Capítulo VII

Después del entierro de Jimmy, nadie vio llorar a Melody. Su rutina era simple: oía misa de seis —la de los esclavos y gentes de luto— en la iglesia de San Francisco, visitaba la tumba de su hermano y volvía a la casa de San José, donde pasaba el día entre su gabinete y la cama. Había empezado a escribir un diario que guardaba bajo llave en su secreter, actitud que lastimaba a Blackraven. Permitía que los niños la visitaran por la tarde, y Víctor llevaba a Goti, la cabrita de Jimmy, porque Melody le tenía mucho cariño. Al esclavo nuevo, Estevanico, también le había tomado cariño, y le permitía que la acompañase a misa y le llevase la carpeta para sentarse sobre los mazaríes cerca del altar. A diferencia de los demás negritos de la alfombra, que permanecían de pie detrás de sus amas, Estevanico, a una indicación de Melody, se sentaba junto a ella.

En tanto miss Melody adoptaba una actitud de recogimiento que la mantenía ajena del entorno, el pequeño esclavo notaba las miradas sobre ellos, más bien hostiles. La observaba de soslayo, tan pálida y etérea, con los ojos brillantes de lágrimas y los labios trémulos, y deseaba protegerla. La belleza de miss Melody lo sorprendía y no se cansaba de mirar ese cabello de peculiar color y esa piel que de tan blanca en algunas partes se volvía transparente —él podía verle las venas—. En ocasiones pillaba al amo Roger contemplándola con fijeza.

En realidad, el amo Roger y miss Melody no pasaban demasiado tiempo juntos, y él sólo los había visto en la misma habitación un par de veces. Era Sansón, ese perro gigante que le daba miedo, el que la acompañaba siempre, incluso a misa, aunque la esperaba en el atrio, donde cazaba palomas. Según los dichos de la negra Siloé, antes de que el niño Jimmy muriese, miss Melody, a la hora de la siesta, se ocupaba de las necesidades de los esclavos, que la esperaban en la parte trasera de la casa y la llamaban Ángel Negro; por esos días, si bien los esclavos seguían acudiendo por ayuda, miss Melody no salía y se servía de Miora y de Somar para atender los pedidos.

Somar le pidió a Blackraven que le hablase en castellano.

—Apenas lo balbuceo —se justificó.

—¿Para qué quieres hablar castellano? No lo necesitas.

—Si te obstinas en permanecer en el Río de la Plata, claro que lo necesito. Ahora me ocupo de muchos encargos de mi señora y quiero hablar con propiedad.

—Está bien —se avino Blackraven.

Somar aguardaba con ansia el momento del día en que él y Miora se ocupaban de los esclavos de miss Melody. Disfrutaba también después, cuando analizaban los pedidos y acomodaban los regalos. A veces la timidez la abandonaba, y Miora se reía, y él se quedaba mudo, admirándola, dichoso de que ella hubiese superado ese miedo cerval que le provocaban sus tatuajes, su turbante y el sable en la cintura. Jugaba con fuego, estaba enamorándose de una muchacha joven, vital y hermosa, a la que él, un eunuco, nada podía ofrecer. Esta idea lo volvía hosco, y la trataba como al principio, con modos autoritarios, para protegerse de los encantos que esa niña prodigaba sin conciencia.

Al día siguiente del entierro de Jimmy, por la noche, Blackraven se entrevistó con sus espías O’Maley y Zorrilla, quienes extendieron un mapa del Río de la Plata sobre el escritorio y lo pusieron al tanto de la situación de los ingleses. Los barcos eran doce, Ocean, Triton, Melanthon, Wellington y Walker, escoltados por el Diadem (buque insignia), Raisonable, Diomede, Narcissus y Encounter; el Leda hacía tiempo que merodeaba las costas y el Justinia se había unido al convoy en la isla de Santa Elena a principios de mayo. Las fuerzas terrestres pertenecían mayormente a la infantería, al primer batallón del regimiento escocés 71 de Highlanders, a las órdenes del teniente coronel Denis Pack; contaban con escaso armamento.

—¿Nada de caballería? —se extrañó Blackraven.

—Nada, señor —confirmó Zorrilla—. En total, poco más de mil quinientos hombres.

—Ya sé que Popham está a cargo de la flota. ¿Quién tiene el mando en tierra?

—El general de brigada William Carr Beresford —dijo O’Maley—, gobernador de Buenos Aires.

Blackraven levantó las cejas, sorprendido, aunque no hizo comentarios, y sus hombres se guardaron de preguntar. Siguieron con más detalles: el virrey había huido con el tesoro hacia Córdoba y de la Quintana, a instancias de Beresford, le había escrito a Luján, donde pernoctaba, exigiéndole que lo devolviera; el comerciante William White oficiaba de intérprete; el doctor Belgrano, el secretario del Consulado, se había marchado a la Banda Oriental para no jurar fidelidad a Jorge III; y el doctor Moreno no había vuelto a ocupar su cargo en la Audiencia. Estas dos últimas noticias alarmaron a Blackraven, pues si Belgrano y Moreno les daban la espalda a los ingleses significaba que éstos no estaban dispuestos a conceder la independencia al Virreinato del Río de la Plata, lo que complicaba los planes de la Liga Secreta del Sur.

—¿Qué opinan los comerciantes? —se dirigió a Zorrilla, quien se codeaba con la clase poderosa.

—Hasta el momento, ninguno expresa abiertamente su opinión, aunque es sabido que hombres como Álzaga no apoyarán el régimen de libre comercio que pretende instaurar Beresford, con rebajas en los derechos y en las alcabalas.

A Blackraven le vinieron a la mente las palabras que años atrás había expresado en el Parlamento Richard Wellesley, hermano mayor de Arthur, el militar: “La verdadera grandeza de la Gran Bretaña es su intercambio y el trono del comercio mundial, el natural objeto de su ambición”. Esa ambición, meditó Blackraven, se convertiría en una necesidad dado que el bloqueo continental impuesto por Napoleón les negaba el acceso a los principales puertos europeos y amenazaba la economía de la isla. De acuerdo con su índole, los ingleses se lanzarían a la conquista de nuevos mercados.

—La Iglesia los apoya —manifestó Zorrilla.

—¿El obispo Lué? —se extrañó Blackraven—. Lo dudo. Debe de tratarse de una artimaña, de las que es muy afecto su eminencia.

—Aseguran que esta mañana, en una reunión que convocó Beresford en el Fuerte, el prior de los Predicadores, fray Gregorio Torres, le brindó su apoyo y adhesión.

—Fray Gregorio —opinó Blackraven— puede decir misa, pero la Iglesia Católica no se quedará de brazos cruzados mientras los herejes anglicanos se apoderan de uno de sus bastiones.

En tanto algunos criollos de noble cuna albergaban la esperanza de que los ingleses los ayudaran a alcanzar la independencia, entre los esclavos, informó O’Maley, estaba gestándose la certeza de que los invasores les concederían la libertad.

—Necesito una lista —indicó Blackraven a Zorrilla— de los comerciantes que apoyan a Beresford, los que están en su contra y los que mantienen una posición neutral. También averigua quiénes son los clientes de Álzaga aquí, en Buenos Aires, y en las intendencias del virreinato. Me urge también conseguir los nombres de sus proveedores en Cádiz. —Zorrilla dijo que lo intentaría—. Además, necesito un listado con el nombre de sus barcos y su ubicación actual. Gracias. Puedes retirarte.

A solas con O’Maley, le comunicó las novedades.

—Fouché contrató a un sicario para liquidar al Escorpión Negro. Lo llaman La Cobra. —El irlandés manifestó que no lo conocía—. Es probable que nunca relacione mi nombre con el del espía, sin embargo, quiero que te mantengas ojo avizor. Malagrida está en El Cangrejal, a la espera de mis órdenes. Envíale un mensaje indicándole que me mande algunos hombres para montar guardia en la casa de San José y que alije la mercancía frente al Retiro, en la cueva del peñón, durante la noche. Dile también que envíe una embarcación para prevenir a Flaherty de fondear el White Hawk junto al Sonzogno. No quiero que se acerque a las balizas de Montevideo ni a las de Buenos Aires.

Le pesaba el cansancio de varias noches en vela, así que bebió la taza de café que le ofrecía Trinaghanta para afrontar la última diligencia: visitar a Papá Justicia.

—¿Cómo está Isaura?

—Duerme —contestó la cingalesa.

—En tanto llego, no te apartes de su lado.

Después de la lluvia de días, el barrio del Mondongo se asemejaba a una porqueriza, sobre todo en los olores; muy pocos cumplían el bando del virrey que prohibía tirar animales muertos y basura en las calles. Le llamó la atención el silencio, cuando a esa hora solía escucharse la música del candombe; la soledad de la casa de Papá Justicia también lo desconcertó, siempre atestada de gente, incluso de señoras de buen ver que acudían por algún filtro o hechizo.

—¡Amo Roger! —se sorprendió el anciano—. Pase, pase. ¿Por qué no me ha enviado aviso? Yo hubiese ido a la casa de San José.

—Me urgía verte. —Blackraven se sentó y Papá Justicia le puso una taza de barro enfrente—. Está bueno —dijo, luego del primer trago de café, sorprendido de que el quimboto pudiera permitírselo, aunque ya sabía que Justicia no era un liberto común.

—¿Cómo está mi niña Melody?

En otro, le hubiese molestado el trato familiar.

—No lo sé, Justicia. Ya la viste ayer en el entierro. Parecía no tener consuelo. Pero, desde que volvimos a casa, no ha derramado una lágrima.

—Tendrá que tenerle paciencia, amo Roger. Miss Melody nunca admitió que Jimmy pudiese morir, aunque se lo venían diciendo desde que el muchacho era un crío.

Blackraven asintió.

—¿Qué dice la gente de los ingleses, Justicia?

—Verá, amo Roger, las opiniones están divididas. La negrada anda alborotada porque piensan que los van a manumitir, los comerciantes están que trinan, en tanto los criollos piensan que ahora sí lograrán la independencia.

—El doctor Belgrano se ha marchado, según entiendo.

—Como funcionario del Consulado, tenía que jurar fidelidad al nuevo rey, y parece que eso no ha sido de su agrado. Se tomó las de Villadiego, hoy nomás. De igual modo, como le digo, algunos sí se entusiasmaron con los ingleses. Ahí lo tiene al joven Juan Martín.

—¿Qué joven Juan Martín?

—Juan Martín de Pueyrredón —explicó el quimboto—, un muchacho que acaba de volver de las Europas con ideas alborotadoras. Juan Martín, junto con el señor Castelli, lo mismo que don Saturnino —se refería a Rodríguez Peña—, su hermano Nicolás también, andan creyendo que los ingleses los apoyarán para conseguir el sueño de la libertad. Ahora, el que trina es don Álzaga, uno de sus esclavos me contó.

El anciano sometió el tema a su consideración antes de concluir:

—Es muy pronto para hablar, amo Roger. Tendremos que esperar a ver qué dicen los ingleses. Si no están dispuestos a darle la independencia a los criollos, entonces será la de San Quintín, pues tendrán a todos en su contra.

—¿Qué me cuentas de mi cuñado? ¿Qué sabes de él? Papá Justicia puso los ojos en blanco y resopló.

—Ese muchacho necesita mano dura, amo Roger, o seguirá cometiendo tonterías. Después del ataque a los asientos negreros, en lugar de huir, se esconde en los alrededores y cada tanto se aparece por aquí. A hora se le ha dado por jugar a los naipes en las pulperías y tomar ginebra. El día que se avistó la escuadra de los ingleses, mientras el niño Jimmy agonizaba, fue a molestar a la esposa de usté para decirle que se uniría a la tropa en el Fuerte.

—Sí, ya lo sabía.

—Amo Roger, en cuanto a esa noche, la del ataque a los negreros, yo… Blackraven levantó una mano.

—Sé que tú no eres el traidor, Justicia. Nunca dudé de ti. —Después de que me soltaron, me alejé de la ciudad, y durante ese tiempo pude pensar y desenredar la maraña que se armó aquella noche. Creo que el traidor fue Sabas.

—Lo sé, Justicia. Lo más probable es que haya sido él. ¿Qué sabes de su madre?

—Supongo que a su merced ya le informaron que Cunegunda y doña Bela huyeron del Convento de las Hijas del Divino Salvador. —Blackraven asintió—. Los esclavos del convento aseguran que recibieron ayuda de afuera para escapar.

—¿Don Diogo? —se inquietó Blackraven.

—No, lo dudo. Él depende de vuestra merced para vivir y no es ningún tonto. Se cuidaría de cometer alguna imprudencia que lo contrariase. Debió de venir de otra persona.

—Somar, quiero que mañana mandes cambiar las cerraduras de las puertas, la de la principal y la del portón de la cochera. Sospecho que Bela hizo una copia de las llaves —explicó Blackraven.

—Como tú digas.

—¿Qué sabemos del matrimonio que contrató Isaura para que se ocupe de la enseñanza de los niños?

—No mucho —admitió Somar.

Sabía que la pregunta guardaba relación con lo que Blackraven le había contado acerca de ese sicario, La Cobra. También había mandado investigar al doctor Constanzó, y, pese a que O’Maley no había hallado nada sospechoso, se negaba a que atendiera a Melody, y se ponía celoso pues ella se empecinaba en que no quería a otro. Para no contrariarla dado su embarazo y como casi no probaba bocado, Blackraven se resignaba a toparse con el médico en la casa de San José, y no importaba cuán ocupado se encontrase, siempre estaba presente. Nada podía censurarle a Constanzó, se comportaba de manera intachable, con el decoro de un caballero; de igual modo, el instinto le marcaba que atendía a Melody con especial celo, y que ella, a su vez, le dirigía las únicas sonrisas que esbozaba desde la muerte de Jimmy. A veces se decía que la indiferencia de Isaura estaba volviéndolo patético y obsesivo.

—Son vizcaínos —informó Somar, en relación a Perla y a Jaime, los maestros.

—Sí, sí, eso ya lo sé —se fastidió Roger—. Necesito que me digas cómo llegaron aquí, con los auspicios de quién.

—Del doctor Covarrubias.

—Ah, conque Covarrubias visitaba esta casa.

—¡Roger, por caridad! Te he dicho que miss Melody casi se ahoga el día que supo de tu partida, presa de la desesperación, y que se lo pasó suspirando y llorando por ti, preguntándome a diario si había recibido una carta tuya. Sólo yo, Trinaghanta y Miora, que la acompañamos durante tus meses de ausencia, sabemos lo que sufrió. Covarrubias y el mismo príncipe de Gales habrían podido cortejarla que ella jamás les habría destinado una mirada.

“¿Por qué, entonces, se aparta de mí desde la muerte de Jimmy?”, quiso preguntar, y su orgullo lo mantuvo en silencio. Somar leyó la angustia que se filtraba en sus ojos.

—Concédele tiempo, Roger. La pérdida de Jimmy la ha quebrado. Con la voluntad de Alá, volverá a ser la misma de antes.

En contra de su disposición, a veces perdía las esperanzas de recuperar a la Isaura de principios de año. Nada la conmovía, ni siquiera haberle ofrecido una donación para terminar la remozada del hospicio y amoblarlo, ni haberle prometido que, en pocos días, obtendría lo que el inútil de Covarrubias no había logrado en dos meses, la habilitación. Cierto que no lo haría sólo para animar a Melody; la jugada significaría la primera victoria contra Álzaga, quien, como miembro de la Hermandad de la Caridad y comerciante influyente de Buenos Aires, desplegaba su artillería para impedir la apertura.

—Cariño, haré una donación para el hospicio, la suma que tú digas, de modo que acabes con las obras y puedas disponerlo todo para su inauguración.

Melody levantó la vista de su diario íntimo y le sonrió con esfuerzo para ocultar que le molestaba que la instara a seguir adelante con el hospicio cuando en el pasado se había opuesto a que se ocupase de los esclavos; y le molestaba porque detestaba inspirarle lástima. Siempre se había sentido menos que él.

—Entrégasela a Lupe o a Pilarita —dijo, con esa voz que le salía áspera de poco que hablaba—. Ellas están a cargo ahora.

Ni tampoco se entusiasmó cuando le dijo que había pagado las deudas que Bella Esmeralda, la estancia de los Maguire, mantenía con el Consulado y con otros acreedores, y que pronto viajaría a Capilla del Señor para ponerla en funcionamiento.

—Cuando resolvamos la situación legal de Tommy, él se hará cargo de la estancia. ¿Qué opinas?

—Si te parece —repuso ella, y se sumergió una vez más en la lectura.

Blackraven habría preferido que su esposa llorase y lanzase maldiciones al cielo en lugar de optar por esa actitud abúlica con la que no sabía cómo lidiar. En ocasiones, mientras comían solos en el dormitorio y a ella se le perdía la mirada, Blackraven la estudiaba, admirado de que, pese a la tristeza, el embarazo la hiciese florecer. Llevaba el pelo sujeto en una lánguida trenza sobre el seno izquierdo, y a él le parecía que lo tenía más sano y abundante. Sus pechos estaban enormes, y se excitaba al imaginarlos en sus manos, y los pezones erguidos, en su boca. Ella dejaba que le besase el vientre y contestaba a sus preguntas, aunque imponía una distancia que lo hería y distanciaba.

No sabía qué hacer. Él, que jamás había mendigado nada a nadie —ni siquiera a su padre un poco de atención, y sabe Dios cuánto la había anhelado—, se encontraba suplicando a esa muchacha de veintiún años que volteara y se fijara en que él existía.