En el Río de la Plata, a veinte millas de la Ensenada de Barragán. Enero de 1810.
Roger Blackraven despertó en la litera del camarote de popa que compartía con Melody desde hacía poco menos de dos meses. Habían zarpado de Liverpool en el Isaura, el buque de mayor calado de su flota —desplazaba quince mil toneladas y su eslora medía ciento setenta y cinco yardas—, a principios de noviembre de 1809 con destino a Buenos Aires y, de acuerdo con sus cálculos, avistarían la costa del Río de la Plata ese viernes 5 de enero. Escuchó los cuatro campanazos que indicaban el cambio de guardia y se levantó. Estudió el cielo del amanecer a través de la claraboya. Las nubes arreboladas auguraban lluvia por la tarde. Estiró los brazos hasta tocar el techo e hizo sonar las articulaciones. Le dolía el cuerpo, en especial el cuello y la espalda. Hacerle el amor a su esposa en una litera no resultaba fácil para un hombre de su contextura y de sus apetitos, menos aún cuando no podían hacer ruido porque Trinaghanta y los niños ocupaban el camarote contiguo. Era un fastidio. Deseaba llegar al Retiro y recuperar la ansiada intimidad con su mujer.
Melody dormía boca abajo, desnuda, su espléndida cabellera volcada hacia un costado, ni siquiera la sábana la cubría dado el calor. Blackraven se inclinó, le besó las tres marcas del carimbo y le pasó la punta del índice desde la nunca hasta la hendidura entre sus glúteos, mientras se admiraba de que la pasión no languideciera con los años. Melody se rebulló, balbuceó palabras ininteligibles y siguió durmiendo. Blackraven sonrió y comenzó a vestirse.
La firmeza de sus pasos resonaba en la cubierta, mientras marchaba hacia el alcázar. Con el catalejo en el ojo, escuchó el reporte del contramaestre en cuanto a la ubicación del barco, la velocidad del viento y la conveniencia de lanzar la bolina en esas aguas traicioneras, sobre todo, si se consideraba el calado del Isaura. Blackraven pronunció las órdenes pertinentes, el contramaestre las comunicó a gritos y de inmediato el barco cobró vida; los de la guardia matutina acomodaron los coyes en la batayola, treparon por los flechastes, tomaron rizos, largaron la gavia, y de ese modo el Isaura saludó al nuevo día.
De un momento a otro aparecería la costa del Virreinato del Río de la Plata. Tres años habían pasado desde la última vez en Buenos Aires, una ciudad que guardaba infinidad de memorias, algunas buenas, otras malas. Una inquietud lo mantenía en vilo, demasiadas preguntas sin respuesta, pues, si bien sus agentes y administradores —Diogo Coutinho, Covarrubias, el senescal Bustillo y, sobre todo, O’Maley— lo mantenían informado, él necesitaba juzgar la situación por sí. ¿En qué estado hallaría sus propiedades? ¿Cuál sería la situación política del virreinato? ¿Cómo se encontrarían sus amigos los independentistas? Blackraven sonrió al pensar que esos criollos, que habían destituido a Sobremonte, reconquistado la ciudad y elegido a Liniers como virrey, en realidad, hacía tiempo que eran libres. ¿En qué confabulación se enredaría su socio, Martín de Álzaga? Habían hecho una fortuna durante esos años. Blackraven le enviaba barcos colmados de ultramarinos que el vasco no se cansaba de vender. Sabía que había vuelto a ocupar el cargo de alcalde de primer voto durante 1808, pero que no había alcanzado su sueño, el de ser virrey. Finalmente, Liniers le había ganado la partida. ¿Qué sería del capitán Liniers? Después de su corto período como máxima autoridad del Río de la Plata, fue depuesto por su condición de francés y sustituido por el almirante Baltasar Cisneros nombrado por la Junta Suprema Central, el organismo que legislaba y administraba justicia durante la ocupación napoleónica de la España. Las profundas divisiones entre Carlos IV y su hijo Fernando habían abierto una grieta en el corazón de los Borbones, donde Napoleón hundió su espada. Ahora su hermano mayor, José Bonaparte, ocupaba el trono de su amado abuelo, Carlos III, pero nadie lo aceptaba, ni en la península ni en las colonias.
Blackraven intuía que el final se precipitaba. Pueyrredón ya confabulaba desde Madrid y enviaba amigos a Londres para convencer al ministro Portland de apoyar la independencia americana. Belgrano, Castelli, Moreno y Nicolás Rodríguez Peña le escribían a menudo detallándole la precaria situación en que se encontraba Cisneros. “Vuelvo para terminar lo que comencé en 1806”, pensó Blackraven.
Primero lo alcanzaron los ladridos de Sansón y después la voz de su hijo Alexander, que lo llamaba.
—Daddy! Daddy!
Alexander corría hacia el alcázar y le sonreía. Era un niño feliz, divertido y simpático, buen conversador y gran inquisidor. Detrás de su primogénito, apareció Anne-Rose, su hija de poco más de un año, que se esforzaba por alcanzar a Alexander y a Sansón, pese a sus cortas y rechonchas piernas. Estevanico y Angelita la seguían preocupados por el equilibrio de la niña. Trinaghanta cerraba el cortejo. Blackraven los observó aproximarse con una sonrisa inconsciente en los labios. El amor que esas dos pequeñas criaturas le inspiraban era el sentimiento más noble y puro del que había sido capaz. Se acuclilló para recibirlos y los levantó en el aire, uno en cada brazo.
—Buen día, capitán Black.
—Buen día, Estevanico. Buen día, Angelita —contestó Roger, y les guiñó un ojo—. ¿La señora condesa ya se despertó, Trinaghanta?
—Sí, amo Roger. Rosie —así llamaban a la pequeña— entró en vuestro camarote y la despertó.
—Where are we, daddy?
Alexander se calzó el catalejo —Blackraven estaba seguro de que no veía nada— y siguió preguntando, siempre en inglés, el idioma que usaba con su padre; con Melody, en cambio, hablaba en castellano, y, con su abuela Isabella, el francés. Resultaba admirable la facilidad y la naturalidad con que saltaba de una lengua a otra.
Anne-Rose, en cambio, era una niña tranquila, suave y observadora, con un vocabulario de pocas palabras, daddy, mommy, Tina, para llamar a Trinaghanta, Alec, a su hermano, Nico, por Estevanico, y Saso, por Sansón, su adorado perro. Lo demás lo callaba o lo exigía con gestos. En tanto Alexander preguntaba y hablaba sin dar tiempo a contestar, Rosie se dedicaba a acariciar la mejilla rasposa de su padre, a besarlo y a tocarle el cabello. Su dulzura desarmaba a Blackraven, que, mientras satisfacía la avidez de Alexander, estudiaba la carita de su hija, tan parecida a Isabella di Bravante, con el cabello negro, la piel lechosa, la misma nariz respingona y una boca diminuta y carnosa; Roger siempre le decía: “Rosie, tienes un corazoncito en lugar de boca”. Sus ojos, sin embargo, habían heredado el magnífico turquesa de Melody. A Rosie la habían concebido en Párvati, la hacienda de Ceilán, y Melody la había parido en La Isabella, la hacienda de Antigua, y, a diferencia del traumático parto de Alexander, el de la niña había sido un anticipo de su temperamento, suave y tranquilo. A dos horas del nacimiento de Rosie, Melody se incorporó en la cama y manifestó que tenía hambre.
—¿Conoceré a mi tío Tommy, daddy? —siguió preguntando Alexander.
—Sí, a tu tío Tommy, a su esposa, tu tía Elisea, y a tu pequeño primo, Jimmy. Aunque ellos no viven en Buenos Aires, donde tú naciste, sino cerca de otra ciudad llamada Capilla del Señor.
—¿Yo nací en Buenos Aires, daddy? —Blackraven asintió—. ¿No nací en Hartland Park? —Blackraven negó—. Pero el abuelo dice que yo soy inglés como él.
—Y lo eres, pero naciste en Buenos Aires. Tu primo Víctor vivió muchos años en Buenos Aires, ¿sabías?
—Sí. Me lo contó cuando lo visitamos en su casa. —Alexander se refería a la hacienda que Galo Bandor había comprado en Jamaica años atrás y que había bautizado La Cornuallesa en honor de la mujer que amaba.
—Mommy —susurró Rosie al oído de su padre, y, con las manitos, lo obligó a mirar hacia el combés.
Melody caminaba por cubierta del brazo de su prima Marie, o Madame Royale, y en compañía de Luis Carlos, o Luis XVII. “¡Qué feliz luce Marie!”, pensó Blackraven. Habían recalado en la Bahía de Guanabara para visitarlos, y, cuando Luis Carlos y Marie expresaron su deseo de regresar a Buenos Aires, Blackraven lo juzgó propicio. Desde su charla con el emperador Napoleón en el pabellón de caza de Fontainebleau, vivían en una relativa tranquilidad. Relativa, puesto que un hombre como Roger Blackraven jamás bajaba la guardia.
Sonrió con sarcasmo al pensar que Napoleón y él habían terminado haciéndose amigos. No habían vuelto a verse, se trataba de una relación epistolar. La primera carta llegó tres meses más tarde del episodio en los bosques del palacio de Fontainebleau, en un sobre lacrado, sin sello. “Vos, estimado Blackraven, contáis con la ventaja de que mi destino os importa poco”, le había escrito aquella primera vez, “por tanto sois el único que no habla para complacerme ni me adula ni me miente. Siempre he estado solo. Siempre he sido un solitario. Pero hoy, en la cima del poder, rodeado de cientos de personas, experimento la mayor y más profunda soledad de mi vida”.
En algo se equivocaba Napoleón Bonaparte: a Blackraven sí le importaba el destino del emperador. Sus negocios dependían en gran medida de las decisiones políticas que tomasen los gobiernos de la Europa. De igual modo, con Napoleón, seguía empleando el mismo modo descarnado y franco de la temporada que compartieron en Fontainebleau.
Blackraven observó que Melody, Marie y Luis Carlos se aproximaban a la borda y columbraban el río con la mano en la frente. Estevanico corrió junto a su adorada miss Melody, y, como Rosie y Alexander quisieron seguirlo, Blackraven los depositó en el suelo. Observaba con fijeza a su esposa. Melody giró, atraída por el barullo de los niños y los ladridos de Sansón, y lo descubrió en la toldilla. Sus miradas se cruzaron, y sonrieron con complicidad. “Ven”. Blackraven le dibujó la palabra con los labios, y enseguida Melody se excusó con sus primos y caminó hacia la popa.
—Buenos días, cariño.
—Buenos días, amor.
—¿Dormiste bien anoche?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Como un oso —e, inclinándose en el oído de su esposa, le musitó—: Como un oso que ha comido kilos de la mejor miel. Como un oso satisfecho.
Melody rió y le pasó la mano por el pecho y luego por la mejilla.
—Asegura Somar que hoy atracaremos en la Ensenada de Barragán.
—Así es, cariño. Dentro de poco, avistarás la costa. —La miró de soslayo y descubrió cierta inquietud en su semblante—. ¿Qué ocurre? ¿No te quejabas anoche de que querías llegar al Retiro cuanto antes? ¿A qué se debe ese ceño?
—Estoy feliz de regresar, Roger, de veras. He echado tanto de menos a todos. Deseo tanto volver a verlos, pero…
—¿Pero qué?
—No sé. En Buenos Aires conviven tantas buenas memorias y tantos malos recuerdos que…
—Estamos juntos, Isaura. —La tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los de ella—. Los fantasmas del pasado no existen. Somos libres y estamos unidos como las valvas de una ostra. Somos invulnerables, tú y yo. No temas, mi amor. Yo estoy contigo, a tu lado. Nada malo ocurrirá. Confía en mí, Isaura. Descansa en mí.
Guardaron silencio, con la vista en la línea del horizonte. Un momento después, Blackraven le pasó el catalejo y le indicó:
—Mira, allí comienza a avizorarse la costa. ¿Logras verla?
—Sí, sí, la veo.
—¿Lista para regresar, cariño?
—Lista, capitán Black.
FIN