Capítulo XIX

La paz que Melody había deseado pronto se convirtió en una ilusión. Horas más tarde de la partida de Blackraven, llegó Trinaghanta, y, si Melody y Miora supusieron que se mostraría ofendida o enojada porque habían partido sin ella, estaban equivocadas; en contra de su disposición natural, la cingalesa, encantada de servir de nuevo a su señora, hablaba y reía mientras sacaba del baúl los vestidos y efectos personales que Melody había dejado atrás. Melody la contemplaba mientras se acordaba de la mañana en el Retiro, después de la muerte de Jimmy, cuando la muchacha la convenció de que no vistiera luto para agradar a Roger.

Con Trinaghanta, venía Somar para encargarse de la primera guardia, lo que puso una sonrisa constante en el rostro de Miora. El primer altercado tuvo lugar a la mañana siguiente, cuando el esclavo de los Constanzó se presentó en la quinta de don Gervasio con el cubo de leche, y Somar intentó echarlo. Se armó una disputa en la cual el joven no entendía palabra de la extraña jerga con la cual se expresaba ese chiflado con un trapo en la cabeza. Melody salió a intervenir.

Con los días, el paisaje de la quinta terminó asemejándose a la parte trasera de la casa de San José, ya que la negrada de Buenos Aires, enterada del paradero del Ángel Negro, se presentaba en la quinta, no para pedirle favores sino para llevarle regalos y una palabra de consuelo en ese tiempo de tribulación.

—Donde está mi señora, hay una carretada de negros —se quejaba Somar, quien siempre había opinado que resultaba difícil velar por la seguridad de Melody si la abordaban tantas personas al mismo tiempo. En los últimos días se había añadido una nueva preocupación: Blackraven le habló del brote de viruela que azotaba al Tambor y al Mondongo y le ordenó que no permitiera que los esclavos tocasen a Melody.

Papá Justicia la visitaba a menudo, siempre con algún obsequio y noticias de la ciudad. Melody se daba cuenta de que el quimboto jamás le mencionaba el escándalo por la aparición de Victoria Trewartha ni la infinidad de habladurías que se tejían en torno a ella; le refería las novedades inofensivas y se comportaba como si la vida siguiese su curso normal. Los esfuerzos de Papá Justicia por preservarla de la malicia de la gente resultaban vanos ya que, con tanto esclavo visitándola, terminaba enterándose. Ella podría haber pedido que no le contaran, pero la verdad es que quería saber. Ansiaba conocer las actividades de Blackraven y también las de Victoria. Sabía que la sociedad la había recibido con los brazos abiertos, que las damas de buen ver la invitaban a menudo a sus casas y que doña Magdalena, la esposa de Álzaga, le había manifestado en un rudimentario francés: “Ya nos parecía que la verdadera condesa de Stoneville no podía ser esa joven tan poco refinada”, y así como a Melody la llamaban “la condesa burda” en lugar de la “condesa buena”, o simplemente “la concubina”, a Victoria comenzaron a apodarla “la condesa verdadera”.

Nada lastimó tanto a Melody como enterarse de que Victoria y Simonetta Cattaneo se habían convertido en grandes amigas. Los porteños no daban crédito a los cuentos de la viuda de Arenales, ya sabían que la pobre no había quedado bien desde la muerte de su esposo y de su único hijo, la prueba estaba en que dormía con siete gatos, hablaba con el espectro del viejo coronel Arenales y se alimentaba sólo de fruta; pero, en realidad, los porteños no daban crédito a los cuentos de la anciana desde que la señora Cattaneo aceptó de buen grado las muestras de interés de Eduardo Romero, un rico comerciante, viudo y de excelente porte. Simonetta participaba en las tertulias y bailes de los salones más refinados, y los anfitriones la lucían como si se tratase de una pieza de arte o de una exótica gema; tanto hombres como mujeres la esperaban con ansias; los primeros, para regodearse con tanta belleza y esperanzados de acompañarla en alguna pieza; las mujeres, para estudiar de cerca sus trajes y accesorios. La noche en que Simonetta se presentó en lo de Escalada con Victoria Blackraven cayó un silencio sobre los convidados. “Es como admirar El nacimiento de Venus por partida doble”, expresó Manuel Belgrano, quien días atrás había caído en la cuenta de que la señora Cattaneo llevaba el nombre de la modelo favorita de Sandro Botticelli.

—¿Cattaneo es el apellido de su esposo? —le había preguntado el secretario del Consulado.

—¡Oh, no! —contestó la mujer, sonriendo—. Apenas murió, volví a hacerme llamar por mi apellido de soltera.

Le perdonaban esas excentricidades que rayaban en el escándalo porque era hermosa, culta, muy agradable y porque, con el mundo a sus pies, quizás eligiese casarse con un miembro de esa sociedad —Eduardo Romero— y permanecer en esas tierras. Se trataba de un raro honor.

—¿Sabía su merced —insistió Belgrano— que lleva el nombre de la modelo que posó para Botticelli en El nacimiento de Venus? Por cierto, es vuestra merced dueña de su misma exquisita belleza.

—Lo sabía, doctor. La Simonetta Cattaneo, modelo de Botticelli y amante del hermano menor de Lorenzo de Médicis, Giuliano, es mi antepasada. Tenemos una tradición en mi familia: en memoria de aquella famosa Simonetta, las hijas mayores llevamos su nombre.

Melody se enteró de que la sociedad se entretenía polemizando acerca de quién era más bella y donosa, si Victoria o Simonetta. Las opiniones se encontraban divididas. Una tarde, Simonetta se presentó en la quinta de don Gervasio, y Melody la recibió con afecto. Al sentirse envuelta en su perfume de jazmines, narcisos y bergamotas, experimentó una grata sensación de familiaridad, como si nada hubiese cambiado y ella no hubiese debido abandonar la casa de San José, aunque Melody enseguida admitió que le confería un buen trato por orgullo y no por cariño, y que disimulaba con sonrisas y comentarios banales cuánto la hería que se hubiese relacionado con la esposa de Blackraven. Instigada por Miora, Melody concluyó que Simonetta la visitaba en calidad de espía de Victoria, por lo que ordenó a los guardias que, si la señora Cattaneo se presentaba de nuevo, le dijeran que ella no se encontraba. Se sentía extraña mintiendo, tendría que confesarse con el padre Mauro. No era ella misma.

Otro rumor que la inquietaba hasta robarle el sueño tenía a Blackraven por amante de la portuguesa Ágata de Ibar. Había oído ese nombre por primera vez de labios de Pilar Montes, que le había detallado las escandalosas actitudes que la baronesa desplegó en relación con Blackraven durante una cena. Se decía que el conde de Stoneville visitaba a menudo el hotel donde el matrimonio de Ibar se hospedaba, que había entablado una estrecha amistad con el barón y que a menudo lo invitaba a su propiedad en el Retiro o a recorrer las instalaciones de La Cruz del Sur. Hasta se cotilleaba que el barón no sólo conocía la relación amorosa que unía a su esposa con el conde sino que la alentaba dada su calidad de impotente. Aunque Melody intentaba convencerse de que la gente mentía, la duda parecía una carcoma que roía su confianza. “No dudes de él”, se instaba. “Lo hiciste tiempo atrás y te equivocaste. De todas maneras”, se desalentaba, “¿quién soy yo para exigirle fidelidad? Es Victoria la que ostenta ese derecho ahora”. A veces, angustiada hasta las lágrimas, se arrepentía de haberle ordenado que se mantuviera alejado de ella. El orgullo la prevenía de enviarle una nota para invitarlo a su cama.

Las visitas de Lupe y Pilarita constituían una gran alegría para Melody, ya que, al igual que Papá Justicia, optaban por preservarla de los dimes y diretes, y le hablaban de las obras del hospicio, próximas a acabar, de los libertos que vivían allí, entre andamios y menestrales, de la política del Río de la Plata, tan convulsionada por esos días, y de sus hijos. Este tema, en particular, interesaba a Melody, que les preguntaba acerca de la crianza de un bebé y sobre el parto; de pronto, se había llenado de miedos. Pilarita, que veía a Blackraven con frecuencia dados los negocios que lo unían a su esposo, solía contarle que lo encontraba demacrado y taciturno. A Melody no le gustaba saberlo triste, pero de algún modo ese estado de ánimo de Blackraven contradecía el chisme que lo ponía en la cama de la baronesa de Ibar, y se alegraba.

En esos días de tristeza y confusión, nada le proporcionaba tanto placer como las visitas de Amy y de los niños. El corazón le saltaba en el pecho cuando avistaba a los niños, a Sansón y a Arduino saltar a tierra del coche sin darle tiempo a Ovidio a desplegar la gradilla. Amy descendía a continuación, enfundada en su insólito traje de pantalones y chaqueta negros que ya le resultaba tan familiar. Melody abría los brazos, y Estevanico, Víctor y Angelita se abrazaban a su gruesa cintura, en tanto Sansón y Arduino daban brincos a su alrededor. Tomaban chocolate y saboreaban los bizcochos y tortas que Miora preparaba, y, con la boca llena, hablaban los tres al mismo tiempo para contarle las novedades. Jamás se habrían comportado de ese modo en la mesa de San José; esa quinta, alejada de la ciudad, de la mirada del señor Blackraven y de la disciplina de los maestros Perla y Jaime, donde miss Melody los consentía y les sonreía todo el tiempo, se había convertido en su lugar favorito, sin reglas ni deberes, pura diversión y libertad. Terminado el chocolate y como el clima era benévolo en esas primeras semanas de primavera, les permitían corretear entre los árboles frutales; también les gustaba armar barcos de papel y hacerlos navegar por la acequia. A solas, Amy y Melody se dedicaban a conversar, sobre todo de Victoria, por quien Amy no mostraba ninguna predilección, y, más allá de sospechar que la mitad de los comentarios era mentira dada la natural propensión de Amy a exagerar, a Melody le servían para ahuyentar sus fantasmas.

—¿Cómo está Víctor? —le preguntó en una ocasión.

—Ahora que sabe dónde te encuentras tú, bien —admitió Amy—. Tenía el ánimo por el piso cuando supo de tu desaparición. Temí que sufriera otro ataque.

—Pobre ángel mío —se lamentó Melody—. Pensé que, en cierta forma, este período de lejanía te serviría para acercarte a él, para confesarle que tú eres su madre.

Un ruido a vidrio roto las sobresaltó. Al darse vuelta en sus sillas, lanzaron una exclamación al descubrir a Víctor, pálido y lloroso, que las miraba con un mohín de súplica. A sus pies, se hallaban las trizas del plato con rosquillas que había entrado a buscar con sigilo para llevarlo al huerto.

—Oh, Dios mío —balbuceó Melody—. Ven, cariño, no llores.

Víctor dio media vuelta y salió corriendo. Amy lo siguió. Melody, muy pesada en su séptimo mes, caminó detrás. Desde el borde de la galería, se hizo sombra con la mano y vio a Amy sujetar a Víctor por la cintura y levantarlo en el aire. El niño luchó y gritó con frenesí hasta que Amy cayó de rodillas al suelo y consiguió domeñarlo. Ahí se quedaron un rato, Amy meciéndose como si lo acunara, y Víctor, llorando. Melody decidió no acercarse y permaneció en la galería rezando de modo mecánico el padrenuestro. Cada tanto se interrumpía y suplicaba: “Que no le dé un ataque”.

—¿Tanto te disgusta que sea tu madre? —le preguntó Amy pasado un momento.

—¡Sí! ¡La odio!

—¿Por qué?

—Porque sí.

—¿Entonces mentías cuando cada noche rezabas por mí y le pedías a Dios por mi bien? —Víctor, amorrado, no contestó; Amy lo sacudió un poco—. ¿Mentías, Víctor?

—No —dijo, con acento doliente—. Yo sí quería que mi madre estuviera bien.

—Dios escuchó tus oraciones. Estoy bien.

—No me importa.

—Entonces —dedujo Amy—, lo que no te agrada es haber descubierto que yo soy tu madre. ¿Te avergüenzas de mí? —Víctor negó con la cabeza—. ¿No te gusto como madre?

—Miss Melody es mi madre.

—No —replicó, con una firmeza que asustó al niño—. Tu madre, aunque te pese, soy yo. Tú eres mi hijo.

Víctor se movió en el regazo de Amy para mirarla de frente, y ella se lo permitió. A pesar de que sus latidos habían vuelto a un compás normal después de la corrida, se aceleraron de pronto ante la mirada del niño, imperiosa, inquisitiva, despiadada. Le parecía estar viendo a Galo Bandor. “Dios mío, es igual a él”.

—¿Por qué tardó tanto en venir por mí? ¿No me quiere porque me dan esos ataques? ¿Me odia?

—¡No! ¡Por Dios, no pienses eso! Tus ataques nada tienen que ver. No te odio. Te quiero, te quiero muchísimo.

—¿Más que a Arduino?

—Muchísimo más. Eres a quien más quiero en este mundo. Los ojos de Víctor se llenaron de lágrimas, y Amy sintió una punzada en la garganta y un escozor en la nariz.

—¿Por qué tardó tanto en venir por mí?

—Porque estaba asustada, porque no sabía cómo ser madre, porque temía que me quitases la libertad. —Amy se dio cuenta de que estaba hablándole con la crudeza que destinaba a sus marineros; no podía evitarlo, ella era así, torpe, dura y franca—. No pretendo que me entiendas, Víctor, sólo te pido que me perdones, porque estaba equivocada, y que me permitas ser tu madre.

Víctor se abalanzó al cuello de Amy y la abrazó con un ímpetu que desmentía su menuda y valetudinaria constitución. Los dos se echaron a llorar sin remilgos, al igual que Melody, que seguía la escena desde la galería.

—Sí me gusta que sea mi madre —sollozó Víctor con la cabeza apoyada en el pecho de Amy.

—No sabes qué feliz me hace saberlo, tesoro. —La quiero mucho, madre.

Amy no pudo contestar; lo estrechó hasta sentir las costillitas de Víctor en sus brazos. La embargaba una opulenta energía, no sabía dónde se originaba, jamás la había experimentado, una fuerza poderosa que la colmaba de una dicha exultante y, paradójicamente, también de serenidad. Desde pequeña había buscado ser amada, por su madre, que huyó con el palafrenero; por su padre, que, borracho, la golpeaba hasta hacerla sangrar; por Roger, su héroe; por sus marineros. Por Galo Bandor. La necesidad de afecto se había mantenido constante a lo largo de su vida. Esa sed acababa de extinguirse, sólo había bastado escuchar a Víctor pronunciar: “La quiero, madre”. Él la completaba, suplía sus falencias. Él era carne de su carne, lo único valioso y digno que poseía. Su hijo.

—Víctor, Víctor, adorado hijo mío —repetía, y lloraba. El niño se apartó un poco y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Amy se quitó el pañuelo negro de la cabeza y, en su primer acto de madre, le sonó los mocos. Conocía esa mirada, ya la había visto en otros ojos, sabía que anunciaban una pregunta que no querría contestar. “¿Me amas, Amy Bodrugan?”, la había inquirido Galo Bandor años atrás.

—¿Quién es mi padre?

—Un gran marinero, ¡un gran capitán! Muy valiente, excelente espadachín. Posee una hermosa nave con la cual surca los mares en busca de aventuras.

—¿Es tan valiente como el capitán Black? —Sí, sí, igual que el capitán Black.

La sonrisa de Víctor compensó el mal trago. Nunca resultaba fácil hablar de Bandor.

—¿Cómo se llama?

Amy dudó. “Basta de mentiras, Bodrugan. Tu hijo merece la verdad”.

—Se llama Galo Bandor.

—Galo Bandor. ¿Y me odia, por eso no viene por mí?

—No, tesoro, él no te odia. Sucede que no sabe que existes. Nunca se lo dije.

—¿Por qué?

—Pues, verás, los asuntos entre adultos no siempre son fáciles. Nosotros complicamos las cosas. Cuando supe que tú nacerías, tu padre y yo estábamos peleados, y decidí no revelarle la novedad.

—¿Y ahora, estáis peleados? —Amy asintió, y Víctor bajó el rostro.

—Te prometo que lo buscaremos y le diremos quién eres. Estoy segura de que se sentirá feliz al conocerte.

—¿De veras?

—Confía en mí, tesoro.

Caminaron de la mano hasta que Víctor divisó a Melody en la galería y se puso a correr.

—¡Miss Melody! ¡Miss Melody! ¡La señorita Bodrugan es mi madre!

Melody lo recibió en un abrazo.

—Sí, cariño, lo sé. ¡Qué maravillosa noticia! Dios escuchó nuestras oraciones.

—Y mi padre es un gran capitán, tan bueno como el capitán Black. Su nombre es Galo Bandor.

—¡Qué afortunado eres, Víctor!

—Él no sabe que soy su hijo —admitió, para nada abatido—, pero mi madre ha prometido que se lo dirá.

—Ésa es una sabia decisión de parte de tu madre.

—Iré a contárselo a Estevanico y Angelita.

Amy, con el pañuelo negro en la mano, los cabellos desgreñados y los ojos congestionados, se acercó a Melody llorando y riendo. Se abrazaron.

—Casi muero del miedo —le confesó Amy.

—Yo también.

Que Víctor por fin supiera quién era su madre y que hubiera aceptado con felicidad la noticia significó para Melody una alegría tan grande que consiguió apartarla por unos días de sus dudas y preocupaciones, hasta que llegó de visita madame Odile, y, al sermonearla durante una hora por haber echado de su cama al Emperador, logró que la pesadilla regresara.

—¿Deseas que otra más avispada te lo arrebate? ¿Qué clase de virtuosismo despliegas ahora cuando te acostaste con él no estando casada?

—Pero en ese entonces él era viudo. Ahora está casado.

Mon Dieu! —se exasperó Odile, y cayó en su lengua madre como le ocurría cuando perdía la paciencia—. Tu me dis qu’il est marié maintenant! Bien sur qu’il est marié. Avec toi, ma petite!

—Madame, no comprendo un pepino de lo que está diciéndome.

—Trato de decirte que por supuesto que el Emperador está casado. ¡Contigo!

—No, madame. Nuestro matrimonio es nulo, nunca existió.

—¿Qué dice el Emperador? ¿Que tú ya no eres su esposa? ¿A ver, responde?

—No, él dice lo que usted, que yo soy su esposa.

—¡Has visto que tengo razón! Gracias a Dios, alguien conserva la cordura en este desquicio. —Madame sorbió un trago de aloja y se tomó unos segundos para serenarse—. Melody, cariño mío, sabes que te quiero como a la hija que nunca tuve. Lo sabes, ¿verdad, cariño? —Melody asintió—. Confía en esta vieja que más sabe por vieja que por diablesa. Escríbele al Emperador y pídele que vuelva.

—¿Y mi reputación, madame?

A pesar de las noches de insomnio deseando que Blackraven le hiciera el amor —a veces el anhelo se tornaba tan intenso que se acariciaba entre las piernas hasta provocarse un orgasmo—, Melody recibía su compensación cuando los esclavos la visitaban con su letanía de chismes, y ninguno hablaba de que ella se hubiese convertido en la querida del conde de Stoneville. Podían llamarla “la condesa burda”, hasta “la concubina”, pero nadie le achacaría el mote de “la amante”. Madame no opinaba del mismo modo.

—¿Reputación? ¿Sabes lo que pienso de esa palabrita? Que no tiene nada que ver con la virtud, más bien con el orgullo y las pretensiones vanas. ¡Reputación! La única reputación que deberías cuidar es la de ser una mujer valiente y auténtica que sigue el camino que le indican sus sentimientos, y no atrincherarte tras esos valores idiotas que a lo único que te conducirán será a la infelicidad. ¿Crees que a esas señoras copetudas les importa tu felicidad? ¡Claro que no! Estarán regodeándose con tu desdicha, puesto que siempre han codiciado a tu hombre y envidiado tu suerte. Si te encaprichas en esta tesitura para complacer a ese hato de vacas malvadas, te volverás una amargada como ellas. ¡Ah, eso sí te advierto! No alientes ninguna esperanza de que el Emperador tome tu ejemplo. Él se buscará otra y seguirá su camino, que ya se habla de que una tal baronesa de Ibar lo sigue a sol y a sombra.

Cunegunda se había propuesto salvar el alma de Bela del fuego eterno como medio para ganarse el perdón del Señor por sus pecados del pasado. Y el Señor estaba ayudándola; la novedad que le comunicaría a su ama Bela la haría cambiar de parecer. Llegó agitada y la buscó dentro de la cabaña. La encontró en el camastro, muy descompuesta. Pensó: “Ha estado oliendo el humo otra vez”, y de pronto se acordó de que esa mala hierba no le provocaba vómitos ni náuseas.

—Ama Bela, ¿no estará su merced preñada, verdad?

—¡Ni lo menciones! Tú misma me preparas las lavativas de mostaza y vinagre que me hago luego de estar con Braulio.

—Ya le dije que algunas mujeres quedan preñadas sin importar la lavativa.

—¿De dónde vienes? Te necesitaba hace un momento.

—¡Ama Bela! —pareció recordar Cunegunda—. Su merced se caerá de espaldas cuando le cuente la noticia que le traigo.

—¿De dónde vienes?

—De la ciudad. —Bela alzó la vista, sorprendida—. No se enoje, ama Bela. He estado yendo a visitar a Gabina.

—Como que le hayas dicho donde nos escondemos, Cunegunda, te moleré a palos. Esa Gabina es una gran bocona.

—No, no, ama Bela. No le he dicho nada —mintió.

—¿Qué noticia me traes que alborotas como gallina clueca?

—¡La primera esposa del amo Roger está viva! —Bela se incorporó de súbito—. Sí, no está muerta como todos creíamos sino bien viva.

—¿Te refieres a Victoria? ¿A Victoria Trewartha?

—¡La misma! Gabina es quien la sirve en San José, y ella me lo contó.

—¿Quieres decir que Victoria Trewartha está en Buenos Aires? —Cunegunda asintió—. Victoria Trewartha en Buenos Aires. Santo Dios. Dímelo todo.

Cunegunda le relató lo que Gabina le había referido, y, sin pausa, agregó:

—Su merced ha sido vengada por el destino y no ha debido echar mano a ninguna artimaña para escarmentar a miss Melody. El destino se ha encargado de castigarla, y su merced sigue con el alma pura. ¡Su alma se salvará, ama Bela!

Bela no la escuchaba; sólo podía pensar que sus planes se habían trasegado. Miss Melody no era rival comparada con Victoria Trewartha. Recuperar a Blackraven con Victoria viva se le antojó una empresa sin futuro, ninguna mujer la habría vencido. “Tendrá que morir ella también”, decidió, y se puso de pie y asestó un puñetazo en la mesa.

—¡Mala Pascua les dé Dios a esas dos condenadas!

—¡Ama Bela! No maldiga, por favor, no lo haga. —Se persignó dos veces—. ¡Huyamos de aquí! Ya no queda nada por hacer. Miss Melody es desdichada, su merced ha sido vengada por la Justicia de Dios. Aprovechemos que la señora Enda no está y huyamos.

El día anterior, bien entrada la noche, un vecino de la Reducción de los Quilmes había llamado a la puerta de la cabaña y preguntado si allí vivía la señora Gálata. Estaba pálido, y en su semblante se traslucía la honda preocupación que lo abrumaba. Enda se aproximó, con su paso tranquilo y su gesto imperturbable, y le preguntó qué deseaba.

—Se trata de mi hija. Está poseída por un demonio ¡o varios! La tenemos atada, ya no sabemos qué hacer. Los médicos me han dicho que el mal que la aqueja excede a su conocimiento. Una vecina, doña Elena, nos habló de vuesa merced, de sus extraordinarios poderes. —Extendió una mano temblorosa y le ofreció varios escudos de oro; Enda los tomó y los contó—. Si viniese a mi casa conmigo en este momento y aliviase el alma atormentada de mi hija, le entregaría otra cantidad igual.

Enda partió hacia la Reducción de los Quilmes en la calesa del angustiado hombre; Braulio los escoltaba en la yegua. Todavía no habían regresado. Cunegunda estaba convencida de que el Señor había enviado a ese hombre para alejar a Enda y a Braulio de la cabaña, de modo que ella pudiese escapar con su ama Bela. Comenzó a armar un lío con sus pertenencias.

—¿Qué haces? —se enojó Bela.

—Junto nuestras cosas, amita, así huimos antes de que regresen esos demonios.

—¡Vete tú si quieres! Yo no me marcharé.

—¿Irme sola, sin su merced? ¡Jamás, ama Bela! Yo jamás me separaré de vuesa merced.

—Entonces no fastidies y quédate quieta. No me dejas pensar. —Después de un silencio, preguntó—: Así que miss Melody ocupa la quinta de Bustamante, la que colinda con la Convalecencia, ¿verdad?

Cunegunda cerró los ojos y echó la cabeza hacia delante.

Por haberse tratado de una estadía tan corta —apenas cuarenta y cinco días—, la influencia de los ingleses sobre la cultura porteña era, en opinión de Martín de Álzaga, excesiva e inaceptable.

—Ahora resulta —se quejó a su esposa, Magdalena— que los hombres, al saludarnos, debemos estrechar nuestras manos, y que, a las damas, debemos ofrecerles el brazo.

—No sólo eso, querido —agregó la mujer—. Está imponiéndose también cambiar los cubiertos con cada plato, que, por otra parte, deben servirse uno a uno. ¡Dónde se ha visto!

En cuanto a la situación política e institucional después de las invasiones, aún no se decidía a calificarla de favorable o de perjudicial. Por un lado, se habían quitado de encima a Sobremonte, que erraba por la Banda Oriental en total descrédito, pues tampoco lo admitían en Montevideo. Tras de sí, Sobremonte había dejado un terreno fértil para que cualquiera se hiciese con el poder. Por lo tanto, su mayor ambición, la de convertirse en virrey, se cumpliría pronto, aunque avizoraba algunos nubarrones en aquel espléndido horizonte, como la preponderancia de Liniers, a quien el populacho consideraba un héroe, y las ínfulas que habían ganado los del partido independentista, que se juntaban en la quinta de Rodríguez Peña o en la fábrica de jabón que acababan de abrir con Vieytes para confabular contra el rey.

La formación del ejército implicaba también un riesgo. Nadie negaba la necesidad de contar con una milicia hallándose a las puertas de una nueva invasión inglesa; lo que a Álzaga repugnaba era que, en su mayoría, los cuerpos se conformasen por criollos; se trataba de una situación harto peligrosa. A la apatía de los españoles para cumplir con las obligaciones militares se oponía un entusiasmo de los nativos en el que Álzaga olfateaba la idea de libertad. Los independentistas, en especial Pueyrredón, no perdían oportunidad para instilar la creencia de que la Corona Española los había abandonado y que debían armarse y defenderse. La ciudad se había convertido en un cuartel gigante, y hasta los niños de trece y catorce años aspiraban a ocupar un puesto en alguna compañía. Con fervor religioso, recibían instrucción de cinco a ocho de la mañana, y recién a esa hora, cuando los soldados volvían de sus maniobras, se abrían los negocios y las oficinas.

Más allá del entusiasmo, el ejército de Liniers carecía de disciplina, y la instrucción que recibían los soldados era deplorable ya que los oficiales de línea a cargo de ella, a excepción del coronel Balbiani, ignoraban el oficio de militar. Ese rejunte de campesinos, tenderos, estancieros, peones e indios no sería capaz de enfrentar a un ejército regular en un campo abierto; a Álzaga le parecía estar viéndolos en desbandada. A esa falla en los cimientos del ejército debía sumarse la carencia de armamento y municiones —si hasta se requisó el plomo de las casas para hacer balas—, de uniformes, de remuneraciones y de vituallas. Se destacaba la caballería de Pueyrredón, llamados húsares, que ostentaban los uniformes más elegantes y demostraban bastante disciplina. Se notaba que se trataba de un grupo de la clase acomodada, ya que se costeaban las armas, las municiones, la manutención de los caballos y el ropaje. Le había llegado el rumor de que Roger Blackraven había donado una generosa suma a Pueyrredón para la conformación de su milicia, lo cual lo inquietaba sobremanera. “Blackraven”, masculló, mientras se dirigía a su tienda.

El negocio no marchaba bien, y él, ocupado en las cuestiones políticas, lo había descuidado, lo admitía. En un principio no se alarmó y desestimó la tardanza de algunos minoristas porteños en presentar sus pedidos. “Ya lo harán”, le había dicho a su amanuense. Más preocupante le resultó que no llegaran los del interior, su mayor fuente de ingresos, de donde obtenía una ganancia inmejorable, más del ciento por ciento. El empleado de confianza enviado a Córdoba y a Catamarca había emprendido un oneroso viaje para traer malas noticias: los clientes no seguirían comprándole a Álzaga, y, cuando se les exigió que, en ese caso, finiquitaran el saldo adeudado, sin protestar, pusieron las monedas sobre el escritorio. Ese dinero había sido bienvenido, pero la pérdida de los clientes asestaba un duro golpe para la situación económica del negocio. De las indagaciones en el mercado local, Sixto Parera, que mantenía una deuda considerable con Álzaga, había soltado prenda: le compraba a otro proveedor que vendía a mejor precio y ofrecía condiciones de pago insuperables.

A Álzaga nunca le había molestado la competencia, ni siquiera la de su antiguo jefe, Gaspar de Santa Coloma, porque sabía que él ocupaba el puesto del comerciante más importante del virreinato, no sólo por la variedad y calidad de sus mercancías sino por la soberanía que ejercía sobre sus clientes, a quienes maniataba a fuerza de deudas. Grande fue su sorpresa cuando, para castigar a Parera, días más tarde le exigió que levantara el pagaré, y el anciano lo hizo sin chistar.

—¿De dónde ha sacado el dinero? —se enfureció Álzaga.

—Dice que se lo ha pedido a otro prestamista —informó su empleado—, que le cobra una tasa sensiblemente menor.

—¿A quién?

—No ha querido dar su nombre, señor.

Entró en su tienda de mal humor al recordar esos diálogos y situaciones. Apenas tomó asiento en su despacho, convocó a su amanuense.

—¿Alguna novedad?

—Lo aguarda un negro. Dice que trae un mensaje y que tiene órdenes de entregárselo sólo a su merced.

Álzaga se puso de pie con el corazón desbocado. “Ha llegado la hora”, se dijo, pensando en la amenaza que el esclavo Sabas le lanzó el día en que acordaron que le daría dinero por la información de la conjura. “Aunque si algo llegase a ocurrirme, lo que fuere, por ejemplo, desaparecer en el día que vengo a traerle la información, entonces habrá alguien que irá donde su esposa, doña Magdalena, y le contará acerca de sus visitas a la casa de esa señora. También le dirá lo parecido que es el niño Martín a usté, mercé”. Desde la muerte de Sabas —¡maldito sea el momento en que eligió para morirse!— vivía angustiado a la espera de que la amenaza se cumpliese. Se convertiría en su ruina moral y en la destrucción de su matrimonio. Lo expulsarían de la Tercera Orden de San Francisco y sus pares le darían vuelta la cara. Después dedujo que el socio de Sabas, compareciendo en la tienda en lugar de ir directamente con doña Magdalena, tenía intenciones de pedirle dinero. Justo en ese momento de poca liquidez. “¡Malditos sean sus ojos!”.

—Hazlo pasar.

Un mulato, más bien canijo, cruzó el umbral, con la vista baja y la boina entre las manos.

—¿Qué quieres?

—Que manda a decir mi ama, la señora de Escalada, que su merced le ha vendido toda la harina agorgojada. Que no quiere…

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Quién eres tú? ¿Quién es tu dueño?

—Soy Sempronio, don Martín, el cochero de doña Tomasa.

—¿Y vienes a qué?

—A cumplir un encargo de mi ama. Que ella dice que la harina está agorgojada.

Tan grande fue el alivio que Álzaga se echó a reír. Sempronio se atrevió a mirarlo en abierta confusión. Para acabar con el tema, mandó que subieran dos sacos de harina en la carreta de los Escalada y despidió al esclavo. De igual modo, se dijo, la amenaza aún pendía sobre su cabeza. ¿Y si lo de Sabas se había tratado de una bravata y, en realidad, nadie sabía de su acuerdo con Álzaga? Jamás podría estar seguro y, al menos por un tiempo, viviría penando.

De nuevo con mal genio, mandó pedir el libro caja. Desde hacía días, no tenía más que problemas, el último, quizás el más grave, era la demora de sus barcos, El Joaquín y el San Francisco de Paula, que ya deberían haber atracado en la Ensenada de Barragán. Para ahorrar una cuantiosa suma, le había indicado a su yerno y agente en Cádiz, José Requena, que no contratase un seguro para la carga ni para las naves, por lo que la sola idea de su pérdida le quitaba el sueño.

Entró el amanuense y le extendió el libro caja.

—¿Está al día?

—Sí, sí, señor. Señor, hoy día hay que pagar el almojarifazgo. —Hablaba del impuesto aduanero—. ¿Mando a José al Consulado con el dinero?

—¿Cuánto es?

—Ochenta pesos.

“¡Ochenta pesos!”. Había calculado que no ascendería a más de cuarenta puesto que contrabandeaba la mayor parte de su mercadería.

—Envía a José nomás. Lo último que me falta es tener problemas con Belgrano.

El documento a favor de su principal proveedor gaditano, la Casa Ustáriz, que pronto tendría que pagar, era otro motivo de insomnio. Todavía no había librado la letra de cambio que su yerno haría efectiva para saldar la deuda de once mil seiscientos pesos con Ustáriz. El tiempo apremiaba, y, por los números que arrojaba el libro caja, el dinero faltaba. No enviaría a sus empleados a desplumar a sus deudores exigiéndoles la cancelación de los pagarés más los intereses puesto que con eso, a más de no obtener un ochavo, se desacreditaría como prestamista, y resultaba imperioso preservar esa actividad si la de comerciante se desplomaba. Cierto que tenía unos ahorros apartados, pero, con una familia de trece vástagos, con varias hijas a las que dotar, prefería endeudarse a echar mano de ese dinero.

En Buenos Aires, el único que contaba con la suficiente liquidez para prestarle más de once mil pesos era Blackraven, uno de sus peores enemigos. A través de sus investigaciones, Álzaga se había enterado de que el inglés se hallaba detrás de la nueva red de distribución, la que le había arrebatado gran parte de la clientela porteña y la del interior, e incluso sospechaba que les había prestado el dinero a Parera y a los comerciantes de Córdoba y de Catamarca para que saldaran sus obligaciones con la Casa de Álzaga. La pregunta que lo inquietaba era: ¿por qué? Porque deseaba destruirlo, eso surgía con claridad; ahora bien, ¿destruirlo movido por una ambición económica —manejar todo el mercado del Río de la Plata— o por una cuestión personal?

Salvo la ocasión de la conjura contra los negreros, en que se presentó en la casa de la calle San José e increpó a su esposa, Álzaga no veía otra afrenta que Blackraven pudiese reclamarle. Su irrupción aquella mañana en el comedor mientras los Blackraven desayunaban, a su juicio, se justificaba en la gravedad del hecho; después de todo, su vida, la de Sarratea y la de Basavilbaso habían corrido peligro. Le resultaba improbable que Blackraven supiese que él había convencido a Sarratea de que denunciara a la condesa de Stoneville por robo de esclavos.

—Si no me los ha robado —explicó Sarratea en aquella ocasión—, yo los he botado fuera y ése, al que llaman Papá Justicia, los ha recogido y los ha llevado a la casa del Ángel Negro.

—¿Qué importa? —se exasperó Álzaga—. Si la encarcelamos se asustará y nos dirá dónde se esconde su hermano, el cabecilla de la conjura.

—¿No pensarás hacerla hablar bajo tormento, verdad? —se espantó Sarratea, que no olvidaba las torturas que su amigo Martín había ordenado en el 95.

—Claro que no. Las cuatro paredes de una celda hedionda la harán hablar.

Tampoco creía probable que Blackraven sospechase que él había instigado para que De Lezica y Sáenz le enviasen esa carta en la que le ordenaban abandonar el Virreinato del Río de la Plata dada su nacionalidad. La resolución de aquel suceso lo había pasmado y le había proporcionado una verdadera dimensión del poder y el alcance del noble inglés. Le pidió a De Lezica que le repitiera el contenido del documento que Blackraven había desplegado frente al oidor Lavardén, ese rubricado y sellado por el propio rey Carlos IV. ¿Quién era realmente Blackraven? Ahora, además de odiarlo, lo admiraba y le temía. Debía restablecer el trato amistoso, el que había caracterizado su relación hasta que la maldita conjura de Maguire echó todo a perder.

No sería fácil. Blackraven parecía dispuesto a destruirlo. No sólo se había negado a venderle cueros —si bien el pedido lo había realizado a través de Dalmiro Romero, los comerciantes sabían, incluso Diogo Coutinho, que era su testaferro—, sino que se hacía negar cuando lo visitaba en su casa. Aunque la situación tomaba un inquietante cariz, Álzaga todavía no desesperaba ya que contaba con un as en la manga: la absolución del cuñado de Blackraven, el joven Tomás Maguire, quien, para la ley, seguía prófugo.

—Ya no es su cuñado —le recordó Sarratea días atrás—. No olvides que la verdadera condesa apareció con vida.

Álzaga se limitó a sonreír con suficiencia. “La condesa verdadera, un cuerno”, pensó. Sin duda, Blackraven era un hombre de grandes recursos e influencia, no obstante, al igual que la mayoría de los mortales, tenía una debilidad: el Ángel Negro. Esposa legítima o concubina, esa muchacha se había convertido en la única persona con poder para influenciar en el ánimo de un enemigo tan soberbio.

A veces su madre lo fastidiaba tomando partido por Victoria; otras, lo hacía reír, como esa mañana en que, mientras desayunaban con Malagrida —Victoria lo hacía mucho más tarde y en la cama—, Isabella les relataba sus desventuras en la corte de Carlos IV, su medio hermano.

—Es imposible, querido Alejandro, que tu tía María Luisa —Isabella hablaba de María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV—, con lo fea que es, sea la amante de nadie, menos de Godoy, que es dieciséis años menor que ella y se cree hermoso como Narciso. Bueno, en honor a la verdad, es bastante bien parecido —admitió.

—Madre, no puedes negar cierto favoritismo por parte de la reina.

—¡Por supuesto que no lo niego, hijo! Pero te aseguro que no son amantes, por mucho que esa arpía de mi cuñada lo desee. El comportamiento de María Luisa es abominable. Durante mi estadía en Madrid, me cansé de escuchar coplillas y de leer panfletos que se referían a su relación amorosa. ¿Cómo queda mi pobre hermano en todo este asunto? ¡“Cornudo satisfecho” lo llaman! Está ganándose el descrédito a los ojos del pueblo. Los españoles se preguntarán: ¿cómo puede gobernarnos un hombre que no maneja a su mujer? Mi padre debe de estar revolcándose en la tumba al ver la deshonra que ha caído sobre nuestra casa.

—Su hermano Carlos —intervino Malagrida— es un buen hombre, pero carece del talento por el cual su padre es recordado. No tiene carácter ni visión de estadista.

—Eso no justifica que su mujer lo humille y que su hijo lo traicione, porque debes saber, Alejandro, que tu primo Fernando —se refería al príncipe de Asturias— desea acabar con todos, con Carlos, con María Luisa y con Godoy. Eso, más que una familia, parece un campo de batalla. Y yo culpo a María Luisa, ella ha ocasionado este desquicio mostrando un favoritismo exacerbado por Godoy.

—¿Por eso habéis peleado? —preguntó Blackraven.

—Por supuesto. Y, como puedes suponer, nuestras posturas son irreconciliables.

Más allá de las ocasionales sonrisas que su madre le arrancaba, Blackraven mantenía un talante nostálgico. Hablaba poco, comía poco, bebía mucho y dormía mal. Su aspecto desmejoraba con el paso de los días. Se mantenía ocupado como único recurso para no pensar en Melody. Sabía por Somar y por Amy que su esposa se encontraba bien, aunque, al igual que él, bastante triste. A veces se rebelaba contra la decisión de mantenerse distanciados, la juzgaba no sólo insensata sino cruel. No sabía hasta cuándo cumpliría su promesa. El deseo de abrazarla en ocasiones se tornaba insoportable.

Si Melody no hubiese estado a punto de parir, él ya habría dispuesto el regreso a Londres, por varias razones, sobre todo por la inminencia de un nuevo ataque inglés. Existía otra poderosa razón para emprender el viaje a Londres: gestionar la anulación del matrimonio con Victoria. En este sentido, después de la conversación que había sostenido ese día con el padre Mauro, la posibilidad de decretar la nulidad del sacramento matrimonial ya no se le presentaba como un fabuloso escollo.

—La indisolubilidad del matrimonio —había explicado el franciscano— es una enseñanza que nos viene directamente de Cristo. —Y le leyó el versículo del Evangelio de Mateo—: “Por tanto, yo les digo que el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de infidelidad, y se casa con otra, es adúltero, y el que se casa con la divorciada es adúltero también”. Por esta razón, la Iglesia defiende con tanto ahínco el sacramento del matrimonio. Sin embargo, admite que existen situaciones en las que el sacramento, por faltar algunos de sus elementos fundamentales, nunca existió, más allá de que el rito haya tenido lugar. Por eso se habla de nulidad del acto sacramental. Si hablamos, en cambio, de anulación del matrimonio, admitimos que el acto sacramental existió pero que, durante la vida del matrimonio, sucedieron cosas que podrían ocasionar su revocación, como por ejemplo que no se haya consumado.

—¿Cuáles son los elementos para la nulidad?

—Eso lo determina el tribunal de la Iglesia después de una minuciosa investigación de las razones presentadas por la parte actora, que, en este caso, serías tú. Entre las razones que pueden motivar la nulidad de un matrimonio están la existencia de un impedimento que no se puede dispensar, por ejemplo, el matrimonio entre hermanos, la presencia de una intención contraria al matrimonio en el momento de la boda o el uso de la fuerza o el engaño para llevar a uno o a los dos cónyuges al matrimonio.

—Cristo dice —volvió a citar Blackraven— “fuera del caso de infidelidad”. Mi esposa, a Victoria me refiero, me fue infiel.

—¿Puedes demostrarlo?

—Quizá.

—Ella podría colaborar contigo admitiendo su culpabilidad. De todas maneras —retomó el padre Mauro—, en el caso de infidelidad estaríamos hablando de un defecto no del acto sino de la vida del acto. Tendrías que concentrarte en la nulidad, en decretar que el sacramento fue nulo por vicios existentes en el momento de celebrarse. Sería más fácil de conseguir de ese modo.

—Yo no la amaba. Me casé con ella por despecho, por venganza, porque Victoria pertenecía a la clase que siempre me había marginado por ser bastardo. Y ella, estoy seguro, se casó conmigo para solucionar una complicada situación económica que habría conducido a su padre a prisión por deudas.

—Entonces, estaríamos ante el segundo elemento que te mencioné, esto es, la presencia de una intención contraria al matrimonio en el momento de celebrarse el rito. La Iglesia, cuando los novios comparecen para casarse, asume que son libres para hacerlo y que es el amor el que los conduce al altar. Si consiguieras que tu esposa refrendase esto que me comentas, sería mucho más fácil.

—Como le dije al principio, padre, mi matrimonio con Victoria se llevó a cabo por el rito anglicano.

—Pero tú eres católico.

—Soy las dos cosas —admitió Blackraven, y sonrió ante el desagrado del sacerdote—. Cuando nací mi madre me bautizó por el rito católico. Cuando era un niño, mi padre me tomó bajo su tutela y marché a vivir a la Inglaterra, donde practiqué el anglicanismo. Victoria es anglicana, y por eso nos casamos por ese rito.

—Esta situación ambigua en cuanto a tu religiosidad podría ser de ayuda para el proceso de nulidad. De igual modo, Roger, todo lo que he estado comentándote es lo que la Iglesia católica haría en caso de un pedido de nulidad. Desconozco los procedimientos de la Iglesia anglicana. Aunque, si tenemos en cuenta que la Iglesia de la Inglaterra nació como consecuencia de un divorcio, el de Enrique VIII y Catalina de Aragón, todo indica que sus exigencias para la nulidad deberían ser más lenitivas que las nuestras.

A pesar de que, gracias a los comentarios del padre Mauro, Blackraven había llegado a su casa de buen humor, al hablar con Victoria y plantearle la situación, su ánimo se tornó negro.

—Jamás, ¿me entiendes? Jamás admitiré que te fui infiel frente a un tribunal eclesiástico.

—No me será difícil demostrarlo. Aún conservo la carta que me dejaste en el risco junto a tu ropa.

—Tendrás que hacerlo, tendrás que demostrarlo. De mí no saldrá una palabra en ese sentido. Y tampoco diré, ni bajo tormento, que me casé contigo porque las deudas acuciaban a mi padre. Me casé contigo porque te amaba. Y seguiré casada contigo porque sigo amándote.

—Si me ayudas en la tramitación de la nulidad, te daré tanto dinero que no te alcanzarán los años para gastarlo. En cambio, si tengo que enfrentar el proceso contigo en mi contra, lograré la nulidad, tarde o temprano, pero de mí no obtendrás un penique.

—Si te encuentras tan seguro de que conseguirás la nulidad conmigo en tu contra y sin desembolsar un penique para sobornarme, ¿por qué te muestras tan interesado en que colabore contigo?

—Porque tu colaboración podría significar un ahorro sustancial de tiempo.

—Te apremia conseguir la nulidad, ¿verdad? Que me he enterado de que esa chiquilla de belleza vulgar y gorda te ha echado de su cama mientras yo sea tu legítima esposa. Algo debo reconocerle: es virtuosa. O muy artera, aún no lo determino.

—¡Cállate! No eres digna ni de mencionarla.

Victoria recogió el ruedo de su vestido y abandonó el despacho. Poco después, Blackraven escuchó las ruedas de un coche que se detenía frente a la casa de San José. Descorrió la cortina y vio a Simonetta Cattaneo abrir la portezuela desde dentro y ayudar a Victoria a ascender. Salían todas las noches, se habían convertido en la atracción de tertulias y bailes.

—Me preocupa la vida desordenada que está llevando Victoria —le había comentado Isabella días atrás—. El doctor Fabre recomendó para sus dañados pulmones mucho descanso y buena alimentación. No cumple ni lo uno ni lo otro.

Blackraven dejó caer la cortina con un suspiro y volvió a su butaca, mojó la péñola en el tintero y comenzó a escribir la contestación a la carta de Beresford recibida ese mediodía. Cuatro días atrás, el sábado 11 de octubre, Blackraven había concurrido a almorzar a lo de Casamayor para despedirse de Beresford ya que, en pocas horas, lo trasladarían al interior junto con sus oficiales y la soldadesca, de acuerdo con lo dispuesto por las autoridades durante una sesión en el Cabildo el mes anterior.

—Te agradezco —le había dicho Beresford— que hayas conseguido ese certificado médico que le permitió al coronel Lane permanecer en Buenos Aires. —Blackraven asintió—. También te agradezco tu amistad y tus consejos desinteresados. Este asunto ha sido muy desdichado.

—¿Qué crees que ocurrirá con vosotros?

Beresford se sacudió de hombros.

—Tú lo dijiste tiempo atrás: mientras Popham siga vigilando el río y penda la amenaza de una nueva invasión, nuestra estadía en este bendito suelo se extenderá.

—Escríbeme apenas llegues a destino —le había pedido Roger—, hazme saber si necesitas algo, lo que sea. Iremos viendo cómo se desenvuelve esta situación. —Se estrecharon las manos—. Todavía sigue firme la propuesta que te hice tiempo atrás. —Blackraven hablaba de urdir un plan de fuga—. Si te decides, mándame una nota pidiéndome… —Miró en torno hasta que sus ojos dieron con una fuente de frutas—. Pidiéndome naranjas.

Beresford rió.

—De acuerdo. Gracias, Roger.

Cerca de las cuatro de la tarde de ese mismo sábado 11 de octubre, Beresford y su gente abandonaron Buenos Aires, y si bien la tropa siguió camino hacia Córdoba y Catamarca, a Beresford y a otros oficiales se les ordenó permanecer en la villa del Luján. Apenas instalado, el militar inglés no perdió tiempo y envió con un propio una carta a Blackraven comunicándole el lugar de su estadía.

Roger firmó la contestación para Beresford, sacudió la salvadera sobre la tinta fresca y luego la carta para quitarle la arenilla que enjugaba lo escrito. Derritió lacre y selló el sobre. La entrega se la encomendaría a O’Maley; sabía que Álzaga interceptaba la correspondencia que se intercambiaba con los oficiales ingleses prisioneros en el Cabildo de la villa del Luján. Por fortuna, según le explicaba Beresford en su misiva, los días en Luján transcurrían apaciblemente; gozaban de comodidades y de una amplia libertad, les permitían recorrer la ciudad y los alrededores, y recibir visitas; incluso, los habían autorizado a asistir a una tertulia.

Blackraven se llevó la mano a la pechera de su chaleco para consultar la hora, pero no halló la cadena de leontina. Se levantó con un insulto para buscar el reloj, quizá lo había guardado en la levita. Palpó el bolsillo externo; ahí estaba. Junto con el reloj, extrajo un pedazo de papel marquilla.

—¿Qué es esto?

Excelencia, mañana estaré esperándolo en el atrio de la iglesia de la Merced a las tres de la tarde. Sé que está solo y que necesita el afecto de una mujer. No exijo nada, no pido nada, tan sólo unas horas en su inestimable compañía.

Suya.

A.

—Mujer del demonio —masculló, y acercó la nota al pabilo, y, mientras la veía consumirse, se lamentaba de que un hombre tan agradable como el barón de Ibar se hubiese unido a una esposa tan inconveniente.

“¿En qué momento puso este papel en mi levita?”, se preguntó, y repasó las dos horas en compañía del barón en el vestíbulo del hospedaje “Los Tres Reyes”. Afortunadamente, la baronesa había salido. ¿O acaso se hallaba en la habitación contigua? “Ha sido la esclava”, concluyó, “al alcanzarme la chaqueta”. Ahora que lo meditaba con atención, resultaba poco creíble que la baronesa hubiese salido sola y dejado a su escolta en el hotel. Por cierto, la muchacha —Joana la había llamado el barón— lucía nerviosa y le temblaba la mano cuando le extendió la levita; tenía una herida en el labio, como si le hubiesen propinado un trompazo o se hubiese caído de bruces; Blackraven sospechaba que se trataba de lo primero.

Blackraven apreciaba la compañía de João Nivaldo de Ibar, un hombre de vasta cultura, un declarado fisiócrata, gran conocedor de las técnicas de agricultura, en especial de las referidas a las oleaginosas, aunque su conocimiento abarcaba una enorme cantidad de especies vegetales, sus plagas, sus ventajas y debilidades. En el Retiro y con el clima templado de octubre, habían visitado los olivares, las plantaciones de lino, de cáñamo, de trigo, de maíz, y el sector de árboles frutales. Blackraven le enseñó el molino donde el lino y las aceitunas se convertían en aceite, las obras de ampliación del lagar, la tahona y su producción de harinas, y le expuso su proyecto de convertir el cáñamo en fibras textiles. La expresión usualmente discreta y reflexiva de Ibar cobraba vida y se iluminaba con cada descubrimiento. Visitaron a Martín Joseph de Altolaguirre, vecino de Blackraven, otro fisiócrata que había adoptado ideas revolucionarias en materia agrícola en su propiedad, con quien Ibar congenió al punto de volverse un asiduo visitante de su casa en el Retiro.

El barón opinaba, hacía sugerencias, proponía modificaciones, y Blackraven tomaba nota mental, pues sus aportes le resultaban muy sensatos. Lo mismo ocurrió cuando lo invitó a recorrer la curtiduría junto con el naturalista Tadeo Haenke, gran amigo de Ibar, y el barón le sugirió una nueva técnica de curtido que prescindía de los taninos y usaba unos componentes a base de hidrargirio.

João Nivaldo de Ibar no sólo era un hombre culto y desprendido con su conocimiento, sino que su talante, tranquilo y prudente, propiciaba largas conversaciones, de cualquier temática, en las cuales su mirada serena invitaba a la confesión. Dada su naturaleza recelosa y sus años como espía, Blackraven rara vez cometía el error de caer en una indiscreción, aunque admitía que, con el barón de Ibar, en un par de ocasiones se había visto tentado de revelarle sus problemas personales. Debía de ser un excelente amigo.

“Es una lástima”, se dijo, “que su gusto en materia de mujeres deje mucho que desear”. Así como juzgaba al barón una excelente compañía, la de la baronesa le resultaba intolerable. Su asedio se había vuelto descarado, y ni siquiera se cuidaba de que su esposo no oyese cuando lo halagaba o no viese cuando intentaba tocarlo. El barón se limitaba a sonreír, a sacudir la cabeza y a mirar a Blackraven con el gesto de quien pide paciencia ante las ocurrencias de una niña veleidosa. A veces se comportaban como padre e hija, o como hermanos; en realidad, existía un vínculo tan estrecho entre ellos como extraño y chocante. Con pesar, Blackraven decidió que se alejaría del barón para no caer en las artimañas de su esposa. Quería evitar las habladurías, no debían llegar a oídos de Isaura. Esa nota de la baronesa de Ibar había acentuado su mal humor.

Bebió el resto del whisky de un trago y se dirigió a su dormitorio, al que le costaba regresar cada noche. Se sentía especialmente deprimido, no sólo a causa de la discusión con Victoria y de la decisión de enfriar su amistad con Ibar sino por la información que O’Maley le había proporcionado esa tarde: Constanzó alquilaba una quinta a pocas varas de la de don Gervasio. Su espía, que se había encargado de investigar al médico madrileño meses atrás, recién ese día había vinculado la zona donde se ubicaba su residencia con la de Melody. El anuncio había significado un duro golpe para Blackraven.

No quería descubrir el retrato a medio terminar, se sentía un tonto haciéndolo; sin embargo, lo hizo. Resolvió que al día siguiente lo enviaría a la quinta de don Gervasio y le pediría a Gayoso que lo terminara. No pasó sus dedos por los lineamientos de Melody; se limitó a mirarla con fijeza mientras sentía cómo la rabia lo embargaba en tanto decidía que su mujer y su hijo no seguirían viviendo sin él; la paciencia le había durado dos semanas, demasiado, ya no soportaba la separación, él no tenía por qué sufrir esa ordalía, no se correspondía con su índole despótica; le importaba un carajo lo que se dijera, él sólo pensaba en Isaura y en él. Estaba cansado, harto, de mal humor, un poco ebrio y deprimido.

—¡Mierda!

Caminó a grandes zancadas hacia las caballerizas al tiempo que se ponía el levitón de cuero y se calzaba los guantes. Un gesto de fiera determinación le tornaba oscuro el semblante. Ensilló a Black Jack y se lanzó hacia el sur, hacia la zona de la Convalecencia. Se trataba de una noche magnífica, de luna llena, sin nubes, aire fresco y perfumado por la tierra húmeda de sereno. Fustigó a su caballo sin importarle que esa temeridad pudiese costarle la vida. Se detuvo frente a la propiedad, en el camino de realengo, y entró caminando, guiando a Black Jack por las riendas.

—¿Quién vive? —gritó Shackle, en un castellano de mala pronunciación, y Blackraven distinguió la silueta de su marinero, recortada en la tenue luminosidad de la noche, incorporarse con rapidez y levantar el mosquete.

El rey hizo destruir el quemadero de Ben-Hinnon —pronunció.

—¡Capitán Black! —se alegró Shackle al reconocer la contraseña y la voz.

—¿Todo bien por acá? —se interesó Roger, y palmeó el hombro del marinero.

—Sí, capitán, todo marcha bien. Hace rato que se apagaron las luces en la casa.

Abrió la puerta principal con la copia de la llave que le había dado Somar. Apenas conocía la casa, así que se adentró chocando con los muebles.

—¡Soy yo! —dijo entre dientes, al escuchar los gañidos de Sansón y al percatarse de la sigilosa presencia de Somar en el corredor.

—¿Ha ocurrido algo?

—Nada —lo tranquilizó Blackraven, mientras palmeaba la cabeza del terranova—. ¿Cómo estás, amigo? Conque me has abandonado por una mujer, ¿no es verdad?

Desde la última visita de Amy, tres días atrás, Sansón habitaba en la quinta de don Gervasio. Llegada la hora de partir, se metió bajo la cama de Melody y ni las lisonjas ni las amenazas ni los chillidos de Arduino sirvieron para convencerlo de salir.

—Está bien —se enojó Amy—, quédate si quieres, pero no te lamentes cuando aparezca Blackraven y te saque a puntapiés en el culo.

Somar se aproximó para estudiar el semblante de Roger; aun en la oscuridad se apreciaban su cansancio y desaseo.

—¿Te has portado bien? ¿Has cuidado de mi chica? —Sansón le lamió la mano—. ¿Dónde duerme Isaura? —se dirigió al turco.

—Allí. —Le indicó la última puerta.

—Vuelve a descansar. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Somar, y se retiró a su dormitorio, llevándose al perro.

Melody dormía ovillada sobre su vientre, en actitud protectora, con las piernas encogidas. Blackraven la contempló mientras se aflojaba la lazada del cuello. Dormía con placidez, el semblante relajado y las inspiraciones silenciosas. Tampoco apartó la vista de ella en tanto se deshacía del resto de sus ropas. Desnudo, se deslizó bajo la sábana, sin tocarla, y se sostuvo la cabeza con la mano para seguir mirándola. No importaba si le impedía hacerle el amor, se conformaba con que le permitiera dormir abrazado a ella. Isaura era su refugio, su roca.

Le daba pena despertarla, pero como su deseo lo volvía egoísta, introdujo una mano bajo el camisón de Melody hasta dar con el abultado vientre, donde se demoró en lánguidas caricias. La muchacha inspiró y dio un giro, quedando de espaldas a Roger, que pegó su cuerpo al de ella. Desde atrás, le acarició los pechos a través de la delgada muselina del camisón y, con la punta de los dedos, le rozó los pezones, que enseguida respondieron. Melody se agitó y gimió de placer.

—Roger —pronunció dormida, y Blackraven sonrió con masculina satisfacción.

—Sí, soy yo.

—Roger. —Comenzó a despertar—. Oh, Roger. ¿Eres en verdad tú?

—Sí, mi amor, aquí estoy. ¿Soy bienvenido?

—Sí, sí, cariño. Sí.

Melody volvió la cara, sin levantar los párpados, y enseguida sintió los labios de Blackraven sobre los suyos. El beso se intensificó cuando Melody echó el brazo hacia atrás y tanteó hasta cerrar el puño en torno al miembro de él. Lo masajeó con movimientos lentos. Roger profirió gemidos en su boca, en tanto, con manos desmadradas, le aflojaba la cinta en la jareta de los bombachos y se los quitaba casi con violencia.

Melody se arqueó y llevó la cabeza hacia atrás hasta acomodarla en el hueco que formaban el cuello y el hombro de Roger. Él olía a sudor, a whisky y a restos de la loción de algalia, una combinación punzante y masculina que la excitaba. Le habría gustado llevar el frangipani, pero hacía tiempo que no lo usaba, desde la partida de Blackraven a la Banda Oriental por el negocio de la calera.

—Isaura —suplicó él, con voz cavernosa.

—Entra dentro de mí, por favor.

Blackraven la obligó a abrirse colocando la pierna izquierda de ella sobre su cadera, echándola un poco hacia atrás. No la penetró enseguida, siguió excitándola con la mano y susurrándole palabras en la nuca. Le fascinaba escucharla rogar entre jadeos, se trataba del sonido más erótico que Isaura producía, más erótico que sus gritos cuando la acometía el orgasmo; esos “Roger, por favor, no aguanto más”, “Roger, por favor, te quiero dentro de mí” lo enardecían como nada.

Aunque había esperado con ansiosa expectativa que Blackraven se hundiera en ella, cuando lo hizo, la tomó por sorpresa. Sus enérgicos embistes la lastimaban al tiempo que la excitaban. Blackraven gemía y le levantaba la pierna izquierda como si nunca consiguiese que ella se abriera lo suficiente para penetrarla cuanto quería. En un acto reflejo, Melody llevó un brazo hacia atrás para tomarse de los cabellos de Roger, mientras con la otra mano se asía al barrote de la cabecera; al cabo percibió que una mano de Blackraven se cerraba sobre la de ella en el mismo barrote; la otra ya no vagaba por su cuerpo sino que le sujetaba el vientre. La pasión se había desatado, y ella había sabido que el reencuentro sería así, exigente y brusco, con algo de enojo y de venganza. Al alcanzar el punto culminante de placer, Melody ladeó la cabeza sobre la almohada para amortiguar sus gritos, no porque temiese despertar a los habitantes de la casa sino porque deseaba escuchar la voz enronquecida de Blackraven gemir su nombre de modo entrecortado, medio ahogado, remarcando cada sílaba con una embestida.

Permanecieron en esa posición largo rato, él dentro de ella, con la pierna izquierda de Melody echada sobre su cadera, los dedos de ella enredados en el cabello de él y las manos de ambos sujetas al barrote de la cabecera. El torso de Roger chocaba con la espalda de Melody al ritmo de una desacompasada respiración; parecía que habían corrido leguas.

—Si no te tomaba esta noche, me habría colgado —bromeó Blackraven—. Me hacía falta la suavidad de tus piernas, tus rizos entre mis dedos —y los entreveró en el vello pubiano de Melody—, y mi carne en tu carne.

—Deseaba tanto que me hicieras el amor. Extrañaba sentirte dentro de mí. ¡Cuánta falta me has hecho!

—Si tanto me deseabas, ¿por qué no mandaste por mí? Sabías que habría dejado todo por venir.

—Por orgullo. No mandé por ti por orgullo.

—Orgullo irlandés, tu único defecto.

—Ya no más orgullo irlandés —aseguró Melody, y se dio vuelta para enfrentarlo—. No me importa si soy tu esposa o tu ramera. Sólo quiero ser tuya.

—Isaura —suspiró Blackraven, con ojos cerrados, y se quedó dormido.

Despertó sin sobresaltos y enseguida supo que alguien se movía en la habitación. Melody dormía a su lado. La sombra pasó a los pies de la cama, sigilosa como un gato, alterando por un segundo la tenue luz de luna que entraba por la contraventana. Blackraven movió con lentitud la mano hacia la mesa de noche donde había colocado su daga. En el instante en que su puño sujetaba el mango de marfil, la figura se materializó a su lado y le descargó una puñalada en el pecho. Blackraven giró sobre sí hacia el costado donde dormía Melody y la cubrió con su cuerpo. El atacante intentó con un nuevo mandoble que descargó sobre la almohada de plumas. Melody, a gritos, preguntaba qué ocurría.

—¡Métete bajo la cama! —ordenó Blackraven—. ¡Ahora mismo!

El atacante parecía haberse orientado y rodeaba la cama hacia el lado de Melody, como si ella fuese su objetivo, pero Blackraven saltó por el sector de los pies y se le echó encima. Cayeron los dos al piso, de costado, y el atacante se montó con agilidad sobre Roger, que quedó abrumado bajo su peso. “¡Carajo!”, se quejó. “Si yo peso doscientas cuarenta libras, ¿cuánto pesa este hijo de puta?”. Las prendas de bayeta le rasparon el torso desnudo, y un olor a clase baja, una inconfundible mezcla de humo y ginebra barata, le inundó las fosas nasales. Recibió la impresión de haber vivido ese momento, y, al concluir que, dada la calidad del cuchillo del asaltante, de su vestimenta y de su olor, debía de tratarse de un esclavo o de un campesino, tuvo un presentimiento. Se concentró en los oscuros lineamientos que se abatían sobre él. “Es el mismo negro que me atacó a la salida de lo de Casamayor”.

Bajo la cama, Melody llamaba a gritos a Somar y a Shackle y pedía auxilio. Pronto oyó los ladridos de Sansón, que rascaba la puerta, y los golpes que le propinaba Somar. “¿Por qué no entra?”, se enfureció Melody. “¿Qué espera Somar para entrar?”, y enseguida cayó en la cuenta de que Blackraven la había cerrado con traba. La puerta se sacudía con los embates del turco, sin ceder. “No logrará derribarla”, pensó Melody, ya que se trataba de una puerta de quebracho, con herrajes de hierro forjado. Decidió abandonar su refugio para quitar la falleba.

Blackraven tomó una profunda inspiración al sentir que el peso se retiraba de su tórax. El asaltante pasó por encima de él en dirección a la puerta donde Blackraven escuchó que Melody forcejeaba con el cerrojo. “Ha venido por ella”, dedujo, y, sin moverse, extendió el brazo por encima de su cabeza y atrapó el grueso tobillo del negro que cayó de bruces. Blackraven giró sobre sí y se arrastró. La primera puñalada se la asestó en la parte trasera del muslo, justo debajo de la nalga. El negro gritó y se contorsionó. Blackraven se deslizó unos palmos y descargó su daga por segunda vez, a la altura del riñón. No seguiría apuñalándolo, lo quería con vida para interrogarlo.

Somar y Sansón se precipitaron dentro. El perro se abalanzó sobre Blackraven y, entre ladridos, le olfateó la nuca. Somar, pasmado en medio de la estancia, movía la cabeza hacia uno y otro lado intentando comprender lo que había acontecido en esa habitación. Descubrió a Melody acurrucada en el piso, junto a la puerta, que lloraba y tiritaba, y, a pocos pasos, distinguió dos cuerpos, ambos tumbados boca abajo. Miora levantó una palmatoria y Somar de inmediato identificó a Blackraven.

—¡Por Alá todopoderoso! ¡Roger! —Se acuclilló a su lado y apartó a Sansón con un manotazo—. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —dijo, y se incorporó—. Estoy bien. Pásame mis pantalones.

Se los colocó rápidamente, sentado en el piso, y caminó a gatas hasta Melody. La muchacha se ovilló en el pecho de Blackraven, que se cerró sobre ella como un escudo. Melody lloraba convulsivamente, mientras Roger le besaba la cabeza y la apretaba contra su cuerpo, cada vez más estremecido a medida que la realidad colaba en su mente.

—Ya todo ha pasado, cariño. Estás a salvo. Tranquila, mi amor. —Se levantó con Melody en brazos, aferrada a su cuello—. Trinaghanta, condúceme a tu habitación. Miora, ve a preparar una infusión para tu señora. Somar —dijo, y con un ademán de cabeza le indicó que se encargase del negro.

Blackraven colocó a Melody sobre la cama de la cingalesa y se recostó a su lado, angustiado porque ella no cesaba de llorar ni de temblar; percibía la tensión en su cuerpo y, sobre todo, en su vientre. Le costó pronunciar:

—Miora, que Somar vaya por el doctor Constanzó. Vive cerca de aquí, ¿verdad?

—Sí, amo Roger.

—Roger —balbuceó Melody—, ¿quién era ese hombre que ha querido matarnos?

—No ha querido matarnos, mi amor. Era un simple ratero. Se ha metido a robar y yo, al sorprenderlo, no le dejé otra salida que pelear.

—¿Acaso Shackle no está de guardia?

—Quizá se durmió —dijo Blackraven, que lo creía improbable.

No volvieron a hablar. Permanecieron en silencio, abrazados, hasta que llamaron a la puerta y Blackraven abrió para dar paso a Constanzó. Se echó encima una camisa al tiempo que le detallaba al médico los pormenores.

—Un ratero se metió en la recámara y nos dio un susto de muerte. Mi esposa —dijo, con intención— está muy impresionada. Me preocupa en su estado.

Constanzó se aproximó a Melody. Le tomó las pulsaciones y le palpó el vientre.

—Voy a sangrarla —dijo— para bajar la presión arterial.

Blackraven se recostó junto a Melody y le tomó la mano con firmeza, en tanto Constanzó efectuaba la sangría en el otro brazo, asistido por Trinaghanta.

—¿Estará bien nuestro bebé, Roger? Me angustié tanto, tenía tanto miedo, quizá le haya hecho daño.

—No hables —la instó Blackraven, muy conmovido—. Al niño nada le pasará. Es fuerte como un buey.

—Como su padre —dijo Melody, y sonrió entre lágrimas.

—Sí, cariño, como yo.

Trinaghanta se alejó con la jofaina llena de sangre, y Constanzó vendó la sajadura.

—Ahora trate de dormir —le indicó a Melody— y de guardar cama por dos días. Nada de sobresaltos, nada de esfuerzos. Poca sal en las comidas y mucho líquido. Debe alimentarse bien, leche, queso, carne, para recuperar fuerzas. Aquí le dejo una botellita con un tónico que le abrirá el apetito.

—Gracias, doctor —contestó Melody—. Gracias por venir.

—Buenas noches, señorita Melody —dijo Constanzó, y Blackraven se contuvo para no agarrarlo a golpes; ese “señorita Melody” era una afrenta personal.

—Te dejaré con Miora un momento, cariño, mientras acompaño al doctor a la puerta. Por aquí —dijo, e indicó la salida.

Somar apareció en el corredor.

—Roger, será mejor que el doctor Constanzó le eche un vistazo a Shackle. El asaltante le dio tremendo mamporro en la cabeza y no cesa de sangrar.

—De eso se hará cargo Trinaghanta.

—No, no —intervino Constanzó—. Yo me ocuparé.

Encontraron a Shackle más compungido por haber permitido que el asaltante entrase en la casa que por la hemorragia que le bañaba la espalda.

—Discúlpeme, capitán Black —dijo, mientras el médico lo suturaba—. Confundí al muy mal parido con su excelencia. En la oscuridad, no me di cuenta de que era un extraño pues era tan corpulento como su señoría. Debió de quitarme las llaves después de dejarme sin sentido.

—Está bien, Shackle —dijo Blackraven con frialdad, y, más allá de que a juicio de Constanzó, el inglés desestimaba el yerro, Somar y Shackle sabían que no era así, sobre todo cuando podría haberle costado la vida a su mujer encinta. Tomaría una medida, posiblemente enviaría a Shackle a El Cangrejal a limpiar las cubiertas inferiores del Sonzogno con vinagre o a rasquetear la tiñuela, y convocaría a otro de su confianza; Somar apostaba por Radama. Para Shackle sería un duro golpe.

—¿Qué ha sido del asaltante? —se interesó el médico.

—Logró huir —contestó Blackraven, y agregó de inmediato—: Somar, acompáñame fuera un momento mientras el doctor Constanzó termina su trabajo.

Entraron en la pequeña sala y cerraron la puerta. Somar ya había encendido un candelabro. El asaltante se hallaba en el piso, inconsciente, sobre un charco de sangre; su palidez no daba esperanzas de poder llevar adelante el interrogatorio. Blackraven se acuclilló y puso dos dedos sobre el cuello del negro, a la altura de la yugular.

—Está muerto.

—¡Mierda! —masculló el turco—. Ahora jamás podremos saber si era un simple ladrón o alguien enviado a propósito.

—De algo estoy seguro, no era un simple ladrón. Este negro es el mismo que me atacó tiempo atrás a la salida de lo de Casamayor. Lo que más me desconcierta es que en esta oportunidad no vino por mí sino por Isaura.

—¡Por Alá! ¿Quería matar a miss Melody?

—Entró en la recámara creyéndola sola, y se sorprendió cuando me encontró en su cama. Intentó llegar a ella dos veces.

—Primero intentó matarte a ti —razonó Somar—, frente a lo de Casamayor. Y esta noche quiso acabar con mi señora. ¿Por qué tendría interés en liquidaros a vosotros dos? ¿Actúa por su cuenta o alguien lo envía?

—Sólo me viene a la mente un nombre: Enda Feelham.

—O doña Bela. No olvides que anda suelta. —Luego de una reflexión, el turco siguió conjeturando—: O bien podría tratarse de algún esclavo despechado, alguno a quien el Ángel Negro no le haya concedido un favor. ¡Y no olvidemos a Galo Bandor! Su venganza contra ti sería perfecta si pudiese acabar con lo que más te importa, tu mujer. Quizá, cuando mandó a este negro a atacarte a la salida de lo de Casamayor, desconocía la existencia de miss Melody. Más tarde se enteró y cambió de parecer: en lugar de matarte a ti, la mataría a ella. —Blackraven meneó la cabeza con aire incrédulo—. ¿Y qué hay de ese sicario, La Cobra? —insistió el turco.

—¿Para qué querría matar a Isaura? Según Adriano, lo contrataron para liquidar al Escorpión Negro. ¿Qué interés tendría en ella?

—Podría quererla como celada para atraparte a ti. —Somar sacudió la mano en el aire—. Olvídalo, es una especulación vana.

—No, no —dijo Blackraven—. Lo que dices no carece de sentido. Yo mismo he pensado que, si llegase a asociarse la identidad del Escorpión Negro conmigo, Isaura correría un gran peligro.

—¿Crees que este negro sea La Cobra?

—No, no lo creo. De igual modo, jamás estaremos seguros. Antes de que entierres el cuerpo en algún baldío, ve a buscar a Papá Justicia. Quizás él lo reconozca y pueda decirnos algo.

Constanzó se negó a recibir dinero por su trabajo.

—¿Por qué no habría de cobrarme, doctor? —preguntó Blackraven, de mal modo—. ¿Qué es lo que le impide hacerlo?

—Nada, por supuesto —se apresuró a aclarar el médico—. Es un gesto de cortesía.

—¿Cortesía? ¿Por qué? Mi esposa es un paciente como cualquier otro, y supongo que su merced no trabaja ad honorem, ¿verdad?

—No, por supuesto que no.

—Entonces, no comprendo por qué se niega. Lo he mandado importunar en medio de la noche, y no sólo ha debido asistir a mi esposa sino a uno de mis hombres. De ninguna manera aceptaré que abandone esta casa sin su debida retribución. O me dice cuánto le debo o pondré en su mano lo que crea justo.

Constanzó, con un gesto entre incómodo y molesto, le indicó la suma de tres pesos. Blackraven le pagó y se inclinó para despedirlo.

—Somar lo escoltará hasta su casa, doctor. Adiós.