Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre, 30 de agosto de 1806.
Querida amiga, Hemos dejado Río de Janeiro y viajado al Río de la Plata. El barón de Ibar se mostraba muy interesado en visitar esta parte del continente sudamericano y yo lo he alentado pues me urgía llegar a Buenos Aires. Ya te he hablado en mi carta anterior de Roger Blackraven, conde de Stoneville, y si lo hubieses conocido habrías actuado de igual modo, habrías dejado la magnífica ciudad de Río de Janeiro para seguirlo hasta este sitio abandonado de la mano de Dios, sin teatros (al menos sin teatros que puedan preciarse de tal) ni tiendas, con calles más parecidas a porquerizas y veredas angostas, donde las edificaciones destacadas son las iglesias y los conventos, de los que no hay escasez alguna. La hotelería es deleznable, y si bien rentamos unas habitaciones en el mejor hospedaje, yo lo calificaría de figón. No querrás que entre en detalles, y no lo haré para no contrariarte.
Pensarás: “Ojalá que el señor conde valga la pena”, cuando te cuente que ni en las clases más acomodadas encuentras personas de refinamiento ni educación. Ayer almorzamos con una familia adinerada, los Ezcurra; la dueña de casa se daba aires como si presidiera la mesa de Versalles. Te habrías horrorizado, querida Gertrudes, al comprobar que la mesa no llevaba mantel, que la abarrotaron con todo tipo de alimentos presentados en escudillas de las que se servían con las manos, que la vajilla era escasa, que había un vaso para todos, que la sopa la tomaban de un lebrillo (a Dios gracias, había uno para cada comensal y que, al final, al servirnos café con leche, rebosaron la taza (me explicaron que es símbolo de cortesía) y que la medida del azúcar venía sobre el plato, el cual debía darse vuelta sobre la taza antes de que echaran la Difusión con leche. No existen azucareras ni bandejas para el pan ni salseras; no hay jarras sino unas toscas botellas de gres. En honor a la verdad, diré que el vino era pasable y que los distintos platos, en general, sabían bien, a excepción de la carne de vaca, demasiado sanguinolenta para mi paladar.
Apenas llegados al puerto, nos enteramos de que los habitantes de Buenos Aires acababan de repeler una invasión del ejército inglés, el cual, durante cuarenta y cinco días, rigió los destinos de estos desgraciados. Juzgo descabellada la decisión de desembarazarse de los hijos de la Inglaterra; sin duda, el balance de la influencia de los súbditos de Jorge III habría sido en beneficio de esta plaza; al menos les habrían enseñado a comer con maneras decentes y a usar vajilla.
El conde de Stoneville, como ya te comenté en mi carta anterior, es inglés. Tiene varios negocios en estas latitudes, y una esposa. Lo sé, se trata de un tedioso escollo, pero lo cierto es que la mujer existe, más allá de que es difícil coincidir con ella puesto que está de luto (murió su hermano, según me informaron). Las opiniones acerca de la condesa de Stoneville son adversas; a las señoras les molesta su parvificencia y la devoción que manifiesta por los pobres, aunque entreveo más envidia que verdad en los comentarios. ¿Quién no la envidiaría con Roger Blackraven a su lado? Me intriga, deseo conocerla, debe de ser bellísima para haber conquistado a un hombre como él, a quien le sobran las cualidades, no sólo es atractivo a un punto escandaloso sino que es rico como Creso. Las malas lenguas aseguran que es un gran amante.
La prima del conde, a quien conocí en Río de Janeiro, se mostraba reticente cuando la cuestionaba acerca de la señora condesa; se limitó a asegurar que es muy joven (acaba de cumplir veintidós años) y de un gran corazón. Le ordené a mi esclava Joana (una jovencita que el barón de Ibar tuvo a bien comprarme apenas llegados al Brasil) que intentase trabar amistad con alguien de la servidumbre de la casa del conde para procurarme información; la barrera del idioma se presenta como el mayor desafío dado que Joana sólo habla portugués, y aquí el idioma oficial es el castellano.
De igual modo, la fortuna me acompaña ya que todos los días, después del almuerzo, la señora condesa (¡la propia condesa de Stoneville!) atiende a las necesidades de los negros. Joana se presentó ayer y al menos obtuvo un vistazo de ella. ¡Ángel Negro la apodan los esclavos! ¡Y es pelirroja! ¿Qué clase de rival es ésta? Siempre he podido con todas, lo sabes, ¿por qué no con una que se ensucia las manos con estas bestias africanas?
En mi próxima misiva espero proveerte suculentas noticias, sé con qué afán aguardas mis relaciones. Ansío encontrarme con el conde de Stoneville en estas tierras. No desesperaré, ya coincidiremos, puesto que nuestra agenda es nutrida, y él, en alguna ocasión, tendrá que honrar las infinitas invitaciones que le extienden. Cuando lo haga, asistirá solo (ya te mencioné el luto de su mujer) y yo me consagraré a atraer su atención. Al menos, albergo esperanzas de que, en nuestra próxima invitación a comer, al menos nos faciliten cuchillos y tenedores; no me agradaría llevarme los alimentos a la boca con las manos frente al conde.
Espero que al recibir la presente tu salud sea buena. Cuídate. Tu amiga que te quiere.
Ágata de Ibar Baronesa de Ibar
Sentada sobre la grama, Bernabela contemplaba con ojos inyectados el trabajo de Cunegunda en el huerto, las hileras de vegetales libres de maleza y la tierra removida y fragante.
La esclava estiraba el liencillo sobre las hortalizas y lo sujetaba con estacas, como le había enseñado la señora Enda para protegerlas del frío, en tanto se lamentaba: “Mi ama Bela ha olido esos humos de nuevo. Tiene la catadura de un chiflado”. Le robaba la hierba a la señora Enda, la que ésta solía utilizar cuando, de noche, se apartaba de la cabaña, encendía una hoguera y practicaba esas invocaciones horripilantes en una lengua extraña que ponía los pelos de punta. Y ella era negra y bruta, pero no tonta: la señora Enda dejaba a mano esa hierba para que su ama Bela la tomara. “¡Voto a Dios que es así!”, se dijo, y asintió con firmeza. “Porque qué casualidad”, siguió refunfuñando, “que a las demás hierbas y polvos, esa bruja los guarda bien bajo llave”.
Echó un vistazo furtivo a Bela. Todavía era una mujer hermosa, a pesar de que vistiese harapos y no tuviera afeites para cuidarse la piel. Cualquier hombre la habría deseado. En su opinión, escapar de la influencia de la señora Enda y procurarse una nueva vida les traería muchos beneficios; ella contaba con algunos ahorros mientras que su ama Bela había salvado la mayoría de las joyas al entrar en el convento; saldrían adelante.
Sin apreciar la sabiduría de la sugerencia, su ama Bela no quería oír hablar de eso. “Aún me queda por cobrarme todas las que me hizo esa maldita de miss Melody, y sólo Enda puede ayudarme”, era la excusa. Cunegunda sospechaba que, en realidad, Bela seguía encaprichada con el amo Roger y, en la esperanza de reconquistarlo, permanecía cerca de Buenos Aires, de Enda y del pasado. “Vivir con ese rencor dentro”, caviló la esclava, “es más venenoso que los polvos de la señora Enda. Mi ama Bela debería tomar mi ejemplo, debería olvidar así como yo trato de olvidar que mi hijo murió asesinado”. Después de todo, su ama Bela jamás recuperaría al amo Roger. Gabina, a quien seguía viendo a menudo si sorteaba la vigilancia de Braulio, declaraba que nunca había conocido a un hombre más devoto de su esposa. “Besa el suelo que pisa miss Melody. Y ya la dejó preñada, que se lo pasan de revolcón en revolcón, al menos eso dice Berenice, ¿te acuerdas de ella, la esclava del Retiro? Pues ella nos chismoseó que se pasaron tres días en el Retiro y que lo único que hicieron fue el amor. Los gritos de miss Melody llegaban hasta el último patio”.
Bela movió despacio la cabeza para mirarse las manos y las uñas, negras de tierra y astilladas, y se preguntó cuándo y cómo acabaría esa etapa de su vida. Le latían las sienes, una consecuencia desagradable de aspirar el humo con aroma picante que la hacía volar. Tampoco le gustaba que le quedara esa pesadez en el cuerpo, que se le secara la boca y que le ardieran los ojos, e igual seguía hurtando la hierba y quemándola porque le concedía unas horas en las cuales olvidaba su miserable existencia.
Enda insistía en que el tiempo de la venganza no había llegado, que la prudencia y la victoria eran aliadas, que un movimiento en falso y ambas acabarían en prisión. Estaba sola, y necesitaba de esa excéntrica irlandesa para subsistir. Le temía tanto como Cunegunda, no a causa del poder de su brujería, el cual comenzaba a respetar, sino porque la sabía capaz de llevar a cabo cualquier hazaña. Le temía a sus ojos de hechicera; sus miradas sibilinas la debilitaban y acobardaban. Aún se rebelaba a la idea de que asesinara a Roger Blackraven, aunque se cuidaba de expresarlo; a veces tenía la impresión de que Enda le leía la mente.
—Debes olvidar a ese hombre —le había ordenado tiempo atrás—. Gracias a él estás aquí cuando podrías llevar la vida de una princesa. El no te ama, nunca lo hará. Mi sobrina lo ha cautivado de una forma inusual, como pocas veces he visto en mi vida.
—Tú podrías darme un filtro de amor para tenerlo en mi puño —insinuó, y de inmediato cayó en la cuenta del desliz, pues le había revelado sus íntimos anhelos.
—Ni siquiera mis filtros conseguirían romper el lazo que lo ata a Melody. Tú me caes bien, Bela. Estamos hechas de la misma madera. Me agrada tu compañía y podría llegar a quererte como a una hija. Si te mantuvieses fiel a mí, obtendrías cuanto deseas. Ahora bien, si te opusieses a mis designios, te destruiría como a un insecto.
—No me opondré a tus designios, Enda —le prometió, y, al pensar lo que no se atrevió a añadir, evitó mirarla: “Aunque no es por culpa de Roger que vivo en este mechinal junto a ti y a dos esclavos sino de la maldita hija de perra de tu sobrina, Melody Maguire”.
El sonido de cascos la devolvió al presente. Cunegunda se hacía sombra con la mano y oteaba en dirección al camino. Se trataba de Braulio, que regresaba de la ciudad montado en la yegua de Enda; traía provisiones. Aunque el negro pasó junto a ellas y les dispensó un vistazo rápido, casi displicente, Bela advirtió que le miró el escote corrido.
—No me gusta cómo la mira ese desconsiderado, ama Bela —se quejó Cunegunda.
—¿Qué le ha sucedido en el cuello? ¿Por qué lleva esa venda?
—Anoche llegó tarde, tambaleándose. Debe de haber estado borracho. Vuestra merced no lo escuchó porque… Pues bien, no lo escuchó, pero ese negro hijo de Mandinga armó tremendo bochinche. Estoy segura de que se ligó ese tajo en alguna gresca de pulpería.
—Sabes que Braulio no toma. ¿Enda le curó la herida?
—Sí, la mismita señora Enda. Le ordenó que bajara la voz y no pude oír nada.
—¿Parecía enojada?
—No, ama Bela, aunque con la señora Enda nunca se sabe.
—Recoge las herramientas y termina de poner orden aquí —indicó a la esclava; necesitaba dar órdenes y sentirse la dueña.
—Sí, ama Bela.
Bela caminó en dirección a la casa. Braulio, que acomodaba unos sacos de harina, levantó la cabeza al escucharla entrar. Se miraron, y Bela le sonrió. El esclavo mantuvo el gesto impertérrito sin apartar la vista.
—¿Qué te ha sucedido en el cuello, Braulio?
—Nada.
—Oh, pero si tienes sangre en la venda. Algo debió de sucederte.
—Nada de qué preocuparse.
—No obstante, me preocupo por ti, Braulio. Eres el único hombre de la casa, el único que puede defendernos, y no me gustaría que una desgracia cayese sobre ti.
Enda salió de la habitación contigua y se quedó mirándolos. Bela le dio la espalda para lavarse las manos en la jofaina; después, se ocupó de la costura y, mientras ojalaba, comentó como quien habla por hablar:
—El negocio de curandera y hechicera va muy bien, veo. Lo digo por esa yegua que compraste días atrás. No es ninguna jaca de medio pelo sino un hermoso animal.
Enda no contestó y prosiguió cerca de la trébedes, revolviendo los brebajes y mejunjes que vendía a buen precio. Bela habló de nuevo sin apartar su atención de la labor.
—Has decidido quedarte con el hijo de miss Melody, ¿verdad, Enda?
—Sí.
—¿Por qué?
—Para criarlo como mi hijo.
—Es el hijo de Blackraven. Te recordaría al asesino de Paddy.
—Es también nieto de Fidelis —argumentó la irlandesa.
Si Amy Bodrugan necesitaba pensar buscaba la altura, de igual modo si deseaba tomar una decisión. En la cofa, cerca del cielo, con el mar abierto delante de ella y el viento agitándole el cabello, alcanzaba la paz, y un equilibrio iba tomando lugar en su interior donde minutos antes el caos y la confusión la habían vuelto malhumorada.
Ese mediodía, trepó al tilo de los Valdez e Inclán, a la última rama que podía sostenerla, y se acomodó con las piernas al vacío y Arduino en su hombro. Desde allí se divisaban las cúpulas de las iglesias y la torre del Cabildo. Una brisa fría le acarició el cuello y le erizó la piel, enervándola. Volvió la vista al río, ese río sin horizonte, parecido al mar excepto en el color, una tonalidad que recordaba al té con leche. Quería marcharse de Buenos Aires, no le gustaba, y, sin embargo, allí seguía; cierto que Blackraven la necesitaba, a ella y a la tripulación del Afrodita, con tantas cuestiones que lo acuciaban, pero ella habría sabido convencerlo.
—Aún no me hago a la mar por ese niño —admitió en voz alta, y el mono soltó un chillido y le tocó la oreja.
En un principio, la semejanza con Galo Bandor la había perturbado, sus mismos bucles dorados, los ojos verdes y almendrados, la nariz aquilina, hasta el modo en que caminaba, con las piernas un poco estevadas, y los dos hoyuelos junto a la comisura izquierda cuando sonreía. Conoció después el temperamento de Víctor, y las similitudes con su padre ya no resultaron tan manifiestas; tampoco se parecía a ella, impulsiva y más bien ramplona, sino a miss Melody, porque la dulzura y la bondad de Víctor eran las de la nueva condesa de Stoneville, como también esa sonrisa franca y frecuente, y el corazón sensible.
—Lo convertirá en un afeminado —se quejó, y de inmediato le vino a la mente una escena días atrás cuando lo halló practicando esgrima con el maestro Jaime en el primer patio. Un orgullo inusual le dibujó una sonrisa y le calentó los ojos al evocar la destreza del niño y la seguridad desplegada, incluso le pareció familiar la mueca de hastío cuando el entrenador se mostraba cauto en consideración a su edad. Sus piernitas avanzaban y retrocedían con agilidad, mientras su brazo soportaba, sin atisbo de cansancio, el peso del florete.
—Es regalo de mi padrino —le explicó al término de la lección, y se lo pasó con actitud solemne—. Me lo trajo de su último viaje. A Jimmy le compró una colección de libros muy bonitos con las fábulas de Esopo, Iriarte y La Fontaine, pero él no tuvo oportunidad de verlos —añadió, y su pena entristeció a Amy—. A Angelita le dio una muñeca y mucho regaliz porque sabe que es su golosina favorita. Ahora la colección de libros que era de Jimmy nos pertenece a Angelita y a mí. ¿Está mal? —Amy negó con la cabeza; no podía hablar—. Miss Melody dice que Jimmy está contento de que ahora sea nuestra.
—Miss Melody —masculló, y Arduino saltó a la rama, como espantado.
Esa muchachita le había quitado a Blackraven, y también a su hijo. Se sintió incómoda; era la primera vez que se refería a Víctor como a su hijo.
—Mi hijo —susurró, y evocó la tarde del nacimiento de Víctor, cuando se separó de él movida por el orgullo y la amargura y no por la repulsión—. Ven, Arduino. —El animal se montó en su hombro—. Bajemos.
Amy detuvo el descenso y se agazapó en una de las ramas más bajas al entrever a una pareja besándose a los pies del tilo. Le indicó a Arduino que guardase silencio y apartó las hojas que le impedían ver. Se trataba de una pareja de esclavos, al menos distinguía la mota de él. Aguardaría a que terminasen para bajar. Se dijo que no volvería a mirar, no era de índole curiosa, nunca lo había sido, y poco le importaban las acciones ajenas. Apartó la rama un poco más y se mordió el labio para no proferir una obscenidad. “¡La señorita Elisea!”, se pasmó. Nadie habría podido esgrimir que el esclavo la forzaba; ella lo abrazaba y lo besaba con el mismo ardor.
Amy los contemplaba como presa de un encantamiento. Roger y ella jamás se habían besado de aquel modo; entre ellos, los encuentros físicos tenían más de retozo, de lucha, de competencia, de juego que de verdadera pasión nacida del amor.
—¿Cómo te sientes? —oyó preguntar a Elisea.
—Bien. El amo Roger me ha pedido que trabaje en la curtiembre por unos días, para que les enseñe a los esclavos a despostar una vaca.
—Aún no estás repuesto del todo, no puedes ocuparte de una tarea tan pesada. La herida podría abrirse nuevamente.
—Ya me siento bien, de veras. No quiero que le preocupes por mí.
—¿Y por quién debo preocuparme? Tú eres mi amor, Servando, el único que cuenta para mí.
—Entonces, ¿ya no estás enojada conmigo por haber entregado al hermano de miss Melody?
—No, ya no. Además, tú mismo te redimiste al ayudar al señor Blackraven a librarlo de prisión. ¿Te ha perdonado miss Melody?
—Sí, me ha perdonado, aunque todavía me avergüenzo en su presencia.
—Entiendo.
—Ella es una santa, tú lo sabes bien, y sé que me ha perdonado de corazón. De igual modo, lo que hice me ha rebajado ante sus ojos y ante los tuyos. La vergüenza por haberme comportado como una alimaña vivirá conmigo para siempre.
—No seas duro, Servando. Los celos y el alcohol son malos consejeros, y actuaste bajo su influencia. ¿Se enteró el señor Blackraven de que tú habías entregado al señor Maguire?
—Lo dudo. Me habría pelado el lomo a rebencazos.
—¿Crees que cumplirá su palabra? ¿La de darte la libertad en tres años? —Servando sacudió los hombros—. Estoy segura de que sí —se animó Elisea—. De ese modo, podríamos fugarnos, irnos lejos y casarnos.
—Aunque yo sea un hombre libre, no será fácil llevar adelante una vida juntos. Un negro y una blanca —dijo, con sarcasmo—. Muchos creen que es una unión desnaturalizada, obra del maligno.
—¡No digas eso! Nuestro amor es tan puro y noble como el de cualquier pareja de blancos.
Después de otro beso y una despedida llena de promesas, el esclavo abandonó la casa de Valdez e Inclán saltando el tapial. Elisea permaneció apoyada en el tronco del tilo, suspirando con las manos en el pecho, hasta que un jaleo sobre su cabeza la llevó a levantar la vista. Gritó al divisar a alguien entre las ramas.
—¡No se asuste! —exclamó Amy, y saltó a tierra; sus rodillas se flexionaron para soportar la caía, y enseguida se puso de pie.
Elisea se alejó hacia atrás, con las manos cruzadas en la garganta y una mueca de horror como si acabase de ver a un fantasma. No pestañeaba y mantenía los labios entreabiertos por donde escapaba su agitación.
—Disculpe a Arduino, señorita Elisea. No ha querido asustarla. Es que se ha entusiasmado con un benteveo al que intenta echarle el guante.
—Lo ha escuchado todo —dijo, más para sí.
—Todo —ratificó Amy, con acento divertido—. ¿Qué hay en esta casa en la cual el amor flota en todos los rincones? Su hermana María Virtudes suspirando por el teniente Lane, el señor Diogo cada vez más complaciente con su hermana Marcelina y usted, señorita Elisea, enamorada como una Julieta del esclavo Servando.
—¿Nos delatará con su excelencia?
—¿Delataros? ¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque es impropio.
—¿De veras cree que es impropio amar a Servando? —Elisea agitó la cabeza—. Usted misma acaba de afirmar que el amor que existe entre vosotros es tan sublime como el que pueden sentir dos de la misma raza.
—Nadie lo juzgará así —se desanimó.
—¿Nadie? ¿Sólo yo sé de vuestros amoríos?
—Miss Melody, mi hermana María Virtudes y, ahora, vuestra merced.
—Ah, miss Melody lo sabe.
—La señora condesa es la persona más bondadosa que conozco.
—¿De veras?
—Oh, sí, claro que sí —aseguró Elisea, que no había captado la ironía de Amy—. Desde que lo supo nos ha ayudado muchísimo, incluso habló con mi tío Diogo y con mi tía Leo para convencerlos de la necesidad de romper mi compromiso con Ramiro Otárola.
—Debió de ser un escándalo.
—Lo fue, y todo el peso cayó en los hombros de la señora condesa. Los Otárola la culparon de instigar en contra de Ramiro, pues él es amigo del hijo mayor de don Martín de Álzaga, a quien la señora condesa no estima.
—Algo escuché al respecto.
—Yo sé que a la señora condesa le importa un ardite de quién es amigo Ramiro Otárola. Sólo se preocupó por mí. Me dijo: “No debes unirte a un hombre que no amas. Serías infeliz la vida entera, como lo fue mi madre”. Como lo fue la mía —agregó Elisea.
—¿Es verdad lo que le dijiste a Servando momentos atrás? ¿Qué estarías dispuesta a huir para casarte con él?
—¡Por supuesto! Sólo pienso en ese día, aunque sin demasiadas esperanzas.
—Yo podría ayudarte.
—¿De veras?
—Por supuesto, ¿acaso piensas que sólo la señora condesa puede hacerlo? —Elisea la miró con expresión desorientada—. Claro que puedo ayudarte. Y lo haré si me lo permites. Hay lugares en el Caribe donde podríais vivir como marido y mujer sin enfrentar el escarnio público. Por ejemplo, en Jamaica, en Haití o en la misma Antigua, donde el señor Blackraven posee una hacienda. Cuando zarpe, podría llevaros conmigo, en mi barco, aunque Servando debería conseguir su libertad previamente, porque no lo ayudaría a escapar siendo como es esclavo de su excelencia.
—¡No, claro que no! Debería conseguir su libertad —repitió Elisea, en voz baja y con menos ánimo.
—No me importaría ayudarte a escapar a ti porque tú eres libre.
—¿Lo soy?
—¡A fe que sí! Las mujeres tenemos el derecho de decidir nuestro destino. Hemos soportado el yugo de los hombres durante demasiado tiempo. ¡Es hora de liberarnos!
—Nunca había escuchado a una mujer pronunciar palabras tan audaces —admitió Elisea—. Aunque usted, señorita Bodrugan, es muy especial.
—Sí, lo soy —concedió, con cierta amargura que Elisea no entendió.
—Mi tío Diogo se enfurecería si me escapase con un blanco, ni qué decir con un negro. Su excelencia también.
—Escuché que el señor Blackraven ha prometido liberar a Servando en tres años. Es demasiado tiempo. ¿No existe algún medio para adelantar la manumisión?
—¡Oh, sí! Miss Melody podría convencer a su excelencia. Ella obtiene de él lo que se propone.
—Ya veo.
—Hablaré con la señora condesa y le referiré nuestro plan.
—¿Podemos confiar en ella?
—¡Absolutamente!
Camino a la casa de San José, Amy meditaba acerca del romance entre Elisea y el negro Servando, y volvía a preguntarse: “¿Qué hay en esta ciudad en la cual el amor flota en todos los rincones?”. La mayor sorpresa la había constituido Roger, enamorado como un zagal, en realidad, como un estúpido. “¡Le es fiel hasta con el pensamiento!”, exclamó, más sorprendida que enfadada. A veces lo pillaba contemplándola, abstraído, en especial cuando miss Melody tocaba el piano o el arpa a pesar del luto, porque él insistía tanto, y ella lo complacía porque lo amaba. Sí, lo amaba, de eso estaba segura.
“¿Alguien me ha mirado como Roger mira a miss Melody?”, se preguntó, y una larga cadena de obscenidades brotó de sus labios mientras se empeñaba en eliminar el nombre de Galo Bandor de su mente.
Pensó también en la señorita María Virtudes, dedicada en cuerpo y alma al cuidado del teniente Lane, que ponía cara de pavo cada vez que la muchacha se presentaba en la habitación; resultaba divertido escucharlo balbucear palabras en castellano; y no olvidar a Marcelina, que coqueteaba con su tío de un modo descarado. La sorpresa del amorío entre Elisea y Servando sólo servía para ratificar la presunción de que, en el Río de la Plata, confluían extrañas energías que ablandaban los cerebros y los corazones, energías extrañas y traicioneras, como extrañas y traicioneras eran las aguas de ese maldito río.
Aunque nada la había conmocionado tanto como el cotilleo que aseguraba que el turco Somar y la esclava Miora estaban perdidamente enamorados. “¡Un eunuco enamorado!”, y carcajeó, suscitando miradas condenatorias de unas señoras de negro que caminaban detrás de ella.
Para Somar, admitir su amor por Miora se había convertido en una lucha que le quitaba el sueño y le agriaba el humor. Las tardes compartidas en San Francisco, ayudando a los frailes a curar heridos, y el descaro de Miora —le buscaba los ojos, le sonreía, le tocaba la mano por causalidad, se ocupaba de su ropa y del lustrado de sus botas y le preparaba confituras de coco, yema quemada y figuritas de mazapán— lo habían extenuado, y él, que siempre sabía lo que quería, en ese momento se hallaba perdido, con los nervios a flor de piel y la mente embrollada. Tenía miedo, una experiencia inusual y desconcertante.
Los eventos de la noche anterior amenazaban con aniquilar su escasa voluntad. Quizá Miora lo sorprendió con la guardia baja después de la noticia del ataque sufrido por Blackraven a la salida de lo de Casamayor. Meditaba en su habitación acerca de la identidad del asaltante cuando llamaron a la puerta. “Debe de ser Roger”, se dijo, y abrió sin preguntar.
Miora estaba muy bonita, con el cabello crespo suelto sobre los hombros y un vestido rojo que miss Melody le había regalado y que ella reservaba para lucir los domingos en la cofradía de San Baltasar. Menuda, mucho más baja que él, elevó la barbilla y lo contempló con fijeza, y Somar se apartó sin necesidad de palabras. Miora entró y él cerró la puerta.
—Le traje un pedazo de bizcochuelo, señor Somar. Yo misma lo hice. Lo unté con mermelada de higos. ¿Le gusta la mermelada de higos? —Somar asintió, tomó el bizcochuelo y se lo llevó a la boca en la actitud de un niño obediente, sin apartar sus ojos de Miora—. ¿Está sabroso? Me alegro. Lo hice pensando sólo en su merced, preguntándome si sería de su agrado, si debería cubrirlo con crema y azúcar o con mermelada de higos. Siloé había preparado dulce de albaricoque y entonces se me presentó otra gran duda, pues no sabía si su merced preferiría éste al de higos. Pero como a mí me gusta más el de albaricoque y como yo soy una negra inculta, me dije, estoy segura de…
—¿Qué pretendes de mí, criatura? —Apoyó el bizcochuelo sobre el plato como si de pronto hubiese recobrado la cordura—. ¿Volverme loco? Entre tú y yo no puede existir nada. Yo no soy un hombre común y corriente, al menos no soy la clase de hombre que una mujer desearía a su lado. No me obligues a una franqueza que rayaría en la grosería. Evítame las explicaciones humillantes. Vete, sal de aquí.
Como la joven seguía mirándolo con aquella expresión cándida y expectante, la aferró por la muñeca y la obligó a colocar la mano sobre su bulto.
—¡No hay nada aquí! ¿Puedes sentirlo? ¿Sientes que no soy un hombre completo?
—Pues yo toco algo ahí, señor Somar.
El gesto iracundo del turco se transformó en una risotada hueca que perturbó a Miora más que su enfado.
—Sí, hay algo, pero no es suficiente. Lo que tengo no me sirve para nada sin lo que me quitaron cuando niño. No soy un hombre completo, ¿entiendes? ¡No soy un hombre completo! ¡No tengo testículos!
—A mí no me importa —aseguró la esclava, con dominio y serenidad.
—¿Que no te importa? ¡Pobre criatura! ¿Es que acaso no entiendes nada?
Somar le dio la espalda e insultó en su lengua. Giró, dispuesto a sacarla a empellones del dormitorio, y, en cambio, se puso tenso al descubrir las lágrimas de Miora. Su corazón se llenó de piedad al comprobar que la muchacha se esforzaba para mantener esa expresión digna y no romper en un llanto abierto. La obligó a sentarse y se hincó delante de ella; le tomó las manos y se las besó.
—Miora —dijo, y a ambos los afectó que la llamara por su nombre; hasta el momento había utilizado otros apelativos, casi siempre “criatura” o “muchacha”—. Miora, debes olvidarte de mí. Tú eres tan joven y hermosa. Podrías tener a cualquier hombre, el que te placiera.
—Yo sólo quiero a su merced —insistió, con voz quebrada y una nota de desesperación.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti? ¿No entiendes que no podré complacerte?
—Su merced me complace, siempre.
—No me refiero…
—Sé a lo que se refiere. No soy tonta. —Lo expresó con autoridad y algo de enojo, y el turco Somar se quedó callado—. No me interesa que su merced no pueda darme placer en la cama, porque sé que a eso ha estado refiriéndose todo este tiempo. No quiero esa clase de placer. No lo deseo. El amo Alcides… —Las ínfulas menguaron, bajó la vista y comenzó a llorar quedamente.
—Sí, lo sé —afirmó Somar, y la tomó entre sus brazos—. Sé lo que ese perro de Valdez e Inclán te hizo. Y lo siento, no sabes cuánto lo siento. Pero no todos son zafios como él. Algún día encontrarás a un joven que te quiera y te respete, y al que tú quieras también, y él te enseñará el verdadero amor. —En tanto hablaba, Somar se daba cuenta de que le costaba pronunciar esas palabras; de igual modo, debía hacerlo, por el bien de la muchacha. La separó de él.
—Señor Somar, no quiero encontrar a otro hombre, por muchos testículos que tenga. Yo lo elegí a su merced, y si su merced me privilegiara con su cariño, haría de mí la mujer más feliz. —Levantó la mano con timidez y la apoyó en la mejilla del turco—. Su merced me hace feliz cada vez que me mira, cuando me habla, cuando es justo con los demás esclavos, cuando trata con afecto a los niños o cuando lo veo trabajar y me doy cuenta de lo fuerte que es. Su merced acaba de hacerme muy feliz llamándome por mi nombre.
—Miora, Miora —susurró, y permitió que siguiera acariciándolo.
“¿Por qué estoy experimentado esta dicha?”, se preguntó, pues no recordaba que el contacto con una mujer le hubiese proporcionado esa plenitud y felicidad. En el harén del sultán Mustafá IV, sus esposas, concubinas e hijas lo habían buscado desde edad temprana; con sólo trece años —aunque aparentaba veinte—, las atraía por su delicada belleza en contraposición a su cuerpo robusto y a su orgullosa prestancia. Adquirió fama la habilidad de sus manos y de su lengua, y aseguraban que sólo él conocía el secreto para repetir los orgasmos hasta la pérdida del sentido.
Entre las mujeres del harén, al principio se trató de un juego, aunque más tarde se instauró como un desafío provocarle una erección al eunuco Somar, de los pocos eunucos imperfectos del harén, como se definía a los que no se les había mutilado el miembro. Somar había salvado el pene gracias a los oficios de su madre, una cautiva francesa que se había convertido en la amante del cirujano para persuadirlo; los eunucos menos afortunados, es decir, los eunucos completos, orinaban por una cánula de estaño, incómoda y antiséptica. Una vieja sabia, la favorita del sultán anterior, afirmaba que un eunuco con pene, en ciertas circunstancias, alcanzaba la erección, la cual adquiría una dimensión formidable. Las mujeres pronto descubrieron que, más allá de sus encantos y habilidades, de los brebajes con que atosigaran a Somar y de los ungüentos que aplicaran en sus partes pudendas, no resultaría una tarea fácil.
El tiempo pasaba, y en tanto Somar abandonaba los últimos vestigios de la pubertad, las mujeres no perdían el interés y se empeñaban en alcanzar su propósito, convertido en el pasatiempo predilecto, al que daban casi la misma importancia que conquistar el favor del sultán. Acudían a hechiceras, sibilas, brujos y médicos, gastaban fortunas en filtros, drogas y pócimas, se embellecían, lo provocaban, aprendían nuevas técnicas de seducción, citaban de memoria párrafos del Kama Sutra y de El Jardín Perfumado, y, las habilidosas con el dibujo, copiaban de sus páginas las ilustraciones eróticas y las colgaban delante de Somar mientras lo excitaban. Todo en vano. Nada conmovía a ése apéndice largo e inerte.
Al final, el sultán zanjó la cuestión. Enterado de la obsesión de sus mujeres por el joven Somar, mandó castigarlas y decidió alejar al eunuco del harén, aunque se habría esperado que ordenase su ejecución; pero el sultán sentía afecto por el hijo que le había dado la cautiva francesa y decidió salvarlo, enviándolo lejos como guardián de su hermana, la princesa Kaira, que, en pocos días, partiría rumbo al Egipto para desposar a un califa cuya tribu ocupaba un vasto sector a orillas del mar Rojo. En el Mediterráneo, faltando pocas millas para avistar Alejandría, la saetía que transportaba a la hermana de Mustafá IV sufrió el ataque del pirata español Ciro Bandor, que terminó haciéndose con la nave, la tripulación, la dote de la princesa turca y los sirvientes.
Muchas mujeres habían acariciado a Somar, no con las caricias castas y algo torpes de Miora, que le pasaba las manos pequeñas y húmedas por las mejillas, sino con caricias escandalosas, que lo invadían y le exigían un estado que él nunca alcanzaba; ni siquiera lo conmovían, menos aún le prodigaban la dicha de ese instante en que Miora, envalentonada, le rozaba las labios con la punta del dedo.
Le pasó los brazos por la cintura y la obligó a arrodillarse delante de él; la atrajo contra su pecho y la besó en los labios. Se dio cuenta de que ella nunca había sido besada, y ese descubrimiento lo colmó de orgullo y de un sentido de posesión. La estrechó con ímpetu y la incitó con su lengua para que se abriera a él. Miora daba cortos gemidos, sujeta a los hombros de Somar.
—Yo también puedo darte placer en la cama —susurró el turco, con los labios en el cuello de Miora, que olía tan bien, a narciso, parecía.
—Este momento con usted, señor Somar, es el más hermoso de mi vida.
—Dime Somar, sólo Somar.
—No, usted es mi señor. Aunque yo sea propiedad del amo Roger, es a usted a quien pertenezco.
—Miora, ¿qué haré contigo? ¿Qué buscas? ¿Qué pretendes de mí?
—Que su merced me conceda todos los días un momento a su lado. ¿Podré regresar mañana por la noche? —Al verlo dudar, Miora se apresuró a añadir—: No seré una molestia, le aseguro. Estaré en silencio, mirándolo, o haciendo lo que su merced me indique. Siempre vendré limpia y perfumada. ¿No huelo bien?
—Muy bien.
—Es por la loción de narcisos, la que me regaló Apolonia, una de las muchachas de madame Odile. ¿Podré regresar mañana por la noche?
—Sí, podrás regresar. Y que Alá me perdone y te asista.
Expulsados los ingleses, el escenario de Buenos Aires cambió; los viejos actores se mezclaban con los nuevos, en tanto los discursos y las ideas de independencia abandonaban sus escondrijos y salían a la luz; sus defensores se volvían osados.
Blackraven sostenía que la liberación del virreinato podía provenir tanto de Liniers —si afianzaba su autoridad y si obtenía el apoyo del gobierno francés— como de los criollos o de los comerciantes españoles del Río de la Plata, con Álzaga en el liderazgo. De las tres opciones, Blackraven juzgaba que la última se oponía a los planes de la Liga Secreta del Sur y que debía neutralizarla, lo que lograría apoyando al gobierno interino de Liniers, fortaleciendo su posición política y convirtiéndose en su principal auspiciante para alejarlo de la influencia napoleónica. El medio más certero para alcanzar su propósito sería patrocinar la organización del ejército y de la marina.
Liniers se hallaba en una posición precaria, con gran indisciplina en la tropa y desorden en las demás instituciones, que a menudo excedían sus facultades y se inmiscuían en los asuntos del virrey. En una situación de esa naturaleza, meditó Blackraven, otros considerarían peligrosa la falta de carácter de Liniers, posible detonante que terminaría por sumir la plaza en un estado anárquico, del que Álzaga sacaría provecho. Él, en cambio, apreciaba la debilidad del marino francés, pues le facilitaría la manipulación. Urgía apresurar los movimientos y adelantarse a los del monarquista vasco.
Asimismo, necesitaba ganar nuevamente la confianza del grupo de los criollos, en el cual Juan Martín de Pueyrredón había adquirido preponderancia, y seducirlos para que unieran sus fuerzas a las de la nueva autoridad. Se trataba de una jugada compleja, casi un acto de malabarismo, aunque no más difícil que otros urdidos en el pasado. Para Blackraven, la independencia del Río de la Plata se definiría como una partida de ajedrez.
—¿Cenaste anoche con Liniers, verdad? —le preguntó a su espía Zorrilla.
—Sí, excelencia.
—¿Estaban Mordeille y Duclos? —Blackraven preguntaba por los corsarios franceses cuyo desempeño en la reconquista les había granjeado la admiración de los porteños; para Blackraven, su presencia evidenciaba la intromisión del emperador Napoleón en los asuntos del Plata.
—Así es, excelencia. También cenaban con nosotros Fantin y Giraud. Había muchos oficiales; un gran desorden, debo decir. Cuando el edecán entró con una misiva de Popham, todos instaron a Liniers a que la abriese en ese momento, a pesar de que él protestaba que lo haría más tarde. Por fin la abrió, allí mismo, y todos lo rodearon. Algunos sostenían los ángulos de la carta y otros la leían por encima de sus hombros. La carta no decía nada de importancia —agregó Zorrilla—. Se refería al precio de unas pipas de vino que Popham tomó de un barco de Santa Coloma. Después se desató una discusión en la mesa, y, pese a que Liniers ordenó que cesara, la polémica siguió, y nadie prestó la menor atención al pedido del jefe.
—¿Hablaste con Liniers a solas?
—Sí, excelencia. Me comentó que en breve pasará a ocupar las habitaciones del virrey en el Fuerte.
—¿Se refirieron al ejército como te indiqué?
—Sí, excelencia. Liniers espera que los refuerzos ingleses que pronto llegarán lo encuentren con un ejército más organizado, pues el actual es una verdadera calamidad. No sólo carecen de armamento sino que necesitan botas para los soldados, monturas para la caballería, comida, uniformes, ni qué decir entrenamiento y disciplina. Liniers está al tanto de todo esto.
“Bien”, pensó Blackraven, “convertirme en el primer abastecedor del ejército del virreinato me brindará una posición inmejorable para manejar a su jefe”. Hasta dinero le ofrecería a través de su espía. Con Anita Perichon como amante y una caterva de hijos, no habría talego demasiado lleno para costear los gastos. No se lo ofrecería en forma directa para no levantar sospechas puesto que también quería convertirse en proveedor de su ejército.
—Zorrilla —dijo Blackraven, mientras abría un cofre y extraía tres bolsas de cuero con monedas—, mañana mismo pedirás audiencia con el capitán Liniers y le ofrecerás un préstamo de cuarenta mil pesos a una tasa, digamos, de un punto y medio anual, pagaderos en doce asignaciones.
—Es una tasa irrisoria —se animó a opinar el informante—. Sospechará de mi generosidad ya que es vox populi que la tasa de interés normal es de seis puntos al año.
—Esgrimirás que no eres un usurero sino un fiel servidor del rey. Convencerás a Liniers de que tome el dinero como una ayuda desinteresada para la constitución de un ejército que evite una nueva invasión. Le dirás que tan aciago acontecimiento arruinaría por completo tus negocios. Una vez firmados esos doce pagarés, me los traerás aquí de inmediato.
Blackraven no dudaba de que Liniers aceptaría el préstamo. No se destacaba por su moral, ni él ni su hermano el conde; todavía quedaban negocios poco claros en su pasado, y el affaire con la Perichon, llevado con tanta desvergüenza, sólo confirmaba la índole relajada del militar francés. “Será como arcilla blanda en mis manos”, concluyó Blackraven. Por fortuna, su relación con Liniers se desarrollaba en los mejores términos; no perdería tiempo y lo visitaría al día siguiente para ofrecerle ayuda. Él poseía lo que la tropa necesitaba: tasajo y galleta, cuero para botas, monturas y atelajes, géneros para uniformes, armas, plomo para balas, cuerda mecha, pólvora, y aquello que no tuviese a mano, tal el caso de caballos y mulas, cañones y morteros, lo obtendría.
En cuanto al grupo de los criollos independentistas, esa mañana, Blackraven había visitado al doctor Belgrano, el primero al que se aproximaba después de la expulsión de sus compatriotas. Todavía no los convocaría a todos pues sospechaba que, a causa de la invasión inglesa, existían desavenencias entre ellos, por ejemplo, con Saturnino Rodríguez Peña, que de modo tan abierto había apoyado a Beresford. El doctor Moreno aún se encontraba en la villa del Luján, y de Castelli no sabía nada.
Belgrano había regresado a Buenos Aires pocos días después de la reconquista, de buen talante, a pesar de sus achaques, y con ganas de integrarse a la milicia y de instruirse en las cuestiones de la guerra. Se mostró suspicaz en un principio, y comentó, con gran tacto, que lo sorprendía la presencia de Blackraven en el Río de la Plata.
—Las autoridades del Cabildo me exigieron que abandonara la ciudad —admitió, con una sonrisa pagada—, aunque bastó una corta reunión con los alcaldes de primero y segundo voto, con el oidor Lavardén y el capitán Liniers para que el sentido común los convenciera de que mi estancia en Buenos Aires sólo redunda en beneficios para el virreinato. Su merced conoce mi opinión acerca de las ocupaciones militares —agregó Blackraven, en tono intimista—. Las desapruebo. Las acciones de mis compatriotas me han contrariado y causado muchos problemas. Las autoridades de mi país deben entender que nada más conveniente para ambas partes que la independencia de estas colonias por completo abandonadas por la España.
—Excelencia —dijo Belgrano—, nosotros queremos al amo viejo o a ninguno.
—Entiendo.
—Lo cierto es que nos falta mucho para aspirar a la empresa que nos guíe a la independencia, y, aunque se realizase bajo la protección de la Inglaterra, estoy persuadido de que ésta nos abandonaría si se ofreciera un partido ventajoso a la Europa, y entonces vendríamos a caer bajo la espada española otra vez.
—Me atrevo a disentir con su merced —apuntó Blackraven— en ambos conceptos. En cuanto a que falta mucho para aspirar a la independencia, la situación indica lo contrario. Ha sido el pueblo de Buenos Aires, sin autoridad española alguna, el que ha expulsado al invasor, y lo ha logrado sin envío de armamento ni de dinero. Eso ha elevado la moral del pueblo, llevándolo a pensar que el sueño independentista está al alcance de la mano. En cuanto a la protección de la Inglaterra, vosotros no la necesitáis, ya os lo he marcado en incontables conversaciones que sostuvimos en el pasado. Vosotros podéis y debéis organizaros. La creación de un ejército es el primer paso, y en esta tarea, la experiencia y el conocimiento del capitán Liniers serán de enorme valía.
Zorrilla carraspeó, y Blackraven volvió a la realidad; apartó el puño de su boca y levantó la vista.
—Zorrilla —dijo, y empujó las bolsas con monedas hacia su informante—, en estos talegos hay cuarenta y cinco mil pesos. Le entregarás la suma indicada al capitán Liniers y te quedarás con el resto en compensación por tus servicios.
—Gracias, excelencia.
—Como ya te dije, mañana concurrirás al Fuerte y pedirás audiencia con Liniers. Cuanto antes concluyamos este asunto, mejor.
—Apenas cuente con los doce pagarés firmados se los haré llegar, excelencia.
Blackraven asintió.
—Ahora dime, ¿qué novedades tienes acerca de Álzaga?
—En su círculo íntimo se comenta que pretende postularse para alcalde de primer voto el año entrante.
—¿Cuándo serán esas elecciones?
—El mismo primero de enero. A las nuevas autoridades, las eligen los miembros del Cabildo saliente, aunque se precisa una confirmación del señor virrey para poner en posesión a los funcionarios electos.
Blackraven recordó que los alcaldes ordinarios, es decir, los de primero y segundo voto, tenían a su cargo la justicia del común —la de aquéllos sin privilegios, fueran españoles, negros o indios— en su primera instancia. Dichos alcaldes entendían por turno en los asuntos civiles y criminales, y el bastón o vara de justicia que blandían era el símbolo de su investidura. Como en general estos funcionarios desconocían la materia de derecho, costeaban de su bolsillo los servicios de un asesor letrado, y en la mayoría de los casos se limitaban a suscribir las sentencias aconsejadas por aquéllos.
—¿Quién fue el asesor letrado de Álzaga cuando fue alcalde en el 95? —se interesó Roger.
—El doctor Manuel Zamudio, pero murió poco después, algunos insinúan que debido a las penas y disgustos que padeció como letrado de Álzaga. En el 95 aconteció aquél nefando asunto, el de la conjura de los franceses, en el cual Álzaga estuvo muy involucrado. Se dice que mandó torturar más de dos veces a los reos, algo prohibido y muy mal visto. Durante aquel año, don Martín se granjeó la antipatía de muchos.
Blackraven contempló a su informante con aire reflexivo.
—Zorrilla, piensa qué leguleyos podrían resultar idóneos para ocupar el cargo de asesor letrado de Álzaga el año que viene, y comunícame sus nombres de inmediato. ¿Qué has sabido del negocio de Álzaga? —preguntó, sin pausa.
—Se dice que don Martín está preocupado, que uno de sus agentes ha viajado a Córdoba para visitar a su cliente más importante, pues éste no ha realizado su habitual pedido. Además, envió a su edecán a hablar con don Sixto Parera, un minorista de aquí, de Buenos Aires, el cual no sólo es cliente de los almacenes de Álzaga sino que le debe una fuerte suma de dinero. Parece que el buen hombre, ante la presión, confesó haber adquirido mercadería a otro abastecedor. Supe también —acotó Zorrilla— que pronto será exigible una deuda importante que Álzaga mantiene con la Casa Ustáriz y Compañía, su mayor proveedor gaditano. Y anda falto de liquidez. Esto lo tiene más preocupado aún.
Blackraven guardó silencio, la mirada detenida en un punto.
—Es casi medianoche —dijo de pronto, y se puso de pie— y te he retardado aquí más tiempo del necesario. Buen trabajo. Puedes marcharte. ¡Somar! —El turco debió de estar tras la puerta ya que apareció al instante—. Escolta al señor Zorrilla a su casa. Lleva una fuerte cantidad de dinero.
—De acuerdo, milord.
—Buenas noches —se despidió el informante, y abandonó el despacho.
Somar aprovechó para anunciarle a Blackraven que O’Maley lo aguardaba.
—Hazlo pasar —concedió, aunque estaba cansando, y el anhelo por encontrarse a solas con su esposa lo volvía impaciente.
Resultaba obvio que Edward O’Maley no había pasado por su casa para desembarazarse de las huellas de un largo viaje. Blackraven le sirvió un brandy.
—Ni rastro de Galo Bandor, excelencia —informó el irlandés—. Mis hombres y yo hemos cubierto las posibles vías de escape. Nadie ha visto ni oído sobre un hombre de tales características.
—Pudo haber pasado inadvertido.
—Es posible, aunque un sujeto con las señas tan marcadas de Bandor (rubio, de ojos verdes, de piel clara y tan alto) no es fácil de olvidar en estas tierras. Además, anda con sus cinco marineros, a menos que, para desorientar, hayan tomado rumbos distintos.
—En tu experiencia —lo instó Blackraven—, ¿qué opinas? ¿Bandor ya se encuentra en alta mar o sigue rondando Buenos Aires?
—En mi opinión, Bandor aún sigue en Buenos Aires. ¿No considerará su merced una impertinencia si me atreviese a preguntar por el estado de ánimo de la señorita Bodrugan?
Blackraven conocía el afecto que sus hombres, sobre todo los espías del Escorpión Negro, le profesaban a Amy.
—¿Sabes, Edward? Tu querida Amy me desconcierta. Pensé que, a causa de la huida de ese mal nacido de Bandor, estaría de un humor de los mil demonios. En cambio la encuentro taciturna, te diría deprimida.
—Lo siento, señor.
—Zorrilla acaba de informarme que Álzaga anda falto de liquidez, y que pronto la Casa Ustáriz le exigirá el pago de una factura abultada. Mañana mismo ponte en contacto con tu informante y pídele ver los libros. Quiero ratificar o desechar esta información. En cuanto a Bandor, que tus hombres sigan buscándolo.
—¿Los mando al Cangrejal, excelencia?
—No. Hay una fuerte guardia apostada en la Butanna. Dudo de que se atreva a acercarse. Si logra escapar del Río de la Plata, lo hará en otro barco.
—Somar acaba de contarme, excelencia, que su merced sufrió un ataque la noche pasada. ¿Galo Bandor, quizá?
—No lo sé —admitió Roger—. Se trataba de un africano, fuera de la media, con un físico de titán.
—¿Más alto que su merced? —se pasmó O’Maley.
—No me pareció que fuese más alto que yo, aunque su fuerza era abrumadora.
El irlandés soltó un silbido y agitó la mano.
—Ninguno de los marineros de Bandor presenta esas características, excelencia.
—Ninguno, es cierto.
—¿Está pensando en ese sicario, el que contrató Fouché?
—Imposible saber. Podría ser un simple salteador, un esclavo resentido con los ingleses, un enviado de Galo Bandor o La Cobra misma. En esta instancia y con tan poca información, imposible saber. Ahora vete, O’Maley. Tú no luces mejor que yo. Un buen descanso nos sentará de maravillas.
—Así es, excelencia. Buenas noches.
Apenas entró en su dormitorio, Blackraven notó que Melody escondía el retrato de Jimmy bajo las sábanas y que se secaba las lágrimas deprisa, con el dorso de la mano. En silencio, evitando mirarla, se quitó la chaqueta y la colocó sobre una silla. Caminó hacia la cabecera y se sentó en el borde de la cama. Contempló a Melody con seria atención antes de besarla en los labios.
—No me ocultes tu dolor por su muerte. No me ocultes nada.
—No se trata de ocultarte sino de no ser otra carga para ti. Siempre luces tan preocupado. Siempre estás tan atareado. Hoy estuviste de aquí para allá, a pesar de tu herida en el costado. —En tanto hablaba, Melody le acariciaba el ceño, buscando relajarlo—. A veces creo que tantas responsabilidades te abruman y no te dejan ser feliz.
—Isaura, tú eres mi fuente de alegría, mi refugio, mi única felicidad. No vuelvas a pensar que eres una carga para mí. Cuando la jornada me pesa y los problemas me fastidian, sólo necesito recordar el momento de solaz que compartiré contigo por la noche para recobrar el buen ánimo.
—¿De veras? ¿Piensas en mí a menudo? —se interesó, con acento divertido y aire travieso, mientras le desataba la lazada y le desabrochaba la chupa.
—Sabes que sí —fue la respuesta susurrada mientras la besaba en el cuello y le pasaba las manos por el vientre—. ¿Está dormido?
—Después de darle puntapiés a su madre toda la tarde, terminó durmiéndose. Creo que su hijo, excelencia, ha heredado su temperamento.
—Ah, será un gran hombre, entonces —se mofó Blackraven.
—Y voluntarioso como una mula, y con un carácter difícil también. Bastante orgulloso, por cierto. Y muy celoso.
Blackraven rió de buena gana y la besó.
—Te pareces a mi madre cuando se queja de mí. A ver, muéstrame el retrato de Jimmy, el que ocultas entre las sábanas. —Melody lo extrajo del rebozo y se lo entregó—. De veras se trata de una obra excelente. ¿Quién dices que lo hizo?
—El esclavo de don Juan Martín —Melody hablaba de Pueyrredón—. Su nombre es Fermín Gayoso. Es tan bueno, Roger, y dibuja mejor que cualquier maestro que yo haya conocido. ¿Sabes? Tiempo atrás, cuando el Consulado fundó la Escuela de Dibujo, se le prohibió el ingreso por ser negro. ¿Puedes concebir tanta injusticia?
—Cariño, a veces creo que no perteneces a este mundo. ¿Por qué te sorprendes tanto? Tú, mejor que nadie, sabes que los esclavos son considerados menos que perros.
—No lo tolero, Roger, no soporto tanta iniquidad. ¿Sabes lo que me contó hoy Leocadia, una tercerona del convento de las Capuchinas? —Blackraven, divertido, negó con la cabeza—. ¡Pues que las monjas se han amotinado porque sospechan que una que acaba de profesar tiene sangre negra! Le han exigido a la madre superiora que les enseñe el certificado de pureza de la pobre diabla, so pena de seguir adelante con el motín y armar tremendo escándalo. ¿Puedes creerlo, entre religiosas? ¿Qué clase de cristianas son?
—Lo que más amo de ti es que no hayas perdido la capacidad de sorprenderte de la malicia de este mundo. Amo el modo en que te enfureces, cómo abres los ojos, cómo mueves tus manos. Me excitas de cualquier forma, pero enojada me vuelves loco.
Le apretó la cintura engrosada, la atrajo hacia él y hundió su cara entre los pliegues de batista que le cubrían los pechos y que olían a frangipani.
—¿De veras te gusta el retrato que dibujó Fermín?
—Sí, de veras. ¿Por qué presiento que estás aprovechándote de mi actual estado de debilidad por ti para sonsacarme algo?
Melody se cubrió la boca para ocultar una risa bribona, como de niña traviesa. Blackraven la tomó por la nuca y la besó sin contemplaciones, penetrándola con la lengua, devorando sus labios, mordiéndolos, chupándolos.
—Vamos —la urgió—, pídeme lo que quieras. Mi resistencia no durará mucho más, y ya no tendré paciencia para escucharte.
—¿Podríamos contratar a Fermín Gayoso para que pinte los retratos de los niños, incluso uno mío y tuyo, juntos?
—Sí, sí, que Fermín Gayoso pinte también los retratos de Sansón y de Arduino, y el de todos los esclavos, si quieres. ¿Qué podría negarte? Nada, lo sabes.
—Si no puedes negarme nada, seguiré pidiéndote.
—Estoy seguro de que me exigirás vestidos fastuosos, joyas y afeites a precio de oro, ¿verdad? ¡Eres tan frívola, esposa mía! Terminarás por llevarme a la bancarrota.
Melody estalló en un acceso de risa y terminó abrazada al cuello de Blackraven, entre abiertas carcajadas.
—¿Ahora soy tu monigote que ríes de este modo?
—Me causó gracia lo que dijiste; tu gesto también.
—¿Qué deseas pedirme? A ver, dime, ¿qué es eso que tanto deseas?
Melody carraspeó y, agitada aún, le explicó que necesitaba un abogado.
—¿En qué lío te has metido? ¿Es para tu hospicio?
—¡Oh, no, no es para mí! Es para Antolín, el mulato que vende mazamorra en el Fuerte y en el atrio de San Ignacio, ése que pregona: “Mazamorra con miel para que se le vaya la hiel. Mazamorra con azúcar para la dama pituca”. —Blackraven, riendo, dijo que no lo conocía—. En fin, al pobre Antolín lo han condenado a una sentencia injusta y excesiva. El alcalde del barrio de Monserrat lo enviará a la frontera a servir en el ejército durante ocho años. ¡Ocho años! ¿Y sabes por qué? ¡Por recitarle un piropo a Melchora Sarratea! Ella ha denunciado que ha sido insultante. ¡Que ni se lo merece, la muy insulsa! No te rías, Roger. Esto es serio. Resulta casi improbable que subsista en las condiciones en que viven los reos en aquellos parajes perdidos de la mano de Dios. Debemos actuar antes de que lo trasladen al sur. ¿Quién crees que podría ayudarlo?
—Isaura, amor mío —suspiró, y apoyó la frente en la de su esposa—. Yo lo ayudaré, por ti, sólo por ti, para verte contenta. Deja el asunto en mis manos. Ya deja de preocuparte. Mañana iré a casa del doctor Moreno. Quizás haya regresado del Luján y se avenga a sacar a tu querido Antolín de este aprieto.
—Estoy segura de que querrá ayudarnos —opinó Melody, y su entusiasmo complació a Roger—. Verás, me contó Lupe que en Chuquisaca ayudaba a los indios explotados por los encomenderos. Es un hombre con un gran sentido de la justicia.
—También me ocuparé de contratar los servicios de Gayoso. Tengo pendiente una visita a casa de Pueyrredón. Hablaré con él y le pediré que autorice a su esclavo a realizar ese trabajo para ti.
—¡Gracias, gracias, cariño! Papá Justicia me contó que Fermín…
La acalló con un beso.
—Basta de los asuntos de los esclavos. Ahora cuéntame de ti mientras tomo un baño. —Comenzó a quitarse las botas—. Anda, dime qué hiciste hoy. No, no salgas de la cama. Te enfriarás.
—En absoluto —objetó, mientras se ponía la bata de lana—. Trinaghanta acaba de agregar brasas en el copón. Está muy agradable aquí, ¿no crees? —Melody siguió hablando al tiempo que aprestaba una pastilla de jabón de benjuí, las toallas, la navaja para afeitar y otros utensilios—. Aunque temo que el agua para tu baño se haya enfriado. —Levantó la frazada que cubría la tina y sumergió la mano—. Ah, qué bien. Está perfecta, cariño.
Alzó la vista. Su sonrisa se desvaneció lentamente a medida que sus ojos vagaban por la figura desnuda de Blackraven. Él la observaba con esa expresión que reflejaba su ansiosa codicia, y que todavía le robaba el aliento y la hacía sentir hermosa. La desnudez de él aún la afectaba como en la ocasión del río meses atrás: la dejaba quieta; y también como en aquella ocasión, a pesar de ir vestida, se sintió incómoda y en desventaja, quizá por la soltura con que Roger se mostraba, como si estar desnudo fuese su estado natural, como si enseñarle su cuerpo lo llenara de satisfacción.
Demoró su atención en la venda que le ceñía el torso. Caminó hacia él y, sin mirarlo, se la quitó. Los labios de la herida, unidos por los puntos del sedal, se habían cerrado formando una línea seca y de buen color. La acarició con la punta de los dedos y percibió que lo recorría un ligero temblor y que se le erizaba la piel.
—Eres tan hermoso —le dijo en un susurro, con la boca pegada a su piel.
La respiración de Blackraven se volvía pesada y ruidosa en tanto Melody profundizaba su inspección y le tocaba y le besaba las marcas del pecho y de los brazos.
—Ni siquiera escuchaste cuando te pedí que te quedaras quieto por el día de hoy —protestó—. Sólo anoche te hicieron esa herida en el costado, Roger. ¿Por qué eres tan duro y exigente contigo? ¿No entiendes que me angustia que no te cuides, que seas tan temerario? ¿Qué sería de mí y de nuestro hijo si algo te ocurriese?
Blackraven no contestó. Melody se había puesto de rodillas y, con el delicado roce de sus dedos, le hacía unas cosquillas enervantes mientras estudiaba las cicatrices que encontraba al separarle el vello de las piernas. “Esta marca es muy nueva”, pensó, “al igual que ésa que acabo de ver en el antebrazo derecho”, y, aunque intrigada, no quiso preguntar. En cambio, se llenó la boca con el pene de Roger, que había crecido delante de sus ojos. Él profirió un quejido profundo y le sujetó la cabeza, pegándola a su pelvis.
Blackraven quería apreciar cada detalle: los dedos de ella hundidos en la carne de sus glúteos, las caricias de su lengua sobre el glande y la delicada fricción de sus dientes. La había moldeado a su gusto, y aun así notaba la inexperiencia de Isaura, falta que en otra mujer lo habría impacientado, en ella operaba el efecto contrario, lo enardecía.
—¡Dios, cómo me haces temblar!
La llevó a la cama donde le indicó que se colora a gatas. Le levantó el camisón y le bajó los bombachos. Le acarició el trasero, tan blanco y mórbido, se lo besó, se lo mordió, le pasó la lengua por la hendidura, mientras le tocaba el vientre y los senos, satisfecho con su peso y redondez, no le cabían en las manos. Esa plenitud de Isaura lo conmovía, la generosa feminidad de su cuerpo exacerbaba su hombría, le provocaba una gran satisfacción.
Melody respiraba por la boca, y se mezclaba su resuello con los gemidos de placer.
—Roger, por favor —la oyó suplicar.
Se hundió dentro de ella y permaneció inmóvil, con el respiro sujeto, atento a dominar lo inminente. Como reacción, la vio arquearse, levantar la cabeza, soltar un quejido, acomodarse para devorarlo con su carne, apretada, húmeda, caliente. Reanudó los movimientos con lentitud, oprimiéndole las caderas para preservar el control. “Le dejaré marcas”, pensó, “siempre la lleno de marcas”, y esa idea, de marcarla con su impronta, le arrebató el precario equilibrio y envió al olvido los miramientos. Estiró el brazo, la sujetó por la nuca y llevó las sacudidas a un ritmo cada vez más brusco, más grosero, más ruidoso.
A Melody la fascinaba la expectación por el orgasmo tanto como el orgasmo mismo. Llegaría, de un momento a otro, y esa marea de placer la devastaría. La seguridad de que se trataba de una chispa fugaz que podía esfumarse le agarrotaba el cuerpo y le hacía perder toda conciencia a excepción del interés por ese punto entre sus piernas que crecía y que terminaría por explotar. Las ansias de Roger la envolvían, ya no estaban separados, eran una sola carne palpitando al unísono, ella lo contenía a él, como contenía a su hijo, ambos le pertenecían, eran sólo de ella.
Acabaron en medio de gritos y exclamaciones en inglés que después los llevarían a preguntarse si habrían despertado a los niños. Siempre sucedía lo mismo, se proponían moderar su alivio y después lo olvidaban.
Melody había caído de costado sobre la cama en deferencia a su barriga. Blackraven, pegado a su espalda, respiraba agitadamente con la frente en su omóplato. Él todavía conservaba la tensión del orgasmo, y le apretaba las caderas con el ímpetu de segundos atrás; así como antes Melody no lo había notado, ahora se daba cuenta de que le hacía doler.
—Tócame el vientre —le pidió, y él metió la mano bajo el camisón.
—Deseaba sentirlo moverse dentro de ti.
—A veces, cuando pasan muchas horas y no lo siento, me angustio —le confesó—. Temo que algo le haya sucedido. Entonces, me recuesto de este modo, que a él tanto le disgusta, y el alma me vuelve al cuerpo cuando comienza a patearme. No me importa enfadarlo.
—¿Cómo sabes que no le gusta esta posición?
Melody se sacudió de hombros.
—Simplemente lo sé.
—Quizá se mueve de contento.
—No. Sé que le molesta.
Blackraven comprendió que el vínculo entre Melody y ese niño estaba fuera de su alcance, se trataba de una unión que iba más allá de él, de su discernimiento, y lo asombró que, siempre tan posesivo en relación con su esposa, en lugar de celos, experimentara pura alegría. Para él, Melody y el bebé constituían una sola cosa: su vida.
Pasado ese silencio, Blackraven dijo:
—Te amo, Isaura. No, esto que me une a ti es más que amor. No sé lo que es, no sé cómo explicarlo.
La abrazó con un fervor contenido que le provocaba temblores, y Melody percibió infinito amor en aquel acto, aunque también miedo y algo de enojo.
—Es una clase poco común de amor —explicó ella—. Es amor eterno. —Se dio vuelta y se cobijó en su cuerpo—. Nunca se acabará, Roger, y ni el tiempo ni la muerte podrán con él. Roger Blackraven —dijo, al rato—, amor de mi vida, única razón de mi existencia.
Le sonrió, y, por un instante, él se distrajo, fascinado al ver cómo la sonrisa le llegaba a los ojos. Isaura era incapaz de ocultar el alma, cada una de sus expresiones reflejaba su auténtica emoción, él no le conocía gestos impostados.
—Dulzura mía —susurró, y le besó la punta de la nariz—. ¿Tomarías un baño conmigo?
Apenas la vio asentir, la ayudó a quitarse la bata y el camisón, y le deshizo la trenza, y el cabello se esparció sobre su espalda, más abundante y terso de lo que recordaba, ya le cubría el trasero.
—Tu pelo es magnífico, aunque ahora luce distinto, más hermoso si eso es posible. Nunca lo habías llevado tan largo.
Blackraven se alejó, buscando el mejor ángulo, hasta alcanzar una perspectiva donde la apreciara, al mismo tiempo, de frente —sus carrillos más llenos, sus pechos enormes de rosados pezones, su barriga de seis meses, sus piernas y caderas redondeadas— y de atrás gracias al espejo de caballete.
—Si no me enfureciera la idea de que otro te viese desnuda, te haría pintar así, tal como te encuentras ahora, con tu hermoso trasero en el espejo.
—Tú podrías pintarme —dijo Melody—, no te resultaría difícil. Con que dibujases una bola con peluca sería suficiente.
Blackraven se echó a reír. Volvió junto a ella y la abrazó, riendo aún, y le mordisqueó los hombros mientras le aseguraba que lucía tan apetitosa que la comería. Ella se agitaba a causa de las cosquillas, reía y le pedía que se detuviese. Poco a poco, al percibir su pequeñez y vulnerabilidad, una tierna emoción cambió el talante de Blackraven, y acabó con el juego. La mantuvo apretada contra su pecho y le costó apartarla de él.
—Vamos a la tina.
Admiró la habilidad con que Melody se recogía el cabello en la base de la nuca y lo sujetaba con unas presillas. Él se acomodó primero, y le tendió la mano para ayudarla a sentarse con la espalda pegada a su torso.
La circundó con las piernas y con los brazos, y descansó las manos sobre su vientre; el niño no se movía. Le besó el hombro y las marcas del carimbo a las que se había acostumbrado tanto como al resto de los lineamientos de Melody, y sonrió al comprobar que ella no se incomodaba. Parecía que habían pasado años desde la noche en que le confesó que las tenía.
Iniciaron una conversación serena, en susurros.
—¿Crees que mi hermano Tommy esté bien, allá, en alta mar?
—¡Voto a Dios que sí!
—Él ha sido siempre tan libre, Roger. Me pregunto si se acostumbrará al confinamiento y a la disciplina de un barco. El capitán Malagrida estuvo contándome que, en un barco, la disciplina lo es todo. No sé si Tommy estará a la altura.
—Eso déjalo en manos del capitán Flaherty. Él sabrá instilar en tu hermano un poco de cordura. De igual modo, el muchacho aprendió una lección en las mazmorras del Cabildo y no creo que se comporte con la misma liviandad de cascos del pasado.
—Roger, gracias por haber ayudado a Tommy a pesar de los problemas que nos ha causado.
—Una vez, tiempo atrás, te dije que haría cualquier cosa por ti. ¿Lo has olvidado? —Melody negó con la cabeza—. Cualquier cosa —subrayó, mientras la besaba detrás de la oreja—. Cariño, la semana que viene emprenderé un viaje hacia la Banda Oriental por asuntos de negocios. Serán unos pocos días.
—¿Qué negocios? —preguntó, con desánimo.
—Doña Rafaela del Pino…
—¿La virreina vieja?
—La misma. Ella me ofreció una participación en unas canteras de cal que posee en la Banda Oriental, a pocas millas al norte de Montevideo.
—¿Conoces a doña Rafaela, pues?
—Era muy amigo de su esposo.
—¿El que ocupó el puesto de virrey antes de Sobremonte?
—El mismo. Don Joaquín fue de los primeros amigos que tuve al llegar a Buenos Aires. Doña Rafaela me tomó mucho afecto, y yo a ella, siendo como es una mujer entrañable. Me expresó que desea conocerte.
—¿Cuándo regresarás?
—En quince días, no más.
—¡Quince días!
—Pasarán como un suspiro.
—Dicen que la flota inglesa está sitiando el puerto de Montevideo. ¿Cómo harás para llegar? No quiero que te expongas.
—Quédate tranquila, nada malo me ocurrirá. Confía en mí. —Para distraerla, le preguntó—: ¿Fuiste hoy al hospicio?
—Sí. Me acompañó Simonetta Cattaneo. Quedó muy impresionada con la obra y ha prometido ayudarnos. Tengo la impresión de que es una mujer muy rica.
Blackraven hizo una anotación mental: pedirle a O’Maley que siguiera los pasos de la italiana y la investigara. Melody estaba aficionándose a su compañía, y, a pesar de que jamás salía sola —Milton, Shackle o Somar la escoltaban—, él no tendría paz hasta despejar las sospechas. Si bien no conocía a la tal Simonetta Cattaneo en persona, daba crédito a los rumores que la tenían por una mujer peculiar, más bien excéntrica.
—¿Por qué crees que es rica?
—Por las ropas que lleva, por sus joyas, por lo que cuenta de su vida en la Italia. Pero no la juzgues como ostentosa o pedante, por el contrario, es de espíritu sencillo, y lo que me ha referido ha surgido naturalmente en nuestras conversaciones.
—Volviendo al tema del hospicio —dijo Blackraven—, recuerda que debes dejar en manos de Somar el manejo de los alarifes, carpinteros, pintores y demás menestrales. No quiero enterarme de que entras en tratos con ellos, Isaura.
—Quédate tranquilo, de eso se ocupa Somar.
—Mañana cenaré en casa de los Montes.
—¿Pilarita está de regreso? —se alegró Melody.
—Sí, llegó ayer con los niños de San Isidro, aunque el barón hace días que está en la ciudad, por asuntos de sus negocios.
—Le escribiré una carta y tú se la llevarás, ¿verdad, cariño? —Blackraven dijo que sí—. Tengo tantos deseos de verla. ¿Crees que se escandalizaría si la invitase a casa a pesar del luto?
—¿No aseguras siempre que Pilar Montes es una mujer sensible y de criterio?
—Sí. De igual modo…
—Yo le pediré que venga a visitarte. Quiero que, poco a poco, retomes tu vida.
—Oh, pero si he llevado una vida casi normal. No he observado el luto para nada. Debo de ser la hablilla de todos los salones.
—No es verdad. Aún vistes esos ropajes negros, los postigos del frente siguen cerrados, madame Odile no puede visitarte, tampoco tus otras amigas, y sólo sales para oír misa, para visitar el cementerio o las obras del hospicio. Dentro de pocos meses, esta casa se llenará de alegría con motivo del nacimiento de mi primogénito, y, para cuando él llegue, no quiero vestigios de tristeza a su alrededor. Así lo querría Jimmy.
Aunque se quedó callada, Blackraven no percibió que Melody se hubiese ofendido o que hubiese caído en un estado melancólico.
—¿Quieres que te afeite? —la escuchó decir, y su carácter animado lo tranquilizó.
—No, quédate aquí, junto a mí, un momento más, al menos hasta que el agua se enfríe. Sólo entre mis brazos tengo la certeza de que estás a salvo. El resto del tiempo me sumo en un gran desasosiego.
—Yo, en cambio, desde que estoy contigo, me siento segura y a nada temo. Siempre vivía con miedo desde la muerte de mi padre. —Incluso antes de terminar la frase, Melody deseó no haber mencionado su pasado; sabía cuánto lo entristecía—. ¿Sabes una cosa? —se apresuró a decir—. Sospecho que Somar está enamorado de Miora. Ella lo está de él. Me lo confesó días atrás.
—Isaura —expresó Roger—, deberías prevenir a Miora para que no se ilusione en vano.
—¿Te refieres a la condición de Somar? ¿A que es un castrado?
—¿Lo sabías?
—Es lo que se murmura acerca de él.
—O sea que Miora está enterada de la condición de Somar.
—Sí, y no le importa.
—Vaya. Eso sí que es inesperado.
—Yo sería tan feliz si Somar y Miora se casasen.
Giró para estudiar la reacción de su esposo, y él sonrió, movido por la simpleza de ella, por su capacidad para alegrarse de la dicha ajena.
—¿Lo desaprobarías, Roger?
—Si Somar y Miora desearan casarse, ¿qué tendría yo que decir? ¿Qué fundamentos esgrimiría? Además, ¿podría oponerme contigo de parte de ellos?
Melody echó la cabeza hacia atrás y, medio de costado, tomó el rostro de Blackraven con ambas manos y lo besó en la boca. Él permaneció quieto para concentrar la atención en la esponjosidad de esos labios sobre su boca, que se movían con deliberada lentitud, como si de lánguidas caricias se tratase. Melody llevó las manos a la nuca de Roger y profundizó el beso, incitándolo con la lengua, pasándola por su paladar y sus encías, hasta que él la tomó en su boca y la succionó entre sonidos eróticos y jadeos.
—Oh, por Dios, Isaura.
Melody adivinó la urgencia de Blackraven en el apremio de sus manos, que la sujetaron por la cintura y la levantaron para deslizaría sobre su erección, lentamente, en ese medio acuoso y cálido, hasta sentirlo alojado en la profundidad de su ser, duro, caliente, palpitando. Dada la posición, no podía verlo; entonces, dejó caer los párpados e imaginó los gestos que acompañaban a sus gemidos; él solía apretar los ojos o morderse el labio inferior para no ser tan ruidoso; su nuez de Adán subía y bajaba muy rápido, y a veces profería un grito mudo y se quedaba en suspenso, con la boca abierta y sin aire, en tanto sus embestidas se volvían lentas, aunque, paradójicamente, más bruscas; esa inflexión se rompía con un lamento oscuro y áspero, que siempre la estremecía y la excitaba, pero que, por encima de todo, la hacía pensar en la fuerza del cuarto arcano, en su imperio, y enseguida anidaba en ella un sentimiento primitivo de sumisión y entrega. Amaba conocerlo en la intimidad, cuando él se despojaba de la armadura y le enseñaba, confiado, su debilidad por ella. Amaba la intimidad que compartían.
Con el brazo derecho se sujetaba a la nuca de Blackraven, mientras le clavaba los dedos de la mano izquierda en el antebrazo, notando la tensión en los músculos y en los tendones a causa del esfuerzo de levantarla y penetrarla una y otra vez. Temió que su herida del costado se abriera y, a punto de mencionárselo, desistió, convencida de que Blackraven se había sometido a ese impulso frenético y no podría ni querría detenerse. Sus vaivenes agitaban el agua y formaban pequeñas olas que desbordaban la tina y mojaban el entablado.
Melody se mordió el puño para no gritar y, sin darse cuenta, entrelazó los dedos en el cabello de Blackraven, tirándoselo cruelmente a medida que alcanzaba la cúspide de un placer oscuro y embriagante. Lo oyó jadear, y un momento después sintió que le apartaba el puño de la boca.
—Dime, Isaura, quiero saber, ¿te gusta tenerme tan dentro de ti?
—Sí —balbuceó ella, y asintió con los ojos cerrados y la boca entreabierta.
—¿Dónde te gusta que te toque? ¿Aquí? —Le frotó la palma de la mano sobre los pezones endurecidos.
—¡Sí, ahí! Ahí, Roger —añadió, con voz desfallecida—. Sal de mí y vuelve a entrar —le pidió—. Más profundo esta vez. Te quiero más dentro de mí.
Él obedeció, y ambos acompañaron la nueva penetración con un soplido ronco.
—¿Sabes? Tienes los pechos más hermosos que conozco. —Los sujetó con ambas manos, sin detener el movimiento de sus pulgares sobre los pezones, provocándole a Melody una sucesión de grititos ahogados—. ¡Eres tan estrecha! ¡Ah, cómo me calientas cuando te mueves así! Sigue haciéndolo, no te detengas.
Cada palabra que le dirigía tenía el propósito de llevarla de nuevo al orgasmo, de intensificarlo y prolongarlo. Melody sacudía la cabeza de lado a lado, y los contoneos de su trasero sobre la pelvis de Blackraven hablaban del delirio frenético que la dominaba. Como siempre, ya se había olvidado de los niños y de los sirvientes y gemía con libertad.
—Hazme saber que amas tenerme dentro de ti.
—¡Sí, Roger, sí!
—Pídeme que te penetre más profundamente. Me enloqueció que lo hicieras.
—Por favor. —La súplica se deslizó como un sollozo—. Por favor, más profundo.
Blackraven separó un poco las piernas, y si no hubiese sostenido a Melody por las nalgas, ésta habría terminado en el fondo de la tina. Ella sentía cómo el pene de él crecía y se introducía aún más.
—Yo amo hundirme en tu carne, muy profundo. Que me contengas, amo que me contengas dentro de ti. Sólo a mí me deseas. Sólo piensas en mí. Anda, dímelo.
—Sólo te deseo a ti, amor, sólo a ti.
—Tú eres mía, tu cuerpo es mío —insistía, con una fiereza que igualaba la manera exigente de su técnica amatoria.
Blackraven exhaló un respiro pesado, y ya no volvió a hablar hasta que, entre lamentos lascivos, pronunció en inglés, con voz tirante:
—Isaura, my love! Oh, Jesus!
En cierto sentido, esa experiencia era tan novedosa para Blackraven como para Melody, pues, a pesar de haberse acostado con tantas mujeres, en realidad, Roger nunca había experimentado la fusión de cuerpos y almas que se producía cuando tomaba a su esposa en esa rendición a ciegas, libre de suspicacias y mezquindades, y ahí radicaba el secreto que volvía diferente y novedoso un acto tan conocido para él. Después de retirarse del cuerpo de Melody, ellos seguían fuertemente unidos.
—Sólo a ti te he hecho el amor —le confesó, siguiendo el hilo de su pensamiento, tan agitado que Melody no lo entendió—. Sólo a ti te he hecho el amor.
Tardaron en recuperarse, y dejaron la tina porque les daba frío. Melody se tambaleó con los ojos cerrados y la piel erizada, y Blackraven debió secarla y ponerle el camisón. Por fin, apagó las bujías y se metió en la cama. Estrechó el cuerpo tibio de Melody y soltó un suspiro de satisfacción. A pesar de la oscuridad, los rescoldos echaban una luz ámbar sobre sus rasgos. Se contemplaron en silencio, demasiado emocionados y perplejos para hablar.
—Me haces tan feliz —susurró él.
—La mañana en que te conocí —dijo Melody—, no imaginé que Dios me tuviera preparado este regalo. Nunca imaginé que Dios me lo daría todo.