Capítulo XXIV

Melody no había imaginado que la llegada de su hijo cambiaría su vida por completo, menos aún, que la cambiaría a ella. Los entuertos habían durado algunos días, el sangrado no se detenía, la leche le brotaba de los pezones y le mojaba los justillos, no dormía bien de noche, le parecía que no terminaba de amamantar a Alexander que ya lo escuchaba llorar otra vez, le dolía el cuello y todavía se veía gorda; sin embargo, no recordaba haber experimentado esa felicidad. De su vida, en especial de su vida con Roger, ella atesoraba muchos momentos felices; la diferencia radicaba en el sentido de plenitud que el nacimiento de Alexander le provocaba; sus dudas y cuestionamientos se habían esfumado, y ahora sabía con certeza meridiana que ella existía para amar y proteger a ese niño. Un sentido de posesión que no había experimentado hacia nadie, alteraba su comportamiento y su carácter. Se había vuelto quisquillosa; celaba al niño, no quería que lo tocaran, temía que lo importunaran o lo ensuciaran, cuando ella se esmeraba en mantenerlo limpio, seco y cómodo aunque eso le llevase el día entero y ni siquiera se acordara de bañarse ni de cambiarse. Sólo confiaba en Trinaghanta, más puntillosa y cuidadosa que ella, y sólo bajaba la guardia cuando aparecía Blackraven, el único a quien le permitía cargarlo, besarlo y acariciarlo cuanto quisiese; amaba verlo tan enamorado de Alexander; anhelaba descubrir ese brillo en sus ojos cuando ella se lo presentaba; se quedaba quieta y relajada —algo infrecuente en esos días de trajín— al escucharlo hablar con el pequeño.

Blackraven notaba los cambios en Melody, y algunos le gustaban, en especial, que se mostrase tan celosa en el cuidado de su hijo. Sabía por doña Rafaela que nadie, excepto ella o Trinaghanta, podían asearlo o levantarlo del moisés, y ni siquiera permitía que las esclavas se encargasen del lavado de sus ropitas y pañales ya que temía que no las enjuagaran bien y que eso provocara un sarpullido al bebé; es más, para lavar la ropa y para el baño del niño, Melody mandaba comprar a la botica de Marull un jabón francés que costaba un ojo de la cara, del cual se afirmaba que lo usaba la emperatriz Josefina para preservar la lozanía de su piel. “Es la primera vez”, se sonrió Blackraven, “que Isaura no repara en gastos y se muestra dispendiosa”.

A él no lo había tomado por sorpresa que Melody amamantara a Alexander, al contrario de la virreina vieja, que no comprendía cómo no se avenía a contratar a una nodriza.

—No duerme en toda la noche por alimentar al niño —se quejaba doña Rafaela—. Alexander es voraz, excelencia. La dejará piel y hueso.

Blackraven echó un vistazo a Melody, que enseñaba el niño a Víctor, a Angelita y a Estevanico, y pensó que era cierto, Isaura, poco a poco, recuperaba la silueta de principios de año. En realidad, se dijo, su cuerpo adoptaba una apariencia más apetitosa, porque, si bien se afinaba de nuevo en la cintura, conservaba esa redondez en las caderas y en el trasero que tanto lo había excitado durante su preñez; por cierto, con la cintura estilizada, sus pechos lucían más grandes, y él se imaginaba sosteniéndolos en las palmas de sus manos. Hacía tiempo que ni siquiera los veía, porque, así como él llevaba a duras penas esa casta cuarentena, Melody estaba muy a gusto y hasta parecía evitar sus avances.

Una tarde en que se hallaban a solas en la habitación —situación posible gracias a que doña Rafaela había salido—, Blackraven percibió cómo el deseo aumentaba a medida que sus ojos vagaban por la figura de Melody, recostada en la cama junto a su hijo; ella, ensimismada en la contemplación de Alexander, no advertía la intensidad de la mirada de la que era objeto. Levantó el rostro cuando el colchón se hundió bajo el peso de Blackraven.

—Déjame probar la leche que le das a mi hijo —le pidió, al tiempo que intentaba desabrocharle los corchetes del jubón.

A Blackraven lo lastimó el gesto de espanto con que Melody recibió su propuesta y el manotazo con que lo alejó de sus pechos; lo hizo sentir en falta, como si hubiese expresado la más atroz de las herejías. Se puso de pie con un insulto mascullado. La culpa y la sorpresa se transformaron en ira.

—¡Carajo, Isaura! Estoy volviéndome loco de deseo. En tres días, el 24 de diciembre para ser exacto, se cumplen los cuarenta días desde el nacimiento de mi hijo, y pretendo ejercer mis derechos. ¡Y no te atrevas a decir que no los tengo puesto que no soy tu esposo!

—No iba a decir eso sino que tienes bien contados los días.

—¡Por supuesto! Hace semanas que en lo único que pienso es en hacerte el amor.

—Eres un tirano. Poco te importa lo que tenga para decir al respecto.

—Después de tanto tiempo, ¿no me deseas?

—En este momento, no. Mi cuerpo y mi mente están dedicados a mi hijo.

—Y yo te importo un pimiento, ¿verdad?

—¡Qué rápido te olvidas de eso que me dijiste el día en que nació Alexander! Que no querías tener más hijos.

Melody se arrepintió enseguida de sus palabras; se había tratado de un golpe bajo. Abandonó la cama y se acercó para pedirle disculpas, pero él, con un chasquido de desprecio, le apartó la mano y salió de la habitación y de la casa de la virreina vieja.

La frustración por el rechazo de Melody se mezclaba con la desazón causada por la complicación de ciertos asuntos, por ejemplo, la partida de Victoria hacia Londres se había postergado cuando Távora le informó que el casco de la Wings necesitaba reparaciones antes de zarpar. Había navegado por años sin recibir mayor atención, y, además de un aspecto descuidado —la pintura descascarada y la quilla plagada de sargazos y tiñuela—, comenzaba a hacer agua.

—Si quieres deshacerte de mí y de una inconveniente esposa —bromeó Távora—, oblígame a zarpar en estas condiciones.

De modo que Blackraven autorizó a que condujera la Wings hacia una región costera en el sur, pasando la Bahía de Samborombón, casi en mar abierto, con playas inmensas donde varar y acostar la corbeta para carenarla, limpiarla, taponar las vías por donde ingresaba el agua y pintarla. De modo de realizar el trabajo en el menor tiempo, Blackraven ordenó que las tripulaciones del Sonzogno y del Afrodita, el bergantín capitaneado por Amy Bodrugan, colaboraran en las reparaciones, aunque finalmente se pudo disponer de pocos marineros ya que buena parte se hallaba en la ciudad de guardia en las casas de San José y de la virreina vieja, en tanto el resto custodiaba los barcos fondeados en El Cangrejal, el Sonzogno, el Afrodita y la Butanna, la cual, sabían, tarde o temprano, Galo Bandor intentaría recuperar.

También se complicaba el asunto con los ingleses. El 4 de diciembre había llegado a las costas de la Banda Oriental el Sampson, bajo el mando del almirante Stirling, que llegaba desde Londres con una fuerza aproximada de cuatro mil hombres y con instrucciones del nuevo primer ministro, William Wyndham Grenville, de relevar a Popham y enviarlo de regreso. Después de un altercado entre ambos marinos, Stirling arrió la insignia de Popham que flameaba en el palo del Diadem y enarboló la suya. Sin pérdida de tiempo, el almirante escribió a Sobremonte, en un tono atento que se contraponía con el de Popham, pidiendo que tuviera lugar el intercambio de prisioneros, a lo que el virrey contestó, en iguales términos, que no se hallaba en condiciones de tomar esa medida; además expresó que los prisioneros ingleses habían sido trasladados al interior. Cumplida la misión, Blackraven calculó que Stirling seguiría viaje hacia Ciudad del Cabo para relevar al general Baird; esa presunción se dio de bruces cuando sus informantes le comunicaron que Stirling permanecería en Maldonado, junto con la tropa de Backhouse, a la espera de más refuerzos para capturar la plaza.

—Pero esta vez —vaticinó Roger— tomarán primero Montevideo. No cometerán dos veces el mismo error.

Hacía tres días que Blackraven no se presentaba en la casa de la virreina vieja, y la inquietud de Melody empeoraba en tanto pasaban las horas y el aldabón no anunciaba a un nuevo visitante. Ese miércoles 24 de diciembre terminaba la cuarentena, y, pese a que la semana anterior no pensaba en el sexo, desde la discusión con Blackraven, la idea había revoloteado en su mente hasta convencerla de que ella también deseaba reanudar la intimidad con él. A punto de escribir una nota para pedirle perdón, la esclava Fabiana le avisó que acababan de llegar sus amigos de la casa de San José.

—¿El señor Blackraven?

—No, señorita, él no ha venido.

Bajó muy apenada. Se trataba de Amy, Miora y los niños.

—¿Y Roger? —le preguntó a Amy.

—Viajó a la villa del Luján a visitar a su amigo, William Beresford.

—Ah. ¿Sabes cuándo regresa? —La humillaba preguntar, pero las ansias por un poco de información superaban a su orgullo.

—Dijo que pasaría la Navidad con él. ¿Ocurrió algo entre vosotros? Partió para Luján con un humor de los mil demonios.

—Discutimos.

—Ya veo. Me alegro de no haberle revelado la situación entre Servando y Elisea porque, con el humor que traía, nos hubiera pasado a degüello a todos.

—¿Qué haremos con esos dos, Amy?

—Ayudarlos, supongo.

Después de un rato, Melody notó la preocupación de Miora; no había pronunciado palabra, y un ceño poco usual le endurecía la mirada, que no se dulcificaba ni con los gorgoritos de Rafael, que a todos encantaban. Melody le indicó que la acompañase a su habitación, deseaba enseñarle el género para el vestido de bautismo de Alexander. Apenas quedaron a solas, Melody preguntó:

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué traes esa cara?

—¡Ay, miss Melody, no sé qué hacer!

—¿Hacer qué?

—Si confesárselo a su merced o callar. Somar me ordenó callar.

—¿Callar qué? Nada callarás. Me dirás lo que sea. Roger y Victoria han vuelto a vivir como marido y mujer, ¿verdad? —Miora negó con la cabeza—. ¿De qué se trata, entonces?

—De Joana, mi amiga del Brasil.

—¿Quién es Joana?

—Hace un tiempo, Joana me escuchó hablar con Estevanico en nuestra lengua, en portugués, y se acercó para pedirme que fuéramos amigas. Me dijo que se sentía muy sola en Buenos Aires porque no sabe palabra en castizo, así que yo le contesté que sí, que podíamos ser amigas. Es una buena persona, muy buena, miss Melody, y me da lástima porque su ama la trata mal, la golpea hasta sacarle sangre.

—¿Quién es la dueña de Joana?

—La baronesa de Ibar.

—Mujer del demonio. De igual manera, no comprendo qué tiene que ver Joana con lo que no sabes si confesarme.

—Joana me contó días atrás una cosa que me tiene muy apenada y no sé si contársela.

—Ahora no me vengas con éstas, Miora. Me lo dirás aunque Somar te lo haya prohibido. Vamos, habla.

—Joana dice que, en el tiempo en que su ama, la baronesa de Ibar, y el amo Roger estuvieron en Río de Janeiro, ella, la baronesa, iba a menudo a la habitación del amo. De noche —agregó.

Melody se sentó en el borde de la cama y se llevó la mano a la frente. Lo había sospechado, en parte por los rumores y también por aquella mirada que Roger y Ágata intercambiaron la noche de la fiesta en esa misma habitación. “¡No desconfíes! Roger te juró que nada había entre él y esa zorra. ¡No dudes!”.

—Trae a Estevanico. Ahora.

Miora retornó con el niño minutos después.

—Ven, cariño —dijo Melody, y le extendió la mano—. Dime, ¿recuerdas cuando me contaste que tú dormías en esa habitación tan espléndida del hotel de Río de Janeiro?

—Sí, miss Melody. El amo Roger y yo desayunábamos ahí mismo, y yo nunca había comido un desayuno tan sabroso.

—¡Qué bueno, cariño! Cuánto me alegro por ti. Ahora dime, ¿recuerdas si alguien visitaba al amo Roger en su recámara?

El niño elevó la vista y apoyó el índice sobre sus labios.

—Sí, algunas personas lo visitaban en nuestra recámara.

—¿Quiénes?

—El capitán Malagrida y el capitán Távora.

—Ajá. ¿Alguna mujer?

—Sí, la prima de él, la señorita Marie, que era muy buena conmigo.

—Sí, sí, la señorita Marie es muy buena. Pero te preguntaba por otra mujer. ¿La baronesa de Ibar, tal vez?

—¡Ah, sí! Ella fue algunas veces.

El estómago le dio un vuelco, y una corriente fría le amorató los labios.

—¿Sabes de qué hablaban?

—No, miss Melody, porque yo siempre estaba dormido. Ella venía de noche.

Miora se llevó a Estevanico, y Melody se puso a llorar. La atormentaban las imágenes de Roger y Ágata desnudos, envueltos en un ambiente de lujuria y pasión, de sexo violento, de palabras procaces, de orgasmos inolvidables. Lloraba de rabia, de celos, de amargura. Apretaba los puños como si estuviese ciñéndolos en torno al cuello de la baronesa. La odiaba. Estaba segura de que, si volvía a toparse con ella, le cobraría la gorrinada arrancándole los ojos.

—¡Maldito seas, Roger Blackraven!

Sólo aliviaría ese fuego que le abrasaba el alma si se vengaba. Nunca había comprendido a las personas sedientas de revancha sino hasta ese momento, y ahora se daba cuenta de que no debería haberlas juzgado con tanta dureza. Recibiría al doctor Constanzó en la próxima ocasión que la visitase. Doña Rafaela le había pedido que no tomase a la ligera la muestra de afecto que el médico le ofrecía; resultaba infrecuente que un hombre se interesase en una mujer con la reputación por el piso y un hijo de otro.

El 18 de diciembre, Blackraven había recibido una carta de Beresford donde, además de comunicarle el fallecimiento de uno de sus oficiales, el comandante de artillería James Ogilvie, le pedía que lo visitase en la villa del Luján y que “le trajera naranjas”, contraseña que indicaba la intención del inglés de escapar de prisión. Después de la discusión con Melody, Blackraven volvió a la casa de San José, metió un poco de ropa en las alforjas y emprendió el viaje.

Pasó unos días con Beresford, Pack y los demás oficiales ingleses, todos de talante sombrío debido a la muerte del compañero Ogilvie, quien, el 4 de diciembre, el mismo día de la llegada del almirante Stirling a Maldonado, había sido baleado por un francotirador y fallecido el 17. Nada se sabía del asesino ni de sus motivaciones, y toda clase de conjeturas se tejían en torno al misterioso asalto, algunas con trasfondo político, otras pasionales, ya que se rumoreaba que se trataba de la venganza de un marido despechado.

La muerte de Ogilvie sirvió para que Beresford se decidiera a escapar. Por esos días, también los visitaba Saturnino Rodríguez Peña, compañero de Beresford en la logia masónica Southern Cross y que se empeñaba en lograr la adhesión del militar inglés a la causa independentista; no perdía oportunidad para desempolvar su discurso y arengar como Cicerón. Con la fuerza que terminaría por agruparse en el Río de la Plata —se calculaba que los soldados ingleses ascenderían a diez mil— y la deserción de Pueyrredón —finalmente había partido rumbo a la España a principios de noviembre—, Blackraven coligió que, desde la arista que lo mirase, lograr la alianza con los ingleses aceleraría el proceso. Después se ocuparía de que los hilos terminaran en sus manos.

—¿Tú qué opinas, Roger? —lo interrogó Beresford—. ¿Tú nos brindarías tu apoyo si decidiésemos defender la causa de la independencia del Río de la Plata?

—Conoces mi postura, William, y sabes que sí.

—Sí, sí, es cierto. Muchas veces me instaste a que me comprometiera con la causa de la independencia de Buenos Aires. —Beresford sometió el tema a una seria y silenciosa consideración antes de manifestar—: De acuerdo, apoyaré vuestra causa.

—¡Así se habla, general! —se entusiasmó Rodríguez Peña.

—Pero necesito huir de aquí para transmitir a Stirling y a Backhouse esta nueva postura. No sé con qué instrucciones vienen y desconozco si comulgarán conmigo, pero os aseguro que haré todo lo posible. Díganme, en Buenos Aires, ¿con quiénes contamos?

—Con Liniers —contestó Blackraven, y su seguridad provocó muecas de asombro en sus interlocutores.

—Y con Álzaga, quizá —acotó Rodríguez Peña.

—No, con Álzaga no.

—Sería interesante procurar su apoyo. Es un hombre de poder.

—No contéis con Álzaga —insistió Blackraven.

El 27 de diciembre, al estrechar la mano de Beresford para despedirse, Roger le aseguró que le enviaría las instrucciones para llevar a cabo el plan de fuga con Saturnino Rodríguez Peña.

—Gracias, amigo —expresó Beresford, y se palmearon las espaldas en un rudo abrazo—. En tus planes de fuga no olvides que mi amigo Denis Pack vendrá conmigo.

Blackraven llegó a la casa de San José al día siguiente, sucio y cansado. Se dio un baño y se esmeró en el arreglo de su persona. En tanto aguardaba a que Ovidio le ensillara otro caballo —Black Jack estaba exhausto—, apoyado sobre una pierna en el borde de la mesa de la cocina, tomó una taza de café cargado y engulló unas galletas de avena, mientras Siloé lo ponía al tanto de las novedades de los miembros de la casa: que la señora condesa había estado muy indispuesta, que su señora madre mandó varias veces por el doctor Fabre, que la señora Simonetta la visitaba a diario y que la señorita Amy, en contra de la voluntad de la señora Isabella, se había llevado al niño Víctor a visitar su bergantín, el Afrodita.

—¿Qué me cuentas de tu señora?

Al igual que los demás esclavos, Siloé sabía que si el amo Roger hablaba de “tu señora” se refería sólo a una.

—Nada de miss Melody, amo Roger. La señorita Amy y Miora la han visitado a menudo. Dicen que está bien, aunque luce cansada y algo enflaquecida. Su señora madre fue a verla una vez, el día de Navidad, y le llevó parvas de obsequios al niño Alexander. ¿Cuándo podré conocer al amito, amo Roger?

—¿Aún no has ido a verlo, negra linda?

—¡No, amo, qué va! Si me la paso el día entero de aquí para allá.

—Mañana tómate el día y ve a casa de doña Rafaela.

—¡Gracias, amo Roger! Todos dicen que es su viva imagen, y yo que me muero de curiosidad por verlo.

—Le ensillé el picazo, amo Roger —anunció Ovidio, desde el patio.

Blackraven se echó al coleto el último trago de café y saludó a la esclava. Montó el caballo cerca del portón de mulas y enfiló hacia lo de la virreina vieja al tranco. Hacía días que su enojo se había disipado, y en ese momento sólo anhelaba el encuentro con Melody. Si esa noche no le hacía el amor, estaba seguro de que amanecería con fiebre.

No le gustó la mueca que puso la esclava al recibirlo, un mohín entre la alarma y el asombro. Cruzaron el patio de recepción y, cuando se disponía a secundarla para adentrarse en la casona, la muchacha le pidió que la aguardara en el vestíbulo, que iría a ver si miss Melody podía recibirlo. No le hizo caso y continuó. Vio que la esclava seguía de largo, hacia el patio principal; él, en cambio, entró en la sala de música. Dado que se trataba de una jornada calurosa, los postigos habían sido entornados, por lo que la estancia se hallaba sumida en una agradable penumbra. Los vio desde el umbral una vez que sus ojos se acostumbraron al cambio de luz. Melody y Constanzó conversaban animadamente, sentados, muy juntos, en el mismo sofá, al otro extremo de la habitación. Incrédulo, miró hacia uno y otro lado, y verificó que nadie los acompañaba.

Constanzó y Melody se pusieron de pie cuando los alcanzaron las potentes pisadas de Blackraven. Melody levantó la mano.

—¡Roger, detente! —Aunque supo que nada lo haría. Avanzaba con la implacabilidad de un fenómeno de la Naturaleza; metía el cuello en la chaqueta y parecía un toro decidido a embestir.

—¡Roger, por favor, no te precipites!

Sin que mediaran palabras, Blackraven descargó su puño en el vientre de Constanzó, que cayó al suelo con un quejido. Melody se colgó a las espaldas de Roger, que se desembarazó de ella como de un insecto. Esos segundos le sirvieron al médico para incorporarse y presentar pelea. La sala de música se convirtió en la liza de los dos caballeros. Se congregaron los esclavos y los miembros de la familia, que, al unísono, imprecaban a Blackraven que detuviera la lluvia de golpes con que mantenía a Constanzó de espaldas en el piso.

—¡Aprenderás a mantenerte lejos de mi mujer, maldito matasanos! No termino de darme vuelta que ya la rondas como un lobo, hijo de puta, bardaja, sarasa.

—¡Excelencia! —tronó la voz de doña Rafaela—. ¡Le ordeno que se detenga!

—¡Deténgase, amo Roger, que se le va a ir la leche a miss Melody!

Esa súplica de Trinaghanta, su inconfundible voz, su inglés con pesado acento dravídico, operaron en Blackraven como un chorro de agua, y soltó a Constanzó. Se puso de pie y se apartó caminando hacia atrás, agitado y rabioso, con la vista fija en su adversario, que se rebullía y se quejaba en el piso. A una indicación de doña Rafaela, algunas esclavas se aprestaron a incorporarlo.

Blackraven vio a Melody en un rincón, pálida, quieta y silenciosa, y se precipitó sobre ella en dos zancadas. La sujetó por la muñeca y la sacudió.

—¡Vamos! Me he cansado de esta farsa. ¡Te vienes conmigo!

—¡No, señor! —intervino doña Rafaela—. Ella está bajo mi tutela…

—¡Sí, bajo su tutela! —vociferó Blackraven—. Y bajo su tutela, este sotreta la visita y la corteja cuando ella es mía, me pertenece, es la madre de mi hijo. Confiado, coloqué bajo su influjo y protección a mi mujer, doña Rafaela. Jamás imaginé esta cuchillada a traición.

—¡Lo hice por la salvación del alma de Melody! Su excelencia pretende conducirla a una vida de pecado.

—De la salvación del alma de mi esposa me ocupo yo, señora. Y me importa un ardite lo que su merced, los curas y el mismo papa tengan que decir al respecto.

Doña Rafaela profirió una exclamación y se santiguó. Blackraven percibió que Melody pugnaba por desasirse.

—¡Tú tienes el descaro —reaccionó de pronto— de culpar a doña Rafaela de traición! ¡Tú eres el único traidor aquí!

—¿De qué hablas, Isaura?

Melody dio un vistazo a los rostros expectantes de los esclavos y de las hijas de doña Rafaela y después miró al doctor Constanzó, que se enjugaba la sangre de la nariz, y prefirió callar, avergonzada de haber convertido el salón de una dama distinguida en una feria de verduleras.

—¡Suéltame, no iré contigo!

—¡Claro que vendrás! Eso no está en discusión.

—¡Le exijo que la libere, Blackraven!

—¡No! —prorrumpió Melody, y sujetó a Roger cuando amagó abalanzarse de nuevo sobre el médico.

—¡Exijo una satisfacción por esta afrenta! —vociferó Constanzó, y arrojó su guante al piso.

—Cuando guste —manifestó Blackraven.

Giró sobre sí y cargó a Melody sobre su hombro como si se tratase de un costal.

—¡Bájame! ¡Eres un déspota! ¡Un animal!

—¡Trinaghanta! —llamó Blackraven—. Manda por Ovidio y te vienes al Retiro con las cosas de tu señora y el niño.

La caterva de esclavos y miembros de la familia lo siguieron hasta la puerta donde vieron cómo Blackraven colocaba a Melody sobre el caballo y montaba con agilidad sorprendente, impidiendo que la muchacha se tirase al suelo. Vociferó una orden y el picazo se lanzó a la carrera calle abajo.

—Si tratas de escapar —la amenazó—, te daré una paliza que nunca olvidarás.

Cabalgaron por el Bajo y, en las inmediaciones de la iglesia del Socorro, Blackraven sujetó las riendas, y el caballo continuó a un paso más tranquilo. Melody perseveraba en su mutismo, y, aunque estaba incómoda, no se animaba a moverse ni a protestar. Blackraven, que notaba su rigidez, la atrajo hacia él hasta sentir que el trasero de ella encajaba en su pelvis. El movimiento suave del caballo y la quietud del entorno fueron aletargándola, y, antes de cruzar el zanjón de Matorras, se quedó dormida contra el pecho de Blackraven, que hasta ese momento se había divertido con los esfuerzos en que ella se empeñaba para vencer el sueño. La despertó el campanazo de la torre del Retiro que indicaba a los esclavos la hora del almuerzo, y Blackraven sonrió cuando Melody se apartó de él y se irguió en la montura.

—Espérame en la sala de música —le ordenó, mientras la ayudaba a apearse—. Llevaré el caballo a la caballeriza y me reuniré contigo en unos minutos.

Llamó a la puerta principal. Doña Robustiana pronunció una exclamación al descubrirla en el umbral, y Melody se acordó de que, poco más de un año atrás, al llegar al Retiro con la señorita Béatrice y los niños, la habían encontrado, lo mismo que a su esposo, el senescal don Bustillo, beoda, sucia y desgreñada; ahora, en cambio, vestía un mandil impoluto y llevaba el pelo tirante, recogido en un moño a la altura de la nuca. De pronto, se sintió feliz de estar de regreso en ese sitio que tantos momentos importantes encerraba. Robustiana, confundida porque no sabía cómo llamarla, la acompañó al salón.

—Llámame miss Melody, Robustiana, como cuando me conociste.

—¿Es cierto que su merced y el señor conde se descasaron?

—Sí, algo así.

—¿Se van a quedar a pasar la noche? ¿—Mando preparar la recámara?

—Sí, Robustiana —se escuchó la voz de Blackraven desde el ingreso—. Manda a preparar nuestro dormitorio. Vamos a mi despacho —le dijo a Melody, que lo siguió por detrás—. Entra.

Melody caminó hacia las contraventanas que daban sobre la galería y abrió las cortinas no tanto para permitir que la luz ingresase sino para darle la espalda a Blackraven.

—Isaura, deja eso. Ven acá. —Melody se acercó—. Creo que me debes una explicación. ¿Qué carajo hacía ese matasanos en lo de doña Rafaela? ¿Acaso te hacía la corte? ¿Por qué estabais solos? ¡Y en penumbras! ¡Contéstame, maldita sea! —La aferró por los hombros y la sacudió.

—¡Suéltame! Estás convencido de que con la fuerza bruta compondrás todos tus errores. ¡Eres un salvaje!

—¡Está bien! —aceptó, y le quitó las manos de encima—. Pero dame pronto una explicación plausible de lo que acabo de presenciar en casa de doña Rafaela porque mi paciencia está extinguiéndose.

—¡Tu paciencia está extinguiéndose! ¿Y la mía? La mía ya se extinguió. Sí, el doctor Constanzó me pretende, quiere casarse conmigo. Él es un buen…

Blackraven volvió a aferraría por los hombros y, sin medir su fuerza, con una expresión feroz, reflejo de su furia y de su destemplanza, le apretó la carne hasta el hueso. Melody gimoteó.

—¿Qué estás diciéndome? ¿Que ese tipo te pretende? ¿Me lo dices con este desparpajo? ¿Qué te hizo? ¿Dónde te tocó? ¿Te besó? ¡Podría estrangularte! —Le apretó ambas mejillas con una mano y la boca de Melody sobresalió como si se dispusiese a dar un beso—. ¿Es que no entiendes que soy el único que tiene derecho sobre ti? Una vez te juré que mataría a quien se atreviera siquiera a desearte. ¡No tomes mis promesas a la ligera, Isaura!

—¡Me haces daño!

—¡Voy a matar a ese miserable! —La soltó y se alejó hacia el escritorio, donde apoyó ambas manos e inclinó el cuerpo, devastado por la emoción—. ¿Cómo has podido traicionarme de este modo?

—¡No tienes nada que reprocharme! En cambio tú… Tú…

—¿Yo qué? ¡Jamás te he faltado! ¡Ni con el pensamiento!

—¡Mentiroso! ¿Qué tienes para decirme de tu asunto con la baronesa de Ibar, en Río de Janeiro y quizás aquí?

—¿De qué estás hablando?

—Joana, la esclava de la baronesa, se lo contó a Miora, y yo lo corroboré con Estevanico. Él dice que la baronesa iba a tu recámara del hotel, ¡de noche! Y vi cómo se miraron tú y ella cuando os encontrasteis en mi habitación en casa de doña Rafaela.

Se largó a llorar, algo en lo que se había propuesto no caer porque la humillaba.

—Sí, es cierto que se metió en mi recámara del hotel. ¡Varias veces! Es una perra en celo, no sabía cómo quitármela de encima.

—¿Pretendes que te crea?

—¡Por supuesto que lo pretendo! Soy tu esposo y te amo, y jamás te traicionaría.

—No puedo creerte, Roger, no puedo confiar en ti.

—Pronunciaste las mismas palabras cuando Tomás me acusó de traidor, y te equivocaste.

El llanto de Melody recrudeció. Su confusión la angustiaba.

—Quiero creerte, quiero creerte.

Blackraven había vuelto junto a ella, pero no la tocaba.

—¿Por qué te resulta más fácil confiar en los demás que en tu esposo?

—Porque Joana, la esclava de la baronesa, la vio entrar en tu recámara, y porque Estevanico también la vio.

—Ya te dije que es una zorra, tú misma lo habrás notado, y se introducía en mi recámara y se me ofrecía como una prostituta del puerto. Nunca, Isaura, ni una vez sucedió nada entre nosotros. La echaba con el mismo desprecio con que me viste hacerlo la noche de la fiesta en casa de doña Rafaela. ¿No te das cuenta de que envió a su esclava para que le contase a Miora de sus escapadas a mi habitación a sabiendas de que, tarde o temprano, tú te enterarías? Lo ha hecho para vengarse de mí, por no haber correspondido a sus avances. Lo ha hecho por celos y por envidia, para perjudicarme. Tú eres demasiado noble y buena para creer que en este mundo existen criaturas perversas.

—Tú estabas enojado conmigo en Río de Janeiro. Pudiste haberte acostado con ella por despecho.

—No lo hice, y sí, estaba furioso contigo, pero te amaba locamente, y tu recuerdo me perseguía. Nada ni nadie me inspiraba deseo. Sólo pensaba en volver a tus brazos. —Tomó de su faltriquera la miniatura de Melody de la cual no se separaba—. ¿Sabes qué hacía la primera noche en que la baronesa llamó a mi puerta? Al igual que cada noche, contemplaba tu retrato y me preguntaba qué estarías haciendo, y deseaba que estuvieras dormida y segura en nuestra cama, soñando conmigo.

Melody se cubrió el rostro y rompió a llorar de nuevo. Blackraven la envolvió con sus brazos y le habló al oído.

—Escúchame bien, Isaura. Nadie debería confiar en mí excepto tú. Contigo me desnudo y bajo la guardia, me muestro tal cual soy, sin dobleces ni artimañas. Por eso ostentas tanto poder sobre mí, porque tienes al alcance de tu mano la posibilidad de destrozarme, porque a ti llego inerme. Confía en mí, amor mío —le suplicó—. Confía en mí, Isaura. No hablo por hablar cuando digo que si tú no confías en mí, si tú no me amas como yo a ti, me quitas la fuerza.

—De veras creí que me habías engañado con esa mujer, todo se confabulaba para que así lo creyese.

—Ahora pronunciaré un juramento que nunca repetiré, porque la próxima vez que desconfíes de mí, por muy adversas que sean las circunstancias, por muy evidente que juzgues mi culpabilidad, todo entre tú y yo habrá acabado. —Se miraron con fijeza; Melody contenía el respiro, asustada, conmovida y expectante—. Te juro, Isaura, por la vida de…

Melody lo acalló posando su mano sobre los labios de Blackraven.

—No pronuncies ese juramento. No lo necesito. Te creo, mi amor, te creo de verdad. Sé que no me mientes. Te prometo que nunca volveré a dudar de ti.

—¡Oh, Isaura! —La estrechó con brutalidad, embargado por un alivio que se mezclaba con la dicha y la pasión, y que se traducía en una mandíbula rígida y ojos cálidos—. Aún estoy rabioso contigo, ¿sabes? —Melody advirtió la emoción en su voz ronca—. ¿Cómo has permitido que ese imbécil de Constanzó pensara que podía poseerte? ¡A ti, mi mujer!

—Lo hice para vengarme de ti, lo admito. Estaba enojadísima, y ahora me arrepiento porque utilicé al doctor Constanzó para ponerte celoso.

—¿Dejaste que te tocara? ¿Qué te besara?

—¡No! ¿Cómo crees?

—Lo voy a matar sólo por haber osado fijarse en ti.

—¡No! Júrame que no llevarás adelante esa locura del duelo.

—Él fue quien lo propuso. Yo no daré marcha atrás. ¿Qué clase de hombre crees que soy? El te pretende, quiere robarte de mis brazos, y yo tengo que perdonarle la vida.

—¡Oh, Dios mío! Lo matarás si vais a duelo.

—¿Te importaría? —preguntó con ardor, sujetándole el rostro con ambas manos.

—¡Por supuesto! No quiero que corra sangre por mi culpa.

—¿En qué diantre pensabas cuando le permitiste creer que podías pertenecerle? ¿Acaso se te cruzó por la mente que él podía darte el placer que yo te doy, que él podía enterrarse dentro de ti y llegar a tus entrañas?

—¡No! ¡No! ¡Jamás pensé en eso!

Blackraven se abatió sobre sus labios con la misma perturbación que lo había dominado cuando la descubrió en la sala en compañía del doctor Constanzó. Sin separarla de él, la arrastró hasta el sofá de cuero donde la acostó para echarse sobre ella y subirle el guardapiés con manos desmadradas; ella se bajó los bombachos, mientras él se deshacía de sus pantalones.

Había hecho el amor con Blackraven infinidad de veces, sus orgasmos siempre la satisfacían, sin embargo, esa sensación era nueva, tenía la impresión de que sus entrañas giraban y lanzaban chispas hasta adquirir una temperatura que las derretía. Ella misma estaba diluyéndose y derramándose, algo extraño e inusual estaba ocurriéndole, como si Blackraven hubiese alcanzado un punto secreto que, al accionarlo, había desatado una revolución que la materia de placer.

Melody cayó en la cuenta de que gritaba como si estuvieran haciéndole mucho daño, su propio clamor la estremecía. Temblaba; las energías centrífugas y demasiado poderosas eran las que la hacían temblar; gritaba, se aferraba con uñas y dientes a Blackraven, que le susurraba palabras soeces y se sacudía dentro de ella con crueldad. De pronto, ya no percibió sus embestidas y tuvo la impresión de que se elevaba y de que el centro que giraba en su interior se agrandaba hasta convertirse en ella misma, hasta alcanzar el diámetro de sus brazos y de sus piernas extendidas. Todo era destellos carmesí y chispas violeta, calor y a veces frío, y creyó que aquella portentosa sensación acabaría con ella. Gritó sin darse cuenta, gritó y gritó hasta perder la conciencia. Al volver en sí, se encontró con la mirada ansiosa de Blackraven.

—Roger, ¿qué me ha ocurrido? ¿Qué ha sido eso?

La petite mort —susurró él—. Te dije que sólo yo podía llegar a tus entrañas.

—Oh, Roger, creí que moría de placer.

Blackraven rió por lo bajo y la atrajo a su pecho, donde la cobijó con tanta ternura como salvajismo había empleado para penetrarla.

—Vamos a nuestro dormitorio —propuso él—. Todavía tengo que ponerme al día después de esta maldita cuarentena.

Buscaron refugio en el dormitorio para seguir amándose hasta la extenuación. Melody no recordaba haber caído en un sueño tan profundo, oscuro y hermético. Se despertó con bríos renovados, y, apenas movió la cabeza, sonrió al descubrir que Blackraven, con la cara apoyada en la mano, se dedicaba a contemplarla.

—Dime que me amas como a nadie en esta vida —le exigió él.

—Te amo como a nadie en esta vida.

—Dime que nunca has amado a alguien tanto como a mí.

—Jamás he amado como te amo a ti.

—Dime que ningún hombre te ha hecho temblar como tiemblas conmigo.

—Ningún hombre, jamás.

—Dime que no sabes estar sola, que necesitas estar conmigo.

—Sólo sé estar contigo, te necesito, siempre.

—Pídeme lo que quieras.

—Sólo te quiero a ti. Para siempre.

—Ya me tienes, aquí, vencido a tus pies. Para siempre.

Una llamada a la puerta interrumpió el beso. A continuación, escucharon el vagido de un bebé.

—¡Ah, mi niño ha llegado! Gracias a Dios. Necesito alimentarlo. Ya me duelen los pechos. Cariño, por favor, pídele a Trinaghanta una jarra con agua fresca. Mientras lo amamanto, me da mucha sed.

Blackraven, envuelto en un salto de cama, abrió la puerta, tomó al niño y dirigió unas indicaciones a la cingalesa antes de despedirla. Melody se incorporó en la cama para contemplar a Roger con Alexander en brazos. Lo sostenía de un modo torpe e inseguro y lo miraba con el ceño fruncido y un mohín de desconfianza, en tanto el niño, enfurecido de hambre, apretaba los puñitos y sacudía los brazos y los pies.

—Sí, sí, tesoro —dijo Melody, y lo recibió—, sé que tienes hambre.

Blackraven se ubicó junto a ella para verla alimentar a su hijo por primera vez. Carcajeó, algo conmovido, ante los infructuosos esfuerzos de Alexander por dar con el pezón. Melody se tomó el pecho y lo introdujo dentro de la boquita de su hijo, que suspiró y comenzó a mamar con avidez y mucho ruido.

—Siempre te ahogas cuando succionas tan rápido —le habló Melody—. Eres un tragón, hijo mío.

Blackraven ya no reía, aunque su seriedad no era grave ni solemne, más bien pasmosa, como si presenciara un hecho prodigioso e inexplicable. Melody sonrió y estiró una mano para acariciarle la mejilla, pero él siguió abstraído, los ojos inmóviles en el objeto de su admiración: su hijo Alexander Fidelis.

—Dios mío —susurró al cabo—, nunca imaginé que pudiera ser capaz de sentir esto tan profundo e inmenso por una criatura tan pequeña.

Melody y Alexander no retornaron a la casa de la virreina vieja sino que se instalaron en el Retiro. Días más tarde, llegaron para quedarse Miora con Rafaelito (y la esclava que lo alimentaba), Amy, Víctor, Angelita, Estevanico y los maestros vizcaínos, Perla y Jaime. Se respiraba de nuevo el ambiente distendido y alegre de principios de año, y, aunque faltaban algunas de las personas que habían conformado aquel grupo tan avenido, se incorporaban otras que no alteraban la armonía.

La única preocupación de Melody, el duelo de Blackraven con el doctor Constanzó, no se solucionaría sino con su concreción. Melody vivía desasosegada, lo mismo que la señorita Ingracia, que le escribió una nota para suplicarle que ablandase el corazón de su esposo. En este sentido, Melody nada podía hacer; Blackraven le había ordenado que se olvidara del asunto y que se abstuviera de interferir. Ella se enteraba de los pormenores gracias a Miora, que los sabía por Somar. Los padrinos de Blackraven, Malagrida y Távora, se habían reunido con los del doctor Constanzó para acordar los detalles: el duelo se realizaría en la madrugada del 5 de enero en un descampado a varas de la Plaza de Toros en el Retiro; se emplearían espadas y sería a primera vista de sangre. Aunque esta última disposición la confortaba, Melody temía que “la primera vista de sangre” correspondiera a una herida mortal. La noche antes del encuentro, no concilió el sueño y se lo pasó rezando los cinco misterios dolorosos del rosario; Blackraven dormía a pierna suelta, y ni siquiera se despertó cuando Alexander exigió su alimento. A las cinco y media, Melody simuló dormir mientras lo escuchaba aprestarse. Blackraven se inclinó, la besó en la sien y se marchó. Retornó a las ocho, junto con Malagrida, Távora y Somar, todos de buen ánimo y hambrientos. Miora, consciente de la angustia de su señora, subió a referirle los pormenores.

—Dice Somar que contó los segundos que le llevó al amo Roger desembarazar al pobre doctor Constanzó de la espada. ¡Dieciséis! ¡Dieciséis segundos, miss Melody! Le hizo un corte superficial en el antebrazo derecho con la punta de su espada y así todo acabó.

—Gracias, Dios mío —susurró Melody.

Se acostó sobre la almohada, debilitada a causa del alivio, y se quedó dormida. La despertaron los besos de Blackraven, que ya había tomado un baño y tenía el bozo suave, recién afeitado y perfumado con la loción de algalia.

—Cariño, ya sé que todo salió bien. Miora vino a contármelo.

—¿Que todo haya salido bien significa para ti que ese matasanos de chicha y nabo siga gozando de buena salud?

—Lo usé para darte celos, Roger. No quería que, por mi necedad, el doctor Constanzó sufriera una herida mortal. La culpa no me habría dejado en paz.

—Lo sé, por eso lo dispuse todo para que acabase rápido y sin muertes que lamentar, porque sólo tú me importas, sólo quiero que estés tranquila.

El mismo día del duelo, el lunes 5 de enero de 1807, llegaron a Maldonado, desde el puerto de Falmouth, en la Inglaterra, nuevas fuerzas al mando del general sir Samuel Auchmuty, que se unieron a las de Backhouse y a las de Stirling. Traía órdenes de colaborar con Beresford en el mantenimiento de la plaza o de posesionarse de nuevo de ella en caso de que se hubiese perdido.

Auchmuty enseguida se hizo del mando. Dado el mal estado de la tropa de Backhouse, decidió enviarla de regreso, excepto una pequeña guarnición que permaneció en la isla Gorriti. Sumado a las fuerzas de Stirling, el ejército de Auchmuty ascendía a unos cinco mil quinientos hombres que se disponían a tomar Montevideo.

El arribo de estos refuerzos no sólo aportó soldados para preparar la invasión militar sino unos setenta barcos mercantes que, alentados por la noticia de la toma de Buenos Aires por parte de Beresford, atracaron en estas costas con sus bodegas repletas de mercancías y ningún sitio donde venderlas. Para Blackraven, más allá de que el engrosamiento de la tropa inglesa lo preocupaba, la llegada de ese convoy significó un golpe de suerte ya que consiguió a precio de remate una variedad de ultramarinos de excelente calidad con los que fue proveyendo a Álzaga en tanto Távora terminaba de aprestar la Wings y viajaba a Cádiz y a otros puertos para hacerse de nuevos proveedores. No se trataba de una operación sencilla ya que O’Maley se aproximaba a las embarcaciones en una balandra de modo de conseguir la autorización para abordar y realizar las negociaciones; después se procedía a la descarga durante la noche ya que la mercadería ingresaba en Buenos Aires de contrabando. Así, la cripta del Retiro volvió a atiborrarse de bultos y cajas. Blackraven se vio en la necesidad de falsificar los afidávits y demás documentación de la mercancía para otorgar cierta legalidad a la compra por parte de Álzaga ya que la Audiencia de Buenos Aires dispuso severas penalidades, incluso la horca, para quien comprase ultramarinos a los comerciantes ingleses recién llegados. Roger juzgó irónico que las telas y los botines con los que proveyó al ejército de Liniers proviniesen de bodegas enemigas.

Para Blackraven, esos primeros días del año 1807 resultaron de gran agitación no sólo en relación con sus asuntos comerciales y políticos sino domésticos. Por una parte, se ocupaba de trazar el plan de huida de Beresford con la ayuda de Saturnino Rodríguez Peña, como también de facilitarle los medios para que se pusiera en contacto con su par inglés, Auchmuty, de modo tal de convencerlo de asegurar la independencia a esas colonias españolas. Por otra parte, manejaba tras bambalinas la votación de las nuevas autoridades del Cabildo para 1807, las cuales, después de andar en dares y tomares, fueron confirmadas el sábado 24 de enero, con el beneplácito de la Real Audiencia, ya que no habían conseguido el de Sobremonte por sostener éste la conveniencia de no realizar cambios en medio de aquella anarquía. Los nuevos cabildantes eran: alcalde de primer voto, don Martín de Álzaga, de segundo voto, don Esteban Villanueva, y el procurador reelecto, don Benito de Iglesias. Pocos días después, Álzaga convocó a su asesor letrado, el doctor Covarrubias, le entregó el expediente con los pormenores de la conjura de esclavos y le ordenó que dispusiese el sobreseimiento de Tomás Maguire por falta de pruebas. El vasco anduvo de mal humor el resto de la jornada, mascullando contra Blackraven, aunque consciente de que, sin la influencia del inglés, que no sólo había persuadido a sus amigos los cabildantes sino al oidor Lavardén de la Real Audiencia, él jamás habría obtenido el puesto de alcalde de primer voto. Dentro de todo, se decía, la situación había concluido de modo favorable y el precio a pagar —la anulación del pedido de captura de ese mal parido de Tomás Maguire— había resultado bastante bajo, si tenía en cuenta que no sólo su negocio se había estabilizado y, poco a poco, retornaba al giro normal de sus actividades, sino que se había granjeado la confianza del sobrino (no importaba que fuera ilegítimo) del rey Carlos IV, decisiva para su ambicionado nombramiento como virrey del Río de la Plata. “Blackraven es un imbécil si cree que me tiene en su puño”, pensó días después, antes de firmar el sobreseimiento de su cuñado Maguire.

Blackraven seguía administrando sus propiedades y casas de comercio, sin mencionar Bella Esmeralda, de la que siempre llegaban notas del administrador con algún problema y exigencia de dinero. A menudo pensaba: “Pronto tendré que hacerle una visita a ese zopenco”, del cual sospechaba que embolsaba buena parte de su remesa.

Abelardo Montes insistía en emprender ese viaje a la zona en el noreste conocida como Misiones para comprar terrenos aptos para el cultivo de la yerba, el tabaco y el té; Francisco Martínez de Hoz había vuelto a proponerle el negocio del añil en Catamarca, y doña Rafaela, con quien había hecho las paces, le pedía que no descuidara la calera, su única fuente de ingresos.

En ese caos de números, personas y responsabilidades, su atención se desviaba para resolver el asunto del matrimonio de su pupila Marcelina y don Diogo —a quienes terminó por autorizar a iniciar las tramitaciones de la dispensa eclesiástica dada la consanguinidad del vínculo— y de la pretensión del teniente coronel Lane de desposar a María Virtudes. Languidecían las razones por las cuales el militar permanecía en Buenos Aires y no seguía la suerte de los demás oficiales ingleses, esto es, partir a su prisión en el interior del virreinato. Urgía actuar pronto y ayudarlo a escapar junto con Beresford, pero el hombre se negaba a irse sin María Virtudes. Blackraven, no obstante, jamás consentiría el matrimonio de su pupila con un hombre a quien él no conocía y del cual Beresford no le daba referencias ya que lo había visto por primera vez en la isla de Santa Elena en mayo del año anterior. “No tengo quejas de él”, le había escrito, “siempre ha cumplido con su deber de un modo que lo honra, pero desconozco su pasado y su posición en la vida”. Podía tratarse de un lobo con piel de cordero, un cazafortunas, ya que la dote de María Virtudes era muy tentadora. Ni la intervención de Melody ni las lágrimas de la muchacha consiguieron cambiar el parecer de Blackraven: el teniente coronel Lane escaparía junto con su superior, el brigadier general Beresford, y viajaría rumbo a la Inglaterra donde aguardaría las noticias de Blackraven en relación con las cuestiones del corazón. Para evitar una huida de los enamorados, Blackraven dispuso que la señorita Leo y sus tres sobrinas se instalaran en el Retiro.

—No llores —animó Melody a María Virtudes la tarde en que llegó—. El señor Blackraven ha consentido que os comprometáis antes de la partida de tu teniente coronel de modo que podáis escribiros.

—Cuando llegue a la Inglaterra —chilló María Virtudes—, Lane se enamorará de una inglesa y se olvidará de mí.

—¿Tan mal piensas de él? —La joven negó con la cabeza enfáticamente—. Entonces, confía en su amor y resígnate. El señor Blackraven me ha dicho que en poco tiempo zarparemos hacia la Inglaterra y que tú vendrás con nosotros.

—¿De veras, miss Melody? —Melody asintió—. ¡Oh, qué feliz me hace esta noticia!

Servando bajó la cara y se puso a llorar en silencio cuando Melody le entregó los papeles de su manumisión. Le vino a la mente la cara de Pangú, el soba o cazador africano de hombres que lo había condenado a esa vida de esclavitud, aunque de pronto su imagen se desdibujó hasta desvanecerse, hasta resultar imposible volver a vislumbrarla, en tanto los lineamientos diáfanos y regulares de Elisea tomaban su lugar.

—Yo no me merezco esto, miss Melody —dijo, y le devolvió la papeleta—. No lo merezco. Soy un traidor, igual que Sabas. Traicioné a su hermano Tomás y casi le cuesta la vida.

—¿Por qué no puedes perdonarte por esa acción si yo ya te he perdonado?

—Soy indigno ante sus ojos y ante los ojos de Elisea.

—Más que indigno, eres un soberbio, Babá. Te equivocaste, es cierto, actuaste bajo el influjo del alcohol y de los celos. Nada justifica lo que hiciste, pero lo hiciste. Y lo hiciste porque eres un ser humano, y, como ser humano, eres imperfecto y cometes errores. Acéptalo y sigue viviendo.

—Pudo costarle la vida a su hermano Tomás.

—Tomás también cometió errores, no es ningún santo. Sin embargo, ha conseguido una oportunidad de redimirse y de hacer algo por su bien. Igual deberás hacer tú.

—No sé qué hacer —admitió.

—La señorita Amy asegura que hay una isla llamada Haití, muy bella, de exuberante vegetación, donde no existe la esclavitud y se respira un aire de respeto y libertad. Ella considera que es un buen sitio donde comenzar. Ella misma os llevaría en su barco.

—¿Y el amo Roger?

—Sería beneficioso contar con su apoyo. Su auspicio facilitaría las cosas.

—Jamás permitirá que su pupila despose a un negro que fue su esclavo.

—Veremos —dijo Melody, y le sonrió.

—Yo soy un ser humano, miss Melody —expresó Servando, mirándola a los ojos—, porque me equivoco y tengo malos sentimientos, como casi todos los mortales. ¿Y su merced? ¿Qué es su merced? Su merced no es de este mundo, ¿verdad? Su merced de veras es un ángel que se hace pasar por persona, ¿verdad?

—Ay, querido Babá, si supieras cuán rotundamente humana soy.

Y lo decía con evidente pesar porque el día anterior, el 4 de febrero, con la novedad de la caída de Montevideo en manos de Auchmuty, había llegado también la noticia de que Victoria estaba enferma, y Melody corrió a la Iglesia del Pilar a confesarse porque se había alegrado.

La caída de Montevideo en manos de Auchmuty produjo consecuencias en la escena política de Buenos Aires. El Cabildo, en una resolución sin precedentes, destituyó a Sobremonte por “imperito en el arte de la guerra e indolente en clase de gobernador” y mandó arrestarlo; se lo acusaba de la pérdida de Montevideo. A la sazón, el depuesto virrey se hallaba en la Posta de Durán, cerca de Rosario, donde un oidor de la Real Audiencia y dos regidores del Cabildo, escoltados por un piquete de húsares, lo tomaron prisionero el 17 de febrero y lo condujeron a Buenos Aires, hasta la Convalecencia, el hospital de los “barbones”, que se fijó como el lugar de su prisión. Liniers fue reconfirmado en su puesto de capitán general de las fuerzas militares del virreinato, mientras que a la Audiencia Real se le reservó el mando político. Enseguida, tanto el partido de los independentistas como el de los españoles se lanzaron a confabular para hacerse del puesto de virrey. Los criollos lo querían para Liniers, a quien, por su laxitud y débil carácter, pensaban dominar sin mayor inconveniente; en tanto los monopolistas propugnaban el triunfo de Álzaga.

Otra consecuencia de la toma de Montevideo fue la decisión de las autoridades del Cabildo y de la Real Audiencia de enviar a Beresford y a sus oficiales a Catamarca; se sospechaba que mantenían contacto con los militares ingleses apostados en la Banda Oriental, y juzgaban imperativo alejarlos para evitar que colaborasen con sus pares en la invasión a Buenos Aires. Blackraven, aunque preocupado por la enfermedad de Victoria, se vio obligado a apurar la ejecución de su plan, e incluso a salvar los desaciertos de su colaborador, Saturnino Rodríguez Peña, quien, pese a la advertencia, recurrió a Álzaga por ayuda y casi cae víctima de una trampa.

—Señor Álzaga —manifestó Rodríguez Peña, la noche del 7 de febrero, en la sala del propio don Martín—, el capitán Liniers es de la misma opinión que yo en cuanto a que, en las condiciones de precariedad en que se encuentra nuestro ejército, jamás podremos detener la invasión del general Auchmuty.

—Sí, estoy de acuerdo —lo engatusó el vasco—. Prosiga. Lo escucho.

—El general Beresford ha expresado su interés de mediar ante Auchmuty para evitar una efusión de sangre sin sentido.

—¿Propone su merced que entreguemos la plaza sin presentar pelea para ahorrar la sangre de un puñado de soldados?

—La pelea sería innecesaria. Ocurre, don Martín, que la Inglaterra sólo desea nuestra independencia.

—¿Beresford lo garantiza?

—Sí —contestó Rodríguez Peña.

—¿Por escrito?

—Debería consultarlo.

—Pues bien, contará con mi apoyo el día en que vea un documento donde el general Beresford expresa por escrito la intención de su país de asegurar la independencia de estas colonias. Volvamos a reunirnos cuando se haga de dicho documento.

—Así será —dijo Rodríguez Peña, y se marchó acompañado de un sirviente.

Álzaga descorrió las cortinas de las grandes contraventanas tras las cuales se ocultaban su espía, el capitán Juan de Dios Dozo, el regidor Fernández de Agüero y el escribano Cortés, a quienes había citado como testigos para sostener la acusación de traición que iniciaría contra Rodríguez Peña de modo de asestar un golpe letal al partido independentista.

Esa misma noche, el escribano Cortés pasó a visitar a su amigo, el comerciante Zorrilla, a quien, en confidencia y con algunas copas de más, le refirió lo sucedido. Zorrilla despachó a Cortés y se dirigió a la casa de San José, donde puso al tanto a Blackraven, que convocó a Somar y a Távora para que buscasen a Rodríguez Peña y lo ocultasen en la casa de la calle Santiago.

—Si vuelve a mostrarse en la calle —lo previno Roger a la mañana siguiente— o si intenta regresar a su casa, Álzaga lo hará encarcelar y probablemente consiga que lo cuelguen acusado de traidor. No le queda otra, don Saturnino, deberá escapar junto con Beresford. Tenga paciencia, no cometa más imprudencias y en pocos días estará en viaje hacia la Inglaterra.

A continuación se encaminó al Fuerte, donde Liniers ocupaba las habitaciones del virrey. Lo invitó a pasar con muestras de afecto y le comentó que acababa de regresar de la Banda Oriental.

—¿Qué desea beber, excelencia? Tengo un buen coñac.

—Gracias, capitán, pero es temprano para un coñac. Un café estará bien.

—Ha sabido que la señora condesa no se encuentra bien de salud. Espero que se restablezca pronto.

—Así lo espero yo también.

Conversaron acerca del sitio a Montevideo y de la caída de la ciudad en manos de los ingleses, cuya irrupción significó grandes pérdidas materiales y centenares de muertos, de ambos bandos; en los mentideros hablaban de que se habían producido todo tipo de desmanes —violaciones, robos, saqueos— hasta que Auchmuty mandó fusilar a dos de su tropa y restableció el orden.

—Sería lamentable que eso sucediera aquí.

—Oh, sí, de verdad lamentable —coincidió Liniers.

—Pero ya veo que mis compatriotas están decididos a tomar la plaza. Y lo harán en cuanto reciban tropa fresca y más munición. Dudo de que tarden en llegar. —Blackraven se incorporó en la butaca para cambiar de tema y adquirió un aire confidente al manifestar—: Venía a verlo, capitán, para tratar con vuestra merced otro tema que, de algún modo, se relaciona con la amenaza de invasión que pesa sobre nuestra ciudad. Vuestra merced y yo sabemos que aquí se ha cometido una gran injusticia, y me refiero al asunto de los términos de la capitulación del general Beresford.

—Ha sido un asunto de lo más desdichado —admitió Liniers.

—La actual situación del general es injusta —insistió Blackraven—. Y ha llegado a mis oídos la noticia de que se ha enviado a un grupo a la villa del Luján a requisar su correspondencia. Debió de ser denigrante para Beresford, que es un caballero.

—Sospechan que está en comunicación permanente con las fuerzas inglesas apostadas en Montevideo. Su conocimiento de esta plaza podría ser de gran utilidad a Auchmuty al momento del ataque.

—Supe también —prosiguió Blackraven, como si Liniers no hubiese hablado— que se ha decidido enviarlo, a él y a sus oficiales, a Catamarca.

—Sí. Por lo que le explicaba antes, lo quieren lo más lejos posible de Auchmuty.

Blackraven no podía dejar de notar que Liniers, a pesar de formar parte del grupo de hombres que tomaba las decisiones en el virreinato, jamás hablaba en primera persona. “Sospechan que”, “lo quieren lejos”, “lo enviarán”. Opinaba que esa propensión no podía llamarse prudencia sino debilidad de carácter e inseguridad en el propio discernimiento. Contar con su colaboración venal sería pan comido.

—Le aseguro a vuestra merced —dijo Roger— que Beresford serviría más a la causa del Río de la Plata libre que preso en un confín del virreinato. Sé de buena fuente que él ha prometido, en caso de salir en libertad, hablar con Auchmuty para hacerle ver la conveniencia de evitar un enfrentamiento armado (que, sabemos, sería cruento) y de auspiciar, con su apoyo militar, la independencia del virreinato. Después de todo, lo único que quieren los ingleses son nuevos mercados para comerciar libremente, y para eso no necesitan la ocupación militar.

—¿La independencia? —se pasmó Liniers.

—Sí, la independencia. Un proceso que sólo podría acarrear beneficios para vuestra merced puesto que, en caso de cortar los lazos con la España, debería elegirse una nueva autoridad, y, por supuesto, el candidato natural, el que el pueblo reclamaría, sería vuestra merced, sin duda. En caso de seguir atados a la España, no importarán vuestros méritos, capitán Liniers: jamás os elegirían virrey por el simple hecho de no ser español. Las circunstancias actuales son propicias —retomó Blackraven, después de una pausa intencional—. Con la destitución de Sobremonte y el ofrecimiento de ayuda para lograr la independencia por parte de los ingleses, vuestra merced sería el próximo… Ya no digamos virrey sino… ¿Rey? ¿Primer ministro? Lo que fuere, cuenta con mi apoyo.

—¿Su excelencia está seguro de que el general Beresford intercederá en nuestro favor frente a Auchmuty?

—Lo sé de la mejor fuente.

Liniers se llevó la mano al mentón y fijó la vista en el escritorio. Blackraven estaba pidiéndole que ayudara a Beresford a escapar. Toda esa perorata acerca de la independencia había sido una muestra de buena voluntad, porque ambos sabían que Blackraven lo tenía por el cuello; él no se olvidaba de que no le había pagado la última asignación del préstamo y que tampoco había cancelado las dos últimas facturas del aprovisionamiento del ejército. Si se rehusaba a colaborar en su plan, pondría a un lado su diplomacia y elocuencia y sacaría a relucir esos trapitos sucios. Por otra parte, Liniers sabía que Blackraven no precisaba de su ayuda para liberar a Beresford; por supuesto que la aquiescencia del capitán al mando de las fuerzas militares facilitaría la fuga, pero, en realidad, lo que buscaba el conde inglés era su complicidad, su adhesión al proyecto, su participación incondicional. “Quiere tenerme bien agarrado de las pelotas. Y ya me tiene”, masculló para sus adentros.

—El general Beresford, a quien considero un amigo a pesar de que la vida nos haya colocado en bandos contrarios, merece toda mi confianza. Si, como su excelencia afirma, él ha ofrecido mediar, su colaboración no traerá sino beneficios para el virreinato, en especial si tenemos en cuenta que nuestro ejército no se encuentra en plena forma. No tiene sentido sacrificar a nuestros hombres si puede evitarse —manifestó, con sinceridad.

—Entonces, urge liberarlo. Es menester que llegue a Montevideo y se ponga en tratativas con Auchmuty antes del arribo de refuerzos.

—Podríamos aprovechar el traslado a Catamarca para hacerlo —propuso Liniers.

—Acuerdo en eso con su merced. Estuve pensando que lo más conveniente sería que vuestra merced firmase un documento en donde ordenase que se entregara, al portador del mismo, los prisioneros Beresford y Denis Pack, los cuales serían requeridos en Buenos Aires para atender asuntos de interés para el virreinato. Rubrique el documento con una firma que, luego, puede aducirse que es falsificada. Lo más importante es que use papel marquilla con su membrete y estampe su sello. Vuestra merced deberá escribir el documento de puño y letra, puesto que no podemos confiar su contenido a ninguno de vuestros amanuenses.

—¿Quién irá por Beresford y Pack?

—Saturnino Rodríguez Peña y Aniceto Padilla. —Blackraven se refería a un oscuro personaje a quien Beresford había librado de prisión y al que había usado como espía durante sus cuarenta y cinco días como gobernador de Buenos Aires—. Es preciso que envíe al frente del piquete que escolte a Beresford hacia Catamarca al capitán Manuel Martínez Fontes.

Liniers no necesitó preguntar el motivo de esta última disposición; Martínez Fontes, del cuerpo de Blandengues, era cuñado de Rodríguez Peña y de seguro tomaría parte en la parodia y allanaría el camino.

Hacía una semana que Blackraven no iba al Retiro, desde que Victoria había caído enferma. El diagnóstico de Fabre lo había conmocionado: la condesa de Stoneville padecía viruela. De igual modo, no resultaba ilógico si se tenía en cuenta que sus dos esclavas, Berenice y Gabina, quienes habían estado atendiéndola y tocándola todo ese tiempo, ya la habían adquirido y se debatían entre la vida y la muerte; tampoco sorprendió que las muchachas se contagiaran ya que Gabina había tenido un amante en el Mondongo, y terminó por descubrirse que Berenice andaba en las mismas con un liberto del Tambor. Blackraven mandó aislarlas en la barraca de la casa de San José, acomodando al resto de los esclavos en los interiores. Se quemaron sus pertenencias y se limpió con vinagre y ácido muriático la cocina, las letrinas y la propia habitación de Victoria, los tres sectores donde Berenice y Gabina pasaban más tiempo; y sólo podía asistirlas Gilberta, quien, de niña, había subsistido a la enfermedad.

Victoria comenzó a experimentar un desgano que atribuyó a sus noches de insomnio en las cuales se atormentaba cavilando que volvería sola y despreciada a la Inglaterra; Melody y Roger ni siquiera guardaban las apariencias y vivían juntos en el Retiro. Al desgano le siguieron la fiebre, los vómitos ocasionales y un agudo dolor de cabeza que le impedía despegar los párpados. Fabre diagnosticó la viruela cuando detectó unas manchas rojas al revisarle la cavidad bucal.

—Me preocupa, excelencia —admitió el médico—. La salud de la señora condesa no es buena. Dudo de que resista esta enfermedad.

—¿Qué podemos hacer por ella? —se desesperó Roger.

—Una vez que la persona ha contraído la enfermedad, poco puede hacerse. Lo mejor es evitar el contagio. Y para eso hay que inocularse con la vacuna.

—Algo he oído hablar de esa vacuna. Cuénteme más, doctor, por favor.

—Me refiero a la vacuna que inventó su compatriota, excelencia, el doctor Eduardo Jenner, ¡gran observador este Jenner! Él creó un antídoto contra la viruela a partir de la inoculación en personas sanas de una viruela benigna que les da a las vacas, cow-pox —explicó, con mala pronunciación—, o en latín variolae vaccine. De allí que la llamemos vacuna.

—¿Puede conseguirse ese antídoto aquí, en el Río de la Plata?

—Sí, a Dios gracias. O’Gorman lo introdujo años atrás, y es el presbítero Saturnino Segurola quien conserva el específico y lo inocula en su casa.

—¿Su merced me asegura que, quien se inocula, no contrae la enfermedad?

—Por supuesto que se lo aseguro, excelencia. Si todos nos inoculásemos, sería el fin de la viruela. Sucede que muchos desconfían de la vacuna.

—¿Puede aplicarse a los niños?

—Sí.

Blackraven le envió una nota a Melody informándole de la situación y comunicándole que no volvería al Retiro mientras durase la enfermedad de Victoria y hasta que transcurriera el período de incubación, que, de acuerdo con Fabre, llegaba a los quince días. Le ordenó que concurriese a casa del presbítero Segurola con Alexander y los niños y se hicieran inocular contra la viruela. Tomaré medidas para vacunar a todos nuestros esclavos, le decía, y, por último, agregaba: No podré enviarte más cartas en este tiempo puesto que el doctor Fabre dice que es una vía de contagio.

La enfermedad se apoderó del cuerpo de Victoria con una rapidez asombrosa y devoró su belleza. Resultaba imposible reconocer los antiguos lineamientos, perfectos y armónicos, bajo esas pústulas que presentaban una depresión en el medio, como si de un ombligo se tratase. Nadie podía ingresar en su recámara a excepción de Isabella, Malagrida y Blackraven, quienes, a instancias del doctor Fabre, se lavaban las manos con jabón de azufre y agua purificada con pastillas de quinina, y lavaban el piso y las paredes con un preparado de ácidos minerales usados en lazaretos y hospitales, que, debido a su fuerte olor y toxicidad, obligaban a mantener las contraventanas abiertas día y noche. Por fortuna, el clima de verano colaboraba.

Isabella y Malagrida se turnaban para asistir a Victoria, por quien poco podían hacer, excepto mantenerla confortable, aplicarle paños frescos en las zonas más afectadas por las pústulas para disminuir el escozor y el dolor, e hidratarla con cucharadas de infusiones frías ya que no aceptaba nada de alimentos. Blackraven la acompañaba por las noches; después de una jornada plagada de problemas y obligaciones; desplegaba un colchón junto a la cama de su esposa y dormía de a ratos, pues casi de continuo ella se quejaba y debía asistirla.

—Roger —lo llamó una noche.

Habían pasado diez días desde el inicio de la enfermedad, y el doctor Fabre acababa de informarles horas atrás que, así como Berenice y Gabina se recuperaban satisfactoriamente —las costras se desprendían y comenzaba a caer—, Victoria no presentaba mejorías; en su opinión, el desenlace se precipitaría de un momento a otro.

Blackraven se incorporó, sobresaltado y confundido.

—¿Qué ocurre? ¿Qué necesitas? —preguntó, mientras encendía la palmatoria.

—Ven a mi lado. No, no toques mi mano. No quiero que te contagies.

—Ya sabes lo que dicen por estas tierras: Yerba mala nunca muere.

Victoria ensayó un intento de sonrisa que sólo sirvió para acentuar la deformidad de sus devastadas facciones. Blackraven apretó la quijada para contener el llanto.

—¿Qué necesitas? —logró pronunciar con aplomo—. ¿Quieres orinar?

—No, querido. Deseo que hablemos.

—Será mejor que vuelvas a dormir. Hablaremos por la mañana. Fabre dice que necesitas descansar para reponerte.

—No me mientas, Roger. Sé que voy a morir. Y no me quejo, por el contrario, es un alivio saber que no tendré que dejar esta cama para ver mi rostro en el espejo. La enfermedad se ha llevado lo único que me quedaba: la belleza.

—Victoria…

—Calla y escúchame. No tengo aliento suficiente y necesito referirte una conversación que tuve tiempo atrás con una mujer negra, una esclava, supongo.

—¿Quieres un trago de tisana? —Victoria asintió, y Blackraven acomodó las almohadas para que se incorporase y bebiera.

—Dime, ¿qué ibas a referirme?

—La esclava me abordó un día en la calle, hace meses, a principios de noviembre. En un primer momento no le di importancia. Me disponía a seguir mi camino cuando la esclava mencionó un hecho del cual yo no había hablado con nadie. Me dijo que sabía que yo había visitado a la bruja Gálata.

—¿La bruja Gálata? ¿Por qué rayos visitarías tú a una bruja?

—Por ti, porque deseaba recuperarte. ¡No me juzgues con severidad!

—No, no —se apresuró a decir Blackraven—, no te juzgo, cariño. Continúa.

—La esclava me aconsejó que no volviera donde Gálata, que era una mala mujer. Me dijo que su verdadero nombre era Enda Feelham…

—¿Qué has dicho? ¿Enda Feelham? ¿Estás segura, Victoria? A menudo tú no comprendes cuando te hablan deprisa en castellano.

—Oh, sí, lo estoy, estoy segura de que pronunció ese nombre. Lo dijo dos veces, con claridad, y yo entendí todo. Además, Simonetta Cattaneo estaba a mi lado y ella, que habla y entiende muy bien el castellano, comprendió lo mismo que yo. Mencionó a su hijo Paddy, dijo que era primo de Melody y que tú lo mataste por ella. Aseguró que Enda Feelham os mataría a vosotros dos, a Melody y a ti, para vengar la muerte de su hijo, aunque aseguró que a Melody no la mataría hasta que naciera su hijo porque piensa quedárselo para criarlo ella.

—¡Victoria! —exclamó Blackraven, y se puso de pie—. ¡Y recién ahora me lo dices!

—¡Perdóname, Roger! ¡Perdóname! Yo quería… ¡Oh, Dios mío! Merezco el Infierno. ¡Perdóname! Te aseguro que, a las puertas de la muerte, no le deseo el mal a nadie. Sólo quiero morir en paz.

—Cálmate, por favor, cálmate —se apiadó Blackraven—. Llamaré a mi madre para que se quede contigo. Necesito ir tras Enda Feelham antes de que ocurra una tragedia. Dime dónde vive.

—Gabina y Ovidio lo saben.

Amanecía cuando Blackraven y Ovidio alcanzaron las adyacencias de la cabaña, que presentaba un aspecto sereno y normal, aunque, debido a la oscuridad que aún prevalecía y a la distancia donde se hallaba apostado, Blackraven no la distinguía con precisión. Le indicó al esclavo que permaneciese al cuidado de los caballos, y se lanzó hacia la cabaña dando un gran rodeo para abordarla por el costado. Lo alarmó encontrar la puerta abierta, más bien salida de los goznes, como si la hubiesen tirado abajo a fuerza de puntapiés o de un ariete. Amartilló la pistola y desenvainó el estoque. Se asomó sin exponer el cuerpo, y un aroma desagradable y punzante lo abofeteó y le recordó al de la habitación de Victoria, olor a enfermo, a medicamentos y a ácidos que después de diez días le había adormecido el olfato. Trató de identificar algún sonido.

Nada. Como la penumbra le impediría requisar la cabaña con rapidez, envainó el estoque y entró con el yesquero en alto, pegando la espalda a la pared y apuntando con la pistola. Paseó la vista por el recinto, el cual, sin hallarse desordenado, le dio la impresión de caótico y abarrotado. Alguien dormía en un camastro a la izquierda. Se aproximó, siempre con la espalda a la pared. Pronunció un insulto y apartó el rostro al descubrir que se trataba de un cadáver; llevaba tiempo allí; se encontraba en avanzado estado de descomposición y presentaba un aspecto monstruoso, cada ojo cubierto con una moneda de plata; aunque más que en estado de descomposición, la piel parecía quemada o reseca; imposible distinguir los lineamientos, aunque debía de tratarse de una mujer por la larga y espesa cabellera coronada con ramas de muérdago. Cayó en la cuenta de que el olor debería de haber sido diferente, nauseabundo e irrespirable, sin embargo, se soportaba. Prosiguió con la requisa y, en su avance hacia una habitación contigua ubicada a la derecha, tropezó con un bulto y casi terminó de bruces. Se acuclilló: otro cadáver; éste todavía no se había enfriado. Era Enda Feelham. Sus ojos verdes y saltones parecían a punto de escapar de sus órbitas, mientras la boca conservaba la forma de un grito mudo. La habían degollado, un tajo limpio y profundo que la desangró en cuestión de minutos. Quien lo había practicado era un experto. Se incorporó y caminó hacia la otra habitación. Se detuvo en el umbral y echó luz con el yesquero. Divisó una cama, un arcón y un pequeño mueble, más bien bajo, como si se tratase de una cómoda que en lugar de cajones o puertas tenía cortinitas de bayeta. Las cortinas se movían. Blackraven iluminó las paredes; no había ventanas ni aberturas ni brisa ni corriente de aire, no obstante, las cortinas se movían. “Puede tratarse de un gato o de un perro”, se dijo, “y si es una persona debe de estar sentada o acuclillada, a menos que sea un niño o un enano”. Avanzó con precaución y se ubicó al costado del mueble. Descorrió la cortinita con la punta de la pistola. Desde su posición alcanzó a ver un par de pies morenos y descalzos.

—Vamos, salga. No intente nada. Tengo la pistola amartillada y no dudaré en volarle los sesos.

En el mutismo que siguió pudo oír un castañeteo de dientes. “Es presa del pánico”, pensó. Se calzó la pistola en el cinto y desenvainó el estoque con el que, sin variar su posición, pinchó varias veces los pies desnudos. La persona salió en cuatro patas, gritando y sacudiendo la cabeza como demente, y así avanzó hasta la habitación principal, donde debió de toparse con el cadáver de Enda Feelham pues profirió un alarido agudo y antinatural. Sobrevino un silencio en el que Blackraven escuchaba los latidos de su corazón. Traspuso el umbral y descubrió que la persona yacía boca arriba junto al cadáver de Enda empapándose en su sangre; tenía los ojos muy abiertos y abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua. Blackraven la reconoció enseguida.

—¡Cunegunda!

La negra no recuperó la cordura hasta varios minutos después, e, incluso habiendo reconocido a su amo Roger, éste creyó que la mujer estaba completamente loca. Hablaba del maligno, del alma de Bela, de la señora Enda, del rito de los cincuenta años, lo decía todo mezclado, sin sentido y a veces intercalaba palabras en la jerga de los africanos. Blackraven terminó por propinarle una bofetada y obligarla a beber varios tragos de su petaca. Momentos después, guiándola con preguntas, obtuvo un relato más o menos coherente.

—¿Dónde está tu ama Bela?

Cunegunda, sin levantar la vista, señaló el cadáver en estado de descomposición que yacía sobre el camastro.

—¿Cómo murió?

—Comió del polvo venenoso de la señora Enda, del mismo que le dimos a don Alcides, el que huele a almendras amargas.

—¿Estás diciéndome que Bela se suicidó? —Cunegunda asintió—. ¿Por qué?

—Se volvió loca, amo Roger. Loca de pasión por su merced, loca de odio por miss Melody. El humo ese que respiraba también la trastornó.

—¿Cuándo murió?

—Uy, hace tiempo. Más de tres meses.

—¿Por qué no la enterrasteis? —se encolerizó.

Cunegunda le contó una historia que, en opinión de Blackraven, no podía salir del magín de una mujer simplona como aquélla y que ponía de manifiesto, en toda su extensión, la perversidad de Enda Feelham.

Enda Feelham ayudó a escapar a Bela y la cobijó bajo su protección movida por sentimientos que en nada se asemejaban al amor filial que aseguraba profesarle, sino como parte de un plan que venía trazando desde hacía mucho tiempo, como pieza clave del rito de los cincuentas años, una ceremonia que la sacerdotisa druida Ceridwen practicaba en la isla de la Irlanda desde mucho antes de la llegada de San Patricio y su nueva religión. Existía un instante en el tiempo —con el advenimiento de la era cristiana y su modo de contar el tiempo, los druidas se dieron cuenta de que el fenómeno astrológico se producía cada cincuenta años— en el cual los dioses alineaban ciertas estrellas que, al fusionar su energía, les concedían a sus criaturas favoritas (las que conocían el salmo secreto de invocación) el poder para adueñarse de la belleza, la juventud y los bríos de otra persona. La víctima que Enda ofrecería en sacrificio era Bela. La había elegido la primera vez que la vio, cuando se entrevistaron en Buenos Aires para intercambiar información acerca del paradero de Melody por veneno para despachar a don Alcides al otro mundo. Faltaba menos de un año para el día de la ceremonia, y comenzaba a preocuparla la falta de una víctima digna. A Enda pocas cosas la sorprendían; Bela lo había hecho, con su belleza, su pasión —tanto para odiar a Valdez e Inclán y a Melody como para amar a Blackraven—, su falta de escrúpulos y su decisión; la cautivó su sexualidad flagrante.

—Por eso la señora Enda le aguantaba cualquier cosa a mi ama Bela, porque la quería siempre cerca de ella. Por eso la dejaba oler el humo de esa hierba que la trastornaba y la dejaba que se revolcase con ese inmundo de Braulio.

—¿Quién es Braulio?

—Braulio era el esclavo de la señora Enda, un negro tan alto como su merced aunque más morrocotudo y pesado.

Una sospecha se coló en la mente de Blackraven.

—¿Dónde se encuentra?

—No lo sabemos. Un día el ama Bela lo mandó matar a miss Melody, pero su merced estaba con ella y la salvó. Nos dijeron que Braulio escapó, pero acá nunca vino.

—Continúa con lo que estabas refiriéndome de Enda Feelham y de esa ceremonia.

Una vez que Enda Feelham consiguiese apoderarse de la juventud, la belleza y la energía de Bela, asesinaría a Blackraven y a Melody, y se robaría al hijo de ambos para criarlo como propio. Todo pareció irse al garete la tarde en que Enda entró en la cabaña y encontró a Cunegunda llorando sobre el pecho de Bela. Su corazón aún latía. Durante tres días, apeló a todas sus artes para salvarla. La mañana del cuarto, estando Bela aún con vida pero sin esperanzas de conservarla, Enda le cubrió los ojos con monedas de plata para evitar que se le escapase el alma, la circundó con muérdago y esperó a que muriese para dedicarse a preservar el cadáver con sustancias que a Cunegunda la hacían lagrimear y le provocaban dolores de cabeza y de estómago.

—La señora Enda decía que los libros aseguraban que si lograba evitar que el alma de mi ama Bela se saliese de su cuerpo y si lograba evitar que su carne se pudriera, la ceremonia podría llevarse a cabo.

La ceremonia se había llevado a cabo la noche anterior.

—Entonces, apareció el maligno para hacerle pagar a la señora Enda todo el daño que había causado.

Por un momento, Blackraven sospechó que Cunegunda, agobiada por el sufrimiento y el pánico, había degollado a Enda en un rapto de demencia. Descartó el pensamiento casi de inmediato. El sol del amanecer, que comenzaba a filtrarse por la puerta, bañaba el cadáver de Enda Feelham y le permitía ratificar lo mismo que una hora antes cuando lo estudió a la luz del yesquero: el corte había sido practicado por alguien diestro en la materia. “Un profesional”, se dijo. Cunegunda, una negra retacona y gorda, jamás habría sometido a Enda Feelham, delgada y flexible.

—¿Quién es el maligno, Cunegunda? ¿A quién te refieres?

—¡Al maligno, amo Roger! ¡Al innombrable!

—¿Dices que el diablo asesinó a Enda Feelham?

—¡No lo nombre! ¡No lo llame! ¡No! ¡Él vendrá por mí también!

Blackraven creyó que Cunegunda se perdería en su mundo de superstición y miedo y que no finalizaría el relato. La aferró por los hombros y la sacudió con brutalidad, y la abofeteó de nuevo. La negra detuvo el griterío y el llanto, y su cabeza cayó hacia delante, como un peso muerto; se habría deslizado de la silla si Blackraven no la hubiese sostenido.

—¡Cunegunda! —la llamó, y, como no respondía, estiró el brazo, alcanzó un aguamanil, le levantó la cabeza y le empapó la cara.

Su paciencia se agotaba; de todas maneras, sabía que presionar a Cunegunda no lo conduciría a buen puerto. Resultaba evidente que la mujer estaba muy perturbada.

—No volveré a nombrar al maligno —le prometió—. Ahora intenta recordar los detalles de lo ocurrido anoche y cómo fue que Enda terminó muerta.

Al comenzar la ceremonia, Cunegunda se escondió en la habitación contigua. No quería ver, no quería oír, sólo imploraba que el rito acabase y que la señora Enda le entregase el cuerpo de su ama Bela (al menos, eso había prometido) para enterrarla y mandarse a mudar. Rezaba el rosario con devoción ardiente y, en la andanada de padrenuestros y avemarías, escuchó un golpe y que Enda interrumpía la letanía en esa lengua extraña y comenzaba a usar el castellano. En cuatro patas, Cunegunda se acercó a la abertura que comunicaba ambas estancias y lo vio. Al maligno. Había tirado la puerta abajo y se acercaba a la señora Enda como cerniéndose sobre ella. Enda retrocedía y le exigía que abandonase su casa. El maligno, vestido por completo de negro, no tenía rostro.

—¿A qué te refieres con que no tenía rostro?

—Nada —dijo Cunegunda, con la mirada perdida, y se pasó la mano por el rostro—. No había nada, todo negro, sin ojos, sin boca, sin nariz, sin pelo.

—¿Quieres decir que llevaba una capucha o una máscara negra? —Cunegunda lo miró con extrañeza—. Vamos, prosigue.

—Era alto y delgado. Se movía como un gato, resultaba imposible escuchar el sonido de sus pasos. Parecía flotar, aunque yo vi que sus pies se asentaban en el piso. No hablaba, nunca dijo palabra. Ni siquiera respiraba. Estiró el brazo y sujetó a la señora Enda por el cuello. La atrajo hacia él con la fuerza de un hombre del tamaño de su merced o del de Braulio, aunque él era delgado. La hizo darse vuelta como si la señora Enda ya no tuviera voluntad. Él la dominaba. La señora Enda quedó con la espalda pegada al pecho del maligno. Y entonces, él sacó un cuchillo, ¡no sé de dónde lo sacó! De pronto, estaba en su mano…

—¿Qué mano, Cunegunda? ¿La izquierda o la derecha? Ésta es la izquierda y ésta, la derecha. —La esclava pasó sus ojos de una a otra mano—. ¿En la izquierda? ¿Estás segura?

—Sí, porque desde ahí —dijo, y señaló la abertura—, yo le veía bien esa mano.

—Entonces, con un cuchillo que sostenía en su mano izquierda, él la degolló.

—Sí, amo Roger.

—¿Qué pasó luego?

—El maligno se acercó a mi ama Bela, la contempló algunos segundos, después miró a su alrededor, y se marchó tan silencioso como había entrado.

—¿Escuchaste los cascos de un caballo o alguna voz?

Cunegunda agitó la cabeza para negar.

—Después de que el maligno se fue, me escondí donde su merced me encontró.

Con la ayuda de Ovidio y una pala que halló en la parte trasera de la cabaña, Blackraven cavó dos fosas cerca del huerto de Cunegunda. Envolvió a Bela en la misma sábana donde yacía, la arrastró fuera y la arrojó en la fosa, en tanto Ovidio procedía de igual modo con Enda y se ocupaba de tapar los pozos. Cunegunda lloraba y rezaba con el rosario de lentejas en la mano.

—Ovidio, ayuda a Cunegunda a subir a tu montura. Regresamos a Buenos Aires. —A la esclava le dijo—: Volverás donde las Hijas del Divino Salvador. Perteneces a esa congregación. Te entregué como parte de la dote de Bela.

—Sí, amo Roger. Yo pensaba volver allí una vez que la señora Enda me permitiese enterrar a mi ama Bela, que en paz descanse.