Ese día había comenzado muy bien. Al despertar, Melody pensó:
“Faltan sólo tres días para que Roger vuelva a mis brazos”. Desayunó y se vistió con su mejor traje para posar durante una hora para el retrato en el que trabajaba Fermín Gayoso, el esclavo de Pueyrredón. A pesar de lo inusual de retratar a una mujer encinta, Blackraven había insistido en que así fuera; Sansón aparecía echado a sus pies.
Más tarde, Somar había pasado por la oficina del correo, y, entre la correspondencia que recogió, había una carta de Tommy. Melody la recibió con manos temblorosas. Si bien se esforzaba por ocultar a Blackraven su preocupación, vivía pensando en el destino de su hermano.
Río de Janeiro, 17 de agosto de 1806
Querida Melody:
Espero que entiendas mi caligrafía, ya sabes cuántos desvelos le causó a nuestra madre y cuántos coscorrones me gané a causa de su trazo espantoso; lo cierto es que no ha mejorado con los años, más bien lo contrario.
Quiero que sepas que me encuentro en estado inmejorable de salud. Hace dos días atracamos en el puerto de Río de Janeiro, una ciudad magnífica, llena de vida. La travesía fue muy buena y, como ni un día he sufrido el mal del mar, el capitán Flaherty sostiene que tengo aptitudes natas de marinero. Soy un simple grumete y no creas que por ser el cuñado del dueño de la embarcación me favorecen con concesiones especiales, aunque el capitán Flaherty me ha invitado a comer en su cabina en dos ocasiones y eso sí es una muestra de deferencia si tenemos en cuenta que pertenezco a la más baja categoría dentro del White Hawk; la primera vez que me invitó, supongo, lo hizo por eso, por deferencia al capitán Black (así llama la marinería a tu esposo); la segunda, porque durante la primera supo que nuestro padre había tomado parte en un ataque a lord Grossvenor y que había sido apresado y torturado como consecuencia del mismo. Me confesó durante esa segunda cena que ha sido miembro de los United Irishmen y que ha luchado en la batalla de Vinegar Hill en junio de 1798. Después de la derrota, huyó de la Irlanda y se conchabó como contramaestre en uno de los barcos de Blackraven. Dado su vasto conocimiento en náutica, pronto consiguió capitanear el White Hawk. Flaherty es un sujeto de buen carácter, aunque para nada desprovisto de firmeza y coraje. A veces me recuerda a nuestro padre, en especial cuando habla con apasionamiento de la Irlanda o cuando denuesta a los ingleses. Le pregunté cómo, entonces, trabajaba para uno de esa aborrecida nacionalidad. Me contestó con una risotada: “¡Ah, el capitán Black podrá tener un apellido inglés pero su corazón es el de un buen hombre!”.
En pocos días partiremos hacia el Caribe donde, según me informan mis compañeros, es más fácil dar con una buena presa. Si la suerte me acompaña, me haré de mis primeros pesos (o más bien libras) en poco tiempo. Estoy dispuesto a ahorrar cada cuartillo que entre en mi faltriquera para devolverle a tu esposo lo que está desembolsando en Bella Esmeralda, y no me importa si tendré que trabajar hasta caer rendido para lograrlo.
Espero que te encuentres en buen estado de salud y de ánimo. No te aflijas por mí, ya lo has hecho demasiado. Tu hermano que te quiere.
Tomás Maguire.
P.D. ¿Qué sabes de la joven Elisea Valdez e Inclán?
Melody releyó la carta, exultante de dicha, convencida del sincero entusiasmo que comunicaban las líneas de su hermano. Lo notaba reposado y maduro, libre de ese rencor que lo había envilecido en el pasado. No le molestó que le preguntase por la suerte de Elisea; después de todo, tenía derecho a enamorarse.
Llamaron a la puerta. Melody plegó la carta e indicó que entraran. Miora, con una sonrisa jovial y ojos chispeantes, le anunció que don Gervasio Bustamante, dueño de Polina y padre de Rogelito, le enviaba un obsequio: tres cajas repletas de cítricos, membrillos, manzanas, nueces, higos secos, orejones, rábanos, coles y puerros. Dos esclavos, con las boinas en las manos y la vista al suelo, aguardaban al Ángel Negro. Uno de ellos, el más viejo, tomó la palabra cuando Melody entró; lucía muy conmovido.
—Que manda a preguntar el amo Gervasio que cómo están su merced y los niños.
—Muy bien, gracias —contestó Melody—. ¿A santo de qué se debe este maravilloso presente?
—El amo Gervasio se las manda con sus bendiciones, señora condesa. Son de su quinta, la que queda cerca de la Convalecencia.
—No me llames señora condesa. ¿Acaso no vive allí Petronio?
Melody hablaba de un liberto por quien había intercedido para que Bustamante le arrendara el campo.
—Petronio murió, señora condesa.
—Oh.
—No sabemos cuándo. Lo encontró don Francisco Álvarez, su vecino, el que se ocupa del campo lindante. Petronio estaba tieso como una vara. Parece que le dio un soponcio. El amo Gervasio mandó recoger la fruta y la verdura para que no se echase a perder. ¡Era tanta, y aun siendo invierno! Hasta conservaba higos secos, nueces y orejones que recogió en el verano.
—Pobre Petronio —se lamentó Melody—. Siempre tan industrioso y dedicado. ¿Sabes si le dieron cristiana sepultura?
—Sí, señora condesa. El mismo don Francisco Álvarez, él se encargó de eso. Y como Petronio no tiene familia, don Gervasio le manda a su merced parte de la cosecha.
Melody le entregó al esclavo un envoltorio de papel de seda que contenía una chaquetilla de muaré que había tejido para Rogelito y una esquela de agradecimiento para Bustamante, y los despidió. Siloé se dedicaba a hurgar entre las cajas, mientras lanzaba exclamaciones ante la cantidad y calidad de la fruta y la verdura; apartó la que estaba papanduja y trazó planes para conservar el resto. A partir de ese momento, la cocina cobró vida, y hasta las esclavas consignadas a la limpieza de las salas y de las habitaciones vistieron mandil y se pusieron a las órdenes de Melody y de Siloé, que decidían el mejor destino para cada alimento.
—No, no —se opuso Melody—. A las nueces las almibararemos pues es el postre favorito del señor Blackraven. Comió doble porción de las que preparé el otro día. Le agregaremos otro clavo de olor esta vez.
—Lo mejor para los rábanos sería escabecharlos, miss Melody —propuso Siloé.
—De acuerdo. ¿Y qué sería mejor para las naranjas?
—Pensaba abrillantar la cáscara y hacer mermelada con la pulpa. ¡Qué magníficas tortas de membrillo haré! Mire, miss Melody, son un poema —y le acercó un membrillo para que lo apreciara.
Se mandó encender tres fuegos más, y quitar el polvo de las pailas de cobre que se guardaban en el sótano hasta el verano, cuando se las utilizaba para preparar conservas y dulces. Como no alcanzaría con los dos sacos de azúcar que hallaron en la despensa, Ovidio marchó a la Recova por más; también trajo vinagre, canela en rama para condimentar la compota de manzana, más clavo para la confitura de nueces, vino dulce, semillas de mostaza y recipientes de cerámica, de gres y dos de vidrio, todo un hallazgo y que pagó a peso de oro.
“¡Qué día tan maravilloso!”, suspiró Melody, en tanto agitaba la cuchara de madera para evitar que los membrillos se adhirieran en la olla. Desde la amplia ventana de la cocina que daba al patio de la servidumbre, le llegaban las risas de los niños en su recreo, las voces de los maestros, Perla y Jaime, que los amonestaban por alguna travesura, los ladridos de Sansón y los chillidos de Arduino. Las esclavas cuchicheaban en la cocina y se afanaban en los manjares que preservarían durante varios meses el fruto del trabajo de pobre Petronio. “Le llevaré una torta de membrillo a Simonetta”, pensó. “De seguro jamás las ha probado”. También se dijo que le regalaría rábanos en vinagre a Lupe y dulce de naranja a Pilarita. Pero en quien realmente pensaba mientras removía el puré de membrillo era en Roger; todo lo que preparaba era para él, por ninguna razón en especial excepto para complacerlo.
Se escucharon varios aldabonazos en la puerta principal. Gilberta se secó las manos y fue a ver de quién se trataba. Volvió al rato, frunciendo el entrecejo.
—¿Quién es? —preguntó Melody.
—Unas gentes —contestó, evasiva—. Yo no entiendo nada —añadió—. Por favor, miss Melody, vaya su merced a ver.
Melody se quitó el mandil y el pañuelo de la cabeza, y los colocó sobre una silla. Se cubrió el vientre con el rebozo y caminó a paso rápido, intrigada, en tanto se mesaba las guedejas de las sienes y se pasaba las manos por la cara.
Apenas los vio en el salón, presintió que traían una mala noticia y que su llegada a la casa de San José provocaría un cataclismo en su vida. Eran cuatro, tres mujeres y un hombre; a sus pies, había varios baúles y bolsos de cuero. La mirada de Melody se posó en la mujer más joven, y, si bien no reparó en los detalles de su rostro, absorbió su belleza como hipnotizada.
—Buenas tardes —dijo—. ¿A quién buscáis?
—Al señor Roger Blackraven. Soy su madre, Isabella di Bravante.
El anuncio no la alegró, a pesar de que había deseado conocer a su suegra, y se lamentó de no haber pasado por su dormitorio para acicalarse un poco.
—Buenas tardes, señora. Es un gran placer conocerla.
Acometida por un repentino mareo, se tambaleó apenas. Percibió la firmeza de una mano en la espalda y, al volver la cabeza, se encontró con Trinaghanta, que no la miraba a ella sino que se concentraba en los recién llegados con expresión indefinida.
—Usted debe de ser Isaura —prosiguió Isabella—, la esposa de mi hijo.
—Sí, señora —musitó Melody, entorpecida por ese sentimiento de premonición que seguía advirtiéndole que se pusiera a buen resguardo; quizá por tal razón, seguía en la entrada de la sala, a varios palmos de los extraños, y no se decidía a avanzar para recibirlos de acuerdo con las normas mínimas de urbanidad. Se mantenía quieta, el cuerpo en tensión, los puños y los dientes apretados, desplegando una actitud nacida del instinto de supervivencia, como si enfrentase a una bestia feroz.
—Roger está de viaje —balbuceó—. Regresará en tres días.
—Ah, de viaje —repitió Isabella, decepcionada—. Entiendo su sorpresa. Nuestra llegada ha sido un tanto súbita y sin previo aviso. ¿Cómo estás, Trinaghanta? —preguntó, en inglés; hasta el momento se había dirigido a Melody en castellano, con el acento de los de la península.
Trinaghanta se limitó a una inclinación de cabeza.
—Esto no es nada fácil —admitió la mujer, y caminó en dirección a Melody—. Venga, querida, siéntese, está muy pálida.
Melody e Isabella tomaron asiento, mientras los demás permanecían de pie.
—¡Oh, por favor! —reaccionó la joven—. Creerán que soy una desconsiderada. Por favor, tomad asiento vosotros también. Por favor —insistió, con timidez, y cayó en la cuenta de que estaba experimentando una gran incomodidad, como si ya no fuese la dueña de casa—. ¿Deseáis tomar algo?
—No por el momento. Más tarde, quizá —dijo la madre de Roger—. Isaura, el señor Adriano Távora —y señaló al hombre del grupo— es un gran amigo de mi hijo. Hace poco, él nos visitó en Londres y nos trajo la noticia de que Roger había vuelto a contraer nupcias. Para ese entonces, un gran descubrimiento había tenido lugar, y, dada la importancia del mismo, decidimos embarcarnos para comunicárselo a mi hijo. Sé que esto…
—Isabella —intervino Távora—, creo que lo mejor sería esperar la llegada de Roger. Él debería estar al tanto de la situación antes de tomar cualquier medida.
En ese punto, las manos de Melody temblaban y el corazón le palpitaba en la garganta; apretó con ímpetu las mandíbulas, segura que, de lo contrario, le castañetearían los dientes.
—Considero —dijo Távora— que no deberíamos molestar a la señora Blackraven y tomar habitaciones en algún hotel de la ciudad.
—¡Oh, no, de ninguna manera! —replicó Melody, con una voz inestable, como gangosa, que la avergonzó.
—Yo considero… —tomó la palabra la madre de Roger, pero no pudo terminar.
Amy Bodrugan se presentó en la sala, profirió su conocido chillido y, a continuación, un insulto en inglés.
—¡Victoria Trewartha! ¡Que me parta un rayo si no eres tú, maldita condenada! ¡Las entrañas del Infierno te han vomitado de nuevo en este mundo!
—¡Amy, por favor! —se enfureció Isabella.
—Descuide, Isabella —habló Victoria por primera vez—, siempre ha sido así entre nosotras, desde niñas. No entiendo por qué debería cambiar en esta instancia.
Melody se puso de pie en un acto reflejo y se apartó, caminando hacia atrás, con ambas manos sobre la boca, asfixiando un grito de dolor y de pánico; se había quedado sin aire, y su corazón seguía bombeando a una velocidad que la ensordecía; el latido en las sienes le acentuaba el mareo y las náuseas; le dolían la garganta y el pecho, hasta le dolían las puntas de los dedos.
—¡Mira lo que has conseguido con tu arrebato!
—¡La muchacha no lo sabía aún!
—¡Eres una irresponsable!
Melody apenas oía las frases vociferadas sin alcanzar a comprenderlas; tampoco veía con claridad ya que las lágrimas nublaban su visión; apenas divisaba los contornos de las figuras, y los colores de sus prendas la enceguecían con un fulgor inusitado; algo sí distinguía, todos se habían puesto de pie, y, mientras Isabella, Távora, Victoria y Amy seguían enzarzados en una discusión, la tercera, mujer, una anciana menuda y de cabellos blancos, se aproximó a ella y le tocó el vientre, y después le apoyó el dorso de la mano en la frente y en una mejilla, como si le tomase la temperatura. Por último, cerró ambas manos sobre sus puños crispados, y empezó a hablar. “¿En qué idioma habla?”, se preguntó Melody, que no caía en la cuenta de que la anciana le dirigía unas indicaciones a Somar, que acababa de entrar en el salón, atraído por el bullicio. El turco cargó en brazos a su señora y la condujo a los interiores de la casa.
Melody sollozaba en la cama, apenas entreabría los ojos, no tenía fuerzas. Después de tomarle las pulsaciones, el doctor Fabre le había practicado una sangría pues, según diagnosticó, la presión se había disparado y ese cuadro, en una embarazada, resultaba alarmante. De allí su debilidad.
—Sería muy riesgoso que esto deviniese en una eclampsia —les informó el médico a Isabella y a Malagrida, que acababa de llegar y a quien Amy había puesto al tanto de la situación—. Nada de sal en las comidas, mucho líquido, reposo y absoluta tranquilidad. Le extraje doscientos cincuenta centímetros cúbicos de sangre. Es imperioso que se alimente bien. Leche, carne, un poco de yema con oporto sería muy bueno.
Las últimas palabras de Fabre se desvanecieron en los oídos de Melody. Al despertar, se sintió perdida y le tomó un momento reconocer su habitación; no sabía cuántas horas había dormido. “No ha sido un mal sueño”, pensó, y ladeó la cabeza con dificultad, sin potestad sobre sus miembros, de hecho, tenía la impresión de hundirse en el colchón, como si unas arenas movedizas estuvieran a punto de engullirla.
Miró hacia la ventana, donde las cortinas de cretona seguían abiertas, y comprobó que había anochecido, ¿o sería de madrugada? A un paso de la cabecera, Miora y Trinaghanta la contemplaban con ansiedad. Le sonrieron; sus semblantes reflejaban una mezcla de alivio, preocupación y piedad. Melody trató de articular, pero no le salió la voz. Trinaghanta se inclinó y le puso el oído cerca de los labios.
—¿Qué hora es?
—Deben de ser como las siete y media de la tarde, señora.
—Manda buscar al doctor Covarrubias. Que nadie se entere —le exigió.
Salieron las dos sirvientas. Miora volvió poco después con una bandeja y la ayudó a incorporarse. Si bien no deseaba comer, Melody recordó las últimas palabras del doctor Fabre y se instó a esforzarse. “Es imperioso que proteja la salud de mi bebé. Necesito recuperar mis energías”. Miora le acercó la cuchara a la boca y Melody comió sin mirar de qué se trataba. “Sopa de gallina”, se dijo, y la tibieza del caldo le alivió la sequedad de la garganta. “No tiene sal”, pensó; de igual modo, sabía bien. Comía con actitud obediente, la vista perdida y en silencio.
—¿Dónde están todos? —susurró.
—Descansan antes de la cena, miss Melody —contestó Miora en voz baja.
No volvieron a hablar. Melody siguió tragando como autómata, y su pasividad exterior en nada armonizaba con el enjambre de pensamientos que asaltaban su mente; pasaba de un tema a otro sin ton ni son. “¡Qué mujer tan hermosa! Mucho más de lo que supuse. Dejé el membrillo en el fuego, ¿se habrá pegado? No quiero que Roger vuelva a verla. Se enamorará de ella otra vez. ¿Habrán dejado cristalizar el almíbar para las nueces? ¿Le habrá dado Perla la medicina a Víctor? ¿Qué hará Roger conmigo cuando regrese?”. Se echó a llorar. Miora apartó la bandeja y la abrazó.
—No se altere, miss Melody. El doctor Fabre dijo que vuesa merced debe permanecer tranquila. Cálmese, por favor, por el bien del niño.
Todo saldrá bien. El amo Roger lo compondrá todo. Él siempre lo compone todo.
Llamaron a la puerta, y la esclava se apresuró a abrir. El doctor Covarrubias se quitó el sombrero en el umbral y entró. Lucía incómodo, más bien apenado, aunque Melody no reparó en su actitud. Le pidió que tomase asiento en la silla que un momento antes ocupaba Miora y le contó lo sucedido. Covarrubias la escuchaba sin mirarla, con la cabeza algo inclinada, el ceño fruncido y una mano en el mentón, cada tanto asentía. Melody terminó su exposición y el abogado suspiró.
—Melody —dijo, con acento intimista—, no le mentiré: es una situación compleja y difícil. De hecho, el señor Blackraven ha cometido bigamia.
—¡Pero él…! —Melody se detuvo cuando Covarrubias levantó una mano.
—No ha existido intención de cometerla. Es sabido que su primera esposa fue dada por muerta. Sin embargo, ella acaba de aparecer con vida, quienes la conocen dan fe de que se trata de ella, y, por ende, el primer matrimonio del señor Blackraven sigue vigente. Mientras cursaba mis estudios en Charcas, escuché de un caso similar acontecido en la ciudad de México, donde era la mujer quien había contraído segundas nupcias creyendo perdido en alta mar a su primer esposo. Tanto el señor obispo como la Real Audiencia del Virreinato de la Nueva España dieron por nulo el segundo matrimonio, y se absolvió a la mujer y a su segundo esposo del pecado de haber vivido en concubinato.
—¡En concubinato!
—Desde un punto de vista legal, al ser nulo su matrimonio con el señor Blackraven, usted y su excelencia vivieron en concubinato durante estos últimos meses.
—¡Dios mío, ayúdame! —Se llevó la mano a la frente, de pronto muy descompuesta—. ¿Qué ocurrirá con mi hijo? —atinó a preguntar.
Covarrubias bajó la vista y entrelazó las manos hasta que sus dedos adquirieron una tonalidad entre roja y blanquecina. Melody insistió:
—¿Qué ocurrirá con mi hijo?
—Pues verá… El niño… Él será considerado hijo natural. Será ilegítimo.
Melody comenzó a respirar de modo agitado y rápido, con el mentón ligeramente levantado, como si el aire le resultase insuficiente. Covarrubias la contemplaba, atónito, y se puso de pie como espantado cuando Melody rompió en un llanto abierto y desconsolado. Se apartó para dar paso a Trinaghanta, que se sentó en la cama y cobijó a la muchacha entre sus brazos.
“Concubinato, ilegítimo, hijo natural, bigamia, pecado”, las palabras irrumpían con la potencia de un cañonazo en la cabeza de Melody. Quería detener el llanto y no lo conseguía. Una fuerza, sobre la cual no ejercía ningún control, había desbordado en su interior. Lloraba sin experimentar pena ni miedo ni dolor. Lloraba igual que respiraba.
La casa se había sumido en un silencio sepulcral. Todos debían de estar durmiendo. Horas atrás, los niños se habían presentado en su dormitorio y solicitado la bendición, y, como se encontraban tan alborotados con los nuevos visitantes, no repararon en su aspecto cadavérico. Mejor. Se sentó frente al espejo y se contempló un buen rato. Lucía espantosa. “Soy espantosa”, concluyó.
Ese día había comenzado tan bien que le resultaba inverosímil el curso que había tomado arruinándoselo por completo. En parte, había sido la belleza de Victoria la que la mantuvo en silencio y aturdida esa larde en el salón, como si de algún modo sospechase, en contra de toda lógica, de quién se trataba. En general, no se obtiene una apreciación acabada de una persona apenas se la conoce, no obstante, Melody podía recrear los detalles de Victoria con precisión: su cabello rubio, abundante y ondulado, aunque no salvaje como el de ella; las cejas castañas de preciso dibujo; los ojos celestes, algo sesgados, y de pestañas negras y espesas, que le conferían un aire intrigante; los pómulos, enhiestos y bien moldeados, que acentuaban la forma de corazón de su fisonomía. Se trataba de una dama de asombroso talle, alta y de huesos pequeños; encarnaría a una perfecta duquesa por ese buen tono sin esfuerzo que se descubría en ella. “Descuide, Isabella, siempre ha sido así entre nosotras, desde niñas. No entiendo por qué debería cambiar en esta instancia”. ¡Qué bien se había expresado! ¡Con qué garbo y soltura! Su voz no había fallado una vez.
Tomó la muñeca belga que Blackraven le había traído de Río de Janeiro y la contempló con nostalgia evocando la tarde en que se la regaló. Comenzó a encontrarle un parecido con Victoria y terminó por preguntarse si Roger también lo habría notado. “¿Cómo puede amarme a mí cuando una mujer como ella está enamorada de él?”, porque de eso ya se había convencido: Victoria Trewartha amaba a Roger.
Antes de la cena, Isabella la había visitado con la intención de llevarle un poco de paz; la acompañaba la anciana, de nombre Michela, que, sin emitir palabra, con actitud de experta comadrona, le tocó el vientre y le tomó las pulsaciones y la temperatura.
Isabella se había mostrado cordial, aunque distante; le comentó que ya ocupaban las habitaciones para huéspedes y que los atendían como a reyes, lo cual era mentira ya que las esclavas se negaban a recibir órdenes de Victoria. La servidumbre, al tanto de la situación, se amotinó en la cocina, y ni siquiera habrían preparado la cena ni tendido la mesa si Somar no las hubiese amenazado con ochenta azotes a cada una.
—¡Pero ni mil azotes me convencerán de servirle a la usurpadora! —se rebeló Gilberta, por lo que Trinaghanta tuvo que asistir a los comensales.
Isabella no permaneció mucho tiempo en el dormitorio de Melody. Antes de retirarse, expresó:
—Mi nuera lamenta profundamente este mal rato que usted ha debido pasar. Habría preferido que recibiese la noticia de otro modo. También fue duro para ella enterarse de que Roger había vuelto a casarse.
La había llamado “mi nuera”, y Melody ratificó una sospecha que siempre la había inquietado: la madre de Roger no la aprobaba como esposa del futuro duque de Guermeaux.
—Le ruego me disculpe con los demás —dijo Melody—, pero no los acompañaré durante la cena. Todavía estoy un poco débil.
—Por supuesto, querida. Quédese a descansar.
Miora le comentó que Amy Bodrugan no había cenado en San José y que se había marchado, enfurecida, después de discutir con el tal Távora y con la señora Isabella; y que la usurpadora tampoco se sentó a la mesa sino que Trinaghanta le llevó, a su dormitorio, té con leche y bizcochos de anís porque estaba indispuesta.
Melody pensó que esa mujer dormía en una de las habitaciones que ella, con tanta ilusión, había decorado durante el verano; que la envolvían las sábanas de hilo que ella y Miora habían cosido y que la abrigaba la manta de merino que ella había tejido; que usaba su vajilla, la que Roger fabricaba en Cornwall, toda una rareza en Buenos Aires, de la cual se enorgullecía; que tomaba su té y que comía los bizcochos de anís que ella había horneado. Se sintió invadida, y, a pesar de haber amonestado a Miora por llamar a Victoria Trewartha “la usurpadora”, le pareció la mejor definición.
Melody, sobre todo, necesitaba predecir la reacción de Blackraven. ¿Se alegraría al ver a su primera esposa? ¿La abrazaría? ¿La besaría en los labios? ¿Le perdonaría su infidelidad con Simon Miles? De seguro que se alegraría ya que, por lo menos, la aparición de Victoria Trewartha terminaría con las suspicacias que su muerte había echado sobre el buen nombre de Blackraven. ¿Pensaría Roger en el descrédito de la casa de Guermeaux? ¿Intentaría preservar del escándalo al ducado aviniéndose a admitir de regreso a su esposa perdida? Más allá de que él le hubiese manifestado que el ducado lo tenía sin cuidado, ella sabía que no era verdad. Amy Bodrugan (“quien más conoce a Roger en este mundo”, se recordó), días atrás, le había confesado que Blackraven amaba Cornwall, la tierra de su padre, y que siempre había querido al actual duque, a pesar de que se empeñase en odiarlo. “Bah, al menos siempre ha querido que su padre lo quiera”, había apostillado Amy. ¿Se decidiría por repudiar a Victoria Trewartha y pedirle el divorcio para casarse con ella? Divorcio, una palabra más sórdida que bigamia o bastardía. ¿Aceptaría ella, una católica, casarse con un divorciado? Pensó en Lastenia, su madre.
Melody acabó por admitir que temía volver a enfrentar a su esposo en esas circunstancias. “Ya no es mi esposo”. No soportaría que Blackraven le dijera: “Cariño, tú y un grupo de esclavas os instalaréis en el Retiro. Iré a visitarte todas las semanas”, aunque lo que en verdad temía era enfrentarlo en presencia de Victoria Trewartha, lo que en verdad no soportaría sería que la comparase. Esa humillación se la ahorraría.
Dejó la silla frente al espejo del tocador y se encaminó hacia el ropero arrastrando los pies. Le dolía el brazo donde el doctor Fabre la había cortado para sangrarla, y le tomó el doble de tiempo llenar un bolso de cuero con algunas de sus ropas y las que Miora le había cosido al bebé; no necesitaría los vestidos rumbosos ni los guantes de cabritilla ni los abanicos ni las joyas, tomaría lo indispensable, ropa de abrigo, guantes y calcetas de lana y sus botines de cordobán, y sólo llevaría una prenda suntuosa, la palatina de marta, lo mejor para prevenir un dolor de garganta. Extrajo de un cartapacio el retrato a la carbonilla de Jimmy y lo contempló brevemente antes de guardarlo en el bolso.
En tanto aprestaba sus cosas, Melody se preguntaba a quién acudiría por ayuda. Enseguida descartó a Lupe y a Pilarita; necesitaba alejarse de Buenos Aires y ganar tiempo para serenarse y meditar. La aparición de Victoria la había sumido en la confusión más negra de su vida, y no atinaría con una decisión clara y meditada mientras permaneciese cerca del embrollo y permitiese que las habladurías, que se desatarían con crueldad, ejercieran sobre ella el efecto de siempre: deprimirla y asustarla. Pensó en Simonetta y después se arrepintió dado que su amistad contaba con pocas semanas y, en verdad, no la conocía; si bien había optado por seguir frecuentándola a pesar de conocer la verdadera naturaleza de su relación con Ashantí, aún no se sentía preparada para confiar en la italiana. “Iré a Bella Esmeralda”, se dijo, y una agradable añoranza le calentó el pecho para desvanecerse en un instante al concluir que sería el primer sitio donde Blackraven la buscaría. “¡Papá Justicia!”, pensó, y de inmediato se acordó de que el viejo quimboto trabajaba para Blackraven, al menos lo había hecho en ocasión de la conjura de esclavos de la que Tommy formaba parte.
—Iré a ver a don Gervasio —pronunció con acento firme y decidido, y el sonido de su propia voz operó un cambio positivo en su ánimo.
En ocasión del nacimiento de Rogelito, Gervasio Bustamante le había expresado su eterna gratitud por haber salvado a Polina y a su hijo de una muerte segura y cruenta a orillas del Río de la Plata; el hombre le había besado las manos e insistido en que acudiese a él frente a cualquier dificultad. “Pues bien”, se dijo, “llegó el día de poner a prueba la palabra de don Gervasio”.
Se sentaría en su confidente y aguardaría a que el cielo clareara; no se aventuraría en la calle con esa oscuridad. No tenía sueño con tanto alboroto en su cabeza, por lo que no correría el riesgo de dormirse. Pero se durmió.
—Miss Melody, miss Melody.
—¿Qué ocurre? —se despertó con un sobresalto.
—¿Adónde piensa ir? —le preguntó Miora, y, como Melody seguía mirándola, con una mueca desorientada, la esclava le señaló el bolso de cuero a sus pies.
Se incorporó con dificultad; le dolían las sienes y tenía la boca seca.
—Iré con usted. No la dejaré partir sola.
—No, no vendrás. Te convertirías en una cimarrona.
—Tendrá que matarme para que no la siga —se empacó la esclava.
—¿No piensas en Somar?
Miora se sacudió de hombros.
—Él entenderá.
—Si te atrapan, Blackraven te dará de azotes hasta dejarte el lomo en carne viva.
—Qué poco conoce vuesa merced al amo Roger. Él me estará muy agradecido por haber protegido a su esposa y a su hijo.
—¡No soy su esposa!
—Está bien, a su esposa no. A la mujer que ama.
—¡No me fastidies con tus impertinencias!
—Entonces, permítame marchar con usted.
—Ve a preparar un poco de ropa —la engatusó Melody para huir a continuación.
—Ya tengo un lío con mis prendas en la puerta. Hace rato entré y la vi dormida con el bolso a sus pies, y me di cuenta de sus intenciones. Y fui ligerito a preparar mis cositas. No la detendré, pues la entiendo, pero no la dejaré marchar sola.
—¡Negra ladina! —dijo Melody, y Miora abrió grandes los ojos pues se trataba de la primera vez que su señora la llamaba “negra”.
Blackraven había pasado la noche en el Sonzogno después de haber fondeado en El Cangrejal la tartana que alquiló en Colonia del Sacramento. A las siete de la mañana, montó a Black Jack y emprendió el regreso a Buenos Aires; calculó que, si mantenía un buen ritmo y sólo se detenía en dos postas, llegaría a la casa de San José alrededor de las dos de la tarde, para el almuerzo.
Se había tratado de un viaje provechoso; el negocio de la calera de doña Rafaela del Pino, bien administrado, devengaría suculentas ganancias. De todos modos, ya no pensaba en las canteras de cal ni en sus trabajadores ni en las herramientas que debían reemplazar ni en las medidas de seguridad que resultaba imperioso tomar. Pensaba en la tarde que pasaría en su dormitorio con su esposa. Se preguntaba acerca de ella la mayor parte del tiempo, si se encontraría bien de salud, si evitaría salir sola, si Amy estaría importunándola, si algún esclavo la habría entristecido con sus penas, si las reformas en el hospicio le habrían traído algún inconveniente, si estaría feliz.
Al divisar el portón trasero de su casa, lo embargó una cálida sensación de familiaridad, y le vino a la mente la palabra “hogar”. Saltó de Black Jack y entró con una ansiedad que le impidió notar que los esclavos lo rehuían y que Siloé tenía los ojos hinchados de llorar. Cruzó los tres patios e irrumpió en el comedor, hasta donde lo habían guiado unas voces. “Están almorzando”, pensó.
Vio primero a Isabella y, como a un apéndice de ella, a la vieja Michela sentada a su lado. Aunque lo fastidiaba que lo tomaran desprevenido, avanzó con una sonrisa.
—¡Madre! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hacéis…? —Se interrumpió, y no advirtió que Malagrida y Távora, al igual que Isabella, se ponían de pie, y no lo advirtió porque su vista se clavaba en una mujer que, sentada a la cabecera, había dejado de darle la espalda y lo miraba a los ojos.
—¿Victoria? —La voz le salió en un susurro—. ¿Victoria? —repitió, casi sin aliento, agitado.
—Alejandro, por favor, querido —terció Isabella—. Ven, siéntate.
Blackraven caminó hacia Victoria, la asió por el brazo y la obligó a abandonar la silla y apartarse de la mesa. Se miraron durante un prolongado silencio.
—¿Eres tú? ¿De veras eres tú?
—Sí, soy yo, Roger. Yo soy Victoria, tu esposa.
—¡Dios mío!
La soltó como si el contacto lo hubiese quemado, y se echó hacia atrás varios pasos.
—¿Qué significa esto? ¿Qué diablos hacéis aquí? —Al dirigir la mirada hacia el resto, notó la ausencia de Melody—. ¿Dónde está Isaura? —Se dio cuenta de que el pánico se apoderaba de los semblantes de su madre, de Malagrida y de Távora; él también sintió pánico, que se manifestó como ira—. ¡Dónde está Isaura, carajo! ¡Dónde está mi esposa!
—¡Yo soy tu esposa! —intervino Victoria.
—¡Tú cállate!
Victoria volvió a su silla y se puso a llorar. Malagrida se inclinó en el oído de Távora y le susurró. De inmediato, Adriano tomó a Victoria del brazo y la sacó del comedor. Isabella se acercó a su hijo para confesarle la verdad, pero Malagrida tomó la palabra antes de que empezara a hablar.
—Tu esposa ha huido, Roger. Se marchó hace dos días, a la mañana siguiente de la llegada de tu madre y de Victoria. No sabemos dónde está.
—¡Qué!
Isabella, que aferraba el brazo de su hijo, percibió que se tambaleaba.
—¡Alejandro, por favor, hijo mío! ¡Conserva la calma!
—¡Qué estáis diciendo! ¿Que mi mujer ha huido con mi hijo en su vientre, y vosotros aquí, sentados a su mesa, comiendo y pasándolo como reyes? ¡Qué le habéis hecho para que se marchara! Madre, ¿qué le has dicho? ¿Qué le ha dicho Victoria? ¡La mataré si la ha ofendido de alguna manera!
—¡Roger, contrólate! —intervino Malagrida—. Ya no lances acusaciones cuando nada sabes de lo ocurrido. Isabella, por favor, una copa con brandy. Roger la necesita.
Isabella le hizo una seña a Michela para que se encargase de la bebida, mientras ella intentaba desembarazarlo del abrigo y Malagrida le acercaba una silla. Blackraven se quitó a su madre de encima con una sacudida y pateó la silla, arrojándola a varios palmos.
—¡Dejadme en paz! Y decidme adónde ha ido mi esposa. ¿Dónde está mi Isaura?
—No lo sabemos —reiteró el jesuita—. Hace dos días que Somar y todos tus hombres rastrean la ciudad y los alrededores. No habrá ido muy lejos. Quizá se esconda cerca de aquí.
—¿Qué le dijisteis? ¿Qué le hicisteis para que tomase una medida tan drástica?
Michela le puso el vaso con brandy enfrente. Roger lo tomó y lo estrelló contra una pared.
—¡Basta de sandeces! Decidme de una vez qué fue lo que pasó.
—Alejandro, hijo mío, nada la habría preparado para la impresión que recibió. La pobrecita se puso mala y hubo que llamar al médico, que decidió sangrarla pues la presión se le había ido a las nubes.
—Oh, Dios mío, no, no, por amor de Dios, no. No me digas esto, madre, estás matándome.
Isabella, desconcertada ante la reacción de su hijo, levantó la mirada y buscó la de Malagrida. El hombre le devolvió una expresión que decía: “Le advertí que la amaba más allá del entendimiento; le advertí que Roger no era el mismo”.
—La muchacha —prosiguió Isabella— debió de pensar que ya no había lugar para ella en esta casa y por eso tomó esa alocada decisión. Por la memoria de mi padre te juro, Alejandro, que no le dijimos ni le hicimos nada para incomodarla. ¿Adónde vas?
—¿Adónde crees, madre? A buscar a mi mujer.
—Somar y Eddie O’Maley están encargándose de eso —dijo Malagrida—. No han hecho otra cosa en estos días. Tú deberías…
Blackraven ya no lo escuchaba. Corría hacia la zona de la servidumbre y, a los gritos, le pedía a Ovidio que le ensillara otro caballo.
—¿Mi esposa se llevó a Fuoco?
—Sí, amo Roger. También se llevó a Goti, la cabrita del niño Jimmy.
—Si llega a aparecer Somar, le dices que me espere, que no vuelva a salir.
—Sí, amo Roger.
Terminada la cena y antes de marchar a dormir, Isabella llamó a la puerta del dormitorio de Victoria. La encontró en cama, con los ojos hinchados y las mejillas arreboladas, no de un modo saludable, más bien lo contrario, como si tuviese fiebre. Tosía con un pañuelo para amortiguar el ruido.
—Mandaré traer alguna de las infusiones de Trinaghanta. No luces bien.
—Ni siquiera se detuvo a preguntarme qué había sido de mí —sollozó Victoria—. Sólo le importó la suerte que hubiese corrido esa chiquilla. —Isabella guardó silencio—. Me trató como a un perro, como si jamás hubiésemos estado casados. ¡Y seguimos estándolo! Yo no he muerto, por mucho que a Roger le pese.
—No le pesa —intercedió Isabella—. Está preocupado. La muchacha está encinta y teme que algo grave le ocurra. Es lógico.
—No ha venido a verme.
—Ya lo hará. Ten paciencia.
—Su belleza es vulgar —manifestó Victoria, pasado un silencio.
—Si te refieres a Isaura, no diría vulgar —opinó Isabella—, sino exuberante. ¿Acaso no lo es su cabello? ¿O sus labios? ¿Su cuerpo, de curvas tan pronunciadas? Se nota, a pesar del embarazo. Hasta el turquesa de sus ojos es tan… turquesa; nunca vi una tonalidad tan definida, sin matices. No cabe duda, es una mujer de extremos.
A Victoria, el discurso le sonó como una apología.
—Sus senos son desproporcionados. Parece una campesina que ha amamantado a diez mocosos. Tiene la contextura de una mujer gorda.
—Es porque está a término.
Victoria se puso a llorar e Isabella le tomó la mano. Se apiadaba de su nuera, bien conocía ella el padecimiento que causaba el rechazo del hombre amado. Debía de sentirse en desventaja con respecto a la nueva esposa de Roger, muchos años más joven y a punto de darle un hijo, algo que Victoria jamás había conseguido.
—Vamos, hija —la instó—, métete en la cama. Mañana, descansada y más tranquila, no juzgarás tan negro tu porvenir. Enseguida regreso. Iré por tu infusión.
Isabella abandonó el dormitorio y, después de cerrar tras de sí, se apoyó sobre la puerta, se llevó una mano a la frente y suspiró.
—¿Cansada?
La voz profunda y sensual de Malagrida no la sobresaltó sino que la envolvió como una caricia y la enervó. Apartó su mano del rostro y le sonrió con tristeza.
—Muy cansada, Gabriel. Y muy preocupada. ¿Cómo se resolverá esta situación?
—Es complicada, de veras lo es. Pero lo más importante ahora es hallar a miss Melody sana y salva, por el bien de ella, pero, muy especialmente, por el de Roger.
Isabella lo contempló con fijeza y Malagrida le devolvió la mirada. Se palpaba una intensidad en aquel cruce, un mensaje mudo, aunque elocuente, de la afinidad existente entre ellos. Le fascinaba que ese hombre tan espléndido amara a su hijo, que lo respetara y que lo admirara, y anhelaba, con la emoción de una jovencita, que en ese mensaje sin palabras le expresara que también ella era destinataria de una parte de ese afecto, de una porción de ese respeto, de algo de esa admiración.
—Me alegro de que esté aquí, Gabriel. Su presencia me tranquiliza.
—Yo también me alegro de que usted esté aquí, Isabella.
Le tomó la mano, se inclinó y la besó.
—Buenas noches —dijo el jesuita, y caminó deprisa hacia el despacho.
Isabella lo siguió con la mirada hasta que Malagrida se desvaneció en la penumbra del corredor, y continuó atenta al sonido de sus botas sobre las tablas de roble aun después de que había ingresado en la biblioteca.
Gabriel Malagrida le despertaba un sentimiento poco frecuente. Le gustaba como hombre, sí, pero no era la atracción física que ejercía sobre ella lo que la inquietaba sino la necesidad de agradarle, no como mujer sino como persona. Acostumbrada a que su belleza y simpatía cautivaran a los del sexo opuesto, en relación con Malagrida le resultaban insuficientes, como si él se hallara por encima de esas frivolidades, como si no reparase o no concediera importancia a sus cualidades más logradas. Él poseía una cultura, un discernimiento y una vida espiritual que la posicionaban muy por debajo. Lo admiraba y al mismo tiempo ansiaba contar con su beneplácito.
Blackraven volvió a San José entrada la noche. Había recorrido la ciudad buscando a Melody, no tanto porque tuviera fe en encontrarla sino porque le resultaba imposible renunciar a la lucha. El silencio de la casa le pareció insultante, todos deberían compartir su agitación y dedicarse a buscarla. Antes de alcanzar el despacho, una sombra furtiva lo llevó a desenvainar el estoque.
—¡Amo Roger! —Trinaghanta se echó a llorar a sus pies.
Blackraven la tomó por el brazo y la levantó como si se tratase de una pluma.
—¡Perdóneme, amo Roger! ¡No debí dejarla sola esa noche! Estaba muy conmocionada, mi pobre señora. No debí dejarla sola. Su excelencia me la había encomendado. Le he fallado, he faltado a mi palabra. ¡Por favor, perdóneme!
—Cálmate, Trinaghanta. Nada de lo sucedido es tu culpa.
—Si me hubiese quedado junto a ella no se habría marchado. Pero mi señora me pidió que me fuera. Me dijo: “Estaré bien, Trinaghanta. Vete a descansar. Necesito estar a solas”. ¿Qué podía hacer yo, entonces? ¡Ah, debí echarme a dormir en el umbral de su puerta! ¡Eso debí hacer!
El llanto recrudeció. Blackraven le palmeó la mejilla.
—La encontrará, ¿verdad, amo Roger?
—Puedes apostar. Ahora ve a dormir. Luces extenuada.
—Es que no duermo desde que mi señora se marchó. No tengo paz.
—Descansa esta noche porque mañana me ayudarás a buscarla.
—¡Oh, sí! Haré cualquier cosa que me pida, amo Roger.
En el despacho, lo aguardaban Malagrida, Távora, O’Maley y Somar.
—¿Alguna información? —preguntó Adriano, y Blackraven sacudió la cabeza con gesto huraño, y caminó a grandes zancadas hasta el mueble de las bebidas. Se quitó el abrigo y los guantes, y los arrojó sobre el diván.
—Somar, tráeme un trapo humedecido —y se sirvió una medida de whisky irlandés, que bebió de un trago.
El turco regresó al cabo y le extendió una toalla. Blackraven se la pasó por el rostro.
—Decidme qué habéis hecho para encontrarla en estos dos días.
O’Maley tomó la palabra para explicarle que habían visitado a sus amistades —a la baronesa de Pontevedra, a la señora Moreno y a Simonetta Cattaneo—, quienes parecían sinceras al asegurar que nada sabían de Melody.
—¿Fuisteis a lo de madame Odile?
—Por supuesto —intervino Somar—. No la ha visto desde antes de la muerte de Jimmy. Se inquietó tanto que ordenó a dos de sus empleados que se nos unieran en la búsqueda. Hasta hoy están ayudándonos.
—Fuimos también al Retiro y enviamos a dos de mis hombres a Bella Esmeralda —declaró O’Maley—. Aún no han regresado. Supongo que lo harán mañana, a más tardar pasado mañana. Quizá traigan buenas noticias.
—¿Y qué con Papá Justicia? —le preguntó Blackraven a Somar.
—Nada sabe. Y puso a un ejército de negros a buscarla. Confío en que daremos con alguna seña en pocos días. Una mujer de sus características, con una esclava y un caballo de la estampa de Fuoco, no pasará inadvertida.
—¿Qué hay del puerto? ¿Habéis averiguado si la han visto en algún barco?
—Hemos hablado con los carreteros —O’Maley se refería a los dueños de las carretas que conducían a los pasajeros hasta los barcos, anclados a una milla, a veces más, de la costa—. Tengo gente apostada día y noche en el puerto. También mis hombres vigilan las compañías de coches que emprenden viajes hacia el interior.
—¿A qué hora huyó?
—Calculamos que fue a primera hora de la mañana del día siguiente a la llegada de tu madre y de Victoria —expresó Malagrida.
—Trinaghanta fue la primera en notar su ausencia cuando se dirigió a su habitación para asistirla como cada mañana. Serían las siete y media.
Blackraven se llevó el puño a la boca y fijó la vista en la alfombra al tiempo que repasaba todas las posibilidades de que Melody disponía para huir. Dedujo que, por el bien del niño, no se arriesgaría a deambular por caminos peligrosos y a pasar hambre y frío. “Lo más probable”, meditó, “es que no se encuentre muy lejos”.
—¿Habéis visitado los hoteles, hospedajes y casas de alquiler?
—Sí, yo mismo me ocupé de eso —dijo Somar.
—¿Tú averiguaste algo, Roger? —se interesó Malagrida.
—Anduve por las pulperías, repartiendo cuartillos a cambio de información, sin ningún éxito. Pero ofrecí cuantiosas recompensas para quien brinde alguna seña.
—Desde mañana, ésos que se lo pasan bebiendo y jugando a la baraja rastrearán a miss Melody y a Miora por la campaña —apuntó Somar.
—Muy bien —dijo Roger—. Os agradezco que me hayáis esperado hasta esta hora. Podéis ir a descansar. Mañana, a las siete, retomaremos la búsqueda. Adriano, aguarda un momento. Necesito hablar contigo.
Volvió a escanciar whisky en dos vasos haciendo tiempo para que los demás abandonaran la estancia. Le entregó uno a Távora.
—¿Por qué diantre trajiste a Victoria al Río de la Plata si sabías que yo me había casado?
—Ella se empecinó, Roger. Tú conoces lo voluntariosa que puede ser. Me dijo que si no la traía en la Wings, se embarcaría en la primera nave que zarpara con destino a la América del Sur. Tu tío Bruce y tu madre trataron de disuadirla, pero estaba muy encaprichada. Cuando llegué a Londres con la noticia de tu boda…
—¿Cómo? ¿Mi tío Bruce no estaba enterado?
—No. Fui yo quien lo puso al tanto.
—Despaché una carta para él meses atrás, el sábado 22 de febrero. Lo recuerdo porque fue el día antes de mi boda. Ahí le comunicaba a mi tío que había decidido contraer nuevas nupcias.
—No creo que Bruce haya recibido esa carta, Roger. Lucía tan sorprendido como tu madre y como Victoria cuando les dije que habías vuelto a casarte. Lo mismo Constance.
—Supongo que conoces los detalles de la reaparición de Victoria. —Távora asintió—. Cuéntame.
Como habían sospechado, Victoria Trewartha se había lanzado al mar desde el risco donde encontraron sus ropas y una carta para Blackraven; con todo, no había muerto.
—Me cuesta creerlo —se impacientó Blackraven—. Esa caída tendría que haberla matado.
—Victoria recuerda haber caído en el agua como si hubiese caído en tierra, así de duro fue el impacto, de igual modo no perdió el conocimiento, o quizá lo perdió por algunos segundos, no lo recuerda. Pero enseguida nadó hacia la costa. Tiempo más tarde despertó en la calzada que conduce al monte Saint Michael.
Blackraven poseía dos propiedades en Cornwall: una cerca de Truro, donde se hallaban las minas de cobre y las canteras de caolín que abastecían a su fábrica de porcelana; y otra al sur del condado, entre las ciudades de Marazion y Penzance, cerca del castillo medieval de los Guermeaux, donde se erigía el palacio estilo isabelino llamado Hartland Park, en el cual había vivido con Victoria y donde la había encontrado en brazos de su amigo Simon Miles. Frente a la ciudad de Marazion, se eleva en el mar una especie de islote o prominencia rocosa llamada monte Saint Michael, en la cima del cual se construyó, en siglo XII, un castillo ocupado por una familia que, al igual que los Guermeaux, llegó a las islas británicas formando parte del ejército de Guillermo el Conquistador, que batalló en Hastings. Al monte de Saint Michael se accede en bote o a pie por una calzada construida en el siglo XV, que se despeja durante cinco horas en la bajamar. Allí, sobre ese camino, un empleado del castillo de Saint Michael halló el cuerpo casi desnudo de una mujer que, en un principio, creyeron muerta.
—¿Quieres decirme que Victoria flotó varias millas por las aguas heladas del mar y sobrevivió?
—Acuérdate de que Victoria es una gran nadadora; el propio Simon Miles le enseñó cuando eran niños. Tu tío Bruce se entrevistó con Peter Trevanion —Adriano hablaba del señor del castillo de Saint Michael—, que corroboró la historia. Creyeron que se trataba de la superviviente de un naufragio acontecido el día anterior, creyeron que era pasajera de la Formidable, una corbeta francesa. Victoria tardó días en recuperarse y, cuando pudieron preguntarle quién era y de dónde venía, Trevanion dijo que se quedó mirándolos, como si no comprendiera. Le hablaron en francés, seguros de que se trataba de una pasajera de la Formidable, y ella les respondió en esa misma lengua con acento tan claro que no tuvieron dudas.
—¡Claro que habla francés a la perfección, sin acento alguno! —se encolerizó Blackraven—. Su madre es francesa, y fue la primera lengua que Victoria habló. —Hizo una seña para que Adriano continuara.
—Victoria no recordaba cuál era su nombre ni de dónde provenía.
—¡Ja! ¡Muy conveniente!
—¿Qué insinúas? ¿Qué fingió haber perdido la memoria? ¿Con qué objeto?
—Con objeto de desaparecer. Yo la había encontrado en la cama con otro, su buen nombre era historia. La amenacé con repudiarla, con acusarla de adúltera y enviarla a prisión, por eso huyó despavorida de casa. Lo hizo para escapar de la ignominia.
—No, no, Roger, estás exagerando. Victoria es una mujer de poco ingenio y muy prudente. Eso que sugieres habría sido una farsa demasiado azarosa para una naturaleza como la de ella. Además, ¿para qué regresar ahora si su propósito era desaparecer? En fin —dijo, con un suspiro—, creo que nunca sabremos la verdad. Lo cierto es que los Trevanion la entregaron a las autoridades en Penzance, quienes jamás imaginaron que podía tratarse de la condesa de Stoneville. Todos la reconocieron como la única superviviente del naufragio de la Formidable. Victoria fue llevada a la Francia donde vivió en un convento de Boulogne-sur-Mer, el de las Trinitarias Recoletas, hasta que recuperó la memoria y volvió a Cornwall. ¿Te acuerdas de cuando te conté en Río de Janeiro que había ido a tu casa en Londres y que Duncan me había informado que tu tío Bruce, tu madre y Constance habían partido hacia Cornwall? —Blackraven asintió—. Pues bien, habían viajado con urgencia pues tu notario en Truro, el doctor Pearson, había escrito a tu tío para comunicarle la aparición de tu esposa.
Távora le conocía ese gesto, cuando se frotaba el puño en la boca y miraba fijamente al suelo sin pestañear; estaba tramando algo.
—Quizá Victoria pueda salvar las dudas que te inquietan.
—No tengo deseos de verla ni de hablar con ella.
—Tendrás que hacerlo, tarde o temprano. Es tu esposa.
—Sí, tendré que hacerlo, tarde o temprano. Pero para mí, mi esposa es Isaura, y no quiero volver a escuchar lo contrario.
—Está bien, de acuerdo. Cambiando de tema, cumplí con los encargos que me encomendaste en Río de Janeiro. ¿Deseas hablar de eso?
—No ahora. No tengo cabeza para nada excepto para Isaura. Aunque de un asunto sí me gustaría saber. ¿Qué has averiguado acerca de La Cobra?
—Nada, Roger. Viajé a París, pero no obtuve ninguna información de valía.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, Isabella desayunó a solas con su hijo en el comedor. Se notaba que no había pegado ojo; las duras líneas de su rostro se habían acentuado, lo cual, sumado a su expresión ominosa, le confería el aspecto de un sayón.
—En cuanto se complete el reaprovisionamiento de la Wings, tú y Victoria regresaréis a Londres —anunció, sin mirarla.
—Victoria no está bien de salud, Alejandro. No soportará otro viaje tan pronto.
—Debió de considerarlo antes de lanzarse hasta aquí.
—Sus pulmones se resintieron después de aquella caída en el mar y nunca se recuperaron. No me lo ha dicho, pero creo que padece de tisis. Anoche fui a verla a su recámara y tenía fiebre y mucha tos. Hoy llamaré a un médico. —El silencio de Blackraven la alentó a continuar—. ¿Qué harás, hijo?
—En primer lugar, encontrar a mi mujer. Después, divorciarme de Victoria y casarme con Isaura.
—¡No puedes! Será un escándalo. Tu padre no lo admitirá.
—¡Madre! —se enfureció Blackraven, y asestó un golpe que hizo tintinear la cubertería y la vajilla—. ¿Qué diablos me importa lo que diga mi padre? No amo a Victoria, nunca la amé. Me divorciaré de ella y le daré tanto dinero que no le alcanzará la vida para gastarlo. Puedes decírselo para que no se inquiete. En cuanto a su buen nombre, ella ya lo había mancillado al acostarse con otro siendo la condesa de Stoneville. Puede marcharse a París, siempre le ha gustado, o a Viena, o adonde diantre quiera, pero no la recibiré de nuevo como mi esposa. Y no se hablará más del asunto.
—Victoria no tiene culpa de haber sobrevivido a esa caída, Alejandro. Pareces apenarte de que esté viva.
—No me apeno de que esté viva. Al contrario, es para mí un gran alivio porque siempre me culpé de su absurda muerte.
Blackraven siguió sorbiendo su café con la vista clavada al frente. Isabella sentía su sufrimiento, su ira, su impotencia. Le tomó una mano y se la besó.
—Cariño, no te angusties, no habrá ido muy lejos. Casi una niña, sola, sin dinero, ¿adónde iría? Se amedrentará y volverá pronto.
—Tú no conoces a Isaura, madre. De verdad es una niña, y está sola, sin dinero y con mi hijo en su vientre, ¿pero amedrentarse? —Sacudió la cabeza—. No volverá. Su maldito orgullo irlandés la mantendrá lejos de aquí.