El vigía

En el bosque se oía a ratos el grito desafinado de un ave nocturna y el apagado aleteo de las lúgubres sombras que volaban de rama en rama. Los troncos chirriaban como bisagras oxidadas cada vez que recibían el azote de una ráfaga de viento. El follaje ondulante restallaba como si lo estuviera castigando una lluvia invisible. El camino de luz que la luna proyectaba sobre la superficie del lago estaba cortado por las breves crestas negras de las olas.

Los cipreses de la ladera formaban una eficaz pantalla de oscuridad, pero al pie de la montaña, en la playa pedregosa y sembrada de maderos secos y pulidos por el sempiterno roce del agua, el resplandor lunar permitía distinguir netamente la angosta cinta del sendero. Por allí deberían pasar los fugitivos en su marcha rumbo a la frontera.

Las nuevas generaciones están cada vez más corrompidas. Eso hace difícil encontrar informantes entre los jóvenes y son muy numerosos los transgresores que quedan impunes. Los encargados de custodiar la frontera conocemos mejor que nadie las proporciones aterradoras que asume la evasión de elementos antisociales. Hay decenas y centenares de picadas que viborean por las laderas de la montaña, entre los bosques de pinos, cipreses y coihues. Durante el día, cuando salimos en misión de reconocimiento, es raro que no encontremos en ellas rastros del tránsito clandestino. Pisadas de caballos, botellas y latas vacías, cenizas de fogatas. Al mismo tiempo, carecemos del personal de vigilancia imprescindible. El reclutamiento impone condiciones muy severas, y sólo unos pocos elegidos las llenamos. Nuestra misión exige contar con una fibra moral a toda prueba. Ellos recurren a las más pérfidas tentaciones para ejecutar sus infames designios, y no en vano su vil propensión hedonista los ha educado en todas las gamas del vicio. Son depravados y lascivos. Nuestra sociedad ya ha tenido suficientes pruebas de ello, y si alguna duda quedara bastaría asistir al espectáculo que brindan allí donde nadie los controla, en el resto del mundo estragado por el espejismo de la civilización materialista. Ese mundo hacia el que ellos intentan huir para refocilarse con más libertad en sus sicalípticos lupanares. La consecuencia natural de semejante estado de cosas es que para salvar su alma, nuestra sociedad ha debido recurrir a una selecta minoría de ciudadanos probos, intransigentes y piadosos a los que nos ha confiado todas las funciones responsables.

El anciano estaba sentado sobre una roca, al pie de un árbol, precisamente donde el declive concluía en un barranco, cortado a pique sobre la playa. Sólo su pelo blanco se percibía como una ligera mancha de claridad en medio de las tinieblas. El resto de la figura cubierta con un hábito talar de color gris, estaba prácticamente fusionado con el telón de negrura circundante. Pero cuando un soplo de viento abría una brecha en el follaje y se filtraba un rayo de luna, sus destellos hacían brillar los ojos metálicos del anciano y el caño bruñido de la metralleta que tenía cruzada sobre las rodillas.

Hace ya mucho tiempo que están en vigencia dentro del país los más sólidos principios morales, y, sin embargo, debemos vivir en un estado de perpetua depuración, pues el mal aprovecha cualquier resquicio para colarse. La larga práctica nos ha demostrado que no se puede confiar en los jóvenes. Estos se hallan en un perpetuo estado de celo que pretende encubrir con velos cínicos y poéticos su genuina naturaleza procaz. Hasta el advenimiento del orden moral, las actividades y diversiones de apariencia más inocente les servían para desahogar sus instintos libidinosos. Cuando iban a cines y teatros presenciaban exhibiciones decadentes, pobladas de obscenidades y de ideas desquiciantes. Los libros les llenaban la cabeza de desvaríos exóticos. El arte se había convertido en un lúbrico muestrario de extravagancias. La música y el canto estaban impregnados de sucio erotismo. La moda tenía por único fin estimular el apetito sexual. Y aun después que se prohibieron esas monstruosidades, (continuó palpitando un anhelo morboso por conocer las aberraciones que irradiaban los pretendidos centros de cultura universal). Por todo ello el círculo de los defensores del orden moral quedó reducido a nosotros, los escasos herederos de nuestra tradición impoluta. Y sólo una fe inconmovible puede sostener a un hombre como yo, que a los setenta años de edad interrumpe su descanso para cumplir el servicio rotativo de vigilancia en la frontera patagónica, no obstante que hasta hace tres meses fue director del Instituto de Bellas Artes.

El único abrigo del anciano consistía en la tela basta del hábito, y sus pies estaban calzados con sandalias abiertas. Sin embargo, parecía insensible al frío que llegaba desde los glaciares del lago y las cumbres nevadas. Sus ojos se hallaban fijos en el sendero de la playa, como si de ello dependiese su existencia. Permanecía rígido, inmóvil, con el aspecto de una estatua hierática cuyo solo talante amenazador habría bastado para proteger contra cualquier intromisión profanatoria las reliquias guardadas en un panteón sacrosanto. Aparentemente todas sus manifestaciones de vida estaban concentradas en el dedo índice de su mano derecha, que a ratos se contraía sobre el disparador del arma con una crispación espasmódica, aunque sin la presión necesaria para descargarla.

Claro que afortunadamente todavía se encuentra alguna colaboración entre los elementos sanos de la juventud. Hay en la zona unos pocos muchachos y chicas que parecen tener buena pasta. Fue uno de ellos quien se presentó esta mañana en mi oficina para denunciar que varios sospechosos habían instalado su campamento en una casa abandonada próxima al río. Nos encaminamos juntos hacia allí y vimos, en efecto, desde una elevación cercana, a los vagabundos. Se trataba de cuatro parejas con sus críos, y todo hacía pensar que esa no era más que una etapa en su camino hacia la frontera. Probablemente reanudarían la marcha apenas anocheciese.

Eran poco más que adolescentes y por su aspecto deduje que se trataba de transgresores a la ley de separación de sexos. Es increíble que estos miserables estén dispuestos a correr tantos riesgos nada más que para satisfacer sus hediondos apetitos. Hace una década que las autoridades dispusieron con muy buen criterio que tollos los varones hembras menores de veintitrés años permanecieran estrictamente segregados en los lugares de estudio, trabajo y recreo. Como consecuencia de ello, antes de esa edad no puede celebrarse ningún matrimonio, y en tanto que las violaciones menores a la ley se castigan con severidad, a modo de escarmiento. Los delitos grandes que puedan culminar en cohabitación y embarazo se sancionan con la pena de muerte.

A partir de la promulgación de la ley muchos recalcitrantes han abandonado las ciudades, donde la vigilancia es más estricta y aprovechando la falta de personal que aqueja a nuestros organismos de seguridad, vagan por los campos llevando una existencia nómada y cargando con los frutos de su lujuria. Estos grupos trashumantes, que se renuevan constantemente, convergen casi siempre hacia las fronteras pues saben que en otros países encontrarán ambiente propicio para sus relajadas costumbres.

Es lamentable que nada podamos hacer para impedir que el extranjero continúe siendo un escaparate de deslumbramiento materialista. A pesar de que está terminantemente prohibido introducir en el país propaganda corruptora, existe una verdadera red secreta que hace circular fotos de las nuevas Babilonias centelleantes de neón donde se yerguen gigantescos emporios de placer carnal; literatura falaz y subversiva; y discos con canciones deshonestas. Y los apóstoles del epicureísmo realizan su prédica disolvente entre la juventud comparando estos mensajes de oprobio con el espectáculo de nuestras ciudades, donde los edificios se agrietan y desmoronan por falta de medios técnicos para repararlos y renovarlos, donde las calles se cubren de barro a medida que se resquebraja el asfalto, donde el cierre progresivo de las plantas de electricidad obliga a recurrir a la iluminación pública con lámparas de querosene, y donde la cultura no asume estridencias demenciales porque se conforma con cumplir una cauta función moralizadora. Claro que movidos por ignominiosos propósitos callan que éste es el precio que estamos pagando porque hemos decidido aislarnos de una civilización libertina para salvaguardar nuestro patrimonio espiritual, y que si no tenemos naves espaciales para explorar, como otros países, lejanos planetas donde al fin y al cabo hasta ahora sólo se han encontrado pueblos tan depravados como los que nos rodean, nuestras almas se han proyectado en cambio hacia el cielo de su propia salvación eterna.

El primer indicio de que la vigilia no había sido vana lo dio el ruido de cascos en el camino que conducía al lago. Los jinetes estaban ocultos por la espesura, pero cuando llegaran a la playa deberían salir ineludiblemente al descampado. El sendero que pasaba al pie del barranco era la única ruta por la que se podía llegar a la frontera. Y en ese trecho particular los fugitivos no contarían con la protección de los cipreses.

Al anciano le palpitaron las aletas de la nariz. Su lengua se deslizó rápidamente sobre los finos labios, para humedecerlos. Era como si la proximidad de la presa estuviera infundiendo vida a la estatua del centinela.

No necesité ser muy perspicaz para darme cuenta de que los ocupantes de la casa abandonada estaban muy por debajo de la edad aprobada para el matrimonio. Por consiguiente, sus vástagos eran el fruto de amancebamientos ilícitos y los miembros del grupo eran simples delincuentes. Así lo entendimos el informante que me acompañaba y yo. Pero puesto que faltaban armas y hombres para atacar a los rijosos vagabundos en su misma guarida, decidí apostarme por la noche aquí, sobre el sendero del lago, con la certidumbre de que ésta sería la ruta obligada de los fugitivos en su viaje rumbo a la frontera. Desde esta posición estratégica podré masacrarlos yo solo con mi metralleta.

Ocho siluetas se recortaron con nitidez contra el fondo luminoso del lago. Cuatro hombres y cuatro mujeres. Aunque el anciano sabía que allí no terminaba la cuenta. Cada una de las mujeres llevaba un bulto apretado contra el pecho, y cada bulto representaba un hijo. Debía de haberles resultado difícil conseguir animales, porque no todos iban montados a caballo. Algunos se habían conformado con mulas o burros. Además, sólo transportaban consigo lo más indispensable, en las mochilas que los hombres cargaban sobre la espalda. Ahora que los tengo delante de mí, con sus críos, siento afluir nuevamente el odio que experimenté esta mañana, el odio que experimento cada vez que me encomiendan una de estas cacerías en mis servicios rotativos de vigilancia. Los recuerdo tal cual los vi en el parque de la casa abandonada, despreocupados como bestia sin alma. Los varones con sus barbas enmarañadas y sus largas melenas, vestidos con harapos mugrientos pero felices como si fueran los dueños de la tierra, cantando la delirante melodía que uno de ellos rasgueaba en la guitarra. Y las hembras con las ropas ceñidas al cuerpo y cruzadas por desgarrones que dejaban entrever curvas mórbidas y rosadas, tibias y agresivas. Se reían, se reían a carcajadas, pensando sin duda que pronto podrían entregarse sin peligro a su degradante concupiscencia, en ese mundo de rufianes que se extiende más allá de la frontera. Cómo las odiaba cuando se reían, porque su risa me hacía pensar en los feroces ayuntamientos que practicaban con esos sátiros. Aun a la distancia parecían esparcir una especie de efluvio genésico que evocaba en mi mente turbadores cuadros de promiscuidad orgiástica. Pagarán su abyección. Soy el instrumento que Dios ha elegido para marcar a fuego a los pecadores.

Los fugitivos se hallaban justo frente al apostadero del anciano. Esta vez el dedo arrastro la cola del disparador hasta el fondo. La culata del arma empezó a martillar contra su hombro mientras su mano izquierda sostenía el caño que se iba recalentando progresivamente. La cordillera devolvió los clamores del furioso tableteo y de los gritos de pánico. El anciano veía cómo las figuras brincaban sobre las sillas para luego describir absurdas piruetas por el aire y caer sobre la playa.

Mi metralleta no conoce la piedad. Los íncubos y sus hembras interpretan una danza lúbrica sobre sus monturas a medida que las balas perforan sus carnes infectas. Los pequeños demonios que han gestado para perpetuar su estirpe satánica se estrellan contra las piedras de la playa. Los chasquidos húmedos y viscosos me ensordecen. Es la cópula que puebla los sueños de todas mis noches. Es el gran espasmo con que las fecundo…

El resplandor de los fogonazos pincelaba el rostro demudado del anciano. Tenía los ojos desencajados. Un hilo de saliva dejaba su rastro brillante sobre el mentón prolijamente rasurado. Dos venas sinuosas se habían hinchado sobre su frente perlada de sudor. Mientras paseaba su mira de la metralleta por todo el ámbito de la playa para distribuir metódicamente la ración de muerte, experimentó el inefable orgasmo que siempre lo estremecía en esas ocasiones. Pero algo se quebró dentro de él cuando llegó al paroxismo de la pulsación voluptuosa. Se desplomó de bruces sobre la tierra blanda.

El fugitivo se había arrojado instintivamente de la silla cuando sonaron las primeras detonaciones y se había parapetado detrás de uno de los grandes troncos pulidos por las aguas que jalonaban la playa. Vio que ella se alejaba por el sendero, estrujando a su hijo contra el pecho y zangoloteándose sobre el burro desbocado. Un proyectil zumbó junto a su escondite y se agachó nuevamente. El tableteo enloquecido siguió reverberando en sus oídos y crepitando en los infinitos ecos de la montaña cuando el fuego ya había cesado. Volvió a levantar la cabeza a tiempo para ver cómo el anciano rodaba por encima del borde del barranco y se precipitaba hacia abajo, asiendo todavía entre sus dedos agarrotados la metralleta humeante. Reconoció su uniforme, el hábito talar de color gris.

Se incorporó. El olor de la pólvora saturaba la atmósfera. Los pájaros asustados chillaban en el bosque. Contó los cadáveres. Sólo lo rodeaba la muerte. A lo lejos repicaban los cascos del burro en el que iba montada ella. Rogó que estuviera viva. Que ella y el niño estuvieran vivos como los había visto por última vez. Echó a correr por la orilla del lago.

Cuando la alcanzó ya despuntaban las primeras luces del amanecer. Ella había conseguido dominar al animal y se había detenido donde el sendero volvía a empinarse para contornear la montaña. Más allá de la primera cumbre estaba la frontera. Seria fácil llegar. Él conocía las picadas por donde los ancianos no se atrevían a internarse.

Su mujer lo miró con tristeza. El niño estaba prendido de su pezón y a ratos dejaba oír ávidos chupeteos.

—¿Y los demás? —preguntó.

—Han muerto —respondió él.

—¿Fue… uno de ellos?

—Sí. También ha muerto.

Él a pie y ella montada sobre el burro, con el niño arrebujado contra su seno, reanudaron entonces la marcha.

Pero después de muerto Herodes, aquí que un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. (San Mateo, 2, 19-20).