Capítulo XXVIII

Harland Park, próximo a la ciudad de Penzance, condado de Cornwall, al sur de la Inglaterra. Finales de octubre de 1807.

Melody suspiró. El duque de Guermeaux, su hermano, Bruce Blackraven, y Alexander jugaban a sus espaldas, sobre la alfombra del drawing room, una habitación donde solían pasar las tardes, con un imponente hogar en el cual crepitaban varios leños, y muy iluminada gracias a las altas ventanas que miraban hacia el sector de la propiedad que, luego de una barranca escabrosa y plagada de piedras, terminaba en un risco y en el mar.

La atrajo el sonido cristalino de la risa de Alexander. Giró la cabeza y sonrió al verlo echado sobre la alfombra, riendo a carcajadas al tiempo que luchaba para apartar las manos de su abuelo que le hacía cosquillas en el vientre. Amaba que amaran a su hijo. Su abuelo, el duque de Guermeaux, más que amarlo, manifestaba una extraña devoción por él, como si el niño fuera un pequeño dios. No había resultado fácil lograr que Blackraven aceptara la relación entre el nieto y el abuelo.

Blackraven y su padre se habían encontrado en Londres en julio, apenas llegados de aquel largo e inverosímil viaje. Melody había quedado boquiabierta ante la grandeza y la peculiar arquitectura de la ciudad, donde construcciones imponentes como la cúpula de Saint Paul —la más grande de la Europa después del domo de la basílica de San Pedro— y la Torre de Londres, mandada construir por Guillermo el Conquistador, en el siglo XI, dominaban el paisaje. La abrumaba la antigüedad de Londres, que estaba allí, a orillas del Támesis, desde épocas inmemoriales, desde que anglos, sajones, celtas y otras tribus la llamaban Londinos, nadie sabía por qué. Le parecía que, junto con la antigüedad, la ciudad expresaba en sus edificios, sus calles, su infinidad de mercados y en su gente, una sabiduría, un descaro y cierta ferocidad latente que la asustaban y la hacían sentir poca cosa. “Y yo que pensaba que nunca conocería nada más grande que Buenos Aires”, se mofaba de sí.

Al igual que Londres, la mansión de Blackraven sobre la calle Birdcage la abrumó y la incomodó, en parte por la imponencia de su fachada y el lujo de sus habitaciones y también por los complejos mecanismos desplegados para conservarla en funcionamiento: los varios proveedores de bebidas y alimentos que la visitaban a diario, el jardinero y sus ayudantes, el arquitecto a cargo del mantenimiento de techos, fachada e interiores junto con su caterva de empleados (fontaneros, carpinteros, fumistas, deshollinadores, pintores, alarifes, escayolistas), el tapicero, y tantas otras personas cuyos oficios aportaban a la belleza y esplendor de la mansión de Birdcage. La casa de la calle San José, la cual ella había juzgado enorme y lujosa, sufría en comparación; de hecho, entraba tres veces en esa mansión londinense atestada de pajes con libreas en tonalidades azul y plata, y domésticas de cofia blanca, a quienes ella nunca terminaba de conocer; durante los primeros días tuvo la impresión de que eran cientos, aunque, con los días y la ayuda de Constance Trewartha, se convenció de que constituían un grupo de cuarenta y cinco personas.

Nunca olvidaría la tarde en que descendió del carruaje que los condujo desde el puerto de Londres a la mansión de la calle Birdcage. Creyó que el cochero se había equivocado, que se había detenido frente a una casa vecina. Levantó la mirada ante una fachada que, de un golpe, la llevó a comprender el poderío económico de su esposo. Tiempo atrás, él le había confesado que era un hombre de incontables riquezas, y, al hacerlo, le había dicho: “Tu mente no puede calcularlo, ¿verdad?”. Pues no, su mente no lo había calculado en su justa magnitud sino hasta ese momento en que, de pie frente a la mansión, con gesto atónito, admiraba la entrada con sus copones gemelos, el jardín delantero y los dos tramos de escalera de mármol que, como brazos extendidos y abiertos, subían para unirse en un pórtico de altísimas columnas jónicas de fuste estriado; hacia uno y otro costado se abrían las alas de la mansión, y a Melody la sorprendió la cantidad de ventanas. Como tonta, estaba contándolas cuando Blackraven se inclinó para hablarle al oído.

—Es tuya, mi amor. Tú eres la reina de esta casa y de todo cuanto poseo.

El tío de Blackraven, Bruce, y su “amiga”, Constance Trewartha, los recibieron con una calidez que la ayudó a relajarse; de igual modo, se sentía fuera de sitio. En cuanto a Constance, temió que, por ser tía de Victoria, no pudieran llegar a convertirse en amigas, y Melody lo habría lamentado porque la atraía la simpleza y el encanto de la mujer que para nada opacaban su elegancia y refinamiento. Ese escrúpulo se esfumó el mismo día de la llegada, cuando Constance, mientras la paseaba por la infinidad de habitaciones y salas, se detuvo, le tomó ambas manos y le dijo:

—Nunca he visto a mi querido Roger tan feliz. Y eso te lo debemos a ti, no tengo duda al respecto. Bruce y yo ya te queremos como a una hija.

—Gracias, Constance —balbuceó Melody.

—Quiero ser sincera contigo, querida. Mi situación en esta casa es de peculiar naturaleza. Verás, Bruce y yo somos amantes. —Melody siguió mirándola con la misma expectación y afabilidad, y Constance añadió—: Si eso a ti te molesta o incomoda, hoy mismo dejaré esta casa.

Un poco por lo desproporcionado del ofrecimiento y también porque se hallaba tensa y cansada, Melody rompió en una carcajada. Constance la contempló con una sonrisa pasmosa.

—¿Dejar esta casa? ¡Constance, ésta es su casa! ¿Por qué debería dejarla?

—Bueno… Te explicaba que…

—Olvídelo. A mí me escandalizan otras cosas.

Durante ese mes en Londres, Melody y Constance se convirtieron en grandes amigas, y, junto con Isabella y Amy Bodrugan, pasaban fuera gran parte del día conociendo Londres, que era infinito; siempre había un sitio nuevo que descubrir. Desayunaban juntas en la mansión de Birdcage, en un comedor cuya mesa para veinticuatro personas se cubría con un enorme mantel de hilo de coco, sobre el que se desplegaba una vajilla tan hermosa que Melody no concibió que la llamaran “la de diario”. Había largos aparadores de caoba sobre los cuales se acomodaban varios réchauds, unos hornillos metálicos, con tapa, donde se mantenía caliente la infinidad de platos, y así Blackraven, Bruce y Malagrida, que se despertaban al alba, y ellas, que lo hacían cerca de las diez, encontraban el tocino, los huevos, las salchichas, el jamón, los riñones al jerez, los frijoles, los hongos y demás, a punto y con el mejor sabor. Terminado el desayuno, las mujeres mandaban preparar el carruaje y salían de compras. Blackraven le había dicho a Melody:

—Entrega esto a cuanta tienda o joyería entres. —Le extendió una nota con su rúbrica y el sello del águila bicéfala—. Ellos enviarán las facturas a casa y yo me ocuparé de saldarlas.

Melody había leído la nota que, Constance le explicó, se conocía como carte blanche.

Londres, Blackraven Hall, 5 de julio de 1807 Las facturas a nombre de Isaura Blackraven, condesa de Stoneville, deberán ser cursadas a Blackraven Hall, en el número 78 de la calle Birdcage, donde se procederá a su liquidación.

Roger Blackraven, conde de Stoneville.

—Querida —se entusiasmó Constance—, las mujeres darían años de vida por la carte blanche del conde de Stoneville. Debe de amarte locamente y confiar en ti a ciegas para extenderte un documento de esta naturaleza.

En un principio, Melody pensó que no la usaría, ya tenía demasiadas joyas, vestidos, accesorios y afeites; sin embargo, a medida que recorrían las tiendas de la calle Bond, de Piccadilly y de la Strand, los paquetes y envoltorios iban colmando el carruaje. De la Strand, a Melody le encantaba la acogedora y pintoresca tienda de té Twining, pero nada la conmocionó como la tienda Fortnum and Mason, sobre Piccadilly, no tanto por la amplia variedad de productos que ofrecía sino por el modo en que los presentaban; la decoración era soberbia, el salón principal brillaba bajo el influjo de cientos de arañas de cristal y boiseries doradas a la hoja.

En realidad, la tres cuartas partes de las compras de Melody no la tenían como destinataria. Blackraven, Alexander, Tommy —que había decidido dormir en el White Hawk con sus compañeros y declinar la invitación de su cuñado para hacerlo en Blackraven Hall—, Bruce, Rafaelito, Miora y aun Somar recibían a diario algún presente. La divertía y emocionaba entregárselos. En verdad estaba divirtiéndose en Londres. En tres ocasiones Roger la llevó a un teatro famoso, el Covent Garden. Al entrar, se quedó muda pensando en el de la Ranchería, el único de teatro de Buenos Aires, y le dio por reír, y no lo hacía porque se burlara de la pobreza del recinto porteño sino porque había creído que, después de días de recorrer Londres, ya nada la sorprendería; no obstante, allí estaba, cerca de la barandilla del palco de Blackraven, contemplando con una mueca atónita lo que se desplegaba a sus pies.

Al principio, en tanto permanecía sumida en su asombro, Melody no reparó en el velado alboroto que la presencia de los condes de Stoneville causaba entre los asistentes. Si bien todos sabían que ese palco pertenecía a Roger Blackraven, estaban acostumbrados a verlo ocupado por sus amigotes del White’s Club, ya que su dueño se pasaba la mayor parte del año fuera de la ciudad. A pesar de que Roger violaba una de las reglas más estrictas de la sociedad georgiana, esto es, “un caballero no se dedica al comercio”, nadie se habría atrevido a desdeñarlo por temor a importunar al poderoso duque de Guermeaux.

Melody acabó por reparar en que casi nadie miraba hacia el escenario, pese a que el espectáculo —la ópera Fidelio de un compositor alemán que ella desconocía, un tal Beethoven— era magnífico; miraban hacia ellos. Regresó la vista al escenario y simuló concentrarse; ya no sentía la misma alegría del principio, no le gustaba llamar la atención, pero comenzaba a entender que, fuera en una aldea como Buenos Aires o en una metrópoli como Londres, estaba destinada a causar estupor.

Tras los abanicos de las señoras se expresaba todo tipo de comentarios, algunos en referencia al vestido anticuado de la condesa, al color de su cabello, al grosor de sus labios o al tamaño de sus senos, y otros daban cuenta de que se la había visto en compañía de la inmoral Constance Hambrook —la llamaban por el apellido de su esposo— y de la cortesana Isabella di Bravante, gastando fortunas en las tiendas, con su bebé a cuestas, que, por cierto, era la cara del padre. Algunas se negaron a creer el rumor que sostenía que la propia condesa amamantaba al pequeño futuro duque. Ninguna la aprobaba y por cierto jamás la aceptarían en su círculo, de todos modos, las invitaciones llegaban por decenas cada mañana a Blackraven Hall. Melody se acercaba a la bandeja de plata donde el mayordomo, Duncan, iba juntándolas para después entregárselas a “milord”, y curioseaba entre los distintos sobres lacrados, al tiempo que agradecía que su esposo declinara la mayor parte.

La primera noche en el Covent Garden, en un entreacto de Fidelio, Melody conoció al padre de su esposo, al duque de Guermeaux. Roger departía animadamente con unos amigos que se habían acercado al palco para saludarlo, cuando la cortina que daba al pasillo se descorrió y dio paso a una figura alta e imponente que se detuvo en el umbral. Los visitantes saludaron al intruso con una inclinación y palabras farfulladas y, enseguida, se excusaron y desaparecieron. El hombre avanzó y quedó iluminado de lleno por la luz del pequeño recinto. Si bien no se parecían salvo en la altura y en la corpulencia, Melody supo que se trataba de Alexander Blackraven, y, en un acto inconsciente, contuvo la respiración y cerró los puños sobre su falda. Vio cómo Roger se demoraba un segundo, que a ella le pareció un minuto, en aceptar la mano extendida de su padre.

—Sé que hace días llegaste a Londres. Esperaba que fueras a visitarme.

—No sabía que su gracia se hallara en la ciudad.

“¡Su gracia!”, se escandalizó Melody. “¡Le dice ‘su gracia’ a su padre!”.

—¿No vas a presentarnos?

Antes de que Blackraven girase para mirarla, Melody se percató de la expresión severa que le dispensaba al duque, como si lo amenazara, y también advirtió el gesto flemático que éste le devolvía.

—Isaura, te presento a Alexander Blackraven, duque de Guermeaux. Su gracia, ella es mi esposa, Isaura Blackraven.

Melody seguía sentada, debatiéndose entre pararse y ejecutar una corta reverencia o permanecer en su butaca y simplemente inclinar la cabeza. No atinó a nada, se quedó mirando al duque a los ojos, y su expresión debió de revelar tal lastimosa perplejidad que llegó a conmoverlo, porque Alexander Blackraven le sonrió con calidez, una sonrisa franca, juzgó ella, y extendió el brazo derecho para tomar su mano, aún hecha un puño, y besarla.

—Es un placer conocerla, señora condesa.

—El placer es mío, su gracia —contestó.

—No podía imaginar por qué extraña razón mi hijo —a Melody le pareció que decía “mi hijo” con auténtico afecto— me había hecho caso (algo muy inusual, debe usted saberlo, señora condesa) y contraído nuevas nupcias. Ahora, al conocerla, lo entiendo. Su belleza es indiscutible.

—Gracias, su gracia.

—Y me dicen también que ha sido tan generosa como para darme un nieto.

—Así es, su gracia —replicó Melody—. Mañana cumple ocho meses, aunque, dada su contextura, asemeja a un niño de un año, quizá de más. Es muy inteligente y vivaz. Ya balbucea algunas palabras…

—Cariño —la interrumpió Roger—, no creo que al señor duque le interese conocer los adelantos de nuestro hijo.

—¡Por el contrario! —interpuso Alexander Blackraven—. Me interesa, y mucho. Es mi nieto, tu hijo, Roger. ¡Por supuesto que me interesa! Es quien más me interesa en este mundo. ¿Cómo lo habéis llamado?

—Alexander Fidelis —contestó Melody, y la sonrisa del duque de Guermeaux se esfumó para transformarse en una mueca entre sorprendida y atónita. Miró alternadamente a Melody y a su hijo.

—No fue idea mía —se defendió Roger—. Lo habría llamado de cualquier manera menos Alexander. La idea fue de Isaura.

—Gracias, señora condesa —manifestó el duque, con sincera emoción—. Gracias. Es un honor para mí que mi nieto lleve mi nombre.

—Y el de mi padre —acotó Melody—. Somar me contó acerca de la tradición entre vosotros, los Guermeaux, de que el primogénito lleve el nombre del abuelo paterno, y la juzgué muy acertada. Espero que a su gracia no lo importune que hayamos agregado también el del abuelo materno.

—En absoluto —desestimó, con un movimiento de mano.

—¿Os complacería acompañarnos mañana durante el almuerzo y conocer a Alexander?

—Isaura —intervino Blackraven—, ésa sería una grave falta al protocolo. Se espera que nosotros visitemos al duque y no al contrario.

—¡Oh! —Melody se sonrojó—. Lo siento, no sabía.

—¡Por favor! —exclamó el duque, con acento tolerante—. No contemplaremos esas severidades sociales entre padre e hijo, ¿verdad?

—En el pasado —manifestó Roger—, esas severidades eran muy tenidas en cuenta por su gracia.

—En el pasado —refrendó el duque—. Los tiempos cambian, hijo, y las personas, también. Entonces, ¿qué decís? ¿Almorzaré en Blackraven Hall mañana y conoceré a mi nieto?

—¡Oh, sí! —contestó Melody, y escuchó que Roger resoplaba.

—Roger —dijo el duque—, acompáñame un momento fuera. No quiero aburrir a tu esposa con cuestiones de hombres. Señora condesa…

—Por favor, su gracia, llámeme Melody.

—Muy bien. Melody, la veré mañana, entonces.

—Hasta mañana, su gracia.

En el pasillo, el duque de Guermeaux contempló a su hijo con aspecto divertido y le preguntó:

—¿Melody?

—Su padre la llamaba así dada su hermosa voz.

—Veo que tu esposa, a pesar de papista e irlandesa, es una mujer atractiva y talentosa. Y de temple. Después de todo, impuso su voluntad y llamó a mi nieto como debía ser llamado, como su abuelo.

El acento sarcástico del duque disgustó a Blackraven.

—Ten cuidado, padre. No te metas con Isaura o te destruiré sin compasión.

—Sé que lo harías, hijo. Descuida, tu esposa me agrada. Y me ha dado un nieto.

—Un heredero que perpetúe el ducado, que es lo único que te importa.

—No es lo único que me importa, pero no intentaré convencerte. —Sobrevino un silencio en el que se midieron con intensidad; estaban habituados a esas frías miradas y no se incomodaban—. Bruce me contó que Victoria murió en Sudamérica, víctima de una peste.

—De la viruela.

—Tu madrastra, la duquesa de Guermeaux, también falleció meses atrás. —Roger se mantuvo imperturbable—. Sí, lo sé, ella no fue buena contigo, y yo se lo permití.

—Padre, si me excusas, regresaré junto a mi esposa.

—Sí, sí, está bien. Nos veremos mañana, entonces.

—Si no te molesta compartir la mesa con una papista…

—¿Estará tu madre?

Blackraven profirió una risotada forzada e irónica.

—Padre, llegas treinta seis años tarde. Además, mi madre se ha enamorado como una jovencita y no creo que corresponda a tu tardío interés. De hecho, mañana conocerás a su nuevo amante, el capitán Malagrida, un hombre extraordinario.

Corrió la cortina e ingresó en el palco dejando a su padre aturdido en medio del corredor. Blackraven no emitió palabra en el carruaje durante el trayecto de regreso a la calle Birdcage ni tampoco mientras se desvestía y se preparaba para meterse en la cama. Se deslizó bajo la sábana y se acomodó dando la espalda a Melody, que se inclinó sobre su oído para susurrarle:

—No estés enfadado conmigo.

—No quiero que te inmiscuyas en la relación con mi padre. No debiste invitarlo a almorzar.

—¿Por qué no? Es el abuelo de mi hijo. Es tu padre.

—¡Mi padre! —exclamó, y se incorporó de modo brusco—. ¡Buen padre! Que me secuestró y me apartó de mi madre y me trajo a vivir a este país entre desconocidos. ¡No tienes idea el odio que me inspira! —exclamó, y para él, un hombre que mantenía sus emociones bajo control, el exabrupto le provocó inquietud y también vergüenza.

Melody le acariciaba el pelo suelto y le pasaba la mano por la mejilla y por la frente para obligarlo a relajar el ceño.

—No creo que lo odies. No eres capaz de odiar.

—Isaura, no tienes idea de lo que soy capaz.

—No quiero que lo odies, y no quiero porque el odio no es bueno para ti. Es como un veneno que nos carcome. Yo intento olvidar a los que me dañaron.

—Tu disposición es muy diferente de la mía. No todos contamos con un alma tan bondadosa como la tuya.

—¿Te gusta sentir rencor por él?

Blackraven evitó mirarla y se mantuvo en silencio.

—No —admitió, por fin—. No me gusta odiarlo.

—¿Por qué?

—¡Qué pregunta, Isaura!

—Una muy simple que un hombre brillante como tú podría responder.

Si bien Blackraven se encaprichaba en su mutismo, Melody intuía que quería seguir hablando del duque de Guermeaux. Lo conocía demasiado para saber que si el tema no le hubiese interesado o lo hubiese juzgado inoportuno, habría acabado con la conversación sin más. Así había sido cuando le pidió explicaciones por el extraño secuestro sufrido a manos de Simonetta Cattaneo y de su esclava Ashantí. Blackraven había demostrado que no le revelaría la verdad al contarle una patraña que ni Víctor hubiese creído.

—No insistiré más sobre este tema —le había dicho Melody en aquella oportunidad—. Sólo quiero que sepas que sé que estás mintiéndome. Confío en ti, Roger. Si eliges mentirme, sé que es por mi bien.

Sin embargo, esa noche, Melody sabía que él necesitaba expresar el dolor y la furia que su padre le inspiraba.

—¿Sabes lo que creo, cariño? Creo que no odias a tu padre, por el contrario, lo quieres. Lo que odias es desconocer si él te quiere a ti.

—Tienes razón —admitió Blackraven, pasado un silencio—. No lo odio, ya ni siquiera me inspira rabia, y tampoco me importa conocer cuáles son sus sentimientos hacia mí. Esta paz que experimento es gracias a ti. Tu amor me colma, Isaura, no deja resquicios para nada ni nadie. Es como si, habiendo estado sediento y hambriento durante años, de pronto me hubiese saciado para la eternidad.

—Entonces, si no te inspira malos sentimientos, permítele a tu hijo conocer a su abuelo, y a tu padre conocer a su nieto. No quiero que Alexander herede nuestros odios y nuestros pesares. Sólo deseo que ame y que sea amado.

—Si Alexander tomó de ti tu bondad y tu noble corazón, así será. En cambio, si heredó mi disposición, odiará y amará, y lo hará con pasión.

—Madame Odile diría que eres un digno hijo de Marte, el dios de la guerra, y añadiría también que eres un escorpiano de pura cepa, fuego y hielo, razón y pasión, ambos elementos dirimiéndose en un mismo ser.

—También diría —retrucó Blackraven— que soy el cuarto arcano, el Emperador, y nunca terminaría de alabarme.

Al día siguiente, el almuerzo se desarrolló en una tensa diplomacia. Isabella lo disfrutaba; la divertían las lánguidas miradas que le concedía el padre de su hijo a través de la mesa y la cara de perro de Malagrida. Los ánimos mudaron cuando, después de pasar al drawing room para beber café y licores, Trinaghanta apareció con Alexander. Melody advirtió que al duque de Guermeaux se le congestionaban los ojos y que no hablaba porque desconfiaba de su voz.

—Mira a tu nieto, Alexander. —Isabella se dirigía al duque de Guermeaux con una familiaridad que se juzgaba irrespetuosa y que pocos se hubiesen animado a emplear, y que reflejaba, por un lado, que no lo había perdonado, lo cual percibía Malagrida y se fastidiaba, y, por el otro, su temperamento libre.

—¡Míralo! —insistió, y lo tomó en brazos—. Tú, que te perdiste la infancia de nuestro hijo, aquí tienes para revivirla. —Lo obligó a cargar al niño, que tomó distancia y frunció el ceño para contemplar a su abuelo—. Así era Roger a esta edad, Alexander, claro, salvando el color de ojos, que, como ves, es el de la madre. Por lo demás, tu nieto es igual a Roger.

El duque de Guermeaux se sentó con su nieto en las rodillas y lo sostuvo la hora que compartió con los adultos, hasta que Melody indicó a Trinaghanta que lo llevara a su dormitorio para cambiarlo y amamantarlo. El pequeño Alexander adoptó una actitud severa aunque pacífica, y resultaba divertido el modo en que movía su cabecita para observar a quien tuviese la palabra. Blackraven amaba a su hijo siempre, pero, al ver su aplomo y serenidad y la manera inteligente en que estudiaba el entorno, se sintió arrebatado por una pasión que terminó por borrar todo vestigio de disgusto causado por la presencia de su padre. Sólo Melody y Alexander le provocaban ese sentimiento en el cual, en realidad, confluían varias emociones, el orgullo, la dicha, el amor y el sentido de la posesión.

El duque de Guermeaux se convirtió en un visitante asiduo de Blackraven Hall, y, pese a que Roger mantenía una actitud distante, lo complacía que entre su hijo y su padre se cimentara una amistad. Lo complacía, sobre todo, descubrir en la mirada de su padre los nobles sentimientos que su nieto le inspiraba. “Lo quiere de verdad”, pensó una tarde en que, al entrar en el drawing room, se llevó una gran sorpresa al ver al peripuesto y almidonado duque en cuatro patas sobre la alfombra, sirviéndole de caballo a Alexander.

Un día, a principios de agosto, Blackraven anunció que ya había tenido suficiente de Londres y que se mudarían a su propiedad en el condado de Cornwall. El duque expresó que los seguiría. Interpuso varias excusas: hacía tiempo que no visitaba el viejo castillo familiar; iniciaría unas obras de refacción para preservar la fachada, muy venida a menos; atendería las solicitudes postergadas de sus arrendatarios; y estudiaría la posibilidad de poner de nuevo en funcionamiento a la Wheal Elizabeth y la Wheal Maynard, las dos minas de cobre situadas en su propiedad. A Malagrida, el anuncio del duque de Guermeaux le cayó muy mal, y se mantuvo hosco y apartado el resto del día. Por la noche, Isabella se esmeró en peinarse, perfumarse y vestir un camisón y un salto de cama de traslúcido cendal antes de llamar a la puerta de su recámara.

—Como no venías a visitarme aquí estoy —dijo, y se acercó al confidente donde el jesuita leía Tom Jones de Henry Fielding.

En verdad, estaba entretenido, y la interrupción lo molestó. Sin levantar la vista del libro, expresó:

—Pensé que aceptarías la invitación del padre de tu hijo y que lo acompañarías a la fiesta del duque de Buckingham.

—¿Qué tendría que hacer yo con el duque de Guermeaux en la fiesta del duque de Buckingham cuando mi hombre se encuentra aquí?

Malagrida levantó la mirada y observó el sugerente atuendo y la abundante cabellera negra, que ella recogía durante el día, suelta sobre un costado hasta la cintura; también reparó en que se había pintado los labios y perfumado; y se imaginó hundiendo la nariz en ese cuello blanco y delgado con aroma a violetas. Se puso de pie y carraspeó. Dejó el libro sobre la mesa de noche.

—Estoy cansado de que flirtees con el padre de tu hijo.

—Yo no flirteo.

—¡No me tomes por estúpido, Isabella!

—Está bien, está bien. Flirteo un poco. Pero no porque esté enamorada de él, ese sentimiento ha muerto hace tiempo, sino porque es un modo de vengarme.

—Si tienes deseos de vengarte es porque tus sentimientos aún están intactos.

—Esa declaración cuadraría para la naturaleza racional de un hombre —se defendió Isabella—, pero no para la veleidosa e inconstante de una mujer. Pero sí, tienes razón. He actuado como una chiquilla. Y ya somos adultos. Te prometo que no volveré a provocar a Guermeaux.

—Le has dado esperanzas, y el hombre decidió seguirnos a Cornwall.

—Por mucho que hiera mi orgullo de mujer, tengo que decirte que Guermeaux no va por mí a Cornwall sino por su hijo y por su nieto. ¿No te das cuenta de que vive en la gloria desde que Roger le ha permitido entrar en esta casa y tratar al niño?

—De igual modo, preferiría que no fuera a Cornwall.

—Pues quedémonos en Londres —resolvió Isabella.

—No puedo. Tu hijo me necesita allá.

—¿Para qué?

—Un asunto que tenemos que concluir —dijo, con vaguedad.

Isabella acortó el tramo que los separaba y pasó sus manos por las solapas de satén púrpura de la bata de Malagrida. Un ronroneo se deslizó entre sus labios entreabiertos. Malagrida la contemplaba, sin inmutarse.

—¿Quieres que te demuestre que estás siendo un necio al mostrarte celoso?

—Has el intento. No sé si lo lograrás.

—Lo lograré, cariño. Sabes que lo lograré. —Lo besó en los labios y sonrió—. ¿Has decidido quitarte el bigote para siempre?

—Sí. Me costó afeitármelo cuando debí hacerme pasar por tu hijo en la Folâtre. Ahora me parece que luzco más joven.

—Luces joven, guapo y eres un gran seductor. Bésame.

Malagrida sucumbió al deseo que le enfriaba la ira y le calentaba el cuerpo. Sujetó a Isabella por la cintura y, con un resabio de celos y gran pasión, se apoderó de sus labios.

El día antes de partir hacia Cornwall, Amy Bodrugan pidió una audiencia a Blackraven. Actuó de acuerdo con su temperamento audaz y precipitado y, apenas tomó asiento frente a él, le confesó:

—Galo Bandor me ha propuesto matrimonio y he decidido aceptar.

Aunque Blackraven no había visto a Bandor a lo largo de ese mes en Londres, sospechaba que Amy y él se encontraban para pasar unas horas con Víctor. Percibió el nerviosismo y el temor de Amy en el modo en que sacudía la pierna bajo el escritorio y en el que se mordía el labio. Lamentó causarle esa desazón a una persona tan querida e importante para él.

—Antes querías castrarlo. Ahora, desposarlo —declaró; intentaba sonar divertido.

—Sí. ¿Te opones?

—¿Valdría de algo oponerme?

—No me casaría si no contase con tu aprobación.

—¿Lo haces por Víctor o porque estás enamorada de Bandor?

—Porque estoy enamorada de él.

—¿Crees que sea un buen hombre?

Amy se sacudió de hombros y frunció los labios.

—Ni bueno ni malo, Roger. Al igual que tú y yo, Galo es un pirata. Dudo de que sea un ejemplo de virtud, Roger. No obstante, él es bueno para mí.

—Entonces, no tengo nada que decir. Cuentas con mi bendición.

Amy saltó de la butaca y profirió su conocido chillido de alegría, y de nuevo exhibió a la Amy que Blackraven conocía. Ella terminó sentada en su regazo, abrazada a su cuello y besándolo en los labios.

—Blackraven, será el último beso que te daré. Y no oses pedirme uno de nuevo. De ahora en más, seré una respetable mujer casada.

—¿Cuándo será la boda?

—No lo sé. No lo hemos decidido.

—Me complacería que fuera después del asunto que te comenté. Ahora, en Cornwall, planearemos el golpe y, desde allí, viajaremos al continente.

—¿Estás seguro de que quieres llevarlo a cabo?

—No tengo alternativa si quiero vivir en paz con mi familia.

Al día siguiente, en tanto el carruaje con el escudo del águila bicéfala rodaba hacia el sur con destino al condado de Cornwall, Melody observaba los ya familiares edificios y calles de Londres. Sintió las manos de Blackraven circundarle la cintura y aguardó, ansiosa, a que él se inclinara sobre ella. La besó en la nuca y en el trapecio desnudo dado los escandalosos escotes de moda en la Inglaterra. Melody contuvo el aliento y se tensó como aquella primera vez en Buenos Aires, mientras marchaban desde la casa color ocre a la ciudad.

—¿Te ha gustado Londres, amor? —lo escuchó susurrar.

—¡Sí, Roger! —contestó ella, en igual tono—. Londres ha significado para mí un perpetuo estado de admiración.

Londres la había fascinado, pero Cornwall era el hogar. Melody se sintió a gusto de inmediato. La casa estilo isabelino, a la que se conocía como Hartland Park, con sus paredes de rojos ladrillos y ventanas y puertas blancas, si bien enorme e imponente, no la intimidó como la de la calle Birdcage; tal vez, caviló Melody, se debía a su ubicación solitaria, ya que se hallaba en la cima de una barranca, rodeada por un parque de lomadas infinitas, por árboles de magnífica postura, altos, frondosos, y por el mar. El paisaje le robó el aliento, lo mismo que la belleza del jardín que circundaba la propiedad. La señora Moor, el ama de llaves, se ocupaba personalmente de su cuidado y, durante los primeros días de estadía, se mostró complacida de que la señora condesa quisiera ayudarla, aunque quedó claro que la dueña de las flores y de las plantas era ella.

La servidumbre de la casa de Cornwall se comportaba con la misma actitud circunspecta que la de Londres, y Melody, acostumbrada a la familiaridad de los esclavos, se sintió incómoda y desilusionada. Al final, terminó por entender que, lejos de pesarle la servidumbre, estaban orgullosos de trabajar para el futuro duque de Guermeaux —algunos habían estado con la familia por generaciones— y que el trato solemne que le brindaban debía entenderse, en realidad, como una muestra de afecto.

En cuanto a la opinión de los sirvientes, tanto los de Londres como los de Cornwall, en un principio cuchicheaban y se escandalizaban por el modo en que la futura duquesa se conducía: ella misma atendía a lord Alexander —así llamaban al niño— y lo amamantaba —eso había causado estupor—; acomodaba su ropa y la de milord; se reía; a veces llevaba el pelo suelto, larguísimo y abundante; le gustaba acariciar a los niños, esos tres diablillos que había traído de las tierras salvajes del sur, Víctor, Angelita y el negro Estevanico; y, lo que se juzgó insólito, trataba de hacer migas con la servidumbre e interesarse por sus familias y problemas.

—Prefiero a la anterior condesa de Stoneville —se quejó Poole, el mayordomo—. Un poco veleidosa, eso sí, pero no tenía mal corazón, y además conservaba su lugar.

Con el tiempo claudicaron a la dulzura y compasión de Melody porque estaba visto que ella no había siquiera contemplado la posibilidad de volverse una encorsetada y distante aristócrata. Obtuvieron una evidencia del temperamento de su nueva patrona el día en que Melody encontró llorando a Myriam, una de las domésticas, hija del palafrenero. Su hermana Daphne había enfermado gravemente.

—¿Qué dice el médico?

—No la ha visto el médico, milady. No tendríamos con qué pagarlo. La señora Torbay, que sabe de hierbas y esas cosas, está atendiéndola, pero sus medicinas no surten efecto.

La familia de Myriam se conmocionó al ver entrar en su pequeña cabaña a la condesa de Stoneville. Detrás, venía el doctor Talbot, con mala cara y frunciendo la nariz porque no le gustaba atender a personas de bajo nivel, dañaba su reputación; con todo, resultaba imposible negarse a un pedido de la futura duquesa de Guermeaux. Talbot revisó a la niña y diagnosticó un cuadro severo de pleuresía, la enfermedad que se había llevado a Jimmy. Durante la parte crítica de la enfermedad, Melody visitaba todos los días la cabaña, entregaba provisiones y medicinas, y después, sentada junto a la cabecera de la pequeña Daphne, sacaba un collar de cuentas rematado con una cruz y rezaba en voz casi inaudible lo que debía de ser el rosario, esa oración larga y repetitiva de los papistas. Después de una semana de medicinas —pagadas por la señora condesa— y cuidados, el médico admitió que la pronta recuperación de Daphne lo pasmaba no tanto por la gravedad de la enfermedad sino por lo mal alimentada que estaba la niña. La historia de Daphne y la condesa de Stoneville recorrió el condado, y no pasó mucho tiempo hasta que los sirvientes de Hartland Park se dedicaron a interceder entre Melody y los arrendatarios y los pueblerinos, que solicitaban toda clase de favores, y así, el Ángel Negro volvió a las andanzas, de acuerdo con la expresión de Gabriel Malagrida.

En esa apacible mañana de octubre de 1807, Melody permanecía en el asiento de la ventana contemplando el paisaje, mientras pensaba en Roger. Su suegro, Bruce y Alexander seguían jugando sobre la alfombra, a sus espaldas, en un mar de juguetes y risas; Constance leía en la biblioteca; Isabella descansaba antes de la cena; Víctor, Angelita y Estevanico tomaban sus lecciones de inglés en la planta alta; Miora, que en general acompañaba a Melody, se había retirado a su dormitorio junto con Rafaelito porque no se habituaba a la presencia del duque de Guermeaux.

“Todo está en orden”, se dijo Melody, y pensó en su hermano Tommy, que, después de ese mes en Londres, había vuelto a zarpar en el White Hawk rumbo a Buenos Aires. El capitán Flaherty viajaba con varios encargos de Blackraven y mucha correspondencia. Uno de los encargos consistía en buscar a la señorita María Virtudes Valdez e Inclán y escoltarla hasta Cornwall donde desposaría al teniente coronel Lane. No le había llevado demasiado tiempo ni dinero a Blackraven obtener referencias para convencerse de que se trataba de un hombre decente.

En cuanto a Tomás Maguire, al llegar a Buenos Aires, se despediría de Flaherty y de sus amigos los marineros y emprendería su regreso a Bella Esmeralda. Si bien no había reunido el dinero para saldar la deuda con su cuñado, acordaron que Tommy invertiría lo obtenido con la presa de El Joaquín y el San Francisco de Paula en la compra de animales y de semillas para el cultivo del trigo y que, con las ganancias, iría pagando lo que debía.

—Pero antes de ir a Bella Esmeralda —le había confesado a Melody—, visitaré a Elisea.

—Quizá no la encuentres en la ciudad sino en la misma Bella Esmeralda. Antes de partir hacia acá, Roger dispuso que pasaran una temporada en nuestra estancia para resguardarlos de un posible ataque inglés.

—Pues bien —dijo Tommy—, donde sea que Elisea se encuentre, es mi deber comunicarle la noticia de la muerte de Servando. Él me confió un mensaje para ella y debo entregárselo personalmente. ¿Tienes la Eneida? —dijo sin pausa, y tomó a Melody por sorpresa.

—No sé, debería fijarme en la biblioteca de Roger. Lo más probable es que, si encuentro una, esté en inglés.

—No importa, servirá. La última vez que la leí tenía once años, y lo hice a regañadientes porque nuestra madre amenazó con prohibirme montar por un mes. De pronto, me vinieron ganas de leerla de nuevo.

Las comisuras de Melody se elevaron en una sonrisa inconsciente al evocar la última charla con su hermano antes de la despedida en Londres. ¿Habría alcanzado con bien el puerto de Buenos Aires? ¿Habría entregado el mensaje de Servando a Elisea? ¿Y se habría acordado de las cartas para Pilarita y Lupe? Ansiaba saber de ellas y conocer la suerte que habían corrido. Finalmente, ¿habrían invadido los ingleses la ciudad? Sabía que, durante ese mes en Londres, Blackraven se había entrevistado en varias ocasiones con su amigo el brigadier general William Beresford, recién llegado de Montevideo, incluso lo había invitado a cenar a Blackraven Hall en dos ocasiones. Melody observaba que, cuando se alejaban para beber oporto y fumar cigarros, sus expresiones y ánimos afables de la cena se transformaban para adoptar un aspecto circunspecto y conspirativo. Ya no le molestaba saber que su esposo era un hombre de varias facetas de las cuales ella conocía pocas. Se conformaba con tenerlo cerca y amarlo.

“Necesito tenerte cerca, Roger”, languideció su alma. La estadía de Blackraven en el continente por cuestiones de negocios llevaba más de dos meses, y a Melody le pesaba cada día sin él.

Blackraven se paseaba por el salón de Carolina Murat, gran duquesa de Berg y hermana del emperador Napoleón, con aire despreocupado y una copa de champaña en la mano. Se había ataviado con esmero para dar la impresión de un espíritu mundano y frívolo. A la camisa de batista con moño de encaje la cubría una chaqueta de terciopelo azul de solapas ricamente bordadas y botones de oro; los faldones echados hacia atrás, que terminaban en marcados picos, se realzaban con el mismo festón de la parte delantera; unos pantalones de nanquín azul marino le ceñían las piernas hasta las rodillas, donde nacían unas medias de seda blanca que se enfundaban en zapatos de gran hebilla, también de oro. Prefería la comodidad y sobriedad de la levita inglesa, y la habría vestido esa noche si el incómodo atuendo a la moda napoleónica no formara parte de la farsa que montaba en París desde hacía semanas.

Se detuvo en un extremo del salón y paseó la mirada por los asistentes, en especial reparó en las mujeres, con sus largos vestidos de muselina, imitación de las túnicas griegas, sus tocados llenos de bucles artificiales, sus joyas dispendiosas y sus caras demasiado maquilladas. No pudo evitarlo, las comparó con su esposa, y enseguida despreció a esa caterva de intrigantes y heteras que se vendían al mejor postor. No pensaría en Isaura, debía quitársela de la cabeza lo que durase su misión en París. Si le permitía apoderarse de su mente, lo distraería sin remedio.

Después de un plan meticulosamente montado en Cornwall con la ayuda de Amy, Malagrida y Somar, Blackraven y sus amigos habían abandonado la Inglaterra el viernes 21 de agosto. Amy y Malagrida lo hicieron en el Afrodita con bandera española y echaron anclas en la bocana de El Havre al día siguiente. Blackraven viajó, junto con Somar y un grupo selecto de sus marineros, incómodos y avergonzados pues enfundaban libreas de la casa de Guermeaux, en un paquebote de los que a diario zarpaban desde Falmouth y, cruzando el Paso de Calais, alcanzaban la costa francesa. Por primera vez en muchos años, Blackraven ingresaba en la Francia proveyendo su verdadero nombre y un salvoconducto legítimo. Quería que Joseph Fouché, el ministro de Policía de la Francia, y Pierre-Marie Desmarets, el jefe de la Haute Police, la sección a cargo de espiar a los extranjeros, supieran que él visitaba París. Si La Cobra había tenido oportunidad de revelarles la identidad del Escorpión Negro, los tendría encima en poco tiempo, y estaba listo para recibirlos. En caso contrario, quería que lo conocieran, que llegara a sus oídos que heredaría el ducado de Guermeaux, que su riqueza se contaba entre las más vastas de la Inglaterra, que poseía una flota de veinte barcos en permanente expansión; y que su astillero de Liverpool no daba abasto. En resumidas cuentas, Blackraven quería que la información terminase en un memorando en el cartapacio de Napoleón.

Para ese fin se había servido de la red de agentes de Fouché, en especial de Rigleau, a quien había contactado apenas llegados a París y tentado con una fuerte cantidad en libras esterlinas. El encuentro se llevó a cabo en la habitación de la planta alta de un bodegón de mala muerte en el faubourg Saint Michel, en la cual Amy, Somar y Malagrida aguardaban al espía. En un principio, la desmedida avaricia de Rigleau le mereció un golpe de Somar que le hizo volar el parche del ojo izquierdo. No solía utilizar la violencia, menos le gustaba ejercerla sobre un hombre de contextura menuda al que habría levantado con una mano, pero la paciencia no lo caracterizaba en esos días en los que sólo deseaba acabar con el asunto y regresar junto a Miora y a Rafaelito.

—¿Quiénes sois vosotros? —quiso saber Rigleau.

—Amigos del emperador —aseguró Malagrida, en su francés impecable.

—¿Qué deseáis que haga?

—Les comunicarás a Fouché y a Desmarets que días atrás ingresó por el puerto de Calais un noble inglés, Roger Blackraven, conde de Stoneville. —Malagrida se detuvo para estudiar el efecto que ese nombre causaba en el espía, pero, como no descubrió señas de asombro ni inquietud, siguió proveyendo la información.

—¿Creéis que es espía de Whitehall? —se interesó Rigleau.

—Sí. —A continuación pronunció su amenaza—: Estaremos vigilándote, Rigleau. Muévete con cuidado y cumple tu parte del trato, o te hallarán una mañana en Les Bois de Boulogne, destripado. En tres días, volveremos a ponernos en contacto contigo.

A partir de entonces, Blackraven, ubicado en un lujoso departamento de la calle de Cerutti, se dedicó a visitar viejas amistades —entre ellas, madame Récamier—, quienes le abrieron las puertas de los salones más tradicionales de París, los del faubourg Saint Germain, y también de los de la nueva nobleza, el de la emperatriz Josefina o el de su enemiga, la gran duquesa de Berg, su cuñada Carolina.

Esa noche, Blackraven seguía apartado, estudiando a la concurrencia. Allí estaba Talleyrand, al que Napoleón había alejado de la Cancillería pero al cual seguía consultando por su conocimiento en materia política y su sagacidad; junto a él se encontraba Joseph Fouché, que hablaba, bebía y comía, todo al mismo tiempo, arrancando gestos de desagrado a Talleyrand, que lo soportaba porque se habían asociado en la intriga que pugnaba por convencer al emperador de divorciarse de la emperatriz Josefina y de desposar a alguna princesa europea; por ejemplo, Metternich, el embajador austríaco, proponía a la archiduquesa María Luisa, hija de Francisco I.

Blackraven movió apenas la cabeza y descubrió al anfitrión, al gran duque de Berg, Joachim Murat, y, a palmos de él, al general Junot, amante de su esposa; en julio habían estado a punto de batirse a duelo; unos gritos y malas caras de Napoleón habían echado por tierra el encuentro. Sonrió moviendo apenas la comisura. El emperador debía de sentirse muy solo con una familia de ambiciosos intrigantes como la que le había tocado en suerte. Ahí estaba Luciano, el rebelde Luciano, que después de colaborar en el golpe del 18 de Brumario, se dedicaba a cosechar desaciertos que encolerizaban a Napoleón, los más sonados, su matrimonio con una mujer aborrecida por el emperador y su apoyo al papa Pío VII. Observó de nuevo a Fouché y meditó que si no lo había abordado hasta ese momento —ya llevaba varias semanas en París—, se debía a que La Cobra había muerto sin revelarle la identidad del Escorpión Negro; hasta se mostraba indiferente cuando coincidían en alguna tertulia.

La anfitriona, Carolina Murat, caminó en su dirección. “Es una hábil manipuladora”, juzgó Blackraven, “un talento que lo lleva en la sangre”. Le sonrió.

—Excelencia, ¿por qué se retiró aquí? ¿Por qué tan solo?

—Me acerqué a la ventana para refrescarme. Me reintegraba cuando os vi acercaros. Permítame expresaros mi admiración, madame: lucís bellísima esta noche.

—Gracias, excelencia. —Se había sonrojado, y su turbación era auténtica; hacía noches que lo provocaba con sugestivas miradas—. Me acerqué a buscaros puesto que mi hermano desea veros.

—¿Cuál de ellos? ¡Sois tantos!

—Oh, me refiero a mi hermano el emperador.

—No lo hagamos esperar, entonces.

—Seguidme, excelencia.

Napoleón Bonaparte era un hombre regordete, de baja estatura y de estructura pequeña que no suscitaba ninguna emoción hasta que se lo miraba a los ojos. En ellos, de un gris metálico y frío, se reflejaban el fuego y la codicia de su alma. Aunque la figura del emperador se contraponía a su espíritu, aun así, en actitud silenciosa, opacaba a quienes lo escoltaban, su canciller Champagny, su escudero mayor Caulaincourt y su siervo, el mameluco Rustam.

—Sire —pronunció Carolina—, aquí os traigo a Roger Blackraven, conde de Stoneville.

—Un gran honor, sire —manifestó Roger, y se inclinó en una reverencia—. Soy un gran admirador de su majestad.

Bonaparte, con las manos entrelazadas a la espalda, levantó la cabeza para mirar a Blackraven.

—El hijo del duque de Guermeaux, según entiendo —expresó, de mal humor; había discutido con su hermano Luciano, que se negaba a divorciarse.

—Así es, sire.

—Su padre es enemigo del imperio, señor. Vive conspirando en contra de mí del otro lado del Canal de la Mancha.

—Lo siento, sire. Poco sé de los asuntos de mi padre, pero si hubiese sabido que mi presencia os habría importunado, jamás me habría atrevido a venir.

—Si tuviese que prescindir de todos aquéllos que me fastidian, señor, este salón quedaría vacío. Por tanto, podéis quedaros.

Blackraven ensayó una sonrisa ladeada que atrajo al emperador; había algo irreverente y al mismo tiempo comprensivo en ese gesto.

—Os agradezco, sire, vuestra generosidad os honra. Nunca he adherido a la máxima bíblica por la cual un hijo debe pagar por los pecados de su padre. Después de todo, ¿a quién se puede culpar por la familia que a uno le tocó en suerte? —Con un sutil movimiento de ojos, Blackraven miró a Luciano, que acababa de unirse al grupo, y a Carolina.

Esta vez, Napoleón sonrió con un gesto sesgado que comunicaba su aquiescencia y su satisfacción por la respuesta. Para nadie constituía un secreto que sus hermanos y hermanas componían una caterva de cuervos rapaces dispuestos a matar por una posición de mayor jerarquía.

—¿Y qué podéis decirme de vuestros compatriotas? —se interesó el emperador.

—Vosotros, los franceses, también sois mis compatriotas. —Napoleón levantó las cejas, inquisitivo—. Yo nací en suelo francés, sire. Yo nací en Versalles en el 70, y mis padrinos fueron el delfín y la delfina de la Francia, que luego se convirtieron en los reyes Luis XVI y María Antonieta.

A Napoleón lo fastidiaba que lo tomaran por sorpresa, e hizo una anotación mental para amonestar a Fouché. ¿Con qué clase de agentes contaba que habían obviado esa pieza fundamental de información? Los espías constituían la base de la seguridad del imperio. Eran fundamentales. Ese pensamiento desembocó en el Escorpión Negro. Hacía meses que no recibía noticias del maldito sicario que había costado una fortuna.

—Ahora me explico su excelente pronunciación del francés —confesó Napoleón, quien era objeto de burlas por su fuerte acento con reminiscencias italianas—. De igual modo, tenéis redaños, señor, al expresar con tanto desparpajo los nombres de los reyes de l’ancienne noblesse.

L’ancienne noblesse, la nouveau, es la misma cosa, sire. Todos desean ser llamados por un título nobiliario, aun aquéllos que en el 89 votaron la ley que suprimió los privilegios de cuna.

—¡Sí que tiene agallas! —volvió a manifestar el emperador, y Blackraven se inclinó en señal de agradecimiento.

—En cuanto a mis padrinos, sire, yo los amaba profundamente. Ellos y mi madre eran mi familia, y las cuestiones políticas siguen interesándome tan poco ahora como cuando niño.

—Eso me sorprende, un hombre al cual la política le resulta indiferente. Pero al menos conocerá qué se dice de mí entre sus compatriotas, ¿verdad? ¿Cómo me llaman? ¿Como los rusos, el ogro corso? ¿O el general Vendimiario?

—Lo llaman Boney, sire.

Napoleón explotó en una carcajada que provocó que la sala se silenciara de golpe. Resultaba un espectáculo tan inusual escucharlo reír que la concurrencia tardó en abandonar el mutismo y retornar a sus conversaciones.

—Boney —repitió por fin Napoleón—. ¡Suena hasta cariñoso! ¡Cómo sois vosotros, los ingleses! Hasta para elegir el mote de vuestro peor enemigo empleáis la diplomacia y el buen gusto.

—Los talentos de los ingleses, sire, son muchos en verdad, pero insisto: yo soy tan inglés como francés, austríaco, italiano y español.

El emperador le pidió que se explicase, y Blackraven se tomó tiempo para hablar de sus nobles orígenes.

—Pues, señor conde, lleváis en las venas la sangre de las casas reales con las que, de un modo u otro, he construido mi imperio.

—Sire, poco importa si soy nieto de Carlos III o de una princesa austríaca. Soy bastardo, y eso me ubica en el mismo nivel que un plebeyo.

—No parecéis muy avergonzado de vuestra calidad de bastardo.

—Las cuestiones que no puedo cambiar, las que exceden a mi poder, enseguida causan mi falta de interés. Estoy seguro de que se debe a mi proverbial sentido de la practicidad, sire.

—¡Bravo! —exclamó Napoleón, y suscitó de nuevo la extrañeza de quienes lo circundaban; nunca se detenía para conversar con alguien por mucho tiempo cuando no se trataba de asuntos de política o de Estado, menos aún manifestaba su complacencia con una expresión tan franca y expansiva—. Igualmente —prosiguió el emperador—, vuestro padre os ha reconocido como su heredero. Venid, acompañadme hasta la ventana. Aquí no corre el aire. —Lo tomó por el brazo y se alejaron ante los gestos demudados y el intercambio de miradas de parientes y ministros.

—Entiendo —dijo Napoleón— que el ducado de vuestro padre es de los más poderosos de la Inglaterra, y que hasta ese pusilánime de Jorge le teme.

—Su majestad ha dicho correctamente: el ducado de mi padre. Sire, mi poder es meramente económico y me lo he ganado rompiéndome el lomo, si me permite locución tan burda. Ni un penique del que poseo proviene de la fortuna del duque de Guermeaux. El ducado y la riqueza que trae aparejada no me habrían resultado suficientes para hacerme sentir un hombre verdadero. Necesité forjarme un destino en el cual yo fuera mi propio héroe.

Napoleón pensó: “Creo que sería amigo de este inglés con cara de romaní sólo para complacerme, de tanto en tanto, en escuchar mis propios pensamientos. Prefiero acercarlo a mi flanco, convertirlo en mi amigo y no en mi enemigo. Luce feroz bajo esa capa de frivolidad y desinterés. Y por mucho que desdeñe a su padre y a su ducado, el día que una su poder económico con el político de la casa de Guermeaux, moverá los hilos de la Inglaterra”.

—Coincido con vuestras palabras, señor conde —admitió el emperador—. Nadie como yo comprende la necesidad de un hombre, ¡de un hombre verdadero!, de forjarse solo y erigirse desde el fango hasta el cielo, como lo han hecho los más grandes, Alejandro Magno, Julio César, Carlomagno.

—Vuestras palabras me conmueven y halagan profundamente, sire. Estoy orgulloso de lo que he obtenido con mi denuedo y esfuerzo, pero en nada se compara con la gesta de su majestad.

—Oh, pero con vuestro poder, señor, podríais hacer tambalear a cualquier monarquía si os lo propusierais.

—A mí no me interesa la política, sire. Mi poder es meramente económico —insistió Blackraven, con fingida inocencia—. Me permite vivir con la holgura de un rey y comprar cuanto deseo.

—Es el poder económico el catafalco donde se apoya el político —declaró Napoleón—. Mirad en torno a vos —señaló hacia el salón atestado de gente—. Mirad esa jauría de lobos hambrientos. ¿Pensáis que me aman? ¿Qué me admiran por haber convertido a la Francia en la nación más poderosa y gloriosa de la Tierra? ¡Sólo pretenden de mí un poco más de poder y dinero! Y para mantenerlos leales debo contar con miles y miles de francos. El poder económico es la base de todo, querido conde. La soldada se paga con francos, lo mismo los fusiles y los cañones. El dinero lo es todo. ¡Un maldito invento del demonio!

Le tocó el turno a Blackraven de soltar una carcajada. En verdad lo había divertido el gesto de franqueza que acompañó a aquella espontánea expresión de hartazgo y fastidio.

—Vos me agradáis, Blackraven —dijo Napoleón—, porque sois de las pocas personas que no habla para complacerme sino para manifestar lo que piensa.

—Es mi mayor defecto, sire.

La invitación de Napoleón Bonaparte para pasar una temporada en el palacio de Fontainebleau no tardó en llegar; tres días después de la velada en el salón de la gran duquesa de Berg, un paje llamó a la puerta del departamento de la calle de Cerutti y le entregó a Somar una nota con el sello del emperador.

Esa tarde, el carruaje con el escudo de la casa de Guermeaux se alejaba hacia la pequeña localidad de Fontainebleau, a unas treinta millas al sureste de París. Milton y Shackle conducían el coche tirado por seis caballos blancos; Radama y Schegel hacían de postillones, mientras dos marineros griegos del Afrodita, Costas Macrís y Nikolaos Plastiras, componían la escolta que custodiaba el carruaje. Todos vestían las libreas de la casa de Guermeaux, aun Amy y Malagrida, que viajaban dentro de la cabina y que pasarían por los asistentes de cámara de su excelencia, el conde de Stoneville. A Somar se le permitió conservar su atuendo en la esperanza de que le resultara útil para entablar una amistad con el sirviente más fiel de Napoleón, el mameluco Rustam, y obtener información acerca de las costumbres de su jefe.

A la corte del palacio de Fontainebleau pronto le quedó claro que Napoleón valoraba la compañía del conde de Stoneville. Cazaban a diario en los bosques que rodeaban la propiedad o, simplemente, salían a cabalgar, ocasiones en las que los escoltaban cinco guardias imperiales armados de fusiles con bayonetas. El emperador se había sorprendido gratamente el día en que Blackraven le habló en italiano, y con frecuencia caían en esa lengua para referirse a temas que no deseaban compartir con el resto. Napoleón participaba a Roger de sus reuniones privadas después de la cena, y ya fuese en medio de una cacería o con una copa de coñac en la mano, siempre le hacía comentarios acerca de la política europea para escuchar su parecer.

—¿Quién podrá destruirme con aliados como Rusia y Austria?

—El tratado de Tilsit, sire, fue realmente beneficioso para la Francia y consiguió granjearse el apoyo de una potencia como la rusa. Sin embargo, este momento de gloria y de victoria es el más peligroso porque, junto con él, sobreviene la creencia de seguridad absoluta, de invencibilidad. Tras un enemigo vencido, surgen odios, sire.

En otra ocasión, Napoleón le manifestó:

—Es un muchacho agradable y con agallas, ese Alejandro I Pavlovich —hablaba del zar de Rusia—, de claro discernimiento. Me admira. Diría que, después de nuestras conversaciones en la armadía del Niemen, nos hemos vuelto íntimos amigos.

—Sire, un hombre como su majestad no tiene amigos.

—Su dureza me fastidia.

—Pero mi juicio sincero le conviene.

—Presume demasiado de su juicio, señor.

—Mi juicio, sire, me ha posicionado donde estoy. ¿Por qué no habría de valorarlo? Un hombre que ha decidido convertirse en el emperador de Occidente, y por qué no, de Oriente si Constantinopla cayera en sus manos, no puede desconocer que la amistad en política es tan veleidosa y desleal como una mujer.

—Os referís a la mujer con desprecio, señor conde. ¿Es que acaso sois misógino y, por tanto, no aceptáis la compañía de las que os ofrezco?

—En absoluto, sire. La mujer es la creación sublime de Dios, y, aunque veleidosas y manipuladoras, siguen gustándome como cuando zagal.

—¿Entonces?

—Soy una rara avis, sire. Le soy fiel a mi esposa.

—¿Y por qué no lo acompaña ella en este viaje?

—Acaba de darme un hijo.

—¡Enhorabuena!

—Gracias, sire.

—Hace ocho meses, una de mis amantes me dio un hijo a mí también. Lo llamé Carlos León, y con él demostré a mis enemigos que no soy impotente ni estéril como dicen. El problema es de mi esposa Josefina.

Dos días más tarde de ese intercambio, Joseph Fouché llegó al palacio de Fontainebleau, y Blackraven y su gente se aprestaron para el golpe final.

Como se veía gordo, Napoleón solía caminar a horas muy tempranas por los bosques de Fontainebleau. Esa mañana agradable de otoño, lo hacía en compañía de su canciller, Champagny, y de su ministro de Policía, Fouché. Los cinco soldados de la guardia imperial los seguían a cierta distancia. Napoleón discurseaba, a veces lo interrumpían comentarios breves de sus ministros, y enseguida retomaba su parrafada. Fouché lo puso de mal humor al mencionarle la conveniencia de divorciarse de la emperatriz Josefina, y Napoleón lo mandó callar con cajas destempladas.

—Monsieur Fouché, desde hace días no recibo de usted más que insensateces; es hora ya de que acabe con ellas y deje de involucrarse en algo que no le concierne; ésa es mi voluntad. En lugar de mortificar a la emperatriz y fastidiar al emperador, debería ocuparse de ese hato de inútiles que tengo por espías, que no supieron averiguar que el conde de Stoneville fue parido en Versalles. ¿Escucha lo que le digo, monsieur? ¡En Versalles! El tema de los espías —dijo, sin pausa— me trae a la mente el asunto con ese agente inglés.

—¿Su majestad se refiere al Escorpión Negro?

—El mismo. ¿Hemos tenido noticias de él últimamente?

—No, sire —contestó Fouché, con temor—. La Cobra no ha…

Fouché se interrumpió cuando un bulto negro se arrojó desde uno de los robles que orlaban el sendero y cayó de pie frente a ellos. Profirió un alarido y se echó hacia atrás, lo mismo que Champagny. Napoleón, en cambio, mantuvo su sitio y observó con ojos miopes a la figura alta y corpulenta que les cerraba el paso. Resultaba imponente, ataviada de negro, incluso llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo y la cara, con una máscara, ambos en ese mismo color. Lo estudió con meticulosidad: vestía pantalones y botas altas, como de montar, camisa de seda y un abrigo, tan largo que casi rozaba el camino de tierra. Sus manos iban enguantadas, y en la derecha empuñaba un mosquete.

Con las manos a la espalda, Napoleón apenas giró para comprobar que varios hombres, también enmascarados y de negro, inutilizaban a sus cinco guardias a punta de fusil. Blackraven caminó hacia Napoleón y sus ministros. Se detuvo a unos palmos y manifestó:

Je suis le Scorpion Noir.

Esa voz lanzó eléctricas vibraciones a través del cuerpo del ministro de Policía, quien, con cara de espanto, se movió hacia atrás de manera mecánica, al tiempo que evocaba la noche en que despertó a causa de ese mismo susurro al oído. Fouché, je suis le Scorpion Noir.

—Quieto ahí, Fouché —ordenó; sacó algo del interior de su abrigo y lo arrojó a la cara del ministro, que chilló y lo sujetó entre manotazos.

—Un recuerdo de La Cobra —explicó, mientras Fouché estudiaba la máscara de cuero del sicario—. Ah, por cierto, La Cobra y su cómplice hoy sirven de alimento a los tiburones del Atlántico. En cuanto a Le Libertin, Fouché, y por si no recibió mi mensaje en tiempo oportuno, le advierto una cosa: no espere que vuelva. Está haciéndole compañía a La Cobra en el Infierno.

Los alcanzó el sonido de cascos y ruedas, y, como el Escorpión Negro se mantenía imperturbable, Napoleón dedujo que la llegada del coche formaba parte del asalto. La berlina emergió del bosque y quedó cruzada en el camino, delante de ellos.

—Sire —invitó Blackraven, en tanto abría la portezuela y, con un ademán, le ordenaba subir.

Napoleón caminó sin prisa y subió seguido de Blackraven. Se pusieron en marcha antes de que la portezuela se cerrase.

—¿Adónde me conduce?

—A vuestro pabellón de caza, sire. Un lugar tranquilo y solitario, propicio para la conversación que nos espera.

—¿Quién le abrirá? No hay sirvientes y yo no he traído la llave conmigo. —Al escuchar la risa bajo la máscara, Bonaparte se sintió estúpido—: Bien, supongo que una puerta no será escollo para el espía más hábil de los ingleses.

La puerta ya estaba abierta, las cortinas de la estancia principal corridas y varias bujías ardían en los candelabros. El cochero permaneció en el vestíbulo; ellos se instalaron en la sala. Blackraven le indicó a Napoleón que tomase asiento; él permanecería de pie. Primero se quitó el pañuelo y, después, la máscara.

—¡Blackraven! —Napoleón saltó de la silla—. ¿Qué significa esto, señor?

—Sire, La Cobra me entregó vuestro mensaje. Ella me dijo que su majestad quería hacer un trato con el Escorpión Negro. Pues bien —dijo, y extendió los brazos en cruz—, aquí estoy. Yo soy el Escorpión Negro. ¿Qué queríais decirme?

—Yo… ¿Qué ocurrió con el sicario? —preguntó el emperador, y al momento se dio cuenta de lo improcedente de la pregunta.

—Debería decir, la sicaria, sire. La Cobra era una mujer. Una mujer negra.

—Estáis mintiéndome.

—No, no estoy mintiendo. La maldita era más hábil que cualquier hombre con quien me haya tocado lidiar. Admito que era una digna adversaria.

—Pero veo que pudisteis con ella. —Blackraven inclinó la cabeza, medio asintiendo, medio reconociendo el cumplido—. Entonces, me alegro de que estéis aquí hoy porque una vez más demostráis vuestra supremacía en el oficio del espionaje, y os necesito.

—Mis días como espía, sire, han terminado, y nada ni nadie me convencerá de lo contrario.

Napoleón caviló que el Escorpión Negro no sólo era el espía más hábil del cual él tuviera conocimiento sino que tenía acceso al corazón mismo de su peor enemigo, la Inglaterra. Si lo convencía de unirse a sus huestes, él, el emperador de la Francia, pondría de rodillas al poderío inglés y se convertiría en un hombre invencible.

—Yo no soy como cualquier otro, Blackraven, yo soy el amo de la Europa y podría obligaros si me lo propusiera.

—Lo sé, sire. Pero yo tampoco soy como cualquiera. —El tono socarrón y divertido había quedado atrás; Blackraven había adoptado un acento amenazador—. Si a partir de hoy, algún emisario suyo o de Fouché me importunase, a mí o a cualquier miembro de mi familia, se activaría un mecanismo por el cual la destrucción de su majestad y de su sueño de gobernar el mundo se concretaría en breve. Lo mismo si yo o alguno de mi familia sufriese un misterioso accidente o si muriésemos en circunstancias poco claras.

—No puedo avizorar cuál sería ese mecanismo que me llevaría a la ruina.

Blackraven se aproximó y le entregó un rollo de papel que sacó del bolsillo interno de su barragán. Napoleón lo desenvolvió y lo leyó. Su semblante se descomponía en tanto avanzaba en la lectura.

—¿De dónde sacó esto?

—Le aclaro que este documento es una copia. El original se encuentra a salvo, un original que, por cierto, resistiría cualquier tipo de prueba caligráfica.

—¿De dónde lo sacó?

—Me lo entregó Luis XVII, por supuesto.

—¿De qué habla? Luis XVII murió en la prisión del Temple cuando era un niño.

Blackraven sonrió con desprecio.

—Sire, estáis hablando con el Escorpión Negro, no con uno de vuestros ministros de pacotilla. Yo sé que vos sabéis que el hijo del decapitado Luis está con vida. Sucede que no sabéis dónde se encuentra. Pues os diré que está oculto, bajo mi tutela.

—¡Este documento no probaría la identidad de ese supuesto Luis!

—De él no, pero su hermana, Madame Royale, sí podría identificarlo, y me refiero a la verdadera Madame Royale y no a la impostora que yo mismo coloqué para salvar a mi prima. Además, también se encuentra bajo mi protección el sacerdote que sirvió de testigo en la abdicación de Luis XVI, el padre Edgeworth de Firmont —le señaló la rúbrica al pie del documento—, que fue quien puso en las propias manos de Luis XVII este documento. También se halla bajo mi tutela la esposa del zapatero Simon, el tutor de Luis Carlos durante sus años en el Temple. Os aseguro, sire, que ella lo conoció mejor que nadie y tiene el modo de reconocerlo fácilmente.

—Esto no me intimida.

—Pues debería, sire. Sabéis quién soy y de qué soy capaz. Conocéis también la extensión de mi poder y de mis influencias, no sólo en mi país sino en toda la Europa. Si volvieseis a perturbar mi paz o la de mi familia, sire, si volvieseis a contratar un sicario para matarme o simplemente para conducirme hasta vos, me volvería en vuestra contra con toda la crueldad de la que soy capaz, y, a un chasquido de dedos, se orquestaría una conjura que daría por tierra con la endeble alianza de la cual hoy os jactáis. ¿Me pregunto qué dirían lord Bartleby —Blackraven hablaba del jefe de los espías ingleses— o el primer ministro de la Inglaterra si supieran de la existencia del legítimo heredero del trono de la Francia? Vuestras relaciones con Austria son pésimas. ¿O acaso Fouché no os ha informado que Francisco I está reclutando tropas? ¿Qué excusas vanas le ha dado el embajador Metternich de esa maniobra? ¿Y qué ocurre con Prusia? ¡Ah, la rebelde Prusia! La que se niega a pagar las contribuciones acordadas y la que permite que su prensa os corone con todo tipo de motes. En cuanto al zar de Rusia, quizá se encuentre embelesado por la grandeza de su majestad, no lo niego, pero no así su corte, la cual repudia el tratado de Tilsit. Los aristócratas rusos se sienten humillados y consideran un insulto las cláusulas de ese acuerdo. ¿Cuánto soportará el joven Alejandro I Pavlovich la presión de sus nobles? En fin, la situación de la Francia no es fácil. Y eso que olvidé mencionar al Portugal, que se niega a cerrar sus puertos a los barcos de mi país; a Dinamarca, en manos inglesas después de que el puerto de Copenhague fue sometido a cinco días de intenso cañoneo; a Pío VII, que se resiste a sumar los Estados Papales al bloqueo contra la Inglaterra; y a mi primo Fernando, que destronó a mi tío, Carlos IV, y se coronó rey de la España; Fernando no os quiere, sire. —Acompañó la pausa con una expresión elocuente, exagerada y falsa—. Pues bien —dijo, y suspiró—, en medio de esa catástrofe política, la aparición del hijo de Luis XVI reclamando lo que legítimamente le pertenece. ¡Sería un golpe de escena que casi me gustaría presenciar! Su posición es endeble, sire, y sus enemigos son muchos. A más, sin un hijo a quien heredar el trono… En fin. En su situación, sire, no me granjearía un enemigo más, al menos no uno de mi talla.

Napoleón lo contempló boquiabierto. Nadie lo había provisto de una semblanza tan atinada. Empezó a caminar por el pabellón, con la cabeza baja y las manos a la espalda. Fue y vino varias veces hasta que se detuvo para preguntar:

—Si Luis XVII está vivo y posee tantas pruebas para demostrar su identidad, ¿por qué no se ha presentado en las cortes europeas para reclamar el trono de la Francia?

—No le revelaré todos mis secretos, sire. Conformaos con saber que si fuera para mi conveniencia que Luis XVII pidiese ayuda a su familia materna en Austria o al gobierno de Whitehall, lo haría. Y no dudo de que terminaría sentado en el trono del Rey Sol, y su majestad, en el exilio. —Los ojos grises intercambiaron una mirada fría y aguda con los azules de Blackraven—. En realidad, sire, esto que he venido hoy a deciros es una ofrenda de paz. Ambos podemos convivir en este mundo sin importunarnos.

—No os comprendo, Blackraven. Conmigo alcanzaríais todo el poder y la gloria con los que un hombre puede soñar. Podríais convertiros en mi ministro más importante, mi mano derecha. Confío en vuestro discernimiento, pocas veces he departido con un hombre de su sensatez y bravura, os respeto y admiro. Eso es algo que raramente concedo, mi respeto y mi admiración. No comprendo por qué rechazáis mi oferta.

—Sire, ¿acaso no habéis llegado a comprender mi naturaleza? Yo siempre seré cabeza de león, nunca su cola. Vos y yo somos dos leones que nos destrozaríamos si nos enfrentásemos. Acepte las cláusulas de este acuerdo, sellemos este pacto y que cada cual siga con su destino.

Napoleón se echó en el sillón, de pronto exhausto, y suspiró. Permaneció en silencio, con la cabeza algo caída y la vista fija en un punto.

—Está bien —dijo—, os prometo que no os obligaré a trabajar a mi lado. Tampoco intentaré nada contra vos o contra vuestra familia.

—Sire, permitidme que os recuerde que si algo me sucediese, mis agentes se ocuparían de poner en marcha la conjura que…

—¡Siempre respeto lo que pacto! —exclamó, y asestó un puñetazo a una mesa de café.

—Disculpadme —dijo Blackraven.

Pasaron unos segundos en que Napoleón anheló la calma de su espíritu y el orden en su mente embrollada.

—Nunca resulta beneficioso hacerse odiar y provocar rencores —manifestó al fin—. Y, por cierto, no quiero provocar vuestro rencor. No os comprendo, Blackraven, pero prometo dejaros en paz, tenéis mi palabra. —Entrecerró los ojos, fijos en Roger, y su actitud reflejó el interés de quien trata de desentrañar algo inextricable—. No os comprendo —insistió—. Vuestra decisión no corresponde a un ser racional. Os ofrezco poder, mucho poder, y lo rechazáis. Sólo dos razones pueden moveros a actuar de este modo: la locura o el amor, que es casi una forma de locura.

Blackraven sonrió con sinceridad.

—Sire, sois un gran conocedor de la índole humana.

—Blackraven, sacadme de una duda. —Roger mantuvo un prudente silencio—. ¿Por qué me habéis revelado vuestra identidad?

—Porque deseaba que supierais con quién lidiabais realmente. Yo no soy sólo el Escorpión Negro, sire. Yo soy Roger Blackraven, futuro duque de Guermeaux. Ambas posiciones, unidas, conforman un digno rival.

Napoleón asintió, y Blackraven tuvo la impresión de que lucía deprimido.

—Supongo que éste es el fin de vuestra visita a Fontainebleau.

—Así es, sire. Ahora regresaremos con vuestros ministros y ordenaréis a vuestros guardias que no intenten detenernos en nuestra retirada. Yo volveré a ser Roger Blackraven y mis hombres, a vestir las libreas de la casa de Guermeaux. Dejaremos el palacio en una hora, sire, y el territorio francés, mañana por la mañana. Ya no tendrá que soportar mi presencia.

—Oh, pero su presencia, Blackraven, era lo único que me divertía. Detesto las veladas en compañía de la emperatriz. Me fastidian y me aburren.

A principios de noviembre, Alexander echó a andar. Gateaba con una rapidez admirable y se sostenía en pie sujetándose de los muebles o de las polleras de su madre o del peplo de Trinaghanta, hasta que una mañana se soltó y empezó a caminar sobre la alfombra del drawing room. Suscitó tantas aclamaciones, del duque de Guermeaux, de Bruce, de Constance, de Isabella, hasta de la tímida Miora, que terminó por perder el equilibrio, caer de cola y echarse a llorar. Melody lo recogió en brazos y lo llenó de besos, y, mientras ella también lloraba de alegría, derramó algunas lágrimas de tristeza pues Roger se había perdido los primeros pasos de su hijo. Deseaba que no olvidase que el sábado siguiente era 14 de noviembre, el primer cumpleaños de Alexander. Desde hacía un mes, el duque de Guermeaux organizaba una celebración que contaría con más de doscientos invitados, todos miembros de las familias más antiguas de Cornwall y de Londres, y que tendría lugar en el castillo familiar.

El jueves 12, Melody abandonó la cama con desánimo. El 10 de noviembre, el día del natalicio de Roger, había pasado, y seguían sin noticias de él. Intuía que su esposo no llegaría a tiempo para el 14. Contempló el trabajo de las sirvientas: colocaban el lienzo sobre la tina de bronce y arrojaban tres baldes de agua caliente y varios más de agua fría. Se quitó la bata y se deslizó dentro. Al principio, las muchachas se habían escandalizado por dos razones: porque la condesa no usaba túnica de liencillo para cubrirse durante el baño y porque no tenía vello en las piernas.

—Hay personas imberbes —conjeturaban, aunque se dieron cuenta de que estaban equivocadas la tarde en que la señora condesa mandó a Trinaghanta a la cocina a preparar una extraña mezcla para quitarse el vello de las piernas.

—¡Como las mujeres de la mala vida! —se escandalizaban—. ¿O será que en aquellas tierras salvajes de la Sudamérica las mujeres decentes también se depilan?

—Entonces no son decentes.

Tipsy, la cocinera, una vieja gorda y bonachona, expresó:

—La señora condesa tiene tanta cara de ramera como yo, cuerpo de sílfide. Y sí, es una mujer decente. Lo que ocurre, me juego la cofia, es que su excelencia, que siempre ha sido muy excéntrico con relación a las mujeres, le exige que se lo quite. Y ella lo complace.

Las muchachas ya se habían habituado a las peculiares costumbres de Melody y a sus piernas sin vello. La ayudaron con el baño en silencio, con el vestido después, y la peinaron muy bonita porque recibiría visitas a la hora del almuerzo. El señor duque traería a unos amigos recién llegados de Londres para la fiesta del sábado. Melody se sentía tan decepcionada con la ausencia de Blackraven que ni siquiera experimentaba nervios a causa de su primer compromiso social con personalidades de la alta alcurnia inglesa.

—¿Quiere que la perfume, señora condesa?

—Sí, Doreen. Aquél —indicó, y señaló el nuevo frasco de frangipani que había comprado en Londres.

La muchacha la roció con generosidad. Después de atender a su hijo, Melody bajó a desayunar. Llamaron a la puerta principal, y Poole, el mayordomo, apoyó la cafetera en el mueble para ir a abrir. Era Somar.

Al escuchar la conocida voz del turco, Melody profirió un chillido, arrojó la servilleta sobre la mesa y corrió al vestíbulo. Se lanzó a los brazos del turco, que no le correspondió. Poole apretaba los labios y negaba con la cabeza.

—¡Dónde está Roger! ¡Cuándo habéis regresado! ¡Por qué no está él contigo!

Somar, en su estilo lacónico y reticente, extendió la mano y le entregó una nota con el sello del águila bicéfala. Ésta rezaba: Ven a mí, amor mío. Súbete al coche que te espera fuera y ven a mí. R.

Melody levantó la vista y miró a Somar, y después giró para ver a Poole, y otra vez a Somar, y volvió a leer la nota.

—Vaya, señora —la instó el turco—. Yo le avisaré a Trinaghanta que su merced se ausentará por el resto del día.

—¡Gracias! ¡Poole, mi capa, mis guantes!

—Y su sombrero, milady. No debéis olvidar vuestro sombrero.

—Sí, sí, el sombrero —dijo Melody, deprisa, agitada y feliz, mientras se ataba las cintas de raso bajo el mentón—. Sucede que en mi país, Poole, no usamos sombrero, sólo una mantilla —comentario que hizo abrir grandes los ojos al mayordomo.

—Milady —volvió a hablar Poole—, mandaré aviso al señor duque de que la señora condesa no podrá recibirlo hoy a la hora del almuerzo.

—¡Oh, lo había olvidado! Sí, sí, Poole, hazte cargo. ¿Qué haría yo sin ti, Poole?

Melody corrió hacia el exterior. Saludó a Milton y se precipitó en el coche. Demoraron casi tres horas en cubrir el trayecto al pueblo de Truro, donde Blackraven había alquilado unas habitaciones en la planta alta del mejor hospedaje. Él la aguardaba con ansia. Se había bañado y afeitado; llevaba unos pantalones negros y una camisa blanca, casi abierta por completo. “Quizás exageré con la loción de algalia”, se lamentó; había sido pródigo al perfumarse porque a Melody le gustaba ese aroma. Se preguntó si ella llevaría el frangipani. Mal contenía el ardor que lo dominaba. Durante su estadía en París, concentrado en su plan para neutralizar la amenaza de Napoleón, se había obligado a mantenerla lejos de sus pensamientos; y la tensión continuó hasta que abandonaron el suelo francés pues no confiaba en la palabra del emperador. Napoleón, sin embargo, había cumplido lo pactado y no los importunó. Al echar anclas en el puerto de Plymouth y poner pie en Cornwall, Blackraven aflojó las mandíbulas, relajó los músculos y permitió que el deseo por Melody lo colmara. Se instaló en Truro y la mandó llamar porque no le agradaba la idea de llegar a Hartland Park y aguardar hasta la noche para amarla. Se preguntó si ese ardor menguaría algún día, él casi se comportaba como un mozalbete a punto de perder la virginidad, porque ya no se trataba sólo del deseo sino de la ansiedad por que llegara y porque lo encontrara atractivo. Caminaba de un extremo de la habitación al otro, se restregaba las manos, se retiraba el pelo de la cara, se abrochaba y desabrochaba la camisa, se acuclillaba frente al hogar, tomaba una raja del morillo, la echaba al fuego y movía los leños con energía, provocando una lluvia de chispas que iban de acuerdo con su genio. Soltó el atizador y se puso de pie. Le había parecido escuchar la voz de Melody.

—¿Cuál es la habitación de mi esposo, Milton? —la oyó preguntar.

—Aquélla, señora.

Permaneció quieto, expectante, con el respiro sujeto; no pestañeaba. “Llama, llama a la puerta”, la instaba. Melody golpeó dos veces. Él abrió. Se miraron en el umbral.

—Puedes irte, Milton —dijo Roger, sin apartar la vista de su esposa.

—Gracias, capitán Black. Hasta luego, señora condesa.

—Hasta luego, Milton.

Blackraven tomó a Melody por la mano y la jaló a sus brazos. Cerró la puerta con el pie y echó el cerrojo a ciegas, mientras la besaba sin templanza, en la boca, en el mentón, en las mejillas, en la frente, y mientras le desataba la cinta de raso y se deshacía del sombrero para besarla en el cuello, y más abajo —en el escote, en los hombros—, y en donde consiguiera desnudarla. Actuaba en silencio y ya no la besaba, más bien le pasaba los labios entreabiertos y dejaba un rastro de saliva en su piel. Melody, con ojos cerrados, intentaba quitarle la camisa y soltar las presillas de su pantalón. La torpeza de sus manos reflejaba la excitación que la dominaba; primero se empeñaban en desvestirlo, al segundo siguiente, se entrelazaban en el cabello de la nuca de Roger para profundizar el beso y, después, se sujetaban a sus hombros porque Melody se sentía desfallecer de emoción.

—Júrame —habló ella, de modo entrecortado—, júrame que no volverás a dejarme. Que me llevarás contigo donde vayas.

—Lo juro.

Se amaron el resto del día, con prisas y desmesuras en un comienzo; pero, a medida que aplacaban el fuego visceral que los había convertido en criaturas salvajes, lo hacían demorándose, disfrutando, redescubriendo el cuerpo, los sonidos y los gestos del otro. Durmieron de a ratos, conversaron también, hojearon el ejemplar de Kama Sutra que Blackraven trajo de París y ensayaron algunas posturas entre risas; mandaron por comida cuando tuvieron hambre y por una tina y agua caliente cuando desearon bañarse. Hacía rato que no hablaban. Todavía seguían sumergidos en el agua ya tibia, lánguidos y sedados.

—No sé por qué hoy, al despertar —habló Roger—, recordé la frase que solía repetir Malagrida cuando era dómine en la Escuela Militar de Estrasburgo. Pertenece a Tucídides, un historiador griego del siglo V antes de Cristo. Tucídides decía: “Recordad que el secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad en el coraje”, y pensé en ti, y pensé en mí, y me pareció a propósito de nuestra historia.

—Sí, mi amor, sí —acordó Melody, y se dio vuelta para besarlo.