Capítulo X

Al principio no resultó fácil. Melody se opuso a eliminar el luto de la casa, y la ofendió la remozada en la habitación de Jimmy. Blackraven insistió en que los cambios eran necesarios para curar las heridas. Al final acordaron mantener cerradas las ventanas que daban sobre la calle de San José porque Melody no quería rumores a su costa. Por supuesto, siguió vistiendo de negro. De igual modo, las murmuraciones continuaron, pues, salvo asistir a tertulias y a fiestas, Melody reanudó sus actividades, y se la veía a menudo en la calle. Blackraven la alentaba.

—Puedes ir adonde gustes —le concedió apenas volvieron del Retiro—, excepto al Tambor, al Mondongo y a los hospitales. Podrías pescar una enfermedad.

Le compró una berlina tirada por dos percherones, a pesar de que ella habría preferido dos mulas, las juzgaba menos conspicuas.

—La condesa de Stoneville —declaró Blackraven— no viajará en un coche tirado por mulas, y basta.

También dispuso que Shackle o Milton se turnarían para conducir la berlina; saldrían armados y jamás perderían de vista a Melody. Estevanico y Sansón la seguían a todas partes, y el peculiar trío, que iba a misa, que visitaba el cementerio de los franciscanos y las obras del hospicio, que incluso recorría las tiendas, se tornó un espectáculo excéntrico aunque habitual de las calles de Buenos Aires. Comenzó a circular el chisme de que la condesa estaba en estado de buena esperanza, y las mujeres se dedicaron a hacer cuentas, instigadas por la sospecha de que no había llegado virgen al matrimonio.

Además de la condesa de Stoneville y sus extravagancias, la presencia de los ingleses y las intrigas acerca de una revuelta mantenían la efervescencia en los mentideros porteños. Las fuentes de información de Blackraven coincidían en que se gestaban dos ofensivas, una a cargo de Martín de Álzaga, la otra a manos de Liniers, quien probablemente contase con la ayuda del gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, y de Juan Martín de Pueyrredón, hijo de un rico estanciero, que andaba por la campaña reclutando peones. En cuanto al papel de la Iglesia, Blackraven dedujo que el obispo Lué prestaría su apoyo al grupo liderado por Álzaga.

Estaba urdiéndose un tramado complejo, donde confluían fuerzas desordenadas, en ocasiones enfrentadas, que tornaban tenso el ambiente político. Se respiraba una febril actividad conspirativa y, con transitar las calles y frecuentar el café de los Catalanes, el de Marcó y la posada “Los Tres Reyes”, Blackraven habría podido señalar a los espías. Aun en el corazón de la logia masónica que los oficiales ingleses acababan de fundar en Buenos Aires, la Southern Cross, Álzaga había metido uno de sus hombres, un tal Juan de Dios Dozo.

Aunque más militar que político, Beresford intuía que se hallaba sentado sobre un polvorín. Mantenía un aire calmo, asistía a las veladas musicales, al teatro, a las tertulias y se paseaba por la Alameda preguntándose cuándo explotaría la asonada. Se limitaba a llevar adelante la administración, a esperar los refuerzos y a tomar medidas que enmendaran en parte la precaria situación, como reforzar las patrullas y rondas y ordenar que los particulares entregasen sus armas a los alcaldes de barrio so pena de una multa de doscientos pesos.

Su amigo Blackraven guardaba distancia y observaba. En ocasiones, de modo velado, le vertía alguna información, y sólo en una oportunidad le habló con franqueza: cuando un grupo de catalanes planeaba matarlo en su habitual cabalgata hasta el Riachuelo. Resultaba obvio que el conde de Stoneville no juzgaba propicia la intervención inglesa en el Río de la Plata para cualesquiera que fueran sus planes, y con un hombre como él, hijo del mundo, de nada valía apelar al amor por la patria y a la lealtad a Jorge III. “¡Qué distinto sería”, se lamentaba Beresford, “si contásemos con el apoyo de Roger!”.

Después del interludio en el Retiro, Blackraven había vuelto a sumergirse en sus asuntos. Se levantaba temprano y, montado en Black Jack, recorría la campaña en busca de proveedores de ganado para la curtiduría. También quería hacerse de un campo donde criar sus propias vacas para no depender de la veleidad de los ganaderos locales. Saldadas las deudas de Bella Esmeralda, había destinado una cuantiosa suma para ponerla de pie. En este sentido, consultaba con Melody antes de tomar una decisión, y la participaba de sus ideas y planes.

—Sé que, tiempo atrás —le aclaró Melody—, te acusé injustamente de querer apoderarte de la estancia de mi padre. Y sé que por esta razón actúas con tanta prudencia. Pero como dije, se trató de una acusación sin asidero e injusta, de la que me arrepentí casi de inmediato. Amor, confío en tu juicio y en que conservarás el patrimonio de Tommy hasta que él pueda hacerse cargo. Toma las decisiones sin consultarme, cualquier medida estará bien para mí.

A Blackraven le preocupaba Tomás Maguire, y, si bien el muchacho no le inspiraba simpatía, deseaba protegerlo por el bien de Melody. Llevaba la vida de un fugitivo y tenía la conciencia de un recién nacido, por tanto existía una alta probabilidad de que terminase con el dogal al cuello. Blackraven se estremecía ante la idea y se preguntaba si Melody se sobrepondría a un segundo golpe.

Había caído la noche al término de una entrevista con O’Maley en la Alameda, y Blackraven emprendió el regreso a la casa de San José por la zona del Bajo, oscura y peligrosa, atestada de pulperías donde se congregaban los descastados a beber y a jugar baraja, a pesar de la prohibición. Una pulpería atrajo su mirada debido al bochinche de una gresca, y se disponía a proseguir cuando una palabra captó su atención: Servando; alguien había gritado “Servando”. “De seguro existen cientos de Servandos en el Río de la Plata”, supuso, y de igual modo entró. Lo reconoció enseguida, de bruces sobre otro hombre, en medio del salón, forcejeando con un cuchillo.

Blackraven se abrió paso entre el gentío con la ayuda de su estoque, y, a medida que su figura avanzaba y se imponía, los clamores se silenciaban. Atónitos, los parroquianos observaron a ese señor de ropas finas, macizo y alto, oscuro, de expresión siniestra, que miraba a los pleitistas, que no advertían que ya nadie los alentaba.

—Debe de ser fuerte como un buey —masculló un paisano—. Mira la anchura de esa mano —señaló, cuando Blackraven se inclinó para sujetar a Servando por el cuello de la camisa.

El yolof se debatió con frenesí y acabó a un costado, sobre sus asentaderas. La sombra de Blackraven lo cubrió por completo. Servando elevó la vista, y su gesto de rabia demudó.

—¡Amo Roger!

—¿Qué haces? —se enfureció—. Ponte de pie y espérame fuera.

La muchedumbre se mantenía en vilo, atenta al gigante que había levantado a Servando como si pesase lo que un niño. Algunos susurros cruzaban la pulpería y comentaban que se trataba de Roger Blackraven, el dueño de Servando.

Blackraven se volvió hacia el otro pendenciero, y la sorpresa lo dejó inmóvil. Era Tomás Maguire. Tenía la apariencia de un orate, el cabello largo y revuelto, un poncho de bayeta escabioso, y un hilillo de sangre que le manaba del labio. Blackraven avanzó y Maguire retrocedió. Se miraban con fijeza.

—Tomás, ven conmigo.

Tommy lanzó un escupitajo a los pies de su cuñado y corrió hacia la calle. Blackraven lo siguió, pero el muchacho era veloz, y la oscuridad se lo había tragado.

—¿Hacia dónde fue? —le preguntó a Servando, que señaló en dirección al río—. Vamos a casa —decidió, luego de una corta reflexión.

Gabriel Malagrida, huésped de los Blackraven desde hacía dos días, escuchaba absorto a Melody, que, sentada frente a él en el diván de la sala, narraba una leyenda celta a los niños. Estevanico, echado sobre la alfombra, descansaba la cabeza en las piernas de la muchacha y, con ojos cerrados, recibía sus caricias en la mejilla; Víctor, el ahijado de Roger, le sostenía la mano, le estudiaba los dedos y se los besaba; Angelita, detrás del diván, le trenzaba un mechón grueso y rojizo.

No prestaba atención a lo que Melody decía —algo sobre caballos de agua y lagos que nunca se congelaban— sino a su voz. Apenas la conoció, reparó en el tono peculiar, algo grave, dulce, elegante, las palabras adquirían volumen al salir de su boca, con una cadencia que lo hechizaba, como si lo sumiera en un letargo. Dedujo que la llamaban “melodía” dadas sus dotes para el canto, y lamentó el período de luto en el que se prohibía toda forma musical. Si no se tratase de la mujer de Blackraven, habría tratado de seducirla; él era cura, pero hacía tiempo que había olvidado el voto de castidad.

El encanto se esfumó con la irrupción de Gilberta. El amo Roger estaba azotando a Servando. Malagrida, sorprendido ante la reacción de Melody, la siguió a través de la casa hasta el patio de la servidumbre, donde Blackraven descargaba la traílla sobre el lomo desnudo del yolof, que, sentado en sus talones, el torso inclinado sobre los ladrillos del solado, se estremecía con cada verdugazo sin emitir sonido.

—¿Acaso no te dabas cuenta de con quién peleabas? ¿No tienes consideración de tu señora? ¿No imaginaste qué habría pasado si lo matabas? ¡Estás borracho!

El clamor de Melody detuvo a Blackraven.

—¡Roger, no! ¡Por amor de Dios, basta! —Lo detuvo por la muñeca—. ¡Ya no más!

—¡Isaura, no te atrevas a interferir! —vociferó, y se soltó de un jalón—. Entra de inmediato en la casa.

—Lo que sea que haya hecho, perdónaselo, Roger. Por favor, no lo golpees.

—Me lo merezco, miss Melody —admitió el yolof.

Malagrida la tomó por los hombros y la obligó a regresar a los interiores. Cenaron en silencio, Blackraven furioso, Melody triste, y de nada sirvieron los esfuerzos de Malagrida por levantar los ánimos; Víctor y Angelita —insólita costumbre que compartieran la mesa con ellos, meditó el jesuita— comían sin despegar la vista del plato. Se pusieron de pie cuando Blackraven les ordenó que se retirasen a dormir, y pidieron la bendición a Melody antes de marcharse. La muchacha les practicó la señal de la cruz, dijo una corta oración y los besó en la frente.

Como si Malagrida no estuviese presente, Blackraven se dirigió a Melody:

—Isaura, jamás vuelvas a desautorizarme frente a mis empleados. ¿Está claro?

La muchacha no levantó la mirada al contestar:

—Sí, está claro —y pidió permiso para retirarse ella también.

Ambos la imitaron cuando Melody se puso de pie.

—Buenas noches, capitán Malagrida.

—Que descanse, señora condesa.

Fumaron vegueros y sorbieron whisky en el despacho, mientras analizaban cartas de crédito y afidávits.

—¿Estibasteis toda la mercancía en la cripta del Retiro? —quiso saber Blackraven.

—Sí, toda. Incluso la de Flaherty, que obtuvo un buen botín de su asalto a una embarcación holandesa.

—Bien. En unos días, enviaré los carretones para comenzar la distribución de los productos, aquí, en Buenos Aires, y en el interior.

—Me extraña tu empeño por colocar toda la mercancía en este puerto.

—Me interesa quitar del medio a un comerciante, Martín de Álzaga. He averiguado quiénes son sus clientes aquí y en las intendencias del virreinato y quiénes lo proveen en Cádiz. Además, tengo en la mira apresar dos de sus barcos, El Joaquín y el San Francisco de Paula, que están viajando hacia acá desde la Europa. Rebosan de mercaderías.

—Supongo —conjeturó el jesuita— que, por un lado, te encargarás de inundar de mercancías a sus clientes, ofreciéndoselas a precio inmejorable, y, por el otro, dejarás sin productos que vender al tal Álzaga.

—Así es. No sólo ofreceré mis ultramarinos a precios inmejorables sino a crédito. Se tratará de una oferta demasiado tentadora. Por otro lado, haré que llegue a manos de sus clientes del interior la información que más codician: el nombre de los proveedores de Álzaga en Cádiz. De ese modo, comprarán en forma directa, ahorrándose la intermediación.

—El señor Álzaga se verá en serias dificultades.

—Ésa es la idea. Además, le pediré a Adriano que gestione la compra de la deuda que Álzaga mantiene con los comerciantes gaditanos.

—Su ruina será completa —vaticinó Malagrida.

—Aún le queda su actividad como financista. A falta de bancos en Buenos Aires, los comerciantes más poderosos hacen las veces de tales; son los únicos que cuentan con liquidez. Álzaga debe de tener pagarés firmados por varios comerciantes mayoristas y también por algunos minoristas.

—¿Se puede saber por qué quieres quitarlo del medio?

—Digamos —se demoró Blackraven— que se equivocó al meterse conmigo.

—¿Tú mismo harás la distribución de los productos?

—No. Acabo de asociarme con un toledano, Abelardo Montes, barón de Pontevedra. —Ante la mueca de extrañeza de Malagrida, Blackraven explicó—: Compró el título. Si bien ahora es terrateniente, años atrás se dedicaba al mercadeo y mantiene contactos comerciales que serán valiosos para mi plan. Le ofrecí un cincuenta por ciento de las ganancias si los ponía a mi disposición. Aceptó. Es tan inescrupuloso como yo. Nos llevaremos bien.

—De igual modo, Roger, tú careces de la variedad de productos que puede ofrecer el tal Álzaga, y si deseas sacarlo del medio, necesitarás satisfacer a sus clientes en todas las mercancías que le compran a él.

—También por esta razón me asocié con Montes, no sólo para que me facilite los medios para realizar la distribución sino para que me provea de contactos a los que comprarles aquello que nos falta. En cuanto a los barcos de Álzaga que deseo apresar, le encomendaré el corso al White Hawk. ¿Qué tal? —preguntó, y señaló el veguero.

—De calidad inmejorable —admitió Malagrida.

—Es de tabaco del país —informó—, de una zona al noreste, llamada Misiones. Montes dice que hay enormes extensiones de tierra que antes pertenecían a vosotros, los jesuitas, y que son espléndidas para el cultivo del tabaco. Creo que en breve emprenderé un viaje para adquirir varios acres. ¿Quiere acompañarme?

—¿Por qué no? Oye, Roger —dijo Malagrida para cambiar de tema—: ¿qué has pensado hacer con Galo Bandor y su tripulación? No es fácil mantener a seis tipos de semejante catadura en un pañol de cabuyería.

—Pienso entregárselo a Amy. Ella sabrá qué hacer con él.

—¿Cuándo verás a Amy?

—No lo sé.

Blackraven entró en su dormitorio y encontró a Melody despierta, leyendo. Se miraron, y ella supo que aún estaba enojado. Se acercó para ayudarlo a desvestirse, en silencio, con manos suaves y solícitas. Blackraven se sentó para quitarse las botas y la arrastró sobre sus piernas.

—¿Quieres saber por qué lo he castigado? —Melody asintió—. Porque trataba de matar a tu hermano Tomás. Los encontré de casualidad peleando en una pulpería de mala muerte en el Bajo. Quise hablar con tu hermano, pero huyó.

—¿Qué voy a hacer con Tommy, Roger? Lo amo, pero estoy tan cansada de él. A veces creo que podría azotarlo con mis propias manos.

—Tomás ha acabado con tu paciencia, cariño, y eso es mucho decir.

Una noche, algunos días después, Blackraven se hallaba echado en la butaca de su escritorio pensando que la jornada había sido larga y que aún le quedaba enfrentarse con Isaura, furiosa y atrincherada en el dormitorio. En realidad, el día había comenzado de acuerdo con lo planeado: al amanecer, en el Retiro, con la supervisión de los carretones que viajarían al interior atiborrados de ultramarinos, y los que irían al depósito de Montes, que se ocuparía de las negociaciones con los comerciantes minoristas de Buenos Aires. Se demoró otra hora en controlar las actividades en el molino y en el lagar antes de regresar a la ciudad, donde se entrevistó con un proveedor de taninos para la curtiembre. Por la tarde, visitó la casa de la calle Santiago; hacía tiempo que no veía a sus pupilas. Antes de marchar a San José, tomó una copa con Beresford en el Fuerte; lo encontró ojeroso y desmejorado. Tres días atrás, habían descubierto la existencia de un polvorín en San José de Flores, no declarado en la capitulación, donde Pueyrredón depositaba el armamento y demás suministros para la reconquista.

—Y pensar que Pueyrredón —se lamentó el inglés— solía visitarme como amigo.

—Lo hacía —interpuso Blackraven— cuando creía que lo ayudarías a lograr su sueño de romper con las cadenas españolas.

Además, Manuel Collantes, uno de los espías de Beresford, acababa de comunicarle la noticia de la deserción de Liniers, quien, pese a haber manifestado su intención de alejarse de la vida militar y dedicarse al comercio con Sarratea, su suegro, se había fugado a la Banda Oriental.

—Lo más probable es que reúna un ejército con la ayuda de Ruiz Huidobro —conjeturó Beresford—. Tú me habías advertido que no confiara en él —recordó—. Debí haberlo apresado.

—Popham será el encargado de detenerlo —señaló Blackraven— pues de seguro cruzará con su ejército por el río.

—¡Popham! —se quejó Beresford.

Blackraven se ajustó el abrigo al cruzar la Plaza Mayor en dirección a la calle de San José. El viento sur azotaba la ciudad y mordía la piel desnuda de su rostro. Pensó en la tibieza del cuerpo de Melody bajo las sábanas y aceleró el paso. La encontró en la sala, con los niños y Malagrida.

—¿Deseas un jerez, Roger? —ofreció Melody—. La comida se servirá en unos minutos.

Malagrida y Blackraven se apartaron a conversar cerca del brasero, en tanto Melody les contaba otra leyenda celta a los niños. Llamaron a la puerta, y todos se miraron, extrañados de que alguien se aventurara en una noche de tormenta. Gilberta se apresuró en abrir. Se escuchó un rápido intercambio de palabras, un chillido agudo como el sonido de un pífano y un correteo por los pisos de roble. Instantes después, una figura atlética, con una criatura peluda posada sobre su hombro, se materializó bajo la arcada del comedor, realzada porque vestía por completo de negro, una chaqueta corta ceñida al torso, ajustados pantalones y botas hasta las rodillas; una larga espada le colgaba del tahalí. Después Melody se dio cuenta de que se trataba de una mujer.

—¡Amy! —exclamaron Blackraven y Malagrida al unísono.

El semblante de la muchacha pareció brillar cuando sus labios se ensancharon en una sonrisa de dientes perfectos; pegó un saltito, volvió a lanzar el chillido y corrió hacia Blackraven. Se le arrojó al cuello, le envolvió la cintura con sus largas piernas y lo besó en los labios con hambre. Melody contemplaba la escena con la boca abierta, al igual que Víctor, Angelita y Estevanico; Malagrida sacudía la cabeza y sonreía. Sansón entró corriendo en la sala y aportó su cuota de barullo y fiestas a la recién llegada. La criatura saltó del hombro de su dueña para caer en el lomo del terranova. Melody pasaba la mirada del perro a Blackraven y de Blackraven al perro.

—¡Amy, santo Dios! —se quejó Roger, y la depositó en el piso—. ¡Compórtate!

—¡Tesoro, siempre te han gustado mis recibimientos fogosos!

—Amy —intervino Malagrida—, mesúrate.

—Niños, por favor —habló Melody—, venid conmigo.

—Isaura… —empezó a decir Blackraven, pero una mirada gélida lo petrificó en su sitio. “No le conocía esa mirada”, pensó.

Melody marchó con aire de gran dignidad y lo último que escuchó antes de adentrarse fue: “¡Esa chiquilla tu esposa!”. Cenó con los niños y los maestros, Perla y Jaime, en la sala de estudios. No tomó bocado y tampoco se molestó en apremiar a los niños a que dejaran de hablar acerca de la excéntrica mujer y del insólito animal y que comieran; se hallaba demasiado iracunda y deprimida.

En el comedor, en tanto, Gilberta servía la mesa con mala cara.

—Te esperé en La Isabella por semanas —explicó Amy—. Al final, después de recibir tu misiva, decidí bajar hasta el Río de la Plata. ¡Qué río imposible! Estuvimos a punto de encallar en un banco de arena.

—¿Te hiciste de alguna presa en el Caribe?

La conversación se extendió a lo largo de la comida y después, mientras bebían café en el despacho. Blackraven le comunicó a Amy la noticia del fallecimiento de Simon Miles, y la mujer trató de ocultar en una mueca de desprecio la tristeza que experimentó; de niña, en Cornwall, había estado muy unida a él.

—Traidor —lo llamó.

Malagrida anunció que se levantaría temprano y se retiró a descansar. Amy se sentó en las rodillas de Blackraven y volvió a besarlo.

—¿Puedes dejar de atosigarme? —se enfadó, y saltó de la butaca para quitársela de encima.

—¿Acaso le eres fiel? —se asombró Amy, y, como no obtuvo respuesta, se echó a reír—. No me lo creo, Roger. A mí no me vengas con ésas, te conozco demasiado.

—Ni yo me conozco desde que la conocí —admitió, y su seriedad enfrió la exaltación de la mujer.

—Oh. Te has enamorado —balbuceó.

—Como un loco.

—¡Roger, no es justo! ¡Es una niña! ¿Qué edad tiene? ¿Veinte?

—Pronto cumplirá veintidós.

—¿Qué puede darte? ¿Qué sabe ella de ti, de tus gustos, de tus costumbres? —Se aproximó con actitud felina—. ¿Acaso sabe que te enloquece que te toquen así?

—¡Basta, Amy! O dejas las manos quietas o esta conversación termina acá.

La mujer se arrojó en el diván con un bufido.

—Entiendo tu decepción.

—No entiendes nada, Blackraven, nada. Supuse que el día que volvieras a pensar en casarte (si ese milagro acontecía alguna vez), yo sería la elegida. Nadie te conoce como yo, nadie. Tú y yo somos iguales, hemos sido cortados por la misma tijera, estamos hechos el uno para el otro.

—Lo sé, cariño, pero en estos asuntos la razón no cuenta. El corazón manda, y es un tirano.

—Tu tirano corazón ya te metió una zancadilla cuando desposaste a esa frígida de la Trewartha.

—No es lo mismo —dijo Blackraven, con acento ominoso, y Amy supo que se había propasado—. Jamás amé a Victoria, al menos no como amo a Isaura.

—¡Ja! Me gustará ver el acceso de ira del viejo duque de Guermeaux cuando sepa que la futura duquesa será católica, mitad criolla, mitad irlandesa. ¿Eso dijiste durante la cena, no? Que su padre era irlandés y su madre, nativa. “¡La futura duquesa, una papista!”, exclamará antes del síncope. ¡Ah, tu madre no protestará menos! Dirá —y habló en castellano, imitando a Isabella—: “Querido Alejandro, has hecho una mala boda”. —Blackraven soltó una carcajada a pesar de sí—. Nuestra entrañable Isabella es liberal como pocas, aunque muy consciente de su origen. Pretende que se respeten los privilegios de cuna, y que su hijo, el futuro duque, no case con una advenediza. —Miró a Blackraven de soslayo, y sonrió—. Con que se llama Isaura, ¿eh? —y empleó un tono conciliador.

—Tengo algo importante que contarte.

—Está bien, cambiemos de tema. ¿Qué pasa? De pronto te pones serio.

—Amy, días antes de llegar al Río de la Plata abordamos una fragata y nos hicimos con ella. El capitán y cinco de su tripulación están prisioneros en el Sonzogno.

—Hasta ahí, nada impresionante —opinó la mujer—. ¿Por qué esa cara?

—La fragata era la Butanna. —El efecto fue inmediato, y la sonrisa se esfumó del semblante de Amy—. Tengo a Galo Bandor prisionero desde hace casi un mes.

—Debiste matarlo en el abordaje. Deberías haberlo hecho gritando mi nombre.

—Pensando tu nombre, lo reduje, pero creí que tú querrías acabar con ese gusano. Lo mataré, si eso deseas, pero antes quería darte la opción de hacerlo tú misma.

—Entiendo. —Pasado un silencio, expresó—: Lo haré, acabaré con ese malhaya.

Blackraven le entregó una copa de brandy.

—Antes de irme a dormir —dijo Amy, y se puso de pie—, quería comentarte un hecho inquietante: tres o cuatro meses atrás, anduvieron haciendo averiguaciones acerca de ti en Saint John’s.

—¿Quiénes?

—No lo sé. Sólo me informaron que han estado preguntando por ti.

—Podría tratarse de algún interesado en comprar los productos de La Isabella —sugirió Blackraven, aunque una preocupación alarmante lo puso tenso.

—Si hubiesen querido averiguar sobre tus productos o sobre tu honestidad como comerciante, bien podrían haber acudido a Jean-Jacques —se refería al capataz de La Isabella— para lo primero o a las autoridades para lo segundo, no a las tabernas del puerto. Además, ¿para qué ofrecer guineas de oro a cambio de esa información?

—Entonces, ¿sabes qué clase de información recababan?

—Sobre ti, sobre tu persona. En qué época del año visitas Antigua, qué haces, adónde concurres, con quiénes te relacionas. En fin, preguntas que no me gustan.

—A mí tampoco —aseguró Blackraven, y le habló de La Cobra.

Amy se había retirado a descansar y él aún seguía en el despacho, bebiendo y meditando. Si La Cobra había llegado a Antigua, ya conocía la identidad del Escorpión Negro. “Isaura”, susurró, y apretó el vaso. Se echó el último trago al coleto y se dirigió a su dormitorio. Movió el picaporte varias veces. Melody había puesto el cerrojo. Seguía despierta, la luz se filtraba bajo la puerta.

—Isaura, ábreme. —No hubo respuesta—. ¡Ábreme!

—No.

—¡Ábreme o tiro la puerta abajo!

—No te atreverías.

La puerta batió contra la pared y el estruendo la puso de pie de un salto. Arrojó el libro sobre el canapé y se alejó. Como la falleba colgaba, inútil, Blackraven apoyó una silla contra la puerta para mantenerla cerrada. Se volvió con expresión entre incrédula e irascible.

—¿Qué pretendías? ¿Qué durmiera en el corredor?

—Oh, no, tesoro. Pensé que dormirías con tu adorada Amy.

—Estás celosa. —Se acercaba. Melody retrocedía—. Me encanta que estés celosa. Comenzaba a cansarme de ser el único que siente celos aquí.

—¡El único que siente celos! —se exasperó—. ¡Vivo sintiendo celos de ti! ¿Acaso no sabes que la mitad de las porteñas me quiere muerta por tu causa? ¿No sabes que sé quiénes fueron tus amantes?

—Antes de ti, tuve muchas. Después de ti, nadie, sólo tú.

—Vete, no quiero dormir contigo esta noche.

—En cambio, yo muero por dormir contigo. Tu camisón se transparenta al través de la luz. Me vuelves loco.

Melody caminó hacia atrás y se escondió tras la columna del dosel. Blackraven hizo un movimiento deliberado en su dirección y ella trepó en cuatro patas sobre la cama para escapar por el lado contrario. Chilló cuando la mano de Blackraven se cerró en torno a su tobillo y lanzó un quejido ahogado cuando el peso de su cuerpo le abrumó la espalda y la aplastó en el colchón.

—¡Déjame! —Le costaba respirar con la cara en la manta, y no podía moverse, él la sojuzgaba por completo—. ¡Déjame! No tengo deseos de ti, no después de que esa mujer te besó.

—¿No tienes deseos de mí? —Le subió el camisón mientras ladeaba la cabeza para buscarle los labios. Melody escondió el rostro y se lo impidió—. Nunca imaginé que podrías convertirte en esta gata rabiosa. ¡Me excitas!

—¿En qué te convertirías tú si un hombre me tomara entre sus brazos y, frente a tus propios ojos, me besara del modo en que lo hizo esa mujer?

—No tolero siquiera que lo plantees como hipótesis. A ese desgraciado lo atravesaría con mi espada antes de que sus labios llegaran a tocarte.

—¡Maldito inglés embustero! ¡No la detuviste! ¡Dejaste que te besara! ¡No la detuviste! ¡Te odio! —Se puso a llorar.

—No llores, mi amor. Amy no significa nada para mí. Entre nosotros es así, hay una gran confianza. Ella es mi más vieja amiga, quien más me conoce.

—¡Claro que te conoce! ¡Te conoce muy bien! ¡Quita la mano de ahí, Roger Blackraven, o te arrepentirás! No te atrevas a tocarme ahí. Tengo ganas de matarte —dijo, entre sollozos.

—Mátame a besos.

—No te burles. Estoy sufriendo.

—Dulzura mía —se enterneció Blackraven.

—¡Déjame! Saca tu mano de ahí.

La penetró con los dedos provocándole un instante de dolor que la hizo protestar y levantar la cabeza. No quería excitarse.

—Estás borracho —lo acusó.

—Ah, sí. Borracho de amor por ti.

Blackraven movía la mano con destreza, le empujaba el trasero con la pelvis y le besaba la nuca, y la resolución de Melody se disolvía. Luchó. “No cedas, no cedas”. Él no contaba con tanto poder. No le perdonaba el episodio con Amy, la había lastimado. Se mantendría firme. Sus dedos entraban y salían y le acariciaban ese lugar que él le había dicho que se llamaba clítoris. Gimió, no pudo evitarlo, y la vergüenza y la ira la mortificaron hasta las lágrimas.

—Shhh, no llores. No tienes por qué llorar. Tú eres la única, Isaura, y lo sabes. Amy me tomó por sorpresa. Jamás pensé que se precipitaría de ese modo.

—Cállate —dijo, sin fuerza—. Te odio.

—No, no me odias. Tú no sabes odiar. —Levantó la cadera para desabrocharse el pantalón y liberar su pene—. Vamos, cariño, relájate, déjame tomarte. Estoy muriéndome por enterrarme dentro de ti.

Lo último lo expresó después de una pausa, con otra voz, ahora sonaba enronquecida, nada de la ligereza inicial, y temblaba mientras la llenaba de besos; había pasado una mano por debajo y le apretaba un pezón. Melody cerró los ojos y suspiró. “Odio este poder que tiene sobre mí”. Sus piernas empezaron a ceder. Entreabrió los labios y jadeó de modo inconsciente. Blackraven sabía que estaba preparada para recibirlo y la penetró desde atrás. Le besó la mejilla y la sien, y en el perfil de la nariz pequeña, y lamió su boca aplastada en la colcha.

—Gracias. Estaba a punto de acabar sobre tu trasero. Te he pensado todo el día, Isaura. Sólo deseaba llegar a casa y hacerte el amor. Lamento el contratiempo, cariño. De veras, lo lamento. No me gusta verte sufrir, Isaura, no lo tolero. Así que no sufras por esta estupidez. Sabes que te amo sólo a ti, ¿verdad? Dime que lo sabes, anda, dímelo.

—Sí, lo sé. Sé que me amas.

—Sólo a ti. ¿Y sabes que nunca dejaré de hacerlo? ¿Lo sabes?

—¿Nunca?

—Jamás —aseguró con vehemencia, y se incorporó sobre sus manos para intensificar los embates—. ¡No escondas la cara! —se enojó, con voz forzada y tensa—. Quiero escucharte —exigió—, tus gemidos, quiero escucharlos. Necesito saber que te satisfago. Te necesito —dijo un momento después, y ese tono doliente, como de súplica, terminó por desarmarla, y se dio por vencida, y lo complació hasta en eso, hasta en hacerle saber cuánto le gustaba que la poseyera de esa forma a pesar de Amy Bodrugan y de las otras, cuánto ansiaba el calor y el peso de su cuerpo, el ímpetu de su miembro, el descaro de sus manos, su pericia. Ya no le quedaba orgullo, y gritó y gritó hasta yacer agitada y laxa debajo de él, que se derrumbó con la frente sobre su sien, jadeándole en la mejilla como si estuviera muriéndose.

Por orden de Blackraven, Amy Bodrugan se instaló como huésped en la casa de la calle Santiago, aunque visitaba a menudo la de San José, todos los días, en realidad. Con la anuencia de Roger, había decidido pasar una temporada en Buenos Aires, a pesar de que “esa aldea” no despertara su interés. Melody y ella se trataban con fría cortesía. Melody la llamaba “señorita Bodrugan” y Amy, “señora condesa”, en un tono de burla subyacente.

La pequeña criatura sobre su hombro resultó ser un langur dorado, un mono originario de Ceilán, al que, años atrás, Amy había hallado medio muerto con días de nacido. Su nombre era Arduino, y, en opinión de los niños, tenía cara de viejo, por las arrugas en su piel negra y por dos mechones sobre los ojos como cejas muy pobladas.

Los celos de Melody no remitían en tanto Amy se ganaba la admiración y el cariño de las muchachas Valdez e Inclán, de Víctor y de Estevanico. Melody hasta sentía celos de Somar, que besaba el suelo que Amy pisaba, incluso de Sansón, que la adoraba y consideraba a Arduino como su mascota. En general, el langur nunca tocaba el piso, o bien se montaba a la cabeza o al hombro de su dueña, o al lomo de Sansón.

—¿No tiene miedo de que se lo coma de un bocado? —le preguntó Melody un día en que el terranova jugueteaba con el pequeño animal.

—¿Sansón a Arduino? ¡No! —dijo, y rió—. Sansón es como un padre para él. Gracias al calor de su cuerpo, Arduino sobrevivió. Pregúntele a Roger. Se pasó días acurrucadito junto a Sansón, que no se movió del sitio. Le poníamos la comida y el agua junto al hocico, en caso contrario, él no se habría levantado ni para comer ni para beber.

Le molestaba que Amy Bodrugan conociera de modo tan acabado a su esposo y que compartiera tantas anécdotas con él. Se pasaban horas recordando y riendo. Melody también lamentaba que, debido a la llegada de Amy Bodrugan, las murmuraciones acerca de ellos no encontraran fin. La mujer se paseaba por la Plaza Mayor con Arduino al hombro, vestida de varón, con esos pantalones ajustados, la espada y a veces hasta ceñía un pañuelo negro en torno a su cabeza.

A pesar de mantener las ventanas delanteras cerradas, Amy Bodrugan acabó con el luto en la casa de San José. Melody la estudiaba. Le gustaba el modo en que se conducía, con ese desenfado natural y desapego a las convenciones; no parecía reparar demasiado en nadie ni preocuparse por nada y, de igual modo, cautivaba a todos con sus sonrisas expansivas, ilimitado anecdotario y eterno buen humor. Hasta su cuerpo, de grácil flexibilidad, acompañaba el ritmo de su temperamento. Movía las manos al hablar, se tocaba el cabello de continuo, nunca estaba quieta; la había visto trepar a los árboles con la agilidad de su mono.

—Echo de menos subir a la cofa —explicó, desde una rama, mientras Víctor, Angelita y Estevanico la contemplaban con sonrisas de admiración.

Le parecía hermosa, el cabello negro como una gema de azabache, los ojos pardos y enormes y la piel tostada. Envidiaba su cuerpo, atlético, flexible y delgado, así le habría gustado ser, no tan redondeada y contundente. Se atormentaba preguntándose si Blackraven, al verla enfundada en esos pantalones, la desearía.

—¿Por qué quieres que Amy se quede? —se extrañó Malagrida.

—Necesito a mi gente conmigo en este momento —dijo Blackraven—. Cuando llegue Adriano, estaremos todos. Bueno, los que quedamos —acotó, pensando en Ribaldo Alberighi.

—¿Volverá el Escorpión Negro?

—Sospecho que le queda una última batalla por librar.