Capítulo XII

Cierta normalidad reinó en la casa de San José después de la fuga de Tommy, más allá de las pesquisas e indagaciones por parte de las autoridades inglesas, que se mostraron prudentes y no incomodaron a los miembros de la familia.

Blackraven pasaba fuera gran parte de la jornada, absorbido en sus variados negocios y ocupaciones. El 3 de agosto de 1806 se asentó en los libros de la curtiduría La Cruz del Sur el ingreso de las primeras cabezas de ganado en pie. Se aprovecharían hasta los huesos, le explicó Blackraven a Melody. La Cruz del Sur, a orillas del Riachuelo, no sólo contaba con instalaciones para el largo proceso de curtido del cuero vacuno, sino con vastos playones para el cecinado de carne. Se produciría tasajo, es decir, lonjas de carne secadas al sol, y charqui, carne secada en barriles con sal; si bien el charqui era más sabroso y tierno que el tasajo —éste presentaba la consistencia del cuero y olía mal—, se pudría a menudo y había que quitarle el gusto salitroso sumergiéndolo en vinagre.

En cuanto a la grasa, muy demandada para la elaboración de velas, jabones y ungüentos, se derretiría en hornillos de piedra, se exprimiría y se moldearía en cubos de cobre para embalarse en tachos de hojalata; Blackraven tenía comprometida la elaboración de un año.

—¿Qué harás con los huesos? —se interesó Melody.

—Además de polvo para mi fábrica de porcelana en Truro, los venderé a quienes fabrican peines, botones, vasos, salvaderas, tinteros, alfileteros. Te sorprenderías al saber la cantidad de utensilios que obtienes a partir del hueso de la vaca.

Como le había anticipado a Álzaga meses atrás, Blackraven pretendía alcanzar la calidad de los cueros de la Inglaterra, logrando flexibilidad y resistencia, en contraste con los del país, que por insuficiencia en el período de fermentación en los noques, presentaban un textura rígida, falta de lustre y delgadez. Introduciría la vaqueta, desconocida entre los productores locales, además de curtir cueros exóticos codiciados en la Europa. En Río de Janeiro había conchabado a cuatro maestros curtidores irlandeses que alabaron el establecimiento, la calidad del cuero crudo y la excelencia del tanino proveniente de cebil; lo desconocían. Contrató los servicios del naturalista checo Tadeo Haenke, quien pasó varias jornadas en la curtiduría explicando a los maestros irlandeses cómo preservar la corambre de la polilla. El montevideano Pascual de Parodi les recomendó, para ese fin, secar con cal la parte grasosa del cuero.

Blackraven amaba el Río de la Plata. Pocas veces había fondeado en una tierra tan generosa y vasta; le ofrecía infinitas posibilidades de expansión. Abelardo Montes se obstinaba en el viaje a Misiones para comprar terrenos destinados al cultivo del tabaco y la yerba mate; Francisco Martínez de Hoz, otro rico comerciante, le proponía viajar a Catamarca, donde la producción de añil daba buenos réditos; y doña Rafaela del Pino, la virreina vieja, le ofrecía participar en la explotación de sus canteras de piedra caliza ubicadas en la Banda Oriental; esto último atrajo su atención.

—Supe que, a finales del mes de febrero —comentó la antigua virreina—, su excelencia desposó a una joven del país. Espero que sea virtuosa.

—Lo es —aseguró Blackraven.

—Bien —suspiró la señora—. Le confieso que me sentí decepcionada al saberlo ya que había ambicionado que su excelencia se fijase en alguna de mis niñas para contraer nuevas nupcias, ya que son en extremo hacendosas y bien educadas.

Blackraven rió. Siempre le divertía el desenfado de doña Rafaela, enmascarado tras ese barniz de recato y aires de dignidad. Su amistad contaba varios años, de la época en que don Joaquín, su esposo, aún vivía.

—Sin duda lo son —convino—, hacendosas y bien educadas, además de muy bonitas —y paseó la mirada por los rostros acalorados de las jóvenes, que se empeñaban en sus bordados y labores como si no las hubiesen mencionado.

—Se rumorea que la señora condesa de Stoneville —prosiguió la virreina vieja— se encuentra en estado de buena esperanza.

—Así es.

—Me gustaría conocerla. La invitaré a tomar chocolate uno de estos días.

—Lamentablemente, doña Rafaela, no será posible, al menos por el momento. Mi esposa está de luto —explicó Blackraven—. Su hermano falleció el 26 de junio pasado.

—Oh, poco más de un mes. ¿Cómo se encuentra ella?

—Mejor.

—¿Es verdad que piensa fundar un hospicio para esclavos viejos y manumitidos?

—Sí, es verdad.

—¡Qué obra tan loable! Me gustaría hacer una donación.

—Será bienvenida.

—Su excelencia se complace con la intervención de sus compatriotas en Buenos Aires, imagino.

—No particularmente.

—¿Ah, no? Entiendo que vuestra merced visita el Fuerte a menudo.

Blackraven movió los labios en una sonrisa deferente.

—El general Beresford y yo somos viejos amigos. Él conoce mi opinión acerca de esta intrusión: me opongo.

—¿Podría preguntarle por qué, excelencia?

—No creo en las ocupaciones militares, señora. Desgastan e irritan. Sí creo en la amistad entre los países y en los acuerdos comerciales que los benefician.

—Muy interesante. Hablando de acuerdos comerciales, ¿ha contemplado la idea de asociarse conmigo en la explotación de la calera? Debo advertirle que, manejada adecuadamente, puede convertirse en una industria muy lucrativa.

Le habría incomodado hablar de negocios con otra mujer; doña Rafaela, tan pragmática y despojada de prejuicios, convertía aquel diálogo, para otros inaceptable, en una cuestión ordinaria.

—Esta mañana estuve reunido con su abogado, el doctor Ruda y Vega, quien me explicó los detalles. La juzgo una propuesta ciertamente atractiva. —Doña Rafaela sonrió—. Entiendo que su condición es que yo me ocupe de administrarla.

—Así es, excelencia. Yo no estoy para esos trotes, y mis hijos no muestran ninguna inclinación por dichas caleras, aunque disfrutan de sus réditos.

—Su confianza me halaga, señora —dijo, e inclinó la cabeza—. Aunque su señoría debe saber que sólo podré encargarme personalmente de la administración cuando me encuentre en el Río de la Plata. El resto del tiempo quedará en manos de mis notarios y empleados.

Acordaron que doña Rafaela le vendería un cuarenta y cinco por ciento de las canteras y firmaría un documento encomendándole su administración. En algunos aspectos, como en el caso del trato con los empleados, las mejoras de las condiciones de trabajo y las inversiones en bienes de capital, Blackraven exigió libertad de decisión. La virreina vieja accedió.

—Sus compatriotas andan en problemas, excelencia. Las murmuraciones sostienen que el capitán Liniers se encuentra en la Banda Oriental aprestando un ejército para lanzarse a la reconquista. ¿Qué sabe su merced al respecto?

—Teniendo en cuenta mi nacionalidad, señora, y mi conocida amistad con el general Beresford, es improbable que alguien me confiese los planes del capitán Liniers. Lo cierto es que no sé nada.

Blackraven mentía. Se hallaba al tanto de cada paso de Liniers, desde su huida a la Banda Oriental el 10 de julio hasta de su reunión en Montevideo con el gobernador Ruiz Huidobro el 18, de resultas de la cual había obtenido una fuerza de seiscientos hombres además de artillería, municiones, víveres y uniformes, y el apoyo de la flota al mando del capitán Gutiérrez De la Concha. El ataque era inminente.

—Si el ataque acontecerá en poco tiempo —se impacientó Somar esa noche, después de la cena—, ¿no deberíamos marcharnos?

—No —dijo Blackraven—. Ni Liniers ni Beresford ordenarán batir a cañonazos la ciudad desde el río. Batallarán, de seguro, pero no creo que nos afecte. Beresford tratará de llevarlo a campo abierto, donde el regimiento 71 aplastará a los soldados poco adiestrados de Liniers; éste, por su parte, intentará llevar la lucha a las calles de la ciudad, porque cuenta con el apoyo del populacho.

—Si la lucha se llevase a cabo en el corazón de la ciudad, nosotros estaríamos en medio.

—No serán más que escaramuzas. Apostaré a mis hombres en la azotea y en ambas entradas. Nadie podrá ingresar en esta casa ni en la de la calle Santiago ni en El Retiro. ¿Nunca reparaste en las construcciones de Buenos Aires? Son pequeñas fortalezas. Contando con los hombres de O’Maley y las tripulaciones del Sonzogno y del Afrodita —hablaba del bergantín al mando de Amy Bodrugan—, seremos suficientes y estaremos mejor armados que cualquiera de los bandos.

—Quizá la chusma se encarnice con nosotros debido a que tú eres inglés.

—¿Y atacar la casa del Ángel Negro? Lo dudo.

—¿Cuándo estimas que Liniers emprenderá su reconquista?

—Acabo de enterarme de que desembarcó ayer en Las Conchas, a 20 millas de aquí.

—Estará en la ciudad en dos días.

—Si este temporal persiste —opinó Blackraven—, y eso es lo que asegura Justicia (ya sabes que él nunca se equivoca en cuestiones climáticas), las tropas de Liniers no llegarán sino dentro de varios días. Hoy es 5 de agosto. Dudo que estén aquí antes del 10. Malagrida y Amy salieron hoy hacia El Cangrejal para traer a su tripulación de regreso con ellos. Sólo dejarán un retén mínimo como vigilancia.

—No me gusta. Galo Bandor es un pillo, se aprovechará de la situación.

—Ordené que durante estos días permanezca encadenado, al igual que los otros cinco, y que no los suban a cubierta, ni siquiera con grilletes.

—No sé qué espera Amy para abrirle el gaznate —se mosqueó el turco.

—Déjala. Estará pensando en el mejor modo de deshacerse de él.

Blackraven tomó el abrecartas y rasgó un sobre.

—Es de Marie y de Luis —dijo—. Me la trajeron esta mañana.

La leyó en silencio; en tanto avanzaba se le oscurecía el ceño.

—¿Malas noticias?

—No lo sé. Quizá. Se trata de una visita nada oportuna. Un matrimonio de barones portugueses que conocí en Río de Janeiro se embarcó hacia acá días atrás.

—¿Alguna sospecha sobre ellos? Me refiero a lo de La Cobra.

—No se trata de eso —explicó Blackraven—. La baronesa de Ibar podría llegar a convertirse en una molestia. Es una mujer muy insistente cuando se lo propone.

—Entiendo.

—Y no quiero altercados con Isaura. Ahora está tranquila, y quiero que siga así.

—¿Iremos a la casa de San José, niña Elisea? —se pasmó Manila—. ¿No es que están de luto?

—Miss Melody mandó por mí —explicó—. Vamos, Manila, apresúrate.

—Soy buena pa’lo que guste, niña. Vamos. ¿Su merced cree que en la casa de San José estará el turco ése con los dibujos en la cara?

—¿Somar? No lo sé, Manila. ¿Para qué querrías verlo tú?

—Ah, pues. Parece que le arrastra el ala a la Miora, y tengo muchas ganas de verlo. Lo vi una vez, hace tiempo. Me acuerdo que me llevé un buen susto. Pero la Miora parece muy enamorada.

—¿Miora enamorada de Somar? —se extrañó Elisea—. ¿Y por qué no? —dijo, más para sí.

—¡Pero, niña! Las malas lenguas dicen que el turco Somar… Pues él… Ay, no sé cómo decirle que… ¡Pues que a él no le cuelga nada entre las piernas!

—¡Manila!

—Sí, sí —se resignó la esclava—, ya sé: mejor me callo o me mandará azotar.

—Así es.

Como le había indicado Melody en su nota, Elisea llamó por el portón trasero, embozada en una mantilla gruesa y basta, similar a la de su esclava. Le abrió Miora, quien la condujo dentro de la casa por la zona de la cocina, vacía y silenciosa.

—Quédate aquí, Manila —indicó Miora—. Por favor, niña, sígame. Melody se hallaba en una de las habitaciones de servicio, sentada junto a una yacija; Trinaghanta, a su lado, colocaba un paño frío sobre la frente de Servando. Elisea sintió una debilidad en las piernas y se llevó la mano a la boca para ahogar un lamento.

—Pasa, Elisea. Servando ha pedido muchas veces por ti. A pesar de que es arriesgado, lo mejor ha sido que vinieras, para aplacarlo.

—¿Qué le ha sucedido?

—Lo hirieron mientras ayudaba a escapar de prisión a mi hermano Tomás.

Elisea ocupó la silla de Melody y rozó la frente caliente y húmeda de Servando. “¡Dios mío!”, se estremeció. “Arde en fiebre”.

—Servando —susurró Melody—. Elisea está aquí, ha venido a verte.

En la cocina, Miora le sirvió una taza con leche a Manila, que la contempló de soslayo y sonrió. No se veían a menudo, aunque eran amigas.

—Y ese hereje tuyo, ¿no está?

—No es ningún hereje mío —se ofendió Miora—. Y no, no está.

—¿Tú y él seguís ayudando al Ángel Negro a la hora de la siesta? —Miora asintió—. Ah, pues. Entonces, lo ves todos los días. —Miora asintió de nuevo—. No lo recuerdo bien. ¿Es guapo? —Afirmó por tercera vez y se sonrojó—. Me acuerdo de que tenía dibujos en la cara dijo la negra, con desdén.

—¿Y qué? —se despabiló Miora—. Tú tienes la marca del carimbo en la mejilla y no por eso dejo de conversar contigo.

—No es lo mismo. A mí me marcaron. Él quiso marcarse.

—Me da igual. A mí me gustan esos dibujos.

—¿Te gustan, ah? Y él, ¿él te gusta? —La codeó con ligereza—. Vamos, amiga, antes solías confiar en mí.

—Sí, me gusta, me gusta muchísimo.

—¿Crees que tú le gustas a él?

—¡Oh, no! Apenas me habla. Creo que no le caigo bien.

—Pues mejor —declaró Manila—. Así no te entusiasmas con alguien que no podría darte ni esto de satisfacción.

—¿Por qué?

—¿Acaso no sabes lo que se dice de él? —Miora agitó la cabeza—. ¡Que está castrado!

Hacía tiempo que Beresford aguardaba el desenlace, y en ese domingo 10 de agosto de 1806, frente al edecán de Liniers, el capitán Hilarión de la Quintana, se convenció de que existían pocas probabilidades de conservar la plaza.

El incompetente de Popham había fracasado en detener a la escuadra española al mando del capitán Gutiérrez De la Concha. Los espías lo atosigaban con información sobre la avanzada de Liniers, a quien se le habían unido Pueyrredón y Martín Rodríguez; la caballería enemiga cercaba la ciudad e impedía el ingreso de víveres; y el temporal, que se abatía sin dar respiro, seguía entorpeciéndolo lo mismo que cinco días atrás, cuando trató de salir de Buenos Aires para detener a Liniers que se movilizaba desde Las Conchas hacia la Chacarita de los Colegiales por el camino de la Legua. Debido al mal tiempo, Beresford tampoco había podido sacar a las mujeres, los niños, los enfermos y la impedimenta hacia el sur, hacia la Ensenada de Barragán. Pocas veces había experimentado esa impotencia y furia.

Detuvo su ir y venir frente a de la Quintana y le pidió a William White que tradujera.

—Éste es mi mensaje para el capitán de navío Liniers. Infórmele que defenderé mi puesto tanto tiempo como dicte la prudencia, para salvar a esta ciudad de posibles calamidades que nadie lamentaría más que yo, y que no ocurrirán si todos los habitantes actúan de buena fe.

Antes de que terminara ese domingo 10 de agosto, Beresford tomó medidas para la defensa: mandó colocar piezas de artillería en las esquinas de la Plaza Mayor y apostó soldados en los altos de las casas circundantes, en la Recova y en el Fuerte. Al otro día, supo que el ejército de Liniers, tras una penosa marcha —la tormenta volvía intransitables los caminos—, en la que el pueblo lo ayudó a remolcar la artillería, había alcanzado la zona del Retiro. A la fuerza de vanguardia sólo le bastó una corta escaramuza para doblegar a la guardia inglesa y posesionarse del cuartel. Enseguida se ubicaron los obuses y cañones cerca de la Plaza de Toros, apuntando hacia la ciudad. Esta artillería detuvo el avance de Beresford, quien, con trescientos hombres y dos cañones, pretendía recuperar la zona norte. Tampoco lo consiguió el comodoro Popham desde el río, pues un cañonazo de las fuerzas de Liniers voló el mástil de mesana del Justinia. Después de estos embates, Beresford convocó a Popham al Fuerte.

—Habiendo sido incapaces de evitar el desembarco de Liniers en Las Conchas —expresó Beresford, sin molestarse en disimular el desprecio por su subalterno—, considero que la situación en el Río de la Plata es insostenible. Sin refuerzos, estamos perdidos. Y si por los albures de la vida lográsemos vencer a Liniers, caeríamos, tarde o temprano, cuando el ejército que el virrey Sobremonte trae desde Córdoba sitie la ciudad. Insisto, sin los refuerzos que tanto hemos pedido a Londres, no somos nada.

—Deberíamos saquear la ciudad y reembarcarnos sin pérdida de tiempo —propuso Popham.

La ira le tiñó a Beresford incluso la pelada, y su ojo de vidrio pareció más artificial dado el fulgor y la vivacidad que adquirió el otro.

—Dejaría de ser soldado para ser pirata si pensara como usted, comodoro.

Denis Pack, George Kennett y otros oficiales carraspearon y se movieron, incómodos. Beresford retomó su discurso.

—En vistas de la situación que ya expuse, caballeros, espero, entonces, que estéis en un todo de acuerdo con la propuesta que he trazado, que es la siguiente: le escribiré a Pueyrredón, a quien juzgo el nervio de esta rebelión, además él está a cargo de la caballería, la única capaz de detenernos. Como les decía, le haré la siguiente propuesta a Pueyrredón: restituiré la plaza, devolveré el ejército del virrey Sobremonte, liberándolo del juramento de no iniciar acciones bélicas en nuestra contra…

—Algunos ya lo han hecho —acotó Popham—, han roto la palabra empeñada y se han unido al ejército de Liniers.

—En fin —prosiguió Beresford—, los liberaré formalmente del juramento y les reintegraré las presas de las que nos hicimos en alta mar, siempre y cuando se detenga el avance de las milicias hasta que el ejército inglés haya evacuado la ciudad y se encuentre en camino hacia la Ensenada de Barragán.

Liniers tenía poco control sobre aquel rejunte de soldados, civiles y marinos, lo que se puso de manifiesto la noche del 11 de agosto, cuando los de la compañía de Miñones, por su cuenta, se infiltraron en las casas y cruzaron azoteas hasta alcanzar la Plaza Mayor y adueñarse del cuartel de la Ranchería emplazado en la esquina de las calles de San Carlos y de San José. Los ingleses se atrincheraron en el Fuerte.

La orden de Blackraven había sido clara: tirar a matar a quien intentase entrar en su casa, en la del Retiro o en la de la calle Santiago, fuera inglés, criollo o español. Había distribuido a sus marineros en azoteas, patios y ventanas, mientras él, Malagrida y Amy, a riesgo de sus vidas, iban y venían de una propiedad a otra.

Somar definió la idea de cabalgar hasta el Retiro como un acto suicida, y no se equivocaba pues había escaramuzas e intensos tiroteos en cada esquina, y en varias ocasiones sintieron las balas acariciarles las sienes. Llegaron de noche, cuando un piquete con el propio Liniers a la cabeza se adentraba en la propiedad. El grupo se detuvo al recibir disparos a los cascos de los caballos desde el campanario. De la Quintana, ayudante de campo de Liniers, explicó a voz en cuello que solicitaban víveres, agua y un lugar para que el capitán y sus oficiales pasaran la noche.

—Buenas noches, capitán Liniers.

—Ah, excelencia. ¡Qué agradable sorpresa encontrarlo aquí!

A la pobre luz de las teas, Blackraven divisó el gesto amistoso del francés, aunque algo tenso y cansado, y como reflejo de las penurias de esos últimos días daba cuenta el uniforme azul y rojo de capitán de navío, flordelisado de oro, que días atrás debió de haber presentado un espléndido corte, pero que esa noche estaba sucio y ajado.

Le presentó a Malagrida y a Amy Bodrugan, quien, con un pañuelo negro en la cabeza, pantalones ajustados, espada al cinto y un pequeño mono en el hombro, causó miradas suspicaces entre la tropa, incluso entre los oficiales. Se intercambiaron palabras de cortesía antes de que Blackraven los invitase a entrar.

—Disculpe el recibimiento poco amistoso que le han hecho mis empleados, capitán Liniers. Tenían órdenes de disparar a cualquier extraño. Es para evitar los saqueos y robos tan comunes en estas circunstancias.

—Por supuesto, excelencia. Lo entiendo.

Blackraven llamó a Bustillo y le ordenó que atendiera a los caballos y que se ocupase de alojar y alimentar a los soldados del piquete.

—Bustillo —agregó—, envía a las tropas que están en el cuartel algunas gallinas y dos cerdos.

—Gracias, excelencia —intervino Liniers—. No olvidaré este acto de generosidad de su parte.

Después de la cena, mientras fumaban y bebían “el mejor coñac que he probado”, según la expresión de De la Concha, Liniers y Blackraven se apartaron para conversar.

—Todavía me pregunto, excelencia —habló Liniers—, cómo su merced y vuestros amigos lograsteis llegar sin un rasguño al Retiro. Entiendo que la ciudad es un caos.

—Nos lanzamos hacia aquí cuando comenzaba a oscurecer. Vinimos por el Bajo y evitamos las calles principales puesto que en ellas la gente dispara desde las azoteas, incluso desde los conventos, que cuentan con pequeños cañones; los monjes tienen una destreza encomiable para dispararlos. Ojalá contase con artilleros tan certeros en mis barcos —expresó, con una nota divertida, y Liniers sonrió.

—Hace un momento llegó al cuartel un emisario de Beresford con un mensaje para Pueyrredón. Mañana a las nueve de la mañana, en el convento de Santa Catalina, nos reuniremos con William White, quien me transmitirá una propuesta de Beresford. Supongo que querrá negociar la retirada.

—No creo que le resulte fácil a White alcanzar ese punto de la ciudad a menos que su merced le envíe un piquete que lo proteja del populacho. Están enardecidos.

Liniers sorbió un trago mientras cavilaba sobre el modo velado con que Blackraven acababa de decirle que la refriega se le había ido de las manos. Enseguida se preguntó si Anita Perichon, su amante, recordaría el affaire con el excéntrico conde de Stoneville; parecía un hombre difícil de olvidar.

—Sí, están enardecidos —admitió Liniers—. Esta ocupación ha sido muy odiosa para todos. Incluso se dice que lo es para vuestra merced, lo cual me sorprende, siendo su excelencia de origen inglés.

Blackraven soltó una carcajada corta, carente de humor.

—¿Qué soy? —preguntó de manera retórica—. De padre inglés, de madre mitad italiana, mitad española, con antepasados austríacos y lucido en la Francia. ¿Alguien puede decir cuál es mi nacionalidad? Soy mi ciudadano del mundo, capitán. He pasado la mayor parte de mi vida como corsario, surcando los mares, conociendo los rincones más alejados del globo. —Acabó el discurso burlón y añadió, serio—: En verdad no estoy de acuerdo con esta intervención de la Inglaterra en los asuntos del Río de la Plata. No estoy de acuerdo con las conquistas militares, han caído en desuso. La civilización ha encontrado métodos menos despóticos para sacar provecho de la relación entre un país y otro. La Inglaterra debería haber escarmentado luego del estrepitoso fracaso en las colonias de Norteamérica, sin mencionar los graves problemas que existen en las Indias Orientales. De igual manera, capitán, el general Beresford es un caballero, amigo de mi juventud, a quien tengo en la más alta estima. Un hombre de palabra —subrayó.

—Ciertamente, lo es.

—Su merced, como militar, conoce el arte de la guerra, sus reglas y códigos. El populacho, no. Y eso me preocupa.

—Le garantizo, excelencia, que la integridad del general Beresford y de su oficialidad son de primordial importancia para mí.

Blackraven anunció que regresaba a la ciudad y que dejaba a sus invitados en compañía de Malagrida y de Amy Bodrugan.

—Estáis en vuestra casa —dijo Blackraven—. Los sirvientes os proporcionarán todo aquello que necesitéis. Me despido, capitán Liniers —y le tendió la mano a la usanza inglesa—. Que la suerte os acompañe mañana.

—Excelencia, nunca olvidaré su hospitalidad y generosidad. Su merced cuenta con mi amistad y profundo respeto.

Blackraven inclinó la cabeza en señal de gratitud y complacencia. Malagrida y Amy lo acompañaron fuera.

—¡Es un dislate que vuelvas a la ciudad!

—Amy tiene razón, Roger. Es una locura. Quédate esta noche. Volveremos a primera hora mañana por la mañana.

—Quería ver si el Retiro estaba a salvo. Ya lo vi. Ahora me regreso.

—Es por tu mujercita —se empacó Amy—. Pues recuerda que ella está con Somar, Milton, Shackle y Radama. Sólo Dios podría llegar a infligirle algún daño. Quédate, o la convertirás en viuda con sólo veintidós años. —Roger le palmeó la mejilla, y Amy se apartó, exasperada—. No me trates con condescendencia, Blackraven, o terminarás con mi rodilla en tu entrepierna. Y si estás convencido de lanzarte en ese enjambre de tiros y cañonazos, al menos revisa que tus pistolas estén bien cargadas.

Con la noche, una calma tensa se apoderó de la ciudad. Nadie dormía; se escuchaban detonaciones perdidas y gritos; los perros ladraban, denunciando movimientos desacostumbrados; sombras furtivas se deslizaban por las calles, y cada tanto el vapor de un aliento o la brasa de un cigarro destacados en la negrura helada evidenciaban la expectación y el sentido de alerta en que se hallaban sumidos los porteños. Blackraven entró por el portón trasero, y Radama le salió al encuentro.

—Pensamos que haría noche en el Retiro, capitán.

—¿Cómo está todo por aquí?

—Sin novedades, capitán. Dos horas atrás, un grupo de soldados rebeldes cruzó la azotea en dirección a la plaza, pero como no mostraron intenciones de meterse en la casa, se les permitió seguir.

—Está bien. ¿Se sabe algo de la calle Santiago?

—Nada, señor. El último parte lo recibió usía antes de irse.

Melody se inclinó junto a Sansón y le pasó una mano entre las orejas.

—¿Qué ocurre, cariño? ¿Por qué te has inquietado?

El animal se levantó, caminó hacia la puerta del dormitorio y allí se quedó, mirándola. Melody sacudió los hombros y volvió a su confidente, donde se embozó y recogió los pies bajo la manta. Trató de individualizar los sonidos: el crujir de los carbones en el copón, el jadeo del terranova, los ligeros ronquidos de Víctor, la respiración congestionada de Angelita y algún ocasional disparo o grito; ya no la asustaban, después de la experiencia de ese día.

Sansón comenzó a temblar y a gañir antes de que Melody advirtiera el sonido de botas en el tablado del corredor. La puerta se abrió, provocándole un sobresalto. Era Blackraven.

—¡Roger! —exclamó, y se echó en sus brazos—. ¡Gracias, Dios mío! Eres un mal esposo. Estaba enferma de preocupación por ti.

—¿De veras? ¿Muy preocupada? —Ella asintió con vehemencia en su pecho—. ¿Eso quiere decir que me amas un poco?

—¿Un poco? ¡Desgraciado! Bien sabes que te amo como una loca y que no puedo respirar si sé que corres peligro.

Se besaron. El rostro de Blackraven, frío y áspero, se hundió en su cuello y le arrancó un gemido.

—¿Qué hacen ellos aquí?

—Oh, Roger, debiste verlos. Se comportaron como adultos mis niños, en especial Víctor, que, a pesar de tener miedo, se mostró sereno y no lloró. Pero a la hora de marchar a dormir, fue demasiado para ellos y me pidieron quedarse conmigo. Yo pensé que tú harías noche en el Retiro, por eso les permití acostarse aquí.

—¿Hacer noche en el Retiro, Isaura? ¿Y dejarte sola en medio de este batifondo? ¿Es que aún no me conoces? —Le echó un vistazo incrédulo mientras apartaba las mantas de los niños—. Los llevaré a sus recámaras. Quiero acostarme. Estoy exhausto.

Melody puso agua a calentar en el copón y salió a buscar la garrafa de brandy de la sala, donde se topó con Somar a cargo del primer turno de guardia.

Blackraven se desnudó y permitió que su esposa lo higienizara con un trapo jabonado y agua caliente, mientras bebía a sorbos lentos. Un calor placentero le subía desde los pies hasta el pecho. Cerró los ojos y suspiró, atento a las manos de Melody en su espalda y a la tibieza de su aliento al golpearle la piel.

—¿Tienes hambre? —le preguntó ella en voz baja.

—No.

—¿Tienes frío? —y, desde atrás, le acarició la pierna.

—No.

—Pues tienes piel de gallina.

Blackraven la obligó a ubicarse frente a él y le quitó la bata.

—Pensé que estabas exhausto —se burló Melody, y levantó los brazos para que la deshiciera del camisón.

—Vuelvo a preguntar, un poco enojado: ¿es que aún no me conoces?

Melody rió y se dejó arrastrar a la cama mientras decía:

—El mundo se viene abajo y nosotros haciendo el amor.

La mañana del martes 12 de agosto, de acuerdo con el pronóstico de Blackraven, William White no consiguió llegar al convento de Santa Catalina donde, a la hora prevista, lo aguardaban Pueyrredón y el corsario francés Hippolyte Mordeille dispuestos a escuchar la oferta de Beresford.

White quedó, al igual que el ejército inglés, confinado en la zona de la Plaza Mayor, ya que los Miñones, sin orden superior, habían ganado el centro de la ciudad a lo largo de la noche e impedían los movimientos; además, desde las azoteas de las casas y desde los conventos, se mantenía un fuego constante de armas y artillería, lo que convertía a las calles en trampas mortales para los ingleses.

A media mañana, mientras Liniers aguardaba los resultados de la entrevista en el convento de Santa Catalina, los Miñones, aprovechando la neblina, iniciaron su ataque a la Plaza Mayor por la esquina de la Santísima Trinidad con objeto de quebrar el último bastión inglés y copar el Fuerte. Empeñados en su avance, solicitaron ayuda a la caballería acuartelada en el Retiro, la cual, sin autorización, se lanzó por la calle de San José. Superado por los acontecimientos e incapaz de dominar su ejército, Liniers ordenó que se ejecutara el plan de ataque, sin conocer el desenlace de la entrevista.

—Lo más probable —se justificó con su ayudante de campo, De la Concha— es que, tal como dijo el conde de Stoneville, White nunca haya alcanzado el punto de encuentro. No tiene sentido seguir aguardando. Pongámonos en marcha.

Agazapado en la azotea, provisto de su catalejo, Blackraven observaba el avance de tres columnas desde el Retiro, una por la calle de San Martín de Tours, la otra por la de la Santísima Trinidad y la última que pasaría frente a su casa, por la calle de San José. No se trataba de una marcha ordenada, y costaba distinguir los cuerpos que la componían; además, los vecinos se sumaban a las fuerzas y aportaban caos y bullicio. Había que hablar a los gritos para superar el estruendo del fuego de fusiles y cañones que se descargaba contra las tropas inglesas ubicadas en la plaza y en los alrededores del Fuerte.

—Ahí veo a William Beresford —declaró Malagrida, con su catalejo en dirección al arco principal de la Recova—. Ya debe de saber que la victoria está del lado de Liniers.

—Esto se ha convertido en una resistencia desesperada —apuntó Amy Bodrugan—. Tu amigo Beresford tendrá que rendirse pronto si quiere evitar más muertes.

—Ahí viene la caballería —anunció Blackraven—. Pronto terminará.

El batallón de húsares irrumpió en la plaza seguido por las fuerzas terrestres, y se lanzó para tomar posesión del Cabildo y de la Catedral, provocando la retirada del regimiento 71 de Highlanders hacia la Recova.

A Blackraven le pareció que Pueyrredón, al frente del cuerpo montado, adoptaba la traza de un demonio cuando, en una maniobra temeraria, se abatió sobre el gaitero del regimiento escocés y le arrebató la banderola, como si se tratase del acto de desagravio por la derrota sufrida en Perdriel once días atrás.

—Deberíamos enviar mensaje a William —sugirió Malagrida—. Podríamos sacarlo con vida. No me gusta el comportamiento de esta horda de salvajes.

—No conseguirías moverlo una pulgada —aseguró Blackraven—. Preferirá morir a manos de estos paletos a abandonar a su gente. Para él, el honor lo es todo.

—Jamás he visto algo igual —expresó Amy, al tiempo que paseaba su catalejo sobre los techos de las casas lindantes—. Hasta los esclavos están parapetados en los techos peleando como fieras.

—Agáchate, ¿quieres? —se mosqueó Blackraven—. ¡Maldición! exclamó.

—¿Qué ocurre? —preguntaron Malagrida y Amy Bodrugan al unísono.

—Acaban de herir a Kennett, el secretario de William. Ahora no alcanzo a verlo, quizá se acuclilló para ayudarlo.

Kennett murió en brazos de su amigo, el general Beresford, quien muy emocionado, aunque entero, ordenó al regimiento 71 que se replegarse en el Fuerte, lo que hicieron en ordenada formación. Beresford fue el último en cruzar el foso; tras él, se cerró el puente levadizo.

—¿Dónde está Liniers? —se interesó Malagrida.

—Me parece que lo veo en el atrio de la Iglesia de la Merced —dijo Blackraven—, rodeado de algunos de sus oficiales.

—¡Están arriando la Union Jack! —exclamó Amy, y señaló en dirección al Fuerte.

A pesar de que se izó la bandera de parlamento, lo que suscitó la algazara de vecinos y soldados, el fuego no cesó sino hasta que el edecán de Liniers, Hilarión de la Quintana, entró en el Fuerte para conferenciar con Beresford.

—¡Dios los ampare! —se apiadó Malagrida de los ingleses, ante el espectáculo que se desarrollaba en la Plaza Mayor.

El populacho había abandonado sus escondites y se desplazaba hacia el Fuerte al grito de “a cuchillo”. Agolpados contra los muros de la fortificación, intentaban treparlos o voltear el rastrillo.

—¿Es que nadie pondrá orden? —se encolerizó Malagrida.

—Liniers no tiene autoridad sobre estas hordas —comentó Blackraven.

Beresford se asomó por el muro del Fuerte y, agitando los brazos, exclamó:

—¡No más fogo! ¡No más fogo! —al tiempo que ordenaba a su tropa no disparar contra la turba.

La situación se tornaba inmanejable y ni siquiera se aplacó la furia de la muchedumbre cuando de la Quintana, montado en el muro, se abrió la chaqueta y extendió los brazos en cruz ofreciéndose como víctima. Al final, se instó a los ingleses a arriar la bandera de parlamento e izar el estandarte español como único medio para sosegar los ánimos. La muchedumbre se calló al ver que bajaban la bandera de parlamento. Ante la aparición de la de la España, explotaron en vítores y vivas.

Liniers, aprovechando la tregua, caminó desde la Iglesia de la Merced hasta el Fuerte. Beresford salió a recibirlo escoltado por de la Quintana, a quien se le unieron Hippolyte Mordeille y Gutiérrez De la Concha.

—¡Pena de la vida al que insulte a las tropas británicas! —amenazó De la Concha, y el gentío se abrió en silencio para dar paso al general vencido.