Capítulo XXVII

A pesar de la oposición de Malagrida y de Somar, Blackraven decidió confiar en Galo Bandor por una serie de razones, en especial, porque estaba enamorado de Amy y porque, habiendo descubierto que Víctor era su hijo, resultaba palmario que lo quería.

Habían pasado pocas horas desde el inicio de la calma chicha, y Blackraven ya planeaba abordar la Folâtre. Por eso, cuando Amy se embarcó en el Sonzogno con la revelación de que Bandor y sus hombres eran rehenes de La Cobra y que se encontraban dispuestos a colaborar, le llevó poco tiempo aceptar el ofrecimiento; sin duda, contar con la complicidad del capitán de la Folâtre facilitaría la tarea. De todos modos, Blackraven sabía que La Cobra era demasiado inteligente para no prever que intentaría un golpe de esa índole aprovechando el mar encalmado. “La Cobra sabe que me toca jugar a mí. Él sólo está esperando que yo actúe para reaccionar. Y su reacción caerá sobre Isaura y mi hijo”.

Su tío Bruce, al enseñarle a jugar al ajedrez, le había explicado: “Antes de mover una pieza, es menester que adivines el siguiente movimiento de tu contrincante, y el siguiente, y el siguiente también. Sólo así ganarás”. En ese albur, aplicaría el mismo principio, como lo había aplicado en tantas ocasiones al asumir la identidad del Escorpión Negro, filosofía que lo había mantenido con vida durante tantos años de balanceo en el filo del abismo, primero en la Francia revolucionaria y después en la Europa napoleónica. Por tal razón, el plan para rescatar a Isaura no podía resumirse en un simple abordaje, sino que debía moverse dos pasos más allá, porque, sin duda, el abordaje era el paso que La Cobra esperaba.

Eligió a sus mejores hombres para la misión; Amy insistió en que llevasen a Servando, y Flaherty, a Tomás Maguire.

—De ningún modo —se negó Blackraven a esto último.

—Se trata de mi hermana, capitán —interpuso Tommy—, deseo ayudarlo a rescatarla. Permítame devolverle algo de lo que su excelencia hizo por mí meses atrás.

—En los dos abordajes que nos encomendó, capitán Black —intercedió Flaherty—, el de El Joaquín y el del San Francisco de Paula, Maguire demostró gran bizarría y dominio del machete. Será útil en este abordaje, si me permite la opinión, capitán.

—De acuerdo —accedió Blackraven para no desprestigiar a Tommy frente a Flaherty, al tiempo que resolvía: “Le diré a Somar que se mantenga cerca de Maguire, todo el tiempo a su flanco”.

Ocultos del lado de estribor para que no los avistaran desde la Folâtre, los marineros trabajaron con ahínco durante dos jornadas. Pintaron de negro los esquifes que los trasladarían a la corbeta; embozaron los remos y untaron sebo en los toletes para evitar el chirrido al bogar; alistaron carbones para cubrirse los rostros y vestimentas oscuras; enlucieron los trabucos y los mosquetes, y controlaron los cartuchos; también afilaron los sables, espadas, machetes, dagas y alfanjes, a sabiendas de que los desenfundarían una vez disparadas las pistolas ya que no contarían con tiempo para la lenta recarga; todas las armas, de fuego y blancas, fueron envueltas con pañete antes de ser acomodadas entre las bancadas de los botes.

La noche del tercer día sin viento, en tanto por el lado de babor se simulaba normalidad en las cuatro naves, por el de estribor se arriaban los esquifes en los cuales se habían acomodado treinta hombres. La orden del capitán Black había sido: “silencio absoluto”. Las previsiones daban resultado, los esquifes se deslizaban por el océano como fantasmas. Debido a la falta de luna y a que no llevaban luz a bordo, se guiaban por la gran linterna de popa de la Folâtre y por las luces de cofa. No avanzaban con rapidez dado que los remeros, los más hábiles de las tripulaciones, hendían el agua con sus paletas de modo lento para evitar el chapoteo; no obstante, habían tomado buen ritmo, coordinado y ágil, por lo que los esquifes alcanzaron su destino en menos tiempo del previsto. Las proas habían sido cubiertas con pallete, de manera que, cuando golpearon la amura de la Folâtre, no se escuchó ningún sonido. Con señas, Blackraven ordenó que abarloaran los esquifes y se prepararan para subir.

Además de los cabos que asomaban por el escobén de la roda, Galo Bandor había cumplido su palabra y colgado, con la complicidad de sus hombres y al cobijo de la noche, una red de abordaje, una escala de tojinos y varias jarcias; abordarían quince hombres al mismo tiempo, y, en menos de tres minutos, calculó Blackraven, los treinta saltarían sobre la cubierta.

La guardia nocturna dio la voz de alarma al descubrir la invasión por el lado de la proa, y enseguida comenzaron a emerger los demás marineros por las escotillas. La serenidad de la noche se vio alterada por alaridos e insultos, mientras los rojos fogonazos de los disparos herían la penumbra del barco. La tripulación de la Folâtre no se mostró sorprendida cuando Bandor y sus hombres se unieron a la gresca para luchar codo a codo con los invasores.

Pronto resultó palmario que nadie contaba con tiempo para recargar las armas de fuego, pues cesaron los traquidos para dar paso al sonido del entrechoque del metal de los sables, machetes y alfanjes; las exclamaciones de los que luchaban y los alaridos de los que caían en combato cargaban el ambiente de una vibración que se apoderaba de la cordura de los contrincantes, tornándolos salvajes y despiadados. Se abatían unos a otros con una mueca de brutalidad exacerbada por las manchas de sangre que les cubrían las facciones, sangre proveniente de chisguetes al segar venas y arterias del enemigo.

Bandor avistó a Blackraven en el combés, cerca de la base del palo mayor; se debatía con un recio contrincante, hábil con el machete, y, aunque la luz era escasa, le pareció que Roger no se movía con su usual agilidad. “Debe de estar herido en una pierna”, concluyó, y se desentendió de él para buscar a Amy, quien, trepada en la serviola y aferrada a un obenque, blandía su sable para mantener a raya a su atacante. Corrió en esa dirección al advertir que pretendían asaltarla por la espalda. Con un facón a palmos de Amy, su atacante profirió un quejido y cayó muerto junto a la serviola; una daga le atravesaba la garganta; Bandor la había arrojado desde una distancia de más de dos varas. Quien peleaba con Amy se distrajo un instante al ver caer a su compañero, instante que ella aprovechó para hundirle su sable en el vientre.

Somar peleaba a dos manos, en una empuñaba su yatagán, en la otra, su cimitarra. Los blandía con una destreza casi coreográfica que tomaba por sorpresa al enemigo. Sus estocadas y mandobles no fallaban, y con cada golpe amputaba manos, cuando no brazos, y abría profundas sajaduras, y, en tanto mantenía su atención en el adversario, no perdía de vista a Tommy Maguire. La orden de Blackraven había sido: “No te apartes de su lado y presérvalo en todo momento”.

—Mierda —masculló al ver a un marinero de la Folâtre, un gigante de recia catadura, acorralarlo contra la borda.

Somar juzgó obvio que Tommy no detendría su acometida por mucho tiempo. Vio con horror cómo el hombre lo hería en el brazo derecho y le hacía perder la poca fuerza que le quedaba. No llegaría a tiempo para defenderlo, aún seguía enzarzado en una lucha y los separaba una distancia considerable.

Servando apareció de la nada y se lanzó sobre el gigante por la retaguardia cuando éste se disponía a asestar el golpe de gracia al joven Maguire. El marinero echó el cuerpo hacia atrás y retrocedió, al tiempo que se sacudía y expresaba su fastidio a gritos. Servando flameaba a sus espaldas, con las manos sujetas al rostro del atacante de Tommy, tratando de meterle los dedos en los ojos. “¿Dónde diantre ha dejado su cuchillo?”, se preguntó Somar al ver al yolof desarmado.

El gigante dejó caer el facón y la pistola, cerró sus manos ciclópeas en torno a los antebrazos de Servando y, profiriendo un rugido que acompañó a su esfuerzo, lo hizo pasar sobre su cabeza. El yolof dio una vuelta en el aire y cayó de espaldas sobre las cuadernas, a los pies del gigante y medio desvanecido. Al tiempo que el marinero recuperaba su facón del suelo y lo hundía en el pecho de Servando, Somar lo atacaba por detrás e intentaba detenerlo.

Tommy se olvidó de la herida en su brazo y corrió junto al yolof. Lo tomó por las axilas para arrastrarlo unos palmos hacia la borda de modo tal de alejarlo de la pelea entablada entre el turco y el marinero. Tommy observó con espanto el cuchillo enterrado en el pecho de Servando, y, aun en esa penumbra, distinguió la palidez que convertía en cenicientas sus mejillas; un hilo de sangre fluía de su comisura. Se inclinó al darse cuenta de que el negro movía los labios.

—Elisea —dijo, en voz muy baja, pero clara—. Dígale a Elisea…

Se ahogó con sangre y tosió. Maguire se desató el fular del cuello y lo limpió.

—Señor Tomás… Dígale a Elisea que recuerde… —Volvió a toser, y Tommy, a limpiarlo—. Dígale que recuerde el párrafo de la Eneida. —Y comenzó a recitarlo con dificultad, entre borbollones de sangre—: “Ausente yo, te seguiré con negros fuegos, y cuando la fría muerte haya desprendido el alma de mis miembros, sombra terrible, me verás siempre a tu lado”.

—Servando —lloró Maguire sobre el pecho del yolof—. Servando —repitió, y le pasó la mano por el rostro para bajarle los párpados.

Al levantar la mirada, Tommy se dio cuenta de que habían vencido. Los pocos marineros de la Folâtre que quedaban en pie soltaban sus armas y levantaban los brazos en señal de rendición. La cubierta se hallaba regada de cuerpos mutilados y ensangrentados, y a medida que los gritos de combate se aplacaban, daban paso a los lamentos de los heridos. Se incorporó para colaborar con los hombres de Blackraven, quienes, en la proa, reunían a los vencidos y los ataban con tientos a la barandilla.

Bandor paseó la mirada hasta descubrir a Amy Bodrugan y a Blackraven junto con los marineros; se ocupaban de reducir a los sobrevivientes de la Folâtre, en tanto otro grupo buscaba a tripulantes del Sonzogno, del Afrodita y de la Wings entre los heridos. “¿Qué está esperando para actuar?”, se enfadó Bandor al ver a Blackraven afanado en atar a los prisioneros. Faltaba la parte más comprometida del plan: bajar a la cubierta inferior y rescatar de manos de La Cobra a Melody, a su sirvienta y a los niños. Se disponía a marchar desde la zona del palo mayor hacia la de proa para hablar con Blackraven cuando lo alcanzó el conocido chirrido de la escotilla al abrirse. Dio media vuelta con un nefasto presentimiento.

Allí estaba La Cobra, como de costumbre oculta tras su máscara y su traje negro. Emergía del sollado con Melody pegada a su cuerpo y la boca de un mosquete sobre su sien. El perfil del sicario se desvanecía en la oscuridad; Melody, en cambio, con su cabellera clara y sus ropas blancas, parecía desprender un fulgor. Temblaba y se mordía el labio para no romper a llorar; con todo, mantenía una compostura que admiraba.

—¡Blackraven! —vociferó La Cobra—. ¡Suelte a esos hombres o la mataré aquí mismo!

Blackraven giró sobre sí y se quedó quieto observando a su esposa y al sicario. Aunque se hallaban a una distancia considerable, Bandor percibió la inquietud que se apoderaba de él. La Cobra avanzó unos pasos y se ubicó en medio del combés con la vista hacia la proa.

—Me ha decepcionado, capitán Black —manifestó, con acento burlón—. Nunca lo creí tan previsible. La obviedad de su acción no le hace honor. Siempre supe que, aprovechando el mar encalmado, atacaría la Folâtre.

Bandor contuvo una exclamación y abrió grandes los ojos al descubrir una sombra que se cernía tras el sicario sin emitir sonido alguno.

—El decepcionado soy yo —dijo la sombra, y, al entrar en un sector regado por la luz de un fanal, Bandor reconoció a Blackraven.

La Cobra sintió la punta de una daga a la altura de los riñones y el cañón de una pistola en la parte posterior de la cabeza. Blackraven se inclinó al oído del sicario y le susurró:

—Nunca debió olvidar que yo soy el Escorpión Negro. —A continuación, vociferó—: ¡Capitán Malagrida!

El falso Blackraven se aproximó a grandes zancadas, y Bandor se preguntó cómo no había descubierto el engaño de inmediato. Aunque no se trataba de un mal disfraz, admitió. Casi tan alto como Blackraven, el capitán del Sonzogno se había afeitado el bigote, cubierto la gris cabellera con un pañuelo negro y rellenado su chaqueta y pantalones con guata o con estopa para simular la corpulencia de Blackraven, sin contar que, gracias al carbón con que había pintado su rostro, las diferencias de sus lineamientos quedaban ocultos. Engañar a la tripulación de la Folâtre y a La Cobra había resultado un juego de niños.

Bandor comprendió dos cosas: los motivos de Blackraven para montar esa farsa y por qué no se los había comunicado. Con respecto a lo primero, Roger había juzgado conveniente obligar a salir a La Cobra de su madriguera en lugar de ir por él. Sabían que acceder a la condesa de Stoneville era casi imposible; aislada en un sector del sollado, con guardia permanente y La Cobra y su cómplice en el camarote contiguo, resultaba improbable alcanzarla antes que el sicario. Pero, para apremiar a La Cobra a que abandonase su refugio, para obligarlo a exponerse —él, un ser que se movía en la oscuridad y el anonimato— había que acorralarlo. Acorralado, se mostraría y lo haría llevando a su garantía con él: la condesa de Stoneville. Entonces, Blackraven, el verdadero Blackraven, lo tomaría por sorpresa. “Maldito hijo de perra”, masculló Bandor, pues le costaba admitir que el plan de su eterno adversario fuera brillante; había anticipado los movimientos y las reacciones de su enemigo y actuado en consecuencia.

Con respecto a lo segundo, es decir, a que nada le hubiese mencionado de esa parte del plan, se debía simplemente a que Blackraven no confiaba en él. ¿Por dónde había abordado? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué dispondría para La Cobra? ¿La muerte o lo entregaría a las autoridades inglesas? Y con respecto a él, ¿le devolvería la Butanna? ¿Lo dejaría en paz para conquistar a Amy Bodrugan? Las respuestas, se dijo, tendrían que esperar.

Malagrida alcanzó el combés en pocos segundos y se detuvo frente a La Cobra y a Melody.

—Capitán —habló Blackraven—, desarme a La Cobra y hágase cargo de mi esposa. Llévela hacia la proa.

El sicario entregó el mosquete a Malagrida y liberó a Melody, quien, junto con el jesuita, se alejó hacia la parte delantera de la corbeta sin dar la espalda a La Cobra.

El tenue chasquido que oyó en la calma lo alertó, y Blackraven, propulsándose hacia atrás, quedó fuera del alcance del filo de una daga que asomaba entre la manga y el guante del sicario. Ahora se encontraban frente a frente. La Cobra estiraba el brazo izquierdo en el que ocultaba el mecanismo del arma con que lo amenazaba; la blandía con una seguridad que evidenciaba su destreza. Blackraven podría haberlo matado de un tiro, no obstante, quedaba una cuestión por averiguar: ¿a quién le había revelado la identidad del Escorpión Negro? ¿Lo sabrían Napoleón y Fouché? También podría haberlo reducido hiriéndolo en una pierna o en un brazo. Transcurrieron unos segundos en que se miraron con fijeza, envueltos en el silencio que reinaba en la cubierta. Por fin, Blackraven soltó la pistola, sacó el estoque de su bastón y ordenó a Bandor que le entregase la espada de él a La Cobra. “Quien haya sido capaz de descubrir la identidad del Escorpión Negro”, pensó Blackraven, “tiene derecho a probar fuerzas conmigo, aunque sea un maldito pederasta”.

De nuevo se oyó el chasquido cuando La Cobra accionó el dispositivo en su brazo izquierdo para guardar el cuchillo y recibir la espada que Bandor arrojaba en el aire. Blackraven jamás se había dirimido con un contrincante que tomase el arma con la mano izquierda; de igual modo, no lo subestimaría. Por primera vez, se enfrentaba con un rival a su medida.

Desirée du Césaire y la esclava Josephine nacieron el mismo día, en la misma isla caribeña, la Martinica, en la misma hacienda, La Reine Margot, y bajo el mismo ominoso presagio, la luna negra. Los esclavos conocían los efectos que provocaba la luna negra sobre los recién nacidos, los volvía malditos y seres temibles. Las niñas debían ser llevadas a la selva y abandonadas sobre el colchón de hierba de modo que los espíritus del mal las recuperasen y calmasen su ira; de lo contrario, las calamidades se abatirían sobre ellos y la hacienda.

La negra Cibeles, una vieja de la que nadie sabía con exactitud la edad —algunos calculaban que pasaba los cien años—, había sido el ama de leche y había criado al poderoso y temido dueño de La Reine Margot, Septimus du Césaire, que manejaba ese basto sector de la isla con los modos despóticos y crueles de un señor feudal. Cibeles era la única con ascendiente sobre el patrón. Por tal motivo, por ser quien se atrevía a enfrentar al amo Septimus, le encomendaron la misión de convencerlo de que se deshiciera de su nieta, la niña Desirée, que acababa de nacer bajo la luna negra.

—¡Pídele que te la entregue! —la conminaron los esclavos—. De ese modo, la llevaremos a la selva y se la ofreceremos a los espíritus del mal.

En cuanto a la pequeña Josephine, su abuela no necesitó que nadie le indicara su proceder. La niña estaba maldita. De otro modo, ¿cómo se explicaba que su hija, hermosa y saludable, hubiese muerto en el parto? Pero sobre todo, ¿cómo se explicaba que hubiese caído un rayo y quemado el gallinero? La envolvió en una mantilla de tela basta y la cargó hasta el confín de la propiedad, donde la selva se debatía con los plantíos de caña de azúcar. Se internó en la fragosidad y la depositó en el hueco de un tronco caído invadido por la hiedra. Regresó a la hacienda llorando, pero, aunque estaba triste, experimentaba alivio.

En cuanto a Desirée, el amo Septimus jamás se convenció de lo que su nana le confesó la noche en que la niña nació: que estaba maldita. Y ni siquiera la muerte de su hija, la bellísima Margot, ni la de su yerno, un pusilánime con título nobiliario y nada más, lo condujeron a cambiar de parecer. En opinión de Septimus du Césaire, su Desirée estaba bendita, y, aunque admitía que se trataba de una niña peculiar, lo adjudicaba a la nobleza de su sangre.

Al igual que su abuelo y que su madre, Desirée se crió en manos de la vieja Cibeles, que, a diferencia del resto de la negrada, no le temía. Sin embargo, con el correr de los años, la belleza de la niña y sus maneras de una suavidad y dulzura proverbiales le ganaron el cariño de los esclavos a pesar de la superstición que siempre flotaba en torno a ella. De igual modo, Cibeles sabía que, más allá de su carita de ángel, de su voz aterciopelada y sus modos de reina, Desirée era una criatura poderosa, con capacidades fuera de lo normal. Con sólo tocar ciertos objetos, la niña veía con claridad a quién pertenecían, incluso, en ocasiones, predecía el futuro de dicha persona. No obstante, esos poderes se encontraban en estado bruto, y Desirée necesitaba de alguien que la ayudara a desarrollarlos y a manejarlos. Cibeles acudió al único capaz de ayudar a su niña, el brujo Papío, un nativo que habitaba en la selva y del que poco sabían.

La noche de luna negra, Papío cumplía con los ritos para ahuyentar las calamidades que caerían sobre la isla si el hechizo no se conjuraba. Su padre, de quien Papío había heredado los poderes y el cetro de brujo, había muerto durante la anterior luna negra y, como en aquella ocasión nadie había exorcizado las fuerzas poderosas y destructoras, éstas terminaron por convertirse en nubes de ceniza y lava ardiente que fluyó desde la cima de la Montaña Pelée y sepultó a miles de personas y animales. Completado el rito del conjuro, Papío abandonaba el corazón de la selva y regresaba a su choza ubicada en la zona costera cuando un sonido atípico atrajo su atención. Una criatura negra yacía en la oquedad de un tronco caído. Apartó la mantilla que la envolvía y descubrió que era una niña y que estaba desnuda; todavía le colgaba el cordón umbilical que, por su flexibilidad y humedad, le demostró que se trataba de un recién nacido. La cargó en brazos y siguió su camino. Al llegar a la playa, se detuvo al pie de un mangle, ató a la pequeña a su espalda y trepó con la agilidad de un primate hasta la choza oculta en el follaje. Depositó a la niña en su jergón y, como vio que no lloraba ni se quejaba, la llamó Taina, que en la lengua de los caribes significa “buena o noble”.

Taina y Desirée se conocieron a los ocho años, el día en que Cibeles compareció con su niña ante el brujo Papío, a quien pidió que fuera el mentor y maestro de Desirée. De igual altura y contextura, las niñas se miraban con una fijeza carente de pudores o vergüenzas, y lo hicieron hasta satisfacer su curiosidad y conocer de memoria los lineamientos y facciones de la otra. No sólo contrastaban dado que una era negra y la otra blanca, sino porque Taina llevaba un taparrabos de cuero de serpiente como toda vestimenta, en tanto Desirée se perdía en una nube de puntillas y sedas. Las dos se destacaban por su hermosura, más salvaje y primitiva en Taina, más suave y delicada en Desirée, indiscutible en ambas.

Papío aceptó el encargo de Cibeles, y Desirée comenzó a visitar el manglar a diario. Nadie notaba su ausencia durante la hora que seguía al almuerzo, ni el amo Septimus ni la preceptora, mademoiselle Aimée. Para la niña, esas escapadas con la nana Cibeles constituían el único momento de alegría. Detestaba la severidad de la preceptora y, en cuanto a los sentimientos que su abuelo le provocaba la confundían, a veces le temía, a veces lo odiaba, pero ya no lo quería. Él había comenzado a visitarla por las noches para acariciarla en las partes ocultas y para obligarla a acariciarlo a él en sus partes ocultas. Sólo con Taina y Papío olvidaba esos encuentros nocturnos y recuperaba la sonrisa. La admiraba la agilidad de su amiga para saltar de mangle en mangle, para cazar con la cerbatana, con las manos o con un pequeño cuchillo; la había visto reptar por la hierba al encuentro de una cobra, hipnotizarla con la mirada y, en un movimiento invisible, aferraría por la cabeza y matarla. Taina era invencible y hacía todo cuanto quería y se proponía. Era una hábil nadadora y conducía la canoa aun cuando el mar se encontraba embravecido. Le gustaba la maestría y precisión que empleaba para extraer el líquido de una enredadera que abundaba en la zona, con el cual envenenaba la punta de los dardos que lanzaba con su cerbatana a cualquier animal; éste terminaba paralizado y después muerto entre ruidosos estertores.

Taina le enseñó a nadar. Se desnudaban en la playa y corrían al encuentro de las olas. Así fue como, con el paso de los años, Taina y Desirée notaron los cambios en sus cuerpos y, desnudas antes de ir al mar, se estudiaban con la misma impasibilidad carente de pudor de cuando apenas contaban ocho años. Debido al permanente ejercicio físico, el cuerpo de Taina era delgado, esbelto y flexible; sus largas piernas, sus brazos con marcados músculos y sus pequeños senos contrastaban con la figura torneada y voluptuosa de Desirée. Sobre todo, a Taina la seducían la piel de Desirée, su blancura de leche y la tonalidad rosácea de sus pezones, cuando los de ella eran oscuros como ciruelas maduras. Una tarde, mientras se desnudaban, estiró la mano y le rozó el pezón con la punta del índice y el mayor. Enseguida notó que se contraían como cuando salían del agua. Se tomaron de las manos y corrieron al mar, y la frescura del agua aquietó las desconocidas sensaciones.

Más tarde, después de la partida de Desirée, al trepar a su mangle favorito, Taina se sentó a horcajadas en una rama y, con los pies rozando el mar, y se meció hacia atrás y hacia delante hasta suscitar de nuevo el cosquilleo. No podía detenerse. Se mecía y cerraba los ojos, y, al hacerlo, veía a Desirée, desnuda, agitada y echada sobre la arena. Día a día, Taina contemplaba la belleza de su amiga con otros ojos; ya no la estudiaba con el interés que empleaba al descubrir una nueva planta o un animal sino con codicia. Le significaba un esfuerzo mantener quietas las manos, y siempre encontraba una excusa para acariciarla, apretarla o rozarla. Una tarde en la que se habían agotado al jugar con las olas, Desirée se estiró sobre la arena y suspiró. Taina se acomodó a su lado y le tocó el vientre. Desirée le permitió seguir adelante, y, a medida que las caricias se tornaban más atrevidas, las dos experimentaban sensaciones arrebatadoras que las llevaban a gemir y a rebullirse en la arena. Terminaron besándose en la boca con un ardor que semejaba la pasión con que se provocaban explosiones de éxtasis.

Para esa época, ya eran dos jóvenes especiales. Ninguna era común. Taina era la heredera de una sabiduría ancestral con poderes para curar y maldecir, mientras que Desirée había aprendido a utilizar su talento, convirtiéndose en una vidente con fama en toda la isla, no sólo consultada por esclavos y nativos sino por las señoras de la sociedad de Saint-Pierre, lo que provocaba la furia de Septimus du Césaire, que amenazaba con enviarla a un internado en París si insistía en andar tocando los objetos que le traían.

Por mucho que Desirée anhelase viajar a París, sabía que su abuelo jamás la alejaría de La Reine Margot porque no podía vivir sin ella. En tanto su cuerpo se desarrollaba y adquiría formas de mujer, sus visitas nocturnas se volvían cada vez más frecuentes, y su lascivia, más insoportable. En un principio, Desirée soportaba a Septimus du Césaire y a su extraña forma de amarla porque él era su único pariente, su refugio y protección. A medida que Taina se transformaba de una niña peculiar en un ser poderoso y fuerte, capaz de luchar con un jabalí, cazar una serpiente con la mano y trepar a las últimas ramas de los árboles con la agilidad de un mono, las visitas nocturnas de su abuelo se tornaron intolerables, y el disgusto que Septimus le causaba se convirtió en odio. Una tarde, después de amarse en la playa, Desirée se echó a llorar en brazos de Taina y le confesó la verdad. La negra la escuchó sin condena ni sorpresa y se limitó a abrazarla y a besarla.

—¡Mátalo, Taina! Tú puedes. Mátalo y fuguémonos de esta isla. Viajemos juntas a París.

Sólo Papío y Cibeles sospecharon la verdad, que Taina y Desirée habían acabado con el amo Septimus y huido. La policía de Saint-Pierre y los aldeanos se perdieron en una maraña de especulaciones, y jamás dieron con el que lanzó el dardo venenoso al cuello de don Septimus. Lo hallaron sus esclavos entre los cañaverales, rígido y duro como piedra y con los lineamientos deformados en una mueca de pasmo. En cuanto a la desaparición de la hermosa Desirée, supusieron que los nativos que despacharon al abuelo, secuestraron a la joven a quien ya habían sacado de Martinica en una de sus rápidas y ligeras canoas para conducirla a otra de las tantas islas del mar Caribe para ofrecerla como esposa de algún cacique. Sucedía de tanto en tanto, y las mujeres nunca eran recuperadas, en parte porque resultaba difícil encontrarlas, pero también porque sus familias no las querían de regreso.

La segunda víctima de Taina cayó muerta de una cuchillada en la garganta. Se trataba de un joyero de Fort-Royal que trató de estafarlas mientras intentaban desprenderse de las alhajas de Desirée para embarcarse rumbo a la Francia. No sólo lo asesinó con una certera cuchillada sino que le robó el dinero y muchas joyas. No tuvieron problemas para llegar a París. Se embarcaron en un navío mercante en el cual Desirée se hizo pasar por una joven que viajaba junto con su esclava hacia el Viejo Continente, donde la esperaba su prometido.

París no era lo que Desirée le había escuchado referir a su preceptora, mademoiselle Aimée, o a su abuelo. París se hallaba presa del caos, la violencia y, sobre todo, la pobreza. La sangre de los aristócratas y de los acusados de apoyar al Ancien Régime se escurría por la Plaza de la Revolución, donde se erigía la guillotina, y teñía las calles antes de sumirse en las alcantarillas. De igual modo, alquilaron unas primorosas habitaciones en el boulevard du Temple, de las calles más selectas, y, por un tiempo, vivieron felices a pesar de que el mundo se viniese abajo. Con los meses, el dinero de las joyas escaseó. El costo de vida en París era exorbitante. Una hogaza de pan costaba alrededor de nueve sous, y, a veces, resultaba imposible conseguirla por menos de doce. El alquiler aumentó cuarenta francos en diez meses, y tuvieron que prescindir del servicio doméstico en parte porque les coartaba la libertad para amarse a cualquier hora, pero también porque no podían costearlo. Al año de haber llegado a París, Taina comunicó a Desirée que no tenían para pagar la renta y que debían trasladarse a un lugar menos lujoso.

Se instalaron en una pensión de la rue de Picardie, en uno de los faubourgs más pobres de la ciudad, donde lidiaban con ratas, olores y suciedad al igual que con sans-culottes dispuestos a denunciar a cualquiera que, con una palabra, un gesto o un modo de vida, demostrase su espíritu contrarrevolucionario. Taina y Desirée se cuidaban de mencionar su anterior residencia en el boulevard du Temple, en especial a su vecina, madame Lafarge, un jacobina a ultranza que había formado parte de la turba que caminó desde París hasta Versalles a principios de octubre de 1789 y que obligó a los reyes a mudarse al Palacio de las Tullerías. A pesar de ser muy gorda, madame Lafarge había sido llevada en andas y vitoreada como una diosa.

Taina y Desirée pronto descubrieron que a madame Lafarge nunca le faltaba el dinero pues comandaba un ejército de ladronzuelos que le entregaban el ochenta por ciento del botín. Taina comenzó a seguir a estos niños, quienes comparecían a diario en la pensión de la rue de Picardie para rendir cuentas. Los seguía a través de los distintos barrios y así llegó a conocer la ciudad de memoria y a aprender también su oficio. En una ocasión salvó a uno de que la policía le echara el guante y se granjeó su amistad. El niño, de nombre Eugène, poseía una habilidad de prestidigitador para extraer billeteras de las faltriqueras sin que los caballeros lo notaran. Taina le entregaba un sou todos los días para que le enseñara. Al final, terminó superándolo en destreza. Más que enojado, Eugène se admiraba de su nueva amiga. De igual modo, le confesó:

—Eres demasiado grande para unirte a nuestro grupo. Madame Lafarge no te querrá. Además eres mujer. Nadie te tomará en serio siendo mujer.

Pero Taina no necesitaba de un grupo para llevar adelante sus robos; salvo la compañía de Desirée y de Papío, siempre había estado sola, era una criatura solitaria por naturaleza y le molestaba dar explicaciones y depender de los caprichos de los demás. Aunque sí prestó atención a su aspecto. El niño tenía razón: se ocultaría tras un disfraz de hombre. Se rapó la mota, se calzó una boina con visera para ocultar sus facciones y usó un culotte que Desirée le confeccionó. Robaba a la salida del teatro, en el Palais Royal, en las callejas oscuras y a plena luz del día, incluso se animaba a ingresar en casas de antiguos aristócratas y atiborrarse de joyas y costosos adornos. Sus ganancias, que crecían tanto como su fama entre los malvivientes, les permitieron abandonar la pocilga de la rue du Picardie y regresar a la zona del boulevard du Temple y alquilar un departamento en la rue Saint-Martin.

El primer encargo para matar lo consiguió el pequeño Eugène. Se trataba de una esposa joven asqueada de su desagradable, viejo y rico esposo. Quería deshacerse de él. Su fiel doncella era amiga de madame Lafarge y le propuso ocuparse del encargo, pero la jacobina se negó ya que, según dijo, robar era una cosa, asesinar, otra muy distinta.

—La ciudadana Delacroix —la muchacha hablaba de su patrona— está dispuesta a pagar doscientos francos a quien se ocupe.

Eugène escuchó tras la puerta con cara de pasmo que pronto dio lugar a una sonrisa ambiciosa que le iluminó las escabiosas facciones mientras seguía a la doncella de regreso a la casa de su señora. Admitió que no podría hacerlo solo, y de inmediato pensó en su amiga Taina para llevarlo a cabo.

Abordaron a la doncella en la oscuridad de un callejón, y tanto Taina como Eugène se cuidaron de cubrir sus rostros para evitar conflictos y compartir ganancias con madame Lafarge. La doncella, después de recuperarse del susto, les pidió que se reencontraran en ese mismo callejón a la noche siguiente, les traería la contestación de madame Delacroix. Al otro día, junto con el consentimiento de madame, la muchacha les dio los datos de su esposo y un anticipo de cincuenta francos. La misión implicaba cierta complejidad pues, si bien madame Delacroix vivía en París y participaba de una vida social agitada, su esposo lo hacía en la campiña, recluido en el castillo familiar; nunca visitaba la aldea, ni siquiera cazaba en el coto de la propiedad familiar y, en la primavera y el verano, solía vérselo en la torre, recostado en un diván, leyendo. Por primera vez desde la salida de la Martinica, Taina echó de menos su cerbatana y sus dardos envenenados con curare. Para acercarse al señor Delacroix deberían aguzar el ingenio.

Desirée terminó demostrando que no sólo servía para atender la casa cuando expuso un plan para ganar la confianza del viejo adinerado y penetrar en su fortaleza. Gracias a los datos que les proporcionó su esposa a través de la doncella, supieron que el señor Delacroix era un devoto simpatizante del Ancien Régime, cuya familia había perecido en su mayoría como consecuencia de la Revolución. Se hablaba de que su hermana menor, muerta durante el Terror, había dejado huérfana a una pequeña niña a quien el señor Delacroix jamás había podido hallar.

Desirée llamó a la puerta de la propiedad en las cercanías de Reims y se presentó como “la ciudadana Jacqueline-Marguerite Fréron”, hija de Antoinette Delacroix, hermana menor del señor Guillaume Delacroix. Desde ese momento, las horas de Delacroix estuvieron contadas. Sólo bastaron dos días para que Desirée averiguara cuál era la recámara del señor de la casa y cuáles sus horarios y costumbres. Demostró poseer dotes de actriz y una inteligencia rápida y gran perspicacia para sortear las situaciones comprometedoras. En cuanto al dueño de casa, se trataba de un hombre de gran meticulosidad y rigor en la rutina por lo que no se toparían con sorpresas desagradables.

La noche del tercer día como huésped del señor Delacroix, Desirée aguardó ansiosa el golpeteo en su ventana de la planta alta. Taina trepó al muro de la propiedad y se deslizó por los jardines hasta el cenador que se hallaba bajo la ventana del dormitorio de Desirée. Usó una espaldera para alcanzar el balcón y golpeó tres veces el vidrio. La contraventana se abrió sin arrancar un chirrido a los goznes —se habían ocupado de untarlos con sebo—, y Taina ingresó en la habitación a oscuras. Mientras se alejaba hacia la puerta para salir al corredor, a Desirée le resultó imposible distinguirla, iba vestida por completo de negro, incluso llevaba la cabeza encapuchada; tampoco oyó sus pasos pues avanzaba con la sutileza que Papío le había enseñado para cazar en la selva martiniquesa. “Si yo caminase hasta la puerta”, caviló Desirée, “todos los tablones crujirían debajo de mí”.

Al recibir la noticia del fallecimiento de su esposo, madame Delacroix envió el saldo de ciento cincuenta francos con su doncella. Eugène, Desirée y Taina se transformaron en un equipo sólido y coordinado que funcionaba con la precisión de un reloj. Eugène conseguía los clientes, en tanto Desirée y Taina ideaban el plan para liquidar a la víctima y lo ejecutaban. Como se habituaron a cerrar los tratos en la mesa de una taberna de mala muerte llama “La Cobra”, al sicario comenzó a conocérselo por ese nombre. Su fama crecía y sus bolsillos se llenaban. Resultaba asombrosa la cantidad de encargos que recibían, y no sólo se dedicaban a liquidar parisinos sino que pronto comenzaron a viajar porque el buen nombre de La Cobra se extendía en la región, hasta llegaron a Viena para ocuparse de un bastardo real que causaba problemas a la dinastía de los Habsburgo-Lorena. Deudas, infidelidades, asuntos de política, celos, herencias, poder, la variedad de motivos para contratar a un sicario no importaba en tanto hubiese dinero para costearlo. A La Cobra le interesaba poco a quién mataba y el porqué; si el dinero aparecía sobre la mesa de la taberna, ella ideaba el plan con la colaboración de sus secuaces, Desirée y Eugène, y procedía a llevarlo a cabo.

Los años sólo trajeron más fama, más dinero y más seguridad, porque por momentos Taina se creía invencible y con derechos de vida y muerte sobre los demás. Eugène manifestó su intención de separarse del grupo, tomar su parte del dinero (a la sazón, muy cuantiosa) y marcharse al Nuevo Continente, a la América del Norte quizá. Si bien su gesto conservó la impavidez de costumbre, La Cobra no tomó a bien esta resolución de su amigo, no le gustaba que el joven anduviese por el mundo contando con una información que podía destruirlas. Desirée trató de convencerlo para que se quedase, de modo que el equipo siguiera siendo sólido y coordinado, aunque la grieta ya se había producido, y las dudas y recelos abundaban. Eugène murió de una puñalada en una fonda de Burdeos la noche anterior a embarcarse rumbo a Nueva York.

—Hacía tiempo que no lo necesitábamos —declaró Taína—. Seremos sólo tú y yo.

A Desirée la entristeció la muerte del joven Eugène, no obstante, asintió y sonrió. Sólo necesitaba a Taina para ser feliz. Respiraba y vivía por ella y se empeñaba en complacerla, por eso cumplía con cuanta misión le encomendase, así tuviese que acostarse con el cerdo más repugnante para obtener una pieza de información que las condujese a la siguiente víctima. En tanto otras manos la acariciaban y se adentraban en sus partes ocultas, ella bajaba los párpados y rememoraba las tardes en la playa de la Martinica, cuando, después de nadar, se revolcaban en la arena con Taina, reían y conversaban antes de que la pasión las inundara como la marea y las embarcara en un viaje de gemidos y placer. En ocasiones, Desirée tenía ganas de retornar a la Martinica, echaba de menos a Cibeles —aunque imaginaba que ya habría muerto—, a Papío, a su hacienda, pero sobre todo a la selva, al manglar, a la playa y al mar. París era fría en invierno y su calor estival, que no se comparaba con las elevadísimas temperaturas del Caribe, era pegajoso, insalubre y, sobre todo, olía mal. Desirée nunca expresaba sus deseos y pensamientos para no contrariar a Taina. A veces, le temía.

Ya eran ricas, muy ricas, sin embargo, seguían aceptando encargos, y, más allá de que ninguna fortuna resultaba suficiente, de acuerdo con la opinión de Taina, Desirée sospechaba que su amante ya no podía detener sus ansias de matar; como si se hubiese aficionado al láudano o a otra droga, después de un tiempo sin ensuciar sus manos con la sangre de una víctima, comenzaba a inquietarse, a irritarse, a mostrarse irascible, a volverse intratable, hasta que la convocaban a la taberna “La Cobra”, y la templanza se apoderaba de su fisonomía y de su espíritu una vez más. Con el tiempo, los medios para acceder al sicario se volvieron más sofisticados; se debía colocar un anuncio cifrado en algún periódico de París —últimamente, en la era napoleónica, usaban Le Journal de l’Empire— y presentarse al sexto día en la taberna “La Cobra”, aunque a menudo indicaban otro sitio de encuentro puesto que la taberna que le había dado nombre al sicario se había vuelto demasiado conocida.

Rigleau, un agente de Fouché, un monigote rengo y tuerto, aunque de agudo entendimiento, las había contratado un par de veces en el pasado. La misión que les encomendaba en ese momento provenía del famoso y enigmático Joseph Fouché, el ministro de Policía del imperio: dar caza al Escorpión Negro, el espía inglés más hábil y escurridizo con que lidiaba la Francia. El dinero ofrecido habría permitido vivir holgadamente a una familia por años, aunque Desirée sabía que no se trataba de la cuantiosa suma en libras esterlinas sino del desafío lo que llevaba a Taina a aceptar el encargo. Matar al Escorpión Negro se convirtió en un desvelo perturbador. Después, los planes cambiaron, ya no debían matarlo sino traerlo con vida; el emperador Napoleón lo usaría para liderar sus propias huestes de espías y agentes. Para ese entonces, casi dos años más tarde de haber aceptado la misión, La Cobra se hallaba en posición de afirmar:

—Napoleón y Fouché no saben con quién están lidiando si piensan que el Escorpión Negro se avendrá a trabajar para ellos. —Lo expresaba con orgullo, con un brillo inusual en sus ojos oscuros y misteriosos.

—Todos tenemos un talón de Aquiles —manifestó Desirée—. El Escorpión Negro debe de tenerlo, estoy segura. Él no es un ser todopoderoso, Taína.

Después de los meses de búsqueda infructuosa en los que no lograban conocer la identidad del espía inglés, Desirée anheló que Taina se diera por vencida y abandonara la misión. No lo hizo, siguió adelante de modo incansable y obsesivo hasta que, como siempre, alcanzó su propósito: el Escorpión Negro era un noble inglés, Roger Blackraven, conde de Stoneville y futuro duque de Guermeaux. A la sazón, Taina ya estaba enamorada del Escorpión Negro, y lo que supo de Blackraven sirvió para exacerbar su embeleso. Desirée sufría en silencio y lloraba a escondidas. “¿Hace cuánto que no hacemos el amor?”, se lamentaba. Taina se mantenía distante, ausente, con su mente llena del Escorpión Negro.

Al llegar al Río de la Plata, tras la pista de Roger Blackraven, Desirée tuvo una de sus visiones; hacía tiempo que no las tenía, como si, al alejarse de la Martinica, su poder hubiese menguado; aún conservaba el talento de ver a través de los objetos, pero el de predecir el futuro había muerto el día en que abandonó su isla. Sin embargo, esa mañana, mientras una carreta las transportaba desde el barco al paupérrimo puerto de Buenos Aires, Desirée supo que la ruina se cernía sobre ellas y que llegaba de la mano de Roger Blackraven. Se lo comentó a Taina, quien lo desestimó de buen modo y la convenció a fuerza de besos. Siguieron adelante con el plan, y no resultó fácil alquilar la corbeta y conseguir a un capitán que la pilotara y a una tripulación, sobre todo a una tripulación porque, entre los hombres de esas tierras de la América del Sur, no había marineros; por fin, se decidieron a contratar a los hombres más avispados que encontraran en las pulperías de la ciudad, necesitaban hombres recios y venales para neutralizar al capitán Bandor y a sus hombres. Sin embargo, estos contratiempos prolongaron la estadía en Buenos Aires y permitieron que Taina conociera más de cerca al Escorpión Negro; su pasión se desató de modo incontrolable.

Y allí estaban, recluidas en ese camarote de la Folâtre, transportando hasta la Francia al talón de Aquiles del Escorpión Negro: su mujer y su pequeño hijo. Todo estaba saliendo mal, aunque lo peor no era que una flotilla al mando de Blackraven los siguiese a corta distancia sino esa malhadada calma chicha. La inquietud de Taina y su genio irascible hablaban de que el plan había tomado un derrotero peligroso.

Desirée se paseaba de una punta a la otra de ese reducido espacio. A pesar de que los secuestrados aún seguían en el camarote contiguo, no se cuidaba de hacer ruido, y su taconeo retumbaba al igual que su soliloquio. Se encontraba demasiado furiosa para reparar en ese detalle. Sólo cavilaba acerca de la traición de su amante. Sí, Taina la había traicionado con Blackraven, y su obsesión por él las había metido en ese embrollo. ¡Cómo dolía la traición después de tantos años de lealtad! Sabía que Taina albergaba la esperanza de persuadirlo de unirse a ella para formar el equipo más letal de la Europa y, por qué no, del mundo. No lo dejaría en paz hasta convencerlo, por las buenas o por las malas. ¿Qué haría Taina con Desirée en ese caso? ¿La despacharía como al pobre Eugène? Taina amaba a Blackraven; en realidad, lo veneraba, y, cuando Taina amaba y veneraba, entregaba su cuerpo y su alma. Antes, le había pertenecido, ahora era del Escorpión Negro.

Desirée se hallaba sola. Uno de la tripulación de la Folâtre que, a una orden de La Cobra, se había mantenido oculto para atestiguar la gresca en la cubierta superior, bajó con la noticia de que Blackraven y sus hombres acababan de vencer y de tomar la corbeta.

—¿Has visto a Blackraven? —quiso saber Taina.

—Sí, señor, ahí está, en la proa, ocupándose de nuestros hombres.

Taina había dejado el camarote sin pronunciar palabra. Desirée escuchó su irrupción en la cabina contigua que suscitó gritos de pánico, llanto de niños y quejas. Los minutos parecían años, el tiempo no pasaba. Ninguna novedad. Al fin, se decidió. Revisó los dos mosquetes, los amartilló y abandonó el camarote.

La Cobra afianzó su mano izquierda en la empuñadura de la espada de Bandor, y a Blackraven le pareció que, tras esa máscara de cuero flexible, sonreía, y que su sonrisa no era sarcástica sino de complacencia, como si disfrutase batirse con él. Por el movimiento de sus pies, por el ángulo en que inclinaba el cuerpo y blandía el arma, Blackraven podía afirmar que La Cobra nunca había recibido lecciones de esgrima. Admiraba la destreza desplegada; sus movimientos defensivos y ofensivos no respondían a ninguna técnica y, sin embargo, demostraban una agilidad y un dominio pocas veces vistos. La rapidez de sus acometidas daba razón a su mote, lo mismo cuando buscaba distancia y producía una vuelta en redondo en el aire con la naturalidad que hubiese empleado Arduino, y caía firme sobre sus pies. El despliegue levantaba murmullos de estupor. Sólo una vez Blackraven había visto destreza similar en la lucha, entre los guardias imperiales de su amigo el emperador chino Qianlong.

No se quitaban los ojos de encima mientras caminaban describiendo un círculo con las espadas bajas hasta que, de pronto, volvían a la carga como dos carneros embravecidos para desencadenar una serie de golpes; un quite detenía una acometida, luego un contraataque y otro quite, uno defendía, el otro atacaba; tomaban distancia, se medían, y segundos más tarde, el golpe de los metales volvía a herir el mutismo del barco. A veces, se escuchaban exclamaciones ahogadas o comentarios susurrados.

Aunque se hubiesen infligido varios cortes y gotas de sangre regasen las cuadernas, ambos sabían, La Cobra y el Escorpión Negro, que ninguno encontraría la muerte en ese encuentro, que se trataba de un desafío que disfrutaban y en el cual se reconocían como dignos adversarios. Después hablarían de negocios, porque si bien daba la impresión de que La Cobra estaba en manos de Blackraven, aún le quedaban dos ases en la manga: el primero, Desirée, que no tardaría en subir a cubierta con el hijo de Blackraven en brazos y un ominoso mosquete cerca de su cabecita; el segundo, la información que Blackraven tanto ansiaba conocer: el nombre de los depositarios de la identidad del Escorpión Negro.

A un paso de la escotilla, Melody se instaba a correr a la cubierta inferior para tranquilizar a Trinaghanta y a los niños y para estrechar a Alexander entre sus brazos; no obstante, seguía allí, inmóvil, con sus ojos fijos en la pelea, admirada no tanto por la destreza indiscutible de los contrincantes sino por la actitud y la mueca de Blackraven. Ella no conocía a ese hombre, y, al tiempo que le temía, lo deseaba. La excitaba su fuerza y esa carencia absoluta de miedo; la atraía la seguridad con que manejaba su cuerpo y el arma. Estaba conociendo una de las facetas oscuras de su esposo, de ésas que él se afanaba en ocultar y ella, en descubrir. El chirrido de la escotilla la rescató del encantamiento. La puerta se abrió con lentitud. La precedió el perfume a jazmines y a narcisos, el que había creído oler durante esos días de reclusión en el camarote.

—¡Simonetta! —exclamó, y lo inverosímil e inopinado de dicha aparición la llevó a pensar que le sentaba magníficamente el vestido de muselina en tonalidad malva. El impacto al reconocerla se traslució en la fría reserva de su gesto y, aparte de un ligero cambio de color, velado en la penumbra, sus facciones quedaron despojadas de toda emoción.

Simonetta atrajo las miradas de espadachines y marineros por igual. Nadie reaccionó cuando Simonetta, o más bien, Desirée levantó el mosquete y apuntó a La Cobra. Al estampido y al fogonazo del arma le siguió el quejido del sicario, que se desplomó en el suelo.

—¡No! —rugió Blackraven, y, con una mirada incrédula clavada en su adversario, no se percató de que Desirée blandía otro mosquete en dirección a él.

Amy Bodrugan llegó tarde. Su espada traspasó a Desirée después del disparo. Melody se preguntaba a qué se debería que Roger la contemplase de ese modo tan extraño, con ojos tristes, suplicantes. Lo vio caer de rodillas y luego de bruces en cubierta. Se preguntó a continuación quién estaría gritando como demente, de manera constante, como si nunca recuperase el aliento, con un sonido estridente y fastidioso, hasta que se encontró en brazos de Malagrida y entendió que se trataba de ella.

Melody permaneció quieta cerca de la escotilla, aferrada a los brazos de Gabriel Malagrida, mientras contemplaba a Amy Bodrugan impartir órdenes para que cargaran a Blackraven entre varios marineros y lo condujeran a la cubierta inferior.

—¡Galo! —la escuchó decir—. Guíanos a tu camarote.

Su esposo pasó delante de ella, y Melody advirtió la parte brillante y humedecida que le empapaba la camisa negra, aunque no fue la visión de su sangre la que la hizo romper en llanto sino la palidez del rostro de Blackraven, y el modo laxo en que colgaban sus brazos y cómo las puntas de sus dedos rozaban la cubierta.

—¿Está muerto? ¡Dígame si está muerto! —le suplicó a Malagrida, colgada de sus solapas—. ¡Señor, no seas cruel! —exclamó, y se hincó, con la vista al cielo—. ¡No tendré fuerzas para soportarlo! ¡No esto! ¡No te lleves a mi Roger!

—¡Melody, cálmese! —la exhortó el jesuita, y la ayudó a ponerse de pie—. ¡Cálmese! Es imperativo que guarde compostura. Roger la necesita a su lado, necesita de su fuerza.

Melody se pasó la manga por los ojos y la nariz, y asintió, más compuesta, a pesar de que las lágrimas seguían brotando y empapando sus mejillas. Caminó tras los hombres que cargaban a Blackraven, y le pareció que se trataba de un cortejo fúnebre. No tenía esperanzas. Lo acomodaron en la litera de Galo, y ella se apresuró a quitarle las botas. Somar había llamado a Trinaghanta, y, al ver la templanza y la eficiencia con que la cingalesa se conducía, lavándose las manos antes de rasgar la chaqueta de Blackraven para estudiar la herida, Melody recobró un poco el ánimo. Le pareció que pasaban horas hasta que Somar regresaba con el médico del Sonzogno, el doctor von Hohenstaufen, y siguió con ansiedad el escueto intercambio con Trinaghanta. Isabella y Michela también habían subido al esquife y abordado la Folâtre.

—Habrá que extraer la bala —dictaminó el médico— y esperar que la herida no se infecte. Señora condesa —dijo, y por primera vez reparó en Melody—, será mejor que salga. No será un espectáculo agradable.

—De ninguna manera. Me quedaré junto a mi esposo. Y nada ni nadie podrán hacerme abandonar este sitio.

—Bien —aceptó von Hohenstaufen—. La señora condesa y Trinaghanta permanecerán. El resto, fuera.

—Isabella —dijo Melody, y la tomó por el brazo—, por favor, ocúpese de los niños. Venga a buscarme si Alexander llora.

Isabella asintió, muy desganada, y salió tras Michela, Amy, Somar, Galo Bandor y Malagrida. Melody cerró la puerta y arrastró una silla a la cabecera de la litera, donde no molestaría. El médico le extendió a Trinaghanta una botellita con un líquido blancuzco y dijo:

—Es tintura de láudano, para que soporte el dolor. Oblíguelo a tomar dos cucharadas.

A lo largo de la intervención, Blackraven, aunque sumido en el sopor del opio, se removía y se agitaba y pronunciaba palabras ininteligibles. Melody le sujetaba la mano, le pasaba un pañuelo para limpiar el sudor de su frente y lloraba en silencio. Al final, abandonó la silla y se hincó para cantarle al oído, la misma tonada en gaélico que empleaba para los ataques de Víctor. La repitió varias veces, y, poco a poco, Blackraven fue aquietándose, y su respiración, volviéndose más regular y menos estentórea. Levantó la vista con un sobresalto al escuchar el tintineo de la bala al golpear contra el metal del recipiente donde von Hohenstaufen la colocó.

—Por fortuna —manifestó el médico—, la bala no ha comprometido ningún órgano vital. Limpiaré la herida, la vendaremos y esperaremos a ver cómo evoluciona. Ha perdido mucha sangre, por lo que sería conveniente que, una vez que pase el efecto del opio, le dieseis de beber un caldo suculento y leche.

Von Hohenstaufen le entregó a Trinaghanta hojas de consuelda y cornejo disecadas y le indicó que marchase a la cocina de la corbeta a preparar una cataplasma. El médico aplicó a la herida un ungüento compuesto por pez negra al que llamó basilicón, muy conocido por evitar las infecciones. Espolvoreó polvo de azufre y, por último, aplicó la cataplasma. Trinaghanta y Melody le ayudaron a vendarlo.

—Señora condesa —dijo el médico—, iré a cubierta a ocuparme de los heridos. Le pido que esté pendiente de la temperatura del capitán Black. Si sube, llámeme de inmediato. No olvidéis el caldo y la leche.

Melody envió a Trinaghanta a la cocina a ordenar que se preparase un caldo. Como no confiaban en el cocinero —formaba parte de la tripulación de La Cobra—, Trinaghanta se quedó a su lado mientras lo preparaba. Melody cruzó la falleba en la puerta del camarote y se quitó la blusa empapada en leche. Era hora de amamantar a Alexander. Se sentó junto a la cabecera, se inclinó sobre Blackraven y, tomándose un pecho, guió el pezón hasta introducirlo en la boca entreabierta de su esposo. Apretó y la leche fluyó fácilmente. La boca de Blackraven desbordó, y la leche se escurrió por las comisuras.

—Traga, cariño —lo instó Melody—. Bebe mi leche, amor mío. Te hará bien. La necesitas. Te dará fuerzas para luchar. Mira cómo crece tu hijo gracias a ella. Tan sano y fuerte. Bebe, mi amor, bebe. Lucha, Roger, no me dejes, te imploro. No podría seguir sin ti. Sin ti, no, Roger. Te lo dije una vez, puedo soportar cualquier tragedia si estás a mi lado. Soporté lo de Jimmy sólo gracias a ti. Bebe, amor mío. Mi leche te dará vida.

La nuez de Adán de Blackraven se movió lentamente, subió y bajó, y, aunque se ahogó al principio y devolvió la mayor parte de la leche, comenzó a tragar. Melody se ordeñaba lentamente, lo exhortaba a seguir bebiendo y lo limpiaba. Al escuchar el llamado a la puerta, se cubrió con la blusa y se apresuró a abrir. Era Trinaghanta.

—No creo que quiera el caldo ahora mismo. Le he dado un poco de mi leche. Necesito amamantar a Alexander. Te dejo con Roger, Trinaghanta. Cualquier cambio, llámame.

A Blackraven le subió la temperatura antes del amanecer. El doctor von Hohenstaufen revisó la herida, la limpió y de nuevo la untó con basilicón, le espolvoreó azufre y colocó la cataplasma. No presentaba un semblante muy animado cuando indicó que se colocaran paños fríos sobre la frente de Roger y otros embebidos en alcohol en los sobacos; insistió en el caldo y en la leche. Melody se afanaba en las tareas para olvidar que su esposo se encontraba entre la vida y la muerte. No lo aceptaba. Roger, su todopoderoso Roger, no moriría. Lo contemplaba, inconsciente y macilento en esa litera, y tenía la impresión de hallarse atrapada en una pesadilla.

La fiebre siguió subiendo. Melody y Trinaghanta lo desnudaron y lo mojaron con agua dulce y fresca que trajeron de los toneles de la bodega. Se hallaba muy inquieto; en medio del delirio, tiraba manotazos e insultaba, y llamaba a Melody y a su padre con un clamor angustioso que arrancaba lágrimas. Melody se inclinó para cantarle al oído hasta conseguir que se aplacase. Después, volvió a amamantarlo.

—Señora —dijo Somar, a media mañana—, vamos a echar el cuerpo de Servando al mar. ¿Quiere venir?

—Sí, Somar, iré.

Los cuerpos yacían alineados sobre las cuadernas de crujía. Melody los observó con indiferencia, nada la conmovía. Junto a Simonetta, se hallaba su esclava Ashantí, o más bien La Cobra; alguien le había quitado la máscara de cuero. Melody las contempló con desprecio, evocando las escenas del día en que las conoció, cuando las juzgó como a dos buenas mujeres que habían ayudado a Polina. Su mirada se detuvo en el cuello de La Cobra, atraída por un pálido fulgor. Se trataba del anillo de Roger, el trébol de cuatro hojas. Se inclinó sobre el cadáver, arrancó la cadena de la cual pendía y, metiendo la mano en su escote, lo guardó en el justillo.

—¿Alguno de estos hombres trabajaba para mi esposo, Somar?

—No, señora. Todos pertenecían a la tripulación de la Folâtre. Aunque Zagros, el contramaestre del Sonzogno, está malherido.

Melody asintió. Descubrió a su hermano en el extremo de la hilera de cadáveres. Lloraba junto al cuerpo de Servando. Melody caminó en esa dirección. Era la primera vez que se veían en meses, y ya fuera por la tristeza de Tommy o por la apatía de Melody, ninguno se mostró sorprendido. Se limitaron a tomarse de las manos. Cuando vinieron a buscar a Servando, el primero que arrojarían al mar, Melody pareció tomar conciencia de que había muerto. Se acuclilló junto al cadáver y le acarició la mota.

—Babá —sollozó—, querido Babá. Descansa en paz, amigo mío. Yo velaré por Elisea. Tú, vete en paz.

Los marineros lo acomodaron en un tablón, lo cubrieron con una sábana y se acercaron a la borda. Malagrida dijo un corto responso e indicó con un ademán de mano que lo lanzaran al agua. Melody y Tommy lloraban, abrazados.

—Murió por salvar mi vida. Murió por mi culpa.

Melody no se quedó para presenciar lo demás. Bajó a la carrera y entró en el camarote donde Isabella y Michela se ocupaban de los niños. Por fortuna, Amy se había llevado a los más grandes al Afrodita. Cambió los pañales de su hijo, lo amamantó y regresó al lado de Roger. El gesto del médico la llenó de pánico.

—No consigo bajar la fiebre.

—Un médico de Buenos Aires —dijo Melody, con voz temblorosa— solía usar una infusión hecha de corteza de quino.

—No tengo corteza de quino —admitió von Hohenstaufen—, pero sí quinina que es el alcaloide producto de ese árbol. Le suministraré una dosis y observaremos la evolución. Mantenedlo fresco y sin ropas.

Melody y Trinaghanta se afanaban incansablemente para procurar la comodidad de Blackraven y para que bebiera líquido y no se deshidratara. Sus semblantes mostraban las huellas de la extenuación, agravada por el calor de esas latitudes que les provocaba mareos. Cada persona que entraba a preguntar por la salud de Blackraven —Isabella, Amy, Somar, Malagrida, el propio Bandor— les ofrecía reemplazarlas. Ellas se negaban sin contemplar la propuesta.

Por la noche, advirtieron que la quinina no surtía efecto. La fiebre alcanzó grados tan altos que Blackraven se sacudía en violentos espasmos de frío. Lo cubrieron con varias mantas, aunque nada parecía aplacar la sensación helada que se había apoderado de su cuerpo. Von Hohenstaufen le suministró con gran dificultad una dosis mayor de quinina y otra de raíz de mandrágora que actuaría como sedante, y se marchó para atender al contramaestre Zagros, que tampoco presentaba ninguna mejoría.

—Trinaghanta —dijo Melody al quedarse a solas—, ve a descansar con Alexander.

—No, señora, me quedaré con vuestra merced.

—No. Es mi deseo que pases la noche con Alexander. No debe de entender lo que está sucediendo. No conoce a su abuela ni a Michela y debe de estar asustado. Duerme esta noche con él y mañana por la mañana lo haré yo.

—Está bien, señora.

Melody echó el cerrojo y se desnudó. Estaba empapada en sudor, el calor del ambiente no remitía ni de noche. Se dio un baño de esponja de pie en una palangana, se secó el cuerpo, se perfumó con el frangipani que Miora había empacado entre sus cosas y se deslizó bajo las cobijas. El calor la sofocó, no sólo el de las mantas sino el que despedía la piel de Blackraven. Él, sin embargo, temblaba de frío y deliraba, encerrado en su propio infierno de pesadillas. Melody se pegó a su cuerpo caliente, buscando calmar sus escalofríos, y le abrazó el torso cuidando de no tocar la herida. Debía sudar la calentura, y ella lo ayudaría. Le habló y le cantó a lo largo de la noche, lo amamantó y le dio su medicina, le acunó la cabeza y le besó los labios resecos y agrietados, la firme barbilla y las mejillas coloradas, le apartó los mechones húmedos de las sienes y le colocó trapos fríos en la frente. Las sábanas mojadas se pegaban a sus cuerpos, el calor se tornaba asfixiante, la incomodidad resultaba extrema para Melody, pero a ella nada le importaba, sólo se mantenía atenta a su esposo.

Blackraven comenzó a aquietarse cerca del amanecer y, cuando la luz que filtraba por la claraboya bañó un sector de su rostro, los ojos de Melody se calentaron de lágrimas al comprobar la mejoría en su semblante. Le tocó las mejillas y las sienes, y comprobó que la fiebre comenzaba a bajar. Rió, dichosa, y lo besó en los labios. “Gracias, Dios mío, gracias”, pensó, y se quedó dormida.

Tres días más tarde del ataque a la Folâtre, los vientos alisios regresaron y propulsaron la flotilla hacia el norte. Al cruzar el paralelo de latitud cero, no hubo fiesta del Paso del Ecuador, el ánimo de la tripulación no estaba para jolgorio con la vida del capitán Black en juego; se espitaron unos barriles de ron y se bebió en silencio, mientras aguardaban el parte del doctor von Hohenstaufen. Si bien las altas temperaturas de Blackraven, las que lo convulsionaban de frío, bajaron con la quinina, no fue sino en el sexto día en que la fiebre desapareció por completo. Dada la pérdida de sangre, Blackraven se encontraba muy débil y entraba y salía de la inconsciencia varias veces por día. Siempre que levantaba los párpados, veía el adorable rostro de Melody inclinado sobre él. Quería levantar la mano para acariciarle la mejilla, pero no lo conseguía; parecía que se había vuelto de plomo. Ella lo instaba a no esforzarse y a descansar, lo besaba en los labios, lo limpiaba, lo refrescaba, lo alimentaba, y él de nuevo se sumía en ese sopor profundo y oscuro.

Blackraven notó una diferencia al despertar el sexto día. A pesar de que físicamente tenía la impresión de haber sido pisoteado por una manada, experimentó una claridad mental que lo rescató de la sensación de hallarse perdido, como si las nubes que le impedían ver se hubiesen esfumado. No sabía qué había ocurrido ni cuánto tiempo llevaba ocupando ese camarote de popa; sabía que no pertenecía a ninguno de sus barcos, por lo que dedujo que aún estaba a bordo de la Folâtre. Lo acometía una gran debilidad, y movió la cabeza con lentitud para estudiar el entorno. Trinaghanta le daba la espalda mientras se ocupaba de acomodar algo en la mesa; Melody dormía en una silla, con las manos cruzadas en el regazo. Por la tenue luz que bañaba el recinto, calculó que debían de ser las seis o siete de la mañana.

—Trinaghanta —susurró, y la cingalesa, al darse vuelta, le sonrió como pocas veces lo había hecho.

—¡Amo Roger! —dijo en un murmullo, y se acuclilló para besarle las manos—. ¡Amo Roger!

—Por el efusivo saludo —bromeó—, imagino que estuve más cerca del otro mundo que de éste. —Trinaghanta asintió—. Les he dado mucho trabajo, ¿eh? —La muchacha volvió a asentir—. Dame algo de beber, la sed está matándome, y cuéntame qué ocurrió.

Blackraven supo que Simonetta y Ashantí —así seguía llamándolas la cingalesa— habían muerto; de los hombres de Roger, sólo Servando y el contramaestre Zagros. Se enteró también de que acababan de cruzar el ecuador y de que no había habido fiesta porque todos estaban preocupados por él. En cuanto a miss Melody, Trinaghanta expresó que sus cuidados lo habían salvado.

—Sólo se apartó de su lado para amamantar a Alexander. Fue ella quien propuso que le dieran la quinina para bajarle la fiebre, y ella quien lo ayudó a sudar la calentura. A pesar del calor agobiante, se metió en la litera bajo las mantas y lo abrazó, porque su excelencia no cesaba de tiritar de frío. Cuando su excelencia deliraba y se volvía muy violento, sólo ella conseguía serenarlo cantándole al oído. Durante todos estos días, amo Roger, miss Melody lo ha amamantado igual que a Alexander. Ella le daba su leche porque aseguraba que así su excelencia recuperaría más rápido las fuerzas. Le ponía su pecho en la boca, la llenaba de leche y lo instaba a bebería. Y su excelencia la tragaba, no sé cómo miss Melody lo lograba, pero su excelencia la tragaba.

Blackraven sentía la calidez de las lágrimas que se deslizaban por sus sienes; le temblaban los labios y el mentón y respiraba de modo entrecortado al intentar contener el llanto. Ese sonido despertó a Melody con un sobresalto y se incorporó de modo tan brusco que se mareó. Primero vio a Trinaghanta que la miraba y le sonreía, y después a Blackraven, que tenía los ojos muy abiertos, llenos de lágrimas, y fijos en ella.

—¡Roger! —exclamó, y se arrodilló junto a la cabecera—. ¡Oh, Roger, amor mío, amor de mi vida! —Le besaba la mano y los labios, y la frente y las mejillas, y la punta de la nariz, y los labios de nuevo.

—Isaura —pronunció él, con voz ronca de emoción.

Ninguno advirtió que Trinaghanta se deslizaba fuera del camarote.

—No hables, cariño, no, por favor. Aún estás muy débil.

—Háblame tú, entonces.

—Te amo, Roger. Te amo porque estás aquí hoy, de nuevo conmigo. Te pedí tantas veces que no me dejaras —dijo en un hilo de voz, y se cubrió el rostro con las manos, y Blackraven se las acarició—. No es bueno amar de este modo, no es bueno. La idea de perderte me ahogaba. Sí, en verdad, el pecho se me cerraba y no podía respirar. ¡Oh, Dios mío! Todavía me estremezco al pensar que tú… Que tú…

Rompió en un llanto amargo, el que había reprimido durante esos seis días para mostrarse entera. Blackraven también lloraba. Melody se recostó a su lado y se aferró a él y le besó el torso mojándolo con sus lágrimas y su saliva, apretándose a su cuerpo como a una tabla en el océano.

—Yo te entiendo, cariño —manifestó Blackraven—. Lo que has experimentado es lo mismo que yo sentí tantas veces cuando creí que te perdía. ¡Nadie podría imaginar la agonía que viví la noche de la tormenta! Tenía la impresión de que la Folâtre se hundiría con cada ola, y tú y mi hijo estabais allí, fuera de mi alcance. Creí que moriría, Isaura. Era una angustia tan profunda y visceral que se convirtió en un dolor físico. Lo sé, Isaura, claro que sé lo que experimentaste.

—¿Qué haremos, Roger?

—¿Acaso existe algo que podamos hacer con este amor más que sentirlo? —Melody negó con la cabeza—. Nuestro amor es tan fuerte, Isaura, que asusta, lo sé, y, aunque he tratado de dominarlo, de supeditarlo a mi voluntad, he fracasado siempre. Me rindo. Es la fuerza más poderosa con la que me ha tocado lidiar. Amémonos, mi amor, amémonos y que Dios se apiade de nosotros.

—Hemos atravesado tantas pruebas, Roger. ¿Crees que por fin seremos felices con nuestro hijo?

—Sí, amor, sí —afirmó Blackraven, al tiempo que cavilaba que todavía restaba una cuestión por zanjar.

Como si Melody hubiese leído su reflexión, dijo:

—Toma tu anillo, mi amor. Se lo arranqué a Ashantí del cuello antes de que la arrojasen al agua.