Victoria se preparó con esmero; le pidió a Berenice que la peinara con el cabello suelto y que sólo recogiera los mechones en torno al rostro usando las presillas de madreperla que Blackraven le había traído de un viaje años atrás. Se aplicó el costoso afeite de Isabella para cubrir ojeras y manchas; frotó el papel de carmín para realzar sus pómulos y lo pasó también por sus labios; y apenas se ennegreció las pestañas con un carbón. El espejo le devolvió una imagen satisfactoria. “A pesar de todo, aún sigo siendo hermosa”, como la mujer ideal, de tez blanca, cabellos largos y rubios, mejillas sonrosadas, tersas y sin pecas, labios rojos y dientes blancos y parejos. Berenice la ayudó a colocarse la bata de cotilla de crea azul Francia con detalles de bretaña en torno al escote, un acierto ya que la tonalidad del género subrayaba el celeste de sus ojos y el dorado de su cabellera. La esclava la roció, por delante y por detrás, con su perfume de ládano.
—¿Está listo el coche?
—Sí, señora condesa. Ovidio la espera en la puerta principal.
Caminó por el corredor, cruzó el patio principal y alcanzó el recibo desde donde, mientras se colocaba los guantes y se cubría la cabeza con serenidad, avistó al cochero junto a la portezuela abierta y con la gradilla desplegada. Salió.
—Ovidio, llévame, por favor, a lo de del Pino.
Simonetta Cattaneo le había comentado que doña Rafaela recibía todos los días a partir de las cuatro de la tarde. Por eso, si se presentaba a esa hora —eran las tres—, nadie las importunaría. En parte la motivaba la curiosidad, quería conocerla, quería averiguar qué encanto de Melody Maguire había cautivado a Roger. Se daba cuenta de que el abismo se profundizaba entre ella y su esposo; no sabía a qué armas recurrir para atraerlo, lo había intentado todo, hasta un filtro de amor le había dado a beber. “Si no puedo quebrar la voluntad de Roger, tal vez consiga quebrar la de ella”. Se había convencido de que Melody Maguire le entregaría al hijo de Blackraven y luego desaparecería si ella utilizaba las palabras correctas. Simonetta había intentado persuadirla.
—¿Has perdido el juicio, Victoria? Nunca lograrás que te entregue a su hijo. No vayas a verla. Te humillarás en vano. Acepta el dinero que te ofrece tu esposo y ayúdalo a conseguir la libertad que tanto quiere. Tú, por tu parte, dedícate a vivir la vida como yo, sin ataduras ni hombres a quienes agradar.
Aunque se trataba de un sabio consejo, Victoria no sabía cómo detener ese impulso que la conducía a la casa de la virreina vieja donde enfrentaría a su peor enemiga. De pie frente a la puerta, se preguntó qué estaba haciendo. “Es una locura”. Dudó, estuvo a punto de dar media vuelta y subirse al carruaje. Inspiró profundamente y sacudió el aldabón dos veces. Una esclava entreabrió una hoja.
—Vengo a ver a la señorita Maguire.
—¿Quién la busca?
—La condesa de Stoneville.
La esclava la guió por un patio de recepción hasta el vestíbulo, desde donde le llegó el sonido de un piano; alguien practicaba las escalas con poca destreza. A una indicación, pasó a una salita pequeña donde esperó sin tomar asiento. Al verla avanzar por el vestíbulo con el vientre abultado y el paso cansino, se le ablandó el corazón; llevaba el pelo suelto, larguísimo y de sólidos rizos, y un atuendo de saya y justillo de algodón. De pronto, deseó no haberse emperifollado tanto. La sencillez de Melody Maguire, su comodidad en la simpleza, la hizo sentirse ridícula.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. Espero no haber interrumpido nada importante.
—Estoy dando mis clases de música.
—Ah.
—Me dijo Fabiana que deseaba verme. Siéntese, por favor. ¿Desea algo de beber?
—No, gracias.
Más allá de su aire de entereza y seguridad, Victoria entreveía, en el temblor de sus manos y en la súbita sequedad de sus labios, que Melody disimulaba una fuerte impresión.
—Señorita Maguire, se preguntará por qué he venido hoy hasta aquí. —Melody guardó silencio—. Por supuesto, lo imaginará. Nuestro problema común es Roger. Seré franca e iré al grano. Esta penosa situación debe llegar a su fin. No es justa para mí ni para usted. No soy culpable de no haber muerto, y, por cierto, usted no es culpable de haberse casado con mi esposo. Él es un hombre de gran nobleza y sentido del deber y no querrá desampararla ahora que pronto tendrá a su hijo. Pero debe entender que esta situación perjudica su buen nombre como futuro duque de Guermeaux. Mi suegro jamás admitirá que nuestro matrimonio sea anulado, menos aún que nos divorciemos. Por lo tanto, yo seguiré siendo su esposa hasta que muera y usted, su… ¿qué? ¿Su amante? ¿La madre de su hijo? No se merece ese lugar, Melody. Lo que merece es formar una familia y volver a encontrar la felicidad.
—¿A qué ha venido? —Melody se puso de pie y Victoria la imitó.
—A pedirle, a suplicarle que se aparte de la vida de Roger.
—Bien sabe que lo he intentado. Apenas supe de vuestra existencia, huí del que consideraba mi hogar para darle a su merced el sitio que le correspondía. Ha sido Roger quien me ha buscado, una y otra vez.
—¿Sabía usted que, desde hace unos días, él y yo hemos vuelto a vivir como marido y mujer?
Era su turno de replicar, pero se había quedado sin voz. Quería inspirar y no lo conseguía, como si tuviera taponadas las fosas nasales. Por fin, sus pulmones se colmaron de un aire espeso a causa del perfume de Victoria, que le provocó un vuelco en el estómago.
—Si eso es verdad —dijo, con voz chillona que la avergonzó—, no comprendo a qué ha venido.
—Porque no quiero compartir a mi marido con nadie. El hijo que usted y Roger pronto tendrán es un lazo que los une para siempre, y su fantasma rondará sobre nosotros sin darnos paz.
—Mi hijo tiene derecho al amor de su padre.
—¡Por supuesto que lo tiene! Por eso he venido a pedirle que, cuando nazca, me lo entregue para que yo lo eduque como el futuro duque de Guermeaux. Piense en el bien del niño, ¿qué obtendría si permaneciese a su lado? El descrédito de ser un bastardo, de ser el hijo de la querida de su padre. Conmigo, en cambio, será considerado el legítimo heredero del clan Guermeaux, admirado en los círculos más selectos de la Inglaterra…
Melody permitía que Victoria avanzase en su arenga porque no conseguía salir de su estupor. “Mi hijo es mío”, repetía, pero se daba cuenta de que Victoria no la escuchaba porque seguía moviendo la boca para exponer sus razones. No oía la voz de Victoria sino el clamor en su interior que iba en aumento, como si se tratase de una muchedumbre que se aproximaba desde calles lejanas. “Mi hijo es mío y de nadie más. Mi hijo me pertenece. Antes muerta que separarme de él. Mi hijo es mío”.
—¡Mi hijo es mío! —La declaración salió como un alarido—. ¡Mi hijo es mío! ¡Jamás lo entregaré! ¡Jamás! ¡Antes tendrá que matarme! ¡Mi hijo es mío! ¡Mi hijo es mío! ¡Mi hijo es mío! —En tanto lo repetía, se aproximaba a Victoria y ésta retrocedía—. ¡Quédese con Roger si quiere! ¡Pero mi hijo es mío! ¡De mis entrañas! ¡Ahora váyase! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
Victoria corrió hacia el vestíbulo. Melody, resollando y temblorosa, prestó atención al lejano traqueteo de sus botines sobre el solado del patio de recepción, y recién al oír el chasquido de la puerta principal al cerrarse, soltó el aliento y se desplomó en una silla. Le latía la cabeza y sentía calientes los carrillos y seca la boca. Sus gritos habían congregado a las niñas y a algunas esclavas, que la inquirían a porfía. Muy mareada, se apoyó en la nieta mayor de doña Rafaela y le pidió que la ayudara a alcanzar su habitación en el piso de arriba. Antes de llegar a la escalera, un retorcijón en el bajo vientre la doblegó.
Temprano esa mañana, Blackraven le había enviado una nota a Álzaga convocándolo a la casa de San José. “He sabido que V.S. ha venido a buscarme en algunas ocasiones. Si todavía mi asistencia puede serle de utilidad, me encuentro a disposición de V.S. en mi casa de la calle de San José número 59, hoy, 14 de noviembre, a las cuatro de la tarde”. Hacía tiempo que postergaba esa reunión y había terminado de decidirse algunas noches atrás, la de su cumpleaños, cuando, una vez terminada la fiesta de doña Rafaela, se coló en la habitación de Melody para hacerle el amor y ella le contó que la tarde anterior, doña Magdalena de Álzaga le había implorado que intercediese por su esposo. “No ha perdido el tiempo”, pensó Blackraven.
—Sabes que nunca he sentido respeto, menos aún afecto, por don Martín y su esposa. Sin embargo, ahora existen razones que me impulsan a pedirte que no arruines sus negocios. Sé que los motivos que te llevan a actuar así son por culpa de mi hermano y por mi culpa.
—Si alguien te inflige un daño es como si me lo infligieran a mí.
—Lo sé, cariño, pero no deseo que lo perjudiques.
—Entonces, das por cierto que quiero arruinarlo.
—Sí.
Blackraven rió.
—¿Y qué piensas de mí? ¿Que soy un perverso, un mal hombre?
—Pienso que tu experiencia en cuestiones de esta índole es muy superior a la mía. Yo no soy una mujer de mundo y desconozco la naturaleza humana. Por lo tanto, no tengo nada que decir acerca de tus decisiones. Confío en tu criterio, Roger. Sin embargo, días atrás, María Agustina y María Anastasia, las hijas menores de Álzaga, comenzaron a tomar clases de música conmigo y me he encariñado con ellas. Son dos criaturas adorables, dulces y amorosas. Pienso que, si perjudicases a su padre, ellas, en realidad, serían las que sufrirían las consecuencias.
Recordó esas palabras echado en el diván de su escritorio mientras esperaba la llegada de Álzaga. Al oír que llamaban a la puerta principal, consultó el reloj. Las cuatro en punto. Abandonó el diván, se puso la levita y se ajustó la coleta.
—Adelante —dijo, y Gilberta indicó a Álzaga que entrase—. Buenas tardes, don Martín.
—Buenas tardes, excelencia. Gracias por recibirme.
—Por favor, tome asiento. Desea tomar algo fuerte —señaló las garrafas con distintas bebidas espiritosas— o café.
—Café estará bien.
—Café para los dos, Gilberta, y que nadie nos moleste.
—Sí, amo Roger.
Blackraven ocupó su butaca, frente a Álzaga, y, apoyando los codos sobre el escritorio, se llevó las manos a los labios como si orase. A Álzaga le dio la impresión de que el semblante de Blackraven se oscurecía. Carraspeó antes de tomar la palabra.
—Excelencia, como le decía, le agradezco que me haya recibido…
—Don Martín —lo interrumpió—, antes de que exponga en qué puedo serle de utilidad, quería pedirle un favor.
—Oh, por supuesto, excelencia, por supuesto. Lo que su merced guste.
—Verá. Se trata de uno de sus esclavos. Días atrás, llegó a nosotros un niño muy pequeño, que es hijo de una esclava de vuestra propiedad, recientemente fallecida a causa de la viruela.
—Ah, sí. El hijo de Rufina. Creí que también había muerto.
—Entiendo que, después de enterrar a su madre, Justicia llevó a Rafael a vuestra casa, pero vosotros preferisteis no recibirlo por temor a que hubiese contraído la enfermedad que se llevó a su madre.
La declaración incomodó al vasco. Como miembro de la Tercera Orden de San Francisco, tenía obligaciones con sus semejantes que en nada se relacionaban con expulsar esclavos enfermos ni abandonar niños huérfanos.
—Rafael no murió, don Martín. Está bien de salud, al cuidado de mis esclavas. El favor que deseaba pedirle es que me lo venda.
—Oh, sí, sí, encantado. Se lo vendo, sí, sí.
—¿Considera apropiado un precio de veinticinco pesos? —Se trataba de un valor muy bajo, pero Blackraven se disponía a tantear a qué nivel ascendía la desesperación de Álzaga.
—Bueno, veinticinco pesos… Creo que… Bueno, está bien. Acepto.
—Gracias —expresó Blackraven, con moderación—. Mañana pasaré por su tienda a entregarle el dinero. ¿Podrá tener los papeles listos, don Martín?
—Sí, sí, claro. En cierta forma —comentó, tras una pausa—, me alegra haberle vendido este niño a su excelencia puesto que habría significado una boca más que alimentar sin posibilidad de obtener de él ninguna renta hasta dentro de muchos años. Y en el estado en que están mis finanzas…
—¿Qué ocurre con sus finanzas?
—De eso, precisamente, quería hablarle, excelencia.
Apareció Gilberta con el café. Lo sirvió y se marchó.
—Prosiga —indicó Blackraven—. Me hablaba de sus finanzas.
—Me he enterado de que, desde hace unos meses, su excelencia ha estado incursionando en el oficio de comerciante, aquí en Buenos Aires y en el interior, en sociedad con el barón de Pontevedra.
Blackraven sonrió con aire suficiente.
—Su merced está bien informado.
—Verá, excelencia, ésta es una plaza muy chica. Todos nos conocemos y es difícil guardar un secreto. ¡Si lo sabré yo! En fin, justamente, por tratarse de una plaza muy chica, estuve pensando en comentarle una idea que me vino a la mente, quizá su excelencia se digne a considerarla. A ver cómo juzgaría su excelencia la posibilidad de emprender algún negocio juntos, siempre que su excelencia lo considere beneficioso.
—Don Martín, ¿qué está proponiéndome? ¿Convertirnos en socios?
—Sí, sí, exactamente, a eso me refería.
Blackraven guardó silencio por un largo minuto en el que Álzaga bebió su café y simuló concentrar su atención en una marina colgada a su izquierda.
—Don Martín, la compra y venta de ultramarinos y otros productos, incluidos los de la tierra, es, como vuestra merced sabrá, un negocio muy redituable, y estoy muy interesado en él. Tal como lo llevo adelante, mi rédito es elevado. —Lo cual era mentira: entre la parte de la ganancia que le había asegurado a Abelardo Montes y las generosas condiciones de pago ofrecidas a los comerciantes, Blackraven había obtenido muy poco—. De igual modo, dado que Montes ha expresado su intención de retirarse (está muy dedicado a la administración de sus estancias) y que yo viajo de modo permanente, sí, estoy buscando un nuevo socio.
Una sonrisa, reprimida casi de inmediato, despuntó en las comisuras de Álzaga. Su semblante, usualmente macilento, se iluminó.
—Aunque —continuó Blackraven—, me gustaría cambiar algunas condiciones.
—Sí, excelencia, adelante. Dígame.
—Me refiero a una división más marcada del trabajo de cada socio. Esto es, yo me encargaría de ser el único en proveer a la sociedad de los ultramarinos y los productos de la tierra, y mi socio se ocuparía de distribuirlos y venderlos. Lo cierto es que yo no cuento con una red de distribución. De hecho, fue el motivo por el cual invité a Montes a participar. En cuanto a las ventajas para vuestra merced, creo que sacarse de encima el trato con los proveedores en el extranjero y el transporte de los ultramarinos desde la Europa es más que beneficioso.
—Sí, sí, es cierto. El transporte es un dolor de cabeza, no sólo el precio del flete, que es elevadísimo, sino el de las primas de seguro por la carga y el barco.
“En realidad”, razonó Álzaga, “este hijo de mala madre no está invitándome a participar en una sociedad sino que está acorralándome para convertirse en mi único proveedor y acreedor. Quiere tenerme por el cuello”. Se preguntó qué opciones le quedaban. Con las ventas caídas, muchos de los comerciantes del interior perdidos para siempre, la deuda con la casa en Cádiz a punto de vencer y sus dos barcos que no aparecían, no muchas, admitió.
Blackraven, por su lado, se decía: “Ahora seré yo quien compre con reales lo que a vuestra merced haré pagar con doblones, lo mismo que vuestra merced hizo con los comerciantes del interior durante años”.
—¿Yo les revendería a los mayoristas y minoristas del interior?
—Sí. De eso se encargaría su merced. A diferencia de sus actuales proveedores —siguió arguyendo Blackraven—, mis condiciones de crédito serán inmejorables. Además, vuestra merced sabe que yo poseo una flota importante que se encuentra permanentemente en alta mar comprando ultramarinos que jamás han sido vistos por estas costas. La calidad y variedad de sus productos superarán la de cualquier comerciante de la plaza.
—La propuesta es más que generosa, excelencia. El inconveniente es que sería ilegal puesto que no puedo comerciar si no es con súbditos de la Corona Española.
Blackraven rió al tiempo que se acomodaba en la butaca, adoptando una posición más relajada.
—Vamos, don Martín, estamos hablando en confianza. Tanto su merced como yo sabemos que, si esta colonia dependiese de los productos que os envían vuestros proveedores de la España, vosotros andaríais prácticamente desnudos. Y también sabemos que, si vuestra merced tuviese que ingresar en las arcas del virreinato el dinero correspondiente al almojarifazgo y la alcabala de todas las mercancías que vende, habría quebrado hace tiempo. Disculpe la franqueza, pero cuando hablo de negocios, éste es mi estilo.
—Sí, sí, claro. La franqueza en los negocios es crucial. De igual modo, siempre se requiere un mínimo de legalidad, aunque sea para evitar suspicacias. Una cosa es que su excelencia y yo nos asociemos para comerciar y otra es que yo le compre todos mis productos a un comerciante de nacionalidad inglesa.
—Entiendo. Su punto es válido. Pero, para que se quede tranquilo, le informo que poseo un permiso especial expedido por el propio rey Carlos IV para comerciar con la España y con cualquiera de sus colonias, el cual produciré a su debido momento, en caso de que lleguemos a firmar un contrato.
—Estoy sorprendido —admitió Álzaga, que recordaba el dichoso documento de la vez que confabuló para hacerlo expulsar del virreinato—. Disculpe mi curiosidad, ¿cómo ha conseguido un documento que miles de comerciantes en el mundo codiciarían?
—Porque soy sobrino de Carlos IV.
—¡Oh!
—Por el lado equivocado de la cama —agregó, con una sonrisa—. Mi madre es hija ilegítima del rey Carlos III. Y Carlos IV, su medio hermano, siente debilidad por ella. Y por mí —añadió, y pensó que la contribución en contante a su tío Carlos debería repetirse a menudo si pretendía conservar sus prerrogativas.
—Dios mío —balbuceó Álzaga, tomando el nombre de Dios en vano, costumbre en la que jamás caía—. Su excelencia me deja atónito. ¿Cómo es que nunca lo hemos sabido?
Blackraven reprimió una carcajada. Álzaga lo miraba sin parpadear, como si, frente a él, se hubiera materializado Jesucristo.
—Porque no me gusta alardear de mi parentesco ni de mi amistad con el rey. Aspiro a que se me respete por quien soy.
—Oh, sí, sí, claro, excelencia, pero ocultar una cuestión de esta naturaleza… ¡Si ni siquiera le hemos concedido los honores que le corresponden como sobrino de nuestro bienamado soberano!
—Sobrino ilegítimo —aclaró—. Volviendo a lo nuestro —dijo—, y habiendo salvado el escollo de la legalidad, creo que la propuesta es más que ventajosa para ambas partes.
—Sí, sí. Ventajosa para ambas partes.
Álzaga no pensaba con claridad y se instó a concentrarse. La perspectiva de quedar en manos de Blackraven ya no se le presentaba como una trampa sino como un trampolín para acceder a la corte de Madrid; de pronto, su sueño de convertirse en el virrey del Río de la Plata no parecía inalcanzable. De igual modo, seguía importunándolo quedar bajo su imperio. Volvió a preguntarse: “¿Qué opciones me quedan?”. Si no aceptaba, Blackraven buscaría a otro socio para la distribución (¿Santa Coloma, quizá?) y seguiría apoderándose del mercado hasta ahogarlo.
—Acepto, excelencia. Es una estupenda propuesta y le estoy agradecido.
Blackraven se limitó a asentir con una mueca que parecía un conato de sonrisa. Lo tenía en un puño, y lo satisfacía que Álzaga lo supiera.
—Una cuestión quisiera aclarar, don Martín. Yo lo proveeré de todos los productos que requiere el giro de su negocio excepto de esclavos.
—Es un actividad que produce grandes réditos, excelencia.
—Lo sé, don Martín. De igual modo, no me interesa comerciar seres humanos. Pero como ahora será mi flota la que transporte sus productos, vuestra merced podrá disponer de sus barcos para el negocio negrero.
—Sí, sí. —Una sombra se posó en el semblante del vasco.
—¿Algo lo preocupa, don Martín?
—Tal vez esté inquietándome sin razón, pero ocurre que mis dos barcos, El Joaquín y el San Francisco de Paula, deberían haber atracado en la Ensenada de Barragán semanas atrás.
—Entiendo. Tal vez se les haya dificultado el ingreso a balizas exteriores debido al bloqueo de Popham frente a la costa de la Banda Oriental. Estoy seguro de que, en pocos días, los tendrá en el Río de la Plata.
“Escoltados por el White Hawk”, agregó, para sí.
Discutieron los términos del contrato —porcentajes de ganancia, plazos de entrega y de pago, medios de pago, depósito de la mercancía, distribución en el interior, medios de transporte— y acordaron en concurrir al día siguiente a lo del notario Echevarría para que lo redactara.
—Deberá quedar expresamente aclarado en el documento —apuntó Blackraven— que su merced sólo me compra a mí.
—Y que su excelencia sólo me vende a mí.
—Por supuesto.
“Estoy durmiendo con una serpiente”, pensó Álzaga. Paradójicamente, se sentía satisfecho. El olfato le decía que, aunque de cuidado por lo inescrupuloso, Blackraven era un tipo que hacía ricos a sus socios.
—Don Martín, ahora que hemos alcanzado este ventajoso acuerdo, me gustaría que las cuestiones del pasado quedasen finiquitadas. Borrón y cuenta nueva, como suele decirse. Es penoso para mí tocar este tema, pero también necesario. Me refiero a la situación legal en la que quedó mi cuñado, Tomás Maguire, cuando se lo acusó injustamente de haber tomado parte en la conjura de esclavos.
—Mi cochero, Milcíades, que sí tomó parte, lo acusó.
—Es la palabra de un esclavo contra la mía, don Martín, puesto que yo garantizo la inocencia del señor Maguire. —Se miraron con fijeza y, por un instante, sus ojos reflejaron los verdaderos sentimientos que se inspiraban—. Don Martín, mi cuñado es un joven de apenas veinte años, algo irreflexivo, pero buen muchacho.
—Entiendo que estuvo preso por asesinar a un soldado inglés.
—Fue el azaroso resultado de una gresca de pulpería. Don Martín, reconozco que Maguire es irreflexivo y alocado, pero jamás habría tomado parte en un suceso tan sangriento como la revuelta que, felizmente, se descubrió a tiempo. Sería muy satisfactorio para mí que la acusación y el pedido de captura que pesan sobre él quedaran sin efecto.
—Si su excelencia garantiza la inocencia del señor Maguire, yo no tengo por qué dudar. Ahora bien, en cuanto a dejar sin efecto la acusación y el pedido de captura, sería muy fácil para mí si ocupara el cargo de alcalde de primer voto.
Los actuales alcaldes del Cabildo, De Lezica y Sáenz, eran marionetas en manos de Álzaga. Una palabra del vasco, y el expediente habría desaparecido o bien se habría incorporado una foja, con vanas justificaciones, para dictar el sobreseimiento de Tomás Maguire. Sin embargo, Álzaga quería ser alcalde de primer voto y exigía el respaldo de Blackraven. “Favor con favor se paga”, pensó Roger. Hacía tiempo que meditaba que, con Liniers como virrey y Álzaga en el Cabildo, ambos en su poder, lograr la independencia sería cuestión de tiempo.
—¿Vuestra merced está expresándome que desea ocupar el cargo de alcalde de primer voto el año entrante?
—Sí, excelencia.
—Interesante. Le deseo la mejor de las suertes en la votación, don Martín. Hablaré con algunos amigos que tengo entre los cabildantes y les brindaré la encomiosa opinión que vuestra persona me merece.
—Gracias, excelencia. Apenas asuma, me ocuparé del caso del señor Maguire.
—¿Ha pensado quién será su asesor letrado?
—No —se sorprendió Álzaga—, aún no.
Una de las funciones de los alcaldes de primer voto consistía en la administración de justicia en lo civil y en lo penal. Dado que en su mayoría los alcaldes no sabían de derecho —algunos incluso eran analfabetos—, el estatuto del Cabildo los habilitaba a contratar idóneos en la materia y aclaraba que los honorarios por dicha asesoría corrían por cuenta del funcionario.
—Permítame recomendarle al doctor Covarrubias —dijo Blackraven—. Él es quien se encarga de mis asuntos legales y con gran eficiencia y honestidad, debo decir. Además, ocupó el cargo de asesor letrado en 1803, cuando trabajaba para don Antonio García López, por lo que está al tanto de las cuestiones del Cabildo. Si vuestra merced se decidiese a nombrarlo en ese cargo, el estipendio por dicho servicio saldría de mi peculio. Sería mi aporte al buen desenvolvimiento de las cuestiones de la ciudad.
—Es una propuesta muy generosa, excelencia. Me entrevistaré con el doctor Covarrubias en estos días y se lo propondré.
—Bien.
Poco después de que Álzaga se marchase, Blackraven convocó a Adriano Távora a su despacho.
—Necesito que emprendas un viaje de cierta envergadura. Tu barco es el más veloz, y me urge que lleves a cabo unas diligencias en el menor tiempo posible. —Távora asintió—. Primero te dirigirás a Madrid y le entregarás a mi tío otra letra de cambio de mi parte y una carta que te entregaré luego. Después irás a Cádiz.
—Donde debo hacerme de la deuda que ese tal Álzaga tiene con una casa de comercio allá, ¿verdad? Ustáriz, o algo por el estilo.
—Ustáriz, sí. Es cierto, te lo pedí tiempo atrás, sin embargo, he cambiado de parecer. No quiero acorralarlo demasiado y ponerlo nervioso. Manso y conforme es más fácil de dominar. Ya lo tengo bien sujeto, no necesito de esa deuda. Te decía que marcharás a Cádiz porque quiero que abras una cuenta en esa misma casa y en otra que tenga buena reputación. Le pedirás a mi tío Carlos que le ordene a Godoy o a algún otro ministro que te extienda una carta de confianza para conseguir buenas condiciones de crédito. Repetirás esta operación en casas de comercio en Venecia, en Colombo y en Macassar. Allí mi nombre es conocido así que, con que yo mismo te otorgue una carta de confianza, será suficiente.
—¿Ahora vas a dedicarte al comercio?
—Sabes que soy un hombre de vastas inquietudes —replicó, con ironía—. Ocurre que acabo de convertirme en el único proveedor de Álzaga, que es el comerciante más importante del virreinato. Lo impresionaré con buen surtido y mercancía de calidad. Me interesa mantenerlo bajo control porque es de los hombres poderosos que pueden perturbar mi plan de independencia.
La puerta se abrió, y Blackraven calló el insulto que iba a pronunciar al descubrir que se trataba de su madre y que lucía alterada.
—Un esclavo de doña Rafaela acaba de traer un mensaje. Isaura comenzó con trabajo de parto y parece que hay complicaciones.
El semblante de Blackraven sufrió una profunda alteración; se puso pálido y permaneció en la butaca, quieto como un pez, mirando a su madre con la expresión de un niño perdido.
—Vamos, Alejandro. Te acompañaré a lo de del Pino.
—No, no —pareció reaccionar—. Yo iré en mi caballo. Manda preparar el coche y pasa a buscar al doctor O’Gorman. Ovidio sabe dónde vive. Si no lo encuentran en su casa, vayan al Protomedicato.
En la casa de la virreina vieja, los temores de Blackraven empeoraron. Se respiraba un ambiente tenso; los miembros de la familia, congregados en la sala de música, hablaban en voz baja, como si asistieran a un velorio, mientras que la servidumbre se movía con presteza, en silencio y con gestos severos. Doña Rafaela salió a recibirlo.
—¡Qué suerte que ha llegado, excelencia!
—¿Dónde está Isaura? ¡Lléveme con ella!
—No, no, ahora no. Déjela tranquila. En este momento, Melody sólo necesita a su partera y a Trinaghanta, a nadie más. Ella no querría que su excelencia la viera.
—Doña Rafaela, me importa un comino lo que Isaura quiera. La veré ahora.
—No sea necio y hágame caso. ¿Mandó por el médico?
—Sí, está en camino. ¿Cómo está ella? ¡Dígame la verdad! El mensajero dijo que había complicaciones.
—La pobrecita se descompuso después de que su esposa vino a verla.
—¿Mi esposa?
—Sí, sí, su esposa de usted, la señora condesa.
—¿Victoria vino a ver a Isaura?
—Yo no habría permitido que esa entrevista tuviese lugar, pero estaba descansando cuando la señora condesa se presentó y pidió por Melody.
—¿Victoria vino a verla? —repitió, incrédulo.
—Discutieron fuertemente, según me refirieron las esclavas, y Melody se alteró sobremanera. Después de eso, comenzaron las contracciones. Su presión alta es lo que me preocupa. ¡Ah, aquí llega su señora madre!
Isabella apareció en la sala seguida por O’Gorman y por Michela. Blackraven, sin saludarlo, aferró al médico por el brazo y lo apartó.
—Si tiene que elegir entre el niño y la madre, salve a la madre. ¿He sido claro?
—Sí, excelencia.
Doña Rafaela condujo a O’Gorman al piso superior, con Isabella, Michela y Blackraven por detrás.
—Nosotras nos quedaremos con la muchacha —anunció Isabella.
—Yo también.
—No, Alejandro, tú no.
Antes de que la puerta se cerrase, Blackraven atisbó una escena que le debilitó las extremidades y lo dejó turbado y frío. Isaura, con las piernas elevadas y las rodillas flexionadas, se incorporaba sobre su vientre y pujaba entre sábanas empapadas de sangre. La visión de la sangre, una imagen familiar para él, que formaba parte de la composición de un abordaje al igual que las armas y el enemigo, se volvió intolerable en ese momento. La escuchó gritar como si estuvieran desollándola viva y quejarse de que no tenía más fuerzas. Él tenía fuerza, de sobra, que en ese momento no servía de nada. Se apoyó en el pretil de la galería y descansó la cabeza en una columna. Se sentía descompuesto.
—Vamos, excelencia —dijo doña Rafaela—. Bajemos. Un trago le sentará bien.
Se alegró al encontrar en la sala a Malagrida, a Távora, a Somar y a Amy.
—¡Qué cara traes! Estás muy pálido. ¿Qué ocurre?
—No sé, Amy, no sé. No me dicen nada. Y ella grita como una condenada. Dice que no tiene fuerzas para seguir pujando.
—Todas dicen lo mismo —aseguró doña Rafaela, y le indicó un sillón.
Una esclava se presentó con dos garrafas de vino y las colocó sobre una mesa. Távora llenó un vaso y se lo alcanzó a Blackraven.
—Gritaba como si estuvieran torturándola.
—Ya lo dice la Biblia —comentó Malagrida—: “Parirás tus hijos con dolor”.
Blackraven no guardaba en su memoria horas de tanta angustia; quizá podían compararse con las vividas cuando Paddy Maguire secuestró a Melody. No se quedaba quieto. Se sentaba, sacudía las piernas, se ponía de pie, caminaba por la sala, bebía de un trago, se escabullía al patio principal, se acercaba al pie de la escalera, miraba hacia la galería en la planta superior y retornaba a los interiores como espantado cuando un grito de Melody lo alcanzaba. Él, que disfrutaba de la lucha cuerpo a cuerpo, que había abordado infinidad de barcos y enfrentado a feroces enemigos, huía como un ciervo ante el clamor doliente de su mujer. Isaura estaba muñéndose y no se atrevían a decírselo. Todos lo sabían, doña Rafaela, Malagrida, Somar, Amy, Távora, todos; de ahí esos vistazos compasivos que le lanzaban cuando creían que él no los veía. Su madre y O’Gorman deliberarían acerca del mejor modo de darle la noticia. El llanto le trepaba por la garganta, provocándole un escozor que el vino no aplacaba; estaba medio borracho. ¿Cuánto había bebido? Las garrafas se vaciaban y se llenaban con una rapidez sorprendente. Buscó de nuevo la soledad del patio. Se inclinó en la fuente e inspiró, con los ojos cerrados, el aire fresco en torno al agua; pequeñas gotas le salpicaban el rostro. Se dirigió al pie de la escalera, donde apoyo la frente en el pasamano, debatiéndose entre subir e irrumpir en la habitación o escapar de la casa de la virreina vieja. Al escuchar que las voces en la habitación se elevaban y, a continuación, un grito, más bien un alarido, de Isaura, cayó sentado en el piso, recogió las piernas y se cubrió la cabeza con los brazos para no seguir oyendo. Tenía náuseas; hacía años que no tenía náuseas, de hecho, la última vez las había experimentado en el barco de Ciro Bandor, cuando al volver en sí después del golpe recibido en la cabeza mientras recorría el puerto de Bridgetown con Amy, se encontró en un sollado mecido como en una cuna. ¿Qué era ese maullido? Irguió la cabeza y elevó la vista. Provenía de la planta alta y era el llanto de un bebé. Se incorporó. “Tengo que subir”. Al llegar a la galería, se aproximó a la puerta y dudó con la mano a un palmo de la falleba. Se abrió de pronto, y el sobresalto lo hizo retroceder.
—¡Alejandro! —exclamó Isabella, y le echó los brazos al cuello—. ¡Es un niño! ¡Un niño inmenso y sano! ¡Oh, cariño, qué hermoso hijo tienes! —Ante el gesto de súplica de Blackraven y su incapacidad de articular, Isabella aclaró—: Ella está bien, muy bien. Exhausta, pero bien. Ya quita esa cara de susto.
—¿Y la sangre? —susurró.
—Un pequeño desgarro que O’Gorman enseguida controló, a Dios gracias.
—Quiero verla.
—Todavía no. Permite que la aseemos y la pongamos cómoda. Ve a dar la noticia a los demás.
Lo vio primero a él, sentado en el borde de la cama; un poco alejadas, se hallaban Isabella, con el niño en brazos, y Michela. Volvió a mirar a Blackraven, y la sorprendió el modo en que la contemplaba, con los ojos muy abiertos, rebosantes de lágrimas que no acertaban a caer. Sonrió al descubrir que el movimiento que hacía con la boca era un puchero. Levantó la mano y se la pasó por los labios para borrarle las ganas de llorar. Blackraven se inclinó y ocultó la cara en el cuello de Melody, que enseguida sintió la calidez de sus lágrimas en la piel.
—Tuve tanto miedo —lo oyó susurrar.
—Qué grandote eres en vano. Calla, grandullón. Mira que no ha sido nada. Yo ya ni me acuerdo.
—No quiero que tengamos más hijos, no quiero. No soportaré de nuevo lo que acabo de padecer. Todavía escucho tus gritos en mi cabeza.
—Gritar me ayudaba a pujar. Y tuve que pujar mucho, ¿sabes? Tu hijo es enorme. ¿Lo has visto? —Blackraven se incorporó y negó con la cabeza—. Isabella, por favor, traiga al niño.
—¡No, no! —dijo Blackraven, cuando su madre intentó entregárselo—. No sabría cómo sostenerlo.
—Vamos, Roger —lo alentó Melody—, es tu hijo, quiero que lo cargues.
Isabella le dio algunas indicaciones, y Blackraven lo recibió. Nunca había cargado a un niño tan pequeño, ni siquiera a Víctor. Se sentía torpe e incómodo. Al contrario de lo que había esperado, su hijo estaba despierto, y procuraba abrir grandes los ojos pese a que todavía estaban hinchados. Se quedó extasiado observándolo, estudiando sus diminutas facciones, y, en tanto se serenaba y ganaba confianza, tomaba conciencia de que un sentimiento profundo, poderoso y conmovedor, parecido al que Isaura le inspiraba pero al mismo tiempo distinto, iba apoderándose de él, y lo confundía, como lo confundía a veces su amor por Isaura, porque, por un lado, lo volvía fuerte, y, por el otro, lo debilitaba. Después pensó que esa criatura, carne de su carne y de la carne de Isaura, le pertenecía, era lo más suyo que poseía, lo más valioso y sacro, el regalo de la mujer amada.
Melody, atenta a la contemplación de Blackraven, le acarició la frente para sacarlo de su abstracción; sabía cómo el amor operaba en él, a veces lo confundía, lo asustaba. Él levantó el rostro y vio la sonrisa de Melody, y de nuevo se inclinó para admirar la carita de su hijo, y concluyó que nadie era tan dichoso como él. Le pasó el niño a Melody, que lo colocó sobre la cama, en el hueco que formaba su brazo.
—¿Sabes, Alejandro? —dijo Isabella—. Tener a tu hijo en brazos ha sido como volver a cargarte a ti, tanto se te parece. Es tu vivo retrato.
—Ma i suoi occhi avranno un colore diverso —apuntó Michela.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Melody.
—Que sus ojos tendrán otro color —tradujo Blackraven.
—Avranno il meraviglioso colore degli occhi di questa dolce ragazza, tua piccola moglietina, caro.
Melody se extasió en la dulzura con que Blackraven miró y sonrió a la anciana.
—Grazie, Michela. —Era la primera vez que lo escuchaba hablar en italiano—. Sei l’unica a riconoscere che lei è mia moglie, la mia donna amata.
—Michela dice —se apiadó Isabella de Melody— que los ojos del niño tendrán tu color, que es maravilloso. De ti ha dicho que eres una dulce muchacha, la joven esposa de Alejandro.
—Y él, ¿qué ha dicho él?
—Él ha dicho: “Gracias, Michela. Eres la única que reconoce que ella es mi esposa, mi mujer amada”.
Las miradas de Melody y Blackraven se cruzaron y quedaron suspendidas en un momento en que holgaban las palabras.
—¿Os habéis dado cuenta —expresó Isabella de pronto— de qué día es hoy? ¡Hoy es 14 de noviembre! Mi nieto es un escorpiano igual que su abuela y su padre. ¡Ah, qué recio hombre serás, amor mío! ¿Cómo han decidido llamarlo?
—Tiempo atrás —dijo Melody—, Somar me contó que, entre los Guermeaux, existe una tradición: llamar a los primogénitos por el nombre del abuelo. Como la juzgo una hermosa tradición, la seguiremos. Llamaremos a nuestro hijo como su abuelo paterno y como su abuelo materno: Alexander Fidelis Blackraven.
Blackraven llegó tarde a la casa de San José. Le había costado separarse de Melody y de su hijo. Estaba cansándose de esa situación. Por fin, cuando ambos se durmieron, decidió abandonar lo de del Pino. Aún le quedaba un tema pendiente.
Victoria no dormía, la luz en su recámara se filtraba bajo la puerta. Entró sin llamar y la encontró en una silla, leyendo. La irrupción la había sobresaltado, y lo contemplaba con miedo. Apenas la virreina le informó acerca de la visita de Victoria, Blackraven deseó poner sus manos en torno a su cuello y estrangularla. El cansancio, el alivio y la felicidad por la llegada de Alexander Fidelis habían aplacado su furia.
—¿En qué carajo estabas pensando cuando fuiste a importunar a Isaura?
—Fue una imprudencia, lo sé —admitió, aunque sin humildad.
—Le provocaste el parto, maldita seas. Hubo complicaciones. ¡Pudo haber muerto, Victoria!
Victoria sabía por Isabella que Melody había sufrido un desgarro, el que, a duras penas, O’Gorman restañó, que el niño venía mal ubicado y que la destreza de la partera evitó que se ahorcara con el cordón. Dios sabía que no deseaba experimentar desilusión y envidia; no quería pensar que la muerte de Melody habría significado el fin de su zozobra.
—Creí que, días atrás, las cuestiones entre tú y yo habían quedado claras. ¿Qué fuiste a decirle? ¿Con qué patraña la importunaste?
—¿Ella no te lo dijo?
Las ganas de golpearla estaban regresando. Si bien nunca había maltratado a una mujer, en ese momento presentía que su cólera desembocaría en un lamentable episodio.
—¡Ella ni siquiera mencionó que tú fuiste a molestarla! Lo supe por doña Rafaela. ¿Qué mierda le dijiste?
—Que tú y yo habíamos vuelto a vivir como marido y mujer.
—¡Maldita seas, Victoria! —Caminó hacia ella con grandes zancadas y la levantó por los hombros.
—¡Alejandro! —La llamada de su madre desde el umbral lo detuvo—. Déjala. Ella también está sufriendo. Tu rechazo la lastima.
—¡Por su causa Isaura pudo haber muerto! Lo sé, aunque vosotros no queráis decírmelo, sé que su vida corrió peligro, y todo por culpa de esta…
—¡Alejandro!
Con una exclamación de desprecio, Blackraven arrojó a Victoria en la silla y se llevó las manos a la cabeza.
—Apenas Adriano termine de cargar el bastimento en la Wings, regresarás con él a Londres.
—¡No, por favor! —Victoria se puso de pie—. No me separes de ti.
—¡Aléjate! No me toques. He dicho que regresarás a Londres y luego marcharás a Cornwall donde esperarás a que yo regrese y me ocupe de finiquitar nuestros asuntos.
—Alejandro —terció Isabella—, Victoria no puede viajar aún. El doctor Fabre ha dicho que su salud no está por completo…
—¡Me importa un demonio lo que Fabre diga!
Isabella se replegó ante la furia de su hijo, y, por primera vez, le tuvo miedo. Blackraven se arrepintió enseguida del exabrupto y, tras recuperar el aliento y un poco la compostura, habló sin levantar la voz.
—Partirás en la Wings, Victoria. Es todo.