Capítulo XV

Una mano le acariciaba la frente y una voz familiar la instaba a despertarse, Melody se daba cuenta de ello, pero no conseguía despegar los párpados.

—Señora —insistió Trinaghanta—, ¿quiere que le traiga el desayuno?

—¿Qué hora es?

—Las diez y media.

“¡Qué tarde!”, pensó, mientras estiraba el cuerpo, y la sensación de placentero dolor que le corría por las piernas, los brazos y la espalda le traía a la memoria la noche de escandalosa pasión con Blackraven.

—¿Y mi esposo?

—El amo Roger también se levantó tarde. Desayunó y se marchó a casa del doctor Moreno. Me ordenó que la dejara dormir.

Cerca del mediodía, Melody pasaba tiempo con los niños en el salón de estudios cuando Gilberta solicitó unas palabras con ella.

—Se trata de la negra Escolástica —le explicó, y se refería a una esclava del Retiro, a quien Melody le había tomado especial afecto—. Está llora que llora en la cocina y pide hablar con vuestra merced. Aunque todavía no es la hora de la siesta, a Siloé y a mí nos pareció que vuestra merced desearía verla, que después con el guirigay que se arma en el portón de mulas, no podrá hacerlo en paz.

Melody entró en la cocina y la encontró llena de esclavas que cuchicheaban. Al divisarla, la negra Escolástica se puso de pie de un salto y se hincó delante de ella.

—Sabes que no me gusta que te arrodilles frente a mí —la amonestó Melody—. Por favor —se dirigió al resto—, dejadnos a solas. Volved a vuestros quehaceres. Vamos, Escolástica, siéntate aquí y cuéntame qué te ocurre.

La esclava le contó que Florestán, un liberto que trabajaba en una carnicería en la zona del Retiro, le había propuesto matrimonio. “Debe de estar muy enamorado de Escolástica”, caviló Melody, pues no resultaban frecuentes las uniones entre libertos y esclavas ya que los hijos seguían la condición de la madre, sin mencionar que sólo se les permitía cohabitar durante algunas horas los sábados por la noche o los domingos. De igual modo, ése no constituía el desvelo de la muchacha.

—Apenas conseguimos la autorización del amo Roger para casarnos —refirió Escolástica—, fuimos a ver al cura de la iglesia del Socorro, el padre Celestino. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, y prosiguió con voz quebrada—: El padre no nos quiere casar frente al altar, miss Melody. Dice… Él dice que los perros no son dignos de pararse delante del Santísimo. Sólo nos casará en la sacristía, así dijo.

—¡Por amor de Dios! —prorrumpió Melody, enfurecida.

Se puso de pie y caminó de un lado a otro restregándose las manos.

—¿Cómo llegaste a la ciudad?

—Me trajo Florestán en su burro, miss Melody. Él está fuera, esperándome.

—Vuelve al Retiro, Escolástica. Te enviaré mensaje apenas encuentre una solución. —Al ver el mohín de la muchacha, añadió, más serena—: No te preocupes. Todo saldrá bien. Tú y Florestán os casaréis frente al Santísimo.

—Gracias, miss Melody. —Se inclinó, le tomó las manos y se las besó—. Gracias. No quería molestar a vuestra merced, por su estado y porque el amo Roger podría enfadarse, pero, en verdad, no sabíamos a quién acudir.

Melody sopesó varias alternativas. Casi de inmediato descartó una visita al obispo Lué y Riega; lo tenía por un infame que siempre le fijaba la vista en el escote; además, no dudaba de que respaldaría al padre Celestino; por otro lado, sospechaba que Lué montaría una escena y le endilgaría una catilinaria si lo visitaba con una preñez tan avanzada. Suspiró y se llevó la mano a la frente, cansada de las habladurías. Su nombre estaba demasiado enlodado para seguir arrojándolo a los perros.

Pedirle explicaciones al padre Celestino no daría ningún fruto; Melody conocía su aversión por los africanos y su mentalidad mezquina y estrecha; amenazarlo con retirar las donaciones que el conde de Stoneville, como vecino principal de la zona del Retiro, realizaba mensualmente a favor del Socorro probablemente lograría el cometido, pero ella no era capaz de una acción tan baja.

Por fin, se sentó frente a su secreter y, sin remilgos por el luto, le escribió a su amiga Pilarita pidiéndole que la visitase esa misma tarde; y también al padre Mauro, para que la recibiese en el locutorio del convento. La baronesa de Pontevedra se presentó a las cuatro de la tarde, y Melody experimentó un gran alivio al comprobar que su amiga aún le guardaba el cariño de siempre y que las mentadas transgresiones de la condesa de Stoneville a las normas del luto le importaban un pepino.

—Te he echado mucho de menos —confesó Pilarita.

—Te pido perdón por haberte citado con tanta premura. Sé que esta noche tienes comensales y que debes de estar atareadísima.

—Oh, no te aflijas. Mis muchachas —así llamaba Pilarita a su ejército de esclavas y recogidas— están ocupándose de todo. Me alegro de que me hayas invitado. Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

Se sentaron y, mientras Trinaghanta les servía chocolate caliente y bizcochos de anís, Melody le refirió el desplante del padre Celestino a Escolástica y a su novio.

—¡Es una crueldad! —se ofuscó la delicada baronesa, y sus mejillas se tiñeron de rubor—. ¿Qué clase de sacerdote es ese padre Celestino?

Melody le expuso su plan con escrúpulos, pues, en verdad, se trataba de una acción osada. Casar a una pareja de africanos en la capilla privada de la baronesa de Pontevedra, en la casa más suntuosa de la ciudad, sin duda, era un dislate. Pilarita, en cambio, la juzgó una buena idea.

—De igual modo —añadió—, tendremos que llevar a cabo la boda cuando Abelardo no esté en casa.

—No quisiera causarte problemas con tu esposo. Tampoco quisiera que él se enojase conmigo, y así dañar su amistad con Roger. Ya sabes, ellos tienen negocios juntos. Lo cierto es —admitió Melody— que la boda podría llevarse a cabo en cualquier sitio. Hablé con el padre Mauro y, a pesar de que me dijo que él no la celebraría en San Francisco porque el provincial no lo autorizaría (tú sabes, no se entienden bien), accedió a casarlos en donde dispusiésemos. Como te digo, podríamos casarlos aquí, en San José, o en el Retiro. Pero la pobre Escolástica quiere hacerlo en una iglesia, frente al Santísimo, y no quisiera que sufriera una decepción. Ya sufren tantas…

La ceremonia tuvo lugar seis días más tarde en el exclusivo oratorio de la casa de la Santísima Trinidad, consagrado por el anterior obispo, Azamor y Rodríguez. Se trató de una ceremonia emotiva, hubo muchas lágrimas y sonrisas. Terminado el rito, Florestán se aproximó a Melody y le agradeció, muy emocionado, que hubiese hecho tan feliz a su querida Escolástica.

—Mi esposo —les comunicó Melody— ha accedido a que Escolástica viva contigo, Florestán, siempre y cuando se presente todas las mañanas a su trabajo en la tahona del Retiro.

—¡Oh, sí, miss Melody! Allí estaré —aseguró la esclava, y Melody no se atrevió a mencionarle que, quizás en breve, conseguiría la libertad para todos.

—¿Estás a gusto con tu nuevo trabajo en la curtiduría? —le preguntó a Florestán.

—Muy a gusto, señora. La paga es muy buena, mucho mejor que en la carnicería de don Pintos. Ayer hice una demostración de mi trabajo y el señor Green —Florestán se refería a uno de los maestros curtidores irlandeses— le ha dicho al señor Blackraven que soy un hábil tonelero.

—¿Qué es un tonelero? —se interesó Melody.

—Un tonelero es quien acomoda las lonjas de carne en el tonel con sal para la cecina. Hay que hacerlo con destreza, para que ninguna parte quede expuesta, tratando de acomodar las lonjas bien apretadas, para que el aire no las pudra. El señor Blackraven me ha prometido que, una vez que Servando, que es muy diestro con el cuchillo, termine de enseñarles a los muchachos a despostar una vaca, yo me haré cargo.

—¿Has conocido a don Diogo?

—Sí, señora. El señor Blackraven me lo presentó ayer mismo.

—¿Trata de buen modo a los esclavos y demás empleados?

Florestán dudó en responder.

—Antes solía ser un diablo —se le escapó a Escolástica—. Perdón, miss Melody.

—Hace sólo dos días que voy a la curtiduría, señora, y no podría responder a su pregunta. Según comentan, don Diogo es un hombre de mucho carácter, aunque no maltrata a nadie, quiero decir, no usa el látigo con nadie. Servando asegura que es porque el señor Blackraven se lo ha prohibido.

A pesar de que la boda de Escolástica y Florestán se planeó con absoluta discreción y sólo asistieron Melody, Pilarita, Lupe —ya de regreso de la villa del Luján— y Trinaghanta, la noticia se esparció como incendio en un granero. Durante días, los sermones del padre Celestino se ocuparon de condenar la afrenta al Santísimo, así la liturgia hablase de amar al prójimo o de la parábola del buen samaritano. Hasta el obispo Lué mencionó el tema y recordó la obediencia que los feligreses le debían a una decisión del clero. En cuanto a las señoras de buen ver, se embarcaron en una diatriba que duró semanas, y el nombre de Melody volvió a tomarse como sinónimo de desvergüenza y vulgaridad.

—¿Qué ambiciona esta mujer? —se preguntó doña Magdalena, la esposa de Álzaga—. ¿Adónde quiere llegar? ¿A que los negros reciban el mismo trato que las gentes decentes? ¿A qué departamos con ellos como si fueran iguales?

—¡Dios nos libre y nos ampare! —exclamó Saturnina Otárola—. Todavía no quito de mi mente la imagen de aquella negra entrando en San Francisco con aquel ropaje de ramera y ese gesto de supremacía. ¿Adónde terminaríamos si fuese lo mismo una dama virtuosa que una negra lujuriosa?

—Sería el fin del mundo —presagió Melchora Sarratea, que ya sabía que el Ángel Negro había contratado a un abogado (ese ateo de Mariano Moreno) para apelar la sentencia del alcalde de Monserrat contra el negro Antolín.

De todos modos, y aunque ninguna lo admitiera, lo que más las indignaba era que el Ángel Negro hubiese ganado el favor de la baronesa de Pontevedra, una de las mujeres más admiradas de Buenos Aires.

Melody lamentaba el escándalo, no por ella, si bien le dolía, sino por Roger.

Habría preferido cenar en su casa, sobre todo porque al día siguiente partiría hacia la Banda Oriental. Echaría de menos la escena familiar en torno a la mesa, con Melody, los niños, Malagrida, Amy Bodrugan y algún otro invitado ocasional. No le gustaba comer solo, le traía memorias de su infancia en el castillo familiar de Cornwall, y, aunque siempre, en tierra o en mar, se rodeaba de sus hombres y amigos, sólo después de su boda con Melody había experimentado el sentido de familia y de pertenencia que buscaba en una comida.

De igual modo, se respiraba un ambiente agradable en lo de Pueyrredón y estaba pasándolo bien. No lo había sorprendido la invitación a cenar, es más, la esperaba. Días atrás, al visitarlo con la excusa de contratar los servicios de Fermín Gayoso, sostuvieron una larga conversación en la cual Blackraven expuso sus ideas republicanas e independentistas. Dada la parsimonia con que Pueyrredón acogió la declaración, resultó evidente que conocía su postura. Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña o algún otro se la habría transmitido. Pueyrredón también sabía, y así lo manifestó, que Blackraven abastecería al ejército de Liniers, “y a precios que hablan de su sensibilidad republicana, excelencia”.

Juan Martín de Pueyrredón presidía la mesa, y su semblante irlandés, que le venía por parte de madre, se tornaba más rubicundo en tanto los esclavos escanciaban sin pausa un excelente priorato. De temperamento afable, poseía una voluntad de hierro y, de su forma de expresarse, se desprendía la pasión con que teñía las cuestiones cercanas a su corazón, como la independencia del Río de la Plata. Su tenacidad y el apoyo de sus hermanos habían bastado para congregar a un grupo de peones y gauchos que se levantó contra el ejército inglés en la chacra de Perdriel, armado, sobre todo, de denuedo. En aquella ocasión, Pueyrredón salvó el pellejo de milagro, y Blackraven meditó que, si bien ahora se sentaba a su mesa y brindaba a su salud, no había dudado en vender a Beresford la información acerca de lo que ese criollo tramaba en Perdriel a cambio de obtener ayuda para rescatar a Tomás Maguire de prisión.

“Así es la política”, pensó, y, aunque jamás experimentaba remordimientos, de pronto se sintió viejo, como si lo hubiese vivido todo y tuviese cien años. En parte, ese genio melancólico se debía al buen vino y al aire un poco estancado, pero también podía adjudicarse a que lo conmovía la pasión con que ese grupo de jóvenes defendía la idea de liberar su tierra. “No debo ponerme sentimental”, se dijo, “en el fondo se juegan intereses económicos”. De igual manera, a esas alturas, Blackraven estaba convencido de que, en rigor, buscaban separarse de la España movidos por el orgullo, por una índole indómita y porque estaban enamorados de su país. De algún modo, envidiaba esa pureza de sentimientos, los ennoblecía. Para él, en cambio, su gran fuerza motriz la había constituido el resentimiento hacia su padre, que lo impulsó a huir de la Escuela Militar de Estrasburgo y llevar la vida de un errante pirata primero y la de un corsario después, con un único objetivo: lastimarlo. También quería demostrarle que no lo necesitaba, que se bastaba, que no le debía un penique, que podía meterse su dinero y su ducado en el… Sonrió con tristeza al evocar la escena tan lejana en el tiempo y a su disposición actual.

Desde Melody, todo había cambiado, como si ella le hubiese bañado el corazón con un linimento que calmó el ardor de viejas heridas; o como si, con sus besos, hubiese suavizado las asperezas de un alma endurecida por las carencias afectivas. Cómo esa muchacha había desbaratado años de incredulidad y desvergüenza seguía siendo un misterio para él, aunque el mayor misterio lo constituía que Isaura Maguire se hubiese atrevido a acogerlo en su pequeño y simple mundo para hacerlo feliz.

Fijó la vista en su anfitrión, que lucía muy animado mientras comentaba acerca de los últimos avances en la formación de su escuadrón de húsares, y se acordó de que doña Rafaela del Pino le había dicho que su esposa, una tal Dolores Pueyrredón, había muerto a principios de año después de sufrir un parto prematuro durante el viaje desde la Europa. La imagen de Isaura sufriendo un mal parto le cortaba el aliento; la idea de que muriese era intolerable. Él siempre se había jactado de su gran sentido del fatalismo; los hombres nacen y mueren, punto; la vida continúa. Sin embargo, ¿cómo continuaría sin Isaura? Existió una época en que el dolor por la pérdida de su madre lo hirió de un modo tan cruel que lo llevó a desear que Isabella jamás hubiese existido. Se esforzó por olvidarla, no quería acordarse de las facciones de su rostro ni del tono de su voz ni de los momentos compartidos. Su temperamento se moldeó en esa fragua, y lo ayudó a superar el mal trago escondiendo las heridas tras una máscara de dureza y sarcasmo. Pero intuía que con Isaura sería distinto. No reuniría el valor para olvidarla, en realidad, no querría hacerlo. Ella se llevaría sus fuerzas y lo dejaría inerme. Le destrozaría la máscara, la armadura, el alma y el corazón. Proyectó su imagen, y se vio reducido a una sombra.

Por fortuna, Pueyrredón se puso de pie y los invitó a la sala. El aire en el comedor se había tornado irrespirable, y su mente, embotada, estaba jugándole una treta; después de todo, él no era de índole pesimista.

Se acomodaron en los sillones y confidentes. Los esclavos dispusieron las garrafas con coñac Martell —excelente, con mucho cuerpo, traído de la Francia por el anfitrión— y con licores de naranja y de nísperos, producción de la casa. Blackraven daba cuenta del coñac, mientras escuchaba y estudiaba a los invitados. Belgrano tenía la palabra, y, con esa voz chillona, con matices femeninos, aludía a su nombramiento como mayor del Regimiento de Patricios, bajo las órdenes de Cornelio Saavedra, flamante teniente coronel de ese cuerpo. Aseguraba que, siendo un ignorante en cuestiones de la milicia, estaba dedicándose a estudiar con mucho ahínco. Hipólito Vieytes, en un aparte, cuchicheaba con Nicolás Rodríguez Peña, de seguro, acerca de la fábrica de jabón que acallaban de inaugurar. No se mencionaba a Saturnino Rodríguez Peña, pues su honra había quedado en entredicho después de su abierto apoyo a William Beresford.

Blackraven se inclinó en el oído de Diego José Pueyrredón, hermano mayor del dueño de casa, y le preguntó:

—¿Por qué lleváis esas cintillas azules y blancas en vuestros ojales?

—Es un símbolo, excelencia. Nuestros gauchos, antes de lanzarse a la reconquista, se las colocaron como distintivo, una especie de amuleto, a decir verdad. Las llaman “medidas de la Virgen”, pues las cortan de la altura de la imagen que hay en la villa del Luján.

—¿A qué se deben los colores?

—Son los colores del manto y de la túnica de la Virgen.

—Y para vosotros, ¿qué representan estas cintillas?

—Pues verá, excelencia —manifestó Diego José—, para nosotros son un distintivo, el que diferenciará al cuerpo de caballería ligera que intentamos crear.

Pueyrredón, al oír la explicación de su hermano, manifestó en voz alta, para acallar las conversaciones paralelas:

—Creación que será posible, en gran medida, gracias a la ayuda de su excelencia —y levantó el vaso en dirección a Blackraven, que inclinó la cabeza en señal de reconocimiento—. Amigos, me complace informaros que el señor conde de Stoneville me ha ofrecido una generosísima donación para nuestro cuerpo de húsares.

Se elevaron los vasos, y un murmullo de aprobación recorrió la sala.

—Señores —expresó Blackraven—, a pesar de no haber nacido en este suelo, todos conocéis mi afición por esta bendita tierra. He desposado a una criolla y mi primogénito nacerá aquí, por lo que la considero mi patria. He invertido mucho dinero en su progreso, y mis intereses son cada vez más ambiciosos. El desarrollo agrario e industrial del virreinato sólo puede acarrear beneficios para todos, sin distinción. Pero estoy convencido de que no lo lograremos en tanto sigamos la suerte de un reino débil y corrupto como el de la España. Si queremos que el virreinato alcance la gloria de la que, no tengo duda, es capaz, debemos desembarazarnos de las cadenas que, como yunques, nos aplastan y no nos dejan crecer.

Pueyrredón brindó a la salud del conde de Stoneville, de su esposa y de su primogénito, y los demás lo imitaron. Antonio Beruti, de recio temperamento y que desconfiaba de Blackraven, se interesó en el hospicio de la señora condesa.

—Doña Mercedes —hablaba de su mujer— dice que se llamará Martín de Porres. ¿Quién es Martín de Porres?

—Yo mismo debí preguntárselo a la señora condesa —admitió Blackraven—. Era un dominico peruano, un dominico mulato —remarcó—, nacido a fines del siglo XVI. Es casi contemporáneo de Santa Rosa de Lima. Su madre era una negra panameña y su padre, un funcionario español. Martín practicaba la medicina entre los pobres. Pero lo más sobresaliente de su vida son sus incontables milagros. Lo llamaban “Martín, el bueno”.

—¿No ha sido canonizado? —se extrañó Belgrano.

—No.

—¿Se habrán enviado los testimonios de sus milagros a Roma, imagino?

—No lo sé —contestó Blackraven.

—Santa Rosa de Lima fue canonizada en 1671 —se impacientó el secretario del Consulado.

—Pero Santa Rosa de Lima —intervino Pueyrredón— era blanca —y un silencio, entre incómodo y triste, ganó los ánimos.

—De igual modo —intervino Belgrano—, nosotros también podemos ufanarnos de contar con una santa en Buenos Aires. ¿O acaso la señora condesa de Stoneville no merecería llamarse “la condesa buena”?

Aunque Blackraven pensó: “No todos opinan como vuestra merced”, asintió en señal de beneplácito y expresó:

—Gracias, doctor Belgrano. Sí, mi esposa es una santa.

Melody apoyó el libro sobre sus piernas y aguzó el oído. No se había equivocado, era la voz de Blackraven, que, de seguro, impartía órdenes a Somar o a Milton, de guardia esa noche. Al experimentar ese alivio, tomó conciencia de la inquietud que le había impedido disfrutar de la cena, del baño y de la lectura. Desde el ataque a las puertas de lo de Casamayor, Melody vivía angustiada, aunque se cuidaba de mostrárselo. También le ocultaba los celos que la dominaban desde que Pilarita le refirió el comportamiento vergonzoso de una tal baronesa de Ibar en ocasión de la cena en casa de los Montes la semana anterior.

—No me gusta el cotilleo, querida —la previno la baronesa de Pontevedra—, pero la conducta de esa señora ha sido tan palmaria y desvergonzada que no creo cometer una calumnia al revelártela. Además, el cariño que siento por ti y nuestra amistad me obligan. Es imperativo que sepas que ha mirado al señor conde durante toda la cena con tal impudicia que me ha hecho sonrojar. Terminada la cena, al pasar al salón, se ha sentado a su lado (cuando se esperaba que lo hiciera junto a su esposo, el barón de Ibar) y ha buscado rozarlo y tocarlo de un modo escandaloso. La habría hecho expulsar por los sirvientes si no me hubiese apenado su esposo, un buen hombre, amigo de mi Abelardo.

Melody no conseguía articular palabra. Al final, Pilarita le manifestó lo peor.

—Entiendo que esta señora y tu esposo se conocieron tiempo atrás, en Río de Janeiro. ¿Es cierto que estuvo en Río de Janeiro? —Melody apenas asintió—. Pues bien, creo que la baronesa está dispuesta a todo para ganarse el favor de tu esposo. Prueba suficiente fue su espectáculo en mi casa. Y que Dios la perdone.

Melody apretó el libro en su falda al evocar la confesión de Pilar Montes. No dudaba de las buenas intenciones de su amiga, aunque habría preferido no enterarse de las transgresiones de la tal baronesa de Ibar. Vivir con celos la mortificaba. “No debes desconfiar de Roger”, se instó. “Una vez te equivocaste. Él no había tenido culpa de nada y lo lastimaste con tu acusación. Si lo inculpas de nuevo, lo perderás”.

Por eso, cuando Blackraven entró en el dormitorio, Melody le sonrió y salió a recibirlo. Se abrazaron en silencio. Él conservaba en su gabán de cachemira el frío de la noche, como también los olores a vegueros y a brandy, con algún resto de su perfume de algalia. Ese abrazo y esos aromas le resultaron tan familiares, la hicieron sentir tan a gusto, que disiparon la nube negra de los celos.

Melody levantó el rostro y le ofreció sus labios, y Blackraven la tomó toda en su boca con un genio insaciable. Sus débiles gemidos quedaban atrapados dentro de Roger, que ahora hundía su lengua y, con pasadas suaves, le tocaba el paladar. Melody tuvo la impresión de que él llegaría a rozarle la úvula.

—Te eché tanto de menos —lo oyó decir—. No veía la hora de reunirme contigo.

—Gracias a Dios ya estás en casa, junto a mí.

—¿Estabas inquieta? —preguntó Blackraven, y le acarició la frente y los párpados con besos pequeños.

—Un poco —dijo.

Blackraven la apartó para quitarse el abrigo, y Melody se alejó en dirección al tocador para aprestar los efectos de su esposo —el cepillo de cerda y el polvo de bicarbonato para lavarse los dientes, el peine de carey, una pastilla de jabón de Nápoles y una toalla— y echar agua caliente en la jofaina. Blackraven se desvestía y le hablaba.

—Te has ganado un admirador entre los gentilhombres de esta ciudad. El doctor Belgrano te ha llamado, frente a una concurrida audiencia masculina, “la condesa buena”.

—¡Oh! —se sorprendió Melody, y lo ayudó con la bata—. ¿De veras? ¿No estaría mofándose?

—¿Mofándose de ti delante de mí? Me ofendes, Isaura. ¿Acaso crees que no inspiro respeto?

—¡Sí, por supuesto que lo inspiras! ¡Qué tonta he sido! Discúlpame, cariño. Es que tu comentario me ha tomado por sorpresa. No imaginé que pudiera agradarle a alguien de la alta sociedad porteña. ¿Por qué me ha llamado así?

—Porque hablamos de tu hospicio y, al preguntarme quién era Martín de Porres, les mencioné que lo llamaban “Martín, el bueno”. Entonces, a su vez, el doctor Belgrano te llamó a ti “la condesa buena”.

—No todos opinan como él, en especial las mujeres; ellas me odian.

—Manuel Belgrano es un buen hombre, Isaura. Cultísimo e inteligente. No me sorprende que aprecie a alguien tan valioso como tú. —Estiró los brazos y deslizó sus manos por el vientre de Melody—. Mi amor, no quiero que te aflija la opinión de un puñado de mujeres sin sesos ni agallas. Me hiciste sentir muy orgulloso esta noche. Cuando se habló de tu hospicio y el doctor Belgrano hizo ese comentario, descubrí la envidia reflejada en los ojos de los demás invitados. Nunca había experimentado orgullo por otra persona —le confesó, y se inclinó para besarla—. Te sentí muy mía.

—Hoy celebramos la boda de Escolástica y Florestán en la capilla privada de la baronesa de Pontevedra. Fue muy emotiva. Escolástica está muy agradecida contigo por permitirle vivir en casa de su esposo, y él parece muy contento con su nuevo trabajo. Dice que la paga es mejor que la que recibía en la carnicería del Retiro.

—¿Habrías preferido darle a Escolástica, como regalo de bodas, la libertad?

Los carrillos de Melody se tiñeron de rubor y, en el brillo que de pronto intensificó el turquesa de sus ojos, Blackraven adivinó el entusiasmo que le causaba su propuesta velada.

—¿Sí, verdad? —Melody asintió—. No he olvidado lo que hablamos tiempo atrás en el Retiro, cuando te pregunté si te gustaría que manumitiese a todos nuestros esclavos. He estado muy ocupado, con muchas cuestiones en la cabeza, pero no he olvidado mi promesa. Lo haremos, Isaura, les darás ese regalo a nuestros negros. —Tú se lo darás.

—No, serás tú, puesto que yo jamás lo habría hecho sin tu influencia. A mi regreso de la Banda Oriental, diseñaré el mejor plan para llevarlo a cabo. Quiero complacerte y quiero darles la libertad a ellos, pero tengo que cuidar mis negocios. —Sí, claro.

—En este momento, casi todas mis actividades dependen del trabajo de los negros. El Retiro, la curtiduría, la atención de las cuestiones domésticas, incluso en Bella Esmeralda he puesto a trabajar a varios esclavos. No podría darles la libertad y quedarme sin un perro que me ladre. Sería una catástrofe, y muchas familias dependen de estas actividades.

—Estoy segura de que los africanos querrán quedarse y trabajar para ti, mi amor. Ellos le temen a la libertad tanto como odian la esclavitud. Han vivido demasiado tiempo aherrojados y se sienten incapaces de ser libres. Aunque también sería justo que, si deseasen marcharse, se lo permitiésemos.

—Por supuesto. En ese caso, sólo necesitaría tiempo para conseguir jornaleros que los reemplazasen.

—¿Qué sucedería si alguno quisiese regresar al África? Si bien muchos son nacidos en este suelo y son parte de esta tierra, hay otros que añoran su patria, como Babá.

—En ese caso, los pondríamos en alguno de mis barcos y les haríamos cruzar el Atlántico de nuevo, si están dispuestos a sufrir la travesía por segunda vez, aunque en condiciones muy distintas a las del viaje que los trajo hasta estas costas.

La puerta se abrió de golpe, y Víctor entró llorando con Sansón por detrás. Blackraven se separó de Melody con un insulto y maldijo entre dientes por haber olvidado echar el cerrojo.

—¡Miss Melody! —chillaba el niño, y Blackraven se preguntó cómo se las ingeniaba para mantener la boca tan abierta, llorar y llamar a su institutriz, todo al mismo tiempo.

Víctor estrechó la cintura de Melody y escondió la cara en su regazo. Melody lo arrastró a la silla del tocador y lo sentó sobre su falda.

—Shhh, cariño, no llores. ¿Qué pasa? Nada puede ser tan grave. Shhh, vamos, Víctor, deja de moquear. Sabes que no te hace bien. —El llanto recrudeció—. ¿Otra vez la pesadilla tan horrible? Vamos, cálmate y cuéntame.

Blackraven empezó a hablar en un inglés tan rápido y furioso que Víctor jamás lo habría comprendido.

—¡Te tiene todo el día para él! ¡Estás a su disposición! No creas que no sé que anda colgado de tu falda y que te sigue por todas partes. Y ahora también te reclama por la noche. Piensas que estoy dormido, que no escucho cuando vas a su dormitorio casi todas las madrugadas porque te llama llorando, pero lo cierto es que sí, escucho. ¡Tú debes descansar, Isaura! Este niño no puede alterar tu sueño de ese modo.

Melody levantó la barbilla con aire desafiante, y Blackraven se acordó de la advertencia que le echó con la mirada en la ocasión en que Amy lo besó. No siguió despotricando, aunque mantuvo una actitud exasperada, mascullando por lo bajo, hasta que calló del todo para oír la explicación de Víctor.

—Angelita acaba de ir a mi dormitorio para decirme que la señorita Bodrugan quiere llevarme con ella. Para siempre.

—¿De dónde sacó Angelita semejante sandez?

Víctor lanzó un vistazo a Blackraven y después habló al oído de Melody.

—Escuchó cuando la señorita Bodrugan se lo decía al señor Blackraven en el despacho. Angelita se había metido para sacar el libro de las fábulas (ése que el señor Blackraven le trajo a Jimmy de su viaje, ¿se acuerda, madre?). —Melody asintió—. Y entonces se escondió tras el sofá cuando los vio entrar. Tenía miedo de que la reprendieran. Se quedó quieta y así fue que escuchó cuando la señorita Bodrugan le decía al señor Blackraven que me llevaría con ella en su barco.

—Nadie te llevará a ninguna parte —prometió Melody—, si tú no deseas ir.

—¡Yo no deseo ir, madre! Yo no quiero separarme de usted. ¡Pero Angelita dice que quizás usted sí quiera separarse de mí!

—¿Por qué habría de querer algo así, Víctor?

—Porque Estevanico dice que es mentira lo que Siloé nos contó acerca de usted.

—¿Qué os contó Siloé acerca de mí?

—Ella dice que usted tiene el vientre hinchado de tanto comer dulce de higos y de albaricoque y que a nosotros se nos pondrá igual si comemos muchos confites. —Melody y Blackraven lucharon por sofrenar la risotada—. Estevanico asegura que eso no es verdad. Él dice que su vientre está hinchado porque tiene un bebé dentro y que, cuando su bebé salga afuera, a nosotros no nos querrá más y nos enviará lejos.

—¡Víctor, tesoro mío! —exclamó Melody, y lo apretó en un abrazo—. ¡Cariño mío! ¿Cómo puedes pensar que yo podría alejarte de mi lado? Yo te quiero, Víctor, te quiero muchísimo, y no te separaría de mí.

—¿Es cierto que su vientre está hinchado porque tiene un bebé dentro?

—Sí, es cierto. Pero la llegada de mi bebé no significa que te querré menos. Significa que tú tendrás un hermano al que me gustaría que quisieras mucho, como yo te quiero a ti. ¿Crees que podrías quererlo mucho? —Víctor asintió y se pasó la manga del pijama por la nariz—. Roger, por favor, alcánzame mi pañuelo. Allí, sobre el tocador. Gracias. Vamos, tesoro, suénate la nariz y deja de pensar en tonterías.

—Yo lo llevaré a su dormitorio —dijo Blackraven, y lo tomó en brazos.

Melody lo envolvió en su mantilla de merino y lo besó en la frente.

—Buenas noches, madre.

—Buenas noches, hijo. Sueña dulces sueños. Ve, cariño —le indicó a Sansón—, duerme con Víctor —y el terranova caminó tras su dueño. Blackraven acostó a Víctor en la cama y lo arropó. Ya se le había esfumado el enojo, y sólo quedaba un extraño sentimiento que no acertaba a definir, algo entre la pena, la compasión y el amor. Víctor lo observaba con esos ojos verdes tan similares a los de su padre, no pestañeaba y parecía contener el respiro, como a la espera de que él le endilgase una filípica. Blackraven admiró su calma y el gesto de desafío con que arrostraba las consecuencias de su acto. Suspiró y le acarició la frente. Melody le había enseñado a querer a ese niño.

—¿Está enojado conmigo, señor?

—Debiste llamar a la puerta antes de entrar. —Víctor pegó el mentón al rebozo y bajó los párpados—. Pero descuida, no estoy enojado contigo. Te vi ejercitando hoy con el maestro Jaime —le comentó—. Tus progresos en esgrima son asombrosos.

—¿De veras, señor?

—De veras. Tienes un talento natural para manejar la espada. Te mueves muy ágilmente. ¿Te sientes a gusto con el florete que te regalé?

—¡Sí! ¡Es magnífico, señor! Leopoldo, el hijo de doña Pilar Montes, dice que es el mejor florete que él haya visto jamás.

—Me alegro. Mañana seguirás practicando. El maestro Jaime es un buen instructor y llegará a hacer de ti un gran espadachín.

—¿Tan bueno como vuestra merced?

—Mejor aún.

—¿La señorita Bodrugan quiere llevarme en su barco?

Por un instante, Blackraven pensó en contarle una mentira.

—Ella me lo propuso hoy, Víctor. No tienes que aceptar si no lo deseas —agregó deprisa ante el mohín del niño y sus ojos llenos de lágrimas—. Ya escuchaste lo que miss Melody te dijo. Irás si es tu deseo. Amy te ha tomado un gran cariño y pensó que sería una buena idea que pasarais una temporada juntos.

—Aunque la señorita Bodrugan es muy agradable y buena conmigo y Arduino es mi amigo, yo no me separaré de miss Melody, señor. No lo haré.

—La quieres mucho, ¿verdad?

—Con todo mi corazón.

“Te entiendo”, pensó Blackraven, e hizo algo insólito: besó a Víctor en la frente.

—Ahora vete a dormir. Buenas noches.

—Buenas noches, señor —contestó el niño, todavía azorado.

Blackraven postergó la salida hacía la Banda Oriental para la tarde. Primero compondría el lío entre Víctor y Amy. Melody no cedía terreno: el niño se iría con la señorita Bodrugan si él lo deseaba y después de haberse enterado de que ella era su madre. Amy, en cambio, prefería que Víctor pasase un tiempo a su lado para que llegase a quererla antes de confesarle la verdad.

—Señorita Bodrugan —habló Melody—, usted cuenta con la admiración de Víctor, con su cariño también. Para él, usted es lo más parecido a una heroína mitológica. Nada que usted haga o diga es incorrecto. No cesa de hablar de sus hazañas o de las de su mascota. Está embelesado. Por lo tanto, este momento es tan propicio para decirle la verdad como uno en el futuro.

—¿Por qué se opone a que hable con él más adelante? —se empecinó Amy.

—No quiero que Víctor se entere de que usted es su madre cuando esté lejos de mí. Le provocará una gran conmoción y podría sobrevenirle un ataque que sólo yo sabría cómo dominar.

—Usted podría enseñarme a proceder en un caso así. Soy capaz de mantener a raya a una tripulación de sesenta hombres rudos, ¿no podría con el ataque de un niño?

En ese momento, llamaron a la puerta del despacho. La maestra Perla traía a Víctor. Blackraven lo había mandado comparecer. Apenas Melody posó su mirada en él, tuvo la certeza de que Víctor sufriría un ataque. Conocía ese temblor en sus manos, el color ceniciento que adoptaban sus carrillos, cómo se le agrietaban los labios y, en especial, la transformación que sufrían sus ojos, perdían el brillo para adoptar un aspecto vidrioso, sin vida.

—¡Roger, sujétalo! —alcanzó a decir antes de que Víctor se desplomase.

Perla y Amy profirieron un alarido y se quedaron mirando, inmóviles en su sitio, con expresiones de pasmo. Blackraven dio un paso adelante y se detuvo, como si dudara.

—¡Roger, ayúdame! —insistió Melody—. Yo no puedo sujetarlo con esta barriga. Arrodíllate y colócalo de costado. Bien, así. No permitas que sacuda los brazos. Señorita Bodrugan. ¡Señorita Bodrugan! —exclamó, pues la mujer no reaccionaba—. Arrodíllese junto a Roger y tome las piernas de Víctor. Señora Perla —prosiguió, en tanto corría hacia el escritorio y tomaba el abrecartas con mango de cuero—, dígale a Trinaghanta que Víctor está sufriendo un ataque. Ella sabrá qué traer. ¡Aprisa, por favor!

Melody se apoyó en el hombro de Blackraven para arrodillarse, y percibió cómo le temblaba el cuerpo sacudido por las convulsiones de Víctor. Resultaba increíble que alguien tan pequeño fuera capaz de ese vigor sobrenatural. Con dificultad —el volumen del vientre la volvía desmañada—, Melody se sentó sobre sus calcañares. Colocó una mano en la frente de Víctor y se inclinó para hablarle al oído.

—Aquí estoy, tesoro, aquí está tu miss Melody. Escucha mi voz, Víctor, aférrate a ella —y, en tanto hablaba, le metía los dedos en la boca y le calzaba el mango de cuero entre los dientes—. Vamos, tranquilo, aquí estoy, junto a ti, no te voy a dejar.

—¿Morirá? —sollozó Amy, pero no obtuvo respuesta.

Melody comenzó a cantar la melodía en gaélico, la misma de aquella primera ocasión, cuando Víctor se descompuso en la tienda del señor Aignasse, la que se había convertido en su preferida. A Blackraven y a Amy también los subyugó esa voz, y, al igual que el ensalmo controlaba las convulsiones de Víctor y tornaba menos áspera su respiración, también apaciguaba las alocadas palpitaciones de Roger y de Amy.

Trinaghanta se presentó seguida de Somar y de Sansón, y le entregó a Melody el frasco descorchado con amoníaco. Al pasarlo bajo las losas nasales de Víctor, éste se quejó sin fuerza y sacudió la cabeza de lado a lado.

—Tranquilo, cariño —lo instó Melody—. Ya estás mejor. Abre los ojos lentamente. Sigue mi voz y abre los ojos.

Los tenía inyectados y aún vidriosos, y los movía de un lado a otro intentado aprehender la situación; no le llevó demasiado tiempo, y se echó a llorar con un sonido ronco y antinatural. Sobre todo, le daba vergüenza.

Amy no salía del estupor; la sorprendía el cambio que el ataque de epilepsia había operado en las facciones de su hijo, estaba distinto.

—No llores, tesoro —decía Melody, mientras le retiraba el mango de cuero y le limpiaba la saliva sanguinolenta que aún fluía por sus comisuras—. Ya estás bien. Ahora Somar te llevará a tu cama y yo me quedaré contigo el día entero leyéndote las fábulas de La Fontaine. ¿Eran esas tus preferidas o las de Iriarte?

—Las de Iriarte —lloriqueó.

—Bien, leeremos las de Iriarte. ¿Qué le pedirás a Siloé que te cocine de sabroso?

Amy y Roger no escucharon la contestación. Somar, con el niño en brazos, se alejaba por el patio principal rumbo a la zona de los dormitorios.

—¡Oh, Roger! —se quebró Amy, todavía de rodillas en el piso—. Ha sido mi culpa. Temblaba de miedo pensando que lo alejaría de tu mujer, y por eso ha sufrido ese espantoso ataque. ¡Pobre hijo mío! —y rompió a llorar, conmovida por lo que acababa de presenciar y porque, de modo inconsciente, había llamado “hijo mío” al hijo de Galo Bandor, Blackraven la obligó a ponerse de pie y la condujo al sofá. Escanció whisky irlandés en dos vasos. Le entregó uno a Amy y se sentó a beber a su lado.

—Ella es su madre, no yo —manifestó Amy—. La adora a ella, a mí no.

—Tú bien podrías ganarte el afecto de tu hijo si te lo propusieras. Melody no conoce a Víctor desde su nacimiento sino desde el año pasado. Cuando llegó a la casa de la calle Santiago, ella se encontraba en las mismas condiciones que tú. Y ahora Víctor la venera.

—Aunque me cueste, admito que esa mujercita tuya es, definitivamente, muy especial. A veces creo que no es de este mundo, como si se tratase de una criatura celestial a la que, en cualquier momento, le crecerán alas y echará a volar. Y tú me conoces mejor que nadie, Roger. Yo no soy así, carezco de ese don. A ella todos la aman, no sé cómo lo logra, carajo, pero todos darían su vida por ella, empezando por ti, maldita sea. ¿Crees, entonces, que Víctor podría llegar a quererme como a ella?

—Si Melody te ayudase, Víctor te adoraría.

—¿Has visto con qué sangre fría se ha conducido? —exclamó, sorda a las palabras de Blackraven—. ¡Mierda, con qué habilidad lo ha sacado del trance! Yo, que no dudo ante una horda de argelinos, temblaba como una doncella estúpida y no atinaba a nada.

—Melody podría enseñarte a manejarlo. Tú lo viste, no es tan complicado.

—¿Es que no comprendes, Roger? Sólo ella puede hacerlo. Han sido su voz y su presencia las que lo han aquietado, como si Víctor, aunque desvanecido, de algún modo la escuchase. Él sentía su presencia, Roger. Ella irradia un halo de bondad y armonía del que es difícil escapar. ¡Si hasta yo le he tomado cariño!

Blackraven rió sin fuerza y pasó un brazo por los hombros de Amy.

—Me alegra saber que la quieres.

—Tampoco te ilusiones, no la adoro. He dicho que le guardo cariño, nacido, quizás, en la admiración que me inspira. Esa muchachita ha conquistado el corazón de los dos hombres que, por derecho natural, me pertenecen: tú, porque nos conocemos desde la niñez, y Víctor, porque lo parí con dolor.

—¿Amas a Víctor, Amy?

—Es mi hijo, ¿no?

—También lo es de Galo Bandor.

—¡Bah! Ni siquiera odio a ese malhaya como en el pasado. Debo de estar poniéndome vieja y estúpida. O debe de ser la influencia de tu miss Melody.