Hacía tiempo que no se embellecía, y así como el día anterior lo habría juzgado una frivolidad en época de luto, esa mañana quería estar hermosa para Roger. Se sumergió en la tina sin camisolín y se dejó consentir por Trinaghanta que le aplicó varios afeites, incluso el potingue de melaza y cera de abeja para quitarle el vello de las piernas, ese hábito escandaloso aprendido en el burdel de madame Odile y que tanto agradaba a Blackraven. En contraposición a su naturaleza comedida, la cingalesa se mostraba entusiasmada, se movía con premura en busca de frascos, toallas y ropa, sin detener su parloteo, y hasta se animó a sugerir que, durante esos días en el Retiro, no llevase el luto. Sacó del baúl un vestido de sarga verde claro con encaje en tonalidad marfil en escote y puños, y se lo mostró con un gesto pícaro que Melody no le conocía, acotando que el amo Roger moriría de amor al verla. Se aproximó para apreciar la textura del género.
—¿Quieres mucho a Roger, verdad?
—¡Oh, sí! Él lo es todo para mí.
La declaración no le molestó, por el contrario, la reconfortó la certeza de que tanto Somar como Trinaghanta habrían dado la vida por su esposo.
—¿Dónde lo conociste, Trinaghanta?
—En mi patria, en Ceilán. Él había llegado en busca de tierras para su hacienda, la que hoy tiene a unas millas de Colombo. La llamó Párvati, en mi honor —dijo, y su piel cetrina se cubrió de rojo.
—¿Párvati?
—Por la diosa Párvati —explicó—. Desde el mismo día de mi nacimiento fui consagrada a ella, aunque en su persona violenta, llamada Kali, que significa mujer negra. Como esclava de la diosa Kali, yo debo permanecer virgen hasta mi muerte y jamás debo tomar esposo.
—¿Incluso ahora, tan lejos de tu país?
—Oh, sí. Kali está en todas partes.
—¿Por qué dejaste Ceilán?
—El amo Roger me sacó de allí pues querían sacrificarme para aplacar la ira de Kali y la de su esposo, el dios Shiva. Así lo había decidido el sacerdote de mi aldea después de un sueño. Se suponía que debía entregarme voluntariamente al sacrificio, para eso me había consagrado como esclava, pero lo cierto es que lloré y grité todo el tiempo. El amo Roger y Somar, que andaban por la zona buscando tierras, escucharon mis gritos e irrumpieron en la ceremonia. Dispersaron a la gente blandiendo sus mosquetes y espadas. El amo Roger me tomó por el brazo y me levantó para sentarme sobre la grupa de Black Jack. Ya no pudo comprar tierras en esa zona —añadió— y debió hacerlo en el sur.
—Es una triste historia.
—He sido muy feliz sirviéndolo. Desde aquel día, nunca me he separado de su lado, salvo cuando viaja a Ceilán. Nunca he querido volver a mi tierra.
Pasado un silencio, Melody se animó a preguntar:
—Trinaghanta, ¿conociste a la primera esposa de Roger, a Victoria?
—Sí, claro.
—¿Cómo era ella?
—Bellísima —dijo, sin dudar—. Un poco caprichosa, aunque de buen corazón.
—¿Crees que Roger la amaba?
—A su modo, tal vez. Por cierto, no como a su merced, señora. Como ama a su merced, no he visto que amase a ninguna. Es otro desde que la conoció.
—Me pondré este vestido —se decidió Melody—, y pásame el frangipani.
Le gustaba cuando Blackraven apoyaba una pierna en el borde de la mesa de billar, su actitud relajada le gustaba. Leía el periódico y bebía de una jícara, chocolate, de seguro. Habían hecho el amor sobre esa mesa, y ella había acabado con la boca de él entre las piernas. La descubrió por el crujido de la sarga.
—Cariño —musitó al verla sin el luto y con el cabello suelto.
Melody metió las manos bajo la chupa de Blackraven y le rodeó la cintura. Estaba tibio, y se pegó a su cuerpo.
—Llevas el frangipani.
—Para ti. Bésame, Roger.
Lo hizo, con suavidad, más bien le acarició la boca con los labios. Melody se puso en puntas de pie y, con ambas manos en la nuca de Blackraven, saboreó su interior con gusto a chocolate, le succionó la lengua, el labio, se lo mordió, le refregó las encías, lo volvió loco. Él soltó un gruñido y profundizó el beso, y Melody creyó que se ahogaba.
—¿Por qué me haces esto? —le reprochó, agitado, y descansó la frente sobre la coronilla de ella.
—¿Qué?
—Perder el control. Tú me haces perder el control.
—Piérdelo.
—No.
—¿Por qué?
—Por el niño.
—Tu hijo está seguro dentro de su madre.
—Si me dejara llevar por lo que me provocas en este momento, no sería suave, Isaura, de hecho, sería muy brusco. Siento una erupción aquí dentro. Ha pasado tanto tiempo y te deseo de esta forma… Casi no puedo respirar.
Era cierto, lo hacía de un modo desacompasado, con intermitencias que le ocasionaban jadeos.
—Pienso en el niño —dijo de nuevo— y en que podría malograrse.
Volvieron al despacho. Blackraven se quitó la chupa y se deslizó en el sillón de cuero frente al hogar, donde se consumían varios leños. Melody se acercó al escritorio para servir más chocolate. El escote le apretaba los senos y, cuando se inclinaba sobre las jícaras, parecía que saltarían fuera. Blackraven se rebulló en el sillón y cruzó las piernas. Su erección era dolorosa.
La estudió mientras Melody, como hipnotizada por el fuego, daba pequeños sorbos con la gracia impasible de una dama, su belleza exaltada por tantos colores, el verde claro del vestido, el cobrizo del cabello, el turquesa de los ojos, el castaño oscuro de las cejas, el negro de las pestañas, el alabastrino de la piel, el coral de la boca. La vio mojarse los labios con la lengua, y admitió que su resistencia había terminado. Dejó la jícara en el piso, hizo lo mismo con la de ella y, entrelazando los dedos en el cabello de la nuca de Melody, la atrajo a su boca y la devoró, ambos labios de ella terminaron dentro de él. La tomó por la cintura y la sentó a horcajadas de él, apartando el vestido y las enaguas hasta tocar sus piernas. Temblaba y exhalaba ruidosamente, mientras manipulaba el escote con movimientos torpes para liberarle los pechos.
—Están enormes —pensó en voz alta.
Melody tomó uno con la mano y le refregó el pezón en los labios. La succión de Blackraven la hizo gritar de placer, de dolor también. La cabeza empezó a darle vueltas. Con el rostro sumido entre sus pechos, él la sujetaba por la cintura y se masajeaba la erección con su vulva. Lo sentía latir y crecer, ella misma latía, se inflamaba, subía, hasta que el éxtasis la acometió con brutalidad, expulsándola hacia atrás, obligándola a tomarse de las sienes de Blackraven, en tanto sus gritos alertaban a las esclavas en la sala, que intercambiaron miradas y rieron. Se lo contarían a Berenice, la voluptuosa cuarterona que se había deslizado bajo las sábanas del amo Roger en el pasado.
—Ya no podrá decir que miss Melody es frígida.
El cuerpo de Melody se había vaciado de fuerza; sus piernas y brazos no respondían y le costaba levantar los párpados. Blackraven la sostuvo mientras la desembarazaba de los calzones antes de acomodarla de nuevo sobre él. Percibió que la humedad de ella le llegaba a la pierna.
—Bájame el pantalón —dijo, y levantó la cadera para facilitarle los movimientos.
Suspiró cuando Melody liberó su pene y lo sostuvo con ambas manos para estudiarlo. Se quedó mirándola. Era adorable cuando el deseo se dibujaba en su rostro, con esa mueca sin parpadeos, de mejillas ardidas y de labios hinchados y entreabiertos. Apretó los ojos y echó la cabeza hacia atrás para permitirle hacer, mientras sus manos se movían bajo la sarga y le imprimían marcas en las piernas.
Melody levantó la vista y la fijó en la de su esposo; había algo intenso e imperioso en él. La tomó por la nuca y le habló sobre los labios.
—¿Lo ves? Tócalo —y apretó su mano en torno a la de ella—. ¿Ves cómo está? ¿Así de duro?
—Así de enorme.
—Por tu culpa, amor mío. —A Melody le pareció distinguir un tono de reproche.
—Todavía me asombra que esto encaje dentro de mí. Debería temerle.
—¿Pero no le temes, verdad?
Melody buscó los labios de Blackraven y comenzó a besarlo con la misma energía que empleaba con los dedos al moverlos sobre su pene. Blackraven rugió en su boca y, con un movimiento ágil y austero, la levantó para introducirse dentro de ella.
—He deseado este reencuentro con desesperación —le confesó—. ¿Qué me has hecho, Isaura, que ya no soy el mismo? Acabarás conmigo si no me amas como yo a ti, de este modo demencial. A veces creo que estás despedazándome. ¿Es acaso una clase de venganza? Quiero verte loca por mí, loca, loca. Quiero que sufras por mí como yo por ti. ¿Cómo fueron estos meses de separación? ¿Como los míos, un infierno? ¡Dime!
Blackraven la levantaba y la bajaba, la hacía girar en círculos, la movía hacia atrás y hacia delante, hacia la izquierda y la derecha, sacudiéndola sin misericordia, enterrando los dedos en la carne de sus caderas. Melody lo escuchaba sin poder responder; tenía la respiración atascada, la boca seca y la garganta estrangulada.
—Quiero que sufras, quiero que me supliques que te ame, quiero que me jures que soy lo único, lo primero, lo último.
Blackraven había olvidado sus escrúpulos iniciales y, desatada su pasión, la poseía con brutalidad, consciente de que lo lamentaría, aunque sin intención de detenerse en aquella instancia. En realidad, le importaba un ardite el después. Sólo le importaba Isaura, lo que ella tuviera que decirle.
—¡Qué poco me siento a tu lado! —exclamó—. Recojo las migajas que me lanzas. ¡Suplícame, Isaura! Suplícame.
—¡Oh, Roger, no te detengas! ¡Sí, Roger, así! ¡Oh, voy a morir!
—¿Pensabas en mí? ¿Alguna vez pensaste en mí?
—Cada minuto de cada día durante setenta días.
—¿Sufrirías si yo muriera?
—¡Moriría contigo!
Sollozó en medio de una lujuria histérica, sujeta a espasmos que contraían y relajaban su vagina en torno al miembro de Blackraven, espasmos que aumentaban al acercarse al éxtasis; después se tornaron pura tensión, una tensión quieta y expectante, que, al explotar entre sus piernas, la sumió en una agonía que la aturdió y la dejó temblando. Su orgasmo había sido tan intenso que ni siquiera tuvo conciencia del de Blackraven, aunque en medio de sus gritos le pareció escuchar los de él, profundos, desesperados, y percibir el apretón de sus manos enormes, que la asían con ferocidad. Después comprendió que, a Blackraven, su desahogo lo había devastado porque quedó tendido en el sillón, la cabeza echada hacia atrás, los brazos caídos a los costados. Tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso, no pestañaba y soltaba el aire por la boca con un silbido ronco; el pecho le subía y le bajaba al ritmo enloquecido de su corazón.
Melody se movió para ponerse de rodillas, pero Blackraven la devolvió a su posición.
—Quédate quieta. Todavía no quiero salir de ti.
Melody le abrió la camisa y besó su pecho dejando un rastro de saliva y lágrimas.
—Amor de mi vida. Dulce amor de mi vida. ¿Acaso supiste que fueron exactamente setenta días? Yo los contaba, ¿sabes? Uno por uno, día por día.
Finalmente se puso de rodillas para inclinarse sobre el semblante imperturbable de Blackraven. Melody hablaba y lloraba, y sus lágrimas bañaban las mejillas barbudas y terminaban filtrándose entre los labios de él.
—Merecía que me dejaras como lo hiciste, lo sé, pero cuando te fuiste, bueno, eso ha sido lo más duro que me ha tocado vivir. Lo más duro, ¿entiendes? Porque no te tenía a ti para soportarlo. Si te tengo a ti, atravieso cualquier prueba. Contigo, no le temo a nada. Nunca imaginé que estar lejos de ti dolería tanto. Durante tu ausencia, en cada amanecer me preguntaba: “¿Hoy será el día en que vuelva a verlo?”. Y cuando Somar retornaba a casa y yo, con una mirada, le preguntaba por una carta tuya, por una noticia tuya, y él sacudía la cabeza porque no había nada, ¡oh, Roger, mi corazón sangraba de dolor! Y cuando Jimmy enfermó, yo sólo podía pensar: “¡Dios mío, devuélveme a Roger! No me hagas vivir este martirio sin él”. La misericordia de Dios existe, Roger. Él te guió hasta mí para sostenerme cuando ya no podía tolerarlo. ¡Amor mío! ¡Nunca vuelvas a dejarme! ¡Roger, por amor de Dios, nunca vuelvas a dejarme! ¡Ámame, ámame siempre! Ámame locamente, como yo a ti.
Se cubrió el rostro y siguió llorando. Los brazos de Blackraven se ajustaron en torno a su espalda y le cortaron el aliento. Sus labios húmedos le marcaron surcos en las mejillas, en el cuello, en los hombros, en los brazos, en los pechos. Su pasión la asustaba, pero no se animó a dudar. Le había entregado todo a ese hombre.
Blackraven le encerró la cara con las manos y le dijo:
—Tú y yo somos una sola criatura, las dos partes de una unidad. No podemos vivir separados, no podemos apartarnos el uno del otro; tú no puedes excluirme, yo tampoco. Cualquier suerte que debamos correr, la correremos juntos. Así como nuestras carnes se convierten en una sola cuando hacemos el amor, también nuestras mentes y nuestros corazones. ¿Tú puedes sentirlo? ¿Puedes sentir eso, Isaura? Para mí es tan claro, cuando te veo, cuando te toco, cuando te escucho hablar, cuando penetro dentro de tu cuerpo. Contigo acabó mi búsqueda. Ahora sé cuál es el sentido de mi existencia: amarte y ser amado por ti.
Melody se acomodó sobre el pecho de Blackraven y lloró hasta que la angustia se convirtió en suspiros.
—Mírame, Isaura. —Ella obedeció—. ¿Sabes que eres el único amor de mi vida? ¿Sabes que no te merezco, mi ángel? —Después de un silencio, los ojos azules de Blackraven se llenaron de lágrimas—. ¿Por qué te tocó a ti esta vida tan dura, Isaura? ¿Por qué no fuiste una niña mimada, criada entre algodones, con vestidos costosos y preceptores tolerantes? No mereces nada de lo que te pasó. ¿Conoces la impotencia que me provocas? Cuando pienso en ese bastardo de tu primo, en las miserias que te hizo padecer… —Se le quebró la voz; inspiró bruscamente y apartó la cara para no verla—. Y como si aquello no hubiese bastado, pierdes a Jimmy…
Melody le secaba las mejillas, le acariciaba el cuello y el pecho, le besaba el mentón y los párpados.
—Shhh, calla —le pedía con dulzura—. Shhh, no hables. ¿Cómo puedes renegar de mi vida? ¿No te das cuenta de que cada momento, cada instancia, triste o feliz, me conducía a ti, me ponía un poco más cerca de tus brazos? ¿No lo ves? ¿Acaso no puedes verlo? Escúchame, Roger: volvería a vivir esta vida si supiera que al final del camino vería tu adorado rostro. Tú le diste sentido al dolor, ¿entiendes? Tú le diste sentido a todo. Le diste vida a mi vida. Y a la de Jimmy también, que en paz descanse. Pusiste vida dentro de mí. Sólo tú podías darme este hijo, Roger.
—¿Me amas, Isaura?
—Más allá del entendimiento. Con todas las fuerzas de mi corazón. A cada segundo del día, cuando duermo también. Sí, te amo, Roger Blackraven.
—¿Por qué me amas?
—Por qué te amo, no lo sé. Puedo decirte que soy feliz amándote.
—¿Te arrepientes de haberte casado conmigo?
—Jamás.
—¿Ni siquiera ahora que sabes que fui negrero?
—No, ni siquiera. El día en que lo supe sentí tristeza, no arrepentimiento. ¿Me amas tú a mí?
—Sí, sobre todo cuando tienes estos orgasmos tan escandalosos.
—No soy escandalosa —se ofendió Melody, y las mejillas se le tiñeron de rojo.
—Oh, sí. Lo eres, cariño. Creo que hasta Bustillo, en el cuarto patio, sabe qué hemos estado haciendo hoy en este despacho.
—¡Roger, no podré mirarlos a la cara!
La turbación y el sonrojo de Melody le provocaron una carcajada.
—En cambio, deberías mirarlos con orgullo. Lo único que deben de sentir nuestros empleados en estos momentos es envidia. —Se puso serio y le apartó unos mechones de la sien—. ¿Acaso crees que es normal esta pasión? ¿Acaso piensas que todas las mujeres gozan como tú? ¿Qué varón y mujer alcanzan el orgasmo al mismo tiempo? Eres tan inocente, amor mío. ¡Qué sabes tú de estas cosas! —Enseguida puso cara de malo—: ¿Habías tenido un orgasmo antes con algún otro?
—¡Sabes que era virgen cuando me tomaste por primera vez!
—No hablo de hacer el amor, hablo de que alguno te haya tocado hasta provocarte un orgasmo.
—Bueno, sí, una vez. —Melody se echó a reír ante la mueca entre furiosa y desconcertada de su esposo—. Fue en esta misma habitación, exactamente allá, contra aquellos paneles de roble. Mi patrón, aprovechándose de mi inexperiencia, me provocó mi primer orgasmo, por el cual casi pierdo la conciencia, y lo hizo echando mano de las caricias más escandalosas. Nunca se lo perdonaré.
—¿Ah, no? ¿Nunca se lo perdonarás?
—Bueno… Tal vez si él… En fin, quizá lo perdonaría si él repitiese la hazaña, aunque no creo que esté en condiciones.
Blackraven ya la tumbaba sobre el sillón y la obligaba a abrir las piernas. Le sujetó la muñeca y le guió la mano hasta encontrarla con la dureza de su pene. Melody jadeó.
—Mira en qué condiciones está tu patrón. Vamos, tómalo, apriétalo. ¡Ah! —Se arqueó en un movimiento convulso—. ¿Es que nunca acabará este ardor que siento por ti? Acabo de poseerte y no pienso en otra cosa que en volver a estar dentro de ti.
—Le he echado un maleficio, excelencia, para que su merced arda por mí toda la eternidad.
—¿Ni siquiera me dejarás en paz después de muerto? Pues me convertiré en un fantasma y te violaré todas las noches.
—Sí —suplicó Melody, atrapada bajo el cuerpo de Blackraven, que se elevaba sobre ella como el coloso de Rodas.
La tomó con suavidad, moviéndose apenas. Melody notaba que se reprimía, por su mueca de dolor y por la forma en que soltaba el aire cada tanto, como si hubiese permanecido mucho tiempo bajo el agua. Con una mano le sujetaba un muslo; la otra se hundía en el brazo del sillón, sobre su cabeza. Melody le subió la manga hasta el codo y le besó la muñeca, en la parte de las venas. Amaba el modo en que se dilataban sus tendones bajo la piel velluda y bronceada, y cómo se estremecían sus músculos a causa del esfuerzo. Blackraven bajó la cabeza y le chupó los pezones.
—Oh, Roger —gimió Melody, y se arqueó para ofrecerle sus pechos.
Le abrió la camisa y se metió una tetilla de él en la boca.
—¡No lo hagas, cariño! Trato de ser suave esta vez.
La comunión entre ellos era tan intensa, iba más allá de la fusión de sus cuerpos, ella se sentía soldada a ese hombre, como si compartieran otras partes vitales, el corazón, el cerebro, los pulmones, el alma. Blackraven la conocía bien, en rigor, nadie la conocía como él. Melody percibía aquella revelación como un ahogo en el pecho. Se trataba de una felicidad desbordante, y las lágrimas comenzaron a caer por sus sienes.
—¿Qué ocurre? No llores, no soporto verte llorar.
—Lloro de felicidad.
—Te dije que te daría tanto placer que te haría olvidar.
—Sí. Nunca hablas en vano.
Nunca. Te amo, Isaura, como nadie ha amado jamás en este mundo. Roger.
Podría quedarme dentro de ti para siempre. Soy tuyo, mi amor, sólo le pertenezco a ti. Ni una vez lejos de ti te fui infiel, ni con el cuerpo ni con la mente. Estoy tan orgulloso de que seas mi mujer. ¡Cuánta falta me has hecho!
Melody levantó las piernas e hincó sus talones en los glúteos de Blackraven. Había quedado muy abajo, su boca a la altura del pecho de él, ovillada y prendida a su torso. Estiró el brazo y le acarició la base del cuello, donde le latía el pulso. Se arqueó para incitarlo, no quería suavidad sino toda su potencia dentro de ella. Volvió a torturarlo mordisqueándole las tetillas, hundiendo los dedos hasta tocarle el ano, los testículos y el punto por donde se unían sus cuerpos, provocándolo con un movimiento ondulante y veloz.
—¡Isaura! ¿Por qué me haces esto?
—Te quiero todo, completo. No te guardes nada.
—¿Así? ¿Esto te complace? —Sus embestidas recrudecieron, más cortas y rápidas, casi brutales—. Tú tampoco te guardes nada. Dame todo, Isaura. ¡Gime, gime para mí! Permíteme ver que te satisfago, que le sientes mujer debajo de mí. Quiero ver cuánto me amas.
Melody olvidó a los sirvientes y, con un gemido agudo y prolongado, se dejó arrastrar por esa marea espesa y caliente que le nacía entre las piernas, pero que le comprometía cada pulgada del cuerpo. El último empujón de Blackraven le hizo golpear la coronilla contra el brazo del sillón. Percibió que los glúteos de él se apretaban, y enseguida escuchó su bramido, como si lo hubiesen herido de muerte. Levantó los párpados, asustada. Él gritaba y se movía de un modo destemplado mientras se vaciaba en ella.
—¡Oh, Dios, vas a matarme! —dijo en inglés, y cayó rendido sobre sus pechos.
La calma no llegó fácilmente. Aunque Melody no respiraba con normalidad dado el peso de Blackraven, estaba a gusto; no tenía hambre ni sed ni frío ni calor. Antes de retirarse, él le pidió:
—Mírame.
Le gustó el ascenso agobiado de sus pestañas, lo encandiló el peculiar turquesa de sus ojos, y lo fascinó la adoración con que lo miró, lo hizo sentir poderoso, triunfador. Se inclinó para hablarle sobre los labios.
—¿Eres mía? Dímelo. ¿Sólo yo te importo, verdad? ¿Sólo a mí me amas?
—Sí a todo. Sí, soy tuya y de nadie más. Sí, sólo tú me importas. Sí, sólo te amo a ti, mi dulce y adorado esposo.
La respuesta lo convenció. Le dedicó una sonrisa que ocasionó que el corazón de Melody se desbocara de nuevo. Se acostaron en el sillón, demasiado pequeño para Blackraven, cuyas piernas colgaban en el brazo de cuero. Pasaban los minutos, y ellos guardaban silencio. Después Melody lo instó a hablar de su viaje. Blackraven le contó en voz baja acerca de las bellezas de Río de Janeiro, de la casa alquilada para sus primos, de sus amigos, el capitán Malagrida y Adriano Távora, de cómo había conocido a Estevanico, de las noches en vela, extrañándola, de los regalos que le había comprado y que le entregaría más tarde. Se quedaron dormidos. Los despertó un golpeteo en la puerta.
—Es Trinaghanta —adivinó Blackraven.
La cingalesa les traía una bandeja con el almuerzo. Al levantarse del sillón, Melody experimentó un dolor placentero en las extremidades, y se dio cuenta de que le ardía la entrepierna. La flojedad la hizo tambalearse. Blackraven, de rodillas frente a ella, le levantó la falda y le descubrió los muslos y las caderas llenos de moretones, sus dedos impresos en la blancura de su piel.
—He sido una bestia —admitió, y le besó el monte de Venus.
—Roger, no te mortifiques. Se trata de mi piel, siempre ha sido igual, apenas la rozo o golpeo, aparece un hematoma. A veces ni recuerdo haberme golpeado y amanezco con un cardenal.
—Es que es tan blanca y delgada —dijo, con la mejilla en el muslo de Melody—. Se te transparentan las venas. Perdona mi ardor excesivo.
—Has estado estupendo, mi amor.
—Y ahora muero de hambre.
—Come tú, yo no tengo apetito.
—Vamos, cariño, tienes que comer. Prometiste que te repondrías, por el niño.
—Por ti también.
—Ven —le ordenó, mientras ocupaba la butaca con Melody sobre sus rodillas—. Me resulta imposible creer que no tengas apetito después de lo que te hecho. ¿O te dejé tan satisfecha que hasta el hambre te quité?
A Melody le dio gracia la pregunta, y el tono y el gesto con que la formuló también, y soltó una risita corta y tímida, como de niña, y, a Blackraven, el corazón se le llenó de ternura. Le besó la frente y le acercó un trozo de carne a la boca.
—Si tomas algunos bocados se te abrirá el apetito.
—Debería tomar una cucharada del tónico del doctor Constanzó.
—¡El doctor Constanzó! —se enojó Blackraven—. ¿Qué tiene ese majagranzas para merecer tu confianza ciega? ¡Ojalá confiaras en mí como confías en ese matasanos!
—Roger, ¿qué dices? Es un buen médico, muy humano. Fue dulce y comprensivo con Jimmy. Fue el único…
—Sí, sí, ya sé. El doctor Constanzó es el mejor hombre de la Tierra.
—No, tú eres el mejor hombre de la Tierra. —Lo besó en los labios—. ¿Cómo puedes estar celoso de él? ¿O de nadie? No puedo creer que sientas celos.
—Celos negros —acotó él, con fiereza.
—¿Cómo podría amar a otro siendo tú mi esposo?
—No quiero que Constanzó vuelva a casa, no quiero que sea tu médico.
—Eres injusto.
—Isaura, ese pelagatos te mira con cara de babieca. Sé lo que te digo. Soy hombre y conozco de estas cosas. No tengo quince años más que tú en vano. Ese idiota te desea, así que lo mantienes lejos de ti o lo acabo en un duelo.
—Está bien —aceptó, pues quería complacerlo—, no volveré a llamarlo.
—Y deja de beber ese tónico que te dio. Yo te devolveré el hambre. A fuerza de orgasmos. Ya verás.
Blackraven le entregó los regalos de Río de Janeiro en el dormitorio. No había imaginado el placer que experimentaría con el entusiasmo de Melody, que daba grititos con el semblante iluminado al descubrir el contenido de cada paquete, de cada caja: las piezas de terciopelo, seda y brocado, los chapines de badana, el abanico con varillas de nácar y país de seda pintada, las arracadas de topacios, el collar de aguamarinas y crisólitos, el rascamoño de citrino, la sortija con amatistas. Le vino a la mente el día de la boda, cuando la vio entrar en el despacho circundada por esa aura diáfana. Le quitó la muñeca belga de las manos y la abrazó en un rapto intempestivo. Le habló con pasión al oído.
—Más tarde quiero que me cumplas una fantasía con la que soñaba en Río de Janeiro. Más tarde. Ahora me complacería caminar contigo hasta la playa.
—¡Sí, Roger! Es un día magnífico para caminar. Me cambiaré el vestido, éste está muy arrugado.
—No, déjalo. Tengo planes para seguir arrugándotelo. Toma, cúbrete con tu capa de merino. —Se la echó sobre los hombros y le ató el cordón en la base del cuello—. Y ponte los guantes, está frío. Anda, vamos.
—Estos días en el Retiro son nuestro viaje de bodas —comentó Melody, mientras cruzaban el parque camino a la barranca—, el que no tuvimos a causa de la muerte de don Alcides.
—Con qué poco te conformas, cariño. Tengo pensado un viaje más fastuoso que estos días en el Retiro. París, Roma, Venecia, Florencia. ¿Te importaría si nos desviásemos unos minutos? Veo el caballo del sobrestante y me gustaría cruzar unas palabras con él para preguntarle cómo marcha la ampliación del lagar.
Después de atender a los comentarios y pedidos del empleado, el mismo que estaba a cargo de la construcción de la curtiduría, siguieron hacia la playa. Melody, del brazo de su esposo, lo escuchaba con devoción mientras él le contaba acerca de sus proyectos. De pronto, Blackraven se detuvo y le besó las manos.
—Isaura, ¿te haría feliz si manumitiera a nuestros esclavos?
La tomó por sorpresa, y se quedó muda, sin apartar sus ojos de los de él.
—Yo haría cualquier cosa por ti, Isaura —le recordó, y apoyó la frente en la de ella—, cualquier cosa, cariño, sólo por verte feliz.
Melody le tomó el rostro con las manos a modo de contestación; no podía hablar.
—Lo sé —balbuceó, y lo invitó a seguir camino hasta la ceja de la barranca desde donde contemplaron el río.
—Muchas veces pensé en pedirte que manumitieras a nuestros esclavos —expresó Melody.
—¿Por qué no lo hiciste? ¿Porque me temes?
—Porque no estoy segura de que sea lo mejor para ellos. A veces creo que son como niños, Roger. Niños que perecerían sin nuestra protección. He visto a muchos africanos manumitidos vagar por las calles, muertos de hambre, envueltos en harapos, mendigando para sobrevivir. En especial, para ellos es el hospicio.
—Nuestros esclavos no tendrían por qué sufrir esa suerte. Podrían quedarse con nosotros y trabajar por un salario, con la diferencia de que, cuando lo desearan, tendrían la libertad de marcharse.
—¡Oh, Roger! ¿Harías eso?
—¿Por ti? Sí. Eso, cualquier cosa.
Le pasó los brazos por la cintura y se ciñó a él, pegando la mejilla a la suavidad de la cachemira de su redingote. Alzó la mirada y lo descubrió observando de nuevo el río, absorto.
—¿Qué consecuencias tendría una hazaña como ésa para ti? ¿Qué diría la gente? ¿Podría perjudicarte?
—Los porteños de rango se enfurecerían, por cierto. —Sonrió con ironía—. De todos modos, si los ingleses planean quedarse con estas tierras, lo más probable es que terminen absolviendo la esclavitud. Ah, logré sorprenderte, ¿verdad? ¿Ves que mis compatriotas no son tan perversos como crees? Es muy probable que el nuevo gobierno en Downing Street empiece por abolir el comercio negrero como primer paso para una medida más radical: devolver la libertad a los esclavos. ¿Qué opinas de la intervención inglesa en el Río de la Plata?
—Sólo esto: me alegro de que mi padre no esté vivo para verla. ¿Sabes, Roger? —dijo, con intención de acabar con ese tema—. Desde este mismo punto te vi nadar aquella mañana de enero, ¿te acuerdas?
Él ensayó una mueca que la hizo reír.
—¿Cómo olvidarlo? Me puse duro como una roca sólo porque me mirabas.
—Al principio no sabía que se trataba de ti. Me quedé para asegurarme de que nada le ocurriera al imprudente que se aventuraba en estas aguas. Son muy traicioneras, ¿sabes?
—¿Alguna vez dejarás de preocuparte por los demás?
Corrieron barranca abajo, y Melody lo incitó a que la persiguiera. Blackraven le permitió escapar. No tardó en atraparla. La rodeó por detrás, la despegó del suelo y la hizo dar vueltas. Melody reía y gritaba el nombre de él. Rodaron sobre la playa, y Blackraven recibió el impacto de la caída. Se colocó sobre ella y la besó, al principio con apremio, sujetándole las muñecas sobre la cabeza, succionándole el labio, empujándole la pelvis. Un momento después, ante la rendición de Melody, abandonó su impulso y le depositó lánguidos besos en el rostro y en el cuello.
—¿Y te acuerdas de que te hice el amor en este mismo sitio aquella noche de febrero, después de la tertulia?
—Sí, me acuerdo —susurró Melody—. Y yo antes te había tenido en mi boca. Quiero tenerte en mi boca, Roger, ahora, aquí. Deseo que acabes en mi boca.
La erección se pronunció. Deprisa, casi corriendo, la condujo al pie de la barranca, donde una curva natural del terreno les ofrecía un refugio al socaire del viento frío y de la curiosidad de posibles intrusos.
Volvieron a la casa al tiempo que los esclavos abandonaban las faenas del campo y se recogían en las barracas. Los más osados se acercaban a saludar al Ángel Negro; una muchacha se atrevió a besarle las manos.
—Tecla, no —dijo Melody—. No soy nadie para que beses mis manos.
—Usía lo es todo para nosotros. Gracias a su merced, tenemos camastros donde dormir, mantas para cubrirnos y braseros para calentarnos. Y gracias al amo Roger —añadió, y practicó una reverencia; nunca levantó la vista—. Estamos cómodos, miss Melody, no se preocupe. Además, don Bustillo ya no nos aherroja los tobillos.
“Me gustaría darles tanto más”.
—¿Y la comida? ¿Coméis bien? ¿Tenéis suficiente?
—Nadie come mejor que los esclavos del Ángel Negro —manifestó Tecla.
—¿Hay algún enfermo? —La muchacha negó con la cabeza—. Gracias a Dios —musitó, pensando en el brote de viruela en el barrio del Tambor—. Si alguno llegase a caer enfermo, Tecla, debes enviarme aviso. Hazlo con Balkis; él lleva la carne a diario a la casa de San José. ¿Y Juan Pedro y Abel, cómo están? —Melody preguntaba por los hijos de la esclava.
—Extrañando a vuesa merced. Quieren que usía se quede para siempre en el Retiro.
—Volveré —prometió Melody— y seguiré enseñándoles a leer y a escribir.
Blackraven la instó a entrar en la casa; el sol se había puesto y la temperatura disminuía.
—Te sabes los nombres de todos ellos, ¿verdad? —Melody asintió—. Y el de sus hijos. En algo estoy de acuerdo con Tecla —dijo Blackraven, que hasta ese día no conocía el nombre de la muchacha—. Usía lo es todo para mí también.
Se preparó la tina grande en el dormitorio, y tomaron juntos un baño. Melody amaba la desnudez de Roger, la tonalidad bronceada del torso y el contraste con la palidez de las caderas y de los glúteos. Le tocó el trasero bajo el agua, y Blackraven profirió un gemido y se movió compulsivamente. Sonrió, animada por el efecto de sus manos sobre él. Le gustaba también la mata de vello oscuro que le cubría el pecho, que se afinaba sobre el vientre para terminar en una línea bajo el ombligo que se internaba en su parte íntima. Lo contempló de cerca: tenía los ojos cerrados, había echado la cabeza hacia atrás y estirado los brazos sobre el borde de la tina. Su actitud relajada ejerció un efecto hipnótico sobre el espíritu inquieto de ella; acomodó la espalda en el torso de él e inspiró profundamente buscando aplacar sus pulsaciones. El agua caliente y los vahos fragantes los adormilaron.
Decidieron cenar en el despacho, recostados sobre cojines en la alfombra, delante del hogar, la única fuente de luz. Saltaban de un tema a otro, de buen humor, alegres, y, al mismo tiempo, serenos. Blackraven atizó los troncos de quebracho y las llamas se avivaron.
—¿Crees que todo marchará bien? —preguntó, con la mano sobre el vientre de Melody.
—Por supuesto, mi amor. ¿Qué podría ir mal?
—El parto. A veces hay complicaciones y muchas mujeres… —No se atrevió a decirlo.
—Soy fuerte, lo sabes.
—Sí, pero si algo llegase a sucederte, Isaura, yo…
—Nada va a sucederme —lo detuvo Melody—. Confiemos en Dios. Blackraven rodó junto a ella y la cubrió en parte con su cuerpo. No le hablaba, se limitaba a observarla, a tocarle el cabello, las mejillas, el cuello. La urgencia de sus caricias y el brillo penetrante de su mirada le comunicaban la naturaleza posesiva y tiránica de su esposo, esa índole de emperador que madame Odile había descubierto meses atrás y por la cual todo tenía que permanecer bajo su señorío. Comprendió también que ella había irrumpido en su vida para provocarle sentimientos que, al oponerse a esa índole de hierro, lo desorientaban y, por ende, lo enfurecían.
Cuando por fin habló, Blackraven lo hizo con una voz tan grave y profunda que Melody experimentó una flojedad en las piernas.
—¿Sabes que soy uno de los hombres más ricos de la Inglaterra? ¿Sabes que mis riquezas son incontables? ¿Que tengo propiedades alrededor del mundo, una flota de barcos, un astillero, acciones en varias industrias, dinero en los bancos, joyas, piezas de arte? Tu mente no puede calcularlo, ¿verdad? ¿Y acaso sabes que me he partido el lomo para ganarme cada maldito penique, que he arriesgado mi vida en incontables ocasiones? Pues no debería decirte esto, puesto que ya ostentas demasiado poder sobre mí; de igual modo quiero que sepas que, si con mis riquezas yo pudiera asegurarte a mi lado, alejarte de la muerte, del peligro, del dolor, comprarte la felicidad eterna, yo las entregaría sin pensarlo un segundo. Me desprendería de todo si supiese que de ese modo tendría para siempre conmigo a mi dulce Isaura.
—Me tendrás, siempre, siempre contigo —lloró Melody, aferrada a su cuello.
—Isaura, tengo miedo de perderte. Amo amarte, pero a veces me asusta tanto.
—Quiero cumplirte esa fantasía con la que a menudo soñabas en Río de Janeiro —dijo Melody, quitándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Blackraven necesitó unos segundos para contestar.
—Entonces, déjame desnudarte. Cuando compré este camafeo en Río… —Lo sacó de su faltriquera y se lo entregó.
—Roger, mi amor, es bellísimo.
—Cuando lo compré —volvió a empezar—, me dije: “Quiero que se pasee desnuda delante de mí con este camafeo en torno a su cuello y el cabello suelto sobre su espalda”.
La desvistió con manos lentas, mientras veneraba con sus labios las partes que iban quedado expuestas. Le acarició la delicada curva del vientre, lo besó, apoyó el oído, volvió a besarlo y ahí dejó sus labios durante largos segundos, él de rodillas, Melody con los dedos enredados en su cabello negro. Se puso de pie, y volvió a hacerla sentir pequeña, como esa mañana, cuando la tomó en el sillón y ella pensó en el coloso de Rodas. Blackraven desanudó el tiento al final de su trenza y la desarmó, advirtiendo que el cabello había crecido y que casi le cubría el trasero. Por último, le ató la cinta de terciopelo negro del camafeo en torno al cuello. Se sentó en el sillón y se cruzó de brazos y piernas. Desde allí le daba indicaciones, y ella obedecía en silencio. Había una fuerza excitante en la inocencia de sus movimientos, en el modo pudoroso y un poco torpe con que se mostraba, en esa voluntad por complacerlo pese a la vergüenza. Lo enorgullecía que su delicada feminidad le perteneciese y que jamás hubiese conocido otros ojos ni otras manos. Sin quitarle la vista de encima, se desvistió.
—Recuéstate.
Se acostó sobre la alfombra cerca del fuego, con las piernas recogidas y las rodillas echadas hacia la izquierda. La figura desnuda de Blackraven se proyectó sobre ella, y Melody contuvo el aliento, no se dio cuenta, se trató de la reacción inconsciente ante la belleza de ese cuerpo de hombre. “¿Cómo es posible que sea sólo mío?”, se admiró. Las llamas proyectaban luces y sombras sobre los músculos de Blackraven, perfilando los contornos de su vientre chato, de sus brazos, de sus piernas largas y gruesas, enfatizando el filo de su mandíbula y el aspecto aquilino de su nariz, oscureciéndole la mirada. Parecía esculpido en piedra negra. El pelo, suelto sobre los hombros, le confería un aire primitivo.
—Eres tan hermoso —dijo Melody, y estiró el brazo hasta que sus dedos rozaron el glande duro e hinchado—. Ven, hazme el amor.
Se trató de una larga noche en la que durmieron a intervalos. Después de amarse en la alfombra junto al fuego, jugaron desnudos un partido de billar, que terminó cuando Melody se sentó en el borde de la mesa y rodeó las caderas de su esposo con las piernas.
—Buscas distraerme porque vas perdiendo —la acusó Blackraven, y, tomándola por las nalgas, la acomodó para penetrarla—. Eres una tramposa, ¿lo sabes?
—No, tramposa no, excelencia. Insaciable, por vuestra culpa.
Con las manos sobre la pana verde, se arqueó para ofrecerle los pechos, y, al ver la cabeza oscura cebarse en ellos, suspiró. “Estos pechos que alimentarán a mi hijo ahora me sacian a mí”, caviló Blackraven, e instigado por el pensamiento, la atrajo para sentir los pezones húmedos y duros contra su piel. En el silencio de la casa, los gritos de satisfacción recorrieron las estancias como ecos lamentosos.
Envueltos en sus abrigos, marcharon a la planta alta, al dormitorio, donde Trinaghanta ya había preparado el rebozo y colocado una colcha de zaraza y el copón de bronce con carbón de leña cerca de la puerta-ventana apenas abierta. Se acostaron, rendidos y desnudos, y se durmieron poco después. En medio de la noche, Melody despertó con los dedos de Roger en su vagina. Se quejó, luchando contra el sueño y la excitación, y Blackraven se instó a dejarla en paz, ella necesitaba descansar, le había exigido demasiado. Pero siguió adelante. No se trataba de él sino de esa pasión vesánica que lo manipulaba como a un títere, como si, salvajemente hambriento y sediento, hubiese hallado una fruta dulce, fresca y madura. No acababa de saciarse.
Melody terminó de despertar y casi enseguida volvió a desfallecer. Él era tan experto y viril, la conocía de memoria, sus puntos álgidos, sus posturas favoritas, la derretía, la volvía líquida, espesa y caliente. El entorno la incitaba, la oscuridad del dormitorio, el crepitar de los carbones en el copón, la calidez de las sábanas, el aroma de sus cuerpos, la respiración pesada de él, los gemidos de ella, todo la excitaba. Le erizó la piel escucharlo susurrar:
—Lo haremos de este modo, iremos practicando, para cuando tu vientre esté hinchado y yo no pueda echarme sobre ti.
—¿Crees que tendrás ganas de hacerlo cuando esté inflada y gorda?
—Puedes apostar.
La movió con destreza, la obligó a ubicarse de costado, su espalda amoldada al torso de él. Blackraven incursionó con su rodilla para levantarle la pierna. La sorprendió cuando la penetró, un empujón certero y rápido, no creyó que lo lograría en esa postura. Melody llevó el brazo hacia atrás para sujetarse a la nuca de Blackraven.
—Júrame —jadeó—, júrame que siempre será así entre tú y yo, que siempre nos querremos de este modo.
—Te lo juro, por mi hijo que vive en tu vientre.
La solemnidad del juramento y la violencia del orgasmo la conmocionaron, y no logró el sueño sino hasta el amanecer. Despertó muy entrada la mañana y, al levantar los párpados con dificultad, descubrió que Blackraven no estaba junto a ella. Trinaghanta, mientras le servía el desayuno, le informó que inspeccionaba la propiedad.
Bañada y vestida, se sentó en la cama a ver sus regalos, deseando que Miora estuviese allí para ayudarla a decidir en qué utilizar los géneros. Como llevaba un vestido de organdí amarillo decidió usar los pendientes de topacios y el collar de aguamarinas y crisólitos. Se dejó el pelo suelto, y apenas sujetó los mechones que le enmarcaban el rostro. Se miró en el espejo y se vio bonita.
La atrajeron ruidos de cascos y ruedas en el camino que conducía a la puerta principal; se envolvió en la mantilla y salió al balcón. “Roger, amor mío”, pensó, al verlo desmontar de Black Jack para ayudar a descender del carruaje con el águila bicéfala a madame Odile y a las muchachas. Lo observó conducirse con aquellas prostitutas con los modos impecables que habría destinado a una reina y a su cortejo.
Bajó a la carrera y se arrojó a los brazos de madame Odile. Ambas rompieron a llorar. Las demás lloraban también y se abrazaron a Melody y a madame formando un círculo apretado en torno a ellas.
—Todas lo quisimos —chilló Arcelia.
—Está en la gloria del Señor —acotó Apolonia.
—¡Era un ángel! —exclamó Jimena.
—¡Bueno, bueno! —tronó la voz de madame, que, sacudiéndose de encima a las muchachas, rompió el círculo—. Basta de lágrimas —ordenó, en tanto se pasaba el pañuelo por los ojos—. Que Jimmy debe de estar riéndose de nosotras donde sea que esté. Bien que ese mozuelo sabía disfrutar de las bondades de la vida, y eso querría para nosotras. Vamos. Su excelencia nos ha invitado a pasar un día de campo, no de luto.
Almorzaron en el comedor principal. En un parloteo sin ton ni son, las muchachas admiraban la vajilla —una rareza en esas tierras—, los cubiertos de plata maciza del Potosí, la variedad y abundancia de platos, el magnífico carlón, apreciaban la propiedad, alardeaban de sus nuevos clientes, la oficialidad inglesa, y comentaban sobre la moda en la corte de la emperatriz Josefina. Con sus ocurrencias y comentarios, hacían reír a Melody, lo que Blackraven había buscado. Él se mantenía callado, comía, bebía, cada tanto emitía una risotada y rara vez apartaba sus ojos de Melody. Madame Odile lo contemplaba, y un par de veces, al detectar que la mirada de Blackraven se cruzaba con la de su esposa, lo pilló guiñándole un ojo, lo que levantó un sonrojo en los carrillos de la muchacha. Se inclinó para hablarle.
—Aunque la veo bien, necesito preguntar. ¿Cómo está mi niña, excelencia? Tengo que confesarle que su nota me alarmó.
—Yo lo estaba ayer cuando llegamos aquí, madame. Pero ha bastado alejarla de aquella casa y de las memorias que encierra para que le volviera la alegría de vivir.
La mujer levantó las pestañas postizas para mirarlo con malicia.
—Pues claro, sólo ha bastado con eso, excelencia.
Después del café y los bajativos, Blackraven se marchó a atender un problema en la ampliación del lagar. Las muchachas lo observaron alejarse sobre Black Jack y prorrumpieron en suspiros deliberados que causaron la risa de Melody.
—Es tuyo, cariño —la animó madame, con un golpecito en la mano—, sólo tuyo.
La tarde se esfumó entre lecturas de tarot, caminatas por el parque, visitas a la noria y al molino, y chocolate con repostería en la sala. La conversación desenfadada de las prostitutas incitaba la hilaridad de Melody, y así la encontró Blackraven al entrar en el comedor, riendo.
—¡Excelencia! —exclamó Odile al verlo—. Espero que haya podido solucionar ese problema.
—Así es, madame —dijo, y se quitó los guantes para montar—. Gracias por preocuparse —agregó, con una ligera inclinación de cabeza—. ¿Qué os causaba tanta gracia? —se interesó, en tanto recibía una jícara con chocolate de manos de su esposa.
—De aquella vez —habló Apolonia— en que un asesor letrado del Cabildo…
—Un joven muy gallardo —apuntó Arcelia.
—Pues este asesor letrado muy gallardo entró en la casa y atisbó un rastro del cabello suelto de Melody cuando ella huía hacia los interiores.
—Melody jamás regresaba a los salones una vez que empezaban a llegar los clientes —explicó madame.
—El muchacho se empacó como mula vieja, quería a esa joven, la de los rizos color del cobre, así los describía. ¿Poético, no cree, excelencia? No se conformó con ninguna y se marchó.
Esa noche, desnudos en la cama, Blackraven le pidió a Melody que le acariciase la espalda con sus “rizos color del cobre”, y ella se acomodó para consentirlo. Blackraven gemía a medida que sus músculos se aflojaban y la tensión se evadía por sus extremidades. Se dio vuelta para recibir otro tanto en el pecho. Melody se inclinó para arrastrar el cabello y pequeños besos sobre los pectorales de su esposo.
—Gracias por haber invitado a madame y a las muchachas. Fue un hermoso día.
Blackraven soltó un débil gruñido a modo de respuesta.
—¿Estoy relajándote? —Otro gruñido—. ¿Era muy grave el inconveniente que atendiste hoy en el lagar?
—No. Ven, siéntate aquí —ordenó—, a horcajadas y de espaldas a mí —y la ubicó sobre su miembro saciado—. Acaríciame las piernas con tus cabellos, Isaura. —Ella obedeció—. Ésta es otra buena posición para hacerte el amor cuando tu barriga asemeje a un globo terráqueo. La vista desde aquí es inmejorable —bromeó, y le pasó un dedo por la hendidura entre las nalgas.
—También podrías tomarme como lo hacen los animales. —Blackraven no contestó, aunque Melody percibió la reacción entre sus piernas—. Cariño, ¿te acuerdas de nuestra noche de bodas, en el establo?
Las manos de Blackraven le contestaron con caricias más exigentes. Sus pesadas exhalaciones y el roce de las sábanas eran los únicos sonidos. Melody se mordió el labio, excitada. Le dolían los pezones. De modo instintivo, comenzó a refregarse, formando círculos. Blackraven la sujetó por la cintura, la levantó en el aire y la deslizó sobre su pene, arrancándole un grito doliente.
Más tarde, aún despiertos, Blackraven le confesó que se había enamorado de ella el primer día en que la vio.
—Entiendo al muy gallardo asesor legal del Cabildo. Yo mismo quedé hechizado al verte montada sobre Fuoco con tu glorioso cabello batiendo en el aire. Pocas veces una visión me ha causado esa impresión. Ya era tuyo en aquel momento.
—¿Aun sin haber visto mi rostro? —se extrañó Melody.
—Me dije que Madre Natura no habría desperdiciado una cabellera tan magnífica en un rostro poco agraciado. Y no lo hizo. Eres bella, bellísima. Me robas el aliento cada vez que te veo. ¿Cuándo te enamoraste tú de mí?
Melody reflexionó unos segundos.
—Ese primer día, al igual que tú.
—Lo disimulaste muy bien —se quejó Blackraven.
—Tú también.
—¿Yo también? Isaura, por Dios, traté de besarte esa misma noche, cuando te sorprendí en la cocina, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo.
—No pude controlarme, como sabes que me ocurre contigo.
—Te temía tanto que me eché a llorar. ¡Qué necia!
Blackraven la apretó contra su cuerpo y la besó en la sien.
—Dices que te enamoré ese primer día. ¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Cuándo los intercepté, a ti y a los niños, en la puerta de mi despacho?
—No puedo negar que fuiste una sorpresa, tan alto y oscuro, pero pensaba demasiado mal de ti para enamorarme en ese momento.
—Dime, ¿cuándo fue?
—Unas horas después —admitió, sonriendo—, cuando me pillaste en el establo enseñando las tablas de multiplicar. Me pareciste lo más hermoso que había visto, no podía apartar mis ojos de ti, aunque me exhortaba a hacerlo. ¿Sabes lo que pensé? “Lleva en prendas lo que a mí me costaría ganar en varios años”. —Blackraven rió—. Y esa noche, antes de la cena, mientras llenabas los vasos con ratafía, hice algo que me sorprendió pues jamás lo había hecho antes.
—¿Qué?
—Admiré tu trasero.
Blackraven soltó otra carcajada.
En el coche, de regreso a la ciudad, Melody permanecía callada, más bien deprimida. Sentada en el asiento frente a Blackraven, apretaba las manos y se mordía el labio. Había vuelto a llevar el luto. Blackraven no lo quitaba la vista de encima. De pronto, Melody levantó el rostro y lo descubrió contemplándola con fijeza, y un entendimiento tácito se cruzó entre ellos.
—Roger, ¿qué haces cuando tienes miedo? Oh, tú nunca tienes miedo.
—Sí, a veces tengo miedo.
—¿Qué haces, entonces?
—Te busco a ti. Y, cuando te encuentro, busco tu mirada y te provoco para que me sonrías. Y cuando me sonríes, de algún modo ya nada me parece tan amenazante ni peligroso ni importante.
—¡Oh, Roger! —sollozó Melody, y se echó a sus brazos—. Tengo tanto miedo de volver a casa.
—Lo sé, cariño.
—Temo bajar del carruaje y querer encontrarlo de la mano de Víctor y de Angelita. Temo correr a su habitación para verlo dormir. Temo buscarlo en el patio, entre los tiestos, donde le gustaba esconderse. Temo… —El llanto ahogó sus palabras.
—Aquí estoy, Isaura, junto a ti. ¿No me sientes? Yo soy tu sostén, tu fuerza. Nos sobrepondremos a su pérdida, cariño. Juntos lo lograremos. Viviremos cada instancia, las primeras serán duras, pero ahí estaré para absorber tu dolor, y después, paso a paso, iremos recorriendo el camino de la resignación. Juntos. Confía en mí, cariño. Algún día no dolerá tanto. Lo prometo.
El cuerpo de Melody sufrió un estremecimiento, y no se relacionaba con la muerte de Jimmy sino con Blackraven. Había sabiduría en esa promesa, que algún día no dolería tanto; se trataba del conocimiento de alguien que había sufrido y sobrevivido. Blackraven, su estupendo y omnipotente esposo, también había conocido el dolor; el secuestro de su padre, la separación de su madre, la vida forzada entre piratas, la muerte de su esposa, las sospechas sobre su persona, nada había sido fácil en su vida. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y la nariz y se incorporó para mirarlo.
—Sonríeme, cariño —le pidió, y él la complació—. Tienes razón, ya nada luce tan amenazante.
Apoyó la cabeza bajo el mentón de Blackraven y buscó entre sus memorias, quería evocar las más felices, y enseguida, al recordar el día anterior, el último en el Retiro, cerró los ojos y aflojó la presión en el pecho, mientras una sonrisa inconsciente despuntaba en sus comisuras. A paso tranquilo, habían conducido los caballos hasta la Alameda, al sector donde solían almorzar con la señorita Béatrice y los niños; a lo lejos, haciéndose sombra con la mano, avistaron a las lavanderas, sumidas en el brillo del sol reflejado en el Plata. A esa hora no había visitantes, y el sitio lucía solitario. Dejaron los caballos ramoneando las hojas de los árboles, y caminaron hasta el álamo donde se habían besado algunos meses atrás, aunque parecieran años. Blackraven la apoyó contra el tronco y la observó largamente, de un modo manso y reverencial, mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano y le apartaba los mechones de la frente.
—Habría terminado haciéndote el amor aquel día si no me hubieses detenido —le confesó—. Me consumía de pasión por ti.
—Hazme el amor ahora. Te deseo, Roger. ¿Qué está ocurriéndome? ¿Por qué nunca me sacio de ti?
—Nunca te sacies de mí, amor, nunca.