Capítulo XX

A pesar de que Blackraven tomó las medidas para que el ataque sufrido por el negro no se diera a conocer, la ciudad lo supo en pocos días. Miora se lo contó en calidad de confidencia a su nueva amiga brasilera, Joana, quien le juró, por la memoria de su anterior dueña, que no se lo diría a nadie. Bastó que Ágata de Ibar le preguntara por novedades acerca del Ángel Negro para que Joana soltara todo; temía que la baronesa se enterase por otra fuente y le propinase una golpiza por habérselo callado. El mayor celo de Blackraven, preservar la reputación de Melody, se desbarató en poco días. En los mentideros no se referían con tanto horror al asalto como a que el conde de Stoneville pasaba la noche con la joven Maguire.

—Y agradezco al Señor que su excelencia se haya encontrado esa noche junto a ella —puntualizó doña Rafaela del Pino—, en caso contrario estaríamos lamentando algo más que una reputación mancillada.

—Su sensibilidad cristiana no me asombra, doña Rafaela —intervino Blackraven—. Vuestra merced parece ser la única en darse cuenta de ese detalle.

—Sin embargo —prosiguió la mujer, y elevó el índice y la voz una nota—, por el bien de ella, mi estimado conde de Stoneville, deberá abstenerse de volver a importunarla. Está arrojando al lodo la honra de esa muchacha.

—Ella es mi esposa —le recordó Blackraven.

—Lo es en su corazón, no ante la ley de Dios.

—Pronto iniciaré los trámites para la nulidad de mi primer matrimonio, apenas pueda viajar a Londres —añadió—, aunque no será antes de algunos meses puesto que no sería conveniente que Isaura viajase a poco de haber parido a nuestro hijo.

—¿Viajará ella a Londres con su excelencia?

—En otro de mis barcos y escoltada por mi madre y su nodriza, un cancerbero al que, ni vuestra merced, tendría algo que objetar. En Londres se alojará en una de mis casas. Yo ocuparé otra.

Doña Rafaela asintió con aire solemne. Era consciente de que el conde de Stoneville —un hombre que no le brindaba explicaciones a nadie, ni siquiera a Dios— se mostraba paciente con ella y le permitía inmiscuirse en sus asuntos de modo descarado porque quería pedirle un favor. El favor estaba implícito, Blackraven no necesitaba expresarlo, y, aunque por distintas razones —él, pensando en la seguridad de la madre de su hijo; doña Rafaela, pensando en la salvación del alma de la joven—, se habían puesto de acuerdo con la misma facilidad que en las cuestiones de la cantera de cal.

—Mientras la señorita Maguire llega a buen término y su excelencia dispone ese bendito viaje a Londres, juzgo apropiado que ella venga a vivir aquí, conmigo, bajo mi tutela y cuidado. Aquel paraje, cerca de la Convalecencia, con dos criadas como única compañía, no es, en absoluto, apropiado para la reputación de una dama. —Blackraven sonrió—. La señorita Maguire podría, si su salud lo permite, enseñar solfeo y canto a mis nietas, que me he enterado de que toca y canta con una destreza admirable.

Melody no quiso oír hablar de marcharse a vivir a la casa de la virreina vieja, y, como Blackraven evitaba cualquier altercado para preservar su salud, no insistió demasiado.

—Éste es un paraje desolado —se quejó—. En lo de doña Rafaela estarías a pocas cuadras de San José. Es una casa muy segura, yo estaría más tranquilo.

—Tú estarías más tranquilo, pero yo no me sentiría a gusto. Aquí tengo libertad, además de que me he aficionado a este sitio. En casa de la virreina vieja no podría recibir a mis visitas.

—Sí podrías. Doña Rafaela querrá complacerte.

—No.

Así quedó zanjada la polémica, y, en cierta forma, Blackraven estaba satisfecho ya que, aunque la seguridad de Melody y la de su hijo constituían su prioridad, visitarla libremente por las noches le proporcionaba una alegría que jamás habría concretado si su esposa se hospedase bajo el techo de doña Rafaela. Redobló la guardia, y conminó a sus hombres a desconfiar de todos.

Nada averiguaron del asaltante. Papá Justicia no reconoció el cadáver ni los carimbos que le marcaban el pecho y la espalda, por lo que Somar lo enterró en un baldío en la zona del Bajo. Días más tarde, el quimboto se presentó en San José.

—Amo Roger, ese negro no era de por aquí. Si lo hubiese sido, yo lo habría sabido. Además lo confirma el hecho de que, en estos últimos días, no se han presentado denuncias por fuga ni desaparición de esclavos en ninguna comisaría de ningún barrio.

—Podría haberse tratado de un liberto y, por tal motivo, nadie reclama su desaparición.

—Podría ser. Igualmente, le aseguro que ese negro no era de por aquí. —Papá Justicia se puso de pie y se calzó la vieja chistera—. Me voy por un tiempo, amo Roger. El brote de viruela que nació en el Tambor tiempo atrás ya se extendió al Mondongo, y no quiero que me pesque. Ya no estoy para esos trotes.

—¿Tienes adónde ir?

—Pues no. Ya veré dónde reclino mi cabeza cada noche, como dice el Señor.

—Puedes ir a Bella Esmeralda, la estancia de Maguire que yo administro en su ausencia. Lo más seguro es que Isaura y yo te sigamos pronto, ya sea que el brote se extienda o que invadan de nuevo los ingleses.

La referencia a una posible invasión no se trataba de un comentario meramente especulativo. La noche anterior, la del martes 28 de octubre, los porteños se habían sobresaltado en sus camas al escuchar el intenso cañoneo al que Popham, envalentonado por los refuerzos llegados desde El Cabo al mando del teniente coronel Backhouse, había sometido a la ciudad de Montevideo. Se trató más bien de una bravuconada que de una acción meditada ya que, a causa de la bajante del río, la flota debió ubicarse lejos de la costa, y las balas no alcanzaron a infligir ningún daño. “Cualquier buen artillero habrá previsto esto”, dedujo Blackraven, “pero Popham, siendo el insensato que es, siguió adelante con su plan, desoyendo a su gente”. Al cabo de tres horas de disparos fallidos, Popham claudicó en su intento de tomar Montevideo, y navegó hacia Maldonado. A esa hora de la noche del 29 de octubre, Blackraven ya estaba al tanto de que se habían hecho con Maldonado y que planeaban caer sobre una pequeña localidad llamada Punta del Este y sobre la isla Gorriti.

Le entregó unos reales a Papá Justicia y lo despidió. Se acomodó en su butaca, llevó las manos detrás de la cabeza y suspiró. Estaba cansado. Primero pensó en Isaura; esa mañana habían discutido, y él abandonó la quinta muy enojado, más allá de que terminó imponiendo su voluntad: hasta que se acabara la epidemia de viruela, no más Ángel Negro ni visitas de los esclavos a la hora de la siesta, a excepción de los de su propiedad, que a menudo concurrían a la quinta con algún encargo; sus hombres debían enviar de regreso a los demás. Con esa medida, también detendría el flujo de cotilleo que tanto la disturbaba.

Cerró los ojos y descansó la nuca sobre el respaldo. No podía quitarse de la cabeza el ataque perpetrado días atrás en la quinta de don Gervasio, las preguntas lo abrumaban —¿Quién era ese negro? ¿Qué buscaba? ¿Quién lo enviaba?— y lo inquietaba la falta de respuestas. Su mente saltó de un tema a otro, como acostumbraba, del atacante anónimo a la insólita declaración de Diogo Coutinho que pretendía desposar a su sobrina, Marcelina Valdez e Inclán. Pensó en Álzaga; ese día había vuelto a llamar a la puerta de San José y él había vuelto a negarse. El vasco debía de hallarse en un grave aprieto económico para rebajarse a esa humillación; sabía que había visitado a Abelardo Montes, a quien ofreció convertirse en socios en lugar de competir hasta desangrarse.

—De este modo, todos ganaríamos mucho más de lo que obtenemos en nuestra posición actual.

—Tendría que consultarlo con mi socio —señaló el barón de Pontevedra.

—¿Quién es su socio? —preguntó Álzaga.

—Él prefiere permanecer en el anonimato. Pero le comunicaré su propuesta, don Martín, no se preocupe.

Blackraven sonrió con malicia: su plan daba frutos antes de lo esperado. En honor de la verdad, había supuesto que la situación de Álzaga era más sólida, y que su irrupción en el mercado no lo haría tambalear tan fácilmente sino reaccionar como un felino; creyó que bajaría sus precios, que mejoraría las condiciones de pago, que condonaría deudas, en fin, que le opondría una competencia tenaz. Resultaba evidente que no contaba con el capital de trabajo para permitirse esa flexibilidad. Zorrilla y O’Maley hablaban de que había pedido préstamos a sus amigos, los negreros Sarratea y Basavilbaso, y a su antiguo patrón, el comerciante Gaspar de Santa Coloma.

“¿Hasta cuándo seguiré con este jueguito del comerciante?”, se preguntó. “Hasta que consiga que Álzaga le pida disculpas a Isaura por el modo en que él y su mujer siempre la han tratado y denostado, y hasta que Álzaga cancele el pedido de captura que pende sobre Maguire”.

Victoria entró en el despacho sin llamar.

—Ah —se sorprendió—, disculpa, no sabía que estuvieras en casa. He venido a buscar un libro. No concilio el sueño. —Caminó hacia la biblioteca—. Veo que esta noche nos honrarás con tu presencia. ¿O te irás a compartir la cama con ella más tarde?

No le explicaría que pasaría la noche en San José ya que, de otro modo, terminaría despertando a Isaura y haciéndole el amor, y ella necesitaba descansar; tampoco le diría que seguía enfurruñado por lo de los esclavos y la peste de viruela, y que quería hacérselo saber.

—Yo también estoy sorprendido de que hayas decidido quedarte esta noche en casa y no asistir a otra de tus innumerables veladas con tu amiga Simonetta Cattaneo.

—¿Te pone celoso que salga todas las noches?

—No, pero me preocupa tu salud. Fabre dice que tus pulmones requieren mucho descanso.

—Tú eres el que luce cansado. Sospecho que tienes demasiadas preocupaciones.

Apoyó el libro sobre el escritorio, se colocó detrás de la butaca y comenzó a masajear el cuello y los hombros de Blackraven, que cerró los ojos y gruñó de placer.

—Siempre has sido buena para los masajes —admitió.

—Siempre he sido buena cuando se trata de tocar tu cuerpo.

Blackraven rió por lo bajo.

—Sí, en verdad, eras buena en la cama.

—Y aún lo soy, tesoro. Déjame demostrarte. —Se sentó sobre las piernas de Blackraven y le encerró la cara con las manos—. Aún me excito con mirarte. Te deseo, Roger, te deseo tanto. Quiero demostrártelo.

Blackraven le permitió que lo besara y se sorprendió de no experimentar emoción alguna. Victoria percibió la falta de respuesta y alejó el rostro para mirarlo con un gesto inquisitivo.

—¿Te acuerdas —dijo Blackraven— de cuando años atrás me dijiste que el amor no era bello sino poderoso, capaz de quebrar una voluntad tan férrea como la mía? —Victoria asintió—. ¿Y te acuerdas de que en esa oportunidad yo me mofé de ti? —Victoria sonrió y asintió de nuevo—. Pues tenías razón y te debo una disculpa. El amor, el verdadero amor, es maravilloso, por cierto, pero, sobre todo, es una fuerza poderosa y avasallante que nos domina a su antojo, que nos convierte en marionetas, en idiotas. Eso es lo que me sucede con Isaura, y ésa es la razón por la que ahora no puedo corresponderte, porque el amor que siento por ella, esta fuerza omnipotente, me tiene maniatado y sólo me permite responder si es ella a quien tengo enfrente. Te juro, Victoria —le confesó, con pasión—, te juro que desearía no amarla de este modo, pero a tanto no llega mi poder.

—¡Oh, Roger! —sollozó Victoria, y se abrazó a él—. ¡No me resigno a perderte! ¡Duele tanto!

—Lo siento, cariño, lo siento —y estrechó su delicado talle—. No quiero hacerte daño, Victoria, por el contrario, desearía que encontrases la felicidad.

—¡Ámame sólo esta noche!

—No podría hacerlo como mereces.

Gabina golpeó el portón de mulas tres veces, como habían acordado, y Berenice abrió. No le hacía el favor de esperarla despierta y al sereno porque fuese buena sino porque al día siguiente le tocaría a Gabina velar el regreso de Berenice, mientras ésta se divirtiese con su nuevo amante, un mulato manumitido del barrio del Tambor que le había prometido comprar su libertad. El de Gabina, en cambio, un tercerón del barrio del Mondongo, no tenía un ochavo; su atractivo radicaba en la potencia y el tamaño de su miembro, mentado entre las esclavas de Buenos Aires.

—Me olvidé de sacar el vestido de la señora condesa para plancharlo —se alarmó Berenice.

—¡Eres una mentecata! La señora lo necesita para mañana a primera hora. Y ahora, ¿quién entra en su habitación? De seguro ya estará dormida pues no salía esta noche con la señora Cattaneo. Si la despertamos será la de San Quintín, como dice Papá Justicia.

—¡Ve tú! —le rogó Berenice—. Te quiere más a ti. ¡Ve tú! A ti no te dirá nada.

Berenice decía la verdad, Victoria se había aficionado a Gabina, tanto que le había regalado un par de blusas de batista, que la negra lucía en los candombes los domingos, y un frasco con un resto de perfume de ládano, que la esclava atesoraba y que, a cuentagotas, usaba para las noches que dedicaba a su amante del Mondongo.

En tanto se adentraba en los interiores de la casa, Gabina pensaba que, por fortuna, ese mastín que parecía ternero se había quedado con miss Melody; si se topaba con el guardia de turno le diría la verdad; quizás el amo Roger la reprendiera —los esclavos tenían prohibido ingresar en la casa durante la noche—, y, aunque la perspectiva no le agradaba, tampoco deseaba faltar a un pedido de la señora condesa, que con tanta amabilidad la trataba, incluso con dulzura, jamás le levantaba la mano ni la voz y por demás contaban los regalos que le había entregado.

“Por suerte está despierta”, se dijo, ya que veía luz bajo la puerta. Llamó con suavidad; no le contestaron; llamó de nuevo; nada. Probó la puerta, estaba sin cerrojo; se animó a entreabrirla, y la vio: la señora condesa sufría un quebranto; cierto que, cada tanto, le daba por llorar porque el amo Roger no la admitía en su cama; sin embargo, ese ataque de llanto asustó a Gabina, parecía que su señora iba a ahogarse.

—¡Señora condesa! ¡Señora mía! —se precipitó la esclava sin dudar, y se acuclilló junto a la silla de Victoria—. ¡Por favor, cálmese! ¡Cálmese! Le hará daño.

—¡Oh, Gabina! —dijo Victoria entre espasmos—. Lo he perdido, lo he perdido. Y es para siempre, lo sé. Ama a esa chiquilla como un loco. Es un amor imposible de matar. ¡Lo he perdido! ¡Oh, Roger, amor mío!

A veces a Gabina y a Berenice les costaba entender el enrevesado castellano de la condesa; en ese momento, aunque hablaba entrecortadamente y con mala pronunciación, la esclava había entendido sin problemas. Se atrevió a tomarle las manos, y Victoria, como si se sujetase para no caer, se las apretó hasta hacerle doler.

—Gabina, ¿qué voy a hacer?

—Tratar de recuperarlo.

Victoria sacudió la cabeza.

—Es imposible. Lo he intentado todo.

—No todo, señora condesa. Aún podemos recurrir a una bruja. Ella le dará un filtro de amor para que el amo Roger vuelva a enamorarse de vuesa merced.

Victoria sonrió con condescendencia.

—No creo en esas cosas, Gabina.

—Ah, pero no importa si vuesa merced cree o no. Lo importante es que vaya a ver a una bruja muy, pero muy poderosa que hay en un paraje cercano y le compre un filtro para que lo beba el amo Roger.

Victoria dejó caer la cabeza, agobiada de dolor, de culpa, de tristeza. Había cometido tantos errores, estaba cansada de pagar por ellos; deseaba un poco de paz. “Debería ayudar a Roger a conseguir la nulidad de nuestro matrimonio y retirarme a vivir en la campiña. Seré una mujer rica, Roger me lo ha prometido. ¿Qué más puedo pedir?”. Negó con la cabeza, confundiendo a Gabina que seguía con atención el comportamiento de su ama. “Quiero más, quiero a Roger, no puedo controlar este deseo. ¿Sólo a Roger? Oh, no, claro que no. Quiero mi nombre asociado al de él, al de su padre, quiero el boato que lo rodea, la admiración que inspira. Quiero a Londres a mis pies. Quiero ser la mujer de Roger Blackraven, Victoria Blackraven, la futura duquesa de Guermeaux”.

—¿Dices que esa bruja es poderosa? —En tanto lo preguntaba, Victoria no daba crédito a sus propios oídos. Ella, una muchacha educada en la más estricta moral anglicana, que había pasado los últimos cuatro años entre monjas católicas, preguntaba por las facultades de una hechicera.

—¡Oh, sí! Mi amiga dice que es poderosísima. Días atrás liberó a una muchacha de la Reducción de los Quilmes de tres demonios.

—¿Vive lejos de aquí?

—No muy lejos, cerca del paraje de San José de Flores. En coche será apenas una hora, si no ha llovido.

—¿Cómo se llama esta bruja tan poderosa?

—Gálata.

—Bien. Iremos mañana a verla.

La desaparición de Braulio sumió a Bela en una depresión, en parte porque, al no regresar la noche en que se escabulló para acabar con miss Melody, resultaba claro que había fallado, también porque echaba de menos sus encuentros clandestinos entre la hierba, y sobre todo porque no sabía a quién recurriría para cumplir su plan. Se preguntaba de continuo qué suerte habría corrido el negro, y con Cunegunda especulaban por horas. “Es probable que lo hayan encarcelado”, se decía, aunque un día comenzó a pensar seriamente que el negro había muerto después de que, echándoselas de inocente, le preguntó a Enda dónde estaba Braulio.

—Está muerto —contestó la mujer.

—¡Oh, por Dios! ¿Cómo lo sabes?

—No lo sé, lo presiento —aclaró, mirándola con una fijeza que la obligó a desviar la cara.

Una tarde, Cunegunda llegó de una de sus escapadas a Buenos Aires y la alejó de la cabaña para darle una noticia.

—¡Ama Bela! En la ciudad todos hablan del ataque que miss Melody sufrió en la quinta de don Gervasio, la noche en que Braulio salió a cumplir su orden, ama Bela.

—¿Miss Melody ha muerto? —se esperanzó.

—¡No, qué va! El amo Roger estaba con ella esa noche, y la salvó.

Bela se quedó pasmada, muda, con los ojos muy abiertos. “Braulio está muerto”, se convenció, y la embargó un temor paralizante, como si se hubiese quedado sola en medio de un sitio solitario y tenebroso, con alimañas y fieras que la asediaban para comérsela.

—Hay quien dice que el asaltante huyó, aunque los más dicen que el amo Roger le dio muerte. Yo también creo como la señora Enda, que Braulio está muerto. ¿Qué le ocurre, ama Bela? —se inquietó, al verla señalar hacia el vacío—. ¿Qué sucede?

—Braulio —balbuceó, con el dedo extendido hacia el monte—. Braulio.

—Braulio de seguro está muerto, ama Bela.

—No, ahí, ahí está. ¿No lo ves?

Cunegunda dio un giro precipitado. A sus espaldas no había nadie, sólo el monte con su vegetación agreste y triste.

—Ahí no hay nadie, ama Bela.

—Braulio, ven.

—¡No, ama Bela! ¡Él no está ahí! —La obligó a bajar el brazo con el que seguía señalando el vacío—. Vamos, vamos a la casa.

En esa ocasión, hasta Cunegunda se sintió aliviada cuando su ama Bela olió el humo y dejó de pronunciar disparates. Al día siguiente, aunque con el resabio de la droga, Bela lucía más compuesta, “aunque demasiado callada y quieta”, caviló Cunegunda. La llevó al huerto y la obligó a sentarse sobre la tierra mientras ella se ocupaba de las hortalizas.

—Mire, ama Bela. Ahí se acerca un carruaje muy lujoso. Debe de ser de una señorona de la ciudad que viene por uno de los brebajes de la señora Enda.

Bela se hizo sombra con la mano y aguzó la vista, y enseguida se operó un cambio drástico en su semblante. Se puso de pie y avanzó unos pasos.

—¡Es el escudo de la casa de Guermeaux!

—¿Qué?

—¡Te digo que ese carruaje tiene el escudo de la casa de Guermeaux en la portezuela! ¡El escudo de Roger!

—¡Oh!

Victoria aguardó a que Ovidio desplegase los escalones para descender del coche seguida por Gabina.

—Victoria —susurró Bela.

—Y Gabina —acotó la esclava.

Ovidio se aproximó a la entrada y aplaudió.

—¡Alguien en casa! —exclamó.

Victoria levantó las cejas, asombrada. La mujer que compareció en el umbral desentonaba con la rusticidad del entorno. Era muy blanca, como traslúcida, de ojos verdes y saltones que miraban como penetrando en el interior de una persona.

—¿Señora Gálata? —La vio asentir con tranquilidad—. Me han hablado de usted, señora, me han dicho que es usted poderosa y que ayuda a la gente que lo necesita.

—¿Es vuestra merced inglesa?

—Pues… Sí.

—Hablemos en inglés, entonces. Yo soy inglesa también.

—Está bien —contestó Victoria, y estuvo a punto de mencionar que su acento asemejaba más bien al irlandés.

—Pase, por favor.

Victoria entró sola a indicación de Enda, y tomó asiento en la silla que la mujer le separó, la más cómoda y nueva del lugar. Enda, en cambio, permaneció de pie.

—Hable. ¿Para qué necesita mi poder?

Victoria, sin dar nombres ni especificar situaciones, le explicó su problema. Enda nunca la interrumpió ni comentó, la escuchó con gesto apacible que operó en el ánimo de Victoria como un narcótico. Terminó de hablar y se quedó laxa, como si, con las palabras, también se le hubiese escapado la fuerza. La bruja se alejó en dirección a un aparador con puertas de vidrio que desentonaba en ese recinto. Lo abrió con una llave que le colgaba del cuello.

—¿Trajo algún objeto de su esposo?

—Aquí tengo un mechón que le corté hace muchos años, cuando nos casamos. —Victoria sacó un pastillero de su escarcela y lo abrió—. ¿Servirá?

—Sí, será perfecto —aseguró, y tomó el rizo negro.

Sin mediar palabras, Enda apoyó una mano sobre el vientre de Victoria y cerró los ojos.

—Está con la regla —manifestó, sin dudar.

—¿Cómo lo supo? —La mujer no le contestó—. ¿Acaso tengo el vestido manchado? —Victoria se puso de pie y se miró.

—No, su vestido está bien.

—¿Cómo lo supo? —Otra vez silencio—. De hecho, estuve a punto de no venir. Debería estar guardando cama.

—¿Por qué? ¿Simplemente porque tiene la regla? Usted no está enferma, señora, sino cumpliendo con el ciclo de la Naturaleza. Hizo bien en venir hoy puesto que tendrá que ser esta noche.

Enda le extendió un paquete de tela.

—¿Qué tendrá que ser esta noche?

—El conjuro. Usted está con la regla y esta noche la luna alcanzará la posición que necesitamos. Será a las diez de la noche.

—¿Qué tengo que hacer?

—Preparar una infusión con el contenido de la bolsita y esta medida de agua —le entregó un pequeño cacharro—, agregarle una parte de su fluido menstrual y dárselo a beber.

—¡Qué! ¿Una parte de mi fluido menstrual?

—Para que su esposo vuelva a desearla, tendrá que hacer lo que le digo. Si no, ahí está la puerta.

—Está bien, está bien. —Victoria, medio embrollada, se llevó una mano a la frente; necesitaba concentrarse—. ¿Cuánto fluido… menstrual?

—Unas gotas estará bien.

—¿Puedo mezclarlo con una bebida? Mi esposo jamás bebería una tisana.

Enda asintió y recalcó que debía beberlo a las diez de la noche.

—¿Por qué a las diez de la noche?

—Ése será el momento en que haré la invocación.

—¿Y después?

—Sólo esperar. Si el conjuro da resultado, en pocos días su esposo volverá a su cama y abandonará a la otra mujer.

Blackraven había pasado la noche con Melody. Llegó tarde y la despertó para hacer el amor. Al día siguiente, Melody entreabrió los párpados con dificultad y se dio cuenta de que él ya se había marchado. Se dijo que no tenía motivos para sentir esa felicidad. Se había convertido en la amante de Blackraven, idea que la escandalizaba semanas atrás y a la que ahora se adaptaba con naturalidad. Las palabras de madame Odile habían probado su certeza: “Nadie, por muy virtuoso que sea, puede asegurar que nunca, en ningún momento de su vida, ni siquiera a causa de determinados albures, terminará aceptando lo que antes condenaba y le causaba repulsión”. “Hice todo lo que pude, Señor”, se justificó Melody, mientras caminaba hacia la acequia con Sansón a su lado, “pero lo amo más que a nada, más que a la salvación de mi propia alma y, lo que es peor aún, más que a la salvación del alma de Roger. ¡Oh, Dios mío, no puedo vivir sin él!”.

De regreso a la casa, divisó a Papá Justicia que entraba en la propiedad. A Sansón se le pararon los pelos del lomo y gruñó; Melody lo sujetó por el cuello.

—No seas bobo, Sansón. ¿Acaso no conoces a Papá Justicia? ¡Ey, Radama! Permite entrar a Papá Justicia.

—¡El capitán Black ha prohibido el ingreso de los esclavos, señora!

Se movía con lentitud, tenía los pies hinchados y le dolían las piernas, y su vientre había adquirido un tamaño que le hacía pensar en mellizos. Apuró el paso y llegó agitada como si hubiese corrido.

—Papá Justicia no es un esclavo —explicó, al alcanzar la entrada—. Permítele entrar.

—El capitán Black me mandará colgar si lo hago.

—Tu capitán Black no hará nada de eso. Vamos, anda, baja esa arma, estás inquietándome. Papá Justicia es nuestro amigo.

—Pero de seguro vive en esos barrios donde están los empestados de viruela.

Por fortuna, pensó Melody, Radama hablaba en inglés y Papá Justicia no entendía palabra. Le lanzó al guardia un vistazo poco amistoso y extendió la mano para tomar al quimboto por el brazo. Escuchó el soplido del malgache y un insulto mascullado.

—Ven, Papá, pasa. Vamos a la sala a tomar un refresco. ¿Qué es eso que traes en los brazos? ¡Oh! —se maravilló ante la vista de un bebé negro de semanas—. ¡Santo Dios! ¿Qué haces con este niño? ¿No le habías dicho a Roger que marcharías a Bella Esmeralda? ¿Qué haces todavía en la ciudad? Es peligroso.

—No pude emprender mi viaje porque me dediqué a cuidar a la madre de este pobre guachito. Murió anoche. Se la llevó la viruela.

—Lo siento. Pobre criatura.

Melody lo cargó en brazos, y emprendieron el camino hacia la casa.

—El niño es saludable —aclaró Papá Justicia—. Su madre lo cuidaba como a un tesoro y lo alimentaba muy bien con su leche. Pobre Rufina, pobre muchacha, estaba tan angustiada pensando en la suerte de su niño.

—¿Por qué andas tú con él, Papá? ¿No tiene familia?

—No. Y los dueños de su madre no lo quieren, temen que esté empestado como ella. De hecho, cuando contrajo la viruela la expulsaron de la casa. La pobre terminó viviendo conmigo sus últimos días.

—¡Dios mío!

—Te lo traigo a ti porque entre las esclavas de tu esposo siempre hay alguna que amamanta.

—No es mi esposo, Papá. Y sí, siempre hay quien amamanta entre sus esclavos. Está bien, puedes dejarlo. Yo me ocuparé. Lo primero que haré será pedir a Roger que hable con sus dueños para aclarar la situación. No quiero que me acusen nuevamente de robar esclavos.

—No, no, claro que no. Aunque con el amo Roger en Buenos Aires, no se atreverían.

—¿A quién pertenece este niño, Papá?

—A don Martín de Álzaga.

Melody se detuvo y miró al quimboto con expresión entre furiosa y desalentada.

—No estamos en buenos términos con ese señor.

—Lo sé, Melody, pero no sabía a quién recurrir. Nadie lo querrá, por el modo en que murió Rufina.

Melody asintió. Entraron en la casa. Miora y Trinaghanta se hallaban en la cocina.

—Papá Justicia nos ha traído un regalo —anunció desde la puerta—. Miren qué hermoso niño. Acaba de quedar huérfano. Su madre murió de viruela.

Miora se aproximó casi corriendo y apartó la mantita que lo cubría. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras lo contemplaba dormir. Melody y Trinaghanta intercambiaron una mirada de complicidad.

—Toma, Miora, hazte cargo de él.

—¿De veras, señora? ¿De veras puedo cuidarlo yo?

—Sí, quiero que lo cuides tú. Aunque deberás regresar a San José para que Palmira, que amamanta a Julián, amamante también a este angelito. ¿Cómo se llama, Papá?

—Precisamente —dijo el quimboto—, por haber nacido el 29 de septiembre, día de los tres Arcángeles, lo bautizaron con el nombre de Rafael, que significa medicina de Dios.

—¡Qué bello nombre! —se entusiasmó Miora.

—Alguien llamado “medicina de Dios” no podría acarrear la peste a nuestra casa, ¿verdad? —opinó Melody.

—Por supuesto que no —aseveró Miora—. ¡Qué bello es este angelito de Dios! ¡Gracias, Papá Justicia! Gracias por haberlo traído aquí. Lo cuidaré como si fuera mío, de mis propias entrañas.

Somar apareció en la cocina, atraído por las voces; tenía cara de dormido, acababa de despertarse después de la guardia de la noche anterior.

—¡Oh, Somar! —exclamó Miora al verlo, y Melody y Trinaghanta volvieron a cruzar miradas intencionadas. Miora jamás trataba al turco con familiaridad frente a terceros, menos aún lo llamaba por su nombre. Estaba eufórica, y su semblante resplandecía. Somar terminó de abrir los ojos y se inclinó sobre el niño.

—¡Mira qué hermoso es Rafael! Acaba de quedar huerfanito, pobre ángel. Papá Justicia se lo trajo a miss Melody y ella me ha encomendado que lo cuide.

Somar estudiaba el pequeño paquete con actitud recelosa mientras el cloqueo de Miora le llegaba como un sonido molesto y lejano. Rafael despertó, y el turco temió que se pusiese a chillar como gorrino, sonido que siempre lo había crispado. En el harén del sultán Mustafá IV, se cuidaba de acercarse a la recámara de los niños pequeños. Rafael, en cambio, le sonrió.

—¡Oh, Dios mío! —se azoró Miora—. Te ha sonreído, cariño. ¡Y siendo tan pequeño!

—Parece un niño listo —admitió Somar, y se inclinó aún más para estudiarle de cerca las facciones, muy bonitas, admitió; su nariz, sobre todo, le llamó la atención pues no era ancha sino pequeña y algo respingada. “No parece africano puro”, pensó, “debe de correr sangre blanca por sus venas”.

Rafael extendió su bracito y tocó el bigote de Somar, que rió y pasó un dedo grueso y áspero por la tersura del carrillo del bebé. Miora lloraba. La escena embargó a Melody de una dicha traducida en lágrimas y rápidos golpeteos de corazón.

—No tiene mucha ropa —dijo Papá Justicia, y le entregó a Melody un pequeño atado.

—¡No importa! —intervino Miora—. Ahora que estoy haciéndole tanta ropa al hijo del amo Roger, bien puedo hacerle algo para él. ¿Verdad, miss Melody?

—No seas impertinente —se quejó Somar por lo bajo.

—Por supuesto que puedes, Miora. Hemos comprado tantos géneros que mi hijo no tendrá tiempo de usar toda esa ropa. Dispone de unas varas para vestir a Rafael. Y te daré unos reales para que mandes comprar más de esa pieza de algodón tan suave para los pañales, pues de éstos sí debemos tener en cantidad.

—Yo le daré a Miora el dinero para comprar el género, miss Melody —manifestó Somar—, si a su merced no le molesta.

—No, claro que no.

Esa noche, Blackraven cenó en la quinta de don Gervasio. Melody lo recibió alborotada y le contó acerca de la llegada de Rafael en tanto lo conducía al dormitorio de Miora para enseñárselo.

—Isaura —se molestó Blackraven—, no has debido aceptarlo. Si su madre ha muerto de viruela, su hijo bien podría pasarte la peste.

—Oh, Roger, cariño, no lo rechaces. Pobre angelito. Ya ha sufrido demasiado en tan poco tiempo de vida. Además, míralo, luce tan sano y fuerte. No ha llorado en todo el día, y eso que no hemos podido darle otra cosa que agua con azúcar y un poco de leche de Goti a cucharadas. Pobre ángel, se le escurría la mayor parte por las comisuras.

—Isaura, ¿qué haré contigo?

—¿Amarme para toda la eternidad?

Blackraven la abrazó y hundió su rostro en el cabello suelto de Melody. Durante la cena, hablaron de la situación legal de Rafael. Melody había sospechado que Blackraven se enfurecería cuando se enterase de que el niño pertenecía a la servidumbre de la casa de Álzaga.

—Le daría una tunda a Justicia por meterme en este lío. Él sabe cómo están las cosas entre Álzaga y yo. Pero claro, ese negro artero conoce tu naturaleza y se aprovechó de ella, una vez más.

—No digas eso, mi amor. Rafael ha sido una bendición. Deberías haber visto la cara de Somar mientras lo contemplaba. Ya lo siente su hijo. —Blackraven frunció el entrecejo para disfrazar su sorpresa y beneplácito ante la noticia—. Sea lo que sea que hay entre Miora y él, algo es seguro: nunca tendrán hijos. Rafael ha llegado para ocupar ese lugar. Y Miora y Somar lo han aceptado de inmediato, del modo más natural. Si hubieses visto la felicidad en sus…

—¡Voto a Dios, Isaura! ¡Deberías formar parte del cuerpo diplomático europeo! Conseguirías que Bonaparte volviese a confinarse dentro de los límites de la Francia, pidiendo disculpas por las molestias ocasionadas.

Más tarde, antes de retirarse a descansar, Blackraven convocó a Somar a la sala. Cerró la puerta tras el turco. Le indicó que se sentase y le pasó un vaso con oporto. Disparó la pregunta sin ambages:

—¿Qué hay entre la esclava Miora y tú?

—Somos amantes.

—¿Amantes? —repitió—. ¿Amantes de veras?

—Si lo preguntas por mi condición de castrado, sí, amantes de veras.

—Pero, Somar… ¿Cómo es eso posible?

El turco sacudió los hombros.

—Todo es posible, Roger. Miora logró lo que ninguna mujer consiguió en años. No ocurre a menudo ni me resulta fácil alcanzar una erección, pero esa muchacha, cuando se lo propone, lo consigue.

—¿Cuáles son tus planes con ella?

—Para mí, Miora es mi mujer.

—¿Te gustaría casarte con ella?

Volvió a sacudir los hombros.

—No soy cristiano, ¿cómo podría? Pero sí, me gustaría formar una familia con ella y con ese niño que Justicia trajo hoy. Miora ya se siente su madre. Nunca la he visto tan feliz. —Blackraven suspiró—. Sé lo que estás pensando —expresó Somar—, que el niño pertenece a Álzaga. —Blackraven asintió, serio—. Justicia quiso devolvérselo luego de la muerte de su madre, y Álzaga lo rechazó por temor a que estuviese empestado.

—De igual modo —manifestó Blackraven—, ese niño le pertenece. Cuando se entere de que está bien y de que ninguna peste se lo ha llevado, lo querrá de nuevo. Podrá reclamarlo, legalmente es suyo.

—Mañana le pediré audiencia a Álzaga y le ofreceré comprarlo.

—¿Después de haberlo amenazado aquella noche poniéndole tu sable en la yugular? —se mofó Roger—. Dudo de que entre en tratos contigo. Además, no quiero que interfieras entre Álzaga y yo. Sabes que tengo asuntos pendientes con él.

—La compra del niño te pondría en desventaja.

—De algún modo tengo que terminar con este rol del comerciante que he montado para fastidiarlo. En cuanto a Miora, hablaré con Covarrubias y dispondré que inicie el papeleo para su manumisión.

—Te compraré su libertad.

—Y yo te partiré la crisma si vuelves a mencionarlo. —A pesar de sí, Somar rió—. Iba a concedérsela de todas maneras, se lo he prometido a Isaura. Le daré la libertad a Miora y a todos los esclavos que poseo.

—¡A todos!

—No mencionarás esto a nadie, Somar, ni siquiera a Miora, ya que se tratará de un proceso que llevará tiempo y no deseo que la negrada se impaciente, menos aún que los porteños conozcan mis planes.

—¿Liberarás también a los esclavos de La Isabella y a los de Párvati?

—No se te ocurra mencionarle esa idea a Isaura —dijo, y ambos echaron a reír.