Don Gervasio Bustamante instaló a Melody y a Miora en la quinta próxima al hospital de los “barbones” conocido como la Convalecencia, que le había arrendado a Petronio, muerto poco tiempo atrás. Miora se ocupaba de mantener el montículo bajo el cual yacía el liberto limpio de malezas, y Melody colocaba a diario un ramo de flores silvestres en la cruz de madera que su vecino, Francisco Álvarez, había construido y embellecido con un tallado.
Miora sostenía que Francisco Álvarez rondaría los setenta años, a pesar de que su estado físico lo desmintiera pues se levantaba al alba y trabajaba en el huerto y en los árboles frutales el día entero, de modo incansable. Era un hombre solícito, de trato gentil y muy generoso; las visitaba a menudo con un obsequio: manzanas, limones, naranjas, legumbres, conservas o dulces que él mismo elaboraba, o pan amasado y horneado por él. En un principio, Melody dudó de aceptar la amistad que el anciano le ofrecía porque deseaba permanecer en el anonimato, aunque pronto sucumbió a su bondad. Le gustaba de don Francisco que fuera prudente y discreto; ni una vez le había preguntado acerca de su vida, ni siquiera había mencionado su estado. La tranquilizaba saber que, a corta distancia, vivía un hombre de buen jaez a quien acudir.
También podía acudir al doctor Egidio Constanzó y a su hermana puesto que arrendaban un solar a corta distancia de la quinta de don Gervasio. Habían pasado sólo dos días desde la llegada a su nuevo hogar cuando Melody avistó, desde la galería, que una calesa se detenía en el camino. Lo reconoció por el modo de caminar y de quitarse el sombrero de ala ancha y colocárselo bajo el brazo.
—Buenos días, señora condesa.
—Buenos días, doctor Constanzó. —No se animó a pedirle que la llamara señorita Maguire—. Es una sorpresa encontrarlo por estos parajes.
—Yo vivo muy cerca, en aquella dirección. Desde aquí se ven los techos de mi casa. —Señaló hacia el sur, y Melody siguió con la vista adonde el médico apuntaba—. Fue una gran alegría cuando Ingracia me dijo que la había visto junto a su esclava.
—Es una alegría saber que contamos con amigos en este sitio algo desolado.
Constanzó la miró a los ojos con esa intensidad que la incomodaba, y Melody bajó la vista.
—Por supuesto que contáis con nosotros. Siempre, a cualquier hora y en cualquier circunstancia.
—Gracias, doctor.
Sobrevino un silencio en el que Melody presagió que el médico mencionaría el escándalo que, de seguro, ya se habría desatado.
—No voy a mentirle, Melody. —El cambio en el apelativo la hizo levantar el rostro—. Conozco su situación.
—Supongo que es la hablilla del momento.
—Sí, lo es.
—No me diga nada, por favor, doctor. No quiero saber. Necesito un poco de paz.
—La entiendo. Tiene mi palabra de que ni mi hermana ni yo jamás lo mencionaremos. No deseo inquietarla. Más bien, quiero que esté tranquila y a gusto.
—Deme también su palabra de que no le dirá a mi espo… al señor Blackraven dónde me encuentro.
—Tiene mi palabra.
—Gracias.
Como cada mañana, después de desayunar, Melody elegía pasear entre los árboles frutales, bien embozada en su mantilla de merino. Petronio había realizado un excelente trabajo, y la quinta había medrado de modo considerable bajo su tutela. Abundaban los naranjos, los limoneros, las higueras, los manzanos, los durazneros, los membrilleros, los perales y los nogales, y en el huerto, las legumbres, las coles, las cebollas, las plantas de lechuga, las arvejas, los zapallos y las habas; en el verano tendrían melones y sandías. Los gallineros y la porqueriza se encontraban vacíos ya que don Gervasio se había llevado los animales a la noticia de la muerte del liberto, por lo que Melody le pidió a don Francisco que le vendiera algunas aves de corral. El hombre le llevó cuatro gallinas y un gallo, y le explicó que las blancas eran excelentes ponedoras, en tanto la gallina y el gallo de color marrón la proveerían de buena carne. No quiso hablar de recibir ningún pago a cambio.
Nada les faltaba, ni siquiera leche, ya que Goti comía buena pastura y, por tanto, daba buena y en cantidad; además, la señorita Ingracia, la hermana de Constanzó, les enviaba cada mañana, con un esclavo, un cubo de leche vacuna recién ordeñada; con el sobrante, Miora preparaba manteca con una receta irlandesa.
Melody llegó al linde de la propiedad marcada por una acequia. Le gustaba cerrar los ojos y escuchar el sonsonete del agua. A veces, en ese punto de la caminata, le daba por llorar. Diez días atrás había creído que la felicidad volvía a formar parte de su vida, cuando la pérdida de Jimmy no dolía tanto gracias al amor de su esposo, y la llegada de su hijo la colmaba de ilusión. En ese momento, no sabía qué sería de ella. Echaba lauto de menos a Roger que el sentimiento a veces se transformaba en una puntada en el pecho; debía recostarse y tomar cortas inspiraciones para aliviar el dolor.
Aunque no quería pensar en Victoria, rara vez en el día la quitaba de su mente. Se la imaginaba presidiendo la mesa, dando órdenes en la cocina, modificando la decoración, cambiando los muebles de sitio; sobre todo se la imaginaba durmiendo con Roger; ese pensamiento la angustiaba hasta las lágrimas. Miora insistía en que el amo Roger no la aceptaría de nuevo, pero Melody no estaba tan segura.
No tenía paz. Si no pensaba en Roger, pensaba en Victoria, en los niños, o en las obras del hospicio o en los esclavos a quienes les había prometido ayuda para después desaparecer. “A Víctor le hará bien compartir un tiempo con su madre y lejos de mí”, se justificaba, aunque temía que su ausencia le trajera más pesadillas y ataques que alegrías. No había tenido tiempo de hablar con Roger acerca del romance entre el teniente Lane y María Virtudes ni de la intención de don Diogo de desposar a Marcelina. Elisea y Servando tampoco abandonaban sus pensamientos, y se preguntaba si llevarían a cabo el plan de Amy, aun sin la papeleta de la manumisión. Y esto la llevaba a otro tema: la promesa de Blackraven de liberar a los esclavos a su regreso de la Banda Oriental. Melody sabía que, en esas circunstancias, la propuesta quedaría en agua de borrasca.
Una pregunta que la atormentaba era: “¿Cómo habrá reaccionado Roger al volver a ver a Victoria?”.
—No me preocupa tanto cómo ha reaccionado el amo Roger al ver de nuevo a su primera esposa —decía Miora— sino al enterarse de que su merced se ha marchado. Debió de armar tremendo jaleo. Y mi pobre Somar debió de llevar la peor parte, que de seguro lo culpó de nuestra fuga, por no estar ojo avizor.
Secretamente, a Melody la complacía esta respuesta, aunque se cuidaba de gestar vanas ilusiones. Victoria era la esposa de Blackraven, y ella, nada. De igual modo, se preguntaba qué ilusiones pretendía gestar, ¿convertirse en la querida de Roger? La idea de ocupar un puesto tan denigrante la llenaba de espanto, y de pronto se acordaba de los preceptos, los valores y los principios que Lastenia, su madre, le había inculcado desde niña. Por otro lado, también se acordaba de las palabras que madame Odile solía repetir: “Nadie, por muy virtuoso que sea, puede asegurar que nunca, en ningún momento de su vida, ni siquiera a causa de determinados albures, terminará aceptando lo que antes condenaba y le causaba repulsión”.
“He hecho bien en marcharme”, se repetía, y a veces llegaba a creérselo porque aquel sitio, alejado de la ciudad, le concedía momentos de paz, con sus aromas silvestres, su aire límpido y el trinar de las aves que formaba parte del silencio que tanto la complacía.
El 29 de septiembre, el día de los tres Arcángeles, Malagrida partió a caballo a visitar a su hermano jesuita Vespaciano Clavius. Ansiaba la paz que se respiraba en su hogar, alejado del bullicio y de los olores de la ciudad, de los chismes y la maledicencia, de las caras largas y del malhumor. Necesitaba escapar del ambiente de la casa de San José. El carácter habitualmente proceloso de Blackraven se había convertido en un genio de los mil demonios; sólo se dedicaba a buscar a miss Melody, y descuidaba sus negocios y otras actividades; Isabella, que mediaba entre su hijo y Victoria, tenía los nervios a flor de piel; Victoria, por su parte, lloraba, se peleaba con Amy o se quejaba, en especial de la servidumbre, que insistía en el amotinamiento y no la servía, y, aunque había acudido a su esposo para que pusiera en su sitio “a ese enjambre de negros”, Blackraven había agitado los hombros antes de manifestar:
—Si no te sientes a gusto en esta casa, toma el primer barco que zarpe para Londres y vete.
—Sabes que mi salud es muy precaria. No resistiría otro viaje.
—Has resistido el que te trajo hasta aquí. No veo por qué no resistirías el de regreso. No luces tan mal semblante. —Lo cual era mentira, Blackraven la veía muy delgada y desmejorada, con ojeras oscuras.
—Despreocúpate, Victoria —había intervenido Amy—, nada malo te sucederá si decides emprender ese viaje. En estas tierras aprendí un refrán muy sabio, a ver si puedo traducírtelo: “Yerba mala nunca muere”. —Lo que había desatado otra discusión.
De igual modo, Blackraven ordenó a Somar que seleccionara dos esclavas que no estuvieran tan encariñadas con Melody, por lo que Berenice del Retiro y Gabina de la casa de la calle Santiago llegaron al día siguiente para atender a la nueva patrona, y esto, si bien solucionó un problema —Gabina y Berenice parecían encantadas con su nueva ocupación—, creó otro, puesto que las esclavas de San José peleaban a menudo con las “traidoras”, como apodaban a las nuevas, y Somar o alguno de los hombres de Blackraven se veía obligado a intervenir en las grescas.
A medida que su caballo abandonaba las calles de la ciudad y se adentraba en la zona de quintas y tambos, Malagrida se olvidaba de los problemas, y cuestiones agradables ocupaban su lugar. “Isabella”, musitó. No pronunció su nombre de modo consciente; se deslizó entre sus labios en tanto las facciones de la mujer se esbozaban en su mente. El tiempo no transcurría para ella, seguía hechizándolo como la tarde en que la conoció en la oficina del rector Barère, cuando la escuchó defender a gritos su derecho de ver a Roger. Sonrió al evocar aquel episodio, y terminó por reprocharse el contento y el orgullo que estaba experimentando; no tenía derecho a esos sentimientos, en primer lugar, porque en San José se vivía una situación tensa y dolorosa; además, porque alentaba vanas ilusiones con riesgo a salir lastimado; pero sobre todo porque él era un cura y, en el remoto caso de que Isabella lo aceptara, jamás podría ofrecerle una situación digna. Blackraven no lo consentiría. Suspiró, como resignado a esa alegría de zagal que explotaba en su pecho y que lo avergonzaba. Es que no podía evitarla si Isabella di Bravante se hallaba cerca y su perfume de violetas lo provocaba.
Avistó la propiedad de su amigo Vespaciano cerca del mediodía y, aunque no lo divisó entre sus árboles frutales, supo que se encontraba en casa ya que el humo salía por la chimenea de la cocina. Estaría preparando otro de sus dulces o conservas que después vendería a los minoristas de la Recova. Lo había sorprendido: Vespaciano era un excelente cocinero. De pronto sintió hambre y lo complació la idea de comer algún manjar de su amigo.
Vespaciano lo recibió con el delantal puesto y, en la mano, una cuchara de madera con mermelada pegoteada.
—He llegado en buen momento —comentó Malagrida a modo de saludo.
—Pasa, pasa. ¿Lo dices por esto? —y señaló la paila de cobre donde hervían los melocotones.
—Excelente aroma.
—Estoy probando una nueva receta. Ya veremos qué resulta.
—Puedo convertirme en un excelente juez de mermeladas.
—Ya está casi lista. Te pondré un poco en un plato para que se enfríe. Aunque no alientes esperanzas de que te regale un frasco. ¿Deseas una taza de café? Mira, toma uno de estos panecillos. Los ha amasado mi nueva vecina. Son exquisitos.
—Son buenos —admitió Malagrida, con el pan en la boca—. ¿Por qué no me regalarías un frasco de tu nuevo dulce? Puedo pagártelo —acotó, risueño.
—No puedo darte un frasco porque lo que no venda, que ya lo tengo todo comprometido, he decidido llevárselo a mi nueva vecina. Le regalé unas gallinas días atrás y, como no quise cobrárselas, me ha estado trayendo todo tipo de comida. Los panecillos son el presente del día. Mira, unta el panecillo con esa manteca que su esclava me trajo ayer. Es de las mejores que he probado.
—Manteca —se relamió—. No la he probado desde que me embarqué en Londres meses atrás. En estas tierras no la conocen. ¿Cómo es que tu vecina hace manteca?
—Dice que es una vieja receta familiar, de sus antepasados irlandeses.
—Es exquisita. Tu vecina podría hacerse rica si se decidiese a venderla.
—Se lo propondré. Creo que le vendría bien el dinero que obtendría. La veo tan sola y desvalida, y en estado de buena esperanza.
—¿Y el esposo?
—Si el esposo existe, nunca lo he visto. Ella llegó hace poco más de diez días, con una esclava muy joven. Yo no he querido preguntar, aunque sospecho que su situación es comprometida.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada en particular. Llámalo un presentimiento. Si te quedas un rato más, quizá pueda presentártela. Prometió visitarme para recoger la mermelada. Recuerda que, en su presencia, soy Francisco Álvarez.
—¿Cómo se llama la muchacha?
—Melody, aunque debe de tratarse de un sobrenombre.
Blackraven entró en su dormitorio y se despojó, con malos modos, de los guantes y el largo levitón de cuero. Llenó la jofaina y se enjuagó la suciedad de los ojos y del rostro mientras esperaba que Trinaghanta le preparase el baño. Acababa de llegar de la villa del Luján, donde nada sabían de una joven encinta con una esclava. Se sirvió una medida generosa de clarete y bebió la mitad de un trago. Enseguida se sintió mejor. Vaso en mano, se aproximó al retrato a medio terminar y descorrió la tela que lo preservaba del polvo. En verdad Fermín Gayoso era un excelente retratista. Acarició la línea de la mandíbula de Melody e hizo vagar sus dedos hasta rozarle los labios. ¡Oh, Dios, sus labios! Se inclinó sobre el lienzo y los besó. Aquel acto le pareció patético, y lo embargó una mezcla de autoconmiseración y tristeza, que por fin acabó en rabia. Nunca había experimentado la impotencia de esos días. “Cariño, ¿por qué estás haciéndome esto?”, le preguntó a la pintura, y se quedó contemplándola, absorto en la paz que transmitía su mirada; el artista había sabido reflejar el alma de Melody en la expresión de sus ojos. Cubrió el lienzo y se alejó en dirección al clarete.
Hacía más de diez días que Melody y Miora habían huido y nada sabían de ellas. Aunque abundaban los farsantes con pruebas falsas, seducidos por la promesa de una generosa gratificación, no tardaban en descubrirlos y los echaban con cajas destempladas. Blackraven era consciente de su mal humor y de que su gente lo soportaba injustamente; sus caras largas, sus contestaciones destempladas y sus arranques de furia se habían vuelto parte de la cotidianidad, y, a pesar de saber que, en cierta forma, su talante irascible se debía a la falta de sueño y de buen comer, lo impacientaba destinar tiempo a esas actividades cuando Isaura seguía allá fuera, sola y sin protección, a poco menos de tres meses de parir; comía cuando podía y lo que encontraba, y se echaba algunas horas donde el sueño lo vencía. Odiaba regresar a la casa de San José, sumida en un ambiente de desagradable tensión generado no tanto por su humor de perros sino por la ausencia de Melody; él siempre había intuido que ese acogedor sitio sin Melody se reduciría a una cáscara. Los niños andaban cabizbajos y lloriqueaban por cualquier motivo, y los maestros Perla y Jaime no conseguían, ni con la férula ni con mimos ni halagos, interesarlos en las lecciones; a Sansón, ni Arduino le arrancaba un ladrido de alegría.
Descubrió un mensaje sobre la mesa de noche. Rompió el sello de lacre y lo abrió. Era de Beresford, le pedía que lo visitase en lo de Casamayor. Blackraven se había enterado de que el 11 de septiembre, tras una sesión en el Cabildo en la cual se planteó que “dados los graves inconvenientes que depara la permanencia de los oficiales ingleses en esta ciudad, cuando nos vemos amenazados de una segunda invasión y cuando, por noticias positivas, han de llegar refuerzos a la escuadra de Popham”, se había votado a favor de la salida de Buenos Aires de dicha oficialidad. No se escuchaba la voz de Liniers defendiendo las cláusulas de la capitulación pactada con Beresford el 12 de agosto, y resultaba fácil entrever la mano de Álzaga en esa votación.
Pensar en la suerte de su amigo le trajo a la mente la ringlera de responsabilidades pendientes. Ni siquiera le había enviado una esquela a doña Rafaela del Pino comunicándole su regreso y que pronto la visitaría para ponerla al tanto de los avances en la calera de los Sauces, en la Banda Oriental; se había desentendido por completo de la curtiduría y del Retiro, donde la ampliación del lagar aún no se completaba a pesar de que el sobrestante había asegurado que lo inaugurarían a principios de septiembre; no sabía cómo marchaban las operaciones comerciales con el fin de correr a Álzaga del mercado ni de qué modo se habían desenvuelto las maniobras de los criollos independentistas en las últimas semanas; se preguntó qué sería de Liniers, y por un momento estuvo a punto de llamar a Távora para que lo informase acerca de los asuntos que le había encomendado en su viaje a Londres: desactivar el proyecto del conde de Montferrand para conquistar México, y ubicar y poner a salvo al padre Edgeworth de Firmont, testigo de la abdicación de Luis XVI, que había entregado en las propias manos del pequeño Luis XVII el documento con la última voluntad del rey Borbón; también le había indicado que ubicase y protegiese a madame Simon, la esposa del carcelero de Luis Carlos durante sus años en la prisión del Temple. Por último, quería que Távora le hablara de La Cobra.
Llamaron a la puerta.
—Pasa, Trinaghanta.
—Soy yo —dijo Victoria, y entró; cerró la puerta y cruzó la falleba.
Apenas la vio, Blackraven adivinó sus intenciones; llevaba un hermoso vestido en tonalidad rosada que le sentaba a sus ojos celestes y al rubio de su cabello; parecía una muñeca. Se había corregido las ojeras con algún afeite y pintado los labios pasándose papel con colorante de carmín y manteca de cacao, para el brillo. No podía negarlo, era bellísima.
—¿Qué quieres? Habla rápido. En un momento, volveré a salir.
—¿A buscarla a ella? —Blackraven no contestó ni la miró—. No creo que me hayas buscado a mí con el ahínco que la buscas a ella.
—No pude encontrarte porque no deseabas que lo hiciera. Montaste la farsa del suicidio para desaparecer y evitar la afrenta pública.
—Ya te dije cómo fueron las cosas —se mosqueó Victoria—. Salté al agua pero no me maté con la caída de acuerdo con mi suposición. El instinto de supervivencia me llevó a nadar con desesperación hacia la costa, pero una corriente me empujó mar adentro. Nadé y nadé hasta perder el conocimiento. Al volver en mí, estaba en una de las habitaciones del castillo Saint Michael, sin saber quién era ni de dónde venía.
—No me fastidies, Victoria, no me enredarás en otra de tus discusiones. ¿Qué quieres? Ve al grano.
—Quiero saber cuándo nos marcharemos a Londres.
—Tú, en cuanto el doctor Fabre diga que estás en condiciones de emprender el viaje. Yo, cuando lo juzgue conveniente.
—Deberíamos regresar juntos, para evitar las murmuraciones.
—¿Ahora te preocupan las murmuraciones? —Blackraven profirió una carcajada hueca—. Debiste hacerlo cuando te encamabas con mi mejor amigo.
Victoria ensayó un gesto de niña atemorizada. Él le conocía ese carácter versátil que la llevaba de un extremo a otro con una rapidez y una ductilidad asombrosas. Si se contaba con una naturaleza perceptiva y un poco de tiempo para analizarla, enseguida se adivinaba que la única y verdadera índole de Victoria, la egotista, la impulsaba a asumir diversidad de rostros para alcanzar sus fines; ninguno de ellos mostraba jamás a la verdadera Victoria Trewartha, y Blackraven no podía afirmar si alguna vez la había conocido o si existía; a veces concluía que Victoria era una extraña unidad conformada por varias personalidades. Nunca sabía con claridad a cuál Victoria se enfrentaría, si a la de la sonrisa ambigua, a la de las caricias suaves y bondadosas, a la del gesto caritativo, a la feroz enemiga capaz de atormentar a un niño llamándolo gipsy, darkie o bastará o a la amante insaciable.
Victoria se había aproximado con aquel paso estudiado, lento e indeciso. La tenía a un palmo. La miró con fijeza, y su perfume de ládano, que en otra época lo había seducido, le invadió las fosas nasales y le causó una sensación de ahogo y repugnancia. Ahora le descubría el exceso de maquillaje del que había sospechado al verla entrar, las primeras líneas en torno a los ojos y algunos cabellos blancos. De igual modo, su rechazo no nacía en el descubrimiento de esas nimias imperfecciones sino en conocer su naturaleza compleja y anómala, aunque debía admitir que, después de haber convivido con una criatura como Melody, cualquiera, la más hermosa o la más buena, habría palidecido junto a ella.
—¿Sabes que Simon Miles fue asesinado? Victoria asintió.
—Fui a su entierro —dijo.
—¿Cómo? —se sorprendió Blackraven—. ¿Acaso estuviste en Londres antes de viajar desde Cornwall con mi madre y mi tío?
—Cuando llegué a Dover desde la Francia, decidir tomar un coche hacia Londres en la esperanza de encontrarte en nuestra casa de la calle Birdcage. Me hospedé unos días en una posada en la Strand, y allí, por los periódicos, me enteré de la muerte de Simon. Aguardé a que la comitiva que acompañaba al féretro en el cementerio de Saint George se dispersase para arrojar una flor en su tumba todavía abierta y rezar una plegaria por su alma. Ambos habíamos pecado. —Victoria levantó la vista y acarició la mejilla sin rasurar de Blackraven—. Sé que aún no me has perdonado por aquella abominable traición, Roger, pero quiero que sepas que nunca he dejado de amarte. Si me entregué a Simon fue por despecho, para lastimarte.
—Lo sé —contestó Blackraven, y le apartó la mano con suavidad—. Sé que lo hiciste por eso. Y no hay nada que perdonar. Yo no fui un buen esposo y sabe Dios que no tengo derecho a reclamarte por tu infidelidad. Jamás deberíamos habernos casado. Y lamento que Simon esté muerto porque, ahora que nos divorciaremos, tú y él podríais haber formado una familia.
—No me repudies, Roger, no me apartes de tu lado, por favor. Yo te amo. —Le dirigió una sonrisa bribona antes de apoyarle la mano sobre el pantalón—. Tú y yo éramos buenos en la cama. ¿Lo recuerdas, tesoro?
Blackraven se alejó, sonriendo y sacudiendo la cabeza.
—Te has vuelto demasiado cínica y desvergonzada para haber pasado cuatro años en un convento.
Llamaron a la puerta. Blackraven acudió a abrir. Detrás de Trinaghanta, que traía un cubo con agua caliente, apareció Malagrida que la sobrepasó con actitud desmadrada.
—Necesito hablar contigo —se dirigió a Blackraven—. En este instante.
—Me disponía a tomar un baño. Saldré en media hora.
—En este instante —apremió el jesuita.
Blackraven despidió a la cingalesa con un movimiento de mano. A Victoria la tomó por el brazo y la condujo hasta el umbral.
—Roger…
—Después, Victoria. Ahora no.
Cerró la puerta y se volvió para enfrentar a su amigo.
—Encontré a tu esposa. Encontré a miss Melody.
Un latido feroz le desgarró el pecho, y se dio cuenta de que la sangre le abandonaba el rostro porque de pronto lo sintió frío.
—¿Cómo está? —atinó a preguntar.
—Bien, muy bien.
El alivio le aflojó el cuerpo, y buscó apoyo en el respaldo de una silla.
—Gracias, Dios mío —balbuceó, con el mentón sobre el pecho.
Miora y Melody volvían por el camino de realengo de muy buen ánimo. Acababan de almorzar en casa del doctor Constanzó. Esa mañana, el esclavo, que a diario llevaba el cubo de leche, le entregó una nota con la invitación. No pensó en el luto al aceptar ni en la prohibición de Blackraven de acercarse a Constanzó; esa vida que llevaba lejos de la ciudad no le pertenecía, y en nada se asemejaba a la que había conducido la Melody de la calle de San José. Sentirse ajena era de las vivencias que mejor definía a ese período.
La señorita Ingracia era la persona más simpática, dulce y gentil que Melody había conocido, y se preguntó por qué seguiría soltera siendo tan preciosa. Su hermano, aunque más reservado, también mostraba ese sello de nobleza que parecía una característica de familia. La conversación se había desarrollado de un modo tan natural y ameno, y tomado derroteros tan interesantes que por dos horas Melody no pensó en Roger ni en Victoria.
De regreso a su casa, se desviaron por el camino hasta lo de don Francisco, quien les había prometido mermelada de melocotón. Miora cargaba una canasta llena de vituallas, ya que los Constanzó también las habían obsequiado con largueza. Se acordaban de un comentario ocurrente de la señorita Ingracia cuando la risa de Miora se apagó. Codeó a Melody en las costillas y, con el mentón, le señaló la entrada de la casa. Allí, apostado como una columna, se encontraba Somar, que las observaba con los brazos cruzados a la altura del pecho. Melody reconoció enseguida a Black Jack, pero no vio a Roger. “¿Dónde está?”, quiso preguntar, pero no tenía voz.
—Somar —musitó, con acento forzado.
—Señora —dijo el turco, y ejecutó una corta reverencia—. El amo Roger la espera dentro.
Miora permaneció frente a Somar, sosteniéndole la mirada.
—Tuve que hacerlo —le explicó—. Le debo todo a miss Melody.
—Lo sé, y no te reprocho, aunque habría preferido que recurrieras a mí por ayuda.
—Ella no lo habría permitido. Y yo no habría querido traicionarla.
—Entiendo.
La desembarazó de la canasta y la ciñó contra su pecho.
La cerradura no estaba forzada. Melody sujetó el picaporte y entró. Pese a haber cuidado su aspecto para el almuerzo en lo de Constanzó —incluso vestía medio luto—, se sintió fea, y habría dado cualquier cosa por contar con un espejo y un peine entre el vestíbulo y la sala. Se aplastó los mechones de las sienes, se pellizcó las mejillas, se pasó el índice por los dientes y sacudió su guardapiés para desprender las cazcarrias. Respiraba con dificultad. Aunque razonó que no podía enfrentarlo en ese estado de agitación, siguió caminando; una ansiedad la impulsaba a la sala, donde lo escuchaba deambular, y se lo imaginó estudiando los muebles derrengados y las escuetas comodidades.
Entró. Blackraven se dio vuelta con un giro veloz. Se contemplaron con fijeza, en silencio, sin cruzar palabra. Melody permaneció quieta, como hechizada por esos ojos de azul negro bajo la línea gruesa y oscura que formaban sus cejas. El gesto de Blackraven intimidaba; de igual modo, ella percibía su cansancio, vislumbraba, tras esa dura máscara, la expresión de agobio que hablaba de su alma atormentada. Él tampoco dormía bien de noche, y había descuidado su aseo, la barba era de más de tres días y su cabello lucía opaco y despeinado.
Melody rompió con la fascinación y se movió hacia un aparador donde Miora solía colocar una jarra con aguamiel. Necesitaba un sorbo; tenía la garganta seca, y los dientes se le pegaban a los labios. Le temblaban las manos, y vertió parte de la bebida en el mueble. Tragó apenas para no hacer ruido y, cuando tuvo la certeza de que su voz saldría clara, preguntó sin volverse:
—¿Cómo entraste?
—¿Pensaste que una puerta me detendría? Mírame, no sigas dándome la espalda. Mírame a los ojos. —Melody obedeció—. ¿Por qué me has hecho esto, Isaura? ¿Por qué has sido tan cruel? ¿Acaso lo has hecho para castigarme, como si yo fuese responsable de la aparición con vida de Victoria?
—No —dijo, a pesar de que Blackraven tenía razón; los celos y la rabia habían desempeñado un papel importante en su decisión—. Ya no había sitio para mí en esa casa.
—¡Ésa es tu casa! ¡Y tú, su dueña! Era Victoria quien debía irse, no tú.
—No, ella es la dueña ahora. Ella es tu esposa.
Blackraven caminó con rapidez y la tomó por los brazos.
—¡Tú eres mi esposa!
—¡No, no! ¡No lo soy!
Melody se puso a llorar y a temblar, y Blackraven se acordó de que la última vez la presión se le había ido a las nubes. Le rodeó la espalda y la aplastó contra su pecho.
—¡No llores! Sabes que no lo tolero. Cálmate. Por el bien del niño. —Acompañó sus palabras con caricias que poco a poco la serenaron.
Le alcanzó el vaso con aguamiel y la obligó a sentarse. Se alejó para darle tiempo a reponerse, en tanto él estudiaba la estancia y miraba por la ventana. No importaba que la decoración y las comodidades fueran humildes; la casa, de paredes sólidas y excelente carpintería, estaba bien construida; con todo, la cerradura de la puerta principal había cedido a su ganzúa.
—¿Estás mejor? —Melody asintió—. Iré a llamar a Miora para que comience a empacar tus cosas. Nos vamos de aquí.
—¡No! —Melody se puso de pie.
—¡No me castigues por algo de lo que no soy culpable, Isaura! —se enfureció Blackraven—. ¡Por amor de Dios! ¿Por qué lo haces? Eres tan caritativa y bondadosa con todos, ¿qué hay de mí? ¿No merezco tu compasión? ¿Tan ruin me crees?
No lograba contener las lágrimas, brotaban sin cesar, le bañaban el rostro y terminaban en los ladrillos del piso. Blackraven se aproximó de nuevo y le pasó las manos por las mejillas.
—¿Dónde te sangró Fabre?
Melody le señaló el brazo izquierdo. Blackraven lo descubrió y le besó el corte, apenas una cicatriz rosada.
—Cálmate, cálmate —le susurraba sobre la piel, y la calidez de su aliento le enviaba suaves corrientes a través del brazo, que la enervaban.
La ciñó por la cintura y la acercó a su cuerpo. Se miraron a los ojos. Esa niña-mujer había entrado en su vida, trastornándola por completo. No pensaba con claridad ni actuaba con decisión; todo se reducía a ella. Necesitaba tomar el mando de nuevo, quebrarle la voluntad y dominarla, protegerla y poseerla.
—Quiero que estés tranquila, quiero que te olvides de este contratiempo y que vivas con alegría estos últimos meses de embarazo. Yo solucionaré esta situación. Tú, olvídate.
—No quiero abandonar este sitio, Roger, no quiero volver a la ciudad. Aquí hay mucha paz. Aquello será un infierno para mí.
Blackraven asintió, con actitud vencida.
—Traeré mis cosas esta misma tarde.
Melody se separó de él y lo contempló con extrañeza.
—No quiero que vivas aquí. —Blackraven frunció el entrecejo y endureció la mirada, y, aunque le temió, Melody se animó a pronunciar—: Tú y yo ya no somos nada. Si vivieses aquí me convertirías en tu manceba.
—Isaura, no me hagas esto, por favor. ¡Tú eres mi esposa! Y vas a darme un hijo. —Melody lo miró con una mueca de firmeza que lo llenó de ira—. ¡Tú eres mi esposa, Isaura! —Ante la implacabilidad de ella, pareció quebrarse, y volvió a estrecharla entre sus brazos—. Tú eres mi mujer, la madre de mi hijo. Tú eres el único motivo que tengo para vivir, no me lo quites. ¡Eres mi vida! Y ni tú ni nadie me separará de ti. Sería como dejarme matar. ¿Tienes idea de lo que han sido estos días lejos de ti? ¿Por qué lo hiciste, Isaura? ¿Por qué huiste?
—Porque no soportaba permanecer más tiempo en la casa que antes me había pertenecido y que ahora es de ella.
—¿Qué dices? A veces eres tan insensata. ¿No pensaste en mí, en mi sufrimiento al no conocer tu paradero? Creí que me volvería loco.
—Perdóname, Roger. Sé que me precipité, pero aquel día fue espantoso. Todo había comenzado tan bien, yo estaba tan feliz, sólo pensaba: “Faltan tres días para tener a Roger de nuevo en mis brazos”.
—Cariño —se emocionó Blackraven.
—Y en un instante mi vida se desmoronó. Ahí estaba ella, tu esposa, más hermosa y elegante de lo que yo la había imaginado, con ese aire natural de duquesa. Me sentí tan fea y tan fuera de lugar. Tuve la impresión de que todo ese tiempo había usurpado el sitio que, por derecho, le pertenece. Sólo pensaba en huir, en correr lejos, alejarme, esconderme. No quería que tú nos vieras a las dos juntas, no quería que nos compararas.
—¡Isaura! —se pasmó Blackraven—. No doy crédito a lo que estoy escuchando. ¿Acaso, cuando te hablo, tú no me crees? —Melody asintió—. No afirmes con tanta vehemencia puesto que no es verdad. Siempre pones en duda mis palabras. ¿No te dije aquel día, en el Retiro, que eras el único amor de mi vida? ¿No te dije también que era tuyo, que sólo te pertenecía a ti, que me enorgullecía de que fueras mi esposa, y que ni una vez te había sido infiel, ni con el cuerpo ni con la mente?
—Sí, lo dijiste —apenas contestó Melody—. Pero al conocer a Victoria pensé que, quizá, te alegrases de verla y que quisieras recibirla de nuevo.
—¡Si estoy loco por ti! ¡Si me tienes atado de pies y manos! ¿No te das cuenta? Te metiste en mis venas y no puedo arrancarte. ¿Qué has hecho de mí? ¿En qué clase de idiota me has convertido? Ya te he dicho, Isaura, que me quitas la fuerza si no me amas.
Una mezcla de profundo amor y piedad la llevaron a echar sus brazos al cuello de Blackraven y corresponder a su feroz abrazo.
—¡Oh, Roger! ¿Por qué tenía que pasarnos esto cuando éramos tan felices?
—Yo lo solucionaré, cariño.
—¡Tengo miedo de perderte!
—¡Jamás! —replicó él, casi con violencia—. Me divorciaré de Victoria y volveremos a casarnos.
Melody se apartó.
—¿Divorciarte? Yo soy católica, Roger. Nosotros no admitimos el divorcio.
Él no veía otra salida, a menos que Victoria muriese o que él consiguiese una anulación. De todos modos, concedió:
—Está bien, no habrá divorcio. Igualmente, yo me haré cargo, yo lo solucionaré.
Lo expresó con una certeza que llenó de esperanza el sombrío rostro de Melody, y, sin embargo, por primera vez, Blackraven se cuestionaba si lo lograría, aunque, en medio de esa confusión, un pensamiento le indicaba el norte: Isaura le pertenecía y jamás se separaría de ella.
—Te quiero con locura —le dijo al oído, y sintió cómo los brazos de Melody se ceñían a él—. Dime que me amas, por favor.
—Lo sabes. Sabes que te amo. Eres lo más preciado en mi vida.
—Tú, en cambio, eres lo único en la mía. —Tras un silencio, le pidió—: Isaura, confía en mí, descansa en mí. Yo compondré este lío.
Se inclinó para besarla, pero Melody desvió la cara.
—No lo hagas, Roger, por favor. Sabes dónde terminaríamos.
—Sí, en la cama —susurró él, con voz pesada—. Te deseo tanto. —La sutil tensión en sus pantalones se transformó en una erección palpitante y dolorosa—. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez. ¡Qué largas fueron estas semanas sin ti! Nuestra cama me parece tan vacía.
Esas palabras la colmaron de dicha. Deseaba creerlas, deseaba creer que Blackraven no había dormido con Victoria ni con ninguna otra, y que lo hacía solo, en la cama que antes compartían. Un pensamiento opacó su júbilo: si ella no lo satisfacía, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que Blackraven buscase alivio en otros brazos? Ella conocía la potencia de su pasión, una fuerza animal que, desatada, resultaba imposible de controlar.
Melody tomó distancia y no lo miró al decirle:
—Roger, en tanto se solucione esta situación, será mejor que no vengas.
—¿Qué estás pidiéndome?
—Si es cierto que me amas, quiero que cuides mi buen nombre porque es el nombre de la madre de tu hijo. Quiero que lo respetes y lo hagas respetar. No soporto más murmuraciones a mi costa. No quiero que mi hijo se avergüence de su madre. Me llamarán ramera, manceba, me destrozarán.
—¡Qué carajo me importa lo que diga ese hatajo de imbéciles!
—¡A mí me importa!
—Nos iremos lejos, donde no haya murmuraciones y el pasado quede atrás.
—No puedo escapar a mi conciencia ni a Dios. No me convertiré en tu querida, Roger. Terminaría odiándome. Prométeme que no vendrás.
—Seré prudente y vendré cuando nadie me vea. Nadie se enterará de que te visito.
—Se enterarán, Roger. ¿Acaso no conoces a los de esta ciudad? Lo saben todo. La única manera de preservar mi honra es que tú permanezcas en San José y yo, aquí.
Aunque no cumpliría, Blackraven le dijo: “Está bien”, para no alterarla; le preocupaba ese continuo temblor de manos y los labios un poco azulados. No obstante, impuso una condición.
—Trinaghanta vivirá contigo, además de Miora. Milton, Shackle y Somar se turnarán para hacer guardia día y noche.
Asintió, consciente de que no le torcería la voluntad en ese punto. Blackraven sacó del bolsillo interno de su redingote un talego con monedas y lo colocó sobre el aparador. Melody se lo devolvió.
—No quiero tu dinero.
—Mi dinero es tuyo. Todo lo mío te pertenece.
—Antes sí, cuando era tu esposa.
—¡Carajo, Isaura! —Propinó un golpe al mueble, y Melody dio un respingo—. Estás actuando como una necia. Todo lo que tengo es mío, me lo gané partiéndome el lomo, ya te lo he dicho. Y soy yo quien decide a quién le pertenecen mis riquezas. Y mis riquezas te pertenecen a ti, esposa o no esposa. Si no quieres aceptar este dinero para tus gastos, está bien, pero acéptalo para los de mi hijo. Tengo derecho a mantenerlo, ¿o también me impedirás que vele por él?
—No, claro que no —musitó Melody, y tomó la pequeña bolsa de cuero.
Blackraven se alejó hacia la contraventana que daba al único patio de la propiedad. Sujetaba los guantes con una mano y los golpeaba en la palma de la otra. Melody sabía que lo había enfurecido. Blackraven se dio vuelta y se quedó mirándola. Ciertamente había rabia en sus ojos, aunque también desesperación y dolor. Melody deseaba consolarlo, pedirle que se quedara, que huyeran, que le dieran la espalda a la realidad y simularan que sus vidas no se habían trastornado con el regreso de Victoria. Se sentía confundida y perturbada; por un lado pesaba el deber y por el otro, el deseo. “Es por el bien de mi hijo”, se convencía. “Quiero que camine con la frente en alto el día de mañana y que nadie lo lastime gritándole que su madre era una ramera”.
—Me marcho —anunció Blackraven, y la tristeza que le oprimía el pecho lo llevó a evocar la frase de Shakespeare, “Partir es un poco morir”, de su obra La tempestad.
Melody le ocultó la mirada con tenacidad para que no advirtiera que lloraba. Blackraven se aproximó y le levantó el rostro por la barbilla. Admiró el turquesa de sus ojos realzado por el negro de las pestañas y el brillo de las lágrimas, y también admiró la hermosura de sus labios, rojos, húmedos y generosos. Se inclinó sobre ella como tantas noches lo había hecho sobre el retrato a medio terminar, y le besó la boca con delicadeza, como si se tratara de la caricia de las alas de una mariposa.
—Porque te amo demasiado —lo escuchó decir— es que respeto tu decisión. Sobre todo, quiero que estés tranquila. Pero debes saber que la juzgo descabellada. Deberías regresar conmigo a San José y seguir llevando la vida de siempre. Por mucho que insistas en repetir lo contrario, tú eres mi esposa. No me importa lo que digan las leyes canónicas ni la de los hombres. Lo dice mi corazón, y eso es suficiente para mí. Escúchame bien, Isaura: jamás, nunca renunciaré a nuestro amor.
A pesar del esfuerzo, Melody se echó a llorar sin consuelo. Estaba lastimándolo; el sufrimiento de Roger le resultaba intolerable y la oprimía con la agudeza de un dolor físico. Le pasó los brazos por la cintura y escondió la cara en su abrigo. Después de unos segundos, Blackraven también la abrazó.
—No me dejes marchar así —le suplicó, con voz quebrada—, no me dejes ir sumido en esta angustia. Dime algo que me dé esperanzas, no me dejes ir así.
—Ten fe en Dios, amor mío. Ten fe. Él no nos abandonará.
Blackraven podría haberle pedido cualquier cosa en ese momento, y Melody se la habría concedido.