Capítulo VIII

Haber regresado a la ciudad, aunque en harapos y a escondidas, le había devuelto el ánimo. Bela admitió que no soportaría por mucho tiempo compartir la suerte de Enda, que parecía cómoda en aquel mechinal a varias leguas de Buenos Aires, ocupada en sus hierbas, mejunjes y ritos que asustaban, en especial, los que practicaba de noche.

Se cercioró de que Enda siguiese enfrascada en una conversación con el bandolero del pescado antes de alejarse hacia el arco del Fuerte. Le gustaban el uniforme rojo de los soldados ingleses y el sonido de las gaitas. Estaba preguntándose de qué modo les alteraría la vida el cambio de bandera en la torreta cuando el corazón le dio un vuelco: Roger Blackraven salía del Fuerte, imponente y atractivo; tenía la piel muy bronceada y las cejas muy negras, lo que acentuaba su aspecto malévolo. Se desplazaba con el vigor que caracterizaba su andar, el cabello atado en una coleta, de impecable levita oscura y botas negras.

Percibió la humedad entre sus piernas al desearlo de aquel modo eufórico que la poseía como un demonio. También sintió ira, poderosa como el deseo mismo, pues no se avenía a perderlo, no aceptaba que ese hombre jamás volviese a estar dentro de ella. Añoraba su cuerpo, su pene enorme, su voz al oído incitándola con procacidades, sus embestidas feroces, sus rugidos al aliviarse.

—¡Cúbrete! —murmuró Enda, y Bela dio un respingo—. ¿Qué quieres, que te vea? Terminarías muerta antes de que el sol se ocultase. No seas necia —agregó, con sorna—, desde aquí huelo tu lujuria. Tendrás que buscar otro palenque donde rascarte, como dicen en estas tierras. Blackraven tiene la verga atada a una sola mujer, a mi sobrina, y ni tú ni nadie podrán hacerlo caer en tentación. Es de hierro —señaló.

Si bien Enda no le exponía sus planes, Bela sabía que nada la detendría en su propósito de asesinar a Roger Blackraven, y, como le había dicho que no molestarían a Melody hasta que diera a luz, sospechaba que pretendía quedarse con el niño; estaba segura de que, en caso contrario, ya la habría asesinado, por muy preñada que estuviese. A Enda no la detenía esa clase de escrúpulos.

Aunque odiaba a Roger Blackraven, Bela también seguía amándolo, y la imagen de ese cuerpo, que tanto placer le había prodigado, deshecho a causa de los venenos de Enda o del facón de Braulio le llenó los ojos de lágrimas.

Cunegunda las observaba desde el huerto mientras la señora Enda y su ama Bela, muy embozadas, trepaban al carro, que emprendió la marcha con una sacudida cuando Braulio azotó a la mula. Apenas clareaba. Llegarían a la ciudad en unas horas, calculó Cunegunda. Si se daba prisa y tomaba el atajo, podría ir y volver sin que notasen su ausencia. Corrió a la cabaña, tomó su rebozo y enfiló en la dirección señalada por la esclava de esa mujer rica que consultaba a menudo el oráculo de la bruja Gálata. “Por ahí llegas más prontito a Buenos Aires”, le había asegurado.

Aunque tenía miedo —desconocía aquellos parajes—, Cunegunda caminaba con decisión, alentada por el anhelo de volver a ver a su hijo Sabas, tratando de no pensar en que, si se extraviaba, terminaría como alimento de alguna bestia carroñera. Hacía tiempo que pergeñaba un plan para evadir la custodia de la señora Enda y de Braulio, que jamás le habrían permitido entrar en contacto con su hijo por temor a ser descubiertos. El comentario de esa joven esclava acerca de la existencia de un camino por el cual se accedía a Buenos Aires en la mitad de tiempo había llegado como respuesta a sus plegarias.

La ciudad le pareció cambiada a pesar de haber faltado pocos meses. Quizá, debido a la clausura en el convento y de esas semanas en aquel paraje desolado, apreciaba aspectos pasados por alto con anterioridad. La casa de la calle Santiago seguía de luto por la muerte del amo Alcides, con el crespón en la imposta de la fachada y las ventanas cerradas. Se acomodó detrás de un árbol, frente al portón trasero, y aguardó más de dos horas hasta que Gabina, su amiga y confidente, salió con una espuerta en dirección a la Recova. Le chistó. Gabina se detuvo y volteó. Cunegunda apartó un poco el rebozo y se despejó la frente. Sonrió al ver la expresión de desconcierto y júbilo de la muchacha.

—¡Jesús, María y José! ¡No puedo creerlo, Cunegunda! ¡Tú aquí! Supimos que escapasteis del convento, tú y el ama Bela.

—¿Dónde podemos charlar sin que nos vean? No puedo mostrarme. En el mejor de los casos, me ligaría una buena azotaina del ama Bela; en el peor, terminaría de nuevo encerrada.

—Vamos, vamos —instó Gabina—. Caminemos hasta el mercado que está lleno de recovecos donde podremos charlar tranquilas. Incluso un amigo nos permitirá hacerlo en su trastienda.

—¿El mismo con el que te revolcabas tiempo atrás?

Gabina profirió una risita a modo de respuesta. El hombre, después de pellizcarle las nalgas, le permitió usar la parte posterior de su tendejón. La primera pregunta de Cunegunda fue:

—¿Cómo está mi hijo? ¿Cómo está Sabas? ¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras así? ¿Qué ha sucedido?

—Sabas ha muerto, Cunegunda. Lo siento.

La esclava cayó de rodillas al piso y se mordió el puño para sofocar el alarido que le quemaba la garganta. Gabina se agachó junto a ella y la abrazó.

—Lo asesinaron, eso dijo el comisario.

—¿Quién ha sido? ¿Quién ha asesinado a mi Sabas?

—Nadie lo sabe. Es un misterio. Lo encontraron en la playa, ya llevaba varios días de difunto.

—¿Quién ha sido? —repitió Cunegunda, enajenada—. ¿Quién ha asesinado a mi hijo?

—Se dijeron muchas cosas y no se llegó a nada. Tienes que aceptar que Sabas no era muy querido entre los nuestros. Mucha gente le tenía ojeriza.

—Sobre todo ese demonio de Servando.

—No creo que él lo haya hecho —expresó la joven, y sacudió los hombros con indiferencia.

Las visitas de Blackraven al Fuerte se hicieron habituales. Alguien debió de haberles dicho a los soldados que se trataba del hijo del duque de Guermeaux por la obsecuencia con que lo saludaban. Beresford, por su parte, disfrutaba las largas conversaciones con su amigo de juventud, de la época en que ambos asistían a la Escuela Militar de Estrasburgo, y sospechaba que, en esa ciudad, sólo podía confiar en él, más allá de que intuía que el conde de Stoneville no aprobaba la invasión.

Beresford también comenzaba a juzgar que la misión era un gran desatino, en especial desde que Blackraven le informó que el ministro Pitt, el Joven, había muerto y que William Wyndham Grenville, del partido opositor, ocupaba su cargo. Él no olvidaba que aquella aventura se respaldaba en un memorando redactado por Popham y por el venezolano Miranda y firmado por Pitt en octubre de 1804, donde se exponían las conveniencias de anexar al Imperio Británico las colonias españolas de las Indias Occidentales. Sin Pitt, el respaldo se desvanecía y la invasión tomaba el cariz de una empresa privada.

Si bien ocupaba ese despacho en el Fuerte desde hacía diez días, tenía la impresión de que habían pasado meses dada la intensidad de las jornadas, con dificultades de distinta índole que le quitaban el sueño. Sus diálogos con Blackraven constituían un solaz, pese a que, en general, se refirieran a los problemas.

A menudo, Blackraven traía a la mesa los dichos de El Príncipe, de Maquiavelo, la obra que el dómine Gabriel Malagrida les había enseñado a amar, y de ese modo le planteaba su disconformidad, por ejemplo, al citar que no se juzgaba sensato ocupar militarmente un lugar debido a que los gastos crecían y las tropas consumían las nuevas rentas. Por otra parte, la población se consideraba agraviada a causa de los daños que ocasionaban los desplazamientos del ejército, y cada ciudadano se convertía en un enemigo.

—En la América del Sur se necesita la genialidad de un estadista, no la fuerza de un militar —señaló.

Le recordó también que “los hombres viven tranquilos si se los mantiene en las viejas formas de vida”, por lo que Beresford conminó a Popham a extender un bando en donde garantizase que la Real Audiencia, el Consulado y el Cabildo seguirían funcionando como hasta entonces y que se respetarían la propiedad privada y las tradiciones de los porteños, en especial las religiosas.

Días atrás, antes de dar la orden de azotar quinientas veces a tres soldados acusados de deserción, Beresford recordó el comentario de Blackraven la primera vez que se vieron respecto al desatino de haber traído a tantos soldados irlandeses y católicos al Río de la Plata. Se acordó también de que le había advertido que no confiara en Liniers a pesar de sus muestras de buena voluntad; que el comerciante vasco Álzaga y la Iglesia se erigirían como los grandes enemigos; que los porteños no se interesarían en la suerte del tesoro pues sabían que terminaría en manos de Napoleón por el acuerdo de San Ildefonso; y que el Fuerte presentaba una desventajosa situación, con paredes muy bajas y cañones de corto alcance, y que resultaba inadmisible que se hubiera permitido la construcción de casas con altos alrededor del mismo. En especial, Blackraven se mostró extrañado de que el ejército inglés no se hubiese asegurado en primer término el puerto de San Felipe, en Montevideo.

Beresford conocía la sensatez e inteligencia de Blackraven, por eso se inquietó cuando éste le dijo:

—Supe que te reuniste con el doctor Castelli. —Beresford asintió con una sonrisa; se suponía que la entrevista había sido secreta—. Escúchame bien, William: si no les prometes a los criollos la emancipación de la España, garantizándoles que no los usarán como bien de cambio en caso de un acuerdo de paz con la Francia, se convertirán en tus más acérrimos enemigos. Cualquiera que sea el plan para independizar a estos pueblos, los ingleses no deben presentarse de otro modo que no sea como protectores o auxiliares. Los conozco, William, preferirán unirse a los españoles a admitir el yugo de otro monarca. Y tú no cuentas con tropa ni con armamento suficientes para hacerles frente. Sin caballería, será difícil sojuzgarlos.

—Lo sé, Roger, lo sé —contestó, abatido—. Pero no puedo prometerles nada.

—El pueblo del Río de la Plata codicia la libertad bajo una máscara de obediencia. Parecen sumisos, pero en verdad son renitentes y voluntariosos. Deberías mostrarles algún signo de adhesión a su causa para poder gobernar en paz.

—Entiendo —insistió Beresford—, pero debo limitarme a hacer lo menos posible, a tratar de ser simpático y a no prometer nada.

—Estos criollos son tipos de aguda inteligencia, William. No los subestimes. Sustentan ideas propias y poseen una gran fuerza de voluntad. Su oposición al dominio español no se limita a cuestiones meramente comerciales sino que oponen razones filosóficas que nacen de su adherencia a las ideas roussonianas y de Montesquieu. No los convencerás bajando las tasas aduaneras y decretando el libre comercio.

—Es lo único que les daré por el momento. Hemos llegado aquí con instrucciones imprecisas.

—Con ninguna instrucción, diría yo. Tu general Baird se dejó convencer en el Cabo por ese charlatán de Popham, que sólo busca un beneficio pecuniario.

—Y lo conseguirá. Antes de ayer el capitán Arbuthnot llegó con el tesoro que Sobremonte abandonó en la villa del Luján.

—Tu amigo William White —pronunció Blackraven— ha de estar contento también. —Ante la desorientación de Beresford, Roger simuló sorprenderse—: ¿Cómo? ¿Acaso no sabes que Popham mantiene una abultada deuda con White desde sus años juntos en la India? Se especula con que asciende a noventa mil libras, aunque me inclino a pensar que llega a las veinte mil. —Beresford guardaba silencio, desconcertado—. Acabo de bajar del pedestal a White, uno de tus hombres de confianza, ¿verdad? Estimo que sólo te quedan tu secretario, el capitán Kennett, y Denis Pack. ¿Qué haréis con el tesoro?

—Enviarlo de inmediato a la Inglaterra —explicó Beresford, extrañado por la pregunta—. ¿Qué suponías que haríamos?

—Está claro que Popham se encuentra impaciente por ganar crédito en la corte de Saint James. Qué mejor que enviando arcones repletos de oro americano, sin soslayar, por supuesto, que quiere asegurarse su parte de la presa. Pero me pregunto, ¿no habéis pensado qué ocurrirá cuando os llevéis todo el circulante hacia la Inglaterra? Puesto que entre los dineros del reino existen cantidades de propiedad de particulares, provocaréis una baja tal en la liquidez que llevará a que el peso se sobrevalúe. ¿A cuánto cambiáis hoy una libra? ¿Algo así como a cuatro chelines, seis peniques? Pronostico una suba que alcanzará los siete chelines si despojáis a los porteños del total de sus dineros. —Beresford propuso la publicación de un bando donde se limitase el cambio a una cifra conveniente, lo que hizo reír a Blackraven—. Una medida de tal naturaleza se contrapondría con vuestra primera expresión de liberalidad económica y comercial, y perderíais el respeto de esta gente. Por otra parte, no pasaría un día de ese bando que florecería un mercado negro imposible de controlar o erradicar.

Beresford consideró la situación en silencio.

—A los de nuestra clase, William —manifestó Blackraven, y no necesitó aclarar que aludía a la condición de bastardos que compartían—, todo nos cuesta mucho más. Sé que esta conquista ha significado un gran logro en tu carrera militar. Pero déjame advertirte que no debes confiar en Popham.

Beresford se alejó hacia el bargueño donde escanció de nuevo una generosa medida de whisky escocés e hizo fondo blanco.

—¿Cómo van las cosas con él?

—¿Con Popham? Mal. Mi ascenso a mayor general le cayó como patada al hígado.

Blackraven rió con sarcasmo y especuló:

—Imagino que la noticia no sólo lo molestó por quedar en un rango subalterno sino porque ahora, con tu nueva jerarquía, te llevarás una mayor tajada del botín.

Beresford asintió antes de cambiar de tema.

—En dos horas me reuniré con funcionarios de la Audiencia y del Cabildo y les haré firmar un juramento de fidelidad a nuestro rey. En algunos días, exigiré lo mismo a los comerciantes más encumbrados.

—La firma de un juramento no detendrá a estos hombres si, dentro de un tiempo, arribasen a la conclusión de que vuestra presencia en el Río de la Plata les resulta perjudicial.

—Firmarán un voto —insistió Beresford, algo escandalizado—, darán su palabra.

Blackraven se sacudió de hombros y se echó al coleto el último trago. Se puso de pie y se colocó el abrigo.

—William, el comerciante no conoce más patria ni más rey ni más religión que su interés. Yo no confiaría en nadie si existiesen cuestiones económicas involucradas.

Lamentó ver el semblante taciturno de su amigo, aunque prefería hablarle con la verdad. Beresford, por su lado, valoraba la sinceridad de Blackraven.

—Me gustaría invitarte a casa, pero, ya sabes, no puedo por lo del luto.

—Espero que tu esposa esté mejor. Esta mañana firmé una ordenanza donde se habilita el hospicio Martín de Porres. Me sorprendí al leer su nombre entre las responsables del mismo. Me han dicho que la señora condesa de Stoneville es muy caritativa con los indigentes, en especial con los esclavos, quienes la veneran.

—No te han mentido. —Beresford lo contempló con una mueca sarcástica—. Entiendo —dijo Blackraven—, te preguntas cómo un sátrapa como yo casó con alguien como ella.

—Quizás el Señor la envió para redimirte de tu vida de calavera.

—Creo que el Señor ya abandonó sus planes de redención para mí.

Blackraven se retiró del Fuerte cerca del mediodía, minutos antes de que comenzaran a llegar los funcionarios convocados para la firma del juramento de fidelidad al rey Jorge III. Hacía frío. Se embozó en su redingote de cachemira y cruzó la Plaza Mayor dando largas zancadas, observando el entorno, preguntándose si alguna de aquellas personas sería La Cobra.

Le quedaban dos asuntos, cerrar un acuerdo de comercio con el barón de Pontevedra y visitar a Mariano Moreno; necesitaba conocer su postura en el nuevo mapa político del virreinato. Habían conversado días atrás, cuando se presentó en su casa de la calle de la Piedad para agradecerle por su intervención en el asunto de Melody y los esclavos de la Real Compañía de Filipinas. El joven abogado no quiso aceptar un generoso estipendio y se limitó a comentar los pormenores del caso; de los ingleses, no dijo palabra.

Marchó a lo de Abelardo Montes, barón de Pontevedra, quien lo recibió entre elocuentes manifestaciones de simpatía que demostraron su disposición a complacerlo. “Bien”, se alegró Blackraven. Montes se convertiría de gran utilidad en su plan para destruir a Álzaga.

Servando abandonó el taller de tapicería al tiempo que las campanas tocaban el vesperal, ese repique lamentoso a tono con su ánimo. Enfiló hacia la tienda de abarrotes para cumplir el encargo del señor Cagigas, el maestro tapicero, quien necesitaba unos calamones de bronce y dos varas de brocado de seda. Justificaría su retraso con alguna excusa y pasaría por la casa de la calle Santiago. Ansiaba ver a Elisea.

Como de costumbre a esa hora, la encontró en el huerto; lo que no esperaba era toparse otra vez con Tomás Maguire acuclillado al lado de su amada. Se quedó quieto detrás de un nogal escuchando el relato de Tommy acerca de sus hazañas como soldado. Vestía un uniforme que le iba grande, de un azul desleído y con varios remiendos; de igual modo, desplegaba la actitud de un general prusiano.

—Pues si habéis luchado con tanto denuedo —apuntó Elisea—, es extraño que no hayáis ganado.

—¡Oh, pero si ellos eran cuatro mil! Nosotros apenas llegábamos a seiscientos.

—Entiendo. —Sin mirarlo, con la vista en su trabajo, Elisea opinó—: Juzgo un desatino esta idea de enrolarse, no sólo por su precaria situación con la Justicia sino porque su hermano menor… En fin, miss Melody ha sufrido mucho. ¿Y si los ingleses llegaban a herirlo, señor Maguire?

—Su señoría me habría cuidado. ¿Acaso no lo hizo cuando el artero de Servando me atacó a traición?

Los nudillos de Servando se tornaron blanquecinos a los costados de su cuerpo. “¡Qué fácil sería destruirlo!”, pensó. Una palabra vertida en el oído de Álzaga, y Tomás Maguire pasaría a la historia. Los observaba, atento a las palabras de él, a las sonrisas veladas de ella, hasta que dio un respingo, tan estupefacto como Elisea, cuando Maguire la tomó de los brazos y le estampó un beso en la boca. Esperó en vano la cachetada de la joven, que atinó a llevarse la mano a los labios enrojecidos y a mirar con extrañeza a Tommy. Entre colérico y abatido, Servando dio media vuelta y abandonó la casa de Valdez e Inclán, sin escuchar las palabras que Elisea pronunció a continuación.

—Yo lo aprecio, señor Maguire, pero le suplico que no vuelva a tomarse esa libertad conmigo.

—¿Por qué? —quiso saber, con aire impertinente.

—Porque no lo amo.

—¿A quién ama su merced, entonces? ¿Al zarramplín de Otárola?

—A quien yo ame no es de su incumbencia, pero sepa que, quien es dueño de mi corazón, no es un zarramplín sino el mejor de los hombres. Ahora váyase, no quiero que mi tía Leo ni mi tío Diogo lo encuentren aquí. Me comprometería.

Blackraven caminaba con aspecto reconcentrado, y nadie habría adivinado que estaba al tanto de una pareja que avanzaba detrás de él; de una esclava que, en la acera de enfrente, le ataba los cordones a su pequeño amo; del tañido de una campana, que anunciaba la cercanía del carretón del aguatero; de unas mujeres que, en los altos de la casa de la virreina vieja, contemplaban a los transeúntes. Detrás de su máscara impasible había un espíritu al acecho.

También meditaba acerca de la entrevista con el doctor Mariano Moreno, quien se había mostrado difidente ya que creía que el conde de Stoneville manejaba tras bambalinas la invasión ocurrida diez días atrás.

—Conozco a Popham —había explicado Blackraven—. Es un aventurero, hábil y convincente. Esta empresa en la que se embarcó no cuenta con el aval del gobierno británico, y tendrá que dar muchas explicaciones al nuevo gabinete en Whitehall.

—Cuando vuestras autoridades reciban el botín que llegó del Luján antier, le perdonarán cualquier bravuconada al comodoro Popham —apuntó Moreno.

—Eso es si, además de enviar el tesoro, consigue mantener la plaza.

Moreno se limitó a contemplarlo con estudiada serenidad, y Blackraven se dio cuenta de que se debatía entre volver a confiar en él u ocultarle lo que sabía. En su opinión, la actitud del joven abogado era elocuente, y lo llevó a concluir que ya se hablaba de la reconquista. “Es una buena oportunidad”, caviló. “Si los criollos se organizan para expulsar a los ingleses, nada los detendrá en su afán por expulsar también a los españoles”.

Entró en la casa de San José por la parte trasera, cuya tristeza habitual era alterada por risas y gritos de niños que jugaban a las escondidas y por las reprimendas de Siloé.

—¡Irrespetuosos! —Pronunciaba la negra entre dientes—. ¡Callad! ¿Acaso no sabéis que ésta es una casa de luto? ¡Respetad el dolor de la señora condesa!

—Déjalos, Siloé —intervino Blackraven—. Ya es hora de que acabemos con tanto silencio.

Víctor y Angelita, junto con un grupo de mulecones, se acercaron a saludarlo.

—Pero, amo Roger —se quejó Siloé—, hace pocos días que partió el niño Jimmy. Deberíamos mostrarnos todos tristes.

—Cuidado con la tristeza, Siloé. Puede convertirse en un vicio. ¿Dónde está Estevanico? —preguntó, sin pausa.

—No podemos hallarlo, señor —explicó Víctor.

—Nunca podemos —se desazonó Angelita—. Se esconde muy bien.

Blackraven avistó una mota que emergía de la enorme tinaja donde se almacenaba el agua de río para que decantase el barro. Como contaban con aljibe y ésa había sido una época de copiosas lluvias, no necesitaban comprar agua, por lo que las tinajas permanecían vacías. Sonrió al admitir la picardía del negrito.

—Quizá decidió meterse dentro de mi carruaje. ¡Pobre de él si lo ensució!

Los niños corrieron hacia la cochera, en tanto Blackraven se dirigía a la tinaja.

—Vamos, sal de ahí.

—Permítame hacer piedra franca, amo Roger.

Con agilidad admirable, Estevanico saltó de su escondite y corrió al manzano.

—¡Piedra franca! ¡Piedra franca! —proclamó, mientras golpeaba el tronco.

Los demás aparecieron con semblantes desolados y se arracimaron en torno a Blackraven, que comenzó a interesarse por las lecciones de esgrima, las de danza, las de equitación, los avances en el aprendizaje del inglés o de las aritméticas.

—Miss Melody me dijo hoy que desde mañana tomaré clases con doña Perla y don Jaime —anunció Estevanico.

—Habla en castellano —lo reconvino Blackraven.

—Está bien. ¿Con Miora puedo hablar en portugués?

—Sea.

Levantó la vista y descubrió varios pares de ojos oscuros que lo contemplaban en reverente silencio, apartados de Víctor, Angelita y Estevanico. Se trataba de los hijos de Ovidio y Gilberta, y de otras esclavas. Lo contentó verlos sanos, de carrillos llenos y buen brillo en la piel de ébano. A diferencia de los esclavos de otras familias porteñas, los de la casa de San José y de la de Santiago comían una variedad de platos que incluía carne vacuna, pescado, verduras y frutas, alimentos que, en la generalidad de los casos, sólo se degustaban en la mesa de los amos. Hurgó en la faltriquera y extrajo un puñado de cuartillos. Los repartió entre los niños, actitud que provocó que la expresión de miedo y reverencia cambiase por una de turbación.

—Gilberta —ordenó—, acompáñalos a la tienda a comprar golosinas.

—Gracias, amo Roger —balbuceó la esclava, emocionada.

Los niños salieron por el portón de la cochera polemizando acerca de las bondades del regaliz en oposición a las de los alfeñiques, las tortitas de coco o los caramelos de leche.

Blackraven caminó de buen ánimo hacia los interiores, en especial porque el comentario de Estevanico —que tomaría clases por disposición de miss Melody— hablaba de que su esposa comenzaba a ocuparse de nuevo de las cuestiones domésticas. La halló en su gabinete leyendo una carta. Le sonrió al verlo, y él se agachó para besarle la frente.

—Es de madame Odile —explicó Melody—. Me escribe por lo de Jimmy.

Se limitó a asentir y prosiguió quitándose la ropa. Un muro se erigía entre ellos, y él no sabía cómo franquearlo. La incomodidad de Melody lo ahuyentaba, ni siquiera se higienizaba desnuda sino que había vuelto al camisolín de baño, evitaba cambiarse frente a él e incluso lo rehuía con la mirada. Añoraba las noches de verano cuando la contemplaba pasarse loción por las piernas en tanto sus pechos se mecían a causa del enérgico masaje; y cuando después ella se deslizaba sobre su torso desnudo y dejaba un reguero de besos hasta alcanzar sus labios. Se le aproximó, en calzones.

Melody se sonrojó al notar su erección. De pie junto a ella, Blackraven le acarició el filo de la mandíbula y descendió por su cuello hasta abrirle el escote. Melody saltó de la silla y se alejó ajustándose el cuello de la bata.

—Roger, no —musitó.

—¡Isaura, por favor! —dijo, furioso.

Se echó encima el salto de cama y abandonó la habitación dando un portazo.

No supo qué lo despertó. Levantó los párpados de modo apacible y enseguida notó que Melody no yacía a su lado. Insultó entre dientes al no encontrar la yesca para encender la bujía. Por fin, la llama en el pabilo se estabilizó, y Blackraven elevó la palmatoria para iluminar el dormitorio. Allí no se encontraba, tampoco en el gabinete ni en el tocador. Se calzó las pantuflas de terciopelo, se puso la bata de lana y salió al pasillo, helado y silencioso.

La puerta entornada de la habitación de Jimmy llamó su atención. Entró. La divisó enseguida, sentada en medio de la cama donde había muerto su hermano, las rodillas bajo el mentón y los brazos en torno a las piernas. Se mecía y murmuraba, y mantenía los ojos muy abiertos, no pestañaba. Después se dio cuenta de que no murmuraba sino de que, entre castañeteos, canturreaba en gaélico.

Un nudo se anidó en su garganta, una obstrucción que nacía del miedo, la tristeza y la angustia. Aquella visión le provocó una impresión intensa, y se acercó a Melody, inseguro, como si estuviera a punto de tocar a una extraña.

—¡Isaura, estás helada!

La envolvió con su bata y la acomodó sobre sus piernas. Melody tiritaba y respiraba de modo agitado e inconstante. Blackraven la apretó, le besó la coronilla y la frente, y la llamó “mi pequeña, mi amor”, hasta que elevó los ojos al cielo raso para suplicar:

—Dios mío, devuélvemela.

Hacía años que no le pedía ayuda a Dios. Lo hizo con profunda fe mientras el carruaje de su padre se alejaba de Versalles, y no había surtido efecto; tampoco cuando suplicaba que el duque de Guermeaux lo amase. Al fin, se convirtió en un descreído. En esa instancia, alarmado hasta la desesperación, admitió su ineptitud y, de un modo natural, apeló a quien tantas veces había tachado de “entelequia”.

—Roger —susurró Melody.

—Aquí estoy, cariño.

—Jimmy me llamaba, llorando —se mortificó—, y yo no podía encontrarlo. No podía. Lo abandoné en la oscuridad, allá, en San Francisco, y tiene miedo. Está solo.

—Shhh, cariño. No digas más. Jimmy no está en la oscuridad ni solo. Está donde siempre hay luz, con tus padres. Él ha partido a un sitio mucho mejor que éste. Déjalo ir, Isaura, déjalo marchar en paz.

—¡No puedo! ¡No puedo creer que no lo veré nunca más! ¡No soporto su ausencia! ¡Lo extraño tanto! ¡Tanto! Quisiera escuchar su voz una vez más. ¡Quisiera tenerlo entre mis brazos una vez más!

—Lo sé, cariño, lo sé.

Melody se abandonó a un llanto amargo. Blackraven la sostuvo contra su pecho, sintiéndose impotente y estúpido, y también un miserable porque, en medio de aquella tormenta de sensaciones, padecía celos de Jimmy y se preguntaba si Isaura sufriría de igual modo por él.

—Amor mío —susurró, agobiado—, ¿es que acaso mi hijo y yo no somos suficientes para ti? Tú lo eres todo para mí, Isaura.

La cargó hasta el dormitorio y la depositó en la cama. Avivó la lumbre en el copón de bronce y volvió junto a ella, que seguía tiritando, aunque no lloraba. Amoldó su pecho a la espalda de Melody, le cruzó una pierna sobre la cadera y la envolvió entre sus brazos, todo para darle calor; le abarcó el vientre con una mano y movió el pulgar para acariciarlo. Se quedaron en silencio, advirtiendo cómo desaparecían la tensión y el frío, y una placentera somnolencia se apoderaba de sus mentes.

—Ya pasó, cariño —le dijo en voz baja, y el aroma familiar de su aliento erizó la piel de Melody—. ¿Ves? Sólo ha sido un mal sueño. Duérmete ahora. Quiero que estés tranquila, que vuelvas a sonreír, que vuelvas a ser mi dulce Isaura. Ése sería el deseo de Jimmy, estoy seguro. Él te quería tanto. Sólo deseaba verte feliz. ¿Harás el esfuerzo, mi amor? ¿Por nuestro hijo? —Ella asintió—. ¿Me lo prometes?

—Lo haré también por ti —musitó antes de quedarse dormida.

Blackraven consultó su reloj de leontina. Las cuatro y media de la madrugada. Fue a su despacho donde escribió dos notas, que selló con el símbolo del águila bicéfala, el de la casa de Guermeaux. Despertó a Somar y a Trinaghanta y les comunicó que él y Melody marcharían al Retiro; Somar quedaría a cargo de la casa de San José; la cingalesa, en tanto, los acompañaría.

—Roger —dijo el turco—, deberías llevar a Miora, incluso a Siloé. No olvides que, durante el invierno, allá queda un retén mínimo de domésticos. Los demás esclavos se ocupan en las tareas del molino y del lagar.

—Descuida, nos arreglaremos. Despierta a Servando para que lleve este mensaje a Bustillo —el senescal de su propiedad “El Retiro”—. Dile que monte a Fuoco. En cuanto al regreso, indícale que le pida a Bustillo otro caballo. Más tarde, envía esta carta a madame Odile. —Se volvió para dirigirse a Trinaghanta—: Tu señora duerme, así que deberás armar los baúles con sigilo, como tú sabes moverte —acotó, con una sonrisa ligera—. Prepara ropa para tres días. —Consultó el reloj de nuevo—. Son las cinco y diez. Partiré a las seis y media. Somar, despierta a Ovidio y dile que prepare el carruaje. Asegúrate de que coloque dos braseros bajo los asientos de la cabina.

Cerca de la hora de partir, convocó a su asistente turco.

—Cuando regrese, no quiero encontrar vestigios de luto en esta casa. Se quitarán los paños negros de espejos, cuadros y muebles, se abrirán los postigos y se llenarán los jarrones con flores blancas. En cuanto a la habitación de Jimmy, quiero que sea remozada por completo. Dile a Ovidio que la pinte de otro color, que cambie las molduras y el mobiliario. Quiero que sea transformada en un cuarto de juego para los niños. Ah, Somar, lo olvidaba: encárgate de que la tumba de Jimmy reciba flores frescas a diario.

Todavía no clareaba cuando Blackraven despertó a Melody con besos en la frente.

—Cariño, levántate.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Iremos a pasar unos días al Retiro La envolvió con dos mantas y la condujo hasta el carruaje, donde Melody se recostó en el asiento, la cabeza sobre las piernas de Blackraven. Después de tantas noches en vela llorando, la joven apenas entreabrió los párpados.

—Duerme —susurró él.

Lo hizo, confiada y sin preguntas, y eso lo complació. Sus ojos no la abandonaban ni un instante, no podían apartarse de sus facciones embellecidas por una tonalidad untuosa en la penumbra del coche. “Dios mío, pareces una chiquilla”, pensó, admirado de que esa criatura le manejase la vida; siempre había algo de paradoja y sorpresa en relación con Isaura, y ni el tiempo conseguía que él se despojara de esa sensación de inseguridad que le provocaba amarla.

Debido a la precariedad del puente, el carruaje se meció con violencia al trasponer el zanjón de Matorras, y Melody despertó, sin sobresaltos, con la cara hinchada y reblandecida por el sueño. Blackraven se inclinó y la besó en los labios. Le habló al oído.

—Te he raptado, hermosa princesa. Eres mía, estás en mis manos. Durante algún tiempo, me ocuparé de prodigarte tanto placer que te olvidarás de todo. Gemirás entre mis brazos hasta la inconsciencia.

Una sombra de inquietud cruzó el semblante de Melody, y Blackraven percibió que su cuerpo se tensaba.

—¿Qué sucede? —La miró con fijeza; ella, en cambio, lo evitó—. ¿Por qué no me miras? ¿Qué he dicho? ¿Acaso ya no me deseas? ¿Te doy asco, Isaura? ¿Te inspiro repulsión?

Melody movió la cabeza con rapidez, y sus ojos encontraron los azules de él, locuaces y exigentes. No le temió, más bien experimentó una pena infinita y mucha culpa por haberlo lastimado. La tristeza de Blackraven resultaba palpable, la oprimía y la angustiaba, y, como sabía que ese desconcierto podía transformarse en ira, extendió una mano indolente y le acarició el filo de la mandíbula, y, con la punta del dedo, le dibujó el contorno del labio inferior, pronunciado y grueso. Él apretó los ojos. Melody le pasó el brazo por la nuca y lo obligó a inclinarse para susurrarle:

—Te deseo, Roger Blackraven, tanto que a veces me duele el cuerpo. Imagino el placer que experimentaría con tu peso sobre mí, y me siento desfallecer. Recuerdo tus manos, cómo me tocaban, y tus besos en todas partes, y tus dedos dentro de mí, y mis pezones entre tus dientes… Pero después me pregunto si tengo derecho a tomar tanto placer de ti, a ser feliz entre tus brazos cuando Jimmy padeció esa agonía antes de morir.

Le tembló el mentón y apartó el rostro. Blackraven vio que su perfil se teñía de un rubor adorable y que una lágrima rodaba por su nariz. Se había tratado de un discurso sin fisuras ni titubeos, la expresión de un sentimiento de culpa que albergaba desde hacía tiempo y que había juzgado demasiado íntimo para desnudarlo. En ese momento debía de sentirse expuesta y vulnerada.

—Gracias por confiar en mí, Isaura. De algún modo superaremos este dolor. Si estamos juntos lo lograremos. El tiempo y mi amor curarán tus heridas.

Melody lo atrajo hacia ella y se pegó a su cuerpo en busca de la fuerza que él le prodigaba siempre, la que la había sostenido a lo largo de la agonía de Jimmy, y después también.

—He sido mezquina —se reprochó— al no advertir tu dolor. Tú también querías a Jimmy y has sufrido su pérdida.

—Por supuesto que quería a Jimmy, porque era tu hermano. Como también quiero a este hijo no sólo porque es mío sino porque tú vas a dármelo, porque será carne de tu carne.

El carruaje frenó a palmos de la entrada principal del Retiro.

—Hemos llegado —anunció Blackraven, y notó que la fisonomía de Melody se animaba y que una sonrisa le separaba los labios.

—Me siento destemplada —dijo—. Quisiera darme un baño bien caliente.