Capítulo XI

Por primera vez en mucho tiempo, Roger y Melody cenaban a solas. Malagrida había viajado al Cangrejal para supervisar los barcos, Amy estaba en lo de Valdez e Inclán y los niños con sus maestros, en la sala de estudio. Ese día, 22 de julio, era el cumpleaños de Melody, y, aunque dado el luto no habría festejos, Roger la había despertado con besos y la había colmado de regalos, tantos que ocupaban toda la cama.

—Dame la mano —dijo Melody, y se la colocó sobre el vientre.

—Oh, por Dios —se asombró Blackraven—. ¿Te duele? —Melody, sonriendo, sacudió la cabeza—. Parece como si una burbuja se moviera dentro de ti. ¿Crees que sea varón?

—No me cabe duda. Será varón, será parecido a ti y será escorpiano, como tú.

—¿De veras? ¿Nacerá en noviembre?

—Si mis cálculos no fallan, a finales de noviembre.

Gilberta apareció en el comedor y se inclinó sobre el oído de Blackraven.

—Amo Roger, Papá Justicia pide verlo.

—Regreso en un momento, cariño.

El curandero lo esperaba en la cocina. Siloé le había servido un plato con guiso de lentejas. Se puso de pie al ver a Blackraven y se quitó la chistera.

—Amo Roger, me urgía hablar con su merced. ¿Podemos hacerlo lucra?

Blackraven asintió, y ambos se perdieron en la oscuridad del patio de servicio.

—Vamos a la caballeriza. Está helando.

Al escucharlos entrar, Servando se escondió en el corral de Fuoco, que no se inmutó pues lo conocía.

—¿Qué ocurre? Dime, Justicia.

—Es el niño Tommy. —Blackraven masculló un insulto en inglés—. Ha sucedido una desgracia. Tuvo una discusión con un soldado inglés en una pulpería del Bajo, se entreveraron en una riña a cuchillo y Tommy mató al desgraciado.

—¡Mierda!

—Ahora tiene a toda la milicia tras él. Si lo atrapan, lo colgarán.

—¿Sabes dónde se esconde?

—No.

“Yo sí”, pensó Servando.

—Dicen que disparó para la zona del río.

Blackraven era un maestro de la simulación, por lo que no le costó regresar a la mesa junto a Melody y sonreír. Un problema con Black Jack, ésa fue la explicación. Pasó la noche en vela, mirándola dormir; estaba tranquila, como él tanto había deseado verla desde la muerte de su hermano pequeño. A veces la encontraba lloriqueando sobre un retrato de Jimmy que Fermín Gayoso, esclavo de Pueyrredón, había dibujado a la carbonilla; el parecido resultaba asombroso. “Ésta será la última patraña que cometas, Tomás Maguire”, se prometió Blackraven. “No te permitiré que le hagas daño”. A decir verdad, Blackraven sabía que era poco lo que podía hacer si el muchacho permanecía escondido. Convocó a O’Maley y lo instruyó para que, con algunos de sus hombres, lo rastrearan.

De nada valieron las previsiones para proteger a Melody. Tres días después, Miora entró corriendo en su gabinete, descompuesta y desmadrada, y le soltó que los “rojos” habían tomado prisionero a Tommy y que lo colgarían por asesinato. Melody se puso de pie, dejó caer la costura y se desvaneció. Mandaron por Blackraven a la curtiduría. La encontró desconsolada, en cama, con trapos embebidos en vinagre aromático sobre la frente. Le temblaban las manos y tenía los labios morados. Blackraven se los besó.

—Isaura, sólo te pediré una cosa: que te calmes por tu bien y por el bien del niño. Tu vientre está rígido. Vamos, respira profundo. Vamos, así es. Otra vez. Yo me haré cargo, mi amor —le prometió—. Lo solucionaré. Sé cómo hacerlo. Lo salvaré por ti, cariño. Descuida.

Servando no se presentó en lo del tapicero Cagigas esa mañana y se dirigió a lo de Valdez e Inclán. Se deslizó por los patios y corredores hasta alcanzar la habitación de Elisea y allí la esperó a que regresara de la misa de una. La muchacha se iluminó al verlo, y Servando pensó que lucía angelical con la mantilla de encaje y el breviario en la mano enguantada.

—¿Por qué has tardado tanto? Han pasado días desde la última vez. ¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras de ese modo?

—Puta —profirió el esclavo entre dientes, y la aferró por los hombros—. Eso es lo que eres: una puta.

—¡Apestas a alcohol! ¿Qué dices? ¿Has perdido el juicio?

—¿Acaso con esto no es suficiente? —y la obligó a tocar sus genitales—. ¿También necesitas los de Maguire?

—¿De Maguire? ¿De qué hablas?

—¡Bah! —La arrojó sobre la cama—. Te vi el otro día en el huerto. Se besaban.

—¿Nos besábamos? —lloriqueó Elisea, y se incorporó—. ¿De qué hablas?

—¡No te atrevas a negarlo! Lo vi con mis propios ojos. Ese hijo-puta te besó y tú nada hiciste. Lo dejaste. ¡Lo alentaste con tu mirada! ¿Qué ocurrió después? ¿Te hizo suya?

—¡De qué hablas! ¡Le dije que se fuera! Le dije que no volviera a besarme porque amaba a otro. No he vuelto a verlo desde entonces.

—¡Y no volverás a verlo! Ya me encargué de eso. Días atrás mató a un casaca roja en una riña de pulpería. Lo juzgarán por asesinato y lo colgarán. Yo mismo lo entregué esta mañana. Lo sacaron de su escondite entre los troperos como una comadreja asustada, el muy cobarde.

Elisea se apartó de modo convulsivo y se tapó la boca. Lo miró con ojos desorbitados. Con una rapidez que tomó desprevenido al esclavo, dio un paso adelante y le descargó una bofetada.

—¡Traidor! ¿Cómo has podido cometer semejante bajeza? ¡Me das asco!

—Sufres por tu amante, perra. Ya no volverás a tenerlo.

—¡Sufro por mi amante! —se exasperó Elisea—. ¡Calla, negro estúpido y traidor! Pienso en miss Melody, en ella, a quien le debo la vida, a quien tú tanto le debes. Pienso que acaba de perder a su pequeño hermano y que está a punto de perder al otro a causa de un necio como tú. ¡Me recuerdas a Sabas!

Aquello le devolvió la sobriedad; trastabilló hacia atrás y cayó en un confidente.

—Miss Melody —balbuceó.

Se dirigió a los tumbos hasta la casa de San José. Entró usando el portón de la cochera y fue al cobertizo donde se guardaban las herramientas y la traílla.

—¿Adónde vas, Servando? —se extrañó Siloé.

El yolof caminó hacia la habitación de miss Melody arrastrando el látigo. Llamó. Una voz lánguida lo invitó a pasar. Por un instante, al ver a miss Melody sentada, con la vista perdida, una mano en el vientre y en la otra un rosario de nácar, Servando creyó que no reuniría el valor. Al acercarse, notó los surcos de lágrimas en sus mejillas y las pestañas húmedas. Se hincó y pegó la frente al suelo.

—¡Babá! ¿Qué ocurre? No me asustes.

—¡Castígueme, miss Melody! —dijo, y levantó el látigo—. Todavía no han sanado los verdugones que me dejó el amo Roger y ya merezco que su merced me castigue de nuevo. ¡Castígueme hasta la muerte! ¡Yo entregué a su hermano a los casacas rojas! ¡Yo les revelé su escondite! Y lo hice porque estaba celoso, porque él quería quitarme a mi Elisea. —Servando escuchó que Melody se ponía de pie y sofocaba un lamento—. ¡Castígueme, miss Melody! ¡Máteme!

Ahí se quedó, con el brazo extendido ofreciendo el látigo, el rostro en el suelo y el cuerpo convulsionado por el llanto. Pasaron varios minutos. Miss Melody no hablaba, es más, Servando no sabía si aún seguía allí. Levantó la mirada. Sí, allí estaba, de pie junto a la puertaventana, con la mirada perdida en el patio principal.

—Miss Melody —suplicó.

—Si tu señor llegase a saber que has entregado a mi hermano te traspasaría con su estoque sin darte tiempo a pestañear. Por tu bien, cierra la boca y no hables de esto con nadie. Ahora márchate, no tengo deseos de verte. Has roto mi corazón.

—Dependiendo de la prisión a la que fue conducido —aventuró O’Maley—, serán mayores o menores las probabilidades de rescatarlo. Si lo han llevado a la del propio Fuerte, estaríamos de parabienes porque he escuchado decir que existen pasadizos subterráneos que unen la Casa de las Temporalidades, que perteneció a los jesuitas hasta el 67, con el Fuerte.

—Aunque encontrásemos el ingreso a esos pasadizos —opinó Malagrida—, sería necesario contar con los planos. Suelen ser laberínticos. Nos perderíamos.

—Creo que podría conseguirlos —aventuró O’Maley—. El capitán Malagrida sería de gran ayuda si me acompañase —agregó, de modo sibilino.

—Consíguelos —ordenó Blackraven—. En tanto, yo le haré una visita a Beresford para ver qué provecho le saco a la información que acabas de proporcionarme. —Le había hablado a Zorrilla.

—Iré con Edward —anunció Malagrida, y se despidieron.

Blackraven y Trinaghanta cruzaron el pontón levadizo que salvaba el foso del Fuerte y caminaron por el patio central hacia el despacho del gobernador Beresford. La cingalesa cargaba una canasta con ropa, comida y enseres para curaciones. No había resultado fácil convencer a Melody de permanecer en la casa de San José; lo consiguieron cuando Blackraven la asustó con una gran variedad de pestes propias de los calabozos y cuando le prometió que Trinaghanta lo acompañaría para ocuparse de Tommy.

—¡Roger! —se alegró Beresford, y le estrechó la mano, de acuerdo con la usanza inglesa.

—Me trae aquí un asunto de carácter delicado. Esta mañana habéis aprehendido a un muchacho acusado de asesinar a uno de tus soldados en una gresca de cantina. —Beresford asintió—. Ese muchacho, William, es mi cuñado, hermano de mi esposa. Su nombre es Tomás Maguire.

Beresford le imprimió a su gesto una expresión de alarma y desánimo. Se sentó e invitó a Blackraven con un ademán.

—Cuánto lo siento, Roger.

—¿Dónde lo tienen?

Mandó comparecer al capitán Alexander Gillespie, comisario de la prisión ubicada en la calle de Santo Cristo. El militar se cuadró ante su superior y saludó con una inclinación al conde de Stoneville. Ante la pregunta, informó que el reo Maguire había sido conducido a las mazmorras del Cabildo. Beresford lo despidió.

—Me conoces, William, no me andaré con rodeos: estoy dispuesto a cualquier cosa para obtener la libertad de mi cuñado.

—¿No pretenderás que lo deje ir después de haber asesinado a uno de los míos? Tengo que dar un escarmiento que sirva como ejemplo. El populacho está volviéndose cada día más osado.

—Fue una trapisonda de cantina —desestimó Blackraven—. Puede alegarse defensa propia.

—Hay quienes sostienen que tu cuñado hizo trampa con la baraja.

—¿Qué quieres por su libertad?

—¡Me ofendes! No quiero tu dinero.

—No te ofrezco dinero. Te conozco demasiado para ofrecértelo. Estoy ofreciéndote otro bien a cambio de tu colaboración. Tu situación en Buenos Aires es precaria, y lo sabes. Estoy ofreciéndote información que podría salvarte del desastre que está por sobrevenir en días. ¿Qué significa para ti un muchachito alocado ante la posibilidad de conocer la realidad que te amenaza? Créeme, lo que sé no se puede desatender.

—¿Qué pretendes de mí? ¿Qué clase de ayuda reclamas?

—No pretendo que lo dejes en libertad bajo indulto y que el muchacho salga caminando por la puerta principal del Cabildo. Entiendo que eso no es posible dada tu posición. Sí te pido que facilites ciertas cuestiones para que yo pueda arreglar su fuga. Te prometo sacarlo del Río de la Plata. No volverás a saber de él.

—¿Qué cuestiones serían ésas?

—Te las haré saber apenas trace mi plan.

Beresford apoyó los codos en el escritorio y se llevó las manos a los labios, como si rezase, en tanto sometía la propuesta a su consideración.

—Te ayudaré. Tienes mi palabra —expresó el militar inglés, con la mano derecha extendida en dirección a Blackraven—. Ahora dime, ¿qué sabes?

—Financiado por el comerciante Álzaga y con los auspicios del obispo Lué, se ha trazado un plan para volar el cuartel de la Ranchería, donde se aloja el regimiento 71.

—¡Qué! —Beresford se puso de pie.

—Por supuesto, piensan hacerlo cuando tus hombres estén acuartelados. Será una masacre. El grupo, al mando del ingeniero Felipe Sentenach, está excavando un túnel que nace en la casa de don José Martínez de Hoz, cruza la calle de San Carlos y llega al cuartel. Piensan colocar una buena cantidad de barriles de pólvora. Están prontos a terminarlo. Si no es hoy, será mañana. Para evitar ser sorprendidos, han apostado centinelas en los altos del café de Marcó y algunos dan vueltas a la manzana disfrazados de pregoneros o mendigos.

—¡Dios mío! No he juzgado debidamente la índole de estos sudamericanos —se convenció Beresford.

Blackraven se puso de pie para despedirse.

—La próxima vez que nos veamos, traeré los detalles de la fuga y te daré más información. Ahora, por favor, firma un permiso para que pueda visitar a mi cuñado.

Tommy se hallaba inconsciente, en muy mal estado. Yacía boca abajo sobre un montículo de paja hedionda. Blackraven lo dio vuelta y le estudió las heridas. Lo habían torturado; tenía quemaduras en el pecho y le habían arrancado algunas uñas; presentaba un corte en la frente, un culatazo lo más probable, otro en el labio inferior, y la nariz estaba quebrada. Le quitó la camisa y lo examinó de modo concienzudo, palpándolo, buscando quebraduras. “Parece un Santo Cristo”, se dijo, al ver los golpes y tajos. No detectó huesos rotos, quizás alguna costilla con fisuras. Tenía un corte profundo en la pantorrilla derecha que urgía limpiar y aislar. “Resulta una ironía”, meditó Blackraven, “que, al igual que a tu padre, a ti también te hayan torturado los ingleses”.

—Le colocaré la nariz —dijo a Trinaghanta—. Tú te ocuparás del resto.

El tabique nasal se acomodó con un sonido seco que despabiló a Tommy. Se incorporó dando un grito para volver a desplomarse sobre la paja.

—Tomás, muchacho —lo llamó Blackraven.

Tommy apartó la mano de la cara y miró con ojos exaltados y vidriosos. En la penumbra, le costó advertir que se trataba de su cuñado.

—¡Por amor de Dios! —exclamó, y se tomó de las solapas de Blackraven—. ¡Sáqueme de aquí! ¡Se lo suplico, sáqueme de aquí! ¡Por amor de Dios, tenga piedad!

—Calma, Tommy. Te sacaré de aquí. Descuida. Lo haré. Pero debes tener un poco de paciencia. Lo haré. En unos días.

—¡Sáqueme ahora! ¡Volverán a torturarme! Maté a uno de ellos, ¿es que no lo entiende? Me matarán ellos a mí como venganza.

—No, no lo harán. No volverán a tocarte. Te lo prometo. Ahora permite que Trinaghanta cure tus heridas. Yo me encargaré de mejorar las condiciones de este sitio.

Gracias a los escudos de oro que Blackraven prodigó entre los guardias, quitaron la paja vieja y colocaron un montículo limpio y fragante; trajeron dos baldes con agua limpia, y desapareció el que contenía orines y heces de antiguos prisioneros; le quitaron los grilletes de tobillos y muñecas; y, por último, le dieron de comer un guiso bastante pasable de cordero y verduras.

Antes de regresar a la casa de San José, Blackraven visitó a Beresford de nuevo.

—Escúchame bien, William: vuelven a tocar un cabello de mi cuñado y yo mismo nivelaré este Fuerte con el suelo. Sabes que puedo hacerlo.

—Sé que no amenazas en vano —admitió el gobernador inglés.

—¡Cómo está Tommy! —Melody se precipitó sobre Blackraven—. Dime, ¿pudiste verlo?

—Cariño, él está bien, quejándose de la comida e insultando a los ingleses, como imaginarás. Lo tienen en el Cabildo. Está bien, muy bien.

—Gracias a Dios.

—En pocos días quedará en libertad.

—¿De veras?

—¿Acaso no te lo prometí?

—Sí. —Sonrió y ocultó la cara en el pecho de su esposo.

No fue necesario pedir que se trasladara al reo Maguire a la prisión del Fuerte ya que, gracias a los mapas de los pasadizos subterráneos, descubrieron que también conducían al Cabildo. Hacerse de los mapas resultó bastante fácil. Los conservaba un jesuita, Vespaciano Clavius, que había escapado a la expulsión del 67 refugiándose en esos mismos pasadizos en los que se interesaba Blackraven, y que por esos días se hacía llamar Francisco Álvarez, productor de frutas en una quinta de la zona sur, que lindaba con el hospital de los betlemitas, llamado la Convalecencia.

O’Maley conocía a Clavius y su secreto, y lo saludó con cordialidad. Cuando Clavius se volvió hacia Malagrida, éste lo miró con fijeza y seriedad y citó en latín el voto sagrado de los jesuitas.

—Servir siempre al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la Tierra —y sacó a relucir una cruz de plata, insignia de la orden.

—¡Hermano! —profirió Clavius, y se dieron un abrazo.

El arquitecto jesuita que proyectó las edificaciones y los pasadizos subterráneos les adjudicó mucha importancia a los planos, por ello los trazó sobre la costosa y rara vitela en vez de utilizar el más común pergamino de cordero. Después de admirar la precisión y pulcritud de los mapas, Edward O’Maley se inclinó sobre ellos y los estudió con una lupa en tanto Malagrida y Clavius se contaban sus desventuras.

Se pactó con Beresford que la fuga tendría lugar en la madrugada del primero de agosto. La elección de la fecha no era antojadiza: el 31 de julio por la noche, Beresford, de acuerdo con la información de Blackraven, saldría a aplastar al ejército de peones e indios al mando de Pueyrredón acantonado en una propiedad de la familia Belgrano, conocida como la quinta de Perdriel. Dejaría una guardia mínima en la ciudad y se aseguraría de que los soldados apostados en el Cabildo lo acompañaran en su mayoría. Blackraven le exigió que destinara sólo dos para el cuidado de la prisión, y se ocupó de que recibieran botellas de whisky escocés. Gracias a la ayuda de la parda Francisca, a quien Melody había salvado de su cruel dueña, Clara Echenique, y que trabajaba como doméstica en el Cabildo, se hicieron con una copia de la llave de la celda de Maguire. Si había otras cerraduras que salvar, deberían arreglárselas solos. Conocían los horarios de las rondas y el momento en que pasarían frente al Cabildo. Gracias a los permisos de Beresford, Blackraven se había movido con libertad dentro de la prisión hasta familiarizarse con sus oficinas e instalaciones.

A las once de la noche del 31 de julio, se congregaron en la parte trasera de la casa de San José; Vespaciano Clavius los acompañaba, pues, en su opinión, por más que contaran con los mapas, no llegarían a las mazmorras del Cabildo si él no los guiaba.

—Las encontrarán —dijo—, dentro de cinco días —añadió, con una carcajada.

Blackraven aprestaba sus pistolas cuando apareció Servando.

—¿Qué haces aquí, Babá? Vuelve a la barraca.

—Lléveme con usted, amo Roger. Quiero acompañarlo. Una vez lo ayudé a rescatar al joven Tomás. Puedo volver a hacerlo. Se lo debo a mi señora.

—El muchacho es despierto —intercedió Somar—. Podría sernos útil.

—Está bien —accedió Blackraven, y se dirigió a O’Maley—: Dale un cuchillo y una pistola.

—¿No me dará un arma a mí, excelencia? —preguntó Clavius.

—¿Alguna vez ha disparado una? —se interesó Blackraven.

—No, pero parece fácil.

—Créame, estará mejor sin ella. Se dislocaría el hombro con el retroceso del disparo. Amy, dale una chaqueta oscura a Servando. Serías como un fanal en la noche con ese poncho blanco, Babá.

Alistaron pólvora y yesca para hacer saltar las cerraduras, teas cortas para iluminar los oscuros pasadizos y una sierra por si habían aherrojado a Tommy, aunque confiaban en que los escudos de Blackraven hubiesen resultado suficientes para tornar olvidadizos a los guardias.

Antes de partir, Blackraven entró en su dormitorio para ver a Melody. Dormía. La angustia de los últimos días se reflejaba en un sueño inquieto. Nada la convencía de que Tommy se hallaba fuera de peligro, a pesar de que él y Trinaghanta, que lo visitaban a diario, le aseguraban que saldría en libertad más gordo y harto de descansar. Le llevaban comida, vino y ropa limpia, hasta avíos para afeitarse e higienizarse; Trinaghanta le limpiaba las heridas, le untaba los magullones y le ajustaba la venda en torno a las costillas. De igual modo, Tommy lucía deprimido, casi no hablaba, y se asustaba como un ratón; la tortura lo había quebrado.

Blackraven se inclinó junto a la cabecera y apoyó una mano sobre el vientre de su esposa. “Te lo traeré de vuelta, cariño, sano y salvo”. Le acomodó el rebozo bajo el mentón y se marchó.

Al tanto de los trayectos y horarios de las rondas, alcanzaron sin obstáculos la Casa de las Temporalidades y, después de trepar los muros traseros, accedieron al patio principal, donde se ocultaba la entrada a los túneles bajo una escalera de piedra y ladrillo. Clavius introdujo una llave enorme en la poterna e intentó girarla varias veces. Apenas se movía con un sonido que denunciaba la herrumbre y el polvo de años. El jesuita sacó del interior de su gabán un pequeño paquete envuelto en cuero. El contenido asemejaba una pastilla de jabón.

—Vine preparado —dijo, con una sonrisa—. Es pella —explicó—. Necesito un poco de fuego para ablandarla antes de untar la llave.

Blackraven encendió su yesquero y se lo pasó. La capa superior del pan de pella se derritió rápidamente, y Clavius empapó la llave con el líquido.

—Mejor que funcione tu truco, Clavius —dijo Malagrida—. Aquí, en la superficie, no podremos hacer volar esta maldita poterna sin despertar a media ciudad.

El jesuita volvió a colocar la llave en la cerradura, y todos sujetaron la respiración. Al tercer intento, la llave giró por completo. Se escucharon leves suspiros de alivio. Clavius abrió y les hizo una seña para que entraran; los conducía sin vacilar, y casi no necesitó consultar los mapas. Aunque en algunos sectores se ensanchaban, formando pequeñas cámaras atestadas de toneles, cajas de maderas, muebles apolillados y demás trastos, en general los pasadizos eran estrechos y bajos, por lo que Blackraven caminó con la espalda encorvada.

—Hemos llegado —anunció Clavius—. Después de esta puerta, estaremos dentro de las mazmorras del Cabildo.

Volaron la cerradura y entraron. El aire cambió súbitamente; antes los circundaba un punzante olor a humedad y a encierro; en esa parte, hedía a orines, heces y hombre sucio. Aguardaron. Se escuchó ruido de cadenas arrastradas.

—Son los presos —conjeturó Amy—, alertados por la explosión.

Para ese momento, los dos guardias ya habrían dado cuenta de las botellas de whisky y dormirían en la parte superior del edificio. Avanzaron. Los prisioneros estiraban los brazos entre las rejas y les suplicaban; uno, maltrecho en el suelo, pedía agua; Malagrida se acuclilló y le entregó su petaca con vino. Se sobresaltó cuando Blackraven hizo estallar otra cerradura.

En la calle de la Santísima Trinidad, la del Cabildo, la ronda compuesta por cuatro casacas rojas llegó antes de lo previsto. Sabían que Carmody, uno de los guardias, y su compañero, Ryan, habían comprado dos botellas de excelente escocés a un contrabandista que se les presentó por la mañana y se las ofreció a precio de ganga; esperaban echarse unos tragos para combatir el frío del sereno.

Carmody y Ryan bailaban gigas sobre el escritorio del capitán, cada uno con una botella en la mano; alternaban estruendosas risotadas con canciones en gaélico. Los soldados se decepcionaron, en las botellas apenas quedaban unos sorbos.

—¿Qué fue eso? —se inquietó uno de la ronda.

—Me pareció una explosión.

—¡El pedo de algún reo! —vociferó Carmody, y Ryan carcajeó.

—¡Haced silencio!

—Vamos a echar un vistazo.

Alejado como estaba para montar guardia, Servando los vio primero; se habían deslizado con sigilo, y no se percató de ellos hasta tenerlos a unos palmos.

—¡Casacas rojas! —vociferó.

Descerrajó un tiro y se precipitó en dirección a Blackraven, que empujó a Tommy detrás de él y disparó sus dos armas, al igual que Amy, Somar, Malagrida y O’Maley. En un instante, el corredor de la mazmorra se sumió en una espesa nube de humo blanco y olor a pólvora quemada. Servando cayó de bruces a los pies de Blackraven alcanzado por una bala de mosquete.

—¡Retroceded! —ordenó Blackraven, en tanto se echaba al hombro a Servando y empujaba a Tommy hacia delante.

El muchacho se movía con torpeza debido a la herida en la pantorrilla y a las costillas con fisuras. Amy y Malagrida cubrían la retirada; Somar y O’Maley cargaban las pistolas. A pesar del pánico, Clavius se azoraba ante la destreza de su hermano jesuita con el arma de fuego.

—¡Andando! —exclamó Blackraven—. ¡Somar, ayuda a Maguire!

Los soldados los persiguieron a través de las mazmorras, e incluso se adentraron en los pasadizos ya que la cerradura estaba destrozada. Parapetados tras unos toneles de roble, Blackraven y sus amigos dispararon una andanada que entorpeció el avance y les permitió abrir la brecha con sus cazadores. De acuerdo con lo anticipado, los túneles eran laberínticos, y los soldados, desprovistos de teas, pronto se perdieron en la oscuridad. Al alcanzar el patio central de la Casa de las Temporalidades, Clavius echó llave a la poterna.

—Ponte estos guantes —ordenó Blackraven, y Tommy se los calzó—. No quiero que tu hermana vea que te faltan algunas uñas. Le dirás que te encuentras bien y trata de no cojear tanto. Es mi deseo que no la inquietes. Ha sufrido bastante con la muerte de tu hermano Jimmy y con tus hazañas.

—Sí, señor.

Blackraven le echó un vistazo: el baño, el cambio de prendas, la rasurada y el corte de pelo de Trinaghanta lo habían desembarazado de la traza de forajido para poner al descubierto lo que era, un muchacho temeroso y desorientado. Ya no desplegaba la soberbia ni la bravuconería de antes, lucía triste y avergonzado; en todo momento, mantenía la vista en el suelo.

—Muy bien. Aguarda aquí. Iré a despertarla.

La encontró inquieta, movía la cabeza sobre la almohada y los ojos, bajo los párpados; sus manos se aferraban al acolchado. Se despertó de súbito, estremecida y agitada. Blackraven la tomó entre sus brazos y le susurró.

—Ya, cariño, estabas teniendo una pesadilla.

—Soñaba con Tommy, que lo colgaban.

—¡Qué en vano esa pesadilla, Isaura! ¿Por qué no confías en mí? Tu hermano está aquí, del otro lado de la puerta. Acaba de salir de prisión y quiere verte.

—¡Roger! —gimoteó, y se echó a llorar.

Blackraven le explicó que se había tratado de una fuga, que la situación legal de Tommy no le había dejado alternativa, que el muchacho tenía que abandonar el Río de la Plata y que lo haría en uno de sus barcos, como grumete.

—Así aprenderá un oficio y a ganarse el pan. Si es inteligente, podrá ahorrar algún dinero con las presas.

—¡Es una vida tan peligrosa!

—Isaura, por favor —se fastidió Blackraven—. ¿Más peligrosa que la vida de fugitivo y errante que llevaba hasta hoy? ¿Esa vida de vago y mal entretenido?

—No, claro que no.

Blackraven indicó a Tommy que entrase. Melody tenía ganas de insultarlo, de pegarle, de besarlo y de abrazarlo. Se lo veía tan decaído, tan sumiso. Lo recibió en sus brazos y le acunó la cabeza. Tommy rompió en un llanto angustioso.

—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Por todo!

—Shhh, está bien. Te perdono. No llores.

—Los defraudé, a ti y a Jimmy. Los abandoné, los dejé solos en manos de Paddy. ¡Dios mío, nunca me lo perdonaré!

—Tuviste que huir de Bella Esmeralda, tuviste que hacerlo —le recordó.

—No, no, los abandoné. Nunca volví, nunca tomé a mi cargo la obligación que nuestro padre me había encomendado. Y cuando los encontré de nuevo aquí, en Buenos Aires, os dejé librados a vuestra suerte.

—No es así, no te culpes, estás siendo demasiado duro contigo. Nuestra vida ha sido difícil, pero ahora va a cambiar. ¿Verdad que sí? —Tommy asintió, sin mirarla—. Haz lo que Roger te indique. Confía en él. Ponte en sus manos. Ya sé que es inglés, pero también es el hombre más bueno y generoso que conozco. ¿Lo harás por mí? Júramelo.

—Lo juro por la memoria de Jimmy.

—Te han golpeado —dijo Melody, y le pasó los dedos por el corte en la frente.

—No es nada —desestimó Tommy—. Estoy bien, de veras, muy bien.

—Despídanse —intervino Blackraven—. Es riesgoso permanecer más tiempo en esta casa. Será el primer lugar donde vendrán a buscarlo.

—Miora estuvo confeccionándote un poco de ropa. ¿Te la dio? —Tommy dijo que sí—. ¿Te dio Trinaghanta provisiones para el viaje? —Asintió—. Te quiero, Tommy, nunca lo olvides. Cuídate, sé juicioso y piensa siempre en mí, en que estoy aquí, esperándote. Roger conseguirá que se retiren los cargos en tu contra y entonces volverás para ocupar tu lugar en Bella Esmeralda. ¿Verdad, cariño?

—Así lo haré —se comprometió Blackraven—. Vamos.

Somar y O’Maley aprestaban los caballos para escoltar al joven Maguire hasta El Cangrejal donde se sumaría a la tripulación del White Hawk, al mando del capitán Flaherty.

—Dice Trinaghanta —habló el turco— que la herida de Servando es de cuidado. Ella no se atreve a extraer la bala. Habrá que llamar a un médico. Pensé en Samuel Redhead.

—Samuel es de fiar —concedió Blackraven—, pero no quiero comprometerlo. Trae a von Hohenstaufen —se refería al médico del Sonzogno—. Él puede montar a Fuoco de regreso. —Ayudó a Tommy a subir al caballo—. Entrégale esta carta a Flaherty de mi parte —indicó, y Tommy metió el sobre en un bolsillo interno de su abrigo—. Aquí tienes unas libras para tus gastos. Espero que no te las juegues o te las bebas. Si eres inteligente, como juzgo que lo eres, sabrás conducirte en mi barco y hasta hacerte de un buen dinero. Vamos, en marcha —ordenó.

Tommy sujetó las riendas e hizo volver a Fuoco sobre sus pasos.

—Gracias, señor Blackraven.

Roger inclinó la cabeza aceptando la gratitud y el pedido velado de disculpas.