La ciudad cobró un ánimo festivo y anárquico que Melody no entendía con tantos heridos y muertos plagando la ciudad. Grupos de vecinos y soldados se volcaron en las calles con porrones y botellas de gres en las manos, y, entre trago y trago, cantaban cuchufletas, reían y vociferaban. La ginebra y la chicha pronto desaparecieron en las pulperías, donde el júbilo por la victoria mezclado con el alcohol a veces terminaba con algún destripado. En tanto algunos festejaban, otros se confinaban en sus casas, temerosos de esa muchedumbre a la que nadie controlaba. Como medida de protección, Liniers mandó alojar en el Cabildo a los soldados ingleses, y en casas de familia, a la oficialidad, con puertas bien trabadas y postigos cerrados, aunque estas previsiones no detuvieron a los exaltados, entre ellos, a algunos de la compañía de Miñones, que se abatieron contra los porteños conocidos por su afición a los invasores para saquearlos. Un piquete se detuvo frente a la casa de la calle San José y a la voz de “¡Es la casa del conde inglés! ¡Arrasemos con ella!”, se le opuso la de otros que proclamaron: “¡Es la casa del Ángel Negro! ¡No os atreváis!”, de modo que se evitó una matanza pues Blackraven y su gente habían amartillado los mosquetes, los fusiles y las pistolas.
Como los heridos desbordaron los dos establecimientos para hombres de la ciudad —La Convalecencia y Belén, ambos regenteados por los “barbones”—, se improvisaron hospitales de sangre en las iglesias de Santo Domingo, San Francisco y Santa Catalina de Siena. En tanto la gran mayoría festejaba, otros, protegidos por piquetes de soldados, recogían a las víctimas y los llevaban a los hospitales o a los conventos.
El miércoles 13 de agosto, a la hora del desayuno, el tañido doliente de las campanas anunció los funerales de las víctimas; los soldados católicos eran enterrados en los camposantos de las iglesias; los anglicanos, en una fosa del Paseo del Bajo, a la que arrojaban cal para evitar las pestes.
—¡De ninguna manera! —se ofuscó Blackraven—. ¿Cómo se te ocurre siquiera pedirme permiso para ir a curar heridos a San Francisco?
—Roger, ten compasión de esa pobre gente. Muchos son tus compatriotas, a los que nadie comprenderá porque son pocos los que aquí hablan inglés. Trinaghanta, Somar y yo podríamos ser de gran ayuda. Por favor, mi amor, déjame ir. Acompáñame si quieres.
—¡Ah, Isaura! —se enfureció Roger—. ¿Qué sucedería si te prohibiese ir? De seguro encontrarías la forma de llegar por tus medios, ¿verdad? ¡Pues bien! Ve a aprestarte. Yo mismo te llevaré a San Francisco.
En el convento de San Francisco los recibió un panorama desolador, con heridos alineados en el piso por falta de camas o colchones, heridas sin curar, olores pesados, a ácido muriático y a azufre, montículos de vendas ensangrentadas, miembros mutilados, gemidos y súplicas, frailes que iban y venían, y cirujanos con mandiles empapados en sangre e instrumentos ominosos en las manos. Melody divisó al padre Mauro.
—Bendita seas, Melody —dijo el sacerdote—. No se da abasto con tanto herido. Tu ayuda es bienvenida. ¿Qué traes en esa canasta? —Trinaghanta levantó la tapa—. Bien, esto será muy apreciado. Ve, muchacha —le indicó a la cingalesa—, y ponte al servicio de fray Benigno, que habla algo de inglés. Excelencia, vuestra merced y Somar, que sois tan fuertes, ¿podríais ayudarme a quitar esos cuerpos de los camastros? Necesitamos llevarlos al cementerio para enterrarlos cuanto antes. Tú, Melody, ocúpate de cambiar las sábanas.
A primeras horas de la tarde, Blackraven la condujo a un banco en el jardín del convento y la obligó a comer pan, queso y un trozo de carne fría y a beber agua con panal. Melody se mostraba ansiosa por volver al refectorio con los heridos.
—Un soldado del regimiento 71 está dictándome una carta para su madre —le comentó Melody—. El doctor O’Gorman me dijo que quizá no pase la noche.
—Come —la instó Blackraven.
—¿Sabes, Roger? No puedo dejar de pensar que, si tú no hubieras sacado a Tommy de Buenos Aires, él se habría unido al ejército de Liniers y hoy podría hallarse entre estos desdichados.
—Termina con esa misiva. En breve, te llevaré a casa. —Blackraven levantó una mano y le lanzó un vistazo de advertencia—. No discutas conmigo sobre este punto, Isaura. Si tú has decidido olvidar que llevas a mi hijo en tu vientre, yo no. Estás exhausta. Además tengo que ocuparme de ciertas cuestiones y no quiero dejarte aquí sola. Me urge ir a lo de Valdez e Inclán.
—No estoy sola. Somar y Trinaghanta estarán conmigo —tentó Melody.
—Ellos pueden quedarse. Tú, no.
—¿Me permites acompañarte a lo de Valdez e Inclán? Hace tanto que no veo a las muchachas.
En la casa de la calle Santiago, Diogo Coutinho les explicó que hospedaban al teniente general Winston Lane, del cuerpo de Santa Elena, herido frente al portal durante la refriega del día anterior. Ante la súplica de sus sobrinas, Diogo había autorizado a dos esclavos a arriesgarse hasta la calle y cargarlo dentro.
—Lo hemos ubicado en la habitación de don Alcides —agregó—. Espero que esto no contraríe a su merced.
—¿Lo ha visto un médico? —se interesó Melody.
—Sí, el médico del regimiento 71, el doctor Forbes. Le extrajo la bala, aunque nos advirtió que había perdido mucha sangre, y que una infección en ese estado sería mortal.
—¡Excelencia! —se alegró la señorita Leonilda al presentarse en la sala—. Dios lo ha guiado a esta casa hoy día. Mi hermano lo habrá puesto al tanto acerca de nuestro huésped inglés. El pobre cristiano no habla palabra de castellano, y nosotros ni una en vuestra lengua. Como la señorita Bodrugan no se encuentra, acaso su merced pueda tranquilizarlo. Desde que volvió en sí ha estado muy inquieto.
María Virtudes y Marcelina se alejaron de la cama para dar paso a Blackraven. Elisea se mantuvo rezagada, junto a Melody.
—¿Cómo está Servando? —susurró.
—Esta mañana amaneció sin fiebre —dijo, y le apretó la mano al ver el alivio en los ojos de Elisea.
—Gracias, miss Melody —musitó la joven—. ¿Cuándo volveré a verlo?
“¿Qué haré con estos dos?”, se angustió, y con un gesto le dio a entender que pronto.
Acometido por una debilidad extrema, el teniente general Lane apenas balbuceó unas palabras. Blackraven se presentó, y el militar inglés dio muestras de conocerlo. Le explicó que el doctor Forbes le había extraído la bala alojada en el pecho, que debía guardar reposo y descansar.
—¿Qué ocurrió con los míos? —farfulló Lane.
—Ayer, cerca del mediodía, el general Beresford capituló ante las fuerzas locales. Ahora se hospeda en casa del ministro de la Real Hacienda, don Félix Casamayor. En cuanto a su batallón, se encuentra en las dependencias del Cabildo junto con el 71.
—¿Y los términos de la capitulación?
—No se han acordado aún. —Ante el desconcierto de Lane, Blackraven agregó—: La rendición fue poco ortodoxa, teniente. Había que contentar a la chusma, que se mostraba beligerante. Supongo que en la capitulación se estipulará el intercambio de los prisioneros del ejército de Sobremonte por vosotros como también vuestro pronto embarco hacia la Inglaterra.
—¿En qué estado mantendrán a mi tropa? —se preocupó el militar inglés.
—Lo desconozco —admitió Blackraven—, pero si lo tranquiliza, iré al Cabildo.
—Gracias, excelencia —suspiró Lane, y se quedó dormido.
Blackraven dejó a Melody en la casa de la calle San José y enfiló hacia lo de Casamayor. Después de compartir unos tragos con el anfitrión, Blackraven quedó a solas con su amigo Beresford.
—Espero que te encuentres bien.
—Casamayor ha sido muy amable y hospitalario —admitió el general inglés.
—Lamento la muerte de Kennett, William. —Beresford asintió—. Cualquier necesidad que tengas, quiero que envíes mensaje a mi casa para comunicármelo.
—Gracias, Roger. Aunque espero no permanecer muchos días en esta ciudad. Ayer acordamos con Liniers que pronto me embarcaré junto con mi tropa.
—¿Ya firmasteis el documento de la capitulación?
—No aún. Lo haremos en estos días.
—La situación de Liniers es precaria, William. Es importante que comprendas esto. Él no es virrey, ni siquiera es el subinspector de tropas y milicias, tampoco es funcionario de la Audiencia. Antes de la gesta de ayer, Liniers no era más que un capitán de navío destinado en la Ensenada de Barragán y recelado por su origen francés. Tiene poderosos enemigos, entre ellos el comerciante Álzaga. Opino que se apresuró en prometerte el inmediato regreso a Londres. Mientras Popham mantenga su flota frente a Buenos Aires y a Montevideo, y en tanto los porteños teman una nueva invasión por parte de los refuerzos que mandasteis pedir al Cabo y a Londres, dudo que os liberen, ni a ti ni a la tropa.
Blackraven volvió a la casa de San José de mal humor. Sospechaba que Liniers no convencería a las autoridades del Cabildo ni a las de la Audiencia, y que la estadía de Beresford, de su oficialidad y de la tropa en el Río de la Plata se extendería por mucho tiempo. La noticia que lo aguardaba al llegar no favoreció a su ánimo. Apenas entró en la sala y se topó con las caras de Amy Bodrugan y de Malagrida, olfateó un problema.
—Galo Bandor y sus hombres han escapado —anunció el jesuita, y Blackraven buscó a Amy con la mirada.
—Sí, ya sé —se deprimió la mujer—, debí matarlo días atrás.
—No he dicho eso —expresó Blackraven—. ¿Cómo ocurrió?
—Resulta evidente —comentó Malagrida— que, quien haya orquestado la fuga, sabía que el Sonzogno contaría con una guardia mínima.
—Igualmente, había hombres suficientes para impedirlo —se impacientó Roger.
—Eso es lo insólito —señaló el jesuita—. Sommerson asegura que el atraco lo concertó un hombre solo. Abaacha y Van Goyen están muertos.
—¡Abaacha! —se pasmó Blackraven—. Puedo entenderlo de Van Goyen, pues lo suyo no era la lucha ni las armas, pero Abaacha… Pocas veces he conocido un hombre con mejor dominio del machete.
—Los encontraron degollados, a los dos —indicó Amy—. Schegel está herido, pero von Hohenstaufen dice que no es de cuidado.
—¿Schegel vio algo que pueda ayudarnos a dar con ese mal nacido?
—Lo tomó por sorpresa —explicó Malagrida—. Asegura que se dio cuenta de su presencia cuando lo tenía encima. Lo describió como un hombre alto, más bien delgado. No le vio el rostro, estaba oscuro.
—Schegel, a quien tú sabes, Roger, no es fácil impresionar —acotó Amy—, sostiene que pocas veces ha visto tal despliegue de dominio físico. El atacante era fuerte, aunque más que fuerte era hábil, y saltaba y se movía con la destreza de Arduino.
Después de la cena, Amy se encerró en el despacho con Blackraven, y Melody llevó a los niños a dormir, angustiada y celosa. Dado que la mujer había colaborado en la fuga de Tommy, se esforzaba por admitirla en la familia, por considerarla una hermana y no una rival, sin éxito. La envidiaba. Envidiaba su conocimiento de Roger, los años compartidos, las aventuras vividas, las anécdotas recordadas, las sonrisas y miradas intercambiadas, su cuerpo, esbelto y elástico, su sabiduría en las cuestiones del mar, su desenfado y denuedo. Caminó hasta su dormitorio y comprobó que Blackraven seguía con ella.
—Basta, Amy, ya no bebas —ordenó Roger—. Te caerás del caballo antes de llegar a lo de Valdez e Inclán.
—Déjame, necesito este trago. ¡Devuélvemelo!
—Estás borracha. Será mejor que te quedes aquí esta noche.
—¿Tu mujercita lo aprobará? ¿O te hará un berrinche y tú, que sólo quieres complacerla, me arrojarás a la calle?
—¿Qué te pasa? —se molestó Blackraven.
—¡Estoy celosa, eso me pasa!
—En realidad, estás furiosa porque dejaste escapar a Galo Bandor.
—¡Maldito seas, Roger Blackraven, por no haberlo acabado por mí!
¡Maldito Galo Bandor! ¡Maldito! ¡Maldito hijo de puta! ¡Miserable puerco inmundo!
Así prosiguió, acompañando los insultos con descargas de su puño sobre el escritorio. El ímpetu inicial languideció y la voz comenzó a temblarle. Dejó caer la cabeza y rompió a llorar. Blackraven se puso de pie, rodeó el escritorio y se ubicó junto a ella.
—Cariño —dijo, en tono burlón—, siempre te pones melancólica cuando estás borracha.
—Ya te dije que no estoy borracha. Es ese niño, Roger. Está volviéndome loca. ¡Por su culpa no pude matar a ese miserable hijo de perra! Tenía la impresión de que si me enfrentaba a Galo Bandor, sería al niño a quien viese. ¡Se le parece tanto! No habría conjurado el valor para acabar con ese engendro de Lucifer.
—Creí que te caía bien Víctor, que no te afectaba.
—Simulo que no me molesta, que no me disturba su rostro, pero es mentira. ¡Es mentira! Voy a perder la cordura, y tú, maldito cabrón, me arrojarás en Bedlam.
—Ven, cariño. Sentémonos en el diván. Ven. —La ayudó a ponerse de pie—. No llores, Amy. Lo has hecho tan poco a lo largo de los años, ni siquiera cuando niña, que es un espectáculo infrecuente y turbador. No sé qué hacer si lloras.
—Bien sabrías qué hacer si fuera tu dulce Isaura la que llorase.
—Amy, por favor, no empieces.
—Si no quieres que empiece, abrázame.
Melody los encontró en el diván, abrazados. Su mirada incrédula se cruzó con la mueca de desconcierto de Blackraven antes de propinar un portazo y echar a correr. Roger cerró los ojos, inspiró profundamente y salió detrás de ella. La alcanzó en el primer patio, antes de que se adentrase en el sector de las habitaciones. La aferró por el brazo, y Melody intentó desasirse.
—¡Suéltame! —profirió, entre dientes.
—Vamos a nuestra recámara. Tú y yo tenemos que hablar.
—¡Esta vez no dormirás en mi recámara!
—¡Basta, Isaura!
La orden, de una violencia inusual, detuvo el forcejeo y las quejas, y la hizo avergonzarse.
—Entiendo que estés enojada —admitió, con firmeza—, pero hay una explicación.
—¿Cuál explicación? —balbuceó Melody, sin levantar la vista—. ¿Qué estás enamorado de esa mujer?
—¡Por Dios santo, Isaura! —se fastidió Blackraven, y la condujo al dormitorio—. Siéntate y escúchame en silencio. No admitiré interrupciones.
Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la cama, y Melody entrevió en su gesto y en ese ademán al soltar la prenda, el hartazgo que sus celos y suspicacias le provocaban. Blackraven acercó una silla y tomó asiento frente a ella.
—Víctor es hijo de Amy Bodrugan.
Una palpitación violenta le alteró la respiración. Blackraven advirtió que el color abandonaba sus mejillas e igualmente siguió hablando. Ella intentó concentrarse, aunque un pensamiento recurrente la devolvía a la tarde en que atestiguó una escena que, a la luz de la confesión de Blackraven, cobraba sentido, la tarde en que halló a Víctor y a Amy conversando cerca del aljibe. Víctor la contemplaba con el embeleso de costumbre. Alejada, Melody no lograba escuchar. Al llamado de Perla, el niño corrió hacia los interiores y dejó sola a Amy, quien, apoyada en el aljibe, con el mentón sobre el pecho, se miraba la punta de la bota. A Melody le tomó pocos segundos caer en la cuenta de que la mujer estaba llorando. Por la noche, mientras le ponía el pijama a Víctor, le preguntó:
—¿Qué hablabais tú y la señorita Bodrugan junto al aljibe?
—Ella me preguntaba por mi madre.
—Y tú, ¿qué le respondiste?
—Que para mí, usted es mi madre.
—¿Se sorprendió?
—No. Insistió en preguntarme qué sabía de mi verdadera madre.
—Y tú, ¿qué le contestaste?
—Que no sabía nada, pero que todas las noches usted y yo rezábamos por ella, para que Dios la protegiera donde fuera que se hallase.
—Isaura, ¿estás escuchándome? —se molestó Blackraven.
—No —admitió, y le confesó lo que estaba evocando.
—No debes juzgar duramente a Amy por haber abandonado a Víctor. Ella habría preferido que el niño no naciese, pero yo le prohibí abortarlo. Son pocos los casos en que las mujeres sobreviven a esa clase de intervención.
—¿Por qué quería deshacerse de Víctor? —se animó a preguntar.
—Porque él es el fruto de una violación. Una violación llevada a cabo como una venganza en mi contra.
Gracias a las anécdotas relatadas por Somar durante la ausencia de Blackraven, Melody conocía la historia del pirata español Ciro Bandor, que, por la fuerza, había introducido a Roger y a Amy en la vida de perros del mar. También sabía que Ciro Bandor había acabado a manos de Blackraven. Somar, sin embargo, no había mencionado a su hijo, Galo Bandor.
—Galo ha jurado vengar la muerte de su padre. En un principio, no conseguía echarme el guante, y yo no deseaba matarlo. Era un mozuelo, joven e impulsivo. Habría sido como aplastar a un cachorro. No me parecía justo liquidarlo. Me mantenía alejado, complicando aún más su búsqueda y aumentando su rabia y sed de venganza. Supo que Amy y yo éramos grandes amigos…
—Que erais amantes —sugirió Melody.
—Sí —concedió Blackraven—, que éramos amantes, y decidió convertirla en su víctima para obligarme a enfrentarlo, para perjudicarme también. Sabía que, lastimando a Amy, me asestaría un duro golpe, no sólo por ser mi amante sino por ser, junto con Somar, lo más importante de mi vida. —Melody desvió el rostro, dolida y celosa—. Cariño, por favor, eso fue hace tantos años. Conozco a Amy desde que era un niño. Nos hemos criados juntos. Ella y yo… ¿Por qué tú puedes amar a tantos —se enfadó de pronto—, a tus hermanos, a los esclavos, a Angelita, a Víctor, y yo sólo tengo que amarte a ti? ¿Acaso crees que no soy capaz de sentimientos nobles hacia otras personas?
Pasada la sorpresa, Melody abandonó su silla y se sentó sobre las piernas de Blackraven.
—Perdóname, Roger —le suplicó—. Como siempre, he sido una egoísta. Perdóname. Estoy muy celosa. Ella es tan bonita y segura de sí, tan valiente. En cambio, yo…
—¿Tú qué, Isaura? ¿Tú qué? ¡Por Dios! ¿Acaso me dirás que no eres hermosa? Ya te dije que me quitas el aliento cada vez que te veo. Cuando luces un vestido nuevo, cuando cambias el tocado, cuando te pones carmín en los labios o remarcas de negro tus ojos. ¡Dios mío! Sólo pienso en llevarte a la cama. ¿Y te atreverías a decir que no eres valiente? ¿No te conocí una mañana de verano, huyendo porque te habías metido en la Compañía de Filipinas para robar los carimbos? ¿Y no fuiste tú la que secuestró a la parda Francisca y le quitó la propiedad a su dueña? ¿Y no fuiste tú la que me robó a Miora para que Alcides no la forzara de nuevo? ¿Cómo llamas a eso? ¿Cobardía?
—Tú y ella habéis hecho el amor, y yo… Yo a veces me pregunto… si tú nos comparas. Ella debe de ser muy experimentada, y yo no sé nada. De seguro soy desmañada, y tú no me lo dices para no avergonzarme.
Una oleada de ternura cambió la disposición de Blackraven, y la inocencia de su joven esposa lo hizo sonreír y elevar los ojos al cielo raso.
—Isaura, Isaura, ¿cuándo te entregarás a mí por completo? ¿Cuándo me concederás el don de tu confianza? Yo te amo, mi amor, te amo de esta extraña manera que me desconcierta. —De pronto, se sintió cansado; apoyó la frente en la mejilla de Melody y suspiró—. Has llegado a mi vida y te has apoderado de todo, Isaura, me has dejado sin nada, y un me importa porque sólo te necesito a ti.
—¿Te complazco en la cama?
—¡Si me complaces! En la cama me vuelves loco, pero es más allá de la cama donde entiendo que lo que existe entre tú y yo es sublime. Porque nunca me canso de mirarte, de desearte, de extrañarte, de admirarte, de atesorarte. Nunca me sacio de ti, ya te lo he dicho, y eso a veces me asusta. Ah, Isaura —susurró, con ardor—, yo estaba acostumbrado a otra cosa, y tú has puesto mi mundo patas arriba.
—¿Te hago feliz a pesar de poner tu mundo patas arriba?
—Sí.
Guardaron silencio, abrazados, las frentes unidas, mientras compartían esa paz después de un día agitado, sirviéndose de la fuerza del otro, sintiéndose vivos gracias a la vida que palpitaba en el otro. Blackraven se apartó un poco para hablar.
—¿No sabes que el amor es el mejor afrodisíaco?
—¿Qué es afrodisíaco?
Blackraven soltó una risotada y la besó.
—Tu inocencia también es un afrodisíaco. Un afrodisíaco —explicó— es algo (una sustancia, una bebida, un alimento, una droga) que estimula el apetito sexual.
—Yo quiero ser tu afrodisíaco —dijo Melody.
—Lo eres, cariño.
Después de amarse, con sus cuerpos todavía enfebrecidos de pasión, yacían en la cama, Blackraven entre las piernas de Melody, con la cabeza sobre su vientre.
—¿Está enojado porque lo despertamos?
—No —respondió Melody—, está feliz porque sus padres se aman.
—¡Auch! Ese puntapié me dolió.
Melody rió.
—No exageres, Roger. Aún es demasiado pequeño para dar puntapiés.
—Pues acaba de darme uno. Te quiere para él solo, ya veo. Habrá conflicto entre tu hijo y yo.
—Cuéntame sobre Amy. Dime qué le sucedió con Galo Bandor.
Blackraven se ubicó junto a ella y la tomó en sus brazos antes de hablar. Resultaba claro que le costaba evocar el episodio, por lo que Melody no indagó y se contentó con lo que él le refería, a pesar de que no le diera detalles. A grandes líneas, Roger le explicó que, luego de secuestrar a Amy, Bandor la encerró en su camarote de la Butanna, donde la mantuvo desnuda por tres días, con poco alimento, y la vejó en tantas ocasiones como le dio la gana. Amy, armada tan sólo de una presilla para el cabello, abrió la claraboya y se lanzó al mar.
—¡Dios mío! Podría haberse ahogado.
—Es una gran nadadora, y, pese a la debilidad por la falta de alimento, consiguió llegar al puerto de Marigot, en Dominica. La Butanna se hallaba a pocas millas de la costa.
—Si Amy no hubiese escapado, ¿Bandor la habría asesinado?
—Lo dudo. Creo que el pobre idiota terminó enamorándose de ella. A su debido tiempo, Amy supo que estaba embarazada, y la pesadilla volvió a cernerse sobre nosotros. Como ya te referí, ella quiso deshacerse del hijo de Bandor, pero yo me opuse. Le aseguré que jamás tendría que ver al niño, que yo me haría cargo. “Quiero que después de nacido, lo regales. Deshazte de él”, me exigió. Pero yo no tuve corazón para darlo. Después de todo, también era hijo de Amy. Durante un tiempo, Víctor vivió en mi hacienda en Antigua, pero el clima no le sentaba y, como Alcides y su familia ya estaban asentados en Buenos Aires, decidí traerlo aquí.
Con la vista clavada en el cielo raso, se sumergió en un mutismo reflexivo que Melody no se atrevió a perturbar. Una nueva coloración dominaba su voz cuando prosiguió con el relato.
—Víctor nunca fue un niño feliz sino hasta que tú llegaste. No sólo se trataba de sus ataques, que lo acometían cada vez más a menudo, sino de sus miradas, sus silencios, su rostro demasiado serio para un niño. Lo escuché reír por primera vez aquella mañana, en el Retiro, cuando los intercepté en el corredor, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo.
Se volvió hacia Melody, erguido sobre un codo. Ella ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos. La fascinó la extraña tonalidad que adquiría el azul del iris a la luz de la vela, como si varios colores danzasen provocando un juego de iridiscencias que le recordaron a un ópalo de madame Odile. Le entreveró los dedos en el cabello de la nuca y lo obligó a inclinarse para besarlo.
—Isaura, sería de mi agrado que tú, con tu dulzura, me ayudases a curar las heridas que Amy recibió por mi culpa, del mismo modo que curaste las de Víctor.
—Sí, te ayudaré.
Blackraven y Melody llegaron a un acuerdo: ella y Trinaghanta asistirían a los heridos de San Francisco por la mañana, en tanto Somar y Miora lo harían por la tarde.
Miora advertía que, si bien el turco se mostraba afable e invariable con los demás miembros de la casa de San José, en relación con ella, su temperamento sufría cambios drásticos que iban de actitudes casi románticas a desplantes groseros. Manila, entendida en asuntos del corazón, opinaba que Somar estaba enamorado de Miora, pero, dada su condición de castrado, se frustraba y se entusiasmaba con la misma intensidad.
—Te ve y muere de amor por ti. Luego se acuerda de que no tendría con qué cumplirte y se mortifica.
Que a Somar no le colgara nada entre las piernas, como decía Manila, a Miora la tenía sin cuidado. Después de su experiencia con don Alcides, prefería evitar otra similar. Juzgaba suficiente contar con la compañía del turco y con su conversación, la que se volvía más fluida debido al empeño de Somar por aprender el castellano. Ya ni el amo Roger ni miss Melody le hablaban en inglés, y Miora terminó por enterarse de que así procedían por pedido del turco.
—¿Para qué quieres aparejarte con un hombre que no podrá cumplirte en la cama? —se pasmó Manila—. ¿Estás loca?
—No quiero que me cumpla en la cama —se empecinó Miora—. Quiero que me quiera en la vida y punto. ¿Vas a ayudarme? No sé cómo hacer para que me diga que me quiere.
—Tendrás que dar el primer paso, Miora, si quieres que él se anime a confesarte lo que deseas escuchar.
Ya no se presentaban ocasiones para charlar con Somar dado que miss Melody había vuelto a ocuparse de los esclavos a la hora de la siesta. Lo veía poco, a veces ni siquiera comía en la casa de San José, siempre empeñado en los asuntos del amo Roger. Se había mostrado atento y preocupado el día en que las tropas del capitán Liniers enfrentaron a los casacas rojas, cuando la ciudad se venía abajo y los tiros, los clamores y los cañonazos le arrancaron lágrimas de pánico.
—Ya, muchacha —la había consolado el turco—. ¿A qué temes? ¿Crees que permitiría que alguien te hiciera daño?
Miora vivía de esas palabras y de la caricia que las acompañó. No cabía duda: Somar sentía algo especial por ella, no se comportaba de ese modo con las demás. Lo ayudaría a expresar lo que su corazón escondía. Por eso, cuando miss Melody le ordenó que marchase todas las tardes con él a curar los heridos de San Francisco, Miora no pudo evitar sonreír.
—No sonreirás tanto cuando veas miembros cercenados, vendas con sangre y hombres agonizando —la previno Melody—. ¿Qué te hace tan feliz? ¿Ayudar al prójimo o hacerlo con Somar?
Las mejillas oscuras de Miora se tiñeron de púrpura y sus grandes ojos negros adquirieron el brillo de las lágrimas. Melody le palmeó la mejilla y marchó hacia la calle donde la aguardaban Trinaghanta y Estevanico en la berlina.
—Vuelve a casa, Estevanico —ordenó Melody—. No me acompañarás adonde voy. No es espectáculo para un niño. Y llévate a Sansón y a Arduino contigo. Oiré misa en San Francisco a la una. Si deseas, puedes alcanzarme la alfombra.
—Allí estaremos —aseguró el mulecón, y palmeó la cabeza del terranova.
Se estableció una rutina: Melody y la cingalesa montaban en la berlina apenas terminado el desayuno, y, conducidas por Shackle o Milton, partían hacia el convento. Dentro del refectorio, cambiaban el luto y los extraños trajes de colores estridentes por un delantal blanco, y sujetaban sus largas cabelleras con un pañuelo. Trabajaban sin descanso. Cambiaban vendajes, limpiaban heridas, colocaban paños fríos en frentes afiebradas y ventosas en espaldas, daban de comer y beber, afeitaban mejillas hirsutas y mondaban cabellos, preparaban emplastos y tisanas, cortaban vendas y asistían a los médicos y a los cirujanos. Trinaghanta se ocupaba de tareas a las que Melody, dado su estado, no le permitían llevar a cabo, como desinfectar los pisos con ácido muriático, hervir sábanas y prendas de los soldados o cargar trastos.
Melody echaba de menos a Lupe y a Pilarita, todavía ausentes de la ciudad. Antes de que estallara la lucha para expulsar a los ingleses, la familia Moreno había partido hacia Luján, y la de Abelardo Montes, a la quinta de San Isidro. Ansiaba volver a verlas, había novedades que compartir, con relación al hospicio Martín de Porres y también a una nueva amiga, Simonetta Cattaneo, a quien había conocido en circunstancias peculiares, y que deseaba presentarles.
Como de costumbre, cerca de la una, terminada la labor entre los heridos, Melody y Trinaghanta se desembarazaban de los delantales y los pañuelos, se higienizaban y peinaban, y caminaban hacia el sector del cementerio. Ponían flores en la tumba de Jimmy, Melody entrelazaba su brazo con el de la cingalesa y se quedaban un momento en silencio. Trinaghanta volvía a pie a la casa de San José; Melody entraba a oír misa. Estevanico la esperaba en el atrio para escoltarla hasta su sitio, donde desplegaba la alfombrita y se acomodaba detrás de ella. Miss Melody enredaba el rosario entre las manos, bajaba el rostro, cerraba los ojos y se ensimismaba hasta perder la capacidad de oír, de ver y de sentir, y ni siquiera caía en la cuenta de las miradas hostiles que le lanzaban las otras damas, las cuales Estevanico no sabía si se debían a que su señora se presentaba en público en un estado de preñez avanzado o a la nacionalidad de su esposo.
La abstracción de Melody infundía respeto, y Estevanico no se habría atrevido a interrumpirla excepto el día en que le tocó el brazo y, con disimulo, le señaló hacia el ala central por donde caminaba, con aires de reina, la esclava Polina seguida de un negrito de la alfombra en fina librea verde y una mulata que cargaba a Rogelito, su hijo de meses, nacido a principios de febrero en el Retiro; era ahijado de Melody. Tanto la madre como el niño le debían la vida a Roger Blackraven, de allí que lo hubiesen llamado Rogelio.
Melody no atendía a los latinismos del cura ni conseguía volver a sus oraciones; con palmaria incredulidad, veía a la esclava y a su cortejo ubicarse cerca del altar. No se trataba sólo del descaro de asistir a una misa para gente decente sino de los ropajes que vestía. Se suponía que las mujeres, en la iglesia, sólo usaban el negro. Las prendas de Polina desplegaban la gama completa del arco iris, el guardapiés, en organdí violeta, algo recogido para lucir las enaguas con encaje de Flandes —nada de liencillo—, la blusa de holán verde manzana, la cotilla en damasco azul Francia y la chupa de cuatro faldillas en raso de una tonalidad azul claro. A pesar del frío, no llevaba el rebozo de bayeta, típico de las de su casta, sino una mantilla de seda verde esmeralda, que caía en punta sobre la espalda, con una borla que casi rozaba las baldosas. Melody pensó: “Debe de estar muriéndose de frío con esa mantilla”. Al descubrirle los zapatos, de brocado de oro con tacos altos de plata maciza, sacudió la cabeza.
Polina se mostraba con la ostentación de un pavo real para provocar a quienes, en ese momento, creía igualar en nivel social dado que su dueño, don Gervasio Bustamante, había reconocido a Rogelito como su hijo, mientras que a ella la había manumitido y le había dado el lugar de señora de la casa; incluso, en una actitud deliberada, Polina había llegado tarde a misa para asegurarse de que todas la apreciaran al entrar. Melody echó un vistazo en torno y advirtió cómo crecía y bullía el resentimiento.
Nadie prestó atención a las palabras del cura; la feligresía se mantuvo atenta a “la esclava manceba de don Gervasio”. en sus gestos de miradas miopes y labios apretados, revelaban su indignación. Algunas sonrieron cuando el sacerdote pasó de largo a Polina y no le dio la hostia. A Melody la lastimó ese desplante, aunque sabía que la esclava había llegado demasiado lejos. “Quizá si se hubiese presentado de negro”, pensó.
Como parte de su puesta en escena, Polina salió en último lugar, deleitándose de modo anticipado con su propia imagen en el atrio, sus esclavos en reata y sus ropajes brillando a la luz del sol. Melody marchó detrás de ella. De acuerdo con la costumbre, las señoras conversaban en la puerta de la iglesia.
—Tal vez —conjeturó Prudencia Iraola— el Ángel Negro la obligó a salir por la sacristía para evitar un papelón mayor.
—Lo dudo —expresó Melchora Sarratea—. El Ángel Negro no es para nada sensata.
—¡Qué atrevimiento! —se quejó Saturnina Otárola.
—¿A dónde llegaremos si estos negros se toman tales atribuciones? —interpuso Filomena Azcuénaga—. ¡Es inadmisible!
—No entiendo qué mal atacó a don Gervasio para haberle dado alas a esa perdida —se preguntó Flora de Santa Coloma.
—Lo tendrá dominado con alguno de los brebajes que fabrica el demonio ése al que llaman Papá Justicia —opinó Magdalena Carrera e Inda, esposa de Martín de Álzaga—, uno de los salvajes que organizó la conjura de esclavos el lunes después del Domingo de Ramos. Se dice que beben sus pócimas para el candombe, para entregarse más libremente a esas danzas satánicas y lúbricas.
La quietud que siguió a la aparición de Polina en el atrio fue casi teatral, y los esporádicos ladridos de Sansón, que cazaba palomas, y el campanazo distante del aguatero sólo sirvieron para acentuarla. A Melody le dio la impresión de que la ciudad entera había callado y que ese silencio la sofocaba. Inspiró con fuerza y ajustó su rebozo, cubriéndose el vientre.
Primero las mujeres mascullaron insultos al paso de Polina, después los pronunciaron en voz un poco más alta; una, más atrevida, le tiró de la mantilla y le gritó: “¡Negra y ramera!”. Cerraron un círculo, y la esclava quedó en el centro. Melody ordenó a la mulata —la que cargaba a Rogelito— que regresara dentro de la iglesia y que llamara al sacerdote.
—Miss Melody —se asustó Estevanico—, no vaya su merced a acercarse, se lo ruego. Podrían golpearla.
—Dile a Shackle que venga.
Las mujeres se lanzaron sobre Polina, y Melody se precipitó a socorrerla, aunque se detuvo a palmos de la trifulca con las manos sobre el vientre. Suplicó por piedad, gritó hasta que le dolió la garganta, mientras veía, impotente, cómo esas señoras de buen tono y católicas se abatían sobre la esclava como bandoleras de la Recova peleando por un cliente. Le arrancaban las prendas, le propinaban puntapiés y mamporros, la escupían y le tiraban de los pelos.
El grupo se abrió de súbito y las mujeres se dispersaron, agitadas y azoradas. Entonces, Melody las vio por primera vez, a Simonetta Cattaneo y a su esclava Ashantí, quienes habían roto el círculo y, con musitado vigor, apartaban a las atacantes. Las mujeres se abrían ante los embistes y se quedaban contemplando al dúo que las mantenía a raya de Polina. Cierto aire de superioridad en el porte de Simonetta como también en la imponencia de sus ropajes —resultaba obvio que no pertenecían a esas latitudes— las sofrenaba de volcar su ira contra ella o contra la esclava, alta como la dueña, con una actitud que, de no ser tan auténtica, se habría juzgado como impertinente.
—¡No os da vergüenza! —vociferó Simonetta con marcado acento extranjero—. ¡Atacar a una criatura del Señor en su propia casa!
—¡Ella mancilló la casa del Señor al presentarse aquí con esas ropas y siendo la manceba de su patrón! —se ofuscó Magdalena de Álzaga.
—¿Acaso no dijo el Señor —les recordó Simonetta—: “Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra”?
Apareció el sacerdote y mandó despejar el atrio con cajas destempladas. Melody se acuclilló junto a Polina y le levantó el rostro por el mentón. Estaba casi desnuda y muy lastimada, tenía un corte en la ceja, otro en el labio y un ojo hinchado; temblaba y balbuceaba. Melody se quitó el rebozo para cubrirla. Simonetta la ayudó a incorporarse mientras Ashantí recogía los jirones y los zapatos.
—Gracias —dijo Melody—. Gracias por haber intervenido.
—De nada —contestó Simonetta, y extendió la mano en una inusual costumbre para el Río de la Plata—. Mi nombre es Simonetta Cattaneo. —Melody le estrechó la mano con timidez—. Alquilo unas habitaciones a pocas casas de aquí. ¿Por qué no vamos hasta allí así la muchacha puede reponerse?
—Mejor volvemos a la casa de San José, señora —propuso Shackle, quien acababa de presentarse en el atrio—. El capitán Black debe de estar esperándola para almorzar.
—Será sólo un momento —replicó Melody—, no tardaremos. Por favor —dijo, mirando a Simonetta—, acompáñeme, iremos en mi coche.
Antes de subir, Simonetta se detuvo frente a la portezuela y estudió el diseño del águila bicéfala. Con una expresión que Melody no supo definir si era displicente o respetuosa, Simonetta le clavó la vista y le sonrió.
—Ah, pero vuestra merced pertenece a la nobleza.
—Mi esposo es un conde inglés —replicó Melody, torpe e incómoda.
—Entonces debería llamarla “señora condesa”.
—¡Oh, no, por favor! Llámeme Melody, como todos.
—¿Melody?
—Mi nombre es Isaura Blackraven, pero todos me llaman así, Melody.
Se acomodaron en la berlina algo apretados: Melody, con Sansón a sus pies, Polina, la nodriza con Rogelito, Simonetta y Ashantí; Estevanico y el otro mulecón fueron al pescante con Shackle, quien farfullaba que el capitán Black le sacaría el hígado con una cuchara por haber permitido que su esposa se relacionase con una desconocida.
—En el 38 de esta misma calle de San Carlos —indicó Simonetta, y se balancearon cuando la berlina emprendió la marcha—. Le alquilo unas habitaciones a la viuda de Arenales —explicó—. Es una buena mujer. Nos proveerá lo necesario para las curaciones.
Polina más que llorar rechinaba los dientes y se ajustaba el rebozo de Melody como si nunca cubriese por completo su desnudez.
—Cálmate, Polina —la instó Melody—. Ya todo ha pasado. Te curaremos y después te devolveré a tu casa.
—Vamos, muchacha —intervino Simonetta—. Sabías en qué te metías, ahora arrostra las consecuencias con dignidad. Jugaste un juego riesgoso dentro de la iglesia, estuve observándote. Las provocaste y ellas reaccionaron. Admiré tu bizarría, no me decepciones mostrándote tan indignada.
Polina inspiró ruidosamente, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y se irguió en el asiento.
—Ahora soy igual que ellas —declaró—. Ahora soy la mujer de un hombre rico y tengo ropas de mujer rica.
—Siempre fuiste igual que ellas —la amonestó Melody—. Y lo sigues siendo, no por esas prendas ostentosas y vulgares que llevas ni por meterte en la cama de tu dueño sino porque eres un ser humano, una criatura de Dios igual que todos. Hoy te denigraste.
Polina se echó a llorar con sincera amargura. Melody le pasó un brazo por los hombros y la obligó a descansar la cabeza en su pecho.
—No llores. Perdóname, no quise ser dura contigo.
—Oh, pero su señoría tiene razón —intervino Simonetta.
La viuda de Arenales las proveyó de avíos para curaciones y envió a un esclavo al Protomedicato por un médico pues, en su opinión, la muchacha tenía una costilla rota que perforaría el pulmón. En tanto Ashantí se ocupaba de traer ropa para Polina, Melody aprovechó para reiterar su agradecimiento.
—Os estoy muy agradecida a su merced ya… —Señaló en dirección de la esclava.
—Su nombre es Ashantí.
—A su merced y a Ashantí por vuestra oportuna ayuda. Sería de gran placer para mí invitarla a tomar un chocolate mañana por la tarde.
—Su merced está de duelo —se entremetió la viuda de Arenales, que, como todos, conocía los avatares del Ángel Negro.
—Pensé que vestía de negro —dijo Simonetta— por encontrarse en la iglesia. He sabido que es tradición aquí que las mujeres oigan misa en ese color.
—Sí, es verdad. Aquí oímos misa de negro, pero, en mi caso, la señora de Arenales tiene razón —admitió Melody—, estoy de duelo. Mi hermano menor, James Maguire, murió el 26 de junio pasado.
—Lo siento, de veras.
—Gracias. De igual modo, me gustaría que me visitara. La verdad es que, dada la actividad de mi esposo, sus amigos entran y salen, y mi casa hace tiempo que abandonó el luto, por mucho que escandalice a toda la ciudad.
—Será un placer.
La viuda de Arenales anunció la llegada del doctor Constanzó, y Melody se puso nerviosa a la mención de su nombre. El médico también se mostró confundido, aunque la saludó con discreción y se consagró a mi paciente, a quien encontró muy golpeada, pero sin huesos rotos; la herida de la ceja no precisaba sutura.
—Hacía tiempo que no la veía —expresó Constanzó antes de despedirse.
—Estoy muy ocupada —se justificó Melody—. Voy todos los días a cuidar a los heridos de la reconquista que se alojan en el convento de San Francisco.
—La veo mucho mejor. Ya no necesita de mis consejos ni de mis visitas. Me alegro.
Simonetta Cattaneo era una mujer peculiar. Veneciana, rica, viuda, de una belleza que, por su opulencia, provocaba hondas impresiones. Se dedicaba a viajar por el mundo en compañía de la negra Ashantí. En ocasiones, su recato y observancia de las convenciones sociales la posicionaban a la altura de mujeres como Lupe y Pilarita; en otras, su desenfado, impertinencia y audacia la volvían digna rival de madame Odile y de las muchachas. En ambas instancias, Melody se hallaba a gusto y de compañía de esa mujer, cuya presencia en el Río de la Plata suscitaba comentarios y sospechas. Para nada ayudaba a su reputación la amistad con el Ángel Negro.
Como Melody supo más tarde, Ashantí había sido manumitida después de la muerte del esposo de Simonetta, y, a pesar de servir a su señora de manera obsequiosa, con los demás se mostraba altanera, en especial con los de su propia raza. Sobre Melody ejercía una gran atracción, nunca se cansaba de estudiarla, tan alta y vigorosa, con la mota a la raíz que descubría una cabeza perfecta, y le despejaba unas facciones suaves y regulares. A diferencia de la mayoría de las africanas, tenía una piel tersa, sin imperfecciones, que hablaba de buena alimentación y cuidados. Quizá para no opacar a Simonetta, vestía con géneros más simples, ya que si se hubiese enfundado en los mismos brocados, sedas y guipures habría resultado un espectáculo soberbio. De igual modo, poseía un guardarropa que habría competido con el de la coqueta Marica Thompson. Jamás iba descalza, sino con chapines de terciopelo o seda bordada. A Melody la intrigaba que Ashantí rara vez pronunciara palabra, parecía una esfinge; sólo se dirigía a su señora; se inclinaba y, de modo escueto, lo hacía en francés con una voz que la hechizaba por lo profunda y grave. Jamás se apartaba del lado de Simonetta, y por horas se mantenía de pie junto a ella. La primera vez que visitaron San José, Melody le ofreció marchar a la cocina, a lo cual Simonetta se opuso con garbo.
—Ashantí no es mi esclava, es mi más íntima amiga, mi compañera de años. Si a vuestra merced no le molesta, preferiría que permaneciese detrás de mí, aquí, de pie.
—¡Por supuesto! —se entusiasmó Melody—. Pero no de pie. Por favor, Ashantí, tome asiento. Haré traer otra taza.
—Gracias, Melody, pero Ashantí permanecerá de pie y no tomará chocolate.
La expulsión de los ingleses derivó en consecuencias beneficiosas para la Liga Secreta del Sur ya que comenzaron a manifestarse las primeras actitudes de abierto espíritu independentista. El pueblo, envalentonado por la victoria y soliviantado por Pueyrredón, invadió el Cabildo dos días después de la reconquista y exigió que se impidiese a Sobremonte entrar en la ciudad y que se nombrase a Liniers como gobernador. Aunque despotricó, el 28 de agosto, desde San Nicolás de los Arroyos, Sobremonte le otorgó el comando de las armas a Santiago de Liniers, aunque conservó sus atribuciones en lo político y siguió firmando y despachando documentos desde la distancia.
Esta exigencia del pueblo porteño desagradó a los monarquistas encabezados por Álzaga, no por significar una afrenta a la autoridad española sino porque colocaba en la palestra a un personaje como Liniers, un marino de poca monta y, para peor, francés. Blackraven sospechaba que la próxima jugada de Álzaga consistiría en forzar la dimisión de Sobremonte y hacerse con el cargo de virrey. Para lograrlo necesitaría el poder que daba el dinero, y quizá para ese momento ya no contaría con él. Su plan para quebrarlo económicamente marchaba lenta pero satisfactoriamente.
El empleado de la tienda de Álzaga al cual O’Maley sobornaba a cambio de información, aseguraba que a su patrón comenzaba a preocuparlo la demora de las notas de pedidos de los comerciantes del interior, más allá de que los acontecimientos políticos de los últimos días lo habían distraído de sus negocios y aún no tomaba conciencia de que tampoco los minoristas porteños habían realizado sus compras habituales. Varios de estos comerciantes mantenían abultadas deudas con Álzaga, que de seguro los extorsionaría para que confesasen la identidad del nuevo proveedor bajo amenaza de ejecutar el pagaré, y si bien no surgiría el nombre Blackraven de inmediato, el vasco ataría cabos, iniciaría investigaciones y pronto arribaría a la lógica conclusión. “Mejor”, caviló Roger, “deseo que sepa de dónde procede el golpe”.
Esa mañana, Blackraven había recibido una misiva firmada por don Francisco De Lezica y don Anselmo Sáenz Valiente, alcaldes de primero y segundo voto del Cabildo, donde le solicitaban que abandonase el Río de la Plata en un término perentorio de diez días, pedido fundamentado no sólo en la nacionalidad de Roger sino en su manifiesta colaboración con los invasores ingleses. Se entreveía la mano de Álzaga en esas líneas, ya que ni el pusilánime De Lezica ni Sáenz Valiente se habrían atrevido a enfrentarlo.
Al terminar de leer la misiva en la soledad de su despacho, Blackraven sesgó los labios en una sonrisa pedante. Garabateó una esquela para un viejo amigo y aliado, el oidor de la Real Audiencia, el doctor don Juan Manuel de Lavardén, donde le solicitaba que lo recibiera por la tarde, y envió a Somar a entregarla.
—Vuelve con la respuesta —le ordenó.
El turco la trajo poco después: el funcionario lo recibiría a las cinco de la tarde. Escribió una nota para las autoridades del Cabildo y otra para don Santiago de Liniers y Bremond donde, sin dar explicaciones, les solicitaba que se le unieran en el despacho de don Juan Manuel de Lavardén a la hora acordada. No comentó ese contratiempo con Melody y se marchó hacia La Cruz del Sur, la curtiduría, donde pasó el resto de la mañana supervisando los primeros pasos del proceso en compañía de los maestros curtidores irlandeses, quienes hablaban con autoridad y demostraban una gran pasión por su oficio. Plantearon la necesidad de contar con personal experimentado, sobre todo en el sector donde se salaba o cecinaba la carne; los esclavos no sabían cómo acomodar las lonjas en los barriles con sal ni cómo colgarlas en las sogas, fallas que ocasionaban la descomposición del producto. “Necesitamos un maestro tonelero”, habían expresado.
En cuanto a las tareas de desposte, los irlandeses se quejaron del gran desperdicio ocasionado por la ineptitud de los matanceros.
—Les enviaré a Servando —prometió Blackraven—, un esclavo habilísimo para despostar cualquier tipo de animal. Se encuentra convaleciente de una herida, así que deberán ahorrarle las faenas más duras, pero podrán mantenerlo aquí el tiempo necesario para que aleccione a los demás empleados. Luego lo devolverán.
El último rato en La Cruz del Sur lo dedicó a don Diogo Coutinho, flamante administrador de la curtiduría. Para sorpresa de Blackraven, después de la muerte de su cuñado, el portugués había dejado de ser el pasota al que los tenía acostumbrados para tomar las riendas de la casa de la calle Santiago y las de su vida; ya no holgazaneaba ni se dedicaba a perseguir esclavas. Se mostraba meticuloso en el manejo administrativo y llevaba al día los libros con excelente caligrafía. Le enseñó a Blackraven las primeras notas de pedido de un comerciante montevideano por cinco quintales de cecina, la de un fabricante de zapatos de la calle de San Martín que solicitaba baqueta, una novedad en el Plata, y la del amigo de Blackraven, Hipólito Vieytes, que quería sebo para su fábrica de jabones recién inaugurada.
—A don Vieytes —dijo Blackraven— rebájele el precio del tacho de grasa. Digamos… Hágale una rebaja del cuarenta por ciento. Dígale que es un obsequio de la casa. En cuanto al fabricante de zapatos, no olvide, don Diogo, que tengo comprometida una parte de la producción de cueros con un fabricante inglés.
—De eso necesitaba hablarle, excelencia. Si bien faenamos cincuenta cabezas por día, urge aumentarla dado los pedidos que tenemos que cumplir.
—Estoy en ello —repuso Blackraven—. Aumentar la cantidad de ganado en pie es mi prioridad. También urge emplear más personal diestro en el sector del faenado. ¿Algún pedido de la firma de Álzaga? —preguntó, sin pausa.
—Ninguno —contestó don Diogo—. Aunque ayer recibí esta carta de don Dalmiro Romero, un comerciante que, en ocasiones, se asocia con don Martín. Se dice que es su testaferro en algunos negocios.
—Rechace el pedido de Romero —ordenó Blackraven, y enseguida quiso saber—: ¿Cómo se encuentra el teniente Lane?
—Ayer fue su primer día sin fiebre. En verdad, excelencia, pensamos que la infección se lo llevaría. Pero es un hombre fuerte, y el doctor Forbes asegura que se sobrepondrá, aunque aún está muy débil. Mis sobrinas y mi hermana Leonilda han estado pendientes de él. Lo han atendido con el mayor de los esmeros. Contar con la señorita Bodrugan ha sido de gran ayuda a la hora de salvar el escollo del idioma.
Blackraven dejó la curtiduría pensando en Amy. Desde la noticia de la huida de Galo Bandor, su habitual buen humor se había esfumado; no lucía furiosa, más bien triste, y hablaba poco, lo que alarmaba a Blackraven y a Somar sobre cualquier otro cambio en su disposición. Se había mantenido lejos de la casa de San José, y si la visitaba, eludía a Melody y a los niños.
Blackraven consultó su reloj. Las doce. Si el cochero apremiaba los caballos, quizá llegase al convento de San Francisco antes de que Melody entrase a oír misa. Golpeó con la empuñadura de su estoque el ventanuco que comunicaba la cabina del carruaje con el pescante.
—Ovidio —dijo al esclavo—, dirígete a la iglesia de San Francisco. Y apresura los caballos. Me urge llegar en pocos minutos.
Le abrió el hermano Casimiro, que lo llamó “excelencia” mientras practicaba varias genuflexiones; pocos días antes se había enterado de la suculenta donación con la que el conde de Stoneville había favorecido a la orden. Lo guió hasta la sala donde congregaban a los heridos. Blackraven deseaba que curasen del todo o terminasen de morir; quería a Isaura de vuelta en la casa de San José. El hermano Casimiro le dio una noticia alentadora.
—Esta mañana, recibimos orden del Cabildo de transportar a los heridos del ejército inglés a las Casas de Oruro. Sólo retendremos a los nuestros, que ya son muy pocos —añadió.
—¿Las Casas de Oruro?
—Están sobre la calle del Correo, o de San José, en esquina con la de San Carlos. Son unas casas redituantes que el virrey Vértiz mandó construir en el 82, en el sector que antes ocupaban los hermanos de la Compañía de Jesús, para darlas en alquiler a particulares. Cuando devino la conjura de los criollos y de los cholos de Oruro, los reos fueron encarcelados en estas casas, las cuales se remozaron para servir como calabozos. Es allí donde albergarán a los heridos ingleses, los que tenemos aquí, en San Francisco, y los que están en otros conventos y hospitales. Allí veo a la señora condesa, siempre tan solícita y servicial.
Al ubicarla en un extremo del refectorio, Blackraven frunció el entrecejo, y sus labios desaparecieron en un mohín de impaciencia. Melody estaba con el doctor Constanzó. Él le hablaba en actitud intimista, mientras ella, sin levantar el rostro, sonreía y doblaba vendas. Los celos no le permitieron recobrar el dominio de inmediato.
—¿Desde cuándo los asiste el doctor Constanzó? —le preguntó al franciscano.
—Se presentó días atrás y expresó su deseo de colaborar. Su hermana, doña Ingracia —y señaló a la mujer que Blackraven recordaba del velorio de Jimmy—, también viene a colaborar a diario. La ayuda de ambos es invalorable.
Que Melody se mostrara turbada al verlo, como si la hubiese pillado cometiendo un delito, empeoró su mal humor.
—Buenas tardes, doctor Constanzó —dijo, y tomó del brazo a su esposa—. Ve a cambiarte. Nos vamos a casa —y la contempló como diciéndole: “Me desautorizas frente a este mastuerzo y te despellejo viva”.
—Con permiso —balbuceó Melody, e hizo señas a Trinaghanta para que la siguiera.
Blackraven inició una conversación intrascendente a la que el médico replicaba con monosílabos. Melody regresó minutos después con la cingalesa.
—Hasta mañana, señora condesa —dijo Constanzó, inclinándose apenas.
—Temo que su merced no verá a mi esposa mañana —expresó Blackraven, y Melody levantó la vista con un movimiento rápido—. Ésta es su última jornada.
—Pero… —se desconcertó el médico—, ¿ya no volverá, entonces?
—No —contestó Blackraven—, ya no. Buenas tardes, doctor.
—Buenas tardes, excelencia.
Como Trinaghanta viajó con ellos en la cabina, Melody no se atrevió a cuestionarlo acerca de la inopinada decisión; se mantuvo callada, al igual que durante el almuerzo, a lo largo del cual Blackraven conversó con Malagrida, aun con los niños, mientras que a ella la ignoró por completo. Estaba furioso, y Melody se sentía en falta. “¡Como si yo hubiese procedido de modo incorrecto!”, se indignó. Terminada la comida, Blackraven se encerró en el despacho con Malagrida y con Amy, que se había presentado a los postres, y ella salió a atender las necesidades de los esclavos. Después se entretuvo con los niños de Gilberta y Ovidio, a los que se les unieron Víctor, Angelita y Estevanico. Le levantó el ánimo jugar a las escondidas. Sansón, Arduino y Goti, la cabrita de Jimmy, delataban los escondites, y pronto todos se desternillaban de risa. Hasta Siloé abandonó su pieza donde descansaba y fumaba pipa para unirse a la diversión. Cuando Melody volvió a entrar, Trinaghanta le informó que el amo Roger había salido.
—¿Dejó algún mensaje para mí?
—No, señora.
Blackraven había estado observándola jugar con los niños, y parte de los celos y la rabia que prevalecieron al encontrarla con el doctor Constanzó se esfumaron. No la llamó porque sabía que su presencia quebraría el encanto del conjunto. La siguió con ojos ávidos, sonrió al verla reír y hasta se mordió los labios para no explotar en una carcajada cuando Goti la empujó fuera de su escondite. La miró hasta que el reloj le señaló que se aproximaba la hora de reunirse con el oidor de la Real Audiencia.
Liniers y los alcaldes de primero y segundo voto aguardaban en la antesala del despacho de don Juan Manuel de Lavardén. Blackraven los saludo con una inclinación y se volvió hacia Liniers, que le preguntaba por el motivo de la convocatoria.
—Enseguida lo revelaré, su señoría. Le agradezco vuestra presencia y le pido disculpas por la pérdida de tiempo que estoy ocasionándole. Estimo que esta diligencia sólo llevará unos minutos —agregó.
Poco después, el edecán del oidor les pidió que entrasen. Don Juan Manuel, de peluca empolvada y capa corta de terciopelo negro, distintivo de su cargo, los recibió con deferencia y les indicó que tomasen asiento. Las miradas se posaron en Blackraven.
—Por favor, excelencia —dijo el oidor—, exponga el motivo que lo llevó a citarnos esta tarde.
—Gracias, su señoría. Esta mañana recibí en mi domicilio de la calle de San José esta comunicación del Cabildo, rubricada por los alcaldes aquí presentes. —La entregó al oidor, quien se la pasó a su edecán para que la leyera en voz alta.
—… por lo que en un plazo perentorio de diez días se exige a su excelencia, el señor Roger Blackraven, conde de Stoneville, abandonar los territorios de su majestad, el rey Carlos IV, en el Virreinato del Río de la Plata…
Los semblantes de Liniers y de don Juan Manuel no disimularon la impresión que aquellas líneas les causaron; De Lezica y Sáenz Valiente luchaban por no bajar la vista ni mostrarse como niños asustados, aunque el color rubicundo que adoptaron sus mejillas los traicionaba.
—¡Habéis excedido vuestras facultades! —se escandalizó don Juan Manuel—. La expulsión de un vasallo del rey o la de un extranjero le compete con exclusividad al virrey como presidente de esta honorable Audiencia.
—La medida —farfulló De Lezica— se tomó con la sola consideración de la seguridad del virreinato, y dado que su excelencia, el virrey de Sobremonte, se encuentra ausente…
—¡El señor virrey no se encuentra ausente! Con fecha de ayer, es decir, jueves 28 de agosto, firmó una notificación donde nombra a don Santiago de Liniers y Bremond comandante general de armas de la plaza, conservando él las facultades en todo lo pertinente a las demás cuestiones del virreinato. Antes de importunar a su excelencia —e indicó a Blackraven con la mano—, debisteis consultar al señor virrey, el cual, como sabéis, se encuentra en San Nicolás de los Arroyos.
Se enredaron en una discusión acerca de la legalidad de una u otra medida que sirvió para poner de manifiesto la confusión en la que había caído Buenos Aires después de la expulsión de los ingleses. La falta de carácter de Liniers había quedado expuesta el día de la derrota de los ingleses, cuando, a causa del desbande del populacho y de los soldados, la rendición cobró extravagantes ribetes, y se manifestaba de nuevo en ese despacho, en el cual no abría la boca ni para pedir orden. Blackraven lo miró a los ojos, y Liniers carraspeó.
—Señores —intervino—, si lo que discutimos aquí es la lealtad de su excelencia, el conde de Stoneville, puedo dar fe de ella. La tarde del 11 de agosto, en vísperas del ataque final a las tropas inglesas, el señor conde nos recibió, a mí y a mi oficialidad, en su quinta del Retiro, y envió víveres para las tropas acantonadas en el cuartel de esa localidad. Pasamos la noche en el Retiro atendidos como reyes.
—Todos conocen su amistad con el general Beresford —interpuso De Lezica—. El señor conde era asiduo visitante del Fuerte mientras el general se desempeñaba como gobernador de esta plaza.
—La amistad del señor conde con el general Beresford… —dijo Liniers, y se calló a una seña de Blackraven.
—Agradezco a vuestra merced el empeño por defender mi posición. Pensé que mi permanencia en Buenos Aires podría acordarse apelando al sentido común y a la razón. Sin embargo, las voluntades aquí reunidas no admiten contemplaciones de ningún tipo. Y como no deseo haceros perder vuestro valioso tiempo, los proveeré de un documento que zanjará la cuestión en segundos.
Entregó un sobre a Lavardén, que levantó las cejas al reconocer el sello de su majestad, Carlos IV. El funcionario sacó el documento y le dio una rápida leída antes de pasárselo al edecán.
—Léalo en voz alta —le ordenó.
—… por cuanto yo, Carlos IV, soberano de la España y demás posesiones ultramarinas, concedo absoluta libertad de tránsito en los terrenos donde ejerzo mi imperio al portador de la presente, don Roger Blackraven, conde de Stoneville, de nacionalidad inglesa, quien estará habilitado asimismo para realizar toda clase de operaciones comerciales que serán de su provecho y del de esta Corona…
Sáenz Valiente adujo que dicho beneficio se había concedido con fecha anterior a la invasión del general Beresford, por lo que podía presumirse que la opinión del rey variase de conocerla. Ante este pretexto, Blackraven simuló perder la paciencia. Se puso de pie, y su estatura intimidó a los alcaldes, que se rebulleron en sus sillas. Le quitó el documento al edecán y lo colocó delante de De Lezica y de Sáenz Valiente.
—Señores —pronunció—, como podéis apreciar, cuando su majestad Carlos IV firmó este permiso de libre tránsito, la España y la Inglaterra y a eran enemigas declaradas, como lo son hasta el día de hoy. La invasión por parte del general Beresford no ha modificado en un ápice dicha situación. Por tanto este documento tiene absoluta vigencia y validez. Si deseáis que deje el Río de la Plata, tendréis que pedirle al propio Carlos IV que revoque este permiso. En tanto conseguís dicha enmienda, no volváis a molestarme. Buenas tardes, vuestra merced —dijo, y se inclinó en dirección al oidor—. Buenas tardes, capitán Liniers. Y gracias a todos por vuestro tiempo.
Se echó el abrigo sobre el brazo, aferró su estoque y abandonó el despacho. Al salir a la calle, el frío lo tomó por sorpresa. Se puso el redingote y se calzó los guantes. Casi anochecía, y el viento sur y los nubarrones negros presagiaban tormenta. Le indicó a Ovidio que lo condujese a lo del ministro Félix Casamayor; hacía días que no visitaba a su amigo Beresford. Lo encontró deprimido. Acababa de recibir una carta de Liniers donde desmentía los términos de la capitulación acordados el día 12 de agosto, cuando, para evitar una masacre, Beresford consintió en arriar la bandera de parlamento e izar la española.
—Como me advertiste apenas puse pie en esta ciudad, no debí confiar en ese francés. Liniers ya había dado muestras de poco caballero cuando, habiendo prometido dedicarse al comercio con su suegro, huyó a la Banda Oriental para organizar el contraataque. No sé si es pusilánime, cobarde o traidor.
—Un poco de cada cosa —opinó Blackraven—. Además de su falta de carácter, tiene un enemigo que se opone a sus resoluciones simplemente para socavar su poder: Álzaga. Eso no lo excusa, pues, para quedar bien con las autoridades del Cabildo, con las de la Real Audiencia y con el populacho, no tendrá ningún escrúpulo en sacrificarte a ti y a la palabra que te dio para lograrlo. En este momento, Liniers se quitó el uniforme de militar para ponerse el de político.
—Ya veo. En resumidas cuentas establece que no se observará la capitulación acordada el 12 de agosto. ¡Hasta tiene el descaro de manifestar que me rendí sin condiciones! ¡Por Dios santo! Debí permitir que mis tropas dispararan contra esa turba salvaje antes que avenirme a izar el estandarte español. Me expresa también que, dado su buen trato conmigo, lo han sospechado de recibir venalidades, y que, con motivo de esta acusación, de hoy en adelante, nuestra comunicación será por escrito. Me informa que la tropa irá al interior y que la oficialidad volverá a la Inglaterra si previamente dan su palabra de no tomar armas contra la España. ¡Por supuesto que les ordenaré que no den su palabra si la capitulación no se cumple!
Blackraven suspiró largamente y, con gesto cansado, miró a su amigo a los ojos.
—William, dudo de que los oficiales sean embarcados para la Inglaterra, con palabra otorgada o sin ella. Aquí se juegan otras cuestiones que no tienen que ver con el honor. Estás en medio de una contienda política donde Liniers, Álzaga, los independentistas y los demás funcionarios tratan de sacar la tajada más suculenta. Lo mejor que puedo aconsejarte es que huyas. Yo podría sacarte de aquí, a ti y a tus oficiales, esta misma noche.
—Te agradezco, Roger, pero tengo que pensar en mi tropa. No puedo irme y abandonarlos a su suerte, no con estos inescrupulosos de por medio, que ya ni los uniformes les han dejado. ¿Sabías que se los han quitado? ¡Para vestir a sus propios soldados! Si es que a esos paletos puedes considerarlos soldados.
—¿Qué sabes de Popham?
—Popham —repitió Beresford, con evidente desaprobación—. No hace demasiado para sacarnos de apuros. Sigue firme con su flota, o lo que queda de ella, delante del puerto de Montevideo a la espera de refuerzos.
—Eso debe de poner muy nerviosos a españoles y a criollos por igual. —Blackraven se puso de pie, y Beresford lo imitó—. Me voy, William. Ya sabes dónde encontrarme. Cualquier urgencia o necesidad que se te presente, no dudes en acudir a mí. Por determinadas circunstancias, dos de mis barcos están fondeados a pocas millas hacia el sur. Cuenta con ellos si finalmente decides escapar.
La tormenta avanzaba desde el sur proyectando una oscuridad tenebrosa sobre la ciudad; no había luna ni estrellas, y la calle estaba vacía. El viento azotaba la costa del Plata, y el frío recrudecía. No se avistaba al sereno ni se escuchaba su pregón, y las bujías en los fanales seguían apagadas. Blackraven ajustó las solapas de su redingote y caminó hacia el carruaje.
El bramido del viento le impidió escuchar los pasos furtivos tras él, y una reacción más instintiva que consciente lo llevó a darse vuelta en el instante en que una mole se le echaba encima. Sintió el filo de un cuchillo en el costado izquierdo, no se trató de una sensación dolorosa, más bien fría, y supo que el atacante apenas le había sajado la carne. Perdió el equilibrio y cayó sobre los afilados adoquines, que se clavaron en su cadera, provocándole una corriente de dolor hasta el talón, inmovilizándolo, y, aunque se le nubló la vista, atinó a levantar la otra pierna para rechazar el embiste de ese hombre, quizá, más alto y macizo que él.
“¿Dónde está mi estoque?”, se preguntó, y tuvo tiempo de quitar la daga de su bota y aferraría con los dientes antes de que el asaltante volviese a la carga con la intención de asestarle, ahí mismo, sobre la calle, varias puñaladas en el pecho. Lo retuvo por las muñecas para alejar el burdo cuchillo de su rostro. “Debe de ser un campesino o un esclavo”, se dijo, a juzgar por la calidad del arma, como de fabricación casera. “Es el hombre más fuerte con el que me ha tocado contender”, admitió. Sus dientes se apretaban en la empuñadura de marfil de su arma y las manos le temblaban de aguantar el empuje, en tanto el peso del atacante lo hundía sobre las puntas de los adoquines causándole ramalazos de agonía en la espalda.
En la negrura de la noche apenas distinguía las facciones que se cernían a pulgadas de su rostro; veía el brillo de la pupila y el blanco de los dientes. “Es un africano”, dedujo, “un africano enorme”, y el destello de la punta de la hoja fulguró cerca de su ojo izquierdo. Pensó en sus propios brazos, se concentró en la fuerza que palpitaba en sus músculos, se acordó de las incontables jarcias que había jalado durante tormentas feroces en las que el viento y el mar se debatían sobre su barco y sobre él como seres todopoderosos capaces de engullirlos. Él los había sometido. Evocó también los abordajes, las batallas en cubierta, el peso de su espada, el ímpetu para abrirse camino, las peleas cuerpo a cuerpo. Él siempre vencía. Confiaba en su vigor, la fuerza de sus miembros jamás lo abandonaba.
Inspiró profundamente y, apretando los ojos, se quitó de encima ese peso abrumador. No tuvo tiempo de incorporarse ya que el negro volvió a lanzarse con una rapidez sorprendente en un hombre de su contextura, aunque en esa ocasión Roger tenía la daga en la mano y le soltó una cuchillada que lo alcanzó en el cuello. El hombre soltó un quejido y se cubrió la herida, mientras caminaba hacia atrás hasta desaparecer en la oscuridad.
Blackraven se incorporó sobre los codos y, pasados unos segundos, comprendió que el pregón del sereno, que ya doblaba la esquina, había ahuyentado al asaltante. Vio que el hombre encendía la luz del fanal, que se proyectó sobre el carruaje con Ovidio en el pescante, dormido y embozado. Calzó la daga de nuevo en la bota y se puso de pie, apretando los labios para soportar los latidos punzantes en el costado y en la espalda. Recogió el estoque y caminó hacia el coche, tomando cortas inspiraciones.
—Buenas noches, excelencia —saludó el sereno, que había distinguido el escudo de armas en la portezuela—. Me pareció escuchar un grito, aunque con este viento, no sé. ¿Su excelencia lo escuchó?
—No —contestó, tajante—. ¡A casa, Ovidio! ¡Deprisa!
Entró por la parte trasera, y en la cocina sorprendió a Siloé y a las demás esclavas afanadas en la cena.
—Que Trinaghanta vaya a mi dormitorio, ahora mismo.
Melody apareció en la habitación cuando la cingalesa ayudaba a Blackraven a deshacerse de la camisa con el costado empapado en sangre. Dio un grito en el umbral.
—¡No te asustes! —la tranquilizó Blackraven—. No es nada.
—¿Qué ha sucedido? —Avanzó rápidamente—. ¿Cómo te ha ocurrido esto?
—Me atacaron a la salida de lo de Casamayor.
—Dios mío. Llamaré al doctor Argerich.
—No es necesario. Trinaghanta se ocupará.
La muchacha limpió la herida, y Melody tomó la mano de su esposo mientras la suturaba. Blackraven apenas pronunciaba el ceño cada vez que la aguja se hundía en su carne, aunque padecía, y gruesas gotas le brotaban en la frente. Melody observaba ese torso desnudo, fuerte y ancho, al que tanto amaba acariciar y besar, y se dedicó a estudiar las variadas cicatrices que mellaban la superficie bronceada y velluda; ahí, cerca de la herida nueva, se veía la que le había infligido Pablo meses atrás, ahora una línea rosada. Cada marca guardaba una anécdota, la historia de alguna aventura, y, aunque a Melody le dolía quedar fuera de esa parte de la vida de su esposo, se enorgullecía de pertenecer a un hombre que se había forjado con esfuerzo, asumiendo riesgos a los que la mayoría habría temido; se sentía segura y protegida.
Trinaghanta vendó el torso de Blackraven, y Melody lo ayudó a ponerse la bata antes de recibir en el dormitorio a Malagrida y a Amy.
—Iré a buscar tu cena —anunció, y lo dejó a solas con sus amigos.
—¿Quién te atacó? —quiso saber el jesuita.
—Estaba oscuro y no pude verlo bien, pero estoy seguro de que no lo conozco. Se trataba de un hombre alto como yo, más corpulento, fuerte como un jayán, el muy condenado. Creo que era negro, posiblemente un esclavo.
—¿Crees que lo haya enviado Galo Bandor? —preguntó Amy.
—Todo es posible —admitió Blackraven.
—Podría tratarse de La Cobra —opinó Malagrida.
—Desde la expulsión de los ingleses, las clases bajas, en especial los esclavos, han mostrado una actitud hostil contra los oficiales y soldados ingleses. En Buenos Aires todos saben que soy inglés. Quizá se trató de un ataque sin importancia.
Siguieron especulando hasta que Melody apareció con una bandeja. Amy se levantó del borde de la cama y tomó distancia. Malagrida abandonó el confidente.
—Roger, deberías comer ahora y descansar luego —sugirió Melody.
—Nosotros nos retiramos —anunció el jesuita, y se despidieron.
Al chasquido de la falleba le siguió un mutismo incómodo. El choque de la vajilla crispaba a Melody. Su mirada se cruzó con la de Blackraven, y tuvo miedo. “A pesar de lo que acaba de ocurrirle”, se dijo, “no se ha olvidado de que me encontró hablando con el doctor Constanzó”. Acomodó los platos sobre la mesa y sirvió el pastel de espinacas y el estofado de carne.
—Ven a comer —dijo, sin mirarlo, consciente del peso de sus ojos en ella.
Blackraven no pronunció palabra ni se aproximó a la mesa. Melody levantó la vista. Se contemplaron.
—Siempre me pides el don de mi confianza —le recordó—. ¿Tú no vas a concederme el tuyo?
—¿Por qué estabas con el doctor Constanzó cuando te prohibí que volvieras a verlo?
—Roger, por favor, no eres razonable. ¿Debía pedirle que se marchara del convento porque yo estaba allí y a ti te molesta que me hable?
Blackraven se movió con una velocidad que no le dio tiempo a apartarse; la tomó por los brazos y la obligó a ponerse en puntas de pie. Le habló cerca de los labios.
—¡No quieras pasarte de lista conmigo, Isaura! Me pregunto qué hacía ese palurdo hablándole a mi mujer al oído, haciéndola sonreír, cuando había tantos heridos sin atender. ¡Te advertí que no lo quería cerca de ti! ¿Por qué desobedeciste mi orden? ¡Nunca hablo por hablar, Isaura! Ya deberías saberlo. ¡No quiero a Constanzó cerca de ti! Ese hombre te desea. Si no quieres que zanje la cuestión a mi modo, mantente alejada de él. No soporto la idea de que otro codicie lo que me pertenece. Lo destrozaré con mis propias manos, ¿entiendes?
La soltó, y Melody cayó sobre una silla. Blackraven se paseaba por el dormitorio con la impaciencia de una fiera, mascullando insultos y apretándose el costado que le latía ferozmente.
—¡No me gusta que me desobedezcas!
—¡Estás siendo insensato! Constanzó no me desea.
—¡Oh, sí! ¡Te desea! Matasanos del carajo…
—Me insulta tu desconfianza. ¿Por qué no confías en mí?
Blackraven detuvo su ir y venir, y le clavó la vista. Sus celos y su rabia se esfumaron ante la conmoción de Melody; le temblaban los labios y el mentón porque trataba de sofrenar el llanto, aunque en vano, pues las lágrimas fluían de sus ojos. Se arrodilló delante de ella y le tomó las manos.
—Sí confío en ti, Isaura. Te confiaría mi vida, sin pensarlo dos veces.
—No es cierto. Si confiases en mí no me creerías capaz de engañarte con el doctor Constanzó, ni con ningún otro.
—¡Jamás creería eso de ti! —se impacientó—. El problema no es contigo sino con ese matasanos de chicha y nabo. Simplemente quiero que te mantengas alejada de él porque me insulta y me enfurece el modo tan evidente en que te pretende.
Melody lo comprendía, esos sentimientos no le resultaban ajenos, ella los experimentaba cada vez que una mujer lo admiraba. Le acarició la mejilla.
—Te amo tanto, Roger.
—Yo también, mi amor.
—Tú no entiendes la extensión de este amor. No hay sitio para nadie más dentro de mí. Tú me ocupas por completo.
Blackraven se inclinó y le besó el vientre.
—Sé que no debí enfadarme contigo, Isaura, sé que esta escena que he montado es desmesurada, pero una fiera se alza dentro de mí cada vez que siento que te acechan. Y hoy, tú le sonreías; él te susurraba y tú le sonreías. Podría haberlo ahorcado ahí mismo. —Descansó la frente en el regazo de Melody—. No estoy enfadado contigo —insistió—. Perdóname por haberte angustiado.
—Lo que más me preocupa es que, con tremendo jaleo, se te haya abierto la herida. Déjame ver.