En el Retiro estaban informados de los pormenores de la enfermedad de Victoria gracias a Balkis, el esclavo que, a diario, llevaba la carne a la casa de San José. Balkis aseguraba que, si bien Gabina y Berenice mejoraban, la condesa de Stoneville no manifestaba ningún adelanto; las llagas, en lugar de secarse y convertirse en costras, se habían vuelto más virulentas y le ocupaban cada pulgada de piel; sus facciones habían desaparecido bajo las pústulas, resultaba imposible distinguir los lineamientos del pasado; la belleza de su rostro se había perdido para siempre.
Blackraven había ordenado que se quitaran los espejos de la habitación porque temía que, si Victoria acertaba a ver su reflejo, la conmoción la mataría. Isabella se desesperaba, no sabía cómo ayudar a su nuera, no tanto a sentirse cómoda y fresca, sino a hallar la paz. En los momentos de conciencia, Victoria malgastaba su fuerza lloriqueando que quería morir, preguntando cuán fea estaba, suplicando que le describiesen las deformidades de su rostro; intentaba tocarse para palpar las pústulas, e Isabella le retiraba la mano con paciencia y la cubría con trapos fríos.
Nadie sabía que en el cajón de la mesa de noche guardaba un espejo de mano. Sin moverse, con gran esfuerzo dada su debilidad, Victoria estiró el brazo, abrió el cajón y hurgó hasta que sus dedos tocaron el mango de plata. Lo sujetó y lo aproximó a su rostro. No se reconoció. ¿Dónde estaba ella? ¿Quién era ese monstruo repulsivo? Experimentó las dos sensaciones al mismo tiempo, la de caer en la cuenta de que ese adefesio era ella y la de una mano que se cerraba en torno a su garganta. No podía respirar, lo intentaba mientras seguía aferrada a la imagen inhumana que le devolvía el espejo. Al final, las lágrimas le borronearon la visión.
El ahogo cedió, e inspiró ruidosamente. Sus alaridos atrajeron a Blackraven, a Malagrida y a Isabella, que le quitó el espejo de la mano. Debieron llamar a Fabre para que le suministrara un soporífero, ya que no conseguían serenarla. Blackraven la inmovilizaba por los hombros para evitar que abandonara la cama. De pronto, una fuerza extraordinaria había tomado el lugar de la debilidad, y Victoria lloraba, gritaba y se movía como en la salud. Después de tomar una medida generosa de tintura de láudano, Victoria se rebulló hasta la inconsciencia.
Fue Balkis quien, el lunes 16 de febrero, por la tarde, llegó al Retiro con la noticia de que la viruela había acabado con la condesa de Stoneville esa mañana. Melody quedó aturdida, no por la noticia, ya que la esperaba de un momento a otro, sino a causa de sus propios sentimientos. No sabía qué sentir. En realidad, experimentaba un alivio que no se animaba a admitir, y esa lucha la sumía en una profunda desazón.
—Es lógico que no te entristezca la noticia —expresó Amy, con pragmatismo—. Serías una hipócrita si quisieras hacerme creer que no estás más tranquila con la desaparición de Victoria.
—Pienso en Roger. Él debe de estar sufriendo.
—Lo único que me importa de Roger es que no contraiga la enfermedad. En cuanto a la muerte de su esposa, al menos esta vez tendrá un cuerpo para enterrar.
Como Victoria profesaba la fe anglicana, no les permitirían sepultarla en ninguna iglesia ni convento de Buenos Aires. A Isabella se le ocurrió que descansaría en paz bajo los limoneros al final de la propiedad.
—Victoria me comentó cuánto le agradaba el perfume de las flores de azahar.
Isabella la vistió con una bata de cotilla de organdí blanco y le puso un ramo de azahares en las manos que le descansaban sobre el pecho. Blackraven y Malagrida la sacaron de la cama y la acomodaron en un ataúd de roble con ornamentadas manijas de bronce. Los tres se congregaron a despedirla. Malagrida leyó un responso. Isabella sollozaba por lo bajo. Blackraven apretaba las mandíbulas y veía, tras un velo de lágrimas, el rostro deformado de quien, en vida, había sido la mujer más hermosa que él conocía.
—Dejadme a solas con ella —pidió, e Isabella y Malagrida se retiraron.
Blackraven acercó una silla al cajón, fijó la mirada en Victoria y rememoró sus palabras antes de morir, las había pronunciado sin levantar los párpados llagados, con dificultad, en un hilo de voz, dominada aún por el efecto del opio que Fabre le había suministrado.
—Te amo, Roger. Nunca lo dudes. Tampoco pienses que me casé contigo por tu dinero. Te amaba entonces tanto como ahora. Te amé desde el primer día en que te vi, aquella mañana en la escuela dominical, ¿te acuerdas? Y si te llamaba gipsy o darkie y te hostigaba era para disfrazar mis sentimientos hacia ti, porque se suponía que no podías gustarme, no tú, el bastardo, el ilegítimo. Me crié en un mundo hipócrita y pagué caro no haber roto con esas cadenas.
—Lo sé, cariño. Sé que te criaste en un mundo duro y sin sentimientos.
—Perdóname, Roger.
—¿Qué tengo que perdonarte?
—¡Tú lo sabes! ¡La traición con Simon! ¡Perdóname! —se desesperó—. No me dejes partir sin el consuelo de tu perdón.
—Te perdono, cariño.
—Roger, mi amor.
Ésas habían sido sus últimas palabras. Blackraven acarició el cabello rubio de Victoria en el que Isabella había intercalado pequeñas flores blancas.
—Y tú —dijo Roger—, perdóname por haberte convertido en la víctima de mis odios y de mis resentimientos. Descansa en paz, cariño. Descansa en paz, Victoria.
La cubrió con los encajes que forraban el ataúd y llamó a los esclavos para cerrarlo. Ovidio entró con un martillo y clavos, y en minutos Victoria desapareció de la vista para siempre. Días más tarde, se colocó una lápida de mármol blanco en la cabecera de su tumba que rezaba: “Victoria Blackraven (14-VI-1773 – 16-II-1807) Querida esposa y compañera”.
Al día siguiente de la muerte de Victoria, Blackraven se hallaba en su despacho de la casa de San José definiendo con Távora los últimos detalles de la misión a Cádiz. Hacía semanas que la Wings se hallaba en forma para partir.
—Fue un golpe de suerte la llegada de esos mercantes ingleses atiborrados de ultramarinos —admitió Blackraven—. Sin embargo, me urge que entres en tratos con los nuevos proveedores. Aquí están las listas con los productos que más me interesa adquirir. Como no tendré tiempo de organizar que barcos de mi flota te secunden para transportar los productos hasta aquí, tendrás que alquilar las naves que juzgues necesarias y disponerlas en tal sentido.
—Si mis cálculos no fallan, para la época de mi llegada a Macassar, me encontraré con el Le Bonheur. —Távora hablaba de uno de los buques de propiedad de Blackraven de mayor tonelaje.
—Tanto mejor. —Abrió el cajón de su escritorio, de donde extrajo una carta lacrada con el sello de la casa de Guermeaux—. Toma, entrégaselo a mi tío Carlos junto con la letra de cambio. Aquí le envío un informe bastante completo de la situación en el Río de la Plata y le aconsejo promover a Liniers a un grado superior en la escala militar. Es imperativo que adquiera más poder. Antes de dejar Madrid, averigua de qué modo ha influido mi carta en mi tío y qué indicaciones le ha dado a Godoy al respecto.
Llamaron a la puerta. Gilberta, con una mueca de confusión, informó que un paisano traía “naranjas” de parte de un amigo del conde de Stoneville.
—Hazlo pasar.
Embozado e irreconocible en sus prendas de gaucho, Aniceto Padilla apareció en el umbral; acababa de llegar a la ciudad y traía noticias de la fuga de Beresford y de Denis Pack. Hasta el momento, todo se había desenvuelto según lo planeado. El día anterior, el 16 de febrero, Saturnino Rodríguez Peña y Aniceto Padilla, en compañía de dos soldados, habían alcanzado al piquete que escoltaba a los oficiales a Catamarca a la altura del pueblo de Arrecifes, en una estancia de propiedad de los betlemitas, o de los “barbones”, donde, desde hacía tres días, Beresford se recuperaba de una supuesta afección. Martínez Fontes, el cuñado de Rodríguez Peña, quien encabezaba la misión, se mostró sorprendido ante el nuevo giro de las disposiciones, aunque no dudó en entregar los prisioneros dada la contundencia del documento rubricado por Liniers. El capitán Olavarría, segundo en el mando, no se mostró tan dispuesto, y hasta dudó de la autenticidad del escrito, ante lo cual Martínez Fontes se ofendió pues estaba poniéndose en tela de juicio la honorabilidad de su cuñado, el doctor Rodríguez Peña. Por fin, Olavarría prestó consentimiento, y los prisioneros fueron separados del grupo y entregados en custodia a sus nuevos responsables. De inmediato, ese mismo día, Padilla inició su viaje de regreso a Buenos Aires; Rodríguez Peña, Beresford, Pack y los dos soldados lo harían al siguiente.
—Mañana estarán en Buenos Aires —siguió notificando Padilla— y entrarán al cobijo de la noche.
—Aquí está todo dispuesto para recibirlos.
Francisco González, gran amigo de Mariano Moreno, que vivía en la calle de San Pedro, en esquina con la de San Bartolomé, bastante alejado del centro, había aceptado albergar a los ingleses, a Rodríguez Peña y a Padilla hasta que cruzaran el río con destino a Montevideo. Del bienestar de Beresford y de Pack durante su corta temporada en Buenos Aires se ocuparían sus hermanos de la logia masónica Southern Cross. A Blackraven sólo le quedaba proveer el barco que los conduciría a la libertad para dar cumplimiento a la promesa formulada a Beresford.
—En casa de Francisco González ya está instalado, desde ayer, el teniente coronel Lane, del cuerpo de Santa Elena, quien se fugará con vosotros.
—Muy bien, excelencia —contestó Padilla.
—El día 21, alrededor de las once de la noche, bajarán al río por la calle de San Bartolomé donde estará esperándolos un bote que los llevará hasta uno de mis barcos, la corbeta Wings, al mando del capitán Távora —y señaló a Adriano—, que los transportará al puerto de San Felipe.
Blackraven despidió a Padilla y siguió empeñado en sus asuntos, tratando de olvidar que el día anterior había sepultado a Victoria y que la lejanía de Melody y de Alexander estaba convirtiéndose en un peso difícil de sobrellevar. Aunque Fabre le había manifestado que el peligro de contagio había pasado, Blackraven prefería esperar unos días antes de volver al Retiro.
El 23 de febrero por la tarde, Távora se presentó en la casa de San José con buenas noticias: Beresford y sus amigos habían alcanzado la Banda Oriental sin inconvenientes, y se hallaban bajo la protección del general Auchmuty en Montevideo. En Buenos Aires, hacía días que se conocía la noticia de la huida de Beresford y de Pack, y, como se murmuraba que los ingleses estaban escondidos en la ciudad, las autoridades del Cabildo habían dispuesto que patrullas de vigilancia recorrieran las calles a toda hora en busca de los fugados. Por otro lado, Liniers había iniciado una investigación para descubrir quién había falsificado su letra y rúbrica para redactar el documento en poder del capitán Martínez Fontes.
Blackraven quebró el sello de la carta de Beresford que le acababa de entregar Adriano Távora. ”. no tengas dudas, querido amigo, que, luego de conocer las instrucciones con las cuales sir Auchmuty ha desembarcado en estas costas, intentaré persuadirlo de la conveniencia de apoyar la liberación del virreinato con los auspicios de la Corona Inglesa en lugar de un innecesario derramamiento de sangre”. Blackraven encendió una bujía del candelabro y quemó la misiva; procedió de igual forma con la de Saturnino Rodríguez Peña, en la cual le encarecía la protección de su familia, todavía afincada en Buenos Aires.
—Me marcho al Retiro —anunció.
“Pero antes iré a hablar con el padre Mauro”.
Esa mañana, Melody se levantó de mejor ánimo. Desde la muerte de Victoria había vivido desgarrada por dos sentimientos, el de la ilusión y el de la culpa. Necesitaba a Blackraven, y no comprendía qué lo ocupaba en Buenos Aires para no presentarse en el Retiro cuando el tiempo de incubación de la viruela había terminado, y Balkis aseguraba que el amo Roger gozaba de perfecta salud.
—Si tu padre no viene hoy —le habló a Alexander, mientras le cambiaba los pañales—, iremos a buscarlo.
Se sentó en el borde de la cama y colocó al niño en su regazo. Lo estudió con detenimiento, como cada mañana; quería conocer los detalles de su hijo. Michela había estado en lo cierto: poco a poco, los ojos abandonaban la tonalidad indefinida entre el azul y el negro y adoptaban un color más celeste, semejante al de ella; en todo lo demás, impresionaba el parecido con Roger. Había cumplido tres meses, y los avances resultaban asombrosos: si lo colocaba boca abajo, se incorporaba apoyándose en los antebrazos, y casi de inmediato giraba sobre sí para estar boca arriba; al sostenerlo sentado, se mantenía erguido, pero si lo soltaba, caída de costado como un saco de harina; abría las manos, jugaba con ellas y se las metía en la boca; aferraba el sonajero que le había regalado su abuela y lo sacudía con ímpetu; buscaba a Melody cuando escuchaba su voz, y se calmaba pronto cuando ella le cantaba; sonreía y emitía sonidos prolongados, y a Melody se le escaparon algunas lágrimas el día en que Víctor, con sus morisquetas, lo hizo reír a carcajadas.
Llamaron a la puerta. Era Miora.
—¿Qué ocurre? —se asustó Melody, al notar su ceño de preocupación.
—Alguien desea verla, miss Melody. Es Joana, la esclava de la baronesa de Ibar.
—¿Con qué cuentos me viene ahora? —se impacientó.
—Creo que debería escucharla, miss Melody.
Puso a Alexander al cuidado de Trinaghanta y bajó. Le indicó a Miora que atendería a la esclava en su sala privada. Melody, que escribía una nota a madame Odile en su secreter, levantó la vista al escuchar el rechinar de la puerta. Se quedó atónita al ver a Joana.
—¿Quién te ha golpeado de ese modo? —preguntó, y Miora tradujo.
—Mi señora, la baronesa de Ibar.
—Siempre la golpea así, miss Melody —acotó Miora.
—¿Por qué deseabas verme?
—Para decirle la verdad, miss Melody.
Melody le indicó un canapé frente a ella. Joana dudó, y Melody insistió.
—¿A qué verdad te refieres?
—A que el señor conde de Stoneville jamás le fue infiel con mi señora.
Melody no cambió su fisonomía; se quedó mirando a la esclava fijamente, sin dureza, aunque con gesto indefinible.
—La señora baronesa se encaprichó con el señor conde desde la noche en que lo conoció, en una fiesta en Río de Janeiro. Lo primero que hizo fue conseguir habitaciones en el hotel donde se hospedaba su excelencia. Después fue a visitarlo a su recámara. El señor conde la recibió, pero enseguida la echó. La señora baronesa regresó furibunda a su habitación y se la tomó conmigo, como acostumbra. Intentó seducirlo varias veces, sin conseguir nada. Pero ella no se da fácilmente por vencida. Convenció al señor barón de adelantar su viaje a Buenos Aires, y, al llegar aquí, persiguió al señor conde de nuevo. Pero esta vez, él no tuvo contemplaciones y la trató como a lo que se merecía, como a una ramera.
—¿Amenazó con golpearte si no le decías a Miora que la baronesa de Ibar visitaba la habitación del señor conde en Río de Janeiro?
La muchacha asintió, con la cabeza baja.
—Supongo que lo hizo para vengarse ya que el señor conde no le hizo caso. Perdóneme, miss Melody. Le tengo miedo a la baronesa de Ibar. Tiene la mano larga cuando se enoja. Y ha estado muy enojada desde que se enteró de que su plan no había surtido efecto puesto que su merced y el señor conde no os habéis peleado.
—¿Por qué vienes a decirme esto?
—Porque me pesa la conciencia, miss Melody. He hecho muchas cosas malas a pedido de la baronesa, para que no me moliera a palos. Y, aunque hago todo lo que ella quiere, igual me golpea cuando se pone rabiosa.
—¿Qué clase de hombre es tu amo, el barón de Ibar?
Joana sacudió los hombros.
—A veces me defiende. Es un hombre raro. Conoce las marranadas que hace su esposa y no dice nada.
—¿Quieres decir que el barón de Ibar está al tanto del encaprichamiento de su esposa con el señor Blackraven y no dice ni hace nada?
Joana asintió.
—¿Cómo sabes tú esto?
—A veces los escucho hablar de él.
—¿Del señor Blackraven?
—Sí. A veces, porque casi siempre, entre ellos, hablan en francés, y yo de francés no entiendo una palabra.
—¿Qué dicen acerca del señor Blackraven?
—Es la baronesa la que habla, en realidad. Él la escucha y ríe mientras ella le cuenta lo que hace para conquistarlo.
Melody sintió repugnancia. Se puso de pie, y Joana la imitó al instante.
—Miora, dile a Trinaghanta que traiga a mi hijo y que después se ocupe de curar esas heridas de Joana. —A la esclava le manifestó—: No volverás donde tus amos o terminarás muerta a golpes. Te quedarás aquí, en el Retiro.
—Pero…
—No te preocupes. Yo me encargaré de las cuestiones legales.
Al atardecer, cuando el sol del verano comenzaba a hundirse en el horizonte, Melody mandaba extender una sábana cerca del jardín de la señorita Béatrice, bajo el tilo, y se sentaban para beber horchata y aloja de membrillos y comer bizcochuelo y galletas. Elisea solía leer en voz alta algún capítulo del libro de turno, Amy contaba una anécdota de sus aventuras en el mar, Melody cantaba tonadas en gaélico, Víctor daba una exhibición de esgrima con el maestro Jaime, o se dedicaban a llamar la atención de Alexander o de Rafaelito y a reír de sus muecas y de sus sonidos.
Esa tarde, Melody se encontraba abstraída, y ni siquiera reparaba en la risa de Alexander provocada por las cosquillas que Amy le hacía.
Blackraven se enfadaría al enterarse de que le había enviado una nota al doctor Covarrubias pidiéndole que iniciase una demanda contra la baronesa de Ibar por maltratar a su esclava; se resentiría su amistad con el barón de Ibar, y eso aumentaría su enfado. “¿Por qué no regresas, Roger?”, se preguntaba, y miraba hacia el río cada vez más oscuro. Otro día que pronto acabaría, y Blackraven aún no se presentaba. Se repitió que iría a buscarlo al día siguiente. Temía encontrarlo devastado por la pena, y a la culpa por experimentar alivio se le sumaban los celos, pues no quería que Blackraven sufriera por la muerte de Victoria. Terminaría volviéndose loca. “¿Qué pretendes, Melody Maguire?”, se increpaba. “¿Que esté feliz? No sería un buen hombre si así sintiera”.
Angelita lo vio primero. Apartó su labor, se puso de pie y señaló hacia el portón de ingreso a la propiedad.
—¡El capitán Black! —exclamó—. ¡El capitán Black ha vuelto!
Melody giró el cuello y lo vio cuando cruzaba el arco de la entrada montado en Black Jack. El corazón le dio un golpe y se lanzó a batir, desenfrenado. Le entregó el niño a Trinaghanta, se levantó el guardapiés y echó a correr. Sansón, Víctor y Angelita la siguieron, pero un llamado de Amy los hizo regresar.
—Dejadlos a solas un momento —indicó—. Ya vendrán ellos para acá. Sansón, ven, siéntate aquí, junto a mí.
Blackraven apuró el paso y saltó del caballo cuando Melody se hallaba a pocas varas. La contempló, extasiado. Llevaba el pelo suelto y ni siquiera vestía medio luto sino un traje de montar en una tonalidad verde esmeralda que él jamás habría imaginado que le sentaría tan bien. La chaqueta, con doble botonera, le ceñía la cintura y pugnaba por contener el exuberante busto.
Melody se arrojó a los brazos de Blackraven, que la hizo dar vueltas en el aire para luego apretarla contra su pecho y besarla en todas partes.
—¡Roger, amor mío! ¡Amor mío! —repetía Melody, y lloraba.
Él la mantuvo abrazada hasta que sus respiraciones se normalizaron y sus besos ansiosos se volvieron lánguidos y suaves.
—Me devuelves la vida, Isaura.
—Mi amor, cuánto te eché de menos. Si no hubieses regresado, mañana Alexander y yo habríamos ido a buscarte.
—Imagino que ya sabes que Victoria falleció hace una semana.
Melody asintió.
—Espero que no haya sufrido.
—La viruela es una enfermedad cruel, Isaura.
—Sí, lo sé. Recé tanto para que tú no enfermaras. Estaba loca de angustia. ¿Por qué tardaste tanto en regresar? Creí que nos habías olvidado.
—¡Olvidarte! Ni un segundo te aparté de mi mente, ni a ti ni a nuestro hijo. Si tardé en regresar fue por vuestro bien, pues quería asegurarme de no haber contraído la enfermedad. ¿Fuiste donde el padre Segurola a vacunarte?
—Sí, sí. Y llevé a los niños. Todos fuimos inoculados.
—A ver, muéstrame. ¿Dónde fue?
—Aquí —dijo, y se señaló la parte superior del brazo izquierdo—. Te lo mostraré luego, cuando me quite la chaqueta. Fue sólo una incisión superficial.
—¿Te dolió?
—Casi nada. Alexander lloriqueó un poquito, pero le canté su tonada favorita y se calmó de inmediato. Ven a saludar al resto. Todos esperaban ansiosos tu regreso. ¡No reconocerás a nuestro hijo! Ha crecido tanto, Roger.
Blackraven la sujetó por la cintura y la pegó a su cuerpo nuevamente.
—Tú estás bellísima, cariño. Así, con el pelo suelto y ese traje, me has dejado boquiabierto. No sé si pueda aguantar hasta esta noche. ¿Aún te sonrojas, Isaura? Después de todo, ¿aún te sonrojas?
—Es que pienso en que me amarás esta noche después de tanto añorarte, y me embarga una emoción que se refleja en mis mejillas. ¿Me he puesto muy colorada? No quiero que me vean así.
—Estás adorable.
Caminaron de la mano, con Black Jack por detrás. Melody describía los avances de Alexander, y Roger percibía el orgullo en su voz y se conmovía de dicha. Después de tanto tiempo lejos de sus seres amados, después de haber convivido con la muerte y un pasado triste, la presencia de Isaura y aquel entorno feraz se asemejaban a una bocanada de aire de quien ha permanecido demasiado bajo el agua. Lo recibieron con afecto, y, mientras Sansón saltaba en torno y ladraba con Arduino sobre su cabeza, los demás le hablaban al unísono: Víctor, para mostrarle sus nuevas habilidades en esgrima; Angelita, para entregarle un pañuelo con las iniciales del Capitán Black bordadas en lomillo; Amy para preguntarle por Távora y su dichosa misión a Cádiz; y María Virtudes, por la suerte del teniente coronel Lane.
—Toma —dijo Blackraven, y le entregó una carta—. Te la envía Lane. Quédate tranquila, él está a salvo en Montevideo, bajo la protección del ejército de su país.
—¡Oh! —María Virtudes se quedó mirando el sobre lacrado—. Miss Melody, ¿puedo retirarme a mi habitación para leerla?
—Sí, por supuesto.
—En cuanto a don Diogo —Blackraven se dirigió a Marcelina—, ha aceptado mi invitación para pasar el día con nosotros el próximo domingo e ir a la Plaza de Toros después, si os apetece.
—Gracias, excelencia —musitó la joven, sonrojada y feliz.
—¡Sí, a la Plaza de Toros! —se entusiasmó Víctor, provocando la alacridad de Alexander.
Blackraven se volvió hacia su hijo, en brazos de Melody, y se preguntó qué había sido de aquel niño frágil al que encontraba dormido la mayor parte del tiempo y que, cuando lo tomaba entre sus brazos, parecía desarmarse. Éste, en cambio, se mantenía erguido, no parecía intimidado por el barullo ni los ladridos del perro, y sus ojos, de tonalidad más clara de la que recordaba, seguían sus movimientos con seria atención. Lo sujetó por el torso y lo levantó por encima de su cabeza, lo que provocó la risa de Alexander, una especie de carcajada corta y cristalina que no le conocía. Se sentó sobre la sábana con su hijo en brazos, y lo besó en los suculentos carrillos y en los rollitos del cuello. Olía tan bien. Melody quería mostrarle cómo asía el sonajero. Alexander lo sacudió con tal brío que terminó golpeándose la frente. Se quedó quieto, tratando de dilucidar qué había sucedido, hasta que, después de un mohín, se echó a llorar. Blackraven, como asustado, se lo devolvió a Melody, que le llenó de besos la frente enrojecida por el golpe. Lo acunó en sus brazos y comenzó a canturrearle muy cerca del oído. Blackraven veía cómo sus labios, esos labios de africana y tonalidad purpurina, acariciaban la orejita de Alexander e imaginó la calidez de su aliento y la suavidad de la mano con que acariciaba la espalda del niño. Se sintió cansado y exultante, todo a la vez, y se recostó sobre la sábana y apoyó la cabeza en las piernas de Melody, que, al sentirlo, dejó de acariciar a Alexander y comenzó a rozarle la mejilla, áspera a esa hora. Blackraven se durmió al son de la canción de cuna en gaélico.
En el Retiro, la vida tomó el curso anterior a la muerte de Victoria. Blackraven pasaba la mayor parte de la jornada en la ciudad y regresaba por la noche; a veces, los asuntos del lagar, del molino aceitero y de las tahonas lo obligaban a permanecer todo el día en la quinta. Poco a poco, Melody recuperaba la paz, y Victoria y los sentimientos causados por su muerte se esfumaban. Blackraven no hablaba del tema, y Melody llegó a darse cuenta de que no lo hacía, no porque aún le doliera, sino porque, con su sentido práctico, lo había terminado y estaba en paz; por cierto, se lo notaba contento y distendido. La hizo feliz que, al día siguiente de su regreso, le mencionara que había visitado al padre Mauro y que lo había comprometido para que los casara antes de fin de mes. La ceremonia tuvo lugar el viernes de esa misma semana, el 27 de febrero, en la sala de música. Malagrida y Amy Bodrugan fueron los testigos de la boda y firmaron el libro parroquial junto con los novios. Para Melody, ese día transcurrió de un modo extraño; a veces, al recordarlo, le parecía un sueño. Había estado como ebria de dicha y pasmada de incredulidad, pues le costaba creer que, después de todo, Roger y ella se unieran de nuevo.
—Nunca nadie volverá a separarme de tu lado, Isaura —le juró la noche de la boda, después de hacerle el amor—. Prométeme que tú jamás volverás a dejarme.
—Jamás, lo juro.
Blackraven quería retornar a Londres aunque sus asuntos en materia de política en el Río de la Plata no se hallaban en absoluto finiquitados, es más, resultaba un momento inconveniente para ausentarse cuando nada se encontraba definido y la resolución podía darse en cualquier sentido. Pero él entendía que, si los ingleses habían puesto la mira en Sudamérica, el único modo de torcer sus planes de conquista por otros de independencia sería moviendo los hilos en Whitehall y en Downing Street; lo cierto era que no confiaba en el poder disuasivo de Beresford si Auchmuty, como él sospechaba, tenía claras instrucciones de apoderarse del Río de la Plata. Había trazado algunos planes y elegido a los camaradas de la Southern Secret League que lo secundarían en su accionar en Londres; en especial se apoyaría en un gran militar y miembro de la liga, Arthur Wellesley, con quien Távora se había reunido antes de zarpar hacia Sudamérica. Wellesley le había enviado una carta a Blackraven donde le informaba, además de su regreso de la India, que había redactado unos informes a pedido del primer ministro Grenville apoyando la idea de auspiciar la independencia de las colonias españolas.
Pero Melody le había expresado que aún no estaba lista para partir. Ponía excusas: el niño, el largo viaje, la incomodidad del camarote, que perdería la leche, que se marearía, que esto, que aquello. Blackraven se daba cuenta de que, en rigor, la atemorizaba enfrentar a la sociedad inglesa como esposa del futuro duque de Guermeaux. Pospondría el viaje un par de meses, aunque ya había decidido que, una vez completada la remozada en el casco de Bella Esmeralda, partirían hacia allá, porque, dada la ubicación del Retiro, en caso de invasión o bombardeo desde el río, se hallarían en una posición muy inconveniente.
Blackraven meditó por días el provecho de informar a los hermanos y a las hijas de Bela Valdez e Inclán sobre su muerte. Al final, consideró que tenían derecho a saber la verdad; no obstante, se propuso ocultar ciertos detalles, como, por ejemplo, que se había suicidado y que había sido enterrada meses más tarde. El domingo en que don Diogo llegó para compartir el almuerzo, los congregó en su despacho, a todos menos a Angelita, y les reveló los sucesos bastante cambiados.
—Doña Bela —dijo— escapó del convento seguramente arrepentida de la promesa que Alcides le arrancó en su lecho de muerte. No debemos juzgarla con dureza. Con su juventud, la vida conventual debió de parecerle una tumba. Vivía de manera modesta junto con Cunegunda y una amiga en una casa cercana a la zona de San José de Flores. La mañana en que las encontramos, ambas, doña Bela y su amiga estaban muertas, probablemente por algo en mal estado que ingirieron.
—¿Quién era esa amiga, excelencia? —preguntó Leonilda, quien se mantenía entera y grave.
—No lo sé —mintió Blackraven.
—¿Qué ha sido de Cunegunda, excelencia? —siguió inquiriendo la hermana de Bela.
—Regresó al convento, pues es propiedad de las Hijas del Divino Salvador. Era parte de la dote que entregué cuando doña Bela ingresó en la congregación.
—¿Dónde fue enterrada nuestra hermana, excelencia?
—Cerca de la cabaña donde vivía, junto al huerto.
—La haremos traer a la ciudad y la enterraremos en San Francisco —dijo Diogo.
—No —replicó Leonilda, con una firmeza que ahuyentaba cualquier intención de discrepar—, permanecerá donde ella eligió vivir. Y de esto no se habla más.
A menudo Blackraven analizaba las extrañas circunstancias de la muerte de Enda Feelham y se preguntaba si el relato de Cunegunda no era producto de una alucinación. Que a Enda Feelham la habían degollado, de eso no cabía duda. Costaba creer la historia del extravagante ser vestido por completo de negro, sin rostro ni peso, que avanzaba flotando y que poseía un vigor anormal. A su juicio, la habían asesinado por venganza ya que no podía aducirse que hubiera muerto a manos de un ladrón cuando todo lucía en su sitio, más aún, Ovidio había encontrado tres doblones en la habitación contigua en una bolsa de cuero que colgaba en la cabecera de la cama; tampoco podía aducirse que hubiese caído víctima de un violador, ya que sus ropas estaban intactas y en su cuerpo no se evidenciaban signos de lucha. “Un misterio que jamás resolveré”, se convenció Blackraven.
En cuanto a la gestión de Beresford ante sus pares en Montevideo, no daba buenos resultados; al menos así lo demostraba la comunicación que Auchmuty giró a las autoridades de Buenos Aires, esto es, al Cabildo, a la Real Audiencia y a Liniers, el 26 de febrero de 1807 —cinco días después del arribo de los oficiales ingleses fugados al puerto de San Felipe—, en la cual les reprochaba el incumplimiento de la capitulación del 12 de agosto y les exigía la devolución del Batallón 71 y demás compañías so pena de enviar a los militares de Montevideo a la Inglaterra. Asimismo, los conminaba a rendir la plaza para evitar una efusión de sangre innecesaria.
Blackraven recibió una carta de Beresford donde lo anoticiaba de su intermediación, que, de acuerdo con los supuestos de Blackraven, no había dado frutos hasta el momento. “Con el gabinete que encabeza lord Grenville en el poder, las ambiciones independentistas de mis amigos los porteños se verán frustradas en tanto todas sus esperanzas estén puestas en el apoyo que recibirían de nuestra milicia. Windham”, Beresford se refería al ministro de Guerra de la Inglaterra, “le ha dado claras instrucciones a sir Auchmuty de que conquiste la plaza y de que no hable de independencia con los nativos”. El viaje a Londres no se aplazaría por mucho tiempo, más allá de los escrúpulos de Melody.
A Blackraven lo admiraba la destreza con que Melody manejaba a Alexander. Acababa de bañarlo en una palangana, y resultaba admirable que pudiera jabonarlo a pesar de que el niño sacudiese los brazos y las piernas de continuo. Por mucho que Melody insistiera, él se negaba a hacerlo; temía que Alexander se resbalase de sus manos o que acabase con jabón en los ojos. A Alexander le fascinaba el agua, y chapoteaba y gritaba hasta que su madre lo sacaba; entonces, se enfurecía y lloraba. Melody le hablaba y le cantaba, mientras lo secaba y lo envolvía con los pañales, y Alexander pasaba de un ataque de furia a las sonrisas. Después, tranquilo y fresco, comía con la voracidad que lo caracterizaba y se quedaba dormido.
Blackraven nunca se cansaba de ese rito nocturno. Al igual que meses atrás había contemplado a Melody cepillar y trenzar su cabello o esparcir loción en sus piernas, ahora no perdía detalle del ajetreo con el niño. Esa noche, muy calurosa, su esposa lucía, más que cansada, agobiada, con profundas ojeras que denunciaban las escasas horas de sueño. Por fin, después de amamantarlo, puso a Alexander en su cuna. Blackraven, desde la tina, la vio desnudarse y recogerse el cabello en un rodete. Pensaba tomar un baño con él. La vio aproximarse y extendió la mano para ayudarla a entrar. Melody acomodó la espalda sobre su pecho y suspiró.
—Cierra los ojos y apoya la cabeza en mi hombro. Descansa mientras te baño.
La jabonó con la esponja marina, y la suavidad de las pasadas la adormecieron.
—Me gustaría que Alexander aprendiese a prescindir de ti durante la noche. Me preocupas, cariño. Te noto muy cansada y delgada.
—Trinaghanta dice lo mismo —apenas balbuceó Melody.
—Si Alexander no puede pasar la noche sin comer, contrataremos una nodriza.
Melody se incorporó, alarmada.
—Él es mío, Roger, como mío eres tú, y no contemplaré la idea de que otra mujer lo alimente. Sólo de mis pechos lo hará. Mi leche es lo mejor para él.
—Sí, por supuesto —replicó, complacido con la fiereza que su mujer desplegaba en relación con el hijo de ambos—. Entonces, Alexander aprenderá a que no puede contar contigo a lo largo de la noche. La próxima vez que despierte, yo me haré cargo de él. Desempolvaré mi vieja ocarina y le tocaré algunas melodías para tranquilizarlo.
—Buena idea —accedió Melody—. Alexander ama la música. Hagamos el intento.
El silencio flotó en torno a ellos; una brisa suave ingresaba por las contraventanas, arrastrando el aroma del sereno, los chirridos de los insectos y el croar de los sapos. Blackraven pasaba la esponja por los brazos de Melody hasta alcanzarle las manos que ella descansaba en actitud indolente sobre sus rodillas.
—Soy feliz, Isaura —le dijo al oído—. Nunca lo había sido hasta conocerte. Al menos no lo había sido de este modo tan sublime.
Melody se incorporó y giró la cabeza para mirarlo.
—A veces, cuando despierto por la mañana, pienso que he soñado, que, en realidad, tú y yo no estamos casados y que… bueno, que ella sigue viva. Entonces, te descubro dormido a mi lado, y no sé cómo explicarte lo que siento aquí —se llevó la mano al pecho—, como una calidez que me sube hasta el rostro y me llena de lágrimas los ojos. ¡Oh, Roger! No creo que soportaría volver a perderte.
—Nunca me perdiste, eso es algo que tú no comprendes, ni comprendiste en aquel momento. Por eso te marchaste.
—Estaba tan asustada, tan devastada. Sufrí tanto.
—Lo sé, cariño. Olvidemos el pasado, sólo recordemos los buenos momentos. Ahora nos aguarda un futuro pleno de dicha con nuestro hijo.
—Cuéntame algo bonito. Cuéntame qué hiciste hoy en la ciudad.
—Hoy, amada esposa, entre otros tantos asuntos, fui a componer el embrollo que armaste cuando colocaste bajo tu ala protectora a la muchachita ésa, la brasilera Joana.
—¿El barón de Ibar estaba muy enfadado contigo?
—No, por el contrario. A pesar del distanciamiento que impuse entre nosotros a causa de su esposa, me recibió con sincera cortesía. Me pidió disculpas por los disgustos que su esposa nos había causado, y ofreció, como muestra de amistad, entregarme a Joana en obsequio, lo que acepté sin dudar. De algún modo tenía que resarcirme por los problemas que me ocasionó la estolidez de su mujer.
—¿Viste a la baronesa?
—No. El barón me informó que, en breve, partirán hacia Chile. Ah, lo olvidaba. Ayer se presentó Simonetta Cattaneo en San José junto con esa negra tan arisca y orgullosa que tiene por esclava.
—Ashantí no es su esclava. Ella la presentó como su mejor amiga.
—Pues bien, apareció en San José para darme el pésame por la muerte de Victoria. Lamentó haber estado fuera de la ciudad las últimas semanas, justo cuando Victoria cayó enferma. Muy conveniente. En fin, también me dijo que en unas semanas seguiría camino en su grand tour. Doña Rafaela dice que deja al pobre Eduardo Romero suspirando de amor y con el corazón roto. Me pidió que te diera sus respetos. —Ante el mutismo de Melody, Blackraven dedujo—: No le perdonas su amistad con Victoria, ¿verdad? —Melody sacudió los hombros, y Roger cambió de tema—: ¿Sabes, cariño? Malagrida y mi madre son amantes.
—¡Oh!
—No me ha sorprendido. Siempre existió un sentimiento muy fuerte entre ellos.
—¿Malagrida te ha pedido la mano de tu madre?
Blackraven profirió una corta risotada.
—¿Mi madre casada? Lo dudo. Ella sostiene que si ha llegado a los cincuenta y cuatro años soltera, sería de necios cambiar ahora. Además, Malagrida no podría casarse con ella. Un compromiso anterior se lo impide.
—Está casado —coligió Melody.
—Sí, algo así. ¿Te escandalizas?
—Tendría que ser una hipócrita para hacerlo cuando conculqué todas las enseñanzas de mi madre: no llegué virgen al matrimonio, me convertí en la amante de un hombre casado y mi lujuria no conoce límites.
—¿De veras? ¿Tu lujuria no conoce límites? Demuéstramelo.
A la mañana siguiente, Melody, al advertir el buen talante de Blackraven, le planteó un asunto de extrema delicadeza: Servando y Elisea. Ese día aprendió que el buen talante de Blackraven no garantizaba que, un segundo después, su carácter endemoniado se desplegase en toda su magnitud. Calificó de “aberrante” y “desnaturalizada” la relación entre su pupila y su esclavo; a Melody la tachó de traidora, y a Amy, que intentó una mediación, la expulsó de su despacho.
—Hablaré con ella a solas —manifestó, al ver que Amy y Melody escoltaban a Elisea—. Marchaos y dejadnos a solas.
A pesar de que guardaba silencio y de que mantenía la vista en el suelo, Elisea transmitía una serenidad y un aplomo admirables. Blackraven le indicó que se sentase.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti, muchacha? Isaura me ha confesado que tú y Servando andáis enredados en amores.
—Así es, excelencia.
—¿Has perdido el juicio, Elisea? Antes de verte unida a un negro, te obligaré a casar con Otárola o te encerraré en un convento.
—Igual que hizo con mi madre —replicó la joven, y lo miró a los ojos.
—Tú madre ingresó en la congregación de las Hijas del Divino Salvador porque así se lo prometió a tu padre en su lecho de muerte.
—No es verdad, excelencia. Vuestra merced la obligó. Es cierto que aquéllos fueron días muy duros para mí; de igual modo, yo advertí que algo infrecuente ocurría. Mi madre, una mujer frívola y amante de las fiestas y del dinero, jamás habría accedido a ingresar en un convento a menos que su excelencia conociese una verdad con la cual amenazarla.
—¡No seas insolente, Elisea! —se ofuscó Blackraven, quien detestaba ser tomado por sorpresa.
—No lo soy, excelencia. Digo la verdad. Con el tiempo llegué a pensar que ese secreto que su excelencia conocía era la causa de la muerte de mi padre, y que, de algún modo, involucraba a mi madre.
—¡Cuidado, Elisea! Una palabra más y, sin consideraciones…
—¡Excelencia! —Elisea se puso de pie—. No quiero que me amenace. Yo siento un gran afecto por vuestra merced, y soy consciente de que, gracias a su generosidad, mis hermanas y yo no hemos caído en la indigencia. Sé también que, por preservar nuestra reputación, es que obligó a mi madre a ingresar en un convento en lugar de enviarla a prisión, donde merecía estar por haber envenenado a mi padre.
—¡Basta! —El puño de Blackraven cayó sobre el escritorio, y Elisea dio un respingo, pero no cedió terreno—. ¡Estás desvariando! No sabes lo que dices.
Resultaba asombroso que una mujer cuya actividad más riesgosa se limitaba a confeccionar una prenda con encaje a bolillo poseyese la inteligencia para arribar a conclusiones tan sólidas. “Deberíamos dar más crédito a las palabras del marqués de Condorcet”, se dijo Blackraven, al evocar al noble francés que había defendido el derecho de la mujer a participar en la vida política. Había refutado con ingenio a Talleyrand al expresar: “¿Por qué las personas expuestas a la preñez y a indisposiciones pasajeras no pueden ejercer derechos de los que nadie soñaría siquiera con despojar a hombres que padecen gota cada invierno o se resfrían fácilmente?”.
—Su excelencia tiene razón. Me he propasado. Suplico me disculpe.
—Vuelve a sentarte.
—¿Me concede permiso para expresar un último pensamiento, excelencia? Prefiero hacerlo de pie.
—Siempre y cuando tu pensamiento sea sensato, te concedo el permiso.
—Excelencia, no cuento con prueba alguna para probar lo que expuse anteriormente y que tanto ha molestado a vuestra merced, lo cual me provoca hondo pesar. Aunque de algo sí estoy segura y es de que mi madre no amaba a mi padre, y de que su vida junto a él la hizo infeliz. Mis abuelos casaron a mi madre cuando ella era una niña; apenas conocía a mi padre, un hombre mucho mayor. Yo no deseo eso para mí ni para mis hermanas, excelencia. Yo quiero casarme por amor.
—¡Sí que tienes redaños, muchacha! —la admiró Blackraven—. Hablas con el valor de un ejército de cosacos. ¿Y se supone que amas a Servando, ese negro inculto que no te llega a los talones?
—Servando sabe leer y escribir, excelencia. Es un hombre honesto y trabajador.
—Servando es un buen hombre, Elisea. Nadie lo pone en tela de juicio. Pero es negro y tú, blanca, y eso es una barrera insalvable para que os unáis. ¿Acaso no has pensado que serás repudiada por los de tu casta?
—Ya me repudian, excelencia, porque mi madre fugó del convento de las Hijas del Divino Salvador y porque rompí mi compromiso con el señor Otárola.
—Esas cuestiones pueden salvarse, pero que unas tu vida a la de un negro es insalvable, es un acto desnaturalizado, y no te dotaré para que cometas un acto de esa índole.
—No pretendo recibir dote alguna, excelencia.
—¡Muchacha! —se exasperó Blackraven—. ¿No has meditado que incluso deberás despedirte de tus hermanas para siempre? Sus esposos jamás permitirán que se relacionen contigo, la esposa de un negro, de un antiguo esclavo. ¿No te has dado cuenta de que vuestros hijos serán mulatos y que los despreciarán? ¿No has pensado en que jamás ingresarán en una casa de estudios porque no podrán presentar el certificado de pureza de sangre?
—Sí, he pensado en eso, y en otras cosas más, excelencia. He pensado que, uniéndome a Servando, seré pobre, que no vestiré los hermosos trajes que vuestra merced me compra ni comeré la exquisita comida que cada día se sirve en vuestra mesa; no tendré perfumes ni joyas ni una cama cómoda ni una recámara primorosa ni muebles refinados ni platería ni nada de lo que ahora abunda gracias a vuestra largueza. Sin embargo, puedo prescindir de todas esas cosas. De quien no puedo prescindir es de Servando.
“¡Dios mío, muchacha! No sabes cuánto te entiendo. Sin embargo…”.
—Elisea, Isaura y yo deseamos vuestra felicidad, la tuya y la de tus hermanas. Ella sostiene que tú y Servando seréis felices si os unís. A pesar de que tengo en alta estima el juicio de mi esposa, en este asunto disiento con ella. Sin embargo, no quiero propiciar tu desdicha alejándote de quien dices amar. Haré los arreglos necesarios para que partas un tiempo a recluirte en el convento de Santa Catalina de Siena. Allí podrás conocer los rigores de una vida de pobreza y de sacrificio, la misma que llevarías en caso de vivir con Servando; allí reflexionarás acerca de tus sentimientos y del cambio drástico que dará tu vida si decides unirla a un hombre a quien nuestra sociedad considera un ser inferior. Es mi deseo que, durante esos días de retiro y silencio, llegues a comprender que, si decides unir tu destino al de un negro, te convertirás, para los de tu casta, en una negra, y, para los negros, en una blanca que traicionó a su raza. Para los blancos no serás blanca; para los negros no serás negra.
—Pero seré la mujer de Servando, excelencia. No me asusta la prueba que vuestra merced ha juzgado conveniente imponerme. Estoy preparada, si cuento con la ayuda de Dios. Y no me asusta la vida que me espera junto a Servando. Estoy preparada, también con la ayuda de Dios.
Blackraven asintió, con el entrecejo muy apretado y oscuro. Seguía conmoviéndolo la entereza de Elisea. Pocas veces se había enfrentado a un hombre con la integridad moral y el valor de esa jovencita criada entre algodones. Le indicó con un ademán de mano que se retirase. Antes de que Elisea traspusiera el umbral, Blackraven le dijo:
—Elisea, quítate de la cabeza que tu padre tuvo una muerte antinatural. Tu madre ingresó en el convento porque así se lo prometió a Alcides. Después, arrepentida porque aún era joven y gustaba de las fiestas y el dinero, como tú bien apuntas, decidió fugarse. Eso es todo.
—Gracias, excelencia —expresó la muchacha—. Vuestra merced es muy bueno.
Ese mismo día, por la tarde, Blackraven visitó a doña Rafaela y, sin mayores explicaciones, le solicitó que se ocupara de acordar con la madre superiora del convento de Santa Catalina de Siena el ingreso en el claustro, por una temporada, de la joven Elisea Valdez e Inclán; la donación, aclaró, sería jugosa.
—Lo que dure su estancia en el convento, Elisea no recibirá visita alguna —especificó Blackraven—. Sus condiciones dentro del convento deberán ser de una austeridad espartana.
—Lo será, excelencia —aseguró la virreina vieja—. Falta poco para la Cuaresma, un tiempo de ayuno, abstinencia y meditación.
Esa noche, no volvió a dormir al Retiro; seguía enfadado con Melody por haberle ocultado el asunto entre su pupila y su esclavo. ¡Su pupila y su esclavo! Todavía le costaba creer que una joven como Elisea, tan hermosa y educada, se hubiese enamorado de un negro achurador. Llamaron a la puerta del despacho. Debía de tratarse de Servando; había mandado por él.
—Adelante.
A pesar de que el yolof había recuperado la condición de hombre libre, en presencia de Blackraven, seguía comportándose como su esclavo; se quitaba la boina y agachaba la cabeza; aún lo llamaba amo Roger.
—¿Me mandó llamar, amo Roger?
—Me he enterado de que, a mis espaldas, te has dedicado a enamorar a mi pupila, la señorita Elisea.
Ahora lo miraba a los ojos como el hombre libre que era, y, en esa mirada, Blackraven supo reconocerse, supo distinguir la misma ferocidad posesiva que experimentaba en relación con Isaura. Al igual que en Elisea, no había miedo ni vergüenza en la actitud del negro, más bien desafío.
—¿Qué pena me corresponde aplicarte por acto tan atroz?
—La que su excelencia juzgue más cruel, aunque ni quinientos azotes matarán lo que siento por la señorita Elisea, amo Roger.
—¡Tienes cojones, maldito seas! Eso te lo concedo. Ahora recoge tus cosas y lárgate de esta casa.
—Sí, amo Roger.
A Melody le llevó días comprender que las medidas de Blackraven apuntaban a preparar a Elisea y a Servando para la vida que habían elegido. En el convento, ella aprendería el significado de las palabras carencia, austeridad y soledad; en cuanto a Servando, alejándolo del cobijo de la casa de San José, lo enfrentaba a la necesidad de procurarse el techo, la comida y la vestimenta. Aunque no lo había despedido de su trabajo en La Cruz del Sur, el yolof no volvió a presentarse, y los maestros curtidores se lamentaron pues demostraba habilidad en cuanta tarea se le encomendaba; primero, había enseñado a los demás empleados a despostar animales evitando el desperdicio; más tarde, cuando Florestán, el esposo de la negra Escolástica, se hizo cargo del matadero, aprendió a ser un excelente tonelero; nadie como él acomodaba las lonjas de tasajo en los toneles con sal, lo hacía de modo tan apretado que la carne jamás se pudría.
Melody acudió a la ciudad con la esperanza de encontrarlo. Había regresado a su antiguo trabajo de tapicero; es más, vivía en el cobertizo del taller. El señor Cagigas, el patrón de Servando, se mostró muy solícito y honrado con la visita de la condesa de Stoneville y autorizó a Servando a ausentarse por un momento para hablar con ella. Lo hicieron dentro de la berlina, y, aunque Melody sabía que Milton —su escolta esa mañana— le iría con el cuento a Blackraven, no le importó.
—Su hijo es un niño hermoso, miss Melody —expresó el yolof, mientras contemplaba a Alexander, en brazos de Trinaghanta.
—Gracias, Babá. —Melody le tomó las manos—. ¡Babá, cuánto lo siento! Todo esto es por mi culpa, por mi necedad en creer que Roger no se enfadaría y os ayudaría.
—¡Nada de esto es su culpa, miss Melody! Es mía, por aspirar a una mujer que está fuera de mi alcance. Jamás debí enamorarme de Elisea. Sólo he conseguido arruinarle la vida. En cuanto al amo Roger, se ha portado muy bien conmigo. Podría haberme mandado encarcelar y colgar.
—Roger ha prometido que, una vez que termine su temporada en el convento, Elisea será dueña de elegir su destino. Si es su deseo casarse contigo, él no lo impedirá, aunque ha dicho que no te entregará su dote.
Servando soltó una corta carcajada carente de humor.
—Miss Melody, jamás pensé en la dote de Elisea.
—Lo sé, lo sé —dijo, y le palmeó la mano.
—He pensando mucho, miss Melody, y me he dado cuenta de que he sido un mal hombre al pretender arrastrar a Elisea a una vida de esclavos.
—¡Ahora tú eres libre, Babá!
—¡Soy negro, miss Melody! Para los blancos, seré esclavo toda mi vida porque ningún papel, por más sellos y firmas que tenga, me quitará el color de la piel.
—¡Oh, Babá! No me digas que has decidido abandonar a Elisea. —Servando asintió con la cabeza baja—. ¡No, Babá! La matarás. Ella está soportando la ordalía del convento para poder reunirse contigo después. La matarás. Sabes que estar lejos de ti la llevará a la muerte.
—¡La llevaré a la muerte si la obligo a vivir una vida de carencias a mi lado!
—¡No, te equivocas! Ella ha expresado que está consciente de que será repudiada, de que será pobre, de que no tendrá vestidos bonitos ni una linda casa ni muebles ni nada. ¿Sabes lo que le ha dicho a Roger? “Puedo prescindir de todo eso. De quien no puedo prescindir es de Servando”. —El negro comenzó a sollozar—. Babá, mírame. Babá, querido Babá, no sufras. Esta prueba pasará, y tú y Elisea seréis felices. Yo siempre estaré a vuestro lado y os ayudaré. Jamás os faltará nada.
—Miss Melody…
—Podréis marchar a Haití, Amy ha prometido llevaros. Allí comenzaréis una vida nueva, lejos de este sitio donde os conocen y no os comprenden. —Se miraron a los ojos, y Melody entrevió las dudas en el gesto de Servando—. Júrame, Babá, por tu vida, que no abandonarás a Elisea. ¡Júralo!
—Lo juro.
La noticia del amorío entre Servando y Elisea significó un sacudón a los cimientos de la familia Valdez e Inclán. La señorita Leonilda no habló por días, las hermanas de Elisea —a excepción de Angelita, a quien nada habían revelado— lloraban a escondidas y don Diogo juraba que caparía a ese negro ladino.
—Si vuestra merced —le manifestó Blackraven— llevase a cabo una acción en contra del liberto Servando, me provocaría una gran contrariedad.
—¡Excelencia! —se desesperó don Diogo—. ¿Está pidiéndome que me desentienda de este asunto y no haga pagar a ese mal nacido la afrenta?
—Estoy pidiéndole que no se inmiscuya en un asunto que me compete sólo a mí. Al morir, don Alcides me encomendó la suerte de sus cuatro hijas. Ellas son mi responsabilidad. Malo o bueno, es mi juicio el que prevalecerá sobre sus destinos.
Don Diogo se sentía ultrajado, y su furia e impotencia eran auténticas. De igual modo, sabía que contrariar al conde de Stoneville sólo le proporcionaría inconvenientes. Por empezar, lo despediría de la curtiduría y lo dejaría sin Marcelina y sin dote.
—Creo que, por el bien de sus hermanas, Elisea no debería salir del convento de Santa Catalina de Siena —opinó, con menos vehemencia.
—Permanecerá o saldrá de allí según yo lo crea conveniente.
—Excelencia, lo honra la preocupación que demuestra por la felicidad de mi sobrina Elisea, pero le suplico que considere también la reputación de Marcelina, de María Virtudes y de Angelita. La misma ya ha sufrido un fuerte revés cuando mi hermana Bela decidió fugar del convento. Sería su ruina completa si llegase a saberse que Elisea se ha enredado con un negro, antiguo esclavo de la casa de San José.
—¿Vuestra merced desiste de su intención de desposar a Marcelina debido al desliz cometido por su hermana mayor?
—¡No, claro que no!
—Tampoco considero que el teniente coronel Lane retire su propuesta matrimonial a María Virtudes, puesto que, conociendo lo de la fuga de doña Bela, de igual modo la eligió como esposa.
—¡Esto es de mayor gravedad, excelencia! Lane podría echarse atrás.
—Lo dudo. En cuanto a Angelita, vivirá con nosotros en la Inglaterra la mayor parte del tiempo, donde nada se conoce de este infeliz suceso.