Capítulo XXI

Para dirigirse a Buenos Aires, Bela utilizó el mismo atajo por el que Cunegunda iba y venía varias veces por semana. Tuvo la impresión de que la caminata le llevaría días cuando a su esclava, gorda y vieja, le tomaba pocas horas. Desde hacía un tiempo experimentaba un cansancio anormal, se quedaba dormida en cualquier parte, y no se relacionaba con el humo que aspiraba sino con que estaba encinta. Maldito fuera Braulio por haberla embarazado de un mulato. La idea de que una cabeza negra emergiera entre sus piernas le provocaba náuseas. Se desharía del bastardo, ya lo había decidido, aunque no sabía cómo. A veces se envalentonaba y se decidía a confesárselo a Enda y pedirle ayuda; la mujer sabía cómo desembarazarse de hijos indeseados, muchas clientas la visitaban porque la fama de sus pócimas abortivas se había extendido entre las mujeres de la zona. Sin embargo, cuando se aproximaba para hablarle, Bela se acobardaba. Si bien hacía tiempo que temía y respetaba a Enda, desde la desaparición de Braulio sus escrúpulos habían aumentado; la mujer mantenía una actitud más reservada que de costumbre y la miraba con desprecio.

“Ya me encargaré de ese asunto”, se dijo. “Ahora debo concentrarme en lo que tengo entre manos: mi venganza contra miss Melody”. Cunegunda se había negado a ayudarla, y ella, que últimamente razonaba con poca claridad, no podía permitirse ninguna distracción. “Maldita Cunegunda. Todo sería más fácil si contase con su ayuda”. Pero la negra se había encaprichado.

—No, ama Bela, no la ayudaré a dañar a miss Melody. Me iría derechito al Infierno. Y su merced se irá también si lo hace. ¡Hágame caso! ¡Escuche mi súplica! Olvídese de ella y marchémonos.

—No fastidies con tu cantinela, Cunegunda. Estoy hasta la coronilla de tu pazguatería. Si no me ayudas, ten la consideración de mantener la boca cerrada.

—De todos modos, ama Bela, su plan no funcionará. Gabina me dijo que el amo Roger ha prohibido a miss Melody recibir a los esclavos en la quinta de don Gervasio.

—¿Por qué? —se alarmó Bela.

—Por la peste de viruela que azota el Tambor y el Mondongo. El amo Roger no quiere que miss Melody tenga contacto con los esclavos. Le ha prohibido acercarse a ellos. Hace días que ninguno la visita en la quinta de don Gervasio. Por muy embozada y disfrazada que yo fuera a verla, los guardias del amo Roger no me permitirían entrar en la propiedad.

—¿La misma prohibición pesa sobre los esclavos de las casas de San José y de Santiago?

—No, claro que no. De hecho, van a menudo a llevarle alimentos y otras cosas. Lo que sí tienen prohibido los esclavos del amo Roger es visitar el Tambor y el Mondongo, ni siquiera les permite ir a la cofradía el domingo.

Si bien su plan original había sufrido un revés, Bela se sorprendió al trazar uno alternativo casi de inmediato, aunque, se dijo con preocupación, el éxito estribaría en la buena voluntad de la esclava Gabina. Una vez en Buenos Aires, se encaminó hacia la Recova, muy tapada y cuidando de transitar por las calles menos populosas. Como señora de Valdez e Inclán nunca había concurrido al mercado, de modo que ni tenderos ni bandoleros la conocían. Compró un pote con dulce de higos, el preferido de miss Melody; recordaba esa afición de sus días de institutriz en la casa de la calle Santiago. Marchó hacia el Bajo y se adentró en la Alameda, vacía a esa hora de la jornada. Vertió el polvo blancuzco en el pote de dulce y lo mezcló con una ramita. El veneno, el mismo que Enda le facilitó para matar a Alcides, olía bien, a almendras, y no alteraría el sabor de la confitura. Cumplida esa etapa del plan, se dispuso a llevar a cabo la crucial: convencer a Gabina de que concurriese a la quinta de don Gervasio y que entregase el dulce a miss Melody en nombre de su hermana, la señorita Leonilda.

Desde hacía un tiempo, Gabina servía a Victoria en la casa de San José. Según la información extractada a Cunegunda, la esclava acostumbraba escaparse a la hora de la siesta para visitar a sus amigas de la casa de la calle Santiago. La aguardó con ansiedad, pensando que, si no corría con la suerte de encontrársela, su plan se dificultaría puesto que debería volver al día siguiente, y con Enda de regreso de su corto viaje a la Reducción de los Quilmes no contaría con la misma libertad. Su ausencia había posibilitado el robo del veneno —forzó la cerradura con una lezna de Braulio— y su huida a Buenos Aires.

“La suerte está de mi lado”, se regocijó Bela al avistar a Gabina escabullándose por el portón trasero. La esclava no iba a la casa de la calle Santiago sino a encontrarse con su amante, el tercerón del Mondongo. Le llevaba unos reales que Victoria le había dado; el pobre a veces no tenía para comer. Se dio vuelta al escuchar un chistido. Una mujer, demasiado cubierta para identificarla a esa distancia, le pedía, con una seña, que se acercase.

—Gabina, soy yo, tu ama Bela.

La esclava se cubrió la boca y se echó hacia atrás.

—¡Ama Bela! ¿Qué hace aquí? Si el amo Roger la descubre, la devolverá con las Hijas del Divino Salvador.

—Lo sé, lo sé. Escúchame, no tengo tiempo y necesito hablar contigo. Vamos, movámonos de aquí. Si alguien saliese por el portón de mulas podría reconocerme.

“Nadie la reconocería”, meditó la esclava. Su ama Bela había sufrido una profunda transformación, y no se trataba de sus ropajes bastos ni de su rostro macilento, de oscuras ojeras, ni de su cutis opaco y reseco ni de su pelo sin gracia, sino de su gesto de ojos saltones y boca entreabierta, y de sus manos trémulas; se percibía algo anormal en su comportamiento; cierto que nunca había sido una mujer equilibrada; sus arranques de ira y sus expresiones exacerbadas la habían caracterizado; con todo, nunca nadie habría pensado que estaba loca, precisamente lo que Gabina tenía en mente en ese instante. “La ama Bela está chiflada”.

Se metieron en un estrecho pasaje entre dos casas, y Bela sacó un pote de una escarcela atada a su cintura. Se lo extendió, y Gabina, acostumbrada a cumplir sus órdenes sin objetar, lo tomó. Bela colocó un broche de esmeraldas, zafiros y brillantes en la palma de su mano y cerca del rostro de la esclava.

—Siempre te ha gustado —dijo, con una sonrisa, al notar la emoción de la joven, que no apartaba la vista de la joya—. Recuerdo que lo mirabas con codicia cuando yo lo lucía en mi pecho. Te gusta, ¿verdad? —La esclava asintió—. ¿Y sabes que cuesta mucho dinero, más de quinientos pesos? Te sorprendes, ¿verdad? Pues sí, es una alhaja valiosísima, y podrías obtener una fortuna si la vendieses. Yo estaría dispuesta a dártela si tú me hicieras un favor.

—¿Cuál?

—Llevarle ese frasco de dulce de higos a miss Melody de parte de mi hermana, la señorita Leonilda.

—¿Eso nada más?

—Ah, pero no es tan fácil, Gabina. Después de hacerlo deberías huir, escapar, desaparecer.

—¿Por qué?

—No preguntes, no seas insolente. Si aceptas hacerme el favor, lo harás sin preguntas y desaparecerás sin más. ¿Aceptas?

Gabina admiró el broche nuevamente. Nunca había visto un objeto tan hermoso. El ama Bela tenía razón; de todas sus joyas, ese broche era su preferido. Muchas veces, cuando su ama se iba a oír misa o a cumplir alguna visita, ella se escabullía dentro de su dormitorio y prendía el broche en su pecho. “¿Y sabes que cuesta mucho dinero, más de quinientos pesos?”. No, no lo sabía, no había imaginado que costase esa fortuna. Pensó en su amante del Mondongo, en salir de pobres, en huir juntos hacia la Banda Oriental o, mejor, hacia el Brasil y comenzar una nueva vida. La emoción le impidió hablar y se limitó a asentir con la cabeza.

—Bien —dijo Bela—. ¿Cuándo le llevarás el dulce a miss Melody?

—Mañana por la mañana. Ahora no tendré tiempo. Pero mañana, cuando la señora Victoria me encargue algún mandado, iré.

—Entonces, mañana te daré el broche. Te esperaré en este mismo sitio, a esta hora, y te lo daré.

—Si su merced no está aquí mañana, a esta hora, con el broche, le contaré al amo Roger que la he visto y que su merced me ha pedido este favor.

—¡No seas impertinente, negra zorra! Yo soy una mujer decente. Siempre cumplo mis promesas.

Cunegunda había tomado una decisión. Venía meditándola desde hacía dos días, desde la visita de la señora Victoria a la señora Enda, y acababa de consultarlo con su nuevo confesor, un sacerdote de la Merced, joven y bondadoso, que le había perdonado sus pecados y que la había alentado a advertir a la señora Victoria que no entrara en tratos con la bruja Gálata y que quemara esas hierbas. “Espero que la señora Victoria no le haya dado a beber la tisana al amo Roger”. Enda había cumplido con su parte; esa noche había pasado varias horas salmodiando junto a una fogata; el conjuro le había tomado más tiempo y más energías de los habituales; volvió muy descompuesta y con la mirada vidriosa; se arrojó en su lecho y durmió hasta entrado el día siguiente; después se levantó, montó su yegua y partió rumbo a la Reducción de los Quilmes.

Cunegunda se animó a interceptar a una esclava de San José a la que no conocía. Le preguntó por Gabina.

—Eso querría saber yo —contestó la muchacha—. Que mi señora Victoria está que trina, pues se fue esta mañana con un encargo y aún no ha vuelto. ¡Seguro que está en la cama de ese muerto de hambre del Mondongo! Y yo cargando con todo el trabajo. Que Berenice, plánchame esto, que Berenice, lávame esto otro, que apúrate con el tocado que llevo prisa.

—¿Tu señora tiene que salir?

—Ya salió, por fortuna, y me ha dejado tranquila.

—¿Adónde fue?

—A lo de doña Anita Perichon, con su amiga, la señora Cattaneo.

Cunegunda marchó deprisa y llegó cuando la señora Victoria abandonaba la casa de la amante de Liniers. La negra pensó que, aunque hubiese habido varias mujeres, habría individualizado a Victoria Blackraven de inmediato; descollaba como una rosa entre las piedras; la mujer que la acompañaba era muy atractiva también, y la negra que las secundaba se distinguía por su modo altanero y mirada despectiva; caminaba con el mentón ligeramente elevado y pasos felinos, mientras echaba vistazos de soslayo.

—Señora Victoria —la llamó Cunegunda antes de que las tres mujeres subieran al carruaje con el escudo de la casa de Guermeaux.

—¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

—Soy amiga de Gabina, señora.

—¡Ah, esa desagradecida! ¿Sabes dónde se ha metido? —Cunegunda negó, agitando la cabeza embozada—. ¿Qué quieres?

—Hablar con vuesa merced un momento.

—Habla pues.

—A solas.

—¡Qué impertinencia! ¡Lo único que me faltaba escuchar en estas tierras! No tengo tiempo que perder con una negra. Vamos, Simonetta.

—Sé que antier visitó a una bruja, la bruja Gálata. —Victoria interrumpió el ascenso al carruaje y se dio vuelta—. Su nombre verdadero no es Gálata sino Enda Feelham. Es una mujer malvada, señora Victoria. Vuesa merced no debería acercarse a ella, nunca más. Y debería también quemar las hierbas que le dio y no dar de beber esa tisana al amo Roger.

—¡Quién eres tú! ¡Cómo sabes estas cosas!

—Soy una enviada de Dios para salvarla. Enda Feelham odia al amo Roger porque él mató a su hijo Paddy. Ha jurado vengarse, y lo hará, tarde o temprano. Y también matará a miss Melody, que es su sobrina, porque la culpa de la muerte de su hijo Paddy. El amo Roger lo mató por ella, ¿entiende? —Victoria asintió con un movimiento mecánico—. Aunque a miss Melody no la matará hasta que nazca su hijo porque quiere quedárselo, para criarlo ella. No vuelva a acercarse a esa mujer, por su bien y la salvación de su alma, no lo haga.

Cunegunda se ajustó el rebozo y echó a correr por la calle de San Nicolás. Victoria, en estado de conmoción, no atinó a nada. Simonetta la aferró por el brazo y la obligó a enfrentarla.

—Victoria —dijo, con determinación—, ¿quieres que Ashantí persiga a esa negra y la traiga de regreso?

Victoria se llevó una mano a la frente y negó con la cabeza.

—No, no —balbuceó—, déjala ir.

—Vamos, sube al coche. Iremos un momento a casa para que te repongas.

Victoria guardó silencio durante el trayecto. Las palabras de esa negra se repetían en su mente una y otra vez, aturdiéndola, confundiéndola. “Aunque a miss Melody no la matará hasta que nazca su hijo porque quiere quedárselo, para criarlo ella”. “¡Oh, Dios, no permitas que me alegre por esta noticia!”. Deseaba con tanto ahínco recuperar a Roger que pensaba y actuaba como otra persona, una carente de principios y valores. Pocas veces había experimentado esa confusión. Por un lado, se había avergonzado y despreciado mientras, con el cacharro entre las piernas, recogía algunas gotas de sangre, y, por el otro, lamentaba que, hasta el momento, el ritual no hubiese surtido efecto, a pesar de que Blackraven había bebido el brebaje mezclado con su habitual vaso de coñac. Se convenció de que su naturaleza era débil, perversa y pecadora, con una irreversible tendencia al mal, de otro modo jamás habría sucumbido a la pasión de Simon Miles ni a la tentación de arrojarse del risco ni a la de acudir a una hechicera.

En casa de Simonetta, Ashantí le sirvió un vaso con una bebida fuerte que le hacía recordar el aroma del coñac de Roger. Como mujer de buena crianza, Victoria no bebía alcohol, y la falta de costumbre la hizo toser y ahogarse, aunque enseguida un reconfortante calor le inundó el pecho y le aligeró las palpitaciones.

—¿Te sientes mejor? —se preocupó Simonetta, y Victoria asintió—. No debes perturbarte por lo que esa mujer te ha dicho. No sabes si es cierto.

—Lo es, lo presiento.

—Tú misma me has contado que tu esposo es un hombre de vida azarosa. No te aflijas por su suerte. Él sabrá cuidarse y cuidar de Melody.

—¡Cómo me duele pensar que cuida de ella! La odio, la envidio, aunque esa chiquilla no tenga culpa de nada. No puedo evitarlo.

—Tus sentimientos son comprensibles, Victoria, sobre todo, son humanos. No te atormentes. Ahora cuéntame —dijo, con acento divertido para animarla—, ¿conque visitaste a una bruja?

—¡Qué vergüenza contigo, Simonetta! Pensarás de mí lo peor.

—¿Crees que nunca he acudido a una bruja? ¿Quién no lo ha hecho en la angustia o la desesperación? Vamos, no te avergüences y cuéntame los detalles.

Bela despertó de un sueño plagado de pesadillas y se acordó de que ese día debía regresar a Buenos Aires para entregarle el broche a Gabina; la negra había amenazado con descubrirla en caso contrario. “Otra vez ese largo trayecto”, se desanimó, sin fuerzas para levantarse. Esperaría a que Enda retornase de la Reducción de los Quilmes, adonde había ido a visitar a su clienta, la posesa, y, en un momento de descuido, tomaría su yegua y montaría hasta la ciudad; quizá tuviera suerte y abortase al mulato de Braulio.

Todavía recostada, llamó a Cunegunda, primero con voz moderada, después con gritos destemplados. “Negra maldita”, despotricó, “ya ha desaparecido de nuevo. La haré azotar”, y enseguida cayó en la cuenta de que su hermano Diogo no estaba para cumplir el encargo. A veces se confundía y pensaba estar de regreso en la casa de la calle Santiago. “Le daré una tunda a esa negra que no olvidará”, siguió quejándose, mientras se incorporaba.

—Buenos días, Bela —saludó Enda, y entró en la cabaña.

—Buenos días —contestó, con un sobresalto.

Como de costumbre, Enda la tomaba por sorpresa; no escuchó los cascos de la yegua ni sus pasos en el piso de la entrada; a veces tenía la impresión de que la irlandesa se desplazaba flotando. La vio apoyar las alforjas sobre la mesa y empezar a vaciarlas. Traía varios obsequios, de seguro de los familiares de la posesa, agradecidos por haberla exorcizado de tres demonios; extrajo también puñados de hierbas que habría recogido por el camino. Se aproximó al aparador donde guardaba los polvos, brebajes y demás ingredientes para sus conjuros. Bela, sentada en el borde del camastro, la seguía con atención y contuvo el aliento al verla quitar la llave del colgante y abrir la puerta. Apretó los puños esperando que la mujer no notase que había sido forzada.

Enda dudó un momento ante el chasquido infrecuente del cerrojo; conocía los sonidos de los elementos que la circundaban, ningún ruido la sorprendía, ni siquiera el crujir de la madera cuando se asentaba de noche, por lo que, cuando alguno lo hacía, se alarmaba. Terminó de abrir la puerta y estudió la disposición de los frascos, cacharros, latas, redomas, botellas de barro, atados de hierbas, pequeños animales secos y cuanto había en ese mueble, y enseguida supo que alguien los había tocado aunque nada estuviese fuera de lugar. Quieta, con el respiro sujeto, siguió escrutando hasta que sus ojos cayeron en el tubo de estaño donde guardaba el cianuro.

Se volvió, furiosa, y Bela recibió la impresión de que saltaban chispas de su rostro. Le tembló el cuerpo y se le erizó la piel. Profirió un grito cuando la irlandesa se aproximó con una rapidez pasmosa, casi antinatural, la tomó por el cuello y le oprimió levemente la tráquea. Bela le sujetó las muñecas e intentó apartarla, sin éxito; la fuerza de Enda era extraordinaria.

—Bela —pronunció con calma—, dime qué has hecho con el polvo que te robaste.

—Nada, nada —apenas consiguió pronunciar, y sintió que los dedos de Enda se ajustaban en torno a su cuello.

—Te apretaré la garganta hasta ahogarte si no me dices la verdad. Vamos, habla, no deseo matarte, pero si no confiesas qué hiciste con el veneno, lo haré.

Bela no articulaba por falta de aire, y estaba segura de que los ojos le saltarían de las órbitas; los sentía calientes y húmedos.

—Si me dices qué hiciste con el cianuro, te ayudaré a deshacerte del bastardo que Braulio te puso en el vientre. —Aflojó un poco la presión—. No pongas esa cara. ¿Acaso no has aprendido que no puedes ocultarme nada ni engañarme? ¿Pensaste que te revolcarías con mi esclavo bajo mis narices y que no me daría cuenta? Aunque algo te reconozco: no imaginé que lo usarías para tus propósitos. Creí que lo usabas para aplacar la lujuria que vive en ti, y por eso no dije nada. Cuando Braulio desapareció, sospeché que había sido cumpliendo un pedido tuyo. ¡Vamos, habla! Estoy perdiendo la paciencia. Dime qué hiciste con el veneno.

—Si te lo digo, me matarás de igual modo. —La voz le salió rasposa y, a causa de un intenso dolor en la garganta, sus ojos se inundaron de lágrimas—. Me darás uno de tus brebajes diciéndome que es para deshacerme del hijo de Braulio cuando en realidad estarás envenenándome.

—No, no te envenenaré, aunque lo mereces, por traidora. Pero te he tomado cariño y no voy a hacerte daño. Dime qué hiciste con el veneno.

—Lo mezclé con un dulce de higos y se lo entregué a una esclava de mi casa de la calle Santiago.

—¿Para qué? —comenzó a alarmarse Enda.

—Para que se lo diera a miss Melody en nombre de mi hermana Leonilda.

—¡Te maldigo, Bela! —Le propinó una bofetada de revés—. Te advertí que no te acercaras a ella mientras estuviese preñada. Vamos, habla, ¿cuándo recibirá ese dulce?

—Tal vez en este momento —balbuceó Bela, y se limpió la sangre que le escurría por la comisura con el dorso de la mano.

—Por tu bien te digo, Bela. Ruega que llegue a tiempo.

—Tu sobrina ya no vive en la casa de San José. Vive en una quinta, en las afueras, al sur de la ciudad, cerca de la Convalecencia. Es la quinta de don Gervasio Bustamante.

—Sí, lo sé —admitió Enda, mientras se ajustaba el rebozo.

Bela, sentada en el borde de su camastro, con las manos en torno al cuello y sabor metálico en la boca, vio a Enda, a través de un velo de lágrimas, cerrar el armario con llave y abandonar la cabaña. Un momento después, oyó los cascos de la yegua fustigar el terreno; el sonido fue perdiéndose hasta que sólo quedó el trinar de las aves. Ese murmullo alegre y desordenado y el sol que entraba por la puerta chocaban con la realidad de la cabaña, la volvían más sórdida. Se cubrió el rostro y se puso a llorar. “¿Cómo he caído tan bajo?”, se preguntó. “Yo lo tenía todo, esposo, hijas, posición, un amante espléndido. Mi ruina comenzó a forjarse el día en que esa maldita miss Melody apareció en nuestras vidas. Ojalá que Enda no llegue a tiempo, ojalá que miss Melody muera retorciéndose del dolor. No me importa morir a manos de Enda. La muerte ya no me asusta. La muerte me liberará”.

Se puso de pie y se dirigió a paso lento y pesado hasta el rincón de la cabaña donde encendían el fuego. Descolgó la olla de azófar de la trébedes. Se detuvo frente al aparador y la aventó contra la puerta. Un estrépito de vidrios rotos y trastos caídos rompió el silencio. Bela no se inmutó. Con los ojos muy abiertos, tomó el tubo de estaño y le quitó la tapa. Echó el polvo blanco en su puño y se lo llevó a la boca. El cianuro se le pegó en la garganta y en el paladar. Comenzó a toser. Bebió agua de la jofaina hasta que el escozor disminuyó y respiró con normalidad. Después, se acostó en el camastro boca arriba y cerró los ojos.

Cunegunda avanzaba por el atajo con una sonrisa inconsciente. Se sentía en paz. Había cumplido un mandato de Dios al prevenir a la señora Victoria, había colaborado en la salvación de un alma. No se preocupaba por la consecuencia de su confesión ni se daba cuenta de que, si Victoria decidía hablar con Blackraven, éste caería sobre ellas y las devolvería al convento.

Desde el umbral de la cabaña, vio la puerta de vidrio del aparador hecha añicos. Se precipitó dentro y se quedó quieta como un siervo frente al revoltijo. “La señora Enda se pondrá como un basilisco”, pensó. Ese aparador era para ella el Santísimo Sacramento. “¿Dónde está la ama Bela?”, y giró sobre sí. Allí estaba, dormida en el camastro. Se acercó con presteza y, al inclinarse para despertarla, un aroma a almendras le recordó la horchata, su bebida favorita. Enseguida se dio cuenta de que Bela tenía un aspecto cadavérico, no tanto por la palidez de sus mejillas sino por el tono azulado de sus labios, como si estuviese congelada, y los círculos violeta en torno a sus párpados. Después advirtió que una sustancia blancuzca le cubría las comisuras. Le olió la boca. De nuevo el familiar aroma a almendras le llenó las fosas nasales, aunque ya no le hizo pensar en la horchata sino en el amo Alcides.

—¡Ama Bela! ¡Ama Bela! —La sacudió por los hombros—. ¡Despierte! ¿Qué ha hecho, amita? ¿Qué ha hecho?

Incluso Radama y Milton se congregaron en torno a Miora para contemplarla alimentar a Rafael con esa extraña botella de porcelana, con tapa de látex semejante a un pezón de vaca. Somar les había informado que el artefacto se llamaba biberón. Lo había adquirido en la botica de Marull, la más surtida de la ciudad, donde estuvo a punto de comprar un pistero, aunque después juzgó más apropiado el biberón.

—Se utiliza para administrar alimentos a enfermos imposibilitados de incorporarse —se quejó don Marull—, no para dar de comer a un niño. Si su mujer se ha quedado sin leche, pues contrate a una nodriza.

Como Miora se negó a abandonar la quinta de don Gervasio, Melody convenció a Blackraven de que trajera de San José a Palmira, a su niño Julián y a su esposo para pasar una temporada con ellos. En tanto Blackraven disponía el traslado de la esclava que amamantaría a Rafael, Somar había concurrido a la botica por un paliativo. Y había regresado con el biberón. Aunque Rafael había tolerado la leche de cabra el día anterior, esa mañana le daban de burra. El niño succionaba la tetina de látex con un entusiasmo que arrancaba sonrisas y exclamaciones aun al solemne Radama.

—Trinaghanta —dijo Melody de pronto—, embelesada con Rafael he olvidado que dejé la olla con el puchero en el fuego. Ve, por favor, ocúpate antes de que se pegue.

Trinaghanta entró corriendo en la cocina y frenó súbitamente al toparse con una extraña que hurgaba los anaqueles. La mujer, subida en una silla, accedía a los frascos y potes, los abría, miraba su contenido, los olía, y después los colocaba en el mismo sitio. Al descender de la silla, sus ojos se cruzaron con el gesto pasmado de Trinaghanta. Como si se tratara de su propia cocina, la mujer se desplazó hacia ella y, tomándola por los hombros, la miró con unos penetrantes ojos verdes.

—Esta mañana una esclava de la casa de San José trajo un pote con dulce de higos en nombre de la señorita Leonilda. Dime ahora mismo dónde lo pusiste. ¿O acaso tu señora ya lo probó?

Hablaba demasiado rápido para el pobre castellano de Trinaghanta.

—No entiendo.

—¿Hablas inglés?

Trinaghanta asintió, y la mujer repitió la pregunta en ese idioma. Se percibía un halo de imperio y poder en torno a ella que Trinaghanta no se atrevió a importunar. Su mirada inquisitiva y el vigor de sus manos, que le apretaban los hombros y le causaban dolor, la indujeron a levantar el índice y señalar un pote azul medio perdido en el desorden de la mesa. La mujer lo recogió, lo abrió y olió el contenido.

—¿Estás segura de que es éste el dulce de higos que envió la señorita Leonilda esta mañana? —Trinaghanta asintió—. ¿Estás segura de que tu señora Melody no ha probado siquiera una cucharada? —Trinaghanta volvió a asentir; de hecho, con los hábitos un poco desorganizados por la llegada de Rafaelito, olvidó avisarle que Gabina se había presentado esa mañana con el obsequio de la señorita Leo.

Sin volver a pronunciar palabra, sin siquiera volver a mirarla, la mujer metió el pote en una alforja y abandonó la cocina a gran velocidad. Trinaghanta se asomó por la puerta y la vio montar en una yegua de gran alzada. Como si un encantamiento se rompiese, la cingalesa cruzó el patio en volandas hacia los interiores de la casa. Su irrupción hizo levantar las cabezas de los que contemplaban a Rafael.

—¡Acabo de sorprender a una mujer robando en la cocina! Se ha fugado en una yegua, en dirección a la acequia.

Somar, Radama y Milton corrieron hacia el exterior, aunque demasiado tarde: la yegua era un punto en el horizonte. De vuelta en la sala, le pidieron a Trinaghanta que repitiese lo que había estado contándole a Melody. Esa noche, entre Somar y Melody le refirieron los hechos a Blackraven.

—Por la descripción de Miora, creo que se trata de mi tía Enda —admitió Melody, y percibió cómo el calmo desconcierto de Roger se transformaba en cólera.

—Se acabó, Isaura. Te marchas a vivir a lo de doña Rafaela. —Lo decidió sin levantar la voz, aunque con una firmeza que no dio lugar a interrupciones ni a protestas—. No llores —se enojó—. ¿Prefieres volver a San José o quieres instalarte en el Retiro?

—¿Qué hay de la casa de la calle Santiago?

—No hay sitio. No olvides que el coronel Lane y Amy se hospedan allí.

Melody se fue a recoger sus cosas. Trinaghanta hizo el ademán de seguirla.

—Quédate —le indicó Roger—. Tengo algunas preguntas que hacerte.

Con sus hombres y su sirvienta, Blackraven analizó la situación.

—Dices que fue Gabina quien trajo el pote con dulce. —La cingalesa asintió—. ¿Notaste algo peculiar en el dulce, algún aroma extraño, alguna tonalidad inusual? ¿Lo probaste?

—No, amo Roger, ni siquiera lo abrí. Así como Gabina me lo entregó, lo dejé sobre la mesa.

—Gabina ha desaparecido —anunció Blackraven a sus hombres—. Esta mañana, salió a cumplir un encargo de Victoria y no regresó. Es imperioso que la encontremos. La esclava Berenice asegura que anda enredada con un liberto del barrio del Mondongo. Nos dio sus señas, y Távora y Malagrida fueron a buscarla. Quizás estén de regreso en San José con alguna novedad. Necesito saber quién le encomendó entregar el dulce a Isaura.