Con el paso de los días, las aguas iban aquietándose, la señorita Leonilda volvía a compartir las comidas con la familia y las muchachas cesaban de llorar, por lo que la atmósfera cargada y tensa poco a poco daba paso a un ritmo en el cual la ausencia de Elisea se echaba de menos aunque con espíritu resignado. Nadie la mencionaba, a excepción de Melody que pedía por su bienestar cuando rezaban el rosario después del desayuno, congregadas en su sala privada. Estaban en Cuaresma y, con abril, habían llegado los primeros fríos, por lo que Melody se mortificaba al imaginar las privaciones a las que la severidad de un convento sometería a una joven díscola y pecadora; le darían de comer pan y agua y por las noches no le entregarían ni una manta. Elisea, de constitución débil, terminaría por morir de pulmonía.
Blackraven, pese a la infinidad de asuntos que lo ocupaban, escuchaba con paciencia los reclamos y escrúpulos de Melody en relación con su pupila, aunque no daba el brazo a torcer: Elisea abandonaría el convento cuando él lo creyese apropiado. Si bien no se lo mencionaba, Melody sabía que no partiría a Londres dejándola allí, expuesta a los rigores de un ataque inglés.
Beresford había zarpado del puerto de San Felipe hacia la Inglaterra en el buque Diomede el 26 de marzo sin haber alcanzado el objetivo de convencer a Auchmuty de apoyar la independencia del virreinato. De igual modo, sir Auchmuty había comprendido lo ventajoso de esa posición y, en una carta al ministro de Guerra, William Windham, le aconsejaba un cambio en la estrategia. “El otro partido es el de los nativos del país, aumentados con algunos españoles establecidos de largo tiempo en él. Éstos, cansados del yugo español, están ansiosos de sacudirlo; y, aunque por su incultura, su falta de costumbre y la rusticidad de sus temperamentos son completamente incapaces de constituir un gobierno propio, aspiran, sin embargo, a seguir los pasos de los americanos del norte y a erigirse en Estado independiente. Si nosotros les prometiéramos la independencia, inmediatamente se alzarían contra su gobierno y se nos unirían en la gran masa de los habitantes”. Por su parte, Beresford, antes de partir, le había escrito a Blackraven prometiéndole que, al llegar a Londres, transmitiría a las autoridades la conveniencia de auspiciar la liberación de las colonias españolas.
Ese mediodía del viernes 10 de abril, Blackraven cabalgaba hacia la fábrica de jabón de Vieytes y de Rodríguez Peña, donde se reuniría con los partidarios de la independencia. En tanto avanzaba por el camino, se hacía una composición del estado en que quedaría Buenos Aires cuando partiese hacia Londres. Con respecto a la política externa del virreinato, la situación podía definirse como de tensa expectativa, ya que tanto Liniers como Álzaga y los oidores de la Real Audiencia aguardaban a que los ingleses actuaran para reaccionar; las pocas acciones que emprendían las llevaban a cabo mostrando una misma cara, un frente común, sin fisuras ni disensiones. En el ámbito interno, todos seguían confabulando para conquistar una porción mayor de terreno. En opinión de Blackraven, Buenos Aires seguía siendo la misma ciudad de principios de 1806: un hervidero de espías ingleses, franceses y portugueses, y de funcionarios y comerciantes corruptos ávidos de poder y de dinero.
Admitía que Álzaga trabajaba con tesón en el Cabildo y que estaba logrando poner orden en las caóticas cuestiones administrativas y financieras de la ciudad. Blackraven lo tenía bajo control y conocía sus movimientos gracias a los informes que recibía a menudo de Covarrubias y de sus espías O’Maley y Zorrilla. Liniers, dedicado a complacer a su amante, Anita Perichon, y a la organización de su ejército, resultaba más fácil de manejar. Lo visitaba con frecuencia en sus habitaciones del Fuerte por cuestiones relacionadas con el aprovisionamiento de las tropas, ocasiones en las que mantenían largas charlas en las que el francés le manifestaba sus escrúpulos en cuanto a un enfrentamiento en campo abierto con los ingleses, o a que los cañonearan desde el río, o que los sitiaran hasta que el hambre los llevara a rendirse.
En la fábrica de Vieytes y Rodríguez Peña, Blackraven echó de menos la presencia de Juan Martín de Pueyrredón. Su viaje a la España significaría una demora en la consecución de los objetivos del partido independentista, pues si bien se contaba con hombres de empuje y de brillante discernimiento, ninguno mostraba la decisión, el denuedo y el temperamento sanguíneo tan preciados en una revolución. Mariano Moreno tenía la palabra.
—Si la España nos ha abandonado desde el punto de vista militar al no enviarnos armas ni tropa, y Sobremonte se ha fugado como una rata asustada, y nosotros hemos podido organizarnos y echar a los ingleses, bien podemos prescindir de la España para todo y gobernarnos de acuerdo con nuestro juicio.
—Según entiendo —intervino Roger—, Sobremonte pidió tropa al Príncipe de la Paz —hablaba del ministro de Carlos IV, Manuel Godoy—, que nunca se envió.
—Excelencia, el marqués de Sobremonte era subinspector general de las tropas de este virreinato cuando informó a Su Majestad que resultaba inútil la costosa remisión de regimientos desde la España cuando, a un solo tiro de cañón, reunía él en Buenos Aires treinta mil hombres de milicia disciplinados y entrenados, y atribuyendo a su celo y actividad la formación y disciplina de tan numeroso cuerpo, creyó ganarse el buen concepto del rey, consiguiendo que se suspendiera la remisión de los regimientos tan necesarios para nosotros y que se verificase solamente la de un armamento que venía junto con ellos. Éste es el pecado original del señor Sobremonte, el principio verdadero de su ruina y quizá de la nuestra.
“Hablan demasiado, planifican poco y ejecutan menos”, se fastidió Blackraven, que estaba cansado de escuchar siempre la misma monserga, en la que se repetían los temas: el arresto de Sobremonte, la huida de los oficiales ingleses, la participación de Saturnino Rodríguez Peña y la posibilidad de que Beresford intercediera por su causa ante las autoridades de Whitehall. Horas más tarde, en su camino de regreso al Retiro, Blackraven concluía que, si bien la invasión de los ingleses acaecida en junio de 1806 les había demostrado a los habitantes del Río de la Plata que podían prescindir de la protección de la Corona Española, que, en realidad, hacía tiempo que los había abandonado a su suerte, esa segunda invasión, que esperaban de un momento a otro, retrasaba el proceso de liberación ya que desviaba la atención y los obligaba a unirse, monopolistas e independentistas, para formar un frente ante el enemigo común. “El tiempo de la independencia aún no ha llegado”, se convenció con algo de frustración, “y la sazón de una revuelta que destituya a los españoles para siempre se producirá el día en que los criollos tengan sus ojos puestos en la cuestión interna solamente, y su paciencia se colme. Urge volver a Londres”, se instó.
Pero antes de retornar, quedaban dos cuestiones por resolver: la manumisión de los esclavos y el traslado de la familia Valdez e Inclán y de sus sirvientes al casco de Bella Esmeralda, donde quedarían a buen resguardo en caso de que se derribara a Buenos Aires a fuerza de cañonazos, o que se la sitiara o bien que se irrumpiera con la ferocidad que las tropas inglesas habían desplegado en Montevideo, con más saña aún, pues les cobrarían a los porteños la falta de cumplimiento de los términos de la capitulación y el envío de las tropas a lejanas localidades del país.
Para la manumisión, hacía tiempo que utilizaba a los maestros curtidores y al senescal Bustillo para sondear la voluntad de los esclavos en caso de recuperar su condición de hombres libres; la mayoría había expresado su deseo de seguir trabajando para el amo Roger, aun vivir bajo su techo; unos pocos preferían tomar nuevos rumbos, y ninguno expresó deseos de retornar al África. Con esa seguridad, se decidió a empezar con la papeleta, y, dado que Covarrubias se hallaba muy atareado en su puesto de la Real Audiencia y como asesor letrado de Álzaga, Blackraven puso el asunto en manos del doctor Mariano Moreno. Para Melody ésa fue una noticia que la colmó de felicidad. También lo fue que, a finales de abril, Blackraven, la noche antes de partir hacia Bella Esmeralda —deseaba verificar que se hallaba en condiciones para recibir a los Valdez e Inclán—, le comunicara que había dispuesto que Elisea saliera del convento.
—Hace más de un mes que la recluí con las hermanas de Santa Catalina de Siena. Creo que se trata de un lapso suficiente para meditar.
—¡Oh, sí, Roger! Sí, querido. Más que suficiente.
—La madre superiora le ha indicado a doña Rafaela que podrás ir a buscarla mañana, después de la nona —Blackraven se refería a la oración del oficio divino que se rezaba a las tres de la tarde—. La traerás al Retiro, y escúchame bien, Isaura: tiene prohibido ver a Servando. Apenas regrese de Bella Esmeralda —continuó—, zarparemos para Londres. El aprovisionamiento de los barcos ya está casi concluido, sólo falta cargar los toneles de agua. Quiero que tú y el niño estéis listos para salir de inmediato.
—Sí, Roger.
Al día siguiente, se levantó al alba para viajar, en compañía de Somar, hacia Capilla del Señor, a unas quince leguas al noroeste de Buenos Aires. Aunque pensó en llevar más hombres ya que se trataba de un camino atestado de maleantes, finalmente desistió ya que el predio del Retiro era demasiado grande para encargarlo a la vigilancia de unos pocos. Se armó con dos pistolas y una canana cruzada en el pecho, a más de su estoque y de su daga, y le indicó a Somar que hiciera otro tanto. Melody ya estaba vestida para acompañarlo fuera. Hacía bastante frío, y le entregó a Blackraven un poncho para que se lo echara encima del tabardo de fustán.
—Cuídate, Roger —le pidió, con ansiedad—. Vuelve pronto. ¿Llevas las provisiones que te preparé?
—Sí, cariño, las coloqué en las alforjas. No te inquietes, estaré de regreso en unos días. Y eres tú quien debe cuidarse. No salgas sin la protección de Milton, Radama o Shackle. Prométemelo.
—Te lo prometo.
Se besaron, y cuando el beso terminó, Blackraven mantuvo el rostro de Melody entre sus manos y la frente apoyada en la de ella.
—Te amo, Isaura —dijo, y se apartó; montó a Black Jack de un salto y, sin volver la mirada, galopó hacia el camino que bordeaba la barranca. Somar lo siguió a un paso más tranquilo.
A la altura del pueblo de San Isidro, aminoraron la marcha para dar un respiro a los caballos. Hacía rato que el sol se elevaba sobre el río y lo convertía en un mar dorado. Se trataba de una mañana magnífica, con el cielo en esa tonalidad cerúlea impecable y sin nubes, y con una brisa que acarreaba los aromas del campo. “Buen día para navegar”, pensó Blackraven, y se dijo que en poco tiempo se hallaría a bordo del Sonzogno con su mujer y su hijo rumbo a Londres. De pronto lo asaltaban las ganas de volver y de mostrarle a Melody su amado Cornwall.
Sucedió rápido y la confusión lo aturdió. Escuchó un ruido, un sonido seco y contundente como a metal contra metal, y a continuación experimentó un cosquilleo en el cuero cabelludo y en la frente. Se pasó el dorso de la mano por el ojo derecho, pues la visión se le había nublado, y descubrió que tenía sangre; se quedó mirando la mano ensangrentada con incredulidad hasta que cayó en la cuenta de que estaba tambaleándose en la montura. Escuchó a Somar que lo llamaba a gritos antes de desplomarse, inconsciente.
A pesar de que se dirigía a la ciudad para visitar la tumba de Jimmy —ese día, 26 de abril se cumplían diez meses de su muerte—, Melody estaba de buen ánimo. El día anterior había ido a buscar a Elisea al convento, a la hora pactada. La encontró pálida, ojerosa y enflaquecida, aunque serena y con una ligera sonrisa en los labios. Se abrazaron en el locutorio y, secundadas por Milton, que cargaba el pequeño baúl con las pertenencias de la joven, salieron al atrio de la iglesia de Santa Catalina tomadas del brazo. Caminaron hacia la berlina.
—El señor Blackraven dispuso que te alojaras en el Retiro, pero antes quiero que me acompañes a la ciudad. Tengo que hacer una diligencia.
Milton detuvo el coche frente al taller del señor Cagigas. De nuevo, al ver entrar a Melody, el tapicero se mostró halagado con su visita y le permitió distraer a su aprendiz Servando por unos minutos.
—Sube al coche —le indicó Melody, y cerró la portezuela tras él.
Se alejó hacia el pescante para darles mayor intimidad. Milton la contempló desde arriba, y Melody le sonrió con complicidad.
—No le dirás nada al señor Blackraven acerca de este encuentro.
—Si el capitán Black se entera (y téngalo por seguro, señora condesa, se enterará), me sacará el hígado con una cuchara.
—Siempre dices lo mismo, que te sacará el hígado con una cuchara, y nunca lo hace.
—Supongo que es porque vuestra merced intercede. Pero debe saber, señora condesa, que el capitán Black es bien capaz de hacerlo. —Y le contó acerca de una ocasión en que Samuel, el maestre del Pigmalion, se emborrachó durante una guardia y casi chocan contra un iceberg en el mar del Norte.
En el interior de la berlina, Elisea y Servando se besaban, lloraban y se prometían amor eterno, todo al mismo tiempo. Al volver a estrecharla entre sus brazos, Servando había olvidado sus intenciones de apartarse de la vida de su amada, y, con esperanzas renovadas, le aseguraba que pronto estarían juntos para siempre.
—Miss Melody dice que la señorita Amy mantiene su oferta de llevarnos a Haití.
—Acabo de salir del convento, Servando. Ahora debo volver al Retiro y enfrentarme con mi familia y con el señor Blackraven. Después haremos planes. No te asustes, no tengo miedo. Nuestro amor me da fuerzas, y miss Melody me apoya. Nada saldrá mal.
—Temo que te amenacen o logren convencerte de algún modo para que me dejes.
—El señor Blackraven podría haberme encerrado para siempre en el convento y no lo ha hecho. Es evidente su buena voluntad.
—¿Y tu tía Leonilda? ¿Y tu tío, don Diogo? Ellos deben de pensar muy distinto.
—Lo sé, pero mi tutor es el señor Blackraven, sólo a él debo obediencia.
Miss Melody golpeó la portezuela de la berlina y los obligó a despedirse. Esa mañana, camino a Buenos Aires, Melody revivía el encuentro de Elisea y Servando el día anterior, y se sonreía sin conciencia al evocar sus semblantes que, si bien con líneas de cansancio y preocupación, parecían brillar.
“Hoy será un día agitado”, se dijo, porque había planeado varias visitas después de pasar por el cementerio. Iría a ver a doña Rafaela, a Isabella y al capitán Malagrida, a Lupe Moreno —aprovecharía para hablar con su esposo y preguntarle por el asunto de la manumisión masiva—, y a Pilarita Montes, que se encontraba sola ya que el barón de Pontevedra había partido a su anunciado viaje a Misiones; Blackraven le había extendido un poder para que comprase algunos acres a su nombre. Por cierto, visitaría el hospicio “Martín de Porres”, hacía meses que no iba, desde antes del nacimiento de Alexander; el lugar había quedado en manos de Lupe y de Pilarita, y ella se limitaba al envío de dinero.
Melody echó un vistazo a sus acompañantes. Trinaghanta acunaba a Alexander, que se debatía entre el sueño y la emoción de hallarse dentro del coche; Víctor, Estevanico y Angelita intentaban jugar a las canicas sobre el asiento, sin éxito, pues, a cada barquinazo, las pelotitas de cristal se esparcían por doquier, y los niños estallaban en carcajadas, que sobresaltaban a Alexander.
La sonrisa de Melody desapareció de súbito al reconocer el estampido de un disparo. Se asomó por la ventanilla y comprobó que acababan de cruzar el zanjón de Matorras, que aún se hallaban lejos de la ciudad y que Radama había tomado por el camino del Bajo, por un sector desolado, lleno de quintas y baldíos. Los disparos se sucedieron entremezclados con golpes de cascos y con una algazara que le erizó la piel; tuvo la impresión de que esos gritos provenían de seres feroces. Radama abrió la ventanilla que comunicaba el pescante con la cabina.
—¡Señora, nos persiguen unos salteadores! ¡Tiraos al suelo y cubríos la cabeza! Intentaré perderlos. —Cerró la ventanilla, y Melody quedó atónita y carente de reacción.
—¡Niños, al suelo! —ordenó Trinaghanta, mientras acomodaba una manta para colocar a Alexander.
Melody tomó a su hijo en brazos y lo acomodó bajo su cuerpo y sobre la manta tratando de preservarlo de los rebotes, tumbos y barquinazos de la berlina. Angelita lloraba, mientras Víctor y Estevanico le dirigían palabras de consuelo con voz llorosa. Trinaghanta rezaba a la diosa Kali en una lengua inextricable. Melody no podía rezar ni pensar con claridad; elevaba la cabeza tratando de distinguir qué ocurría en el exterior y volvía a bajarla para mirar a su hijo. Alexander no lloraba y se limitaba a devolver la mirada ansiosa de su madre con los ojos turquesa muy abiertos. Cada tanto, Melody se cercioraba de que Víctor, Estevanico, Angelita y Trinaghanta estuvieran bien y, de modo casi mecánico, suplicaba: “Que a Víctor no le dé un ataque, Señor”. Estiró la mano y apretó la del niño.
—Todo irá bien, cariño. No te aflijas. Nada malo nos ocurrirá.
—No me dará un ataque, miss Melody, se lo prometo.
—No, claro que no te dará un ataque. Eres muy valiente.
El sonido de los cascos recrudeció, los jinetes se acercaban a la berlina por ambos flancos. Radama agitaba las riendas, soliviantaba a los percherones con gritos en su lengua madre y descargaba el látigo sobre sus ancas; los animales, sin embargo, perdían velocidad. El coche se ladeó peligrosamente al tiempo que escucharon un golpe sobre sus cabezas, en el techo. “Uno de los salteadores”, dedujo Melody, “se ha trepado a la berlina”. Se dio cuenta de que estaban perdidos, Radama no podría con la conducción de los caballos y con el delincuente, que lo abordaría por la espalda. Hacía rato que no se oían disparos, hasta que un nuevo estruendo seguido por un lamento los conmocionó.
La berlina se detuvo en seco. Melody apretó a Alexander contra su pecho, y ahí se quedó, ovillada en el piso del coche, llorando y repitiendo el padrenuestro de manera autómata. Los asaltantes festejaban su triunfo con una gritería que ella intentaba atronar con su plegaria dicha con una voz cada vez más alta. No escuchó cuando abrieron la portezuela.
—¡Todos abajo!
Trinaghanta descendió primero, seguida por Estevanico, Víctor y Angelita, que lloraban a coro tomados de la mano. Melody descendió a continuación, aferrando a Alexander con celo desesperado. Estiró una mano y atrajo a los niños hacia ella, que se abrazaron a su cintura y hundieron la cara en su cuerpo.
—No os preocupéis —los alentó Melody—, no nos harán daño. —La inseguridad de su voz no condecía con sus palabras.
Frente a ellos, formados en línea, había cinco hombres de la peor catadura, de aspecto desaseado y miradas maliciosas. Vestían extrañas prendas e iban armados con varias pistolas, alfanjes y sables.
—¿Condesa de Stoneville? —preguntó uno de los delincuentes, bajo y retacón, a quien le faltaban dientes.
—Tengo dinero —logró balbucear Melody— y algunas joyas. Tomadlo todo, pero no nos hagáis daño, por favor.
—Al capitán no le interesan las joyas ni el dinero de vuestra merced. Al capitán le interesa vuestra merced. Ahora, volved al coche.
—¿Qué haréis con mi cochero? —preguntó Melody, al descubrir a Radama inconsciente en el pescante.
—No deberíais preocuparos por ese hombre, señora condesa, sino por vuestra suerte, que ahora está en nuestras manos.
—¿Quiénes sois vosotros? ¿Quién es vuestro capitán? ¿Por qué queréis llevarme? ¡Dejad a mi sirvienta y a los niños! ¡No los llevéis!
Nadie le dio respuesta. Con empujones y palabrotas, los obligaron a subir a la berlina y cerraron la portezuela de un golpe. El coche se balanceó cuando uno de los salteadores se montó en el pescante. Al escuchar el ruido que producía el cuerpo de Radama al ser arrojado al camino, Melody se mordió el puño y ahogó un grito de pánico. La berlina se puso en marcha y siguió por el mismo rumbo, hacia el sur.
Un hombre de una fortaleza admirable lo mantenía sujeto y le asestaba dolorosos castañetazos en la cabeza. Como si debiera soportar esa ordalía, Blackraven se quedaba quieto y aguardaba con estoicismo el siguiente golpe. Se despertó con un sobresalto, atacado por una basca, y entonces cayó en la cuenta de que se había tratado de un sueño y de que los castañetazos eran feroces puntadas en la coronilla. El pecho le batió con violencia y se le contrajo la garganta, y un sabor ferroso le inundó la boca. “¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?”. La cabeza le colgaba sobre el pecho y, al intentar erguirla, la corriente de dolor que nació en la nuca se propagó hasta el estómago y le provocó nuevas arcadas. Volvió a intentarlo, esta vez con extrema lentitud y delicadeza, lo mismo para abrir los párpados, que parecían de plomo. Tenía la vista nublada, apenas distinguía unos bultos de colores frente a él; le tomó varios segundos enfocar.
Los colores correspondían a las vestiduras de Somar, quien, al igual que él, se hallaba sentado, maniatado y sin sentido; el turco conservaba sus ropas; Blackraven, en cambio, estaba desnudo. A medida que tomaba conciencia de su situación, percibía los malestares de su cuerpo. Le dolían los hombros y los brazos, los cuales, para amarrarlo, habían sido llevados detrás del respaldo de la silla. Las maniotas de cuero que le sujetaban las muñecas estaban mojadas y, a medida que se secaban, le apretaban la carne y le cortaban la piel. Habían utilizado las mismas maniotas mojadas para sujetarle los pies descalzos, y una soga de cañamazo le daba varias vueltas alrededor del torso. Trató de moverse, sin resultado; estaba trincado a esa silla como un cañón a su cureña.
Por la penumbra reinante, debía de tratarse del atardecer. Se encontraban en una cabaña misérrima que los nativos llamaban “rancho”, con paredes embostadas y techo de cañas y chalas, piso de tierra apisonada y una única abertura, la cual, con un trapo colgado del tirante, hacía de puerta. El mobiliario era escaso y de manufactura casera: una cuja con jergón de paja, una mesa y cuatro sillas, dos de las cuales ocupaban Somar y él. Se avistaban varios utensilios: una trébedes, cacharros, peroles, una olla de azófar, vasos de barro, una botella de gres, dos palmatorias sobre la mesa con bujías encendidas, yesca y sobras de pan y otros alimentos que Blackraven no alcanzaba a distinguir. A la vista de la botella de gres, se dio cuenta de que su garganta parecía una brasa, pero, sin ninguna posibilidad de llegar hasta la bebida, siguió estudiando el entorno. Se preguntó dónde estarían sus prendas, su estoque y sus botas. Se angustió al pensar en Black Jack.
—¡Somar! —llamó, pero la voz le salió áspera, y el dolor en su garganta se intensificó—. ¡Somar, despierta, maldita sea! ¡Somar!
Se corrió el trapo de la abertura, y Blackraven se quedó perplejo ante la aparición de un hombre, alto y de estructura atlética, vestido por completo de negro; bajo un sombrero de ala ancha, sus lineamientos se amoldaban a una máscara que le velaba el rostro por completo. “Esa máscara”, pensó Roger, “está hecha a medida”. No se trataba de que vistiese de negro, de hecho, Amy Bodrugan también lo hacía, sino de que no se apreciase otro color en su extraña vestimenta de una pieza, ni el de las presillas ni el de las costuras ni el de un alamar ni el de su piel; cada centímetro del cuerpo estaba cubierto, y el contraste con la desnudez de Blackraven le confería a la escena mayor inverosimilitud y excentricidad. Después de un escrutinio más intenso se distinguían orificios muy pequeños en la máscara de cuero realizados a la altura de los ojos, de las fosas nasales y de los labios.
—Imagino que tiene sed, excelencia. —La voz de su captor lo sorprendió tanto como su vestimenta, no sólo por su coloración grave, aunque no hombruna, y por su inglés con extraño acento, sino porque le resultó familiar. La máscara se movió al ritmo de sus palabras. “Más que de cuero”, pensó Blackraven, “está hecha de fina cabritilla, de allí que le calce como un guante”.
—Sí —dijo—, tengo sed, —y bebió con avidez cuando le acercó la botella a los labios; era agua fresca, y le supo muy bien—. ¿Quién es usted? ¿Por qué me tiene aquí?
El hombre rió con sinceridad y se colocó detrás de Blackraven.
—No se ofenda, excelencia. Suelo reírme —explicó— cuando la euforia me embarga, como en este momento, en el cual lo tengo bajo mi arbitrio. Ya lo ve, debería de sentirse halagado.
Blackraven pronunció un insulto cuando su captor le ajustó las maniotas.
—Disculpe, excelencia, tenía que cerciorarme de que se encuentra su merced bien atado. Con alguien tan hábil, ninguna prevención es suficiente.
Blackraven advirtió que pretendía quitarle el anillo del trébol de cuatro hojas, pero, dado que sus dedos estaban muy hinchados, no lo conseguía. Lo oyó hurgar y volver con un linimento aceitoso con el que untó el anular de su mano derecha; el anillo se deslizó sin dificultad. A continuación se escuchó el familiar chasquido de la tapa al abrirse; el sello del escorpión había quedado desvelado. A Blackraven le sorprendió que su captor hubiese descubierto el mecanismo con tanta rapidez.
—¿Qué le ocurre a mi compañero? ¿Por qué está inconsciente?
El hombre se plantó frente a él de nuevo, y Blackraven lo estudió con mayor detenimiento. El anillo del escorpión jugaba entre sus dedos como entre los de un prestidigitador.
—Os habéis pasado un día inconscientes a causa de la pedrada que les arrojé en la cabeza —explicó, al tiempo que le enseñaba unas cuerdas de cuero unidas por una pequeña bolsita del mismo material—. Al igual que David para derribar a Goliat, usé boleadoras. Yo aprendí a manejarlas con los caribes, pero entiendo que los nativos de estas tierras también las utilizan.
“¿De dónde conozco esa voz?”.
—¿Quién es usted? ¿Por qué me retiene aquí?
—Mis motivos son los de un sibarita. Estoy dándome un gusto al tener al Escorpión Negro a mi merced. Simplemente eso.
Blackraven lo observó con incredulidad paralizante y, si bien había escuchado que su captor lo había llamado por su identidad secreta, le tomó unos segundos aprehender la magnitud de tal revelación.
—La Cobra —pronunció, en un susurro acerado, y el corazón le palpitó con desgarros lentos y vigorosos, como si su sangre se hubiese espesado. El tamborileo le repercutió en la garganta, en el estómago y en la herida de la cabeza.
—Veo que conoce de mi existencia. No me extraña. En algunos faubourgs de París —dijo, con buena pronunciación del francés—, se sabe que Fouché me ha contratado para echarle el guante al famoso Escorpión Negro. Coincidamos en que Rigleau no es el más discreto de los agentes del emperador. Ah, pero permítame decirle, excelencia, no soy su único enemigo. Semanas atrás tuve que deshacerme de la señora Enda Feelham, que planeaba mataros a su excelencia y a su esposa y quedarse con vuestro hijo. Eso habría estropeado mis planes.
Blackraven percibió un frío en las entrañas a la mención de Melody y Alexander.
—¿Cuánto le ha ofrecido Fouché para matarme? ¡Triplicaré su oferta! ¡La cuadruplicaré!
—Eso me convertiría en una persona muy rica, algo que ya soy, en realidad. —Miró la sortija y accionó de nuevo el pestillo para levantar la tapa—. Por fuera esta pieza no dice nada. No es sino hasta que revelamos el sello del escorpión que apreciamos la genialidad creadora de Cellini. ¡Es magnífica! Su excelencia no podría imaginar cuánto ansié tenerla entre mis manos.
Se aproximó a la mesa, tomó una barra de lacre oscuro, lo derritió al calor de la bujía y embarró una porción de papel sobre la que aplicó el sello. Al ver el perfil estampado, dejó escapar una corta exclamación de complacencia.
—El mismo —dijo, y la satisfacción que traslucía su voz pareció genuina.
A continuación extrajo una pequeña bolsa de cuero de una alforja, similar a las que se destinan para preservar el tabaco, y levantó sus solapas. Un pedazo de papel quedó a la vista, un papel envejecido, más bien lucía chamuscado, y con el sello del escorpión al pie, uno de los cientos de mensajes que Blackraven había enviado a sus hombres con la identidad del Escorpión Negro y que éstos tenían la obligación de destruir inmediatamente después de haberlos leído. “Ribaldo Alberighi”, se dijo, al tiempo que una nueva luz esclarecía sus confusos pensamientos. “Resulta evidente”, razonó, “que no tuvo tiempo para quemarlo por completo”. En tanto, La Cobra había colocado ambos papeles uno junto al otro.
—Sí, sí, es el mismo —repitió, al comparar los sellos—. Creo que lo usaré al cuello —comentó, mientras estudiaba el anillo de cerca—. Es demasiado grande para mis delgados dedos. Sé que otra mujer lo usó, Isabella di Bravante, su madre.
“¿Otra mujer?”.
—¿Dónde lo usaría la señora di Bravante? —siguió cavilando La Cobra—. ¿En el dedo mayor, quizás en el pulgar? Debió de irle grande, por ese motivo se le salió con tanta facilidad cuando esos hombres le arrancaron a vuestra merced de sus brazos en los jardines de Versalles.
—Le he ofrecido cuadruplicar la oferta de Fouché.
—Lo único que me interesa, su excelencia no estaría dispuesto a concedérmelo.
—¡Dígame! Le daré lo que me pida.
—Sí, ¿verdad? —dijo, mientras se reía y se paseaba delante de él con la gracia de una pantera—. En estas condiciones, su excelencia vendería el alma al diablo para conseguir la libertad. Por eso, si yo le pidiera que uniéramos fuerzas, que conformásemos una asociación para trabajar juntos, vuestra merced me lo concedería sin chistar. Juntos —expresó La Cobra, y un nuevo matiz en su voz desnudó la sinceridad de sus palabras— seríamos invencibles. Sin embargo —dijo enseguida, volviendo al sarcasmo—, jamás podría confiar en su excelencia.
—¿Por qué no? Usted ha sido el único que ha conseguido descubrir mi identidad, ha sido el único que ha logrado atraparme y maniatarme a una silla, dejándome por completo inerme. ¿Cree que no lo respeto y admiro por eso? Sería el único con quien me asociaría, el único a quien trataría como a un igual.
—Sus palabras serían el mejor halago si fuesen sinceras.
—Lo son —dijo Blackraven, con aplomo.
—No, excelencia, no lo son. Vuestra naturaleza es la del escorpión, un animal solitario y letal, que sólo piensa en liquidar a su víctima. —Tras una pausa, retomó con el ánimo burlón de antes—: ¿Conoce la fábula del sapo y el escorpión? Un día, se hallaban un sapo y un escorpión a la vera de un río. El escorpión necesitaba alcanzar la otra orilla pero, como no sabía nadar, se acercó al sapo y le preguntó: “¿Serías tan amable de cruzarme a la otra orilla?”. El sapo le contestó: “Si te permitiera subir sobre mi lomo para ayudarte a cruzar, me picarías y yo moriría envenenado”. El escorpión rió. “¡Qué tonto eres, amigo sapo! Si te picase, ambos moriríamos puesto que, como bien sabes, no sé nadar y me ahogaría”. El sapo se tomó su tiempo para reflexionar el asunto y, como era de alma noble y generosa, finalmente le permitió al escorpión montarse sobre su lomo. Comenzó a nadar hacia la orilla opuesta, y, casi cumpliendo la mitad del recorrido, el sapo percibió el aguijón del escorpión hundirse en su carne. “¡Qué has hecho!”, se conmocionó. “¡Ahora moriremos los dos! Yo envenenado, y tú, ahogado”. El escorpión, con verdadero pesar, admitió: “Perdóname, no pude evitarlo. Es mi naturaleza”.
Sobrevino un silencio en el cual Blackraven intentó concentrar sus pensamientos. Resultaba imperioso conocer los planes del sicario.
—¿Por qué me retiene aquí? ¿Por qué no me mata y acabamos con esta farsa?
—Ya se lo dije, excelencia. Mis motivos son los de un sibarita. Estoy tratándome con indulgencia, estoy dándome un gusto. ¿Sabe que lo busco desde hace dos años? Vuestra merced se ha convertido en una obsesión para mí, y ahora, que lo tengo en mi poder, disfruto de su cercanía.
—¿Cuáles son sus planes?
—Oh, los conocerá, excelencia. A su debido tiempo, los conocerá. Pero ahora quiero pasar un momento agradable con vuestra merced.
El sicario le pasó una mano por la mejilla, y Blackraven apartó la cara y profirió una exclamación de desprecio y asco.
—¿Cómo llegó hasta mí? ¿Cómo supo quién era yo?
—El descubrimiento de su identidad se debe en parte a mi sagacidad, pero también, debo admitirlo, han sido la suerte y sus enemigos los que me han guiado hasta su merced. Insisto, excelencia, no soy su único adversario, aunque debería decir no era su único adversario, porque Simon Miles ya está muerto.
Blackraven se rebulló en su silla con furia.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Tú lo mataste!
—No debería mostrarse tan afrentado por la muerte de su amigo, excelencia. Verá, debí hacerlo, debí liquidarlo para evitar que estropeara mis planes, al igual que con la tía de su esposa, Enda Feelham, o Gálata, como se hacía llamar.
—¿De qué está hablando? ¿Por qué debió liquidar a Simon Miles, un hombre inofensivo, que no habría dañado a una mosca?
—Excelencia, excelencia, me decepciona. Lo juzgo un gran conocedor de la naturaleza humana. Cualquier criatura, sometida a ciertas situaciones o expuesta a determinados sentimientos, es capaz de convertirse en un arma letal. Simon Miles no escapaba a la regla. Su odio por vuestra merced, sus celos y su sed de venganza por la muerte de Victoria Trewartha lo trastornaron de tal modo que alteraron por completo su índole. Cuando encontró la oportunidad de dañarlo, estuvo dispuesto a hacerlo. Si no lo hizo, fue gracias a mi intervención.
—Maldito —masculló Blackraven.
—No me cree. Pues sepa que otro de sus enemigos puso en manos de Simon Miles la información por la cual Fouché me había pagado a mí una fortuna para descubrirla. Alguien, que os odiaba tanto como Miles, puso en manos de éste el arma para mataros sin tener que apretar el gatillo o hundir el alfanje, acciones para las cuales, vuestra merced y yo sabemos, Miles no habría tenido los redaños.
—¿De qué mierda está hablado?
—De esto —dijo La Cobra, y sacó un papel de la misma bolsa para tabaco de donde había extraído el chamuscado con el sello del escorpión. Lo desplegó delante de los ojos de Blackraven, que, a pesar de la penumbra, reconoció la caligrafía de Alcides Valdez e Inclán.
—“Simon” —leyó La Cobra—, “tu odio y el mío tienen un mismo destinatario y por razones similares. Desde mi posición nada puedo hacer para vengarme. Tú, en cambio, lo conseguirás con la información que te daré y que le confiarás a los franceses. Ellos se encargarán del resto. Buscarás a Thiers, el mesonero de ‘The king and the lady’, y le dirás que necesitas ver a Rigleau. Por unas libras, él te concertará una cita con el espía número uno de Fouché. El encuentro deberá ser en un lugar público e irás armado. Cuídate de que no te siga y usa un nombre falso. A Rigleau le confiarás lo que te revelaré a continuación”. —La Cobra carraspeó y adoptó un acento de fingida solemnidad—. “El cuervo negro es, en realidad, el escorpión negro”. —Leyó de nuevo, bien pausado—: “The black raven is, in fact, the black scorpion”.
La revelación sacudió a Blackraven con la fuerza de un rayo, y, ante sus ojos, apareció el rostro de Alcides, consumido y macilento, que intentaba redimirse pronunciando su confesión antes de extinguirse al efecto del veneno. Superados el desconcierto y la sorpresa, Blackraven experimentó un profundo desprecio de sí, y pensó que jamás se perdonaría haber caído en un error tan estúpido, el de meterse con la mujer de un hombre que conocía la mayoría de sus secretos.
—Imagino —habló La Cobra— que estará preguntándose cómo llegué a dar con Simon Miles.
En realidad, Blackraven, inmerso en una gran confusión, no había pensado en ello, pero ahora que el sicario lo mencionaba, sí, quería saber.
—Su amigo de la infancia formaba parte de una lista de sospechosos, dadas sus continuas visitas a París, donde frecuentaba salones literarios y la casa de madame Récamier, lo que demuestra lo inútiles que son los agentes y espías del imperio, pues no he conocido a nadie más inocuo que Miles. En cuanto al contenido de la misiva, supongo que todo habrá nacido en un enredo de faldas. Resulta innegable —prosiguió, y se detuvo frente a Blackraven; con las piernas casi le tocaba las rodillas— que su excelencia se vuelve irresistible para algunas mujeres. —Le acarició el filo de la quijada con un dedo—. No las culpo. Aun para mí, su excelencia lo es.
Blackraven apartó la cara. De pronto su desnudez lo incomodaba.
—Acabemos con este dislate. Vayamos al grano. Estoy cansándome de esta farsa.
—Yo, en cambio, estoy disfrutando cada minuto en su compañía. Después de más de dos años de imaginarlo y de pensarlo, tenerlo frente a mí es un inmenso placer. Debería de sentirse halagado, excelencia. No acostumbro a decir cumplidos.
Se inclinó, sacó la punta de la lengua por el pequeño orificio y la pasó por el labio inferior de Blackraven.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Perverso del demonio! No vuelva a tocarme o, cuando le ponga la mano encima, lo desollaré vivo. Es una promesa.
—Su excelencia es verdaderamente irresistible.
—¡Para qué carajo me tiene acá! ¡Mátame y acabemos con esto!
—Por cierto, olvidé decirle que el emperador de la Francia lo quiere con vida. Muerto, el Escorpión Negro valdría muy poco.
—Lléveme con Napoleón, entonces. ¡Entrégueme!
—Hablaremos más tarde de mis planes, excelencia. Ahora pretendo pasar un momento agradable con vuestra merced. Necesito expresarle que la Naturaleza ha sido más que generosa con su excelencia. Pocas veces he visto algo similar.
La Cobra tomó el pene de Blackraven con la mano izquierda y lo acarició con diestros masajes. Roger comenzó a rugir, a insultar y a sacudirse en la silla con una fuerza animal y desequilibrante que provocaba que las patas se despegaran del suelo. Aunque temió que la silla cediera, La Cobra no cesó de tocarlo.
—¡Su fuerza es extraordinaria! —exclamó, mientras esquivaba los cabezazos que Blackraven intentaba propinarle.
—¡Suélteme, maldito depravado! ¡Hijo de puta! Lo desollaré vivo.
—¿Por qué no lo disfruta excelencia? Pocas manos son tan expertas como las mías. ¿O acaso Melody lo hace mejor que yo?
No se trató de que la llamara por su nombre sino del modo que empleó, el tono de su voz también lo alarmó porque desvelaba familiaridad, como si la conociera. Se quedó quieto, resollando como un animal herido. Sus pectorales subían y bajaban a un ritmo inconstante, y una capa de sudor le cubría el cuerpo.
—¿Para qué mierda me trajo acá? ¿Para sobarme la verga como una ramera, maldito hijo de puta?
—No me cree, ¿verdad, excelencia? No me cree cuando le digo que lo tengo acá para darme el gusto de tocarlo, de olerlo, de admirarlo. Sepa, excelencia, que no admiro a nadie, excepto a vuestra merced. Ella lo sabe y por eso tiene celos y lo odia. Ella lo sabe todo, no es posible ocultarle la verdad. Ella sabe que lo amo.
Con un impulso que tomó desprevenido a La Cobra, Blackraven se balanceó hacia delante y cayó de bruces. El golpe lo dejó aturdido, y, cuando tomó conciencia de la incómoda posición en que había quedado —volcado sobre su costado izquierdo y atado a la silla—, sintió con extrema precisión los dolores que torturaban cada parte de su cuerpo. Las maniotas en muñecas y tobillos lo laceraban. Gimió.
En medio de insultos mascullados en francés, La Cobra intentó levantar la silla, pero el esfuerzo resultó vano. Se alejó hacia la mesa a la que le propinó un golpe de puño que hizo caer la botella. Somar comenzó a rebullirse, emitiendo leves quejidos. El sicario se movió hacia él con velocidad silenciosa y volvió a dormirlo de un golpe en la nuca.
—¡Hijo de puta! —bramó Roger, que, desde su posición, tenía al turco en su campo visual—. ¡Cobarde! ¡Suélteme y arreglemos esto como hombres!
Con el movimiento preciso y rápido que caracteriza al ataque de una serpiente, La Cobra estuvo junto a Blackraven y le habló al oído.
—Pero, excelencia, creí que había entendido que yo soy una mujer.
Blackraven profirió un bramido, se contorsionó y trató de aflojar las maniotas, enfurecido por su vulnerabilidad y por hallarse en manos de un demente. Ese maniático era hábil, lo había embarullado y confundido con tanta palabrería.
—¡Acabemos de una vez, maldito perverso! ¡Dígame qué mierda quiere de mí!
La Cobra se puso de pie y soltó un suspiro de hartazgo. Se acercó a la mesa y se sentó en una silla. Blackraven no alcanzaba a verlo, pero escuchaba que golpeteaba la mesa a ritmo constante con un instrumento de metal.
—Me decepciona, excelencia. Pensé que nuestro interludio sería más divertido. Vuestra merced es aburrido, iracundo y mal educado.
—¡Desáteme y le enseñaré cuán divertido puedo ser!
—Su propuesta es tentadora, excelencia, lo admito. Sin embargo, lo primero es el deber, y en eso me empeñaré ahora. Como le manifesté hace un rato, el emperador Napoleón lo quiere con vida para dirigir a sus espías, aunque permítame decirle que no es una idea que agrade a Fouché. Tendrá que cuidarse las espaldas.
—¿A quién le ha revelado mi identidad?
—No se lo diré, excelencia.
—¿Se la ha revelado a Bonaparte o a Fouché? ¿A Rigleau?
—Tal vez sí, tal vez no.
—Maldito bardaja. Condenado sodomita. Marica de mierda. Pederasta del demonio.
—Excelencia, comienza a hastiarme con esa letanía de insultos aprendidos entre sus marineros. Cállese y escuche mi plan. Como le decía, el emperador lo quiere para que lidere a su ejército de espías. Su excelencia ya conoce la importancia que el emperador le confiere al espionaje, y demuestra una vez más su sagacidad al pretender contratar al Escorpión Negro para esa función. Desde mi punto de vista, su excelencia debería sentirse halagado. En fin, si lo llevo con vida hasta Napoleón y consigo que su excelencia se avenga a colaborar con el imperio, me habré granjeado el favor del hombre más poderoso de la Europa.
—Cómo piensa obligarme a colaborar es algo que me tiene intrigado.
—Muy simple. Su esposa y su hijo Alexander se convertirán en huéspedes de Fouché.
Por fin llegaba la temida declaración. Blackraven experimentó una desazón que se transformó en debilidad física. Se sintió cansado y vencido, y, poco a poco, sus músculos en tensión fueron relajándose. Los latidos en muñecas y tobillos recrudecieron, y el martilleo le torturó de nuevo la cabeza. Tenía la boca seca y pastosa, con un sabor repugnante. Sus párpados cayeron, velándole la visión y sumiéndolo en una oscuridad donde Melody y Alexander componían la única imagen. “Siempre supe que ella sería mi talón de Aquiles, y así como ella es mi punto débil, yo soy para Isaura el peligro inminente”. Se acordó de la frase que Malagrida citó meses atrás, en Río de Janeiro: “Como lirio entre los cardos, así es mi amada entre las jóvenes”.
—Se ha quedado callado, excelencia. ¿No desea escuchar el resto de mi plan?
—Prosiga.
—Vuestra esposa y vuestro hijo me acompañarán hasta Calais, donde su excelencia y yo volveremos a vernos en la conocida fonda “Paja y Heno”. ¿Le resulta familiar, verdad?
—Sí —admitió Blackraven.
—Bien. Allí aguardará a que vuelva a contactarme con vuestra merced para recibir mis instrucciones.
—No es necesario que mi mujer y mi hijo vayan con usted. Yo lo acompañaré y de voluntad propia me pondré al servicio de Napoleón.
La Cobra emitió una risa afectada.
—¿Sesenta días con su excelencia confinados en el mismo barco? ¿Tan poco valora mi inteligencia?
—Podrá encerrarme en la bodega, encadenarme, no podría escapar. Le doy mi palabra de honor que no lo intentaré.
—¿Debo recordarle la moraleja de la fábula del sapo y del escorpión?
—¡Estoy dándole mi palabra de honor! Lléveme a mí, pero deje a mi mujer y a mi hijo en paz. Haré lo que usted me pida. Seré su socio, si eso desea. Le entregaré toda mi fortuna, que es inmensa. En cambio, si les hace daño —inspiró ruidosamente y habló con una fiereza que estremeció a La Cobra—, escúcheme bien, maldito pervertido, si les hace daño, le daré caza como a un animal y, cuando lo atrape, lo someteré a torturas tan aberrantes que me suplicará que acabe con su vida.
A pesar de encontrarse en una posición de extrema vulnerabilidad, de estar debilitado, lastimado y bajo su dominio, de algún modo, con ese discurso apasionado, Blackraven consiguió infundirle miedo. La Cobra admiró a ese hombre como sólo había admirado a una persona en su vida. Ocultó su emoción y sus sentimientos contrariados, soltó un suspiro simulando hartazgo y expresó:
—Estaré esperándolo en Calais, excelencia, con su esposa e hijo.
—¡Vuelva aquí! ¿Adónde va? ¡Maldito! ¡Aún no hemos terminado!
Guardó silencio, en el que sólo escuchaba su agitación, hasta convencerse de que La Cobra no retornaría. Lo había abandonado en esa cabaña, maniatado y en una posición en la cual resultaba imposible liberarse. Miró en torno. Por los resquicios entre el trapo y el marco de la abertura vio que ya era de noche, y también se percató de que las velas se consumirían en media hora, más o menos. Tenía que actuar y rápido. A La Cobra le interesaba que él lo siguiera, por lo tanto, debía de haber dejado algún instrumento con el cual cortar las maniotas. Recostado sobre su flanco izquierdo, fue reptando hasta la mesa. Tardó varios minutos en avanzar apenas unos palmos, no sólo por lo trabajoso de moverse en esa posición sino por lo doloroso que resultaba. Ubicado junto a una de las patas, decidió echar la mesa abajo. No era la medida más sensata dado que las palmatorias con las velas estaban encima, y si caían y se apagaban, quedaría sumido en la oscuridad. No obstante, consideró que se trataba del único paso por seguir. Cómo lograría tirarla abajo era harina de otro costal; por fortuna, se trataba de una mesa inestable, confeccionada con madera barata y liviana. Debido a que su cabeza era la parte libre de su cuerpo, la metió bajo la mesa y, ayudándose con un bramido, empujó con la frente la parte más baja de la pata hasta lograr que la opuesta se despegase del suelo, la mesa se desequilibrara y volcara.
Varios objetos cayeron al suelo, entre ellos, las palmatorias; las bujías se desprendieron y rodaron. Blackraven las contempló con ansiedad hasta que se detuvieron sin apagarse; de igual modo, se apagarían de un momento a otro ya que el sebo líquido se escurría por el pabilo en un goteo intermitente que disminuía el poder de la llama.
Escuchó que Somar se quejaba y comenzaba a salir de su inconsciencia, pero no le prestó atención. Contaba con pocos minutos. Observó el resto de los utensilios caídos. Cerca de la cuja, avistó unas despabiladeras, unas tijeras que se utilizaban para despabilar la pavesa o el pabilo, es decir, para quitarle la parte quemada, y un poco más alejada, una navaja con mango de marfil. Se decidió por esta última y, con la misma técnica que había empleado para llegar hasta la mesa, deshizo el camino para alcanzar el arma blanca. Tenía el flanco izquierdo muy raspado, le ardía y le sangraba; él, sin embargo, avanzaba con tesón, mientras se convencía de que aún contaba con tiempo para poner a Melody y a Alexander a buen resguardo.
Ya junto a la navaja, razonó el mejor modo de hacerse de ella. Un minuto después, la tomó entre sus dientes, irguió la cabeza y giró el torso hasta oír el crujido de sus huesos y sentir que la cuerda de cañamazo le quemaba la piel. Se quedó suspendido porque no se decidía a dejarla caer detrás de la silla, a la altura de sus manos. La precisión de ese movimiento se convertiría en el paso clave; si la lanzaba demasiado lejos, debería comenzar todo de nuevo. Se contorsionó un poco más, abrió la boca y la navaja fue a parar en sus manos entumecidas.
—¡Bien hecho, Roger! —lo alentó Somar.
—Casi no siento los dedos. Temo dejarla caer.
—Lo lograrás.
—Ahora —dijo—, la peor parte.
En varias ocasiones, estuvo a punto de perder el arma al tratar de abrirla. Una vez sujeta por el mango, comenzó a cortar las maniotas de cuero, que habrían cedido rápidamente dado el filo de la navaja, pero, como se encontraban enterradas en su carne, dificultaban la tarea. La sangre brotaba de su muñeca debido a los cortes que se infligía. Blackraven trabajaba con lentitud extrema pues una sajadura demasiado profunda le habría cercenado una vena y provocado la muerte en minutos. Un calambre se apoderó de su brazo, profirió un gemido de dolor y soltó la navaja. Impotente y vencido, insultó y tironeó de las cuerdas. Le pareció que cedían. Volvió a tironear. Sí, cedían. El optimismo y el alivio lo insuflaron con nuevos bríos. Otro tirón, y sus manos quedaron libres. Lo demás, fue un juego de niños. Se puso de pie y casi cae de nuevo. Cerró los ojos y extendió los brazos en cruz hasta recuperar el equilibrio. Se acercó para desatar a Somar.
—¿Por qué andas a la cordobana?
—No por elección propia, tenlo por seguro —contestó, mientras se asomaba por la abertura y comprobaba que los caballos y sus pertenencias se hallaban fuera—. Vamos, te contaré mientras nos ponemos en marcha. Urge volver al Retiro. ¿Dónde carajo está mi ropa?
—Allí —le señaló Somar—, sobre el camastro. Antes ven aquí.
Se quitó el turbante del que rasgó dos jirones con los que envolvió las muñecas de Blackraven.
—Oye, Roger, mejor hagamos noche en este sitio. No sabemos dónde estamos ni qué dirección tomar.
—Nos guiaremos con mi brújula. Afortunadamente, está despejado y es noche de luna llena.
—¿Cuál es la prisa? No conocemos el camino. Los caballos podrían pisar una madriguera y quedar mancos.
—¡Urge volver, Somar! La Cobra planea robarse a mi mujer y a mi hijo.
Llegaron al Retiro al atardecer del siguiente día, y encontraron la casa sumida en un estado de agitación y angustia que pareció congelarse cuando sus miembros vieron aparecer a Blackraven. Malagrida e Isabella, que al conocer la noticia del rapto, habían abandonado San José y concurrido al Retiro, se adelantaron para explicarle.
—¿Dónde está Radama? —quiso saber Roger.
—En una de las habitaciones de la servidumbre —contestó Amy, y empezó a dar largas zancadas para mantener el ritmo de Blackraven, que ya se dirigía para ese sector—. Lo hirieron de un balazo, pero se repondrá.
Radama levantó los párpados y enseguida descompuso el semblante ante la visión del capitán Black. Se incorporó con esfuerzo. Lo habían herido en la cabeza, aunque la bala apenas le había levantado el cuero cabelludo. Narró los hechos.
—¿Reconociste a alguno de esos tipos?
—No, capitán. Pero no me llamo Radama Ramanantsoa si esos cinco no eran marineros. Lo digo por sus ropas y por el modo en que llevaban las armas.
—¿En qué idioma hablaban?
—En español, capitán, con el acento de las gentes de la península, capitán. Al menos eso me pareció.
—¿A qué hora sucedió?
—Por la mañana, capitán, alrededor de las nueve.
—Me dicen que no es de cuidado tu herida.
—No, capitán.
—Bien, puesto que necesito que embarques en breve.
—Sí, capitán.
En el despacho, Blackraven les refirió a Malagrida y a Amy Bodrugan el asalto sufrido en las inmediaciones del pueblo de San Isidro y los puso al tanto de las intenciones de La Cobra.
—¡Maldito sicario! —prorrumpió Amy.
—Lleva bien puesto el nombre —admitió Malagrida—. Atacó con la rapidez y la sorpresa que emplean las serpientes. Jamás lo habríamos visto venir.
—Por fortuna —manifestó Blackraven—, nuestros barcos están listos. Zarparemos mañana mismo. No admitiré demoras. Tengo esperanza de poder darle caza a ese maldito en alta mar. No debe llegar a Calais, o me colocará en manos de Bonaparte y me convertirá en su marioneta.
—Roger —dijo Malagrida—, ayer por la tarde llegó un mensaje de Flaherty. Acaba de fondear en El Cangrejal.
—Envíele respuesta de inmediato. Comuníquele que estamos en camino para zarpar mañana mismo. Ya sé que no cuenta con bastimento ni aguaje y menos aún con tiempo para aprovisionarse —admitió, ante las expresiones de Amy y de Malagrida—. Lo que necesite se lo proporcionaremos nosotros. ¿La Butanna está lista? —Amy asintió—. Encárgale el mando a Barrett —Blackraven hablaba del segundo al mando del Afrodita, el bergantín capitaneado por Amy—. A tu juicio, ¿cuál es la tripulación mínima para comandarla?
—Veinte, y ni sueñes con artilleros, sólo hablo de la gente necesaria para drizar y envergar. —Después de un silencio, Amy propuso—: Podríamos embarcar a algunos de tus esclavos.
—Amy, ¿de qué hablas? —se fastidió Blackraven—. No saben siquiera diferenciar la proa de la popa.
—Pueden aprender —intervino Malagrida—. Además, servirían para llevar a cabo tareas fáciles de las que liberarían a nuestros hombres.
—De acuerdo —autorizó Blackraven—. Pero procurad que se trate de esclavos nacidos en estas tierras. No quiero negros que hayan hecho la travesía desde el África. Con sólo recordar ese viaje, se pondrán enfermos y no servirán de nada, sólo estorbarán.
La vida de corsario le había enseñado a Blackraven a montar planes, a repasar las distintas alternativas y a prever los posibles desenlaces en cuestión de minutos. Actuar bajo presión no era nuevo para él; no obstante, en esa instancia en que su mujer y su hijo se hallaban en manos de un demente, la angustia y la preocupación le quitaban la concentración; temía cometer errores en la estrategia. En realidad, no le quedaban muchas opciones si deseaba cumplir su objetivo: impedir que La Cobra llegase a Calais. Debía alcanzarlo en algún punto de la ruta hacia la Europa y abordar el barco, tarea nada fácil con Melody y Alexander en manos del sicario. Trataba de convencerse de que no les haría daño, de que no le convenía.
Se hallaba en su despacho redactando unas misivas en las que dejaba instrucciones para Covarrubias, para Don Diogo y para Mariano Moreno, cuando Amy le anunció que Servando quería hablar con él.
—Ahora no tengo tiempo —dijo, y, con un ademán de mano, le indicó que se marchase.
—Desea venir con nosotros —intercedió Amy—. Dice que quiere ayudar a rescatar a Melody. Puede ser de utilidad. Es un negro avispado, tú sabes, y además es excelente con el machete.
—Haz lo que quieras, Amy —se impacientó.
—He prometido que después lo llevaré a Haití. —Transcurrió una pausa en la que sólo se escucharon los rasgueos de la péñola de Blackraven—. Elisea también vendrá con nosotros.
—¡Amy, déjame en paz! —Blackraven soltó la pluma y se puso de pie—. Mi mujer y mi hijo están en manos de un orate y tú me vienes con este asunto. Sal de aquí.
—Lo siento, Servando —dijo Amy, al cerrar la puerta del despacho—. Lo de Melody lo tiene muy alterado y está intratable. Y, como marchan las cosas, no quisiera embarcar a Elisea sin la autorización de Roger. No sabemos qué nos aguarda. Quizá debamos entrar en combate con quien secuestró a Melody, y Elisea estaría en peligro. Sería una gran responsabilidad para mí.
—Comprendo, señorita Bodrugan, y comprendo también que Elisea deba quedarse, pero yo iré. Le debo eso y mucho más a miss Melody.
—Como tú digas. ¿Quieres ver a Elisea?
—Si fuera posible.
—Le diré que…
—Dígale que la espero en el sitio de costumbre. Ella sabrá.
Elisea recogió el ruedo de su saya y se precipitó por la escalera del campanario. Le pareció que regresaban las noches del verano de 1806, cuando aguardaba, ansiosa, la llegada de Servando después de una jornada de trabajo como achurador. En verdad, nada había cambiado, ahí estaba Servando, que la recibió con los brazos abiertos y la besó con la pasión de los primeros días. Hicieron el amor sobre la misma paja y sin que mediaran palabras. Fueron felices.
—Me embarcaré con la señorita Bodrugan para colaborar en el rescate de miss Melody.
—¿Qué ha ocurrido? Nadie nos explica qué les pasó.
—Unos hombres atacaron su berlina ayer, hirieron a Radama y se los llevaron.
—¿Para qué? —se pasmó Elisea.
—Pues no lo sé. Supongo que pedirán dinero al amo Roger para devolverlos.
—¡Servando, moriría de la pena si algo malo le ocurriese a mi hermanita!
—Nada malo le ocurrirá.
—¿Dices que tú irás?
—Sí, y volveré por ti. El amo Roger ahora no quiere hablar de nuestro tema porque está muy preocupado, pero, con miss Melody de regreso, las cosas cambiarán. Ella intercederá por nosotros, como siempre.
—Yo tengo esperanzas, mi amor —le confió Elisea.
Hacía catorce días que pasaban la mayor parte del tiempo recluidos en ese camarote. Melody lo sabía porque llevaba cuenta de las salidas y puestas de sol que apreciaba a través de una ventana basculante que Trinaghanta llamaba claraboya; en honor a la verdad, jamás había visto esa paleta de colores en el cielo del amanecer ni en el del atardecer. El recinto, aunque pequeño y caluroso, era tolerable y se las arreglaban; la comida era sabrosa y variada; nada les faltaba, ni siquiera ropa; y les dispensaban un buen trato, incluso les permitían subir a cubierta una vez por día. En ocasiones, Melody sentía deseos de llorar y, en otras, de reír ante lo inverosímil de la situación. Trinaghanta, en cambio, mantenía su calma habitual e insistía en que el amo Roger los rescataría.
Después del ataque a la berlina, los habían conducido a un paraje a orillas del Río de la Plata, muy pantanoso, lleno de juncos, sauces y jarales, que le hizo pensar en la Laguna Estigia, donde el sonido producido por insectos, reptiles y otras alimañas se tornaba ensordecedor hasta convertirse en silencio. Era el atardecer.
Lo juzgó un acto de buena voluntad que los captores llevasen en brazos a Angelita, a Estevanico y a Víctor hasta el bote para no despertarlos; después de mucho llanto, preguntas y ansiedad, se habían quedado dormidos en el asiento de la berlina. Los acomodaron sobre mantas entre las bancadas donde se sentaron para ciar primero y remar después. Como les formuló varias preguntas que no contestaron, Melody decidió guardar silencio. Le pidió a Trinaghanta que la cubriera con el rebozo y amamantó a Alexander. Había anochecido y casi no veía nada. Se sobresaltó cuando la proa del bote chocó contra la amura de un barco. Levantó la vista y descubrió que, sobre sus cabezas, varios hombres se asomaban por la borda con fanales en las manos. Los ayudaron a subir en silencio.
—Vamos, muchachos —habló uno de los captores, y Víctor y Estevanico comenzaron a despertar—. Montad en nuestras espaldas y sujetaos a nuestros cuellos.
Otro procedió de igual modo con Angelita, y vociferó:
—¡Ey, García! Larga la escala de tojinos.
Ascendieron por unos maderos unidos con cuerdas que desplegaron desde la borda. El hombre que ostentaba el mando se aproximó a Melody y, pidiéndole permiso, le ató la mantilla a la espalda, formando una bolsa en su pecho.
—Lamento que no podamos usar el portalón para abordar, señora. Coloque al niño aquí —le indicó—, podrá subir más fácilmente. Como los canguros —dijo, y ante la mueca de Melody, explicó—: Unos animales muy peculiares que conocí en Australia. Tienen bolsas en el vientre donde meten a sus crías.
—¿No se soltará el nudo? —musitó Melody, cuando el hombre le ajustó un poco más el rebozo con Alexander dentro.
—¿Un nudo hecho por mí, el famoso contramaestre Peñalver? ¡Jamás!
Era la primera vez que Melody ponía pie en una embarcación; siempre había pensado que lo haría en el Sonzogno, el buque de Blackraven que los conduciría a Londres. Los guiaron a través del combés hasta una escotilla por la que accedieron a un corredor muy angosto; una de las puertas sobre el costado derecho pertenecía al camarote que les asignaron. Los niños se repartieron en las dos literas y volvieron a dormirse. Con la ayuda de Trinaghanta, Melody le cambió los pañales a Alexander.
—Por fortuna —expresó la cingalesa, y señaló la jofaina—, es agua dulce. En mar adentro, miss Melody, el agua dulce escasea y su racionamiento es estrictísimo. Se usa agua salada para el aseo personal.
—Esperemos que estos maleantes no tengan intenciones de hacerse a la mar con nosotros. Y si lo hacen —manifestó, con un suspiro de resignación—, no lavaré a mi hijo con agua de mar. La sal excoriaría su delicada piel. Tendrán que darme agua dulce.
La puerta se abrió, y Melody y Trinaghanta se pusieron de pie con una interjección. Un hombre de buen porte y altura agachó la cabeza para entrar. Vestía una chaqueta en terciopelo azul con largos faldones, puños y solapas en seda del mismo tono, alamares de plata y charreteras doradas; sus pantalones blancos le ceñían las piernas hasta la mitad de la pantorrilla; usaba medias de seda marrón y zapatos de cordobán con prominentes hebillas de oro; al igual que los demás miembros de la tripulación, iba bien armado, con sable, dos pistolas calzadas en el tahalí, una canana de cartuchos y un machete en el cinto.
Estudió a Melody de arriba abajo, a Trinaghanta también, echó un vistazo a los cuatro niños dormidos en las literas, y volvió a fijar sus enormes ojos verdes en Melody.
—Soy el capitán Galo Bandor. Bienvenida a la corbeta Folâtre, condesa de Stoneville. —Ensayó una mueca divertida antes de continuar—: Su expresión me indica que mi nombre le resulta familiar.
—Sí —admitió Melody—. Mi esposo y la señorita Bodrugan lo han mencionado.
—Ah, Amy Bodrugan se encuentra en el Río de la Plata.
—Sí.
La expresión entre irónica y desinteresada de Bandor no engañó a Melody; un temblor en la comisura del labio y un ligero cambio en la postura del cuerpo, como si, de relajados, sus músculos se tensasen, le revelaron que la cercanía de Amy lo afectaba.
—¿Para qué nos ha traído hasta aquí? ¿Qué pretende hacer con nosotros?
—Me sorprendió que el capitán Black hubiese decidido abandonar su vida de calavera y de don Juan para casarse. Aunque ahora, al verla, lo comprendo, señora condesa. Vuestra merced no es sólo hermosa sino valiente.
—Le agradezco sus halagos, capitán Bandor, pero le rogaría que me informase qué pretende hacer con nosotros.
—Existen asuntos inconclusos entre su esposo y yo, señora. Pretendo concluirlos.
—Concluir los asuntos pendientes con mi esposo echando mano a un grupo de mujeres y niños no habla a favor de su valentía, capitán.
La cuestión de la valentía y el honor se contaban entre los principios de mayor relevancia de los hombres de mar, incluso para los piratas, jaez al cual pertenecía Bandor. El comentario de Melody lo había fastidiado, y, limitándose a inclinar breve y rápidamente el torso, abandonó el camarote. Minutos después les trajeron una cena de jamón frío, queso, alcachofas, cebollas en vinagre, pan y vino tinto, que Melody y Trinaghanta engulleron con avidez; no probaban bocado desde la mañana. Pensaron en despertar a los niños, aunque enseguida desecharon la idea; necesitaban dormir. Trinaghanta, acostumbrada a la vida en un barco, supo que bajo la litera había coyes y mantas. Las dispusieron y se acostaron, seguras de que no conciliarían el sueño.
Las sospechas de Melody probaron su certeza: Bandor zarpó hacia un destino ignoto. Ella fue la única en sufrir mal del mar durante los primeros días. La experiencia de Trinaghanta resultó de gran utilidad para que su estado mejorase, la obligaba a tomar té con azúcar y a comer galletas marineras, todo con lentitud, y pidió autorización a Peñalver, el segundo al mando de la corbeta, para que Melody pasara más tiempo en cubierta, en la zona de popa, donde le indicó que mantuviese la vista fija en el horizonte. Peñalver, el contramaestre, le explicó que aun a los más avezados hombres de mar les llegaba la hora de devolver el desayuno, y le convidó unas pastillas de jengibre que le sentaron bien al estómago.
—Ni al parir mi hijo —admitió Melody— me he sentido tan mal.
—Ya se acostumbrará, señora.
La mañana del cuarto día, comenzó a ganar seguridad; bebió su té a sorbos y masticó pequeños bocados de galleta, y, al ponerse de pie, todo quedó en su estómago y no tuvo la impresión de que el suelo se alejaba. Se podría haber dicho que Víctor, Estevanico, Angelita y Alexander habían nacido sobre un barco, porque no sufrían mareos y les entusiasmaba la vida en el mar. Alexander batía las manos y los pies cuando, al salir a la cubierta, lo envolvía el barullo de órdenes vociferadas y las salomas con que los marineros acompañaban las faenas. Víctor y Estevanico los acribillaban a preguntas; Angelita los secundaba en silencio, con gesto de reconcentrada atención, ya que después, cuando los obligaban a regresar al camarote, discutían acerca de cómo drizar las vergas, de qué modo tensar el estay o del uso de la serviola.
En sus paseos por cubierta, Melody observaba a Galo Bandor, quien, apostado en el alcázar, mantenía una actitud de simulada indiferencia. Aunque no habían vuelto a cruzar palabra desde la primera noche a bordo, varias veces lo había pillado observándolos, en especial a Víctor, y Melody se preguntaba cuánto tiempo tardaría en descubrir que era su hijo. Sucedió el día en que se cumplía una semana del rapto. Peñalver se dirigió a Melody.
—El capitán Bandor os invita a cenar esta noche en su cabina, señora condesa.
—¿El capitán Bandor? —se escuchó la vocecita de Víctor.
—Sí, el capitán Bandor —repitió Peñalver, de buen talante.
—¿El capitán Galo Bandor?
Melody se percató de la palidez que iba apoderándose de las mejillas de Víctor y del modo en que la respiración se le trastornaba, con aspiraciones más rápidas y cortas, síntomas usuales de sus ataques.
—Sí, Galo Bandor —contestó el contramaestre, risueño, y señaló el alcázar.
Víctor salió corriendo en dirección a su padre. Trinaghanta tomó en brazos a Alexander y Melody corrió tras el niño; cuando llegó al alcázar, encontró a Víctor de pie frente a Bandor, muy agitado, pero con el semblante serio y compuesto de quien controla una situación. El capitán lo miraba y reía.
—¿Qué le ocurre a este mozalbete? ¿Por qué me mira de ese modo? ¿Tengo monos en la cara, pequeño?
—¿Vuestra merced es Galo Bandor?
—Víctor… —balbuceó Melody, pero Bandor la interrumpió.
—Sí, soy Galo Bandor, capitán de este barco. A su servicio.
—Yo soy Víctor, hijo de Amy Bodrugan. —Se produjo una pausa en la que Melody contuvo el respiro—. E hijo de vuestra merced —manifestó antes de dar media vuelta y correr hacia la escotilla por donde desapareció.
—Disculpe, capitán —dijo Melody, aunque habría sido lo mismo que se largara sin excusarse, Galo Bandor no la escuchó; conservaba la vista fija en el sitio que segundos antes había ocupado Víctor.
En el camarote, Víctor se paseaba de una punta a la otra, con los brazos cruzados en el pecho y respirando de modo acelerado para reprimir el llanto. No obstante, a la visión de Melody, se aferró a su cintura, hundió la cara en su vientre y se echó a llorar con una amargura que la conmovió hasta las lágrimas.
—¿Por qué lloras, cariño? —le preguntó, en tanto se pasaba el dorso de la mano por los ojos y carraspeaba.
—Porque mi padre es malo. Ha mandado golpear a Radama, nos ha robado y nos ha traído a su barco, y nosotros no queríamos.
—No, Víctor. Tu padre no es malo. ¿No ves qué bien nos trata? ¿Acaso no permite que tú y Estevanico les preguntéis a los marineros todo cuanto os viene en mente, a pesar de que los distraéis de su trabajo?
—Sí, pero él nos robó.
—Sí, es cierto. Pero, ¿no lo perdonarías? Él es tu padre. Además, piensa, Víctor. ¿Crees que tu madre lo habría elegido si fuera un mal hombre? Tú sabes que Amy Bodrugan es una mujer inteligente. Ella no se habría enamorado de una mala persona.
—¿Por qué nos robó, entonces?
—Quizá porque quiere llamar la atención de tu madre para reconciliarse con ella.
—¿De veras, miss Melody?
—Podría ser.
—Los adultos siempre complican las cosas.
—Sí, cariño —dijo Melody, entre risas—. Sí, tesoro, es verdad.
Esa noche, Melody cenó a solas con el capitán Bandor, quien abordó el tema de Víctor mientras le daba la espalda para trinchar el cerdo.
—Es hijo mío, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué edad tiene?
—Diez años.
Bandor asintió, sin mirarla.
—Desde hace días estoy observándolo —admitió—. ¡Qué ironía! Su cara me resultaba familiar. No fue sino hasta hoy que, al tenerlo frente a mí, me di cuenta de que era como mirarme en un espejo. No ha sacado nada de su madre, lamentablemente. Ella es una hermosa mujer.
—Muy hermosa.
—Amy… La señorita Bodrugan… Ella… ¿Cómo expresarlo? En fin. ¿Qué…? Ella y Víctor… ¿Ella se ocupa de Víctor?
—¿Quiere saber si Amy ama a su hijo? —Bandor asintió de nuevo, siempre de espaldas—. Oh, sí, lo adora. Es la luz de sus ojos. Y mi esposo —acotó, con intención— es el padrino y tutor de Víctor, y lo ha cuidado desde que era un bebé.
A tal declaración, Bandor se dio vuelta y clavó la vista en los ojos de Melody. Holgaban los comentarios. A partir de la revelación, Víctor pasaba más tiempo en cubierta con su padre que en el camarote, lo que inquietaba a Melody, en parte porque no sabía qué clase de hombre era Galo Bandor, y también porque, debido a la implacabilidad del verano en alta mar, temía que el niño acabase con tabardillo, o que se aventurase demasiado por la borda y cayese al mar. Bandor le aseguraba que lo mantenía a la sombra y con la cabeza cubierta y húmeda, y que jamás lo descuidaba.
Melody lo comentó con Trinaghanta, quien acordó con ella en que la tripulación de la Folâtre no presentaba esa composición homogénea que ella había creído característica de todos los navíos, y no se refería a que pertenecieran a distintas nacionalidades o razas —estaba acostumbrada a que las tripulaciones de los barcos de Blackraven proviniesen de países que ella jamás había oído mentar— sino a la unión de sus miembros y a un compañerismo indispensable para soportar el confinamiento semana tras semana. Los hombres de la Folâtre se comportaban como si se conocieran de corta data, y por las rabietas del capitán y del contramaestre, resultaba evidente que no eran expertos en el arte de conducir un navío; sólo cinco de ellos, los que los habían asaltado, es decir, Peñalver y otros cuatro, todos españoles, entendían las órdenes, el intrincado vocabulario náutico y ejecutaban las maniobras sin dudar; en ocasiones, cuando subía a cubierta a la caída de sol, Melody se daba cuenta de que los cinco expertos, como los llamaba, daban lecciones a los demás.
—Señora —dijo Trinaghanta una mañana en que se habían quedado a solas con Alexander en el camarote—, ¿ha notado que alguien ocupa la cabina de al lado?
Melody lo había notado, aunque de pronto le parecía que imaginaba los sonidos suaves y embozados y las voces amortiguadas; también debía de imaginar ese perfume tan original y, al mismo tiempo, tan familiar, que a veces la envolvía en su estela para desvanecerse en la abigarrada variedad de malos olores del barco. “Es un truco de mi mente”, se decía. “¿Quién usaría un perfume tan agradable en este barco? Sí, estoy imaginándolo para olvidar que cada día la hediondez se acentúa”.
En el décimo cuarto día de navegación, la flotilla de Blackraven —el Sonzogno, el Afrodita, la Wings y la Butanna— había alcanzado el trópico de Capricornio, a 23º 27' al sur del Ecuador y a 220 millas de Río de Janeiro, si se tenía en cuenta que se hallaban a 39º 15' al oeste del meridiano de Greenwich, por lo que el recorrido ascendía a unas setecientas treinta y cinco millas, toda una proeza en ese tiempo y con embarcaciones de tonelaje y, por ende, de velocidades muy disímiles, sin mencionar que lo habían logrado navegando de bolina la mayor parte del tiempo, a excepción de los últimos días que lo habían hecho con viento a favor, esto es, viento en popa. En esos cálculos se concentraban Malagrida y Blackraven en la cabina principal del Sonzogno, con la mesa atiborrada de mapas desplegados, sexantes, compases, la regla de paralelos y el libro de directrices para la navegación, cuando escucharon una agitación en cubierta y casi de inmediato un llamado a la puerta. Era Schegel, el marinero con talante de alquimista, que se quitó la gorra y expresó:
—Capitán Black, lo requieren en el castillo de popa. Brommers ha avistado un barco, capitán.
La nave, posiblemente una corbeta o una fragata ligera —Blackraven no alcanzaba a ver si contaba o no con un tercer palo—, se hallaba a tres o quizá cuatro millas hacia el norte, por sotavento, algunos grados a estribor.
—Parece una corbeta, capitán —comentó Zagros, el contramaestre.
—¿Crees que se trate del barco que transporta a tu esposa? —preguntó Malagrida.
Blackraven no contestó y dirigió el catalejo hacia el Afrodita para advertir que Amy y su tripulación ya habían descubierto la nave. Siguieron navegando sin modificar el rumbo, con la atención puesta en el navío frente a ellos, tratando de dilucidar si se trataba de una nave amiga o enemiga. A pesar de ser corsarios, en esa ocasión, no contaban con el tiempo ni el ánimo para enzarzarse en una batalla naval; sus hombres lo entendían y no le crearían problemas, más allá de que lamentarían la pérdida del botín.
Por la rapidez con que su flota cubría la distancia que los separaba, Blackraven se convenció de que los marineros de la corbeta —ya distinguía bien el tipo de nave— constituían un grupo poco avezado ya que no habían actuado con rapidez para alterar la orientación del velamen de modo de aprovechar el cambio del viento. Dada la claridad del día y la corta milla que los separaba, avistaron el nombre de la embarcación, Folâtre, y la bandera francesa que flameaba en el mastelero.
—Desviaremos el rumbo… —empezó a decir Blackraven, y calló—. ¡Malditos sean sus ojos, condenado vástago del demonio! —prorrumpió unos segundos después.
—¿Qué? ¿Qué ocurre? —se alteró Malagrida, y enfocó de nuevo.
—Es Galo Bandor. El capitán de esa nave es Bandor, maldito pirata del demonio. ¡Zagros, izad la señal para que el Afrodita abarloe ahora mismo!
—¡Sí, capitán!
—El muy condenado ya sabe quiénes somos. Está preparando el cañón de popa y ajustando el ángulo de elevación. Piensa dispararlo él mismo, como que el condenado hijo de perra tiene una puntería endiablada.
—¿Mando destrincar los cañones, capitán? —preguntó Milton.
—No. Lejos de mi intención seguirle el juego a este imbécil. No tengo tiempo que perder. Lo dejaremos tirando cañonazos al vacío.
Se escuchó el conocido estampido del cañón al expulsar la bala, y Blackraven esperó con ansiedad para ver dónde los alcanzaba. El tiro falló, y la bala levantó una columna de agua que salpicó la cubierta del Sonzogno al caer en el mar, a yardas de la proa.
—¿Qué diantre…? —empezó a decir Malagrida.
—Fue un tiro de advertencia —explicó Blackraven, siempre con la vista en el catalejo—. Quiere que nos mantengamos a distancia.
Sentado en el borde de la litera, con los brazos cruzados sobre el pecho y con cara de enfurruñado, Víctor se empeñaba en no hablar.
—¿Qué ocurre, cariño? —insistía Melody—. ¿No vas a contarme qué te sucede?
—El capitán —claudicó el niño, y se refería a su padre, a quien siempre llamaba “capitán”, no me permitió quedarme en cubierta para ver de cerca unos barcos que vienen tras nosotros.
Trinaghanta y Melody intercambiaron una mirada entre esperanzada y preocupada.
—Quizá lo hizo por tu…
No terminó la frase. Un sonido atronador sacudió la cabina. Melody y Trinaghanta se arrojaron sobre los niños.
—¡Ha disparado el cañón y no me permitió verlo! —chilló Víctor.
—¡Silencio! —dijo Melody, y suplicó que el ruido espeluznante no se repitiese; Alexander y Angelita lloraban.
Minutos después, escucharon los pasos enérgicos de alguien que bajaba por la escotilla. Galo Bandor abrió la puerta del camarote y, desde el umbral, ordenó:
—Señora condesa, cargue a su hijo y acompáñeme.
—¿Adónde? —balbuceó Melody.
—A cubierta.
—Dejaré al niño aquí.
—¡No! Le he dicho que traiga al niño.
La afabilidad de Bandor se había esfumado y una mueca de ansiedad y furia le volvía ominosas las facciones, y ni sus ojos verdes ni sus rizos de oro morigeraban ese desconocido aspecto malicioso. Melody cubrió la cabecita de Alexander con un pañuelo, lo apretó contra su pecho y siguió al pirata hasta la popa. Bandor la tomó por los hombros y la ubicó junto a la borda.
—Ahora, señora condesa, mire en dirección a aquel barco, el más grande, el que se encuentra en el extremo derecho de la flotilla.
Blackraven sujetó el respiro y llevó el cuerpo hacia delante como si, con ese movimiento, pudiese enfocar mejor. Se quitó el catalejo, giró el rostro y contempló a Malagrida con una perplejidad lastimosa antes de susurrar, agitado:
—¡Dios mío! Ese mal nacido tiene a Isaura y a mi hijo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —Malagrida se calzó de nuevo el catalejo—. ¡Dios nos ampare! Entonces La Cobra no llegó a tiempo para secuestrar a miss Melody. Bandor se le adelantó. Es una buena noticia, Roger, muy buena. Prefiero lidiar con este pirata que con ese maniático asesino.
Blackraven guardó silencio. Su instinto le señalaba que esa situación presentaba facetas oscuras, y, a medida que intentaba dilucidarlas, éstas se tornaban anormales y complejas. “Algo anda muy mal aquí”, se dijo. Él no creía en las casualidades: Bandor y La Cobra debían de estar trabajando juntos. “¡El Infierno se los lleve a ambos!”.
En el silencio que reinaba de popa a proa, el llamado de Blackraven sonó como otro cañonazo.
—¡Sommerson! ¡Schegel! ¡Apersonarse!
Los marineros se presentaron de inmediato.
—A sus órdenes, capitán Black.
—Relatadme de nuevo la huida de Bandor del pañol de cabuyería.
Blackraven se hallaba en un estado de agitación en el cual su vitalidad era muy superior a la habitual, por lo que podía hacer las dos cosas al mismo tiempo, escuchar con atención el relato de los hechos y estudiar el semblante de su mujer para conjeturar cómo se encontraba. Con ese catalejo —fabricado con unas lentes holandesas de la más alta calidad—, observaba con nitidez el rostro de Melody y la cabecita de su hijo cubierta con un pañuelo, de seguro para preservarlo de la crueldad del sol.
—Dices que quien ayudó a escapar a Bandor —habló Blackraven— iba vestido por completo de negro.
—Sí, capitán.
—¿Cuál era su altura?
—Bueno… —dudó Schegel—, no tan alto como usted, capitán Black, ni como el capitán Malagrida. Quizá como Sommerson —dijo, y señaló a su compañero.
—Sí, sí —ratificó éste—. Era alto y delgado, y de una agilidad comparable a la de un gato, capitán. Me hizo acordar a esa endemoniada criatura que lleva la capitana Black Cat en el hombro. Yo vi cuando se arrojó sobre Van Goyen. Colgaba del obenque del palo mayor como un mono. Pobre Van Goyen, nunca supo quién lo mató.
—Y Abaacha, capitán —interpuso Schegel—, que era tan hábil con el machete, cayó muerto a manos de ese condenado, que se lo cargó en segundos.
Los bríos de Blackraven languidecieron cuando advirtió que Melody y su hijo se alejaban de la popa y desaparecían de su vista. “Están bien”, se animó. “Ellos están bien. Isaura luce tranquila”, aunque cabía la posibilidad de que, al saber que él estaba observándola, fingiera un aplomo y una calma que no sentía.
En una maniobra que demostraba su habilidad, Amy Bodrugan había virado a babor y abarloado el Afrodita de modo de quedar a cinco yardas de la amura de estribor del Sonzogno.
—¡Ey, Blackraven! —gritó desde la borda—. ¿Qué significa todo esto? —Y señaló la Folâtre.
—Lo que ves, Amy —dijo, sin entrar en detalles para no expresar sus escrúpulos frente a la tripulación—. Mantendremos el rumbo detrás de ellos, a esta distancia.
La situación no varió a lo largo de dos días en los que Blackraven no vio a Melody de nuevo, a pesar de que él o alguno de sus hombres montaban guardia de continuo con el catalejo, incluso durante la noche, en la que usaban unas lentes especiales para la oscuridad. A diario veía a los niños; parecían divertirse, como si aquello fuera un paseo. Víctor practicaba esgrima con Bandor, y Blackraven sospechaba que el pirata se había dado cuenta de que se trataba de su hijo. Transcurría horas conjeturando en compañía de Malagrida y de Somar, y formulando preguntas sin respuesta. ¿Se hallaría La Cobra en la Folâtre? ¿Realmente se habría asociado a Bandor? ¿Cambiarían los planes ahora que Blackraven les había dado alcance?
—De algo estoy seguro —habló Malagrida—: La Cobra o Bandor o ambos no habían previsto que te harías a la mar tan pronto. Apuesto mis cojones a que no sabían que teníamos los barcos listos para zarpar. Han creído que debíamos completar aparejos y cargar el bastimento y el agua, y que demoraríamos dos o tres días.
En esos días de persecución, Blackraven confirmó su sospecha: los marineros de la Folâtre demostraban poca destreza en las maniobras náuticas, y sólo la maestría de Galo Bandor y de sus cinco colaboradores mantenían en rumbo a la corbeta, si bien ésta se movía con torpeza y lentitud, a veces ni alcanzaba los seis nudos, y mostraba un ángulo de abatimiento muy pronunciado debido a la inexperiencia del timonel, lo que, dedujo Blackraven, debía de fastidiar a Bandor como pocas cosas. “Los marineros parecen cereros no hombres de mar”, se dijo. “Resulta obvio que los conchabó a las apuradas y como último recurso”.
Por eso, Blackraven comenzó a experimentar una gran desazón la tarde en que el barómetro bajó más de lo normal y el anemómetro marcó que el viento uniforme de ocho nudos que los había acompañado durante esas jornadas comenzaba a aumentar su velocidad provocando una marejada que hacía cabecear las naves con violencia. Escudriñó las nubes oscuras que avanzaban por el este y calculó que la tormenta se desencadenaría en algo más de dos horas.
—Capitán —dijo Shackle a modo de saludo.
—Shackle —contestó Blackraven, sin bajar el catalejo.
—Ya decíamos con los muchachos que este calor tan pegajoso no traería nada bueno. Será una tormenta para recordar.
—Eso me temo, Shackle.
—¿Será suficientemente estanca, capitán? —dijo Shackle, al tiempo que apuntaba hacia la Folâtre con un ademán de cabeza, interesado en las costuras de la corbeta, si estarían bien selladas para impedir las filtraciones de agua.
—Luce sólida.
—Sí, capitán. Luce sólida —aunque no sonó convencido.
A la puesta del sol, las olas alcanzaban una altura que competía con el palo mayor. La proa del Sonzogno se elevaba en la cresta de las ondulaciones y caía en la oquedad, y Blackraven percibía cómo el estómago le daba un vuelco, aunque, después de tantos años en el mar, esa sensación no lo incomodaba. Su mente, que atacaba tantos frentes a la vez, perdía concentración al pensar en Isaura, en su pánico y desconcierto y en su malestar físico; por fortuna, Trinaghanta se encontraba con ella y la ayudaría con el niño; la cingalesa había sobrevivido a muchas de esas tormentas y las superaba sin descomponerse.
Desde su posición en el alcázar, cubierto por un barragán alquitranado, Blackraven dominaba la visión del barco de proa a popa. Se encontraba solo; apenas avistaron la tormenta, habían izado las señales para que la Butanna fachease de modo que Malagrida pudiera abordarla desde un esquife y hacerse del mando; Blackraven no confiaba en el capitán Barrett para sortear la tormenta con éxito, y no quería arriesgar la fragata, no tanto por los cueros que transportaba en la bodega sino porque era magnífica. Somar, por su parte, se hallaba en la cubierta inferior donde había reunido a Isabella, a Michela, a Miora y a Rafaelito en un mismo camarote para asistirlos lo que durase la tormenta.
Blackraven mandó asegurar la cubierta, y sus hombres pulularon para afianzar los cañones con doble tranca, tapar las escotillas con listones, cubrir con hule la batayola para impedir que se mojaran los coyes, revisar las cuerdas que sujetaban los toneles de agua y reducir todo el velamen posible. El agua los empapaba, ya fuera la del mar o la de la lluvia, y era tan profusa que les dificultaba la respiración. Como la temperatura había descendido varios grados, hacía frío. Cada tanto, echaban un vistazo al puente de mando, donde se hallaba el capitán Black, quien, al tiempo que vociferaba órdenes:
—“¡Recoged los juanetes!”, “¡Aparejad las jarcias!”, “¡Tensadlas bien!”, “¡Rizad las gavias!”. “¡Preparad las bombas de achique!”, —mantenía el ojo derecho ocupado con el catalejo para no perder de vista a la Folâtre.
—¿Acaso tiene un tercer ojo en la frente o en la nuca? —se preguntó Milton.
Aunque resultaba casi imposible mantener en la mira a la corbeta de Bandor, Blackraven alcanzó a ver que el pirata español intentaría capear la tormenta con un treo. Él no podría darse ese lujo ya que no se concentraría tanto en salir de la borrasca como en seguir pegado a la Folâtre, para lo cual tendría que maniobrar con las velas, las que, en una situación normal, se mantendrían arriadas en su mayoría. Se trataba de una proeza que exigía de un dominio y un conocimiento profundos del barco y de las reglas de navegación. Cualquier hombre de mar la habría juzgado un acto suicida. Los marineros de Blackraven, que habían adivinado su intención, confiaban en su criterio y se preparaban para una noche de gran ajetreo. De igual modo, se persignaban y besaban el escapulario de la Virgen del Carmen.
Melody tenía la impresión de que un gigante los había metido en un cubilete y lo sacudía con saña. Por momentos, la corbeta escoraba de tal modo que la arboladura quedaba paralela al mar; por unos segundos que se volvían eternos, el barco se suspendía en el abismo, hasta que otra ola lo golpeaba y lo adrizaba para volcarlo de nuevo en sentido contrario. Melody nunca imaginó que esos movimientos fueran posibles, y, cuando, horas antes, Trinaghanta, después de avistar el cielo por la claraboya y anunciar la llegada de una tormenta, había desgarrado jirones de su peplo para atar a Alexander y a los niños a la cama, Melody se había echado a reír. En ese momento, nada le daba risa, ni siquiera le daba por llorar; sólo vomitaba, gemía y se ocupaba a medias de su hijo y de los demás, que lloraban al unísono entre vómito y vómito. “Bendita sea Trinaghanta”, pensaba Melody, cuando la cingalesa le pasaba un trapo húmedo por la boca para limpiarla.
Pasada la primera hora de tormenta, sucia y maloliente, y en cierto modo acostumbrada a que el techo de la cabina quedase a sus pies, Melody comenzó a pensar en Blackraven, en que moriría y no volvería a verlo, y se echó a llorar, ya no de miedo sino de tristeza; la embargó una melancolía ajena a su índole, se trataba de una emoción que ni siquiera había experimentado después de la muerte de Jimmy; en aquella circunstancia se había tratado de un sentimiento que se relacionaba con la desesperación y la angustia; en esta instancia, en cambio, se enfrentaba al desánimo, al pesimismo, a la amargura en su estado más puro; no deseaba morir, no tan joven; sentía lástima de sí, de Alexander y de los niños.
Aunque el capitán Bandor no se lo hubiera confesado, Melody sabía que Blackraven se encontraba en algún barco de la flotilla avistada días atrás, y que, en ese momento, el mar lo amenazaba de muerte como a ellos.
—¡Roger morirá también! —gritó para que su voz se escuchara sobre el rechinar de las cuadernas, el ulular del viento y el rugido del mar.
—¡Oh, no, señora! ¡No diga eso! —Trinaghanta se acuclilló a su lado y le pasó la mano por la frente—. Nadie pilotea un barco mejor que el amo Roger. Lo he visto sacar indemne a barcos en muy malas condiciones de tifones del Caribe. Esta tormenta es nada en comparación con uno de esos tifones, señora. Créame.
—¡No quiero morir sin volver a verlo, Trinaghanta!
—No moriremos, señora. El capitán Bandor es un marino avezado. Saldremos con bien, ya verá.
La calma llegó con el amanecer, como si el sol impusiera orden sobre los elementos; no quedaba rastro de la tormenta, apenas una línea de nubes plomizas hacia el oeste y una mareta que mecía a la Folâtre. Para Bandor, ésa había sido una noche infernal en la que creyó que la corbeta se hundiría. Si hubiese contado con la tripulación de la Butanna, jamás se habrían cometido los errores que los pusieron en peligro. Pero ese maldito de Blackraven y sus hombres la habían liquidado casi por completo; sólo cinco de ellos habían sobrevivido al abordaje.
Con el ánimo sombrío e irascible, todavía empapado y con la garganta áspera de tragar agua salada, se ocupó de revisar los daños de la nave: en cubierta, una gavia de proa rasgada por no arriarla a tiempo, y, en los pisos inferiores, algunos destrozos debido a tojinos poco firmes que permitieron que barriles con ron y carne salada rodasen y se reventasen contra baos y cuadernas; se trataba de un desperdicio imperdonable, pero, dentro de lo que cabía y dada la ferocidad de la tormenta, los daños eran menores. Por fortuna, los barriles de agua habían sido asegurados con cuerdas y estaban intactos. Dio instrucciones para que se limpiase y se procediera a la reparación de la gavia y marchó a su camarote a cambiarse la ropa. De regreso a cubierta, pasó a ver a sus prisioneros. Al abrir la puerta, lo golpeó el olor a vómito. Salvo la cingalesa, los demás se hallaban en un estado lastimoso, con semblantes demacrados y labios agrietados que hablaban de un principio de deshidratación. Tomó a su hijo en brazos y, mirando a Melody, ordenó:
—Seguidme. Ocuparéis mi camarote en tanto mando limpiar éste. Les haré traer té y un poco de alimento. Es imperativo que comáis y bebáis, y que luego os echéis a descansar. Debéis recuperar las fuerzas.
—Un poco de agua para asearnos —pidió Melody, y Bandor asintió.
—¿Capitán? —dijo Víctor.
—Dime, muchacho.
—Yo no lloré ni una vez a pesar de que el barco casi se da vuelta muchas veces.
—Bien hecho. Ya te dije que tienes pasta de marinero. —Bandor sonrió, algo incómodo, y Melody alcanzó a distinguir un sonrojo en sus mejillas.
De regreso en cubierta, Bandor se sorprendió al avistar el casco del Sonzogno; los otros navíos, en cambio, no emergían en la línea del horizonte. Insultó por lo bajo. Había albergado la esperanza de obtener un beneficio de esa tormenta del demonio: perder de vista a Blackraven. “¡Maldito condenado!”, masculló para sí, más por envidia y celos que por rabia, pues resultaba una hazaña portentosa que hubiese sorteado la tormenta y, al mismo tiempo, permanecido detrás de la Folâtre. Una vez más, el inglés demostraba su supremacía en la conducción de un barco, y si hubiese tenido que encontrar una alegoría para describir la proeza de Blackraven habría dicho que David se había agarrado a trompazos limpios con Goliat y había vencido. Las tripulaciones del Sonzogno y de los demás barcos narrarían esa nueva gesta en las tabernas de los puertos, y la leyenda del capitán Black no conocería límite.
Se pasó el día subiendo y bajando el catalejo. Le preocupaba que el Afrodita no apareciera. Necesitaba ver a Amy Bodrugan a salvo o la ansiedad lo llevaría a cometer una locura. Por fin, al atardecer, después de que su querida Butanna y la Wings se abarloaran junto al Sonzogno, emergió de la línea del horizonte el velamen del Afrodita.
—Amy Bodrugan —susurró, con el catalejo al ojo.
La muy condenada le había dado un hijo. Un hijo que, poco a poco, se convertía en su orgullo. Un hijo digno de la capitana Black Cat y del capitán Galo Bandor. Quería a su hijo, y quería a Amy Bodrugan también.
—Ellos son míos. Me pertenecen —masculló.
Amy debía de sospechar que él ya sabía que Víctor era el fruto de esos tres días de sexo violento y apasionado en la cabina de la Butanna. “¿Me amas, Amy Bodrugan?”, le había preguntado en el clímax de uno de sus últimos apareamientos. “Sí, sí”, había confesado ella, trastornada por el orgasmo inminente. Y debía de sospecharlo porque durante ese tiempo de persecución había estado observándolos desde el castillo de popa del Afrodita mientras Víctor y él practicaban esgrima o mientras, simplemente, conversaban. Galo Bandor estaba convencido de que la existencia de Víctor cambiaría el rumbo de los acontecimientos. Él ya no era el mismo y, por cierto, no deseaba seguir adelante con esa misión.
Entonces, como si los hilos del destino se hallasen perfectamente entretejidos, llegó la calma chicha. Dos días más tarde de la tormenta, que, de modo milagroso, los había impulsado hacia el norte, y hallándose a pocas millas del ecuador, el viento perdió su constancia y cambió a una leve brisa que terminó por desaparecer.
Bandor dedujo que el nuevo escenario convenía a Blackraven, quien, por todos los medios, impediría que la Folâtre llegase a destino. Lo conocía demasiado para suponer que se quedaría de brazos cruzados. “Probablemente”, razonó, “tratará de abordar la corbeta de noche”. Y sospechó también que La Cobra, ese maldito sicario que lo tenía agarrado por los cojones, también lo supondría. Sus suspicacias no tardaron en confirmarse cuando, la tarde del primer día de mar encalmado, entró en su camarote y se encontró con La Cobra. Rara vez el sicario abandonaba su cabina, excepto para pasearse por cubierta de noche y trepar por los obenques hasta la cofa con la agilidad de un hábil marinero. Sus hombres, supersticiosos como buenos lobos de mar, le temían, Peñalver incluso afirmaba que se trataba del propio Lucifer, por lo que, cuando les tocaba la guardia nocturna, se persignaban al descubrir que la sombra del sicario se deslizaba por la escotilla. Bandor admitía que lo intimidaba hablar con una máscara negra que se flexionaba de modo antinatural, en especial por la entonación de su voz, como si el sonido no correspondiera a un ser humano, y siempre recordaba con vergüenza cómo lo había estremecido la primera vez que lo escuchó después de que los liberó del pañol de cabuyería del Sonzogno.
Minutos antes de que la puerta del compartimiento se abriese, él y sus hombres habían escuchado correrías, gritos ahogados e insultos. La ansiedad los llevó a plantear toda clase de conjeturas, hasta que el chirrido de los goznes los hizo enmudecer. Como los mantenían a oscuras y la luz que se filtraba por el resquicio no bastaba, les resultó imposible ver quién les dirigía la palabra.
—Venid conmigo —había expresado la peculiar voz—. Os conduciré fuera de este barco.
Tardaron en reaccionar. Los seis habían caído presa del encantamiento.
—¿Quién es usted? —preguntó Bandor.
—Mi nombre es La Cobra y he venido a rescataros.
—¿Por qué?
—Porque os necesito.
Horas más tarde, se dieron cuenta de que habían salido de una prisión para caer en otra. Era de noche, y no sabían dónde se hallaban. Los condujo por horas en una galera, y, casi al amanecer, la detuvo frente a una vivienda misérrima con techo de paja y paredes de adobe, erigida en medio de la nada. Todo se desenvolvía de un modo extraño. Él y sus hombres ingresaron en la cabaña y se abalanzaron sobre una mesa atiborrada de excelente comida y bebida. Al verlos ahítos, La Cobra llamó a Bandor aparte y le exigió el precio del rescate. Como Bandor se negó a colaborar en el secuestro de una mujer y de su hijo, La Cobra, con una agilidad fuera de lo común, lo aferró por el cuello y le colocó la boca de una pistola en la sien mientras les ordenaba a sus hombres que se ataran entre sí. El propio Bandor debió atar a Peñalver.
—Si quiere volver a ver con vida a lo que queda de su tripulación —amenazó el sicario—, hará lo que le ordeno. Necesito que alquile un barco y lo avitualle.
El ambiente se tornó aún más confuso cuando entró una mujer de gran belleza y le ató las muñecas tras la espalda y le vendó los ojos para guiarlo fuera. Bandor supo que no tenía alternativa: cumpliría con la orden de La Cobra o no volvería a reunirse con sus hombres. Por nada los abandonaría, ellos eran su única familia, en especial Peñalver, a quien quería como a un padre. No había resultado fácil hacerse de un barco y de los bastimentos en ese maldito puerto de Buenos Aires. La Cobra, por su parte, había conchabado a ese grupo de hombres a los que no podía llamarse tripulación, y a los que debía de haberles ofrecido tentadoras sumas de dinero a cambio de fidelidad. Los había encontrado en unas sórdidas tabernas a las que llamaban pulperías, y sólo unos pocos tenían conocimientos de náutica, aunque todos manejaban con destreza el cuchillo y el facón. Con todo, ahí estaban, a millas del ecuador, en medio del océano encalmado después de haber sorteado una tormenta de los mil demonios.
—¿Qué quiere? —se dirigió Bandor a La Cobra, y terminó de cerrar la puerta de su camarote.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no se mueve el barco?
—A este fenómeno lo llamamos calma chicha. No hay viento, y por ende las velas no se inflan para impulsarnos. —Por primera vez, Bandor percibió inquietud en el sicario—. Sólo resta esperar. El viento, tarde o temprano, volverá.
—¿En cuánto tiempo?
—Imposible predecir los caprichos de Eolo. Podría regresar en dos horas o en dos semanas.
“¿Qué extraño ser se oculta tras la máscara?”, pensó Bandor. Le daba calor sólo mirar al sicario enfundado en ese traje negro y la cabeza cubierta con esa máscara de cuero. “Debe de estar cocinándose”, dedujo, ya que las temperaturas en esas latitudes tan bajas ascendían a niveles despiadados.
Por su parte, La Cobra meditaba sin apartar la vista de Bandor. La calma chicha cambiaba el escenario. Ya lo había cambiado el día en que Bandor le comunicó que Blackraven los seguía de cerca. Jamás imaginó que el inglés se hiciera a la vela en tan poco tiempo. Resultaba evidente que sus barcos habían estado alistándose para zarpar y que sus informantes habían desconocido ese pedazo fundamental de información. Sin embargo, no lo había inquietado tanto como ese nuevo contexto, el del mar encalmado.
La Cobra se recordó que, si había subsistido en ese oficio, se debía a que siempre se había anticipado al movimiento de su enemigo. Así le había enseñado Papío a cazar serpientes con las manos. “Adelántate a su movimiento. Predice lo que hará. Que no te tome por sorpresa. Y será tu víctima”. Sabía que Roger Blackraven aprovecharía las nuevas circunstancias y asaltaría el barco con un comando nocturno. Urgía tomar las previsiones con respecto a su mujer y a su hijo. Tras ese silencio, manifestó:
—Se cerrarán todas las vías de acceso al camarote de la condesa de Stoneville. La quiero por completo aislada. Ni ella ni sus acompañantes podrán abandonarlo ni subir a cubierta en tanto no regrese el viento.
—Pero…
—Camargo y Páez —La Cobra hablaba de dos de los hombres que había contratado, los más ominosos en opinión de Bandor— se turnarán para permanecer dentro del camarote, vigilándolos.
—¡Dentro del camarote! —se pasmó Bandor—. No tendrán intimidad ni para hacer sus necesidades.
—Mande colocar ese biombo —dijo, y señaló uno plegado y apoyado sobre las cuadernas.
—Es demasiado —se quejó Bandor—. Con que coloque a un hombre de guardia en la puerta…
“La Cobra”, meditó Bandor, “no se mueve sino que aparece”. Como por arte de magia, se desvanecía en el sitio que ocupaba para aparecer en otro. Así, con una velocidad comparable a un pestañeo, el sicario se colocó detrás de él, lo sujetó por el cuello y le apoyó la punta de una daga en la yugular.
—No discuta conmigo, Bandor. No estoy de humor. Haga lo que le ordeno y no habrá problemas.
Temprano al día siguiente, Bandor contemplaba a través del catalejo la ventajosa disposición que habían adoptado los cuatro barcos de la flotilla de Blackraven. De seguro, al notar que el viento se tornaba racheado e inconstante y previendo la calma chicha, Blackraven había dado señal a sus navíos para que dieran una guiñada de noventa grados y se ubicasen con el costado de babor de cara a la Folâtre, y que luego abarloasen yuxtaponiendo sus proas con sus popas de modo de formar un sólido paredón frente a ellos. Dedujo que, por el lado de estribor, oculto a su mirada, debían de estar arriando esquifes para transmitir mensajes e intercambiar matalotaje. Al rato, advirtió que Amy Bodrugan, para evitar el ocio, había ordenado limpiar de sargazos y de tiñuela la quilla y pintar el casco bastante deslucido; algunos hombres se arrojaban al mar con espátulas y otros soltaban cuerdas y aparejos donde colgarse para lijar y pintar.
Amy Bodrugan mojó la péñola en el tintero y escribió las novedades en el diario de bitácora. Detestaba esas actividades relacionadas con la administración del barco, por tal motivo había contratado a un escribiente, Stephen Reynolds, que esa noche roncaba en su coy después de una borrachera con grog que al día siguiente le costaría doce azotes. Detestaba la calma chicha, no tanto por el tiempo que perdían sino por los excesos que provocaba el ocio. Soltó la pluma, se restregó la cara y suspiró. No se concentraba en las anotaciones porque su mente viajaba de continuo a la Folâtre. Se pasaba horas esperando que Víctor emergiera por la escotilla. Una emoción le aceleraba los latidos y le ceñía el estómago al verlo correr por cubierta hacia su padre. Los barcos distaban a escasa media milla, y, gracias a la potencia de sus lentes, distinguía su carita de felicidad. A veces, Bandor le permitía mirar a través de los catalejos y, al descubrirla en cubierta empeñada en la misma actividad, Víctor agitaba la mano y le sonreía, y ella descifraba por el movimiento de sus labios que la llamaba madre. Siempre le gustaba que la llamase madre, pero un orgullo especial la embargaba ahora que lo hacía frente a Bandor, y no deseaba que el pirata español supiera que, durante diez años, se había mantenido alejada de Víctor.
Escuchó el sonido de la puerta a sus espaldas y simuló concentrarse en el diario de bitácora.
—Deja la comida sobre mi litera, Liu-Chin.
—Yo no soy tu maldito cocinero chino, Amy Bodrugan —manifestó una voz que, dada su familiaridad, la hizo saltar de la silla.
—¡Condenado hijo de perra! ¡Devuélveme a mi hijo!
Bandor, en calzones blancos que le cubrían hasta las rodillas, descalzo y chorreando agua, sonrió de complacencia ante la mirada feroz y ardiente de Amy.
—Nuestro hijo, querrás decir.
Amy trepó a la mesa y se abalanzó sobre Bandor. Rodaron por el piso entre los insultos de ella y las risotadas de él, quien la sometió sin esfuerzo. Con un movimiento rápido y enérgico, la colocó boca arriba y bajo su cuerpo, y la inmovilizó sujetándola por los brazos. Amy sacudía la cabeza de un lado a otro y lo denostaba. Bandor se inclinó y le besó los labios con brusquedad, apretándola contra el suelo para que no se moviese. Amy percibió el gusto salobre de la lengua de Bandor cuando irrumpió en su boca, y lo escuchó resollar con pesadez, en tanto la excitación comenzaba a dominarlo y a contagiarla, y sus respiros se confundían con jadeos de placer.
—Oh, Amy… —lo escuchó susurrar, y un cosquilleo le recorrió las extremidades para acabar concentrándose entre sus piernas y provocándole una tibieza húmeda.
Llamaron a la puerta con golpes insistentes. Bandor levantó la cabeza y clavó sus ojos verdes en los negros de Amy. No la amenazó con gestos ni con palabras sino que aguardó con serenidad su decisión.
—¡Capitana! ¿Qué ocurre? Escuchamos fuertes ruidos.
Sin apartar su mirada de la de Bandor, Amy contestó:
—Nada, Lübbers. Estoy bien. Vuelve a tu puesto de vigilancia.
—¿De seguro se encuentra bien, capitana?
—Sí, estoy bien.
Los taconeos de Lübbers se desvanecieron en el corredor.
—¿Qué quieres de mí, Galo? ¿Por qué has venido hasta aquí esta noche?
—Para esto —dijo, y se apoderó de nuevo de sus labios, con más suavidad esta vez aunque con la misma pasión.
Amy no tenía voluntad ni deseos de negarse a esa sensación, y permitió que Galo le abriese la blusa y le rasgase el justillo. Se arqueó y gimió cuando él le chupó los pezones, y lo ayudó a desembarazarla de sus pantalones. Bandor se puso de pie para quitarse los calzones pesados de agua, y, mientras lo hacía, sus ojos nunca abandonaron los de Amy, que le devolvió un inequívoco e intenso mensaje de deseo que casi le provocó una carcajada de dicha. La cubrió de nuevo con su cuerpo frío y húmedo, y ella enseguida reaccionó envolviéndole la parte baja de la espalda con sus largas piernas.
—Pídeme que te penetre —le pidió, con un tono anhelante—. Esta vez quiero que sea con tu consentimiento.
—Por favor, Galo, penétrame.
Amy dejó escapar el aire con los ojos bien cerrados cuando Bandor irrumpió en su carne lúbrica y caliente. Él la sujetó por la negra cabellera y le besó los labios, las mejillas y el cuello, con un ardor que concertaba con el ímpetu de sus embestidas. No podrían expresar su alivio con libertad, de otro modo, la tripulación tiraría la puerta abajo. Bandor se mordió el labio, y Amy enterró sus uñas en la espalda de él y la cara, en su pecho. Con las piernas de Amy aún en torno a su cintura, la llevó en andas a la litera donde volvió a amarla.
—Maldito seas —susurró Amy, todavía conmocionada por el orgasmo—. Maldito seas por hacerme el amor de este modo.
—Sólo contigo alcanzo este éxtasis. Sólo contigo —remarcó, mientras depositaba pequeños besos en sus párpados y le acariciaba el cuerpo delgado y flexible.
—Me alegro de que hayas venido. Has estado grandioso.
—Apenas descubrí las jarcias que tus hombres colgaron en la amura para pintarla, me decidí a cruzar a nado la media milla que nos separa.
—¿Cómo lograste sortear la guardia de cubierta?
—Mucho grog entre tus hombres, querida —le reprochó Bandor.
—Sí, lo sé —admitió Amy—. Esta calma chicha los vuelve inmanejables. Pero mañana repartiré azotes de quilla a perilla. Conseguiré que el grog les provoque arcadas, ya verás. ¡Maldito seas, Galo! —profirió Amy, y se incorporó en la litera, con la sábana sobre su torso desnudo—. ¡Devuélveme a mi hijo! Hoy no subió a cubierta en todo el día. Dime si está enfermo.
—Escúchame —habló Bandor con severidad, y la obligó a recostarse a su lado—. Escúchame bien porque no tengo mucho tiempo. Estoy en manos de un sicario llamado La Cobra que tiene a Blackraven en la mira. Me rescató del Sonzogno porque necesitaba a alguien que pilotara un barco y me amenazó con matar a mis hombres si no colaboraba con el secuestro de la condesa de Stoneville.
—Roger y yo creemos que sois cómplices —manifestó Amy.
—¡Malditos los ojos de Blackraven! ¡Y maldita tú por creer en él ciegamente!
—¡Ya me aburres con tu sed de venganza! Roger se batió con tu padre en un duelo limpio. Yo estuve ahí. Yo lo vi. Roger ganó en buena lid; tu padre, que era un condenado hijo de perra, perdió. Acéptalo y déjanos en paz.
Bandor la aferró por los hombros y le dirigió una mirada cuya implacabilidad le produjo un vuelco en el estómago.
—¿No te das cuenta de que es por tu causa que odio a Blackraven? Era un zagal imbécil cuando decidí vengar la muerte de mi padre. Hace muchos años que entendí que se trataba de una tontería, que debía seguir adelante y olvidar. Dios sabe que Ciro Bandor era un condenado hijo de perra, como tú dices, y que no merecía tanto esfuerzo de mi parte. Sin embargo, tú ya habías entrado en mi vida y lo habías trastornado todo. ¡Me vuelco loco cada vez que te imagino en sus brazos!
—Roger y yo hace tiempo que no somos amantes. Él está casado ahora y, aunque no lo creas, le es fiel a su esposa.
—Y eso te disgusta sobremanera, ¿verdad?
—No.
La contestación lo satisfizo. Si Amy la hubiese expresado con mayor vehemencia o con otras palabras, no le habría creído; en cambio, ese simple “no”, dicho con serenidad y acento inconmovible, lo complació.
—He venido a proponeros un plan para acabar con La Cobra.
—¿Está contigo en la Folâtre?
—Sí. La Cobra y su cómplice, una mujer a quien sólo he visto un par de veces; creo que es su amante. Salvo mis cinco hombres, el resto de la tripulación responde a él, y no podré hacer nada solo. Necesito que, aprovechando la calma chicha, Blackraven y tú abordéis el barco de noche y acabéis con ellos. Colgaré la escala de abordaje y algunas cuerdas para que podáis subir ya que será imposible que lo hagáis por el portalón sin que los hombres de La Cobra lo adviertan.
—Hablaré con Roger.
—El ataque no deberá demorarse. No sabemos con cuánto tiempo contamos. El mar se mantendrá encalmado unos días, no más. Volveré mañana por la noche para ajustar los detalles.
Al momento de la despedida, Galo Bandor deslizó sus manos por la cintura desnuda de Amy y la pegó a su cuerpo. Se inclinó para besarla en la boca, y, sin despegar sus labios de los de ella, le susurró:
—Amo a Víctor más que a nadie porque es el hijo que tú me diste.