sabía porque había entonado espontáneamente una frase tonta, que asumía de pronto una importancia y una belleza insospechadas.
—¿Dónde la aprendiste?
—No la aprendí, madre. Sencillamente, se me ocurrió.
—A nadie se le ocurren canciones, así porque así. No es lógico. Te has criado en un hogar correcto, austero, respetuoso de las normas, donde estas cosas no han ocurrido nunca. ¿Y si te hubiera oído un vecino? ¿Y si se enterara la gente? ¿Si se enterara…? No, Maria, debes decirme la verdad. ¿Dónde la aprendiste?
—Creo… creo que la soñé. Sí, la soñé anoche. Anoche tuve sueños maravillosos.
El grito que había empezado a tomar forma en la garganta de Maria murió antes de materializarse, como si la presencia del desconocido la hubiera hechizado. Estaba de pie sobre el antepecho de la ventana. Era bello, indescriptiblemente bello. No obstante que había encogido su cuerpo para acomodarlo a la baja abertura, vio que su talla era superior a la normal y que tenía la figura de un atleta. El resplandor de la luna arrancaba destellos de la larga cabellera rubia y ondulada que le caía sobre los hombros. Sin embargo, eran sus facciones las que la magnetizaban con la sublime irradiación de su hermosura. Jamás había imaginado que fuera posible encontrar semejante perfección en los rasgos de un ser humano. ¿Pero acaso ése era un ser humano? Las alas gigantescas consistían en una fina película traslúcida extendida sobre un complicado arabesco de nervaduras, y permanecían plegadas a medias sobre la espalda como si se hallaran listas para reanudar el vuelo. Sin duda, su actitud dependería de la reacción final de ella.
Maria se sintió avergonzada de su propia fealdad. El pelo negro y lacio enmarcaba un rostro vulgar, de frente demasiado estrecha, pómulos demasiado salientes, nariz demasiado chata y boca demasiado grande. A los treinta años ya se había resignado a vivir una existencia estéril, aunque en las noches cálidas y luminosas como ésa le resultaba imposible ahogar los clamores de su cuerpo solitario. Ahora la imagen angélica encaramada sobre su ventana la obligaba a preguntarse si su delirio no habría transpuesto el umbral de la locura.
Hasta que se insinuó en su mente el tanteo de unos sutiles dedos invisibles que disiparon todos sus temores, descorriendo lentamente los velos de un panorama inefable. Luego el desconocido se deslizó al interior del cuarto y se aproximó al lecho.
—¿Hace mucho que tienes esos sueños, Maria?
—No, madre, sólo los tuve anoche.
—¿Y qué fue lo que viste?
—Es tan difícil de explicar… Un huso de plata que bajaba del cielo. Comprendí que era una de esas astronaves que cruzan el firmamento, aunque siempre las he divisado sólo como lejanas estrellas errantes y no sé qué forma tienen en realidad.
—Así debe ser, Maria. Las astronaves se posan en otras tierras, pero no acá. Sólo traen abominaciones. Te he dicho a menudo que incluso es peligroso mirarlas desde lejos. Despiertan instintos que debemos ahogar. Ya ves lo que te ocurre, por haber desobedecido.
—De su interior salían hombres y mujeres como nosotros, pero mucho más bellos. Y tenían alas…
—¡Alas!
—Sí, alas. A ratos las desplegaban y volaban, elevándose hasta desaparecer entre las nubes. Parecían ángeles.
—¡Demonios! Eso es lo que son. Demonios que vienen de otros mundos para confundirnos con su fingida hermosura. No tienen alma, Maria. Son distintos de nosotros y sólo quieren perdernos, como todos los otros monstruos que descienden de las estrellas. Por eso no permitimos que vengan acá.
—En el lugar donde aterrizaron, la gente tenía otra opinión. Había muchos jóvenes en torno a la nave. Llevaban flores y gritaban y aplaudían. Algunos bailaban con los seres alados, y a veces éstos los levantaban unos metros del suelo sosteniéndolos entre los brazos. Era un espectáculo tan lindo… Claro, claro, y también cantaban esa frase que yo entoné.
—Así es como los van corrompiendo. Hay cosas que tú no sabes, hija. Esos monstruos han engendrado criaturas con seres humanos. Seducen poco a poco a quienes caen en sus trampas. Los inducen a la molicie, hasta matar la civilización.
—Pero no, madre. Deberías haber visto lo que yo vi. Cerca de la astronave se levantaban edificios gigantescos, muy distintos de nuestras casitas. Y entre ellos circulaban vehículos que se movían solos, sin necesidad de caballos. Corrían a una velocidad fantástica por calles muy anchas y lisas, bordeadas por unos tubos que proyectaban una luz mucho más blanca y potente que la de nuestras lámparas de querosene. Y frente a un cobertizo trabajaban unos colosos metálicos, que tenían forma humana pero eran máquinas. Además los hombres y mujeres también trabajaban. No sé cómo explicártelo, porque era trabajo, pero no como el que hacia papá en la oficina, hasta quedar agotado. El astropuerto estaba rodeado por parques y jardines, y allí había gente que tallaba maderas y piedras, y pintaba colores sobre telas, y hacia vibrar unos instrumentos de los que brotaban sonidos maravillosos, con los que acompañaban sus canciones. Y reían. Ahora entiendo, reían… reían… así…
—¡Hija! Reír está prohibido. —Perdona, madre—. Maria, ¿estás segura de que todo fue un sueño? —Oh, si, madre, no pudo haber sido otra cosa.
—Es increíble. ¿Cómo sabes con tanta exactitud lo que ocurre en otras tierras, si nadie te lo ha contado? Esos hombres alados… ¿no los encontraste en la realidad?
—No… no, madre.
—Porque aunque tienen prohibido meterse acá, a veces se aventuran por los aires para pervertirnos con sus supercherías. Cada día se ponen más audaces. No pasa una noche sin que los guardias derriben a alguno de ellos.
—¡No, madre!
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y cayeron sobre el bordado. Llorar no estaba prohibido.
Maria aún tenía enroscada en el dedo la hebra rubia que había arrancado de la cabellera de su visitante. Había querido conservarla como prueba de su cordura, pues sabía que a medida que transcurriera el tiempo le resultaría cada vez más difícil convencerse de que ése no había sido un desvarío de su imaginación. Él había estado allí. Sus caricias habían sido reales. Las escenas que le había comunicado con su mente reflejaban en verdad la forma de vida de otras tierras, de otros planetas, de otras galaxias.
Después de mostrarle el cuadro de su llegada a la Tierra, había desplegado en la pantalla de su cerebro el panorama de un mundo remoto, el mundo del que él provenía. Los seres alados se remontaban allí hasta las cumbres de picos alfombrados de flores. Vientos apacibles hacían ondular las copas multicolores de los árboles arrancando jubilosos tintineos a las hojas cristalinas. Las aguas que corrían ladera abajo se desgranaban en cataratas irisadas para luego deslizarse mansamente por el valle hasta un lejano océano dorado. Tres lunas redondas parecían pender inmóviles del cielo, increíblemente escalonadas de mayor a menor. Sobre el horizonte asomaban los minaretes enjoyados de una ciudad legendaria.
Él volvería a enfilar muy pronto hacia ese mundo, cuando su nave partiera nuevamente. No podría hacerle otras visitas, porque en los próximos días debería recorrer varios países, donde asistiría a congresos científicos. Ese interludio no había sido más que una aventura condimentada por el sabor del peligro. Tenía conciencia de que se hallaba en un territorio vedado.
A Maria no la ofendió la franqueza de su visitante. Él le dejaba un recuerdo inestimable, que cambiaría radicalmente la perspectiva de su vida. Cuando lo vio elevarse con un vuelo majestuoso luego de salir por la ventana, musitó una fervorosa plegaria de agradecimiento.
Desde la cocina llegaba nuevamente el estrépito de los cacharros. La aguja acribillaba la tela sobre la que el hilo rojo estaba terminando de diseñar la silueta de un dios rampante. En los oídos de Maria perduraban las palabras que su madre había pronunciado un momento antes. Esas palabras se parecían mucho a otras que había leído en el único libro que se conocía allí: Se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres, y les engendraron hijos. Estos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de renombre.
Sí —pensó—, así será, y yo lo ocultaré y lo protegeré para que no lo persigan ni lo destruyan. Y cuando sea como su padre, en sus alas me llevará, me llevará volando a la tierra de la canción.