No tenía ánimo para preocuparse por Tommy; la agonía de Jimmy era suficiente. “No puedo combatir con tantos frentes abiertos”, meditó. “Roger podría, pero yo no”, y, arrastrando los pies, con la espalda vencida, regresó a la habitación donde le pareció oler la muerte. Siempre identificaría ese aroma tan peculiar, mezcla de alcanfor, velas, cordial y jara cervuna, con la muerte; no es que fuera un olor desagradable, pero lo llevaba impregnado en las fosas nasales desde hacía días y a veces le causaba náuseas.
—Se ha marchado, Somar —fue todo lo que comentó, y ocupó su silla en la cabecera.
Después de un profundo suspiro, retomó sus oraciones bisbiseadas que cada tanto se apagaban, cuando la respiración de Jimmy, un roce áspero y estridente, recrudecía, aunque casi de inmediato, dado el líquido en sus pulmones, se volvía más suave y lenta, casi imperceptible; entonces, Melody se precipitaba sobre él, lo llamaba por su nombre, lo incorporaba, lo movía, incluso lo sacudía, lo instaba a respirar, hasta que volvían los estertores y lo acomodaba de nuevo sobre la almohada. Se quedaba mirándolo, con el rostro muy próximo, amoldando sus inspiraciones y exhalaciones a las de su hermano, acompañándolo en ese dificultoso ejercicio, deseando insuflarle vida. “¡Vive, vive para mí!”, le susurraba.
Entró la esclava Gilberta y le informó al oído que, en el portón de mulas, se había congregado un grupo de esclavos, más de cien, que oraba por la mejoría de Jimmy; habían traído las imágenes de los santos de sus cofradías, y varias votivas ardían en torno a ellos. Melody se limitó a asentir y siguió con el rosario.
Blackraven se encontró con los negros, los santos y las velas en la parte trasera de su casa. Aquella inusual reunión —calculó que debían de ser las tres de la madrugada— lo embargó de angustia. Saltó de Black Jack y se abrió paso entre los esclavos preguntando qué ocurría, por qué rezaban, qué hacían en su casa. Las oraciones se acallaron y el grupo se apartó hacia un costado dejándolo solo.
—¡Qué ocurre aquí! ¡Justicia! —exclamó, entre iracundo y aliviado, al ver al curandero.
—Amo Roger —dijo el anciano a modo de saludo—. Agradezco al cielo que vuesa merced esté aquí. El Señor lo ha guiado en esta noche de amargura.
Con la desesperación reflejada en el gesto, Blackraven se llevó el puño a la boca y ahogó un gemido, al tiempo que una debilidad le aflojaba las rodillas.
—Isaura —dijo, casi sin aliento, tambaleándose un poco—. No, Dios mío, no.
—¡No, amo Roger! —se apresuró a aclarar Papá Justicia—. Miss Melody está bien. Se trata de su hermano Jimmy. Él… Pues él está muriendo, amo Roger.
Se armó un jaleo en la cocina cuando Gilberta, su esposo Ovidio y Siloé lo vieron entrar. No lo conocieron de inmediato, se asustaron y gritaron a causa de su traza de salteador. Siloé se compuso enseguida y le explicó la situación entre lágrimas, mientras Blackraven se quitaba el abrigo de hule y se lavaba en una batea.
—¿Quiere comer algo, amo Roger? —preguntó la cocinera.
—Más tarde tal vez —y enfiló hacia el sector de las habitaciones.
Sansón ya lo había olfateado. Blackraven conocía esos ladridos y el golpeteo de las uñas sobre el entablado en tanto el animal corría hacia él. Lo vio aparecer en el primer patio, y una sonrisa le suavizó las facciones endurecidas por el cansancio y la preocupación. El terranova ladraba y gemía alternadamente, saltaba y se echaba, mientras su dueño lo acariciaba y abrazaba.
—¿Cuidaste bien de mi chica? —le preguntó, mientras le rascaba el vientre—. ¿Sí? ¿Verdad que sí, amigo?
—No se ha apartado de su lado ni un instante —intervino Somar, y caminó en dirección a Blackraven. Se abrazaron y se palmearon la espalda—. Sospechábamos con Trinaghanta que te encontrabas cerca pues, desde hace una hora, Sansón está inquieto, como suele ponerse cuando tú estás al llegar. Nunca me alegró tanto verte —confesó el turco—. No podrías haber elegido peor y mejor momento para volver. Peor, porque Jimmy agoniza. Mejor, porque mi señora está a punto de quebrarse y te necesita.
—Vamos, quiero verla.
“Necesito verla”.
—Isaura —la llamó desde la puerta con una voz extraña, más grave, más bien aguardentosa.
Melody la reconoció de igual modo. Se puso de pie enseguida, pero demoró en volverse. ¿Y si lo había imaginado? ¿Y si se daba vuelta y él no estaba allí? Ajustó la mano en el respaldo de la silla al prever un desvanecimiento.
—Isaura, mi amor.
Giró apenas la cabeza. “Oh, Dios, ¿es él? Está cambiado. ¿O es una ilusión? Dios mío, no seas cruel”. Blackraven la entendía: ella sufría la misma devastadora impresión que él.
Melody rodeó la silla y lo miró a los ojos. De una vez quiso decirle que la perdonase, que sabía que él no había traicionado a Tommy, que Jimmy estaba muy enfermo y que ella estaba muy asustada, que no había permitido que lo punzaran y que quizá muriese a causa de eso, pero ella ya no toleraba verlo sufrir. Las palabras se trabaron en su boca y no dijo nada, sólo musitó el nombre de él.
Miora, que observaba desde un rincón, contaría después que el amo Roger se había abalanzado sobre miss Melody y la había estrechado con tal ímpetu que le cortó el respiro y le provocó un desvanecimiento. En verdad, cuando Blackraven alcanzó a sostenerla entre sus brazos, Melody ya había perdido la conciencia. La llevó en andas a su dormitorio, con Trinaghanta y Somar tras él.
—Hace días que no come ni duerme —le informó el turco—. Es imposible apartarla del lado de Jimmy. Se ha desmayado a causa de la extenuación. Y no es la primera vez.
—Amo Roger —balbuceó la cingalesa—, la señora… La señora está de encargo.
—¡Mierda! —profirió Blackraven, más asustado que enojado.
—¿Por qué no me lo dijiste? —se enfureció Somar.
—La señora me hizo jurar que no te lo diría. Ella temía que le escribieras al amo Roger y que él volviese por esa razón.
—¡Maldito orgullo irlandés! —tronó Blackraven.
—¡Debiste decírmelo, Trinaghanta!
—¡Hice un juramento!
—¡Basta! Silencio los dos.
La acomodó sobre el colchón y le apartó los rizos de la frente. Su palidez asustaba, y también la frialdad de sus labios. Le quitó los botines y le soltó los primeros corchetes del jubón, en tanto Trinaghanta la cubría con una frazada. Somar había salido en busca del médico, y la cingalesa no tardó en seguirlo para cumplir otras órdenes de Blackraven, como traer sales y preparar un baño.
—Yo lo haré —indicó Roger, y descorchó la botellita para pasarla bajo las fosas nasales de Melody—. Encárgate del agua caliente. Isaura está helada.
Al principio, como volvió en sí en la cama, Melody entendió que se había tratado de un sueño. Después, al mover la cabeza y ver a Blackraven otra vez, de rodillas junto a la cabecera, levantó la mano para tocarlo, para comprobar si era real. Le rozó las mejillas ásperas y los labios, y él le besó la punta de los dedos con los ojos cerrados.
Melody se echó a llorar como lo hacen los niños, sin inhibiciones, desahogando la angustia y el miedo de días. Blackraven la recogió entre sus brazos y la acunó con su cuerpo y sus palabras, pidiéndole que se calmara, que ahí estaba él para arreglarlo todo, que nada malo le sucedería, que él daría la vida para verla feliz, que la amaba.
—¡Oh, Roger, perdóname! —suplicó Melody, tomada a su cuello, y él, que en los últimos meses se había debatido entre el resentimiento y el amor, pensó que nada justificaba la angustia de su dulce Isaura. Entonces, no tuvo duda, la amaba de un modo demencial, obsesivo, la amaría siempre, se dijo, hasta el fin de sus días, porque acababa de comprender que era capaz de perdonarle cualquier cosa, la más ruin, la más baja.
—¡Perdóname! —insistía Melody, y él, emocionado, no conseguía articular.
—Basta, Isaura, no me pidas perdón.
—Necesito que me digas que me perdonas. Fui dura contigo. Te acusé injustamente. ¡Desconfié de ti! ¡Qué avergonzada estoy! —Ocultó la cara en el pecho de Blackraven, aferrándose a él con el ímpetu de quien teme al precipicio—. ¡Dime que me perdonas!
—Te perdono —accedió él, con los labios sobre la coronilla de Melody, y la voz quebrada—. ¿Qué no te perdonaría yo a ti, amor mío?
Se quedó laxa en los brazos de su esposo y al cabo se dio cuenta de que Blackraven le acariciaba el vientre. Entendió que Trinaghanta le había confesado que esperaba un hijo, y no la culpó: la primera fidelidad de la cingalesa pertenecía a su amo Roger. Le pasó los dedos por el cabello, y Blackraven se movió para mirarla. La impresionó que tuviera lágrimas en los ojos.
—¿Por qué no se lo dijiste a Somar? Él me habría escrito de inmediato.
—No quería que volvieras a mí por el bebé. Quería que lo hicieras por mí. Quería que nuestro amor te guiara de regreso.
—Aquí estoy, por ti. El amor que te tengo me trajo de regreso. —La contempló en silencio, admirando los ojos turquesa que lo habían atormentado durante ese tiempo de separación—. ¡Por Dios, cuánta falta me hiciste! A veces pensaba que me volvería loco a causa de la nostalgia.
—Y yo creí enloquecer la tarde que fui al Retiro y don Bustillo me dijo que te habías hecho a la mar. Creí que moriría de pena —y, como le tembló la voz, Blackraven le pidió que olvidara, y le prometió que no volverían a separarse, que él jamás la dejaría atrás, que siempre la llevaría consigo, que ese tiempo lejos de ella había sido un infierno.
Inclinó la cabeza para acariciar con sus labios la boca de Melody, que soltó el aire con un gemido y le envolvió el cuello con los brazos, abriéndose para él, invitándolo a profundizar aquel beso, el primero en mucho tiempo, quizá no tanto, poco más de dos meses, pero a ellos les sabían a siglos. La deseaba con una pasión inmanejable, y empezaba a perder el control cuando la llamada a la puerta anunciando al doctor Constanzó acabó con el interludio y devolvió a Melody a su tragedia.
La mañana del miércoles 25 de junio, mientras Jimmy aún se aferraba a la vida, la casa de la calle San José se estremeció con el sonido de los tambores de la generala, seguido de tres cañonazos, señal acordada para anunciar un ataque inminente. Tomás Maguire se mezcló entre los vecinos que se agolparon bajo el arco del Fuerte para unirse a la milicia, y en una revista sin orden ni concierto, donde se palpaba la ignorancia y la indisciplina, se unió a una compañía del batallón de infantería bajo el nombre de Pablo Castaneda y Cazón, y a las órdenes del capitán Manuel Belgrano. Le dieron un uniforme descolorido y lo armaron con un fusil herrumbrado; después cayó en la cuenta de que le habían entregado municiones para carabina.
Tanto dentro como fuera de la fortaleza, la muchedumbre aclamaba al rey y a la España, por lo que Sobremonte, desde uno de los balcones, les dirigió una arenga que recibió aplausos y vítores. En el interno del Fuerte, los ánimos de oficiales y funcionarios reflejaban la verdadera situación, que los ingleses se aprestaban a desembarcar en la Reducción de los Quilmes, nueve millas al sur de la ciudad, y que no importaba con cuántos soldados contasen, tomarían la plaza igualmente por disciplinados y hábiles. Si bien nadie lo expresaba en voz alta, todos lo pensaban, incluido el virrey.
Melody sufrió un leve temblor con cada cañonazo, y un fugaz pensamiento la llevó a elevar una plegaria por su hermano Tomás, mientras atendía a Jimmy. Había dormido algunas horas entre los brazos de su esposo después de que éste le aseguró que él tampoco habría permitido que punzaran a Jimmy. Tenerlo cerca le había devuelto la confianza. Él entraba y salía, lo escuchaba hablar con los sirvientes, encerrarse en el despacho con Somar, entrevistarse con don Diogo Coutinho y otros empleados de la curtiduría, y Melody sentía que su inmensa fuerza la envolvía y la ponía de pie.
La carita afiebrada de Jimmy se iluminó por primera vez en cuatro días al descubrir a Blackraven junto a su hermana.
—Capitán Black —musitó.
—Somar ha estado narrándoles las aventuras de cierto capitán Black —explicó Melody.
Blackraven pasó la punta de los dedos por la mejilla del niño, y Melody, conmovida, se alejó a llorar cerca de la ventana.
—¿Te gustaría navegar en uno de mis barcos, Jimmy? —El pequeño apenas asintió—. Entonces, en cuanto dejes esta condenada cama, lo haremos. Será divertido.
—Víctor… Angelita —balbuceó.
—Ellos también vendrán, si eso es lo que quieres.
A primeras horas de la tarde de ese miércoles 25 de junio, en tanto los ingleses desembarcaban en la Reducción de los Quilmes, y el coronel Arce, con pocos hombres del escuadrón de Blandengues y de la Caballería de la Frontera, se limitaba a contemplarlos desde la barranca, Jimmy caía en una inconsciencia de la que ya no saldría, en opinión de los médicos. Ante esas palabras, Melody comenzó a temblar de un modo convulsivo. Los brazos de Blackraven la circundaron como fuertes zunchos tratando de absorber su miedo y su dolor.
—¡Fuera todos! —ordenó sobre su hombro, y la habitación quedó desierta.
Arrastró a Melody hasta una silla y la sentó sobre sus piernas. Se angustió al notar que su vientre se endurecía, pero no dijo nada, sólo la meció como a un bebé mientras le juraba que la amaba más que a la vida, que esa pesadilla terminaría pronto y que ella volvería a sonreír.
Al aclarar el día 26, como habían presagiado los médicos, Jimmy seguía inconsciente, cubierto por escapularios y estampitas. Las mujeres, congregadas en torno a la cama, rezaban sin descanso, a excepción de Melody, que, hincada, sostenía la mano de su hermano y lo contemplaba con fijeza. Como resultaba imposible moverla de allí, Blackraven le colocó un almohadón bajo las rodillas y se sentó detrás de ella.
Hacia el mediodía, la respiración de Jimmy cambió; en verdad, no respiraba sino que curvaba la espalda e inspiraba con ruido, como si estuviera ahogándose. Melody le asestaba golpes en el pecho y le gritaba: “¡Respira, Jimmy! ¡Respira! ¡Hazlo por mí! ¡No me dejes, por favor!”, hasta que el niño se relajaba y volvía a sus ásperas exhalaciones. El cuadro se repitió a lo largo de la tarde, y, ante la desesperación de Melody, que golpeaba a Jimmy y lo instaba a vivir, Blackraven se mordía el puño y se contenía a duras penas. Casi al anochecer, agotado y con los nervios de punta, la tomó por la cintura y la separó del niño.
—¡Somar, sujétala!
Inclinado sobre la cabecera, tomó a Jimmy por los hombros hasta que menguaron las convulsas inspiraciones. De rodillas, en tanto le pasaba la mano por la frente, le dijo al oído:
—Ya, muchacho, deja de luchar. Abandona este cuerpo enfermo y vete en paz con tus padres. Yo me haré cargo de tu hermana. Sabes que la amo más que a mi vida y que siempre la protegeré. Vete tranquilo, tu Melody está en buenas manos.
Jimmy se sumió en una tranquila inconsciencia y murió dos horas más tarde. Al escuchar que Argerich confirmaba el fallecimiento, Melody profirió un alarido y se arrojó sobre el cuerpo del niño.
Los que componían el cortejo que trasladaba el ataúd de Jimmy al cementerio de los franciscanos aquella lluviosa mañana del 28 de junio, levantaron la mirada en el momento en que se izaba la Union Jack en el Fuerte de Buenos Aires, triunfo celebrado con salva de artillería y una andanada disparada desde los buques ingleses anclados frente a la ciudad. A cada cañonazo, Blackraven sintió cómo se estremecía el cuerpo de Melody, que jamás elevó el rostro. Iba de negro, una mano enguantada sujetaba el rebozo de lana bajo el mentón y la otra, un pañuelo, que se pasaba por los ojos con frecuencia. También oculta por una mantilla, a varas del cortejo, Enda Feelham experimentaba cierta dicha en meses, y cavilaba que, aunque vieja y algo quebrantada, sus trabajos aún surtían efecto.
Debido a la lluvia, el padre Mauro dijo un responso corto antes de que los esclavos de la orden bajaran con cuerdas el cajón. Una punzada atravesó la garganta de Blackraven al ver el brazo de Melody extendido hacia el ataúd. “Jimmy, Jimmy”, la escuchó susurrar. Le dio la impresión que si no la sujetaba, ella se arrojaría a la fosa.
De regreso en la casa de San José, los invitados se congregaron en la sala del piano y en el comedor, donde las esclavas les sirvieron chocolate, mate de leche con canela, café y coñac. Blackraven rodeó a Melody por la cintura y la obligó a marchar hacia los interiores; cuando estuvieron fuera de vista, le pasó un brazo por las corvas y la llevó en andas hasta la habitación, donde Trinaghanta la aguardaba con la cama abierta y el brasero encendido. Melody se negó a beber el caldo de gallina y sorbió pocas cucharadas de la infusión de valeriana.
—Quiero ver a Lupe y a Pilarita —pidió, y Blackraven aprovechó que ellas la acompañarían para ocuparse de la gente.
Los porteños sólo hablaban de las invasiones, en particular denostaban la decisión de Sobremonte, que había mandado cargar unas carretas con los tesoros del virreinato y huido hacia Córdoba con su familia. “Gallina” era el insulto más suave. Según el relato de Mariano Moreno, ante el avance del ejército inglés que acababa de sortear el Riachuelo, el marqués de Sobremonte convocó a su tío político, el brigadier José Ignacio de la Quintana, para comunicarle su intención.
—Efectivamente, partiré de inmediato. La ciudad queda en vuestras manos —dijo a de la Quintana—. Disponed los términos de la capitulación y que se despache un correo extraordinario a Córdoba anunciando mi llegada. Instituiré a esa ciudad capital interina del virreinato. Allí me rearmaré y volveré para reconquistar la plaza que hoy dejo en vuestras manos, brigadier.
También de boca de Moreno, Blackraven se enteró de otros pormenores de la invasión, como la reacción del pueblo, que, ante la amenaza inglesa, se aglomeró en el Fuerte para alistarse. También supo que se cegaron los pozos, se enturbiaron las aguas de las acequias llenándolas de inmundicias, se quemaron los puentes, se dispersó a los vacunos y otros desmanes para dificultar la marcha del invasor, todo por nada, pues los ingleses, salvo algunos fuegos fatuos por parte de las tropas del virrey y la lluvia que les entorpeció la marcha, se apoderaron de Buenos Aires sin mayor dificultad.
Covarrubias se aproximó a darle el pésame, y Blackraven aprovechó para consultarlo sobre cuestiones relacionadas con sus negocios. El abogado le mencionó un tema como si él lo conociera.
—¿De qué habla?
—Ah, entonces el señor Somar no le ha dicho nada a vuestra merced.
—¿Decirme qué? —se impacientó Blackraven.
—Bueno, excelencia, que… Pues que…
—Diga de una vez, hombre.
—El mes pasado, la señora condesa fue detenida y llevada al Cabildo acusada de robar unos esclavos de la Real Compañía de Filipinas.
A medida que refería los particulares, Covarrubias atestiguaba el cambio en las facciones de Blackraven, y, al expresarle su parecer, que Álzaga había concebido la idea, lo escuchó mascullar en inglés. Distrajeron su atención Pilarita y Lupe, que se acercaron para decirle que Melody dormía.
—Gracias por haberle hecho compañía.
—De nada, excelencia —contestó Pilar Montes.
—Lamentablemente —habló Lupe—, en varios meses no volveremos a verla. —Ante la mirada inquisitiva de Blackraven, la joven aclaró—: El luto prohíbe las visitas y las salidas, salvo para ir a la iglesia, por supuesto.
—Seguro que podremos hallar el modo de que veáis a Isaura. Ella necesitará de vosotras. La muerte de su hermano la ha devastado.
Lupe y Pilarita intercambiaron sonrisas veladas y asintieron.
—Excelencia —dijo Pilar, al acercarse su marido—, permítame que le presente a mi esposo, Abelardo Montes, barón de Pontevedra.
Se saludaron con una inclinación. A Blackraven, Montes le cayó bien de entrada, con ese marcado aspecto toledano y una conversación carente de afectaciones, que hablaba de un hombre práctico, más aventurero que noble, con las agallas para mencionar lo que nadie se había atrevido en esa sala, que la toma de Buenos Aires por parte de los ingleses lo beneficiaba. Blackraven sonrió.
—No soy partidario de las ocupaciones militares —expresó—. Ningún ejército puede ser eficaz si se lo divide en pequeños cuerpos por todas las costas del mundo. Es un método antieconómico que terminará por caer en desuso.
—En tanto cae en desuso —dijo Montes—, espero poder hacer buenos negocios con vuestros compatriotas, excelencia.
—Sea —apoyó Blackraven.
Siguió charlando, consciente de que el doctor Constanzó lo observaba de modo insistente. Se mantenía apartado, en compañía de una mujer joven de rostro agradable y cuerpo menudo. Más tarde, cuando por fin se vació la sala, Blackraven convocó a Somar a su despacho.
—¿Quién era la mujer que acompañaba al doctor Constanzó?
—Su hermana, según entiendo.
—¿Qué sabes de él?
—Lo recomendó doña Pilar Montes, y miss Melody parecía a gusto en su presencia, como si confiara en él.
—Sí, sí —dijo Blackraven, molesto—, ya sé que Isaura lo aprecia. Ahora quiero que me digas qué sabes de él. Nunca lo había visto ni sentido mentar.
—Llegó hace dos meses al Río de la Plata para ocupar un cargo en el Protomedicato. Entiendo que es madrileño y soltero, y que vive con su hermana en una quinta de las afueras, hacia el sur, cerca de la zona de la Convalecencia. —Somar se refería al Hospital de Hombres, atendido por los padres betlemitas, o “los barbones”.
—Mañana concierta una entrevista con O’Maley y Zorrilla. Les pediré que lo investiguen.
—¿Alguna sospecha?
—Desde mi llegada, tú y yo no hemos podido hablar, y existen varias cuestiones que debes saber de las que me enteré durante mi estadía en Río de Janeiro, por Adriano.
—¿Távora en Río de Janeiro?
—Sí. Te lo contaré todo mañana. ¿Cuándo pensabas decirme que Isaura estuvo en prisión en el Cabildo? —habló sin pausa, como acostumbraba—. ¿O no pensabas hacerlo?
—Miss Melody me pidió que nada te dijera, que no deseaba preocuparte.
—¡Somar! Después de tantos años, ¿tengo que recordarte que tu fidelidad está conmigo? En especial cuando de ella se trata.
—Iba a decírtelo, Roger. Iba a hacerlo —enfatizó, incómodo—, una vez pasado lo de Jimmy.
Somar le relató lo mismo que Covarrubias, y agregó que los hombres de Álzaga habían merodeado la casa de San José durante el velorio esperando que Tomás Maguire se presentase.
—Tendré que ir mañana mismo a agradecerle a Moreno —manifestó Blackraven—. En cuanto a Álzaga, se arrepentirá de haberse metido con mi mujer. ¿Qué sabes del pelafustán de mi cuñado?
—Tan pelafustán como siempre —contestó Somar, y lo puso al tanto de las andanzas de Tommy.
—¡Condenado zagal! —se enfureció Blackraven—. Cuando lo tenga a mano, le daré una tunda que no olvidará y, después de que le suelden los huesos, lo pondré a trabajar.
Bebió su brandy mientras se daba un tiempo para acomodar los temas y darles prioridad.
—¿Se ha sabido quién fue el traidor en la conjura de esclavos? Vi a Justicia la noche en que llegué, pero no pude hablar con él.
—Justicia sospecha que fue Sabas, el hijo de la negra Cunegunda. Él era amigo de Tomás y de Pablo. Así pudo haberse enterado de su plan para atacar a los negreros. Por dinero, vendió la información a Álzaga, según Justicia.
—Lo aplastaré.
—No será necesario —intervino Somar—. Semanas atrás lo encontraron muerto. El doctor O’Gorman, que analizó el cadáver, dijo que sufrió una muerte horrible. Le habían mutilado los genitales.
Blackraven evitó mirar a su amigo a los ojos. A Somar también se los habían mutilado siendo apenas un niño.
—¿Lo sabe Isaura?
—Sí. De todos modos, miss Melody ya sabía que tú no los habías delatado.
—¿Cómo lo supo?
—No lo supo, en realidad, lo intuyó. ¿Sabes, Roger? Ha padecido a lo largo de tu ausencia y te ha echado de menos. Creo que ha sido la culpa por haberte acusado lo que la ha atormentado.
Ante esa declaración, Blackraven le dio la espalda y guardó silencio por un rato.
—¿Qué me dices de la tía de Isaura, de Enda Feelham? ¿Qué sabes de ella?
—Nada —admitió el turco—. O’Maley sostiene que se ha marchado.
Blackraven negó con la cabeza.
—Quizá se haya marchado —concedió—, pero volverá por su libra de carne.
Cerró el armario y los cajones de su escritorio con llave y bebió el último trago de brandy. Se disponía a salir cuando notó la ansiedad en la mirada de Somar.
—¿Qué ocurre? Dime.
—Se trata de doña Bela. Ha escapado del convento junto con su esclava, Cunegunda.
Blackraven cerró los ojos y exhaló un suspiro.