Zara sorpresa de Bela, Braulio resultó un excelente amante, y, si olía el humo de la hierba mágica antes de acostarse con él, hasta tenía la impresión de encontrarse bajo el peso de Blackraven. La primera vez, Braulio la tomó por la fuerza. Cierto que ella había estado coqueteándole con descaro, buscando soltarle la lengua para enterarse de los planes de Enda; hacía tiempo que sospechaba que la irlandesa la había sacado del juego. Necesitaba un aliado, y Braulio se presentaba como la única opción.
Se resistió al principio, aunque cierta familiaridad al aferrarse a esos hombros tan anchos y en la potencia de los embistes la hizo quedarse quieta y callar las protestas. Bajo los párpados, le pareció ver el rostro de Blackraven. Alcanzó el clímax con rapidez, y el orgasmo la sació como pocas veces. El tiempo en el convento y en ese paraje desolado la habían vuelto inerte, y sólo después de haber gozado tan intensamente reparó en cuánto echaba de menos a un hombre. Después de todo, nadie se enteraría de que se revolcaba con un esclavo.
A menudo se reprochaba haber caído tan bajo; se deprimía y sentía repulsión de sí. Ella quería a Roger Blackraven, no a ese negro, por muy bueno y callado que fuera para el sexo. De igual modo, la simulación que desplegaba en compañía de Braulio daba cuenta de sus excelentes dotes para la actuación, el pobre idiota hasta había terminado por enamorarse y creía que se fugarían juntos.
Bela supo ocultar su alarma el día en que Braulio le confesó que doña Enda lo había enviado a asesinar al sujeto que había degollado a su hijo Paddy.
—El muy mal nacido —añadió— es más fuerte que una yunta de bueyes.
—No creo que sea más fuerte que tú, querido —lo lisonjeó.
—No más fuerte que yo, pero sí igual de fuerte, y yo no lo sabía. Doña Enda no me había dicho nada. Y por eso me ligué este corte.
—Yo lo encuentro muy sugerente, muy varonil. Dime, cariño, ¿Enda ha vuelto a pedirte que mates al sujeto?
—Me dijo que esperaríamos, que el hombre es un bellaco y que, después del ataque fallido, andará atento como un sarraceno.
—Braulio, por favor, te suplico, no enfrentes a ese hombre otra vez. ¿Qué sería de mí si algo te ocurriese? De seguro irá armado, con armas de fuego, y tú, por muy vigoroso que seas, nada podrías hacer si te disparase. ¡Anda, prométemelo! No volverás a atacar a ese hombre.
—¿Qué le diré a doña Enda?
—No sé. Inventaremos una mentira, pero prométeme, júrame que no pondrás tu vida en peligro de nuevo.
—Te lo juro, Bela.
Braulio no sólo se desempeñaba como un excelente amante sino como un perfecto vasallo, sumiso y obediente. “¡Qué fácil es manipularlo!”, se jactó el día en que lo convenció de que la sobrina de Enda, Melody Maguire, debía morir.
Se encontraban siempre en el mismo sitio, donde Braulio la había tomado por primera vez. Mientras Enda atendía a sus clientas o desparecía de vista, ellos huían al monte. Esa tarde, Bela llegó antes a la cita. Estaba deprimida porque había pasado el efecto del humo, y todo se le antojaba más lúgubre. No le resultó difícil echarse a llorar. Al verla de cara sobre la hierba, sollozando, Braulio se desesperó, tanto que Bela sintió un poco de lástima.
—Lloro porque mi vida ha sido muy dura, Braulio. Siempre he sido infeliz. Sólo ahora, que te tengo, sé lo que es la dicha. Aunque nunca seré dichosa por completo porque la amargura que me causa la injusticia me lo impide. Yo estoy aquí, sufriendo, mientras que la persona que me lo quitó todo goza como una emperatriz.
Y le contó una mentira que Braulio no dudó en creer. Melody, la sobrina de doña Enda, había asesinado a su esposo, Alcides Valdez e Inclán, para inculparla y de ese modo quedarse con su casa, su dinero y sus cuatro hijas.
—Soy una fugitiva, ahora lo sabes. Por esa razón, a las clientas de Enda les decimos que mi nombre es Rosalba y que soy su hija. ¡Mira cuánto confío en ti! Después de la muerte de mi esposo, me enviaron al convento para evitar la ruina de la reputación de mis hijas, pero habría sido lo mismo que me enviaran a prisión. Enda se apiadó de mí y me ayudó a escapar. Bueno, tú nos ayudaste a escapar, cariño, por mandato de Enda.
—Sí —replicó el esclavo, con mirada reverente—. Cuando te vi por primera vez pensé: “Es la mujer más hermosa que existe”.
Bela sonrió con tristeza y volvió a echarse a llorar.
—Enda no quiere oír hablar de escarmentar a Melody Maguire porque es su sobrina y la quiere, a pesar de que sabe que es una pérfida. Fue la esposa de su hijo Paddy, y ella cree que es su deber respetarla. Pero tú conoces a Melody de la época en que vivía en Bella Esmeralda y sabes que trató de asesinar al hijo de Enda. Es perversa.
—Sí, es verdad. Le dio una cuchillada y lo dejó medio muerto. Aunque es justo decir que el amo Paddy la trataba muy mal, como a un perro. Hasta la marcó con el carimbo. Aquí —dijo, y se llevó la mano a la espalda, a la altura de los omóplatos.
—¿De veras? —Se repuso enseguida del asombro—. Tú no sabes cómo era Melody, cariño. Paddy la trataba mal porque conocía su índole cruel.
—Es cierto, yo no la conocí demasiado pues, al poco tiempo de mi llegada a Bella Esmeralda, se fugó.
—Esa mujer arruinó mi vida, Braulio, y posee todo cuanto es mío, y, a pesar de que nunca volveré a recuperar lo que me pertenece, no creo que sea justo que ella viva feliz.
—No, no es justo, Bela.
—Debería morir —manifestó, en medio de un quebranto.
—Sí, debería morir.
La negra Cunegunda no aprobaba su relación con Braulio, y de pronto se había transformado en una persona sensata, en la voz de su conciencia. Desde la noticia de la muerte de Sabas, la negra era otra, hasta se le había dado por rezar el rosario, uno de fabricación casera, hecho con lentejas, cuando meses atrás se dedicaba a la práctica de la magia negra.
—Esa mala hierba le hace cometer locuras, ama Bela.
—Me secundabas cuando me acostaba con Roger.
—Pues hacía mal. Y, de todos modos, el amo Roger era el amo Roger, todo un señor. Braulio es un esclavo. Ahora no la ayudaré —le advirtió—. ¿Cuánto tiempo tardará la señora Enda en darse cuenta de que su merced anda enredada con su esclavo? ¡Esto será peor que la noche de San Bartolomé!
—No se dará cuenta. Somos cautos.
—¡Se dará cuenta, ama Bela! Esa mujer lee los pensamientos de la gente.
—¿No comprendes que necesito a Braulio para llevar a cabo mi venganza? Es claro que Enda y yo ya no somos aliadas.
—¡Ama Bela, olvídese de la venganza! Vayámonos de aquí, su merced y yo. Con lo que tenemos, mis cuartillos y sus joyas, saldremos adelante. Yo puedo trabajar.
—¡Ah, no fastidies, negra!
Joana, la joven esclava de la baronesa de Ibar, cruzó el parque lleno de árboles y alcanzó la orilla del río. El agua helada le lamía los pies y el viento del sur se le colaba por los agujeros del rebozo y por la falda. Ella no sentía frío; la pena la había vuelto indiferente. Echaba de menos su tierra y a su antigua patrona, que Dios la tuviese en su gloria, y se lamentaba de su suerte; además, le dolían los golpes asestados por su ama Ágata; si no hubiese intervenido el barón, quizás habría terminado rompiéndole un hueso. No se había tratado del frasco con loción que dejó caer; su humor irascible se debía a que el conde de Stoneville no reparaba en ella.
A Joana, la situación se le antojaba muy inusual, y el matrimonio de Ibar, muy peculiar; a veces le daba miedo. La baronesa se dedicaba a perseguir al conde de Stoneville abiertamente, en tanto el barón se aplicaba a sus investigaciones sobre plantas y animales de la zona, a sus dibujos y lecturas, como si su esposa fuese, en realidad, su hermana menor, una hermana inquieta y rebelde a la que él complacía para que no lo disturbara en su trabajo. No dormían juntos, aunque Joana había visto al barón entrar, de noche, en la habitación de su ama, y, si bien al otro día la baronesa lucía distendida y más afable, no cejaba en su capricho por atrapar al conde inglés.
La usaba para obtener información, por eso la enviaba a la casa de San José. Después del almuerzo, mientras las familias decentes dormían la siesta, la condesa de Stoneville abría el portón trasero de su casa y escuchaba los pedidos de los esclavos. En ocasiones se reunía mucha gente, a veces sólo un puñado, pero nunca faltaba un menesteroso que se arrojase a sus pies. Una vez que aparecía la condesa, Joana no podía apartar su mirada de ella, y, como no entendía lo que hablaban, se concentraba en sus facciones y en sus modos. Nunca había visto piel tan blanca ni ojos tan celestes —aunque eran más que celestes, con mucha luz— ni cabellera de tonalidad tan insólita, como si la hubiesen pintado con cobre líquido. Era muy joven y no parecía de la nobleza ya que se conducía con maneras sencillas, sin protocolo alguno. Sonreía todo el tiempo y a veces se emocionaba, entonces le brotaban lágrimas. Aunque salía bien envuelta en su mantilla negra, se notaba que estaba gruesa.
Joana corrió barranca arriba, cruzó el parque y llegó a lo de San José agitada y desgreñada. Por fortuna, la condesa aún se encontraba allí. “Quizás hoy tenga suerte”, se alentó, pues el día anterior había realizado un descubrimiento excepcional: una de las esclavas de la casa de San José, una muchacha muy bonita, tal vez de su misma edad, hablaba portugués con un niño negro de aspecto familiar que siempre iba tomando del guardapiés de la condesa. Si obtuviese alguna información sustanciosa, la baronesa se contentaría y la dejaría en paz. Estaba cansándose de los golpes.
Se puso de puntillas y estiró el cuello. La muchacha se hallaba, como de costumbre, a la izquierda de su ama; a la derecha, una mujer de aspecto infrecuente, vestida con una túnica verde chillón; y, por detrás, un hombre con gesto de pocos amigos. Joana se abrió paso y se detuvo frente a la esclava.
—Buenas tardes. Mi nombre es Joana. Soy de Río de Janeiro. ¿Tú de dónde eres?
Miora demoró en comprender que le hablaba en su lengua madre, y se quedó mirándola.
—¿Me entiendes, verdad?
—Sí.
—Me gustaría que fuéramos amigas. Me siento muy sola aquí. No sé hablar la lengua de este sitio. —Miora se sacudió de hombros—. ¿Puedo regresar mañana y platicar contigo?
—Está bien.
Por la noche, Miora le refirió el intercambio a Somar, que le soltó una retahíla de preguntas que no supo contestar; el turco insistía en una en particular: ¿qué hacía una esclava extranjera, que no hablaba palabra de castellano, en el portón del Ángel Negro?
—Mañana yo saldré a custodiar a miss Melody y me señalarás a esa mujer. —Miora asintió, con gesto compungido—. Ven acá —dijo el turco, y la atrajo hacia él—. ¿Me echaste de menos hoy?
Miora volvió a asentir, y Somar sonrió al ver la tonalidad rojiza que poco a poco le teñía los carrillos morenos. “Es tan adorable”, pensó. Se sentía feliz cuando ella se presentaba por las noches; su corazón palpitaba, desbocado, al sonido de sus delicados golpes. Miora trasponía el umbral y allí se quedaba, sin levantar la vista, bañada y perfumada, preciosa en su vestido rojo, aguardando a que él la tomase de la mano y la obligase a entrar.
—Esta noche tengo un regalo para ti.
Somar levantó la tapa de un baúl y extrajo un vestido.
—¡Oh! —Miora se demudó y no se atrevió a tomarlo.
—Quiero que te lo pruebes —dijo Somar—. No sé si te irá bien. Ven, quítate el vestido rojo y pruébate éste. —Miora levantó la vista con un movimiento rápido—. Quiero verte desnuda —admitió el turco—. ¡No te vayas! —La detuvo por el antebrazo—. ¡No temas! ¿Crees que te haré daño? —Miora negó, sin convicción—. ¿Confías en mí?
—Sí —dijo apenas.
—¿Sabes, Miora? —habló Somar, en un tono pausado y grave, mientras desataba el lazo de la cotilla—. Hace tiempo que deseo conocer tu cuerpo. No debes tener miedo de mí. Jamás te haría daño. Si me pidieses que te dejase en paz, lo haría.
El turco se detuvo y le clavó la vista, a la espera de una respuesta. Podía sentir el pánico que esa intimidad le causaba, aunque también vislumbraba una índole audaz que, más por curiosidad que por lujuria, la conminaba a seguir con ese juego.
Miora tomó a Somar por las muñecas y le guió las manos hasta sus pechos. El turco inspiró bruscamente, sorprendido de que un contacto tan familiar —¡cuántos senos había tocado en su vida!— le hubiese causado ese estremecimiento. Sus manos vagaron por el torso de Miora, y sonrió al oírla gemir cuando sus pulgares le repasaron los pezones endurecidos.
—¿Qué debo hacer?
—Quítate el vestido. —Ella obedeció—. Ahora, la enagua y el justillo. No te cubras. Permíteme contemplarte. —La sujetó por la cintura y la pegó a su cuerpo—. Eres tan hermosa. ¿Tienes frío? —Ella sacudió la cabeza—. Ven, échate en la cama. —Miora se ovilló y escondió el mentón en el pecho para no mirar a Somar—. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
—Quiero pedirle algo —dijo Miora—, pero no me animo.
—¡Pídeme lo que sea! —replicó, con ardor, acostado junto a ella.
—Quiero verlo sin ropa. Quiero verlo… desnudo.
—¿Por qué?
—Nunca he visto a un hombre desnudo. A don Alcides no lo vi, no quise mirarlo.
—¿Te haría feliz verme desnudo? —Ella asintió—. Entonces, te complaceré.
Somar era perfecto; aun que fuera tan velludo la fascinaba, tenía pelo en todas partes, incluso en las nalgas y en la espalda, si bien era muy suave, como el cabello de un bebé.
El arrobamiento de Miora le secó la garganta, y entreabrió los labios de modo inconsciente; la manera en que lo veneraba con los ojos y con las manos le provocaba una sensación misteriosa, un cosquilleo en el bajo vientre y entre las piernas. Estaba desconcertado. Ella se deshizo del turbante y enredó sus dedos entre los rizos castaños con extrema dulzura. A pesar de su timidez y su torpeza, esa chiquilla lo hacía vibrar como ninguna de las técnicas orientales a las que habían echado mano las mujeres del harén, y, cuando ella levantó la mirada y le susurró: “Lo amo, señor Somar”, un líquido caliente le surcó el estómago y se disparó hacia sus piernas, poniéndolo tenso, privándolo del aliento. Comenzaron a besarse y a refregar el cuerpo de uno en el del otro. Somar quería detenerse; la energía que le imprimía a sus caricias y a sus labios estaba asustando a Miora.
—¿Tienes miedo?
—No —le mintió.
Se animó a pedirle que lo tocase porque ella no tenía con quién compararlo y, por ende, no echaría en falta la ausencia de los testículos. Lo espantaba que Miora lo considerase un engendro de la naturaleza, quería parecerle normal, necesitaba agradarle; eso también era nuevo. Como en un principio ella apenas lo rozó con los dedos, Somar la alentó con gemidos y palabras, y logró que lo tocase con decisión. La pequeña mano se cerró en torno al miembro y lo apretó. Entonces ocurrió el milagro: tuvo una erección. Sintió como un tirón, como una fuerza que chocaba y presionaba dentro del puño de Miora. Se irguió en la cama, de rodillas. La esclava lo imitó.
—¡Por Alá todopoderoso! —exclamó—. ¡Mira lo que has conseguido! ¡Muchacha, mira lo que has logrado!
Miora sonreía porque lo veía sonreír, pero no comprendía el motivo del júbilo. Debía de tratarse del cambio operado en ese apéndice que le había pedido que tocase, pues ahora lucía enorme, con una cabeza que parecía una ciruela madura.
—No sé si esto se repetirá algún día —admitió—, pero quiero que sepas que me has hecho muy feliz. Ninguna mujer había logrado lo que tú esta noche, y esto ocurrió porque eres especial para mí.
Se trataba de la experiencia más fascinante y turbadora por la que había atravesado, y, sin miramientos, olvidándose de las prevenciones de Miora, la tumbó sobre la cama y la penetró. No sabía qué esperar, no podía imaginar qué seguiría a continuación, él hacía lo que su cuerpo le indicaba, entraba y salía de Miora con rapidez y nunca dejaba de besarla. No reparaba en el desconcierto de ella, sólo pensaba en llevarla al orgasmo; él sabía cómo hacerlo con las manos y la lengua, ¿lo lograría con su pene? “Más rápido, más profundo”.
La escuchó gemir dentro de su boca, y, por el modo compulsivo en que movió las manos y le sujetó los hombros, Somar se dio cuenta de que estaba gozando gracias a él. La euforia se esfumó cuando un ramalazo eléctrico lo obligó a curvar la espalda y lo hizo gritar como si padeciese una tortura. El asombro y la incredulidad le impidieron comprender de inmediato que él también estaba experimentando la potencia estremecedora del alivio. Después, cuando pudo observarse, comprobó la efusión de una pequeña cantidad de un fluido transparente. Cada etapa de esa experiencia lo había maravillado. Estrechó a Miora con ímpetu mientras reía de dicha.
—Quédate conmigo esta noche. No vuelvas a tu pieza. Quédate Aquí.
—Está bien, me quedaré.
—Muchacha, no sabes la bendición que has derramado sobre mí. Junto a ti, me siento un hombre de verdad.
—Para mí, su merced siempre ha sido un hombre. El mejor que conozco.
Melody suspiró, complacida, pues se daba cuenta de que, poco a poco, recobraba la armonía perdida a causa de la muerte de Jimmy y las desventuras de Tommy. El equilibrio de su espíritu le concedía paz y le devolvía la confianza en sí misma. No recordaba en qué circunstancias la inseguridad se había apoderado de sus pensamientos, tal vez ocurrió el día de la muerte de Lastenia, su madre, que amojonó el inicio de una larga cadena de tragedias que la condujeron a los brazos de Roger. No se trataba de que Blackraven le hubiese enseñado a confiar en sí misma sino que, protegiéndola y amándola, le había devuelto la seguridad, y por ende la armonía y el equilibrio.
De igual modo, su paz espiritual se debía también a que la gente a su alrededor estaba contenta. Los habitantes de las casas de la calle de San José y de la calle Santiago atravesaban una época de bienestar. A pesar de que a finales de febrero habían perdido a su padre y a su madre, las muchachas Valdez e Inclán florecían bajo la influencia de su tía Leonilda, quien había tomado las riendas de la casa, desplegando un sentido común del que había carecido su hermana Bela. De ésta, nada sabían, y Melody hacía tiempo que la había olvidado.
El cambio de Elisea era notorio. Su ánimo melancólico había mudado en un entusiasmo de sonrisas frecuentes y ojos chispeantes, del cual Melody conoció el origen cuando la muchacha le refirió el plan de Amy Bodrugan para huir con Servando.
—Miss Melody, ¿podría conseguir que el señor Blackraven le concediese la libertad a Servando antes de los tres años?
—Sí, creo que podría —admitió, pues su esposo le había prometido que, a su regreso de la Banda Oriental, se ocuparía del tema de la manumisión—. Sin embargo —acotó—, creo que no deberíais huir. Si tú me permitieses hablar con el señor Blackraven, quizás él mismo os ayudaría.
—¡Oh, no, miss Melody! —se aterró Elisea—. Jamás admitiría que la hija de su amigo desposase a un esclavo. Me prohibiría acercarme a Servando. A él, de seguro, lo vendería, o lo azotaría hasta matarlo, y a mí me enviaría a un convento.
—Yo no lo permitiría.
—Miss Melody, en un asunto de tan delicada naturaleza, el señor Blackraven jamás torcería su voluntad, ni siquiera por vuestra merced.
A María Virtudes también la desvelaban cuestiones del corazón. Gracias a los dimes y diretes de la servidumbre, Melody conocía la relación amorosa nacida entre el teniente coronel Lane y la pupila de su esposo, aunque simuló no hallarse al tanto cuando la joven le pidió audiencia y se lo confesó. Quizá, de las cuatro hermanas, María Virtudes era la más parecida a Bela, no sólo en el aspecto físico sino también en el carácter; se expresaba con los mismos ademanes y le daba mucha importancia a la apariencia, a la propia y a la ajena; Melody no recordaba haberla visto despeinada o vestida impropiamente; era voluntariosa, aunque más compasiva y benévola que su madre, y, si bien se esmeraba en mostrarse racional, dentro de ella bullía una índole apasionada. No había manera de disuadirla de que no la llamara “señora condesa”.
—Si la señora condesa tuviera a bien ayudarme, yo le estaría profundamente agradecida y pediría misas eternas por su merced.
—¿En qué podría ayudarte?
—En convencer a su excelencia que, pese al luto por la muerte de mi señor padre, me permita desposarme con el teniente coronel Lane antes de que lo envíen al interior. Él no ha sanado de su herida y yo querría acompañarlo para asistirlo durante el viaje.
A principios de septiembre comenzó a circular el rumor de que la oficialidad y los soldados ingleses no se intercambiarían con los prisioneros del ejército del virreinato sino que serían enviados a diversas localidades lejanas a la costa. Se desvanecía la esperanza de Beresford de firmar la capitulación según lo parlamentado el 12 de agosto. Lo cierto era que los ingleses habían quedado atrapados en un fuego cruzado entre Álzaga y Liniers, donde el vasco, en su afán por desprestigiar al marino francés, se empeñaba en sembrar suspicacias entre las autoridades de la Real Audiencia y del Cabildo. De igual modo, las circunstancias no colaboraban para que Liniers pudiera honrar su palabra y cumplir con los términos pactados: Popham se mantenía firme en la entrada del puerto de San Felipe de Montevideo y corrían voces de que los refuerzos enviados por sir David Baird desde Ciudad del Cabo llegarían a principios de octubre. Urgía alejar a los prisioneros ingleses para impedir que se unieran a la tropa fresca; incluso se hablaba de obligarlos a firmar un juramento por el cual prometiesen no tomar parte en una lucha.
—No enviarían al teniente coronel Lane al interior si su salud no es buena —razonó Melody—. Le permitirían quedarse acá.
—¿Su merced así lo cree?
—Exigirán que un médico del Protomedicato certifique su condición para luego eximirlo de partir hacia el interior. —Ante la inquietud de María Virtudes, Melody agregó—: Igualmente hablaré con el señor Blackraven e intercederé por ti.
—¡Oh, gracias, miss Melody!
A veces deseaba contar con el poder de Roger para solucionar los problemas, y su deseo no nacía en la ambición sino en la necesidad de evitar abrumarlo. Durante el último momento compartido antes de que emprendiera su viaje a la Banda Oriental, tuvo la impresión de que estaba agobiado y algo desanimado. Le insistió hasta el hastío que se cuidara y que no saliera sola, y la abrazó y la besó tantas veces que Melody pensó que al final desistiría de marcharse. Quizás el ataque de epilepsia de Víctor esa mañana lo había impresionado más de lo que ella sospechaba.
Por fortuna, la buena salud de Víctor le permitió una rápida mejoría. En los primeros tiempos, cuando Melody lo tomó a su cargo, los ataques lo postraban dos días, a veces tres, dado que, al no alimentarse ni dormir bien, estaba muy débil.
Al contrario de los vaticinios de Melody, Amy no se desalentó después de la escena con su hijo en el despacho sino que volvió a ser la que conocían, una mujer desinhibida, descarada y alegre, que visitaba la casa de San José con la asiduidad de las primeras semanas. Aunque no mencionó de nuevo su intención de llevarse a Víctor, éste la miraba de soslayo y con recelo y se mantenía alejado o aferrado a la mano de Melody como si sospechase que la señorita Bodrugan planeaba meterlo en un saco y robárselo. La persuasión de Melody y el encanto de Amy consiguieron que Víctor ganara confianza y se sintiera a gusto otra vez en presencia de su madre.
—Sólo quiero verlo feliz —le confesó Amy a Melody, en una inopinada muestra de amistad y confianza—. Ésta es su casa y no quiero incomodarlo con mi presencia. Si es necesario, no volveré.
—Víctor es un niño que requiere tiempo para adaptarse a las nuevas situaciones. Téngale paciencia. —Y habría agregado: “¿Quiere que la ayude a confesarle que usted es su madre?”, pero calló movida por un sentimiento mezquino, el único que amenazaba con perturbar ese equilibrio espiritual que tanto le había costado alcanzar. “No estoy preparada para separarme de él”, se justificaba, “todavía no. He perdido a Jimmy, no podría perderlo a él también”. Sin embargo, insistía en que rezasen por la madre de Víctor, y la oración se prolongaba más de lo habitual, y ella agregaba nuevos pedidos como: “Que algún día Víctor pueda conocerla si aún no ha partido a tu encuentro, Señor” o “Que el corazón de Víctor aprenda a amarla como corresponde a todo buen hijo, Señor”, peticiones que desconcertaban al niño, que se quedaba mirándola, sin pestañear, y después de un rato tragaba haciendo ruido y decía: “Amén”.
En ocasiones, Melody tenía la impresión de que Amy le exigiría que Víctor supiese la verdad. Cierta inquietud la volvía taciturna y seria, y borraba la sonrisa de un momento antes; aun Arduino lo notaba y se apartaba con un chillido. Amy daba bandazos por la casa como si buscase un efecto perdido o se confinaba a beber en el despacho o se montaba en la rama más alta del jacarandá. A veces, se aproximaba y la miraba con fijeza como si intentase soltarle una verdad rotunda y definitiva, para terminar chasqueando la lengua y alejándose a largas zancadas.
Una tarde, Melody la halló echada en el diván del despacho, llorando. Resultaba perturbador pillar a una mujer de su talla en ese quebranto; no sabía si terminar de entrar o marcharse con sigilo.
—Pase, Melody. —Hacía días que no la llamaba “señora condesa”—. Me hará bien un poco de compañía. Me he dejado llevar por negros pensamientos.
—¿Quiere hablar de ellos? —Amy negó con la cabeza—. Es por Víctor, ¿verdad? Desea comunicarle que usted es su madre y no encuentra el valor, ¿no es así?
—No es eso lo único que me angustia. En realidad, se trata del padre de Víctor. Roger le dijo quién es el padre de Víctor, ¿verdad? —Melody asintió—. Es un maldito hijo de puta. Disculpe, no ha sido mi intención escandalizarla con mi vocabulario.
—Descuide. Me crié entre hombres de campo. Ninguno reparaba demasiado en mi condición de mujer, y he escuchado insultos desde que tengo memoria. No me escandalizo fácilmente.
Amy levantó las cejas, sorprendida, aunque más bien su gesto comunicaba admiración.
—Roger ha sido afortunado en encontrarla, Melody, si bien me cuesta admitirlo. Es usted una magnífica mujer, digna de él.
—¿Está usted enamorada de mi esposo, Amy?
No esperaba esa audacia ni esa franqueza por parte de una muchacha varios años más joven y de carácter tan dulce. Sonrió con tristeza y se puso de pie.
—No, no estoy enamorada de él. Lo que existe entre Roger y yo traspone las puertas del amor, va más allá. Durante muchos años fijamos como una sola cosa. Carne y uña. Yo, desde niña, vi en Roger a un héroe, a mi salvador, y con los años confirmé que no me había equivocado. Él es mi héroe y mi salvador, aunque soy demasiado inteligente para confundir una infatuación con el amor verdadero, ése que él siente por usted y que usted siente por él.
—¿Ha estado enamorada, Amy?
—Sí —contestó, sin demora—, aunque me avergüenzo de ese sentimiento.
—¿De veras? Pues creo que no debería avergonzarse.
—Oh, créame que estará de acuerdo conmigo cuando le diga que es al padre de Víctor a quien amo. ¡No puedo quitarlo de mi cabeza al bastardo mal nacido! Hace años que intento aborrecerlo y no lo consigo. El muy hijo de puta me tomó por la fuerza y me embarazó en contra de mi voluntad. Roger me mataría si supiera que estoy enamorada de su peor enemigo. —Se volvió para mirar a Melody—. Ah, bien, veo que no luce estupefacta. En verdad, no se escandaliza fácilmente. ¿No tiene nada para decirme? ¿Nada para comentar?
—¿Por qué lo ama?
Amy regresó al diván y, apoyando los codos en las rodillas, se tapó la cara con ambas manos. Melody no sabía si lloraba o meditaba; al cabo descubrió que las dos cosas, cuando la mujer levantó el rostro, bañado en lágrimas, y le contestó:
—Porque él ha sido el único que me ha contemplado con la misma pasión con que Roger la contempla a usted. He tenido muchos amantes, Melody, no intentaré pasar por una casta doncella, sería ridículo. En verdad, muchos han sido los hombres que he conocido, aunque sólo ese maldito hijo de perra me ha hecho sentir… No sé… Mujer, quizá. Me ha hecho sentir que soy una verdadera mujer, no este personaje mitad macho, mitad hembra a quien ciertos hombres codician sólo por curiosidad, para comprobar si pueden doblegarme en la cama como no lo hacen en batalla. Es extraño —dijo, después de un silencio— que siendo yo tan independiente, me haya enamorado del hombre que me mantuvo cautiva y me amó en contra de mi voluntad. ¡Es inadmisible! ¡Mi cabeza no lo entiende! ¡Me volveré loca, loca! Temo que ya lo estoy —dijo, con acento lúgubre.
Melody se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros. Amy se sobresaltó con el contacto y alejó el rostro para mirarla de frente.
—La cabeza y el corazón no siempre van de acuerdo, Amy. Yo sé de eso porque, cuando conocí a Roger, mi cabeza me exigía que lo odiara. Sí, se sorprende, la entiendo, pero, desde mi punto de vista, Roger encarnaba todo cuanto yo debía aborrecer. Es inglés, pertenece a la raza que torturó a mi padre hasta casi provocarle la muerte; pertenece a la nación que ha oprimido con crueldad a la de mis ancestros y que obligó a mi padre a abandonar su amada Irlanda. Además, lo precedía una fama de mujeriego, libertino y tirano que me aterrorizaba. Mi corazón, sin embargo, anhelaba su amor. Sabía que si me rendía a la pasión de Roger, traicionaría la memoria de mi padre y a mis hermanos. Luché para no amarlo, sin éxito. Lo amaba y no podía esconderlo. Me entregué a él llena de miedo y me enfrenté a mi hermano, me peleé con él. Roger había pasado a ocupar el primer lugar en mi vida. Ya no me echaría atrás. Y cada día, al despertar, le agradezco a Dios que me haya concedido el valor para unirme a Roger, pues con el tiempo descubrí que es un hombre muy distinto de cuanto se dice de él. Sí, ha cometido errores en el pasado, pero ¿y quién no? ¿Me corresponde juzgarlo? No, por supuesto que no. Ahora sólo pienso en la felicidad que compartimos en el presente, y le pido a Dios que nos conserve unidos en el futuro.
—¡Oh, Melody! —sollozó Amy, y la abrazó.
La relación entre ellas cambió, no de un modo manifiesto, frente a los demás seguían tratándose con respeto y cierta prudencia, como si temiesen invadir sus territorios y romper el equilibrio alcanzado, aunque cada una sabía que los sentimientos que se inspiraban en un principio sufrían una lenta transformación que terminaría en una amistad, y estaban a gusto con esa idea. Como Somar durante el viaje de Roger a Río de Janeiro, Amy, después de cenar, les narraba a los niños las hazañas del Capitán Black y sus marineros, y más tarde, cuando la casa dormía, le refería a Melody pasajes de la niñez de su esposo.
—Debería aprender a amar Cornwall —le sugirió Amy—. Aunque Roger insista en que es un ciudadano del mundo, su corazón está en Cornwall, por mucho que le pese y le cueste admitirlo.
—¿Por qué le cuesta admitirlo?
—Porque ésa es la tierra de su padre.
—Ah. —Melody permaneció meditabunda—. ¿Cómo es la relación entre Roger y su padre?
—Complicada —confesó Amy—. Aunque no sea santo de mi devoción, es justo decir que, desde la reaparición de Roger luego de su huida de Estrasburgo, el duque ha tratado de componer las cosas entre ellos, pero Roger no ha mostrado ninguna buena voluntad. Se empeña en odiarlo cuando, en rigor, siempre lo ha querido. Bah, al menos siempre ha querido que su padre lo quisiera.
El corazón de Melody sufría ante aquellas revelaciones. Le costaba imaginar a un Roger Blackraven carente de afecto. De igual modo, las palabras de Amy sonaban verdaderas, ella misma había advertido cierta desesperación en la mirada de su esposo cuando parecía suplicarle: “Ámame, Isaura”. Ya deseaba que estuviese de nuevo a su lado para decirle: “Yo te amo, Roger, más que a nada en esta vida, y mi amor es tan inmenso que alcanza para cubrir todo el que alguna vez pudo faltarte”.
En ocasiones, Melody tenía la impresión de que los habitantes de las casas de las calles Santiago y San José habían estado aguardando que Blackraven se marchase para volcar en ella sus súplicas y pedidos, que, por supuesto, en última instancia serían resueltos por quien todos parecían evitar, hasta el propio don Diogo, que se presentó una tarde, acabado su trabajo en la curtiduría, con una noticia que conmocionó a Melody: quería desposar a su sobrina Marcelina.
Ella recordaba de sus días en la casa de Valdez e Inclán que don Diogo manifestaba una parcialidad por la segunda de don Alcides y doña Bela, más allá de que siempre había creído que se trataba de cariño paternal; la novedad la pasmaba y la escandalizaba también. La señorita Leo le confirmó que su hermano había sentido amor filial por su sobrina hasta hacía poco, cuando la propia Marcelina le confesó que lo amaba, no como a un tío, no como a un padre, sino como a un hombre. Melody encontraba difícil imaginar a la tímida Marcelina realizando una declaración de esa índole. Elisea, por su parte, le confesó que Marcelina suspiraba por su tío Diogo desde que éste abandonó el Portugal y marchó a vivir a la casa de la calle Santiago años atrás, y que, si bien se mostraba apocada, su hermana tenía un genio testarudo y voluntarioso.
—Miss Melody —había agregado Elisea—, mi hermana Marcelina es capaz de enfrentar de ese modo a tío Diogo y de mucho más.
Melody se preguntaba cómo reaccionaría Blackraven, y, a pesar de esforzarse en razonar como él, no lograba predecir su respuesta.
—Su excelencia aceptará de buen grado —opinó Elisea—. Es el amor que nos profesamos Servando y yo el que juzgaría escandaloso y desnaturalizado.
Dado el lazo consanguíneo tan próximo, deberían tramitar una dispensa ante el obispo Lué para celebrar la boda, al menos así le informó el doctor Covarrubias cuando lo consultó acerca de la factibilidad de un matrimonio de esa índole.
—Es bastante común —dijo el abogado, y le mencionó otros casos.
Melody tenía que admitir que Marcelina lucía feliz, con un brillo en los ojos y una tonalidad saludable en las mejillas que delataban el contento de su corazón, el mismo brillo y la misma tonalidad saludable que descubría en Miora cada mañana cuando se presentaba en su habitación para asistirla con el baño. No se atrevía a preguntar de qué modo se desarrollaba el entendimiento entre ella y Somar pues, dada la condición de él, se trataba de un asunto de delicada naturaleza donde la prudencia se imponía. De igual modo, el buen ánimo y la sonrisa constante de la esclava y del turco hablaban de que, a su manera, eran felices. Entonces, Melody también lo era.
La amistad con Simonetta Cattaneo se cimentaba con el paso de los días, y, si bien crecía el cariño por su amiga italiana, Melody admitía que se trataba de la persona más excéntrica y compleja de entre sus conocidos. Simonetta y Ashantí, a quien Melody no sabía cómo tratar ni dirigirse, la acompañaban a menudo al hospicio, donde, a pesar de que alarifes, escayolistas y carpinteros aún trabajaban en la remodelación, ya residían tres ancianos manumitidos a la muerte de sus dueños, a los cuales no les habían heredado un real. Allí, en el hospicio, las presentó a Lupe y a Pilarita, que se limitaron a dispensarle un trato cordial aunque sin demostrar mayor interés. Melody las comprendía: Simonetta y su amiga Ashantí a veces daban miedo, y sólo con un conocimiento más profundo de la personalidad de la italiana llegaba a descubrirse su verdadera índole, benévola y mansa, puesto que, a simple vista, parecía fría, hasta perversa, dado su modo de caminar, de mirar, de hablar, muy pausado, más bien retaceado, como si quisiera dejar en claro que guardaba para su fuero íntimo sus conceptos y pensamientos, y que juzgaba a pocas personas dignas de su atención. Esa actitud, la que se empeñaba en mostrar al mundo, iba a tono con un guardarropa espléndido y joyas dispendiosas; a su paso, la seguía una estela de perfume que Melody supo, tiempo después, correspondía a una fórmula exclusiva creada para Simonetta por un perfumista francés, una mezcla de jazmines, narcisos y un toque de bergamota que la precedía; antes de subir al carruaje de Simonetta, cuando ésta pasaba a buscarla para ir al hospicio, Melody percibía el inconfundible aroma desde la puerta de su casa; también le ocurría cuando entraba en la iglesia; aunque sus ojos no la encontrasen, ya sabía que la descubriría sentada en su habitual rincón del ala derecha.
Un mañana, en el atrio de San Francisco, después de misa, Simonetta le comunicó que había alquilado una casa en la calle de Santa Lucía, en esquina con la de San Martín, a una cuadra de la Iglesia de la Merced, ya que pensaba prolongar su estancia en Buenos Aires y necesitaba más espacio e intimidad. A las pocas horas, Gilberta llegó del mercado con la noticia de que la viuda de Arenales les había pedido que se marcharan.
—¿Por qué? —se alarmó Melody.
—Yo no sé si creerlo, miss Melody.
—Vamos, habla.
—Pues que dice Elodia —Gilberta se refería a la cocinera de los Valdez e Inclán— que Mariaba, la esclava de los Echenique, ¿se acuerda de Mariaba, miss Melody? Bueno, que dice Mariaba que Bernarda, la que trabaja en casa de la viuda de Arenales, le dijo que… Bueno… que…
—¡Habla, Gilberta! No me tengas sobre ascuas.
—Pues que la señora Cattaneo y su esclava estaban besándose. En la boca —añadió—. Por eso la viuda de Arenales las puso de patitas en la calle.
Melody profirió una exclamación y se quedó quieta, con sus ojos fijos en la esclava, que le devolvía un gesto de fatalismo propio de los de su casta, esa capacidad para adaptarse o aceptar cualquier situación por nefanda que fuera; así habían soportado los años de cautiverio. Para Melody, en cambio, el comportamiento de Simonetta, en caso de probar su veracidad, era inaceptable, y no sabía cómo proceder. Aunque se trataba de una hablilla de mercado, Melody las creía capaces, de alguna manera se las imaginaba besándose con pasión. La sociedad las destrozaría. Hasta corrían el riesgo de que las denunciaran en el Santo Oficio. ¿Con qué objeto deseaban prolongar la estancia en una ciudad donde las marginarían? Melody recordó que, en una de las primeras conversaciones profundas que sostuvo con Simonetta, ésta le había dado a entender que buscaba su lugar en el mundo y que quizá lo hubiese hallado en Buenos Aires.
—¡En Buenos Aires! —se había pasmado Melody—. Entiendo que esta ciudad es nada comparada con Roma, París y Londres, sitios que vuestra merced, de seguro, conoce al dedillo.
—Sí, las conozco al dedillo, aunque también puedo afirmar que son ciudades feroces a las cuales me gusta visitar para renovar mi guardarropa y ponerme al día con las últimas novedades en materia de política, pero en las que prefiero no pasar todo mi tiempo. Para eso elijo un lugar apacible, como éste. Ashantí y yo visitamos ayer una quinta en las afueras que nos ha resultado un lugar encantador. Había gran variedad de aves, sus trinos se escuchaban con extraordinaria nitidez. ¿Os he comentado que nuestro pasatiempo favorito es la observación de las aves? Somos muy buenas en ello, y Ashantí es extraordinaria imitando sus trinos. Aun un experto la confundiría con un ave.
—De igual modo, encontrarán extremadamente acotada la vida en Buenos Aires.
—De ser así, pasaremos temporadas en la Europa —adujo Simonetta—. Me gusta estar aquí —reiteró—. Además —dijo, y por el modo en que sonrió, con timidez, Melody intuyó que le revelaría una parte que acostumbraba ocultar—, vuestra amistad, Melody, no es algo que yo tome a la ligera ni que esté dispuesta a soslayar fácilmente.
A la luz de la revelación de Gilberta, aquellas palabras podrían haberle causado repulsión; no obstante, Melody experimentó una gran empatía, ya que, en cierta forma, ella también era una paria, desdeñada por las señoras de rango y fuste, que ahora la apodaban “la condesa burda”, una deformación del mote con que la había favorecido el doctor Manuel Belgrano, “la condesa buena”.
De igual modo, la novedad acerca de Simonetta y Ashantí seguía incomodándola. Se sentó frente a su secreter y le escribió a madame Odile. Al día siguiente, Emilio, el empleado y amante de madame, entregó la respuesta en la casa de San José. Melody se refugió en su gabinete, rasgo el sobre y leyó.
Supongo que la noticia no te habrá tomado por sorpresa, puesto que, de tus días en la Casa de Ocre, estás al corriente de que existen mujeres que aman a otras mujeres, como es el caso de nuestra querida Apolonia, que durante tanto tiempo intentó seducirte aunque tú no lo notaras o te hicieras la tonta. Sin embargo, comprendo tu azoro; una cosa es una lesbiana en un burdel, otra muy distinta, una lesbiana con quien tomas el chocolate y oyes misa.
No debes juzgar duramente a tu amiga, Melody. Por mi experiencia —que tú sabes vasta—, en general, las personas que vuelcan su pasión y su amor en otras del mismo género han sufrido cruelmente en esta vida, han sido decepcionadas y lastimadas, muchas veces despreciadas. Vaya uno a saber qué desventuras ha vivido la tal Simonetta. Me dices que la casaron cuando apenas era una niña con un hombre de edad provecta. Imagínate lo que habrá padecido en la alcoba con un anciano siendo, quizás, apenas núbil.
El último párrafo de madame la hizo reír.
Tal vez no existirían mujeres como Simonetta si a todas les tocase en suerte un ejemplar como el Emperador, cariño.