Gabriel Malagrida siempre ocupaba el mismo sitio en la mesa de la casa de San José, a la izquierda de Blackraven y, desde su llegada a Buenos Aires, frente a Isabella di Bravante. Su belleza lo fascinaba, y se esforzaba por no admirarla con ojos de besugo lo que durase la comida; Roger siempre lo pescaba y lo contemplaba con una expresión indefinible, incomodándolo a pesar de saber que, en relación con su madre, no desplegaba una actitud posesiva. Isabella no se lo habría permitido. Blackraven estaba habituado a los amantes de su madre y a su conducta escandalosa; sin embargo, Malagrida sospechaba que no aprobaría una relación entre Isabella y él, quizá porque, a diferencia de ella, Blackraven conocía su condición de sacerdote.
Malagrida hacía tiempo que había admitido su amor por Isabella, aunque no alentaba ninguna esperanza de ser correspondido. Ella, con un chasquido de dedos, habría tenido a sus pies a hombres ricos, jóvenes y hermosos. A pesar de que en tres días —el 5 de noviembre—, cumpliría cincuenta y cuatro años, su atractivo seguía intacto, y no sólo se relacionaba con la regularidad de sus lineamientos o la esbeltez de su talle sino con esa elegancia innata, esa donosura y diplomacia que revelaban la sangre azul que surcaba sus venas; de todos modos, el mayor atractivo de Isabella, en opinión del jesuita, radicaba en sus nobles convicciones y en su coraje. Conocía pocos hombres con las agallas de Isabella di Bravante. No se asombró el día en que Roger le contó que su madre se había negado a abandonar el palacio de Versalles cuando la corte completa, aun los familiares del rey, desertaron a Luis XVI, a María Antonieta y a sus hijos, Marie Teresse y Luis Carlos. Isabella, madame Elizabeth, hermana del rey, y algunos sirvientes los acompañaron durante esos turbulentos días hasta el 5 de octubre de 1789, casi tres meses después de la toma de la Bastilla, cuando, junto con el rey y con su familia, abandonaron Versalles y marcharon a París, al viejo Palacio de las Tullerías, nueva sede del gobierno, rodeados por una muchedumbre de mujeres armadas de mosquetes, picas y hoces; algunas cabalgaban sobre cañones.
En una oportunidad, Isabella le había contado a Malagrida acerca de las tensas horas vividas en Versalles aquel 5 de octubre en tanto aguardaban que las mujeres, llamadas Les furies (Las furias), completaran su camino desde París hasta el palacio para reclamar por la escasez de pan y los precios altos. Se sospechó más tarde que el primo del rey, el duque d’Orléans, actuó tras bambalinas, incitando y promoviendo el ataque, pues albergaba la esperanza de convertirse en regente si Luis XVI caía. “La reina, madame Elizabeth, los niños, Michela y yo permanecimos en las habitaciones reales, atentas a lo que sucedía en los jardines de palacio”, relató Isabella. “La chusma nos asediaba como perros hambrientos y rabiosos, éramos prisioneros en nuestra propia casa. Hacia el amanecer del 6 de octubre, comenzaron a invadir las cocinas y las antecámaras de nuestras habitaciones. Yo me había quedado profundamente dormida en un sillón, con el pequeño Luis Carlos en mi regazo. Nos despertaron los gritos de “¡Mátenlos! ¡Maten a los Gardes du Corps!”. Momentos después, la turba comenzó a golpear las puertas de la antecámara de la habitación de la reina. ¡Oh, Dios mío! Todavía me conmuevo al recordarlo. María Antonieta huyó al dormitorio de Luis, que la convenció con esfuerzo de que nos trasladáramos a la casa de un amigo, cerca de la Orangerie del palacio. Me sentí como un zorro cuando la jauría va tras él. Bueno, el final usted lo conoce, Gabriel. La multitud exigió que los reyes regresaran a París, lo que aceptaron. ‘Quieren imponer que el rey y yo vayamos a París con las cabezas de nuestros guardias al frente clavadas en las picas’, me confesó llorando mi pobre María Antonieta; nunca la había visto tan desarreglada y demacrada; tenía el pelo ensortijado y el vestido muy arrugado. Yo viajé a París en el carruaje con madame de Staël y su padre, el ministro Necker, utilizando un camino poco transitado y accediendo a la ciudad por el Bois de Boulogne; lo que más deseábamos era pasar inadvertidos. Me instalé unos días en las Tullerías, pero Luis me convenció de que, por mi seguridad, debía alejarme. Fue muy duro y desgarrador separarme de María Antonieta y de los niños, pero finalmente marché a vivir a la campiña. Intuí que no volvería a verlos”.
Malagrida sabía que, durante ese período en las Tullerías, Isabella había conocido a Matías de Montmorency-Laval, vizconde de Montmorency, de las familias feudales más antiguas de la Francia, quien se enamoró de ella y la invitó a vivir en su villa ubicada en el norte del país. Allí se instaló, en un castillo medieval “en el que siempre me perdía y al que nunca terminé de conocer”, a orillas del lago Enghien. Ese sitio que prometía paz y seguridad se convirtió en una trampa mortal. A pesar de que el 4 de agosto de 1789 Matías de Montmorency-Laval votó a favor de la eliminación de los privilegios de cuna, para el menu peuple, como se conocía a los artesanos y asalariados, y para los sans-culottes, así llamados por no llevar culotte o calzón corto, era un odiado terrateniente que todavía conservaba privilegios de clase. Para ellos, eso de “la abolición total del feudalismo” era una falacia. Acicateados por los discursos de Robespierre que se publicaban en los diarios locales y hablaban del “egoísmo de los ricos”, como también por la falta de pan y los precios excesivos, los aldeanos, encabezados por su funcionario local, sitiaron el castillo de Montmorency y exigieron a Matías que entregase los pergaminos señoriales y que repartiese las harinas, la leña y las demás provisiones de las cuales hacía acopio ilegal. Matías entregó los pergaminos señoriales, que fueron quemados delante de él, e informó a voz en cuello que no tenía más harina ni leña que la que le correspondía. La turba enfurecida comenzó a insultarlo, a llamarlo “acaparador”, “monarquista”, “contrarrevolucionaria” y otros denuestos, y lo asesinó en su irrupción en el interior del palacio, al que incendiaron después de comprobar que el vizconde decía la verdad: no había hecho acopio ilegal de nada. Isabella y Michela salvaron sus vidas gracias al herrero del vizconde de Montmorency, que las condujo por unos pasadizos secretos hasta el exterior, del otro lado del lago, y les entregó una bolsa con dinero que el vizconde le había confiado para un caso de esa naturaleza. Se instalaron en París, en uno de los faubourgs o barrios más pobres, donde subsistían con el trabajo de costura de Michela y la caridad de algunos conocidos de Isabella. Famosa por su íntima y entrañable amistad con la reina María Antonieta, los jacobinos la buscaban sin descanso, por lo que Isabella cambió su nombre y modificó su aspecto. Pasaban por italianas admiradoras de la revolución, que habían abandonado el reino de Nápoles para vivir en París como ciudadanas libres.
Al llegar a París en el año 94 en busca de su madre, Blackraven, que aún no contaba con una red de espías y agentes sólida, recibió la noticia errónea de que Isabella di Bravante había sido denunciada y encarcelada en la Conciergerie. De ese modo, buscando su nombre en el listado de prisioneros de “la antecámara de la muerte”, Blackraven se topó con el de su dómine de la Escuela de Estrasburgo, Gabriel Malagrida, a quien sacó de la Francia con un pasaporte sueco. Regresó semanas más tarde a París donde se enteró de que su madre había dejado el palacio de las Tullerías y marchado a vivir al castillo de su nuevo amante, el vizconde de Montmorency. En la villa, conoció al herrero que, en un primer momento, creyendo a Roger espía de los jacobinos, le aseguró desconocer el paradero de la amiga del vizconde. Una buena cantidad de libras esterlinas lo convenció de que Blackraven no tenía nada que ver con el Club de los Cordeleros, y operó como un incentivo para confesarle que la amiga del vizconde había salvado la vida de milagro. “Desde aquel día en que las saqué del castillo por los pasadizos secretos, no he vuelto a saber de ellas”, aseguró el hombre. “Le recomendé a la amiga del vizconde que no se instalara en París porque allí la guillotina cae tantas veces por día como mis párpados, pero ella me dijo que era el único sitio donde aún le quedaban amigos a los que acudir”.
Blackraven regresó a la capital muy abatido, pensando que hallar a Isabella y a Michela sería tan fácil como encontrar una aguja en un pajar. El nombre de Isabella se mencionaba de tanto en tanto en los periódicos más difamatorios, L’Ami du Peuple, de Jean-Paul Marat, Le Père Duchesne, de Jacques-René Hébert o Le Vieux Cordelier, de Camille Desmoulins, donde se la comparaba con las heteras más famosas de la historia —Mesalina, Fredegunda, Eufrosina Ducas, Catalina de Médicis—, y donde se insinuaba que había mantenido relaciones antinaturales con la reina; una semblanza de sus rasgos bastante aproximada se adjuntaba a cada artículo y la exhortación a denunciarla en el Ayuntamiento. “Por lógica”, caviló Blackraven, “mi madre intentará pasar inadvertida”, y se alentó con la idea de que si Isabella di Bravante había emergido indemne de la vida en Versalles, plagada de intrigas y enemigos, bien podría escapar de las garras de la revolución.
Su búsqueda, entonces, debía comenzar en los barrios más populares. Ayudado por sus marineros de confianza y por personas contratadas, recorrió las zonas periféricas, cambiando de disfraz cada día; en una ocasión vestía como vendedor de chocolate caliente, otro, como deshollinador, otro, como médico, con su bastón, capa y maletín característicos, otro, como dómine. París era un caos de mugre, malos olores, mendigos, hambre y terror. Los vecinos se acusaban unos a otros de contrarrevolucionarios ante el Comité de Salvación Pública para vengar querellas privadas; el hambre atizaba la delincuencia, y los asesinatos para robar uno o dos sous estaban a la orden del día; las cabezas rodaban en el cadalso por decenas; el odio ya no distinguía clases ni partidos, eso era un todos contra todos y un sálvese quien pueda.
A Blackraven le dolía imaginar a su madre, siempre impecable y perfumada, en esos muladares. En contra de toda posibilidad, solía buscarla en el Palais Royal, el palacio mandado construir por Richelieu en el siglo XVII y que, con la revolución, había pasado a formar parte de los bienes públicos y a llamarse Palais Égalité (Palacio Igualdad), convirtiéndose en una feria perpetua con casas de juego, grandes tiendas, cafés y restaurantes donde mayormente se discutía de política. En el Palais Royal, Blackraven obtuvo la primera pista certera la noche en que distinguió, entre los jugadores de una mesa, a un viejo amigo de su madre, cortesano de Versalles, Théophile de Marcourt; no vestía su habitual chaqueta de damasco ni su culotte de seda, tampoco llevaba la peluca empolvada ni sacaba, cada dos por tres, su tabaquera de oro con rubíes para aspirar una narigada de rapé; se trataba de un mero citoyen al que sus compañeros de juerga llamaban por otro nombre, Alain. Blackraven lo abordó a la salida del Palais Royal, entre los ligustros del jardín, donde el antiguo noble había concurrido a orinar.
—De Marcourt —lo llamó Blackraven, y el hombre comenzó a temblar y a farfullar entre sollozos, convencido de que se trataba de un agente del Comité de Salvación Pública que venía a arrestarlo tras descubrir su identidad.
—Tranquilo, de Marcourt, soy Alejandro di Bravante, el hijo de Isabella.
—¡Ah, querido muchacho! —El alivio le provocó un acceso de llanto—. Casi has acabado con mi enfermo corazón.
Blackraven lo invitó a las habitaciones de su hotel. Tomaron dos sillas de manos y llegaron en pocos minutos. Théophile de Marcourt todavía temblaba cuando Blackraven le ofreció whisky escocés, que el hombre bebió de un trago. Extendió el vaso, y Blackraven escanció otra medida.
—Hace tiempo, tu madre acudió a mí para pedirme dinero. El que le dejó Montmorency se le había acabado. ¡Con el aumento de precios, ningún dinero es suficiente! Imagínate que una hogaza de pan…
—¿Le dijo dónde vivía?
—Ella y su nodriza se hacían pasar por italianas. En cuanto a dónde vivían, no lo recuerdo bien…
—¡Vamos, de Marcourt, piense!
—Despacio, muchacho. Los años no vienen en vano, y los últimos vividos han sido los peores y han dejado profundas huellas en mí. Ya no soy el hombre con el que practicabas esgrima en Versalles.
—Lo siento, de Marcourt, pero necesito sacar a mi madre de París antes de que los jacobinos le echen el guante. Podría ayudarlo a usted también, si es su deseo.
—¿De veras? ¿Me sacarías de este infierno?
—Sí, pero ahora concéntrese y piense.
De Marcourt revisó los momentos de su entrevista con Isabella una y otra vez.
—¡En la Salpêtrière! —exclamó—. Allí dijo tu madre que vivía, en los alrededores de la Salpêtrière.
La Salpêtrière, la vieja fábrica de pólvora, sobre la orilla izquierda del Sena y en las inmediaciones del barrio Saint Marcel, era de las zonas más grises y pobres de París. Blackraven y sus hombres concentraron la búsqueda en un diámetro de cinco cuadras en torno a la fábrica, advertidos de que Isabella y Michela se hacían pasar por italianas. Así fue como Milton dio con ellas: las escuchó hablar en italiano en una tienda de abarrotes.
La sorpresa por el reencuentro con su hijo le provocó a Isabella un desvanecimiento. Al volver en sí, lloró largo rato sin pronunciar palabra. La visión de su madre, que había descollado en el boato de los salones de Versalles, hacinada en ese cuartucho sin ventanas, entre ratas y delincuentes, sin agua ni comida suficientes, casi condujo a Blackraven al quebranto. Estudió el repugnante entorno hasta que sus ojos se cruzaron con los de Michela, seria y sólida como una roca; Isabella, en cambio, lucía los estigmas de esos años de carencias.
—Tratamos de huir —le explicó a su hijo—. A pesar de contar con nuestras caries de civisme —se refería a los certificados de civismo, que aseguraban la lealtad al nuevo régimen— y de no estar sospechadas de contrarrevolucionarias, nos ha resultado imposible obtener un salvoconducto para dejar París, y ya no deseábamos insistir en el Ayuntamiento por temor a ser acusadas de traidoras. Hay quienes venden estos salvoconductos, pero el precio que piden está fuera de nuestro alcance.
—Ya no tienes de qué preocuparte, madre. Esta pesadilla ha terminado. Yo las sacaré de aquí.
Escapar, sin embargo, no resultó fácil. Debían cuidarse de levantar sospechas entre los vecinos, por lo que una mañana, como de costumbre, dejaron su habitación, saludaron a las señoras que barrían el patio y chismorreaban, y simularon encaminarse hacia el mercado para obtener su ración. Llevaban algunas pertenencias en la canasta; las demás, las dieron por perdidas. La ruta a Calais —la más utilizada por los emigrados que ansiaban llegar al puerto de Dover, en la Inglaterra— se había vuelto demasiado peligrosa, por lo que Blackraven decidió huir a Marsella, pese a encontrarse a una distancia tres veces mayor de París. Se hacían pasar por una familia de campesinos sicilianos; Théophile de Marcourt, que no hablaba una palabra de italiano, hacía de miembro idiota y sordomudo; su actuación resultó soberbia. Ni siquiera en la intimidad de las habitaciones de los mesones abandonaron su mascarada, pues sabían que las paredes oían; nunca usaron el francés ni el español, y trataron de desplegar el comportamiento esperado de un bon sans-culotte, hablaban gritando, escupían, se reían a carcajadas, comían con la boca abierta y bebían con destemplanza, aun Michela e Isabella. A lo largo del camino, los guardias de los ayuntamientos los detuvieron varias veces para solicitarles sus salvoconductos e inquirirlos acerca de su visita a la Francia. Sólo Blackraven hablaba en un mal francés; eran momentos de extrema tensión ya que, por un lado, desconocían si los vecinos de Isabella y Michela habían denunciado su desaparición poniendo en marcha el mecanismo por el cual el Comité de Salvación Pública daba caza a los traidores; y, por el otro, temían que los guardias notaran la falsedad de los salvoconductos.
Llegaron a Marsella diez días más tarde, exhaustos y con el cuerpo dolorido a causa del viaje y del nerviosismo. Los hombres de Blackraven, que se habían dispersado y viajado en rápidas diligencias, hacía cuatro días que los esperaban con las jarcias listas para zarpar en la corbeta Fedora Palermitana, llamada así en honor de la abuela materna de Blackraven. Isabella no se movió de cubierta y permaneció con la vista fija, reclinada sobre la borda, hasta que el contorno de Marsella desapareció en el horizonte. Entonces, buscó a su hijo y se abrazó a él.
—¿No me reprocharás no haber abandonado la Francia cuando pude hacerlo?
—No. Yo habría hecho lo mismo. No habría abandonado a mis padrinos.
—¡Oh, Alejandro! Nunca dejo de pensar en mis niños, en Marie Teresse y en Luis Carlos, en las penurias que estarán padeciendo, solos y tan pequeños, sin nadie que los quiera. Michela y yo tratamos de visitarlos en el Temple, pero fue imposible.
—Eso fue imprudente, madre. No debiste hacerlo.
—Lo sé, hijo. No pude evitarlo.
—No te aflijas. He decidido que volveré a rescatarlos.
—¡Alejandro, no! ¡Por amor de Dios, te lo pido! Te matarán.
—No, madre, no me matarán —y para alegrarla, le comentó—: ¿Sabes a quién rescaté de las entrañas mismas de la Conciergerie meses atrás?
—¿Tú, en las entrañas de la Conciergerie? Creo que me dará un vahído. ¡Michela, mis sales!
—Madre, no fastidies. ¿Sabes a quién ayudé a escapar de la guillotina? —Isabella, enfurruñada, negó con la cabeza—. A mi antiguo dómine de la Escuela de Estrasburgo, Gabriel Malagrida.
Una sonrisa inconsciente iluminó los ojos de Isabella, y sus mejillas adquirieron colores saludables. Blackraven notó que la pequeña mano de su madre se ajustaba a su brazo para reprimir una alegría que no conseguía ocultar.
—Está bien, Michela —dijo Blackraven—. Mi madre ya no necesitará las sales.
Malagrida se había distraído cavilando acerca de las peripecias de Isabella durante los años del Terror y debió pedir a Blackraven que le repitiera la pregunta.
—No ha sido una pregunta —dijo Blackraven— sino un comentario.
Isabella y Távora rieron por lo bajo, y Malagrida se sonrojó.
—Le decía —retomó Blackraven— que apenas nazca mi hijo, e Isaura se sienta en forma para viajar, volveremos a Londres. Me gustaría que lo hiciera en el Sonzogno, que tiene camarotes más amplios y cómodos.
—La Wings —intervino Távora— no será tan amplia ni cómoda como el Sonzogno pero de seguro la conducirá a Londres más rápido.
—Isaura —opinó Isabella— no podrá viajar hasta pasados los tres primeros meses, ni rápido ni lento. No es conveniente que, recién parida y para peor primípara, se embarque en un viaje de esa envergadura, ¡y con un niño tan pequeño!
La perspectiva desagradó a Blackraven. En los últimos días, lo inquietaba la posibilidad de una nueva invasión, que no se desenvolvería como la anterior, ya que Liniers presentaría batalla y los ingleses no se andarían con tantas consideraciones. La posibilidad de que sus cañoneros nivelaran a Buenos Aires con el suelo, antes un acontecimiento que juzgaba casi imposible, ahora le parecía factible, más bien, probable.
—Entonces —dijo—, hasta que Isaura pueda viajar, nos instalaremos en la estancia de su hermano, en Bella Esmeralda. Me ocuparé de acondicionarla lo antes posible.
—No pretenderás que tu hijo nazca en medio de la nada, Alejandro. De seguro en la ciudad están las mejores comadronas y, en caso de alguna complicación (Dios no lo permita), se puede recurrir a un médico. En cambio, en el campo…
—Madre, eres imposible.
A pesar del fastidio de Blackraven, ese día se respiraba un ambiente más distendido en San José, y Malagrida no sabía si adjudicarlo al hecho de que Melody hubiese accedido a vivir con doña Rafaela del Pino, o de que Roger y Victoria hubiesen arribado a cierto entendimiento que les permitía una convivencia más pacífica. De igual modo, Victoria se mantenía en sus trece: no colaboraría en la obtención de la nulidad del matrimonio ni del divorcio, y quizá Blackraven, que ya había decidido los pasos a seguir, con el beneplácito de su esposa o sin él, no le replicaba porque la veía debilitada y muy flaca. A veces, en los días de humedad, tosía hasta escupir sangre, lo que suscitaba la ira de Blackraven porque, en su opinión, conducía una vida descuidada y no se alimentaba ni descansaba de acuerdo con la indicación médica. La recomendación de Habré —que, en los días secos, a la hora de la siesta, Victoria se recostara en el patio a tomar sol por una hora— jamás se cumplía. A veces hasta olvidaba tomar el tónico y el cordial. En una ocasión, Isabella se enfadó con Berenice por no recordarle a su ama la hora de la medicina.
Al enterarse de que Melody estaba de regreso en la ciudad bajo la tutela de una dama de gran prestigio, Victoria no supo cómo tomarlo; la tranquilizaba que la muchacha viviese con la familia del Pino porque Blackraven no podría seguir adelante con el papel de amante nocturno, y la inquietaba que se hallase cerca y consentida por una de las matronas más respetadas de la ciudad, contra la cual habían resultado inútiles los esfuerzos de la nueva virreina, la mujer de Sobremonte, para derribarla del trono; incluso, había sido ella la creadora del mote “virreina vieja”.
En verdad Rafaela del Pino consentía a su nueva huésped. A pesar de los prejuicios y escrúpulos iniciales de Melody, enseguida se sintió a gusto en esa espléndida casona, de las más rumbosas de la ciudad junto con la de Marica Thompson y la de Pilarita Montes, si bien, en un principio, el lujo la abrumó. La casa, que ocupaba la esquina de la calle de Santo Domingo y la de San José, imponía respeto desde su fachada, de pretil calado, heráldica en los paramentos, puerta barroca de cuatro hojas con aldabones de bronce —una rareza en la ciudad— y desagües en forma de gárgolas; la azotea, donde se inclinaban las hijas de doña Rafaela para ver pasar la gente, estaba coronada por una balaustrada de mampostería rematada con varios pináculos, que le conferían un aire más señorial que el característico de esa colonia española. En el interior, descollaban sus paredes cubiertas por damasco de seda de distintos colores; cada una de las veinte habitaciones era llamada por el color de su revestimiento, así el salón principal se conocía por “salón dorado”, que Melody encontró semejante al salón de la casa de San José, decorado con tanto amor para complacer a Roger y que ahora pertenecía a otra mujer.
Las hijas de doña Rafaela siguieron mostrándole la casa con un entusiasmo que esfumó sus recuerdos tristes. Eran alegres y bonitas, muy generosas y amigables a pesar de que acababan de conocerla y de que ella irrumpía en la intimidad familiar sin mayor justificación salvo la de ser la querida del conde de Stoneville, amigo de la virreina vieja y su socio en la calera de la Banda Oriental. Melody admiró los frescos del vestíbulo y los de los varios corredores, en su mayoría, de motivos bucólicos; le llamó la atención el brillo de los pisos de roble, y se preguntó cómo los mantendrían impecables con tanto niño correteando por doquier. Le robaron una exclamación los aparadores resplandecientes de platería, la enorme araña de bronce del comedor, los cortinados y las guardamalletas de terciopelo y los espejos con lunas de Venecia. En el patio principal, un solado de grandes dimensiones con mazaríes de terracota y abundancia de plantas, destacaban un aljibe de mármol con un arco de hierro forjado negro y una fuente con un amorcillo que echaba agua por su flautín. Una escalera de mampostería recostada sobre uno de los muros del patio conducía a una galería en la planta superior, cuyo pretil, con arcos y columnas de fuste liso, permitía una magnífica visión del conjunto que componían las plantas, el aljibe y la fuente en la planta baja. Melody se dijo que ése era el lugar más bonito de la casa, y se alegró cuando, Juana, la menor de doña Rafaela, que noviaba con un tal Bernardino Rivadavia, le anunció que ocuparía una de las habitaciones que daban sobre la balconada de esa galería; Trinaghanta se acomodaría en la contigua; por supuesto, Milton o Radama montarían guardia día y noche, pues si bien la virreina vieja declaraba que su casa era muy segura y de soberbia construcción, después del ataque del negro y la inopinada aparición de Enda Feelham, Blackraven estaba en pie de guerra.
Melody comprendió el primer día que doña Rafaela se proponía salvar su reputación. Aunque de porte severo —todavía llevaba luto a pesar de que su esposo había fallecido dos años atrás—, su mirada poseía una calidez que desmentía el genio implacable en el que se empecinaba. Sin rodeos, la virreina vieja le manifestó que, con su avanzado estado de preñez, no podría salir de la casa, salvo en su compañía y en la sopanda con los visillos corridos; ni siquiera iría a la iglesia para oír misa ya que el padre Mauro se había ofrecido a decirla todas las mañanas después del rosario, en la capilla privada de la casona. Desde la finalización del período de luto por la muerte del virrey del Pino, la virreina vieja ofrecía cada semana apacibles tertulias en las que Melody no podría participar, aunque le fue concedido tomar una taza de chocolate con las amigas que visitaban a doña Rafaela por las tardes.
En cuanto a Blackraven, asiduo comensal en la casa de los del Pino, la virreina vieja le recordó, “como si yo no lo supiera”, se mofó Melody, que era un hombre casado y que, si bien ella iba a darle un hijo, eso no le otorgaba el derecho de mantener otro trato más que el formal y en presencia de algún miembro de la familia. Dejó en claro que no aprobaba lo de la nulidad del matrimonio y, menos aún, lo del divorcio, a la que definió como una idea aberrante, inspirada por el maligno. Lo que manifestó a continuación impactó a Melody.
—Lo mejor que usted podría hacer, Melody querida, es buscarse un marido para enmendar esta compleja situación.
—¿Quién podría quererme, deshonrada, sin dote y con un hijo de otro?
—En cuanto a lo de la deshonra, déjelo en mis manos. Con respecto a quién la querría sin dote y con un hijo de otro, pues siempre aparece alguno que, por amor, se aviene a cualquier circunstancia.
Melody encontró muy estimulante el pedido de doña Rafaela, que les enseñara a tocar el piano y el arpa y a cantar a sus nietas, y a hablar en inglés a sus nietos; se sentía útil, y la jornada se deslizaba rápidamente. Como el día de su llegada a lo de del Pino experimentó leves dolores en el bajo vientre, se mandó llamar a doña Josefa, la comadrona que había asistido a doña Rafaela en sus partos. Al verla, Melody se llenó de escrúpulos ya que se trataba de una anciana encorvada, enjuta y pequeña, más bien parca, que casi no levantaba el rostro ni los párpados; sin embargo, se desempeñó con tal habilidad y seguridad que terminó por sentirse reconfortada en su presencia; le gustó que, antes de palparle el vientre, se lavara las manos.
—Es un niño muy grande —manifestó doña Josefa.
—A veces creo que son dos —confesó Melody.
—No, no, es sólo uno. Al menos, por ahora toco a uno.
—¿A qué se deben esos dolores en el bajo vientre, Josefa?
—El niño está acomodándose, doña Rafaela. Ya está queriendo salir este ternerito. ¿Cuándo me dijo que le faltó la regla?
—A mediados de marzo.
—Y sí, estamos en fecha —calculó la comadrona—. A fin de mes lo tendremos por aquí. Aunque presiento que este niño vendrá antes al mundo. Lo noto un poco apurado para salir. Está impaciente.
—Y que me diga —se quejó Melody—. Ya no hay momento en que no se mueva y patee. Nunca parece cansarse.
Una vez que doña Josefa se despidió, doña Rafaela se dirigió a Melody:
—Esta mujer es extraordinaria. Nunca he tenido un mal parto y siempre ha sido gracias a ella. De igual modo, convocaremos a un médico de mi confianza el día en que comiencen tus dolores o que rompas fuente para que permanezca a mano en caso de alguna complicación. Dios nos libre. —Se santiguó.
—¿A quién convocará, doña Rafaela?
—A un médico que hace pocos meses llegó a Buenos Aires desde Madrid y que ya merece mi confianza. Es amigo de O’Gorman y a mí me ha dado muestras sobradas de su idoneidad. Su nombre es Egidio Constanzó. —El semblante de Melody sufrió una transformación que llevó a la virreina vieja a inquirir—: ¿Qué ocurre, muchacha? ¿Por qué me miras de ese modo?
—Doña Rafaela, juzgo improbable que al señor Blackraven le agrade que el doctor Constanzó me asista ni que permanezca a mano.
—¿No le agradaría, pues? —La mujer la contempló a los ojos con expresión seria si bien no dura, y Melody pensó que estaba debatiéndose entre seguir interrogándola o abandonar el tema—. Convocaremos a otro, entonces.
Acorde con su índole, Melody se encariñó con la familia del Pino en poco tiempo, lo mismo con la servidumbre, a la que conocía de sus días del Ángel Negro. A veces, Cesáreo y Lavinia, los esclavos a cargo de las compras, le traían de modo furtivo mensajes, regalos y pedidos de los esclavos de otras familias, ya que doña Rafaela había prohibido que, a la siesta, se congregaran en el portón de mulas de la calle de Santo Domingo.
—En primer lugar —había declarado la virreina vieja—, la peste de viruela no ha remitido, y si bien sabemos que mis negros están sanos, ¿cómo sabríamos si los demás lo están? Una viruela en este momento podría acabar contigo y con tu hijo. En segundo lugar, rodearte de un enjambre de esclavos en el portón trasero, querida Melody, en nada ayudará a tu reputación.
En verdad la reputación de Melody había mejorado o más bien, como ella sospechaba, las damas de fuste, para congraciarse con doña Rafaela, se avenían a dirigirle la palabra, algunas encomiosas —mencionaban sobre todo el hospicio Martín de Porres—, mientras bebían chocolate y jugaban a la malilla o al chaquete. Melody los vivía como momentos forzados e incómodos; detestaba la hipocresía, más la propia que la de las mujeres, y se preguntaba si realmente la afectaba lo que los porteños opinaran de ella. ¿Acaso, conmocionada por la agonía del orgasmo, no le había jurado a Roger que no le importaba ser su ramera o su esposa, que sólo quería pertenecerle? ¿Por qué caía de nuevo en esa lucha entre el deber y el deseo? A veces se abatía y le venía a la mente una idea repetida: presentarse en la casa de San José y suplicarle a Roger que se fugasen lejos, a una tierra donde nadie los condenase. Pero enseguida apartaba esa quimera; en Buenos Aires o en Londres, en Ceilán o en Antigua, jamás escaparía a su conciencia, la cual, con los sermones de doña Rafaela y del padre Mauro, estaba pesada como un yunque.
De esas tardes de chocolate y malilla con las amigas de doña Rafaela, Melody recordaba dos sucesos con especial amargura. Al día siguiente de su llegada, doña Rafaela la invitó a departir con algunas de las protagonistas del ataque a Polina en el atrio de la iglesia de San Francisco, entre las que destacaba doña Magdalena de Álzaga, la cual, para estupor de Melody, se sentó a su lado y le dio charla. Melody contestaba con monosílabos al tiempo que se preguntaba: “¿No es ésta la mujer que, semanas atrás, le expresó a Victoria: «Ya nos parecía que la verdadera condesa de Stoneville no podía ser esa joven tan poco refinada»?”.
Melody no podía saber que Martín de Álzaga le había ordenado a su esposa concurrir a lo de la virreina vieja para congraciarse con la joven Maguire. En un principio, Magdalena se había mostrado escandalizada.
—¿Cómo piensas, Martín, que departiré con una perdida como ésa, la concubina de ese decadente y pecador inglés, la hermana de ese conspirador que intentó matarte? Estoy convencida de que Blackraven ha tenido que ver tanto en la conjura de esclavos como en la invasión de esos herejes. Sería deshonroso para mi reputación y mi posición relacionarme con una mujer cuya honra está en el lodo.
—¡Calla, mujer! No discutas mis órdenes. Si quieres mantener tu posición, deberás hacer lo que te ordeno, o Blackraven nos enviará a la bancarrota. Y agradece que la muchacha está en estado de buena esperanza, en caso contrario, te obligaría a invitarla a esta casa.
Magdalena ahogó una exclamación y se santiguó.
—¡Esa ramera en mi casa! Antes muerta, Martín.
—Pues entonces, ve a casa de la virreina vieja…
—¿A la casa de la virreina vieja?
—Acabo de enterarme de que, desde ayer, vive con ella, bajo su protección. —Álzaga no esperó a que Magdalena saliese de su asombro para añadir—: Irás a lo de del Pino y harás migas con ella. Entiéndeme, mujer —pronunció, de modo conciliador—, Blackraven se ha convertido en un enemigo de cuidado que acabará con mi negocio si no me muevo rápido y con sagacidad. Tú y yo hemos despreciado a esa muchacha en cada oportunidad que se nos ha presentado, y eso es lo que Blackraven, en cierto modo, está cobrándose. Debes acercarte a ella y demostrarle que deseas su amistad.
—Yo soy amiga de la verdadera condesa de Stoneville, una mujer de cuna, una verdadera noble inglesa.
—¡No es ella el objeto de interés de Blackraven! Es esa otra muchacha, la chica Maguire.
—El Ángel Negro —replicó Magdalena.
—Ángel Negro o Ángel Blanco, me importa un ardite. Tú irás a lo de del Pino y te ganarás el afecto de la muchacha. Tal vez consigamos que hable con Blackraven en nuestro favor. Se dice que ostenta un gran ascendiente sobre él.
Tras algunas tardes de chocolate en casa de la virreina vieja sentada junto a “la condesa burda”, Magdalena comenzó a bajar la guardia y a cambiar de parecer. Melody Maguire era una extraña joven, nunca usaba las joyas con las que, se murmuraba, el conde de Stoneville la había cubierto; tampoco lucía trajes dispendiosos y, aunque eso se comprendía en su estado, Magdalena sospechaba que tampoco los habría llevado en caso de no estar grávida; recordaba que vestía con sobriedad en las fiestas veraniegas. Se dirigía a todas con dulzura y una sonrisa, incluso a ella, y sabe Dios que nunca había sido contemplativa con la muchacha para merecer esa camaradería. Melody Maguire procedía de acuerdo con lo que su confesor, el padre Próspero, le recordaba a menudo en confesión: “Pon la otra mejilla, Magdalena”. ¿Por qué a esa muchacha le costaba tan poco y a ella, tanto? Su admiración llegó la tarde en que visitó la casa de los del Pino con sus cuatro hijos menores, María Agustina, de doce, María Anastasia, de diez, Mariano del Carmen, de siete, y Francisco de Paula, de cinco. Cómo hizo la joven Maguire para conquistarlos con pocas palabras y sonrisas, Magdalena no lo sabía. A poco, el salón de música se había llenado de niños —los de ella, los de Pilar Montes, el de Lupe Moreno y los nietos de doña Rafaela—, que escuchaban a miss Melody (así la llamaban) tocar el piano y cantar en una lengua rarísima, aunque con una voz afinada y melodiosa, algo grave para su gusto. Dijo que sí cuando María Agustina y María Anastasia le solicitaron permiso para concurrir a las clases de piano y arpa que miss Melody les impartía a las nietas mayores de la virreina vieja. La joven no quiso oír hablar de un estipendio.
—¿No es impropio que una mujer a punto de parir sea vista por tus hijas? —la inquirió su amiga, Francisca Díaz de Vivar.
—Pancha —expresó Magdalena—, mis hijos me han visto con el vientre abultado la mayor parte de sus vidas. ¿Qué de novedoso tiene para ellos el estado de miss Melody?
—¡No tiene marido!
—¿Y acaso podemos achacárselo?
Como notaba muy preocupado y nervioso a Martín, Magdalena no lo consultó antes de hablar con Melody. Una tarde más concurrida que las habituales, la apartó y la condujo a la fuente del amorcillo. Le dijo a boca de jarro:
—Sospecho que su esposo quiere arruinar al mío.
—Señora de Álzaga —contestó Melody, ecuánime—, vuestra merced bien sabe que el señor Blackraven no es mi esposo.
—Sí, sí, claro, discúlpeme. Sucede que en la ciudad todos saben que él sigue sintiéndola su esposa.
—En la ciudad, todos pretenden saber demasiado y hablan demasiado.
—Sí, es verdad —admitió—. Es un gran pecado estar cotilleando acerca de nuestros semejantes, ¿verdad?
El cuchicheo de las mujeres congregadas en la sala y el agua que brotaba del flautín intensificaban el silencio que se cernía sobre ellas. Melody se apiadó al darse cuenta de que Magdalena se enjugaba unas lágrimas.
—¿Por qué dice que el señor Blackraven quiere arruinar a su esposo?
—Oh, Melody, han ocurrido cosas desagradables entre vuestra familia y la nuestra. Ese asunto de la conjura donde su hermano tomó parte…
—Que mi hermano tomase parte jamás pudo ser comprobado.
—Sí, es cierto, de igual modo, hay fuertes sospechas al respecto. Eso no viene al caso ahora —dijo, y sacudió la mano en el aire—. También está aquel otro lamentable episodio, cuando su merced cayó en prisión injustamente acusada de robar los negros de la Real Compañía de Filipinas.
—Entiendo que fue el señor Sarratea quien interpuso la denuncia, no su esposo.
—Pues sí, pero el señor conde cree que lo hizo instigado por mi Martín. —Melody la miró a los ojos, con firmeza, aunque serena, y Magdalena bajó la vista antes de continuar—: Está decidido a arruinarnos, por venganza. ¡Y nosotros, con trece hijos, varias hijas que dotar!
Y tantos criados, esclavos y recogidos.
“Sí, y ya se deshicieron de uno, por apestoso”, se enfureció Melody, pensando en Rafaelito.
—¿De qué modo piensa el señor Álzaga que el señor Blackraven pretende arruinarlo?
—¡Ah, querida, yo de cuestiones de negocios no entiendo nada! Sólo sé que mi Martín está muy preocupado. ¿Qué haremos si quiebra la tienda de ramos generales?
—Hablaré con el señor Blackraven, aunque no le prometo nada.
—¡Oh, gracias, gracias!
Melody inclinó ligeramente la cabeza, se excusó y marchó hacia la escalera por donde subió con pesadez hasta la galería; no deseaba regresar a la sala. Supo que, el tiempo que le tomó el ascenso, doña Magdalena la acompañó con ojos llorosos. Se encerró en su habitación, asqueada.
El otro hecho desagradable sucedió a los pocos días de su llegada a lo de del Pino, la tarde en que, entre las invitadas a tomar chocolate, se encontraba la baronesa Ágata de Ibar. Una agitación súbita se apoderó de Melody al escuchar ese nombre, y le temblaron las manos al recibir la jícara con chocolate. Si bien la baronesa hablaba con María Ventura Marcó del Pont, Melody sentía el peso de su mirada; tuvo deseos de persignarse porque recibió la impresión de que la maldecía. “No es tan hermosa como Victoria”, se dijo, “aunque por supuesto es más bella que yo. Por cierto, tiene un talle esbelto cuando yo parezco un tonel.
Y su pelo negro es precioso, tan dócil y brillante. Es hábil quien la peina”. La baronesa se puso de pie para tomar una tortita de coco y se sentó junto a Melody.
—Ha sido un placer encontrarla esta tarde, señorita Maguire. —La voz de la baronesa, profunda y sensual, original a causa del acento extranjero, le provocó un escalofrío—. Hacía tiempo que deseaba conoceros. Roger me ha hablado mucho de vuestra merced.
“Roger”.
—Es un honor que su merced haya querido conocerme.
—Casi de inmediato después de encontrar a Roger en Río de Janeiro, experimenté fuertes deseos de conocerla. Quería saber cómo era la mujer que había cautivado a un hombre como él.
—Entiendo que su esposo, el señor barón, es un gran naturalista, que viaja de continuo para realizar sus investigaciones.
—Sí —contestó Ágata, e imprimió a su gesto una expresión de fastidio y displicencia—, mi esposo es un gran amante —y tras una pausa para morder la tortita, añadió—: de la Naturaleza.
—¿Viajáis mucho, verdad?
—Sí, de continuo. Pero, cuénteme, por favor, ¿cómo es que su merced logró conquistar a un hombre de la talla de Roger?
Doña Rafaela se acercó y, tendiendo la mano a Melody, dijo:
—Querida, está usted muy pálida. Creo que debería retirarse a sus habitaciones a descansar. En su estado, no es recomendable la agitación de una vida social como la que yo llevo. Hace apenas cuatro días que está conmigo y ya ha debido soportar bastante. La excuso, vaya, vaya, recuéstese un momento.
Por primera vez desde su llegada a lo de del Pino, Melody se echó en la cama a llorar, más de rabia que de tristeza. “Mañana, cuando venga el doctor Constanzó, seré con él todo lo amable y simpática que no he sido por respeto a Roger”. Porque el doctor Constanzó se había presentado de continuo en casa de la virreina vieja. Siempre encontraban un motivo para convocarlo: el resfriado de un niño, la jaqueca de doña Rafaela, la gota de Roque, el cochero, la colitis de un bebé o la influenza de la cocinera. Y siempre terminaba almorzando o cenando con la familia.
El 5 de noviembre, el día del cumpleaños de su madre, Blackraven le entregó su obsequio —un conjunto de peine, cepillo, espejo de mano y polvera con cisne, todo en carey con ataujías de oro— durante el desayuno y se disculpó pues sus ocupaciones lo mantendrían ocupado hasta la noche. Malagrida concluyó que él e Isabella almorzarían a solas, ya que Amy y Távora habían partido hacia El Cangrejal para revisar las embarcaciones, y Victoria comería en casa de su amiga, Simonetta Cattaneo.
Blackraven montó a Black Jack y lo condujo a paso lento hacia La Cruz del Sur. Era temprano, ni siquiera las ocho, y, en su camino, iba encontrándose con grupos de soldados, la mayoría criollos, que volvían de su instrucción en las afueras de la ciudad. Se topó con Juan Martín de Pueyrredón, que montaba un magnífico picazo frente a sus hombres, ataviado con el costoso uniforme de los húsares. Se quitó el bicornio e inclinó la cabeza para saludarlo.
—Buenos días, excelencia.
—Buenos días, don Martín. ¿Su última jornada de instrucción? —se interesó, pues sabía que, al día siguiente, Pueyrredón partiría rumbo a la España en misión encomendada por el Cabildo.
—Así es —contestó, con una sonrisa, y Blackraven se dijo que en nada compartía su alegría y orgullo por ese inopinado viaje—. ¿Almorzará con nosotros en casa de Rodríguez Peña?
—Allí estaré.
—Hasta la vista, entonces.
Blackraven apretó los ijares de Black Jack y continuó su avance pensando que la decisión de enviar a Pueyrredón a la corte de Madrid olía a Álzaga, y una vez más se preguntó hasta cuándo sostendría el jueguito del comerciante. Desde la llegada de Rafael a las vidas de Miora y Somar, el fin del plan se precipitaba; de igual modo, ya no podía sostener el aprovisionamiento de los comercios minoristas sin perjudicar el del ejército de Liniers, dado que no daba abasto para reponer sus existencias, en especial, porque las presas de sus barcos se agotaban, el White Hawk no aparecía con El Joaquín y el San Francisco de Paula —sus mercaderías habrían suplido la falencia por un tiempo—, no tenía proveedores peninsulares y los amigos del barón de Pontevedra, en su mayoría montevideanos, ya no querían arriesgarse a cruzar el cerco que conformaban los barcos de Popham. Su interés se centraba ahora en el ejército de criollos, y no distraería mercancía en otra actividad. “Igualmente”, se dijo, con una sonrisa bribona, “ya he asustado bastante a Álzaga”.
Ese pensamiento derivó en Melody. La había visto el día anterior, durante una cena en lo de la virreina vieja. Hacía menos de una semana que se hospedaba en esa casa y ya se había convertido en el centro de atracción. Las hijas de doña Rafaela le habían tomado cariño, y sus nietos y nietas la adoraban. En un aparte con la virreina, después de la comida, se enteró de que les daba clases de música a las niñas, y de inglés a los niños.
—Hasta las dos más chicas de Álzaga, María Agustina y María Anastasia, desde mañana vendrán para que les enseñe también.
—¿Doña Magdalena lo permite?
—Oh, sí, y de muy buen grado. Se muestra amable con Melody cada vez que viene a tomar chocolate, lo que ocurre a diario, casi —añadió doña Rafaela, con un aire de sutil entendimiento.
“Esto sí que es una sorpresa”, pensó Blackraven. “Álzaga debe de estar más desesperado de lo que imaginé para enviar a su mujer como embajadora”. Doña Rafaela cambió de tema.
—El mismo día de su llegada a esta casa, Melody sufrió algunos dolores y mandé llamar a mi comadrona. ¡No se asuste, buen hombre! Es normal. Pero doña Josefa ha dicho que el niño es muy grande, y eso me hizo meditar en la ventaja de contar con un médico llegado el momento en que Melody dé a luz. Me gustaría que su excelencia indicara a uno de su confianza.
—Sí, por supuesto —contestó Blackraven, solícito—. Yo me ocuparé.
Alcanzó La Cruz del Sur pensado a qué médico convocar para un encargo tan delicado, y, después, metido en el torbellino de consultas y problemas de la curtiduría, se olvidó del asunto. Cerca del mediodía, concluido su trabajo, pasó por casa de Covarrubias donde firmó los papeles para la manumisión de Miora.
—Prepare también los de Servando —le ordenó al notario.
Melody se lo había pedido la noche anterior en un momento en que consiguió apartarla del gentío —los del Pino, como conejos, aparecían por los cuatro flancos—. Ella, en vez de permitir que le diera unos besos y le tocara el vientre para sentir a su hijo, se empecinó en hablar de la libertad de Servando.
—Los liberaré a todos, Isaura, a su debido tiempo. ¿Por qué haríamos diferencia con Servando?
—Porque estoy pidiéndotelo, Roger. Tengo mis razones.
Blackraven no consiguió que le confesara esas razones. La había notado lacónica y distante a lo largo del almuerzo, y supuso que se debía a la presencia de doña Rafaela, que la custodiaba con celo.
Finiquitado el asunto con Covarrubias, siguió camino hacia la quinta de Rodríguez Peña, bastante alejada de la ciudad; por la calle de Santa Rosa, había que cruzar la de San Pablo y recorrer unas seiscientas varas hacia el oeste antes de que se avistase la propiedad. Se trataba de un almuerzo concurrido: Pueyrredón y sus hermanos, Diego José, Juan Andrés y José Cipriano; Manuel Arroyo y Martín Rodríguez, grandes amigos de Pueyrredón; Manuel Belgrano y su primo, Juan José Castelli; Hipólito Vieytes, Antonio Beruti, Mariano Moreno, Feliciano Chiclana y Antonio Ezquerrenea, a quien no veía desde hacía tiempo. Todos se hallaban exaltados y despotricaban contra las autoridades y el pueblo montevideanos que pretendían quedarse con los laureles de la reconquista. Hablaba mayormente Belgrano, conocido por su malquerencia con los del puerto de San Felipe.
—Es ilógica la pretensión a la que aspiran —se exasperó Belgrano, y su voz se afinó algunos tonos—. No porque hayan aportado unos ciento cincuenta hombrecillos de su milicia, los montevideanos pueden afirmar que son ellos los héroes de la reconquista. ¿Acaso han perdido el juicio? Su reclamo es insostenible.
—Temo al pensar en las infamias que habrá informado al rey ese mastuerzo de Ruiz Huidobro. —Nicolás Rodríguez Peña hablaba del gobernador de la Banda Oriental.
—Ellos destacan el accionar de la escuadra del capitán Gutiérrez De la Concha —expresó Moreno, en el rol de abogado del diablo.
—¡Esa escuadra en su gran mayoría pertenece al rey Carlos no a Montevideo! —se exasperó Beruti, de los más iracundos.
—Y ahora resulta que Ruiz Huidobro le exige a Liniers que le envíelas banderas apresadas durante la reconquista —comentó Diego José Pueyrredón.
—¡Esto ya pasa de juguete! —exclamó Beruti—. No estamos en circunstancias de que esos pazguatos se burlen de nosotros con sandeces.
—A Dios gracias, Liniers ya las entregó en Santo Domingo en cumplimiento de su promesa a la Virgen —acotó Vieytes.
—En el fondo de este pleito irrisorio —volvió a tomar la palabra Belgrano— se juegan otros intereses. Lo que Montevideo busca es granjearse el favor del rey para que les sean acordadas ciertas libertades comerciales que los independicen del puerto de Buenos Aires.
A Blackraven, que le importaba un adarme quién recogía los frutos de una reconquista, a su juicio, poco gloriosa, de algún modo esa contienda lo afectaba puesto que se planteaba como la razón principal para enviar a Pueyrredón a defender la causa de Buenos Aires en la corte madrileña. El alejamiento de Pueyrredón en ese momento amenazaba con complicar sus planes de independencia. Como todos ese mediodía, el criollo anhelaba la libertad de su tierra, sin embargo, desplegaba una actitud más combativa y decidida y una impaciencia a las que Blackraven había pensado sacar provecho. Apenas acontecida la reconquista, Pueyrredón solicitó a uno de los comandantes de línea del ejército de Liniers, Prudencio Murguiondo, sin vueltas ni retruécanos, que lo apoyase en el asunto de la independencia del virreinato, a lo que el militar se negó para luego comentárselo a Liniers, el cual definió la propuesta como un desatino. “Si este diálogo entre Pueyrredón y Murguiondo ha llegado a mis oídos”, conjeturó Blackraven, “de seguro Martín de Álzaga también lo sabe”. No por nada la idea de alejar a Pueyrredón de Buenos Aires con esa estúpida excusa había nacido en el Cabildo, donde el vasco imponía su voluntad.
—Luce feliz, don Juan Martín —comentó Blackraven, aprovechando que Pueyrredón se había retirado al patio.
—Este candiel es magnífico.
—Su debilidad son los dulces, entonces —bromeó Roger.
—Los dulces y las mujeres, excelencia.
—Ya me enteré de que anda pretendiendo a una doncella de familia decente, una joven virtuosa y bonita, hija de Ventura Marcó del Pont, ¿o me informaron mal?
—Su excelencia debe de ser la persona mejor informada de Buenos Aires.
—¿No interfiere en sus planes de matrimonio este viaje a Madrid?
—En cierta forma, pero acabo de otorgar un poder a favor de mi cuñado, Ruperto Albarellos, para que, en mi representación, celebre la boda.
—Estas cuestiones tan personales, de sabios es tratarlas uno mismo.
—Le agradezco la preocupación, excelencia, pero mi confianza en Albarellos es absoluta.
—¿Cómo ha tomado la señorita Marcó del Pont la noticia del viaje?
—Parece conformarse.
Blackraven asintió.
—Lamento que se aleje en este momento —expresó—. Su compañía de caballería no está aún consolidada y sabemos que, apenas los ingleses se reorganicen, intentarán de nuevo copar esta plaza.
—Mis húsares quedarán en manos de alguien, quizá, más idóneo que yo: mi amigo, Martín Rodríguez. Él administrará los fondos que su excelencia tuvo a bien donarnos, y lo hará de un modo más puntilloso y sensato que el mío.
—El señor Rodríguez parece un hombre cabal, pero permítame decirle, don Juan Martín, que ninguno de los aquí presentes posee su genialidad ni redaños. Y teniendo en cuenta la anarquía en la que se ha sumido el virreinato desde la expulsión de los ingleses, donde las autoridades son pusilánimes y todos opinan a porfía, prescindir de hombres como su merced lo juzgo hasta peligroso. Por ejemplo, no estaríamos envueltos en esta ridícula contienda con Montevideo si el capitán Liniers hubiese exigido a las tropas la debida disciplina en lugar de permitir que las compañías montevideanas y las porteñas se pelearan por los mentados honores como niños por un dulce.
—Es una situación vergonzosa, excelencia, lo sé.
—Le pido que revise su decisión de marcharse, don Juan Martín. Su desempeño en la defensa, en caso de un nuevo ataque inglés, será decisivo, como lo fue el 12 de agosto. Le aseguro que el gobierno de mi país querrá asegurarse esta plaza puesto que ponderará las incontables ventajas políticas y comerciales que posee. La complicada situación a la que Napoleón ha orillado a la Inglaterra la obliga a buscar nuevos mercados y puertos donde colocar sus frutos. Incluso considero que podría llegar a utilizar a Buenos Aires como bien de cambio en caso de un acuerdo de paz con la Francia. Eso, don Juan Martín, hay que evitarlo a como dé lugar. La independencia del Virreinato del Río de la Plata de la España nos preservaría de caer en manos de Napoleón.
—¿Su excelencia cree que el capitán Liniers busque los auspicios de Napoleón para independizar el virreinato?
—Podría ser. Supe que, al tiempo que le enviaba un informe de la reconquista al rey Carlos, le envió otro a Napoleón. —Pueyrredón levantó las cejas en señal de asombro—. No debería extrañarle, don Juan Martín. No se olvide que varios de los corsarios que tomaron parte en la reconquista eran franceses: Fantin, Mordeille, Duclos, Du Crepe. Como ve, don Juan Martín, no es tiempo de alejarse. Varias fuerzas antagónicas confluyen para hacerse con el poder en el virreinato. Insisto en que debería revisar su decisión.
De acuerdo con el vaticinio de Malagrida, Isabella y él almorzaron solos en la casa de San José; y con Michela, por supuesto, que se limitaba a comer y a escuchar. Siloé preparó un almuerzo especial, con tres tipos de carne —vacuna, de codorniz y un pejerrey asado con hierbas—, tortilla con chorizo colorado y gran variedad de verduras hervidas y crudas; de postre, una torta de complicada elaboración, cuya mezcla Siloé venía macerando en oporto y que mereció las felicitaciones de la agasajada. Retirado el último plato, Michela dijo que se recostaría un momento y se marchó. Isabella y Malagrida se ubicaron en el salón de música para beber bajativos y café. Isabella jugueteaba con las teclas del piano; siempre se azaraba un poco cuando quedaba a solas con ese hombre, y medía las palabras, buscando aquéllas que pudiesen agradarle o interesarle.
—¿Le duele que Roger y Victoria no la hayan acompañado a almorzar?
—No, en absoluto. Con Alejandro aprendí a no contar; de igual modo, prometió acompañarme durante la cena. En cuanto a Victoria, bueno, está un poco sentida porque sostiene que no intercedo ante mi hijo como debería para enmendar las cosas entre ellos.
—¡Interceder ante Roger! ¿Acaso Victoria no lo conoce? ¿Quién puede torcerle esa voluntad de acero toledano que tiene?
—Nadie —admitió Isabella—, como no sea esa chiquilla que tomó por esposa. Me gustaría conocerla en profundidad. Me intriga, lo confieso.
—Desde hace unos días vive a pocas calles de aquí, en casa de doña Rafaela del Pino. Si quiere, puedo acompañarla. Yo también deseo hacerle una visita.
—No lo sé, Gabriel. Victoria podría ofenderse.
Malagrida asintió. Bebieron en silencio el té de manzanilla y caléndula.
—Isabella —dijo el jesuita, de pronto—, ¿lo juzgaría un atrevimiento de mi parte si la obsequiase en el día de su natalicio?
Hacía tiempo que la mirada de un hombre no le ocasionaba ese golpeteo súbito en el pecho. Apoyó la taza sobre la pequeña mesa, carraspeó y dijo:
—En absoluto. ¿Por qué habría de juzgarlo un atrevimiento?
Malagrida metió la mano en su faltriquera y extrajo un pequeño estuche de terciopelo verde. Al recibirlo, Isabella se turbó como una doncella. Levantó la tapa y cohibió una exclamación: la sortija, una pieza exquisita en oro con pequeñas incrustaciones de esmeraldas, rubíes, zafiros, topacios, amatistas y turmalinas rosas y verdes, la dejó boquiabierta no sólo por su belleza sino por tratarse de un obsequio muy personal e íntimo, que los hombres les entregaban a sus prometidas. Como Isabella no levantaba la vista ni pronunciaba palabra, Malagrida llenó el vacío, un poco nervioso.
—La compré en mi último viaje a Venecia. Apenas la vi, pensé que era como usted, impactante, llena de vida y energía. Llena de color. Me hizo pensar en su sonrisa.
—Gabriel —habló Isabella, con voz engolada—, es el regalo más hermoso que he recibido en mi vida.
Aunque Malagrida no le creyó, se sintió igualmente dichoso. La emoción de Isabella lo alcanzaba como oleadas, lo mismo que el perfume a violetas con el que siempre la identificaba.
—Permítame —se excusó el jesuita, y le mostró que en el interno del anillo había hecho grabar el nombre de ella.
“Es casi una declaración de amor”, pensó Isabella, pasmada ante su propio comportamiento, el de una novata. Había vivido muchas escenas como ésa sin perder el dominio, salvo en la ocasión en que, aún cándida, se dejó amar por el padre de su hijo. Malagrida le tomó la mano izquierda y le colocó la sortija, que le sentaba perfecta en el anular.
—Como a medida —manifestó, con una sonrisa de deleite—. ¿No le gustaría ver cómo el sol se refleja sobre las gemas? Es un bonito espectáculo. Hay un paseo a cuadras de aquí, la Alameda la llaman, que es muy agradable. ¿Le gustaría acompañarme? A esta hora, los porteños hacen su siesta y no hay nadie.
—Es un hermoso día de primavera para dar ese paseo. Iré por mi mantilla y mis guantes.
Caminaron por la calle de las Torres hacia el Bajo, bordeando la Plaza Mayor; después, cruzaron el arco principal de la Recova y circundaron el foso del Fuerte. Ante la soledad de la Alameda, Isabella se tomó del brazo de Malagrida, una costumbre mal vista entre los porteños. Hablaron de Blackraven, de su complicada situación con dos esposas y un hijo en camino, e Isabella se dio cuenta de que abandonaba sus escrúpulos y cobraba confianza junto a ese hombre al que tanto deseaba agradar.
—De algo estoy segura, mi hijo obtendrá la anulación o el divorcio y volverá a casarse con esa chiquilla, y le importarán un ardite el escándalo y el descrédito.
—¿Cree que el duque de Guermeaux lo permita?
Isabella se cubrió la boca para disimular una risa sardónica.
—Alexander tiene, sobre su hijo, menos ascendiente que yo.
—Guermeaux es un hombre poderoso de la Inglaterra. Podría apelar a sus influencias e impedir que una u otra alternativa, me refiero a la anulación o al divorcio, lleguen a concretarse.
—No se atreverá. En primer lugar porque teme a la ira de Alejandro, lo sabe capaz de emprender cualquier acción, lo sabe inescrupuloso y temerario. En segundo lugar, el duque de Guermeaux ya no es el hombre que me arrebató a mi hijo. Ha cambiado. Antes de emprender nuestro viaje hacia aquí, lo noté viejo y vulnerable.
—Ah, estuvo con él.
—Bruce, su hermano, juzgó necesario comunicarle la aparición de su nuera.
—¿El duque… con usted…? ¿La trata con respeto?
—Oh, sí, infinito respeto. Ahora que ha enviudado, se ha vuelto suave y gentil.
—Conque ha enviudado.
—Sí, a principios de año. Ha sido un duro golpe para él. La quería mucho.
—¿Intentará conquistarla de nuevo a usted?
Aun Malagrida se sorprendió de su impertinencia. Isabella se detuvo y lo miró con una sonrisa.
—¿Le molestaría, Gabriel?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque yo la quiero para mí.
Le pasó las manos por el talle y la acercó a su cuerpo. Se sostuvieron la mirada antes de que Isabella dejara caer los párpados para sentir mejor los labios de Malagrida sobre los de ella. Le gustó la suave caricia del bigote y el modo experto en que pugnaba por penetrar en su boca hasta obligarla a abrirse y permitirle entrar. La emocionó el despojado ardor con que la besaba y el sentimiento que despertaba en ella, una excitación que explotaba en su pecho, la cual había creído perdida con los años de juventud. Malagrida apartó sus labios de los Isabella para recorrer el delicado filo de su mandíbula y de su cuello.
—Te he amado desde aquel primer día cuando te vi salir hecha una furia del despacho de Barère.
—¿De veras te gusto?
—¿Si me gustas? ¡Me vuelves loco!
—¿Por qué has tardado tanto en confesármelo? Pensé que me juzgabas frívola y poca cosa.
—¡Isabella! ¿Qué dices? Eres la mujer más fascinante que he conocido.
—Entonces, ¿por qué has tardado tanto en hacérmelo saber?
—Porque tu hijo jamás aprobaría nuestra relación.
—Mi hijo no se mete en mis asuntos como yo no me meto en los de él.
—En este caso, lo hará, créeme. Conoce un secreto de mi pasado.
—Nada que puedas decirme me sorprenderá o escandalizará. Sabe Dios que no he sido una monja.
—Precisamente —dijo Malagrida—, yo soy un cura.
—¿Un cura? —repitió Isabella, porque no había entendido.
—Un cura, un sacerdote.
—Oh.
—Pertenezco a la Compañía de Jesús. Soy un jesuita.
—Oh.
—Si las autoridades del Virreinato del Río de la Plata llegasen a conocer mi verdadera identidad, me apresarían. Recuerda que por la Pragmática Sanción del año 67, tu padre, Carlos III, nos expulsó de la España y de todas sus colonias ultramarinas.
—¡Qué ironía que haya sido mi padre!
—Igualmente, fue un buen rey.
—¿De veras lo crees? —Malagrida asintió—. ¡Cuánto lo siento! —dijo, y se abrazó a él—. Has debido de sufrir horriblemente todos estos años, ocultándote, llevando una vida que no te pertenece.
—Pude haberme incorporado al clero secular, como muchos de mis compañeros, o huir a Rusia, donde la emperatriz Catalina nos recibía gustosa. Sin embargo, mi espíritu me llevó por otros derroteros más mundanos. He sido muy feliz, Isabella. Te he conocido a ti. —Se contemplaron con fijeza y seriedad—. ¿No te importará amar a un hombre de la Iglesia?
—Me he entregado a tantos crápulas a lo largo de mi vida que amar a un hombre santo podría ser un cambio saludable, ¿no crees?
—¿Llegarás a amarme?
—Ya te amo.
—¿Y no te importa que no pueda casarme contigo como mereces?
—He llegado soltera a los cincuenta y cuatro años, ¿para qué innovar a esta altura de mi vida?
—Roger se opondrá.
—Deja que lo intente y sabrá de qué es capaz su madre, la escorpiana.
Reemprendieron la caminata alejándose de la ciudad hacia el norte. A poco, avistaron un grupo de lavanderas que, sobre la marisma, desparramaba sus bateas y vocinglería. Se quedaron observándolas.
—Gabriel…
—¡Cuánto tiempo esperé que pronunciaras mi nombre! ¡Qué hermoso suena de tus labios!
—¡Desde hace años te llamo Gabriel! —rió Isabella.
—Sí, pero ahora es distinto.
—¡Gabriel, Gabriel! —exclamó para complacerlo, entre risas de dicha—. ¡Qué feliz me siento, Gabriel! ¡Qué feliz me haces!
Se besaron, y las lavanderas los alentaron desde la orilla del río. Isabella se separó de Malagrida y las saludó con la mano.
—Ven, volvamos. Ibas a decirme algo.
—Iba a preguntarte qué haremos de ahora en más.
—No lo sé. Pero cuando podamos dejar esta ciudad, te llevaré en el Sonzogno hasta la isla de Sicilia, donde compré una villa a orillas del Mediterráneo pensando sólo en ti. Allí quiero que tú y yo pasemos una temporada.
—¡Suena maravilloso! ¿Sabías que mi madre era siciliana, verdad?
—Lo sabía.
—¿Cuánto tiempo crees que Alejandro te retendrá en el Río de la Plata?
—No lo sé. Necesita a su gente cerca para resolver algunos asuntos pendientes.
Caminaron de regreso ajenos al entorno que empezaba a cobrar vida después de la siesta. Conversaban sobre la villa Santa Ágeda, la que Malagrida había adquirido en la ciudad de Marsala, en Sicilia. Le contó que tenía viñedos y grandes sectores con árboles frutales, en especial naranjos y limoneros, y una casa del siglo XVII muy bonita, aunque necesitada de una remozada. Se entusiasmaron con la idea de decorarla juntos. Apenas entraron en el recibo de San José, los alcanzó el vozarrón de Blackraven; parecía furioso. Sus imprecaciones los guiaron hasta el despacho. Abrieron la puerta sin golpear.
Se notaba que Blackraven acababa de llegar, ni siquiera se había quitado los guantes. Edward O’Maley se hallaba de pie junto a una silla ocupada por la negra Gabina, que lloraba a moco tendido.
—Mira, negra condenada —dijo Roger—, mi paciencia pende de un hilo. O me dices dónde se oculta doña Bela o te mando dar quinientos azotes para que mueras.
Malagrida, que adivinó la intención de Isabella de mediar por la esclava, la sujetó por el brazo y negó con la cabeza, imprimiéndole a su gesto una mueca de severidad. La condujo al corredor y le explicó:
—No interfieras, Isabella. Esa muchacha está sospechada de intentar algo contra la vida de Melody.
Desde la desaparición de la esclava, el sábado primero de noviembre, Edward O’Maley y dos de sus hombres habían montado guardia en las inmediaciones de la casucha de su amante, el tercerón del Mondongo, de acuerdo con la información de Berenice. Se figuraban que el hombre regresaría por algunas pertenencias que había en el interior de su casa. Las sospechas probaron ser ciertas: el tercerón junto con Gabina, muy embozada, apareció a la hora de la siesta. O’Maley, de guardia en ese momento, debió reducir al negro que intentó acuchillarlo y correr dos cuadras detrás de Gabina.
—¡Habla! —Blackraven la tomó por el brazo y la sacudió.
—Te conviene decir lo que sabes, muchacha —contemporizó O’Maley—. De ese modo te salvarás de los azotes.
—Ya le dije cómo fue todo, amo Roger. Me encontré con la ama Bela en la calle, me pidió que le entregase el pote con dulce a miss Melody de parte de su hermana, la señorita Leo, y todo a cambio de un broche, uno que vale mucho, que a mí me gustaba de cuando trabajaba en la calle de Santiago.
—¿Dónde está ese broche?
—La ama Bela prometió dármelo después de que yo entregara el dulce a miss Melody, pero no apareció ese día como habíamos quedado.
—¿Le preguntaste para qué quería hacer llegar ese pote con dulce a miss Melody?
—Sí, pero no quiso decirme. Y me aclaró que, luego de entregarlo, debía fugarme. Yo tuve miedo, amo Roger, y por eso huí.
—¿Dónde se esconde doña Bela? —insistió Blackraven.
—No lo sé, amo Roger, se lo juro por la salvación de mi alma. —Se hizo la cruz sobre los labios tres veces.
—¿Dónde se esconde Cunegunda?
—Tampoco lo sé.
Lo sabía, Cunegunda se lo había dicho, de ese modo había podido conducir a Ovidio aquel día a casa de la bruja Gálata para que Victoria le pidiese ayuda. “Antes muerta que echar de cabeza a la pobre Cunegunda. Me importa un pimiento la ama Bela, pero Cunegunda es otra cosa”.
—¿Conoces a alguien de nombre Enda Feelham?
—¿Enda qué?
—¡Enda Feelham! —se descontroló Blackraven.
—¡No, amo Roger! ¡No sé de quién me habla!
Blackraven se movió hacia la puerta y, a gritos, convocó a Somar.
—Encépala. Después veré qué hago con ella.
Gabina se echó de rodillas y suplicó por piedad.
—¡Quítala de mi vista antes de que la mate con mis propias manos!
Somar debió arrastrarla fuera. Blackraven cerró con un portazo. Se quitó los guantes y la chaqueta y los arrojó sobre el diván. Se sirvió una medida doble de whisky e hizo fondo blanco.
—¡Esto es un galimatías! —expresó por fin.
—Lo imposible de desenmarañar aquí —opinó O’Maley— es la relación existente entre Enda Feelham y Bela Valdez e Inclán.
—De hecho —explicó Roger—, se conocieron a principios de año, mientras Bela hacía investigar a Isaura. No olvides que fue Enda la que le facilitó el veneno para liquidar a Alcides a cambio del paradero de su sobrina. Así fue cómo ese mal nacido de Paddy Maguire pudo secuestrar a Isaura en el Retiro. Pensé que Enda Feelham y Bela no habían vuelto a verse, pero estimo que me equivoqué. ¿De qué otro modo se habría enterado Enda Feelham de la entrega de ese dulce?
—De lo que no tengo duda es de que estaba envenenado.
Blackraven soltó un bufido a modo de aquiescencia.
—Si es cierto que el dulce estaba envenenado, lo que más me desconcierta —expresó— es que Enda Feelham le haya salvado la vida a Isaura cuando sé que la aborrece. ¿Qué carajo se trae entre manos esa maldita?
Por la contraventana abierta de su habitación le llegaba el murmullo de la fiesta que tenía lugar en la casa de la virreina vieja esa noche del 10 de noviembre, día del natalicio de Blackraven. Melody, por supuesto, no tenía permitido participar y, sentada en una silla, con las manos sobre el vientre y los ojos cerrados, permitía que la música tan bien interpretada por la orquesta la envolviese. Tocaban una pieza de Boccherini, el minué de uno de sus famosos quintetos. Se sentía tranquila y a gusto, y ya se le había pasado el enojo por la conversación sostenida con doña Magdalena de Álzaga el día anterior, cuando la llevó junto a la fuente del primer patio para expresarle, sin ambages, que Blackraven pretendía arruinar a Álzaga.
Álzaga nunca había sido santo de su devoción, ni siquiera cuando era amigo de Roger. ¿Por qué debería interceder para aplacar la ferocidad de Blackraven? ¿Acaso no era su hermano una víctima de la saña del vasco? “En honor a la verdad”, se dijo, “Tommy se buscó el lío en que se metió”. De igual modo, no podía tender una mano para ayudar al enemigo. Entonces, le vinieron a la mente las caritas de María Agustina y María Anastasia, que desde hacía unos días se presentaban todas las tardes a tomar clases de música. Les había tomado un gran cariño pues eran adorables, desprovistas de los artificios de la madre y de las mañas del padre; su candor las volvía vulnerables, y Melody se dijo que ellas terminarían convertidas en las verdaderas víctimas de la guerra entre Álzaga y Blackraven.
Llamaron a la puerta. Se levantó con dificultad, emocionada y nerviosa. “Es Roger”, adivinó, que se escabullía de la fiesta para saludarla. Había pensado en él todo el día e imaginado el momento en que le entregase su obsequio. No valía nada, era tan sólo un terno de pañuelos de bretaña, pero ella les había bordado la I y la R entrelazadas y se ufanaba de su labor.
Se ajustó la bata y se mesó las sienes. Abrió. Frente a ella, espléndida en un traje de tisú de plata, se hallaba la baronesa Ágata de Ibar. La había conocido días atrás, a poco de llegar a casa de doña Rafaela, y creyó que no volvería a sufrir el disgusto de su presencia.
—¿No me invita a pasar, señorita Maguire?
—Disculpe, señora baronesa, pero me disponía a dormir.
—Sólo será un momento —replicó Ágata, y entró.
Tomó asiento y desplegó su abanico con un golpe seco.
—Le hago esta visita porque imaginé que estaría sola y aburrida.
—Disfrutaba de la música, pero, como le dije, me disponía a dormir. Le rogaría…
—¿No quiere que le cuente acerca de los pormenores de la velada?
Habló de los invitados: que acababa de conocer a la madre de Roger y a su esposa, Victoria Trewartha, magnífica en un vestido de muselina color lavanda; que Isabella sólo bailaba con el capitán Malagrida, muy elegante en su levita oscura; que el vestido más soberbio era el de Simonetta Cattaneo; y que Victoria, sin duda hermosa, lucía poco saludable.
—Le agradezco que haya venido a visitarme, señora baronesa, pero, como…
La puerta se abrió. Blackraven, al descubrir a la baronesa, se detuvo en el umbral. Ágata se llevó el abanico cerrado a la boca para sofrenar una risotada.
—Vaya, vaya, excelencia. No quiero imaginar lo que diría nuestra anfitriona si lo pillase aquí.
Melody descubrió un entendimiento en ese cruce de miradas, cierta confianza e intimidad.
—Fuera —dijo Blackraven, y se apartó para dar lugar—. He dicho fuera.
El estupor impidió a Melody reaccionar. Vio cómo la baronesa, con aire dolido, recogía el faldón de su guardapiés y se marchaba; al pasar junto a Blackraven, le dirigió otra mirada sibilina.
—¿Qué hacía aquí esa mujer? ¿Qué ha venido a decirte?
—Dijo que venía a visitarme. —Melody se desazonó pues el entusiasmo por entregarle los pañuelos se había esfumado.
—No quiero que te acerques a ella. No es una buena persona.
—¿Qué hay entre tú y ella? —preguntó Melody, a quemarropa.
—¡Nada, Isaura! ¿Qué habría? ¡Por amor de Dios! ¿No creerás que entre esa baronesa viperina y yo existe algo?
—Es lo que todos dicen.
—Y tú siempre das crédito a “todos” antes que a tu esposo. ¡No te atrevas a decirme que no soy tu esposo!
—Os mirasteis de un modo —lloriqueó Melody—, como si existiera confianza entre vosotros.
—Esa mujer es una descarada que se me ofrece sin remilgos. He tenido que enfriar mi amistad con su esposo, a quien considero un gran hombre, a causa de sus avances. No la respeto, Isaura.
Melody se estrujaba las manos y contemplaba a Blackraven a los ojos tratando de descubrir si mentía.
—Cariño —cedió él—, no te inquietes. No imagines cosas que no son. Amándote como te amo, ¿crees que tendría deseos de llevarme a otra a la cama?
—Tú la conociste en Río de Janeiro —se empacó Melody.
—¿Qué hay con eso?
—La conociste cuando estabas furioso conmigo.
—Rabioso —bromeó él, y la abrazó—. Dime, ¿has pensado en mí todo el día?
Melody sacudió la cabeza. No cedería, no aún, las dudas la mortificaban.
—¿Así que no has pensado en mí? ¿Acaso no sabes qué día es hoy?
—Sí, el de tu natalicio.
—¡Ah, lo recordaste!
—Cómo no recordarlo, si en lo único que pienso es en ti y en tu hijo.
—Ya sabía yo que habías pensado en mí todo el día.
—¡Tu vanidad me írrita!
—Y tú, enojada, me excitas.
—No dejaré que me toques, Roger. Doña Rafaela notará tu ausencia en el salón y sabrá dónde encontrarte. Vete, vete, no quiero problemas con ella.
—¿No estarás volviéndote una pacata como la virreina vieja, verdad?
—Tú quisiste que viviese aquí. Ahora, arrostra las consecuencias. Vete.
—Está bien, me iré. Pero acabada la fiesta, vendré a recoger mi regalo.
La besó con ardor antes de abandonar el dormitorio. Bajó las escaleras a paso rápido y, al pie, se topó con Ágata de Ibar.
—Veo que lo han dejado con las ganas —dijo, y, antes de que pudiera acariciarlo entre las piernas, Blackraven le sujetó el brazo y se lo torció en la espalda; si aumentaba un poco la presión, le quebraría el hueso. El dolor debía de ser intolerable, con todo, la baronesa no se quejaba; incluso encontró bríos para manifestar:
—Yo podría satisfacerlo en este instante, si su excelencia me lo permitiese.
—Usted no podría satisfacerme de ningún modo, señora, puesto que me da asco. No vuelva a acercarse a mí o a mi mujer porque…
—¿Porque qué?
—Porque me veré en la penosa necesidad de hablar con su esposo.
—¡Ja! Mi esposo conoce muy bien mis intenciones de acostarme con su excelencia, y cree que tengo muy buen gusto por eso.
Blackraven la soltó con tal violencia que Ágata terminó en el suelo.
—No vuelva a acercarse a mi mujer, Ágata, se lo advierto. Mis recursos para sacármela de encima son infinitos. Y si no eché mano de ellos hasta ahora fue por mi amistad con João Nivaldo, pero si él demuestra ser un patán igual que usted, no me importará entonces actuar como acostumbro y cortar por lo sano.
—¿Y a qué se refiere con “cortar por lo sano”?
—Créame, señora baronesa, no le gustaría saberlo.
Volvió a la fiesta en un estado de agitación y furia que trató de aplacar con algunos tragos. Todavía inquieto, vio que Liniers se aproximaba para saludarlo.
—Excelencia, es un placer encontrarlo esta noche.
—Gracias, capitán. Lo mismo digo. ¿Recibió la entrega de bridas y monturas para su ejército?
—¡Sí, sí! Excelente remesa, excelencia. Sus cueros son superiores y sus talabarteros del Retiro, muy hábiles.
Ratificaron las condiciones de pago, y Liniers manifestó que con ningún comerciante habría obtenido mejores. Blackraven cambió el gesto, carraspeó y dio la espalda a la fiesta para expresar:
—Hay una cuestión de delicada naturaleza que me gustaría tratar con vuestra merced, capitán.
—Adelante, excelencia.
—Se trata de un préstamo que el señor Zorrilla hizo a vuestra merced tiempo atrás. —La fisonomía afable de Liniers se alteró enseguida—. Verá, usted, capitán. El señor Zorrilla, algo corto de liquidez para afrontar el giro de sus negocios, se presentó días atrás en mi casa y me ofreció venderme el crédito que tenía con su merced. Dada mi larga amistad con Zorrilla, no pude negarme y procedí al descuento de los pagarés.
—¡Qué extraño! Fue el propio Zorrilla quien me ofreció el préstamo. Para la causa del ejército, manifestó.
—Le surgió la posibilidad de adquirir un fondo de comercio en la ciudad de Córdoba, un negocio muy ventajoso al cual no podía negarse. De modo, capitán Liniers, que ahora vuestra merced está en deuda conmigo. —Lo dijo imprimiéndole a su tono una nota divertida.
—Así que estoy en deuda con su excelencia —repitió el francés, y Blackraven tuvo la impresión de que ganaba tiempo para asimilar la noticia—. En breve será exigible la primera asignación, ¿verdad?
—No lo recuerdo bien —mintió—, aunque le ruego que no se aflija si no tiene el contante para cancelar el pagaré. Soy un acreedor benévolo.
Liniers sonrió, una sonrisa impostada que enmascaraba la sensación de fragilidad que ese hombrote le provocaba. La sonrisa de Blackraven, amplia y de magníficos dientes blancos, asemejaba a la de un lobo hambriento.
“Debe de presentir que el cerco se cierra en torno a él”, conjeturó Blackraven, mientras se alejaba en dirección de su madre, a quien Malagrida no abandonaba ni un momento. Desde el límite de la pista de baile, descubrió a Victoria bailando la polca con Álzaga. “Te equivocas si piensas que llegarás a mí a través de ella”, y se acordó de que el vasco ya había tendido sus redes para ganar la buena voluntad de Melody. Pronto lo convocaría a la casa de San José donde trocarían favor por favor.