Capítulo V

Era 24 de junio, y, pese a que las ventanas que daban sobre la calle de San José estaban cerradas, el bullicio por los festejos del día de San Juan Bautista alcanzaba los interiores de la casa. Melody no les prestaba atención. Inclinada sobre Jimmy, meditaba que no habían pasado tres días desde el comienzo del invierno que su pequeño hermano ya estaba en cama, muy enfermo. De hecho, le impartirían la extremaunción.

Tres noches atrás, Melody se había acostado con un fuerte dolor de cabeza, sintiéndose deprimida y desdichada al concluir que para ella el amor de Roger constituía su entera existencia mientras que, para Roger, ella significaba menos que un episodio agradable. Tal vez la ausencia y el silencio prolongado de su esposo la orillaban a esas conclusiones; Trinaghanta opinaba que su abatimiento se debía al embarazo, pues, según la cingalesa, las preñadas se volvían muy sentimentales; Miora sostenía que nadie podía estar de buen ánimo comiendo tan poco; o quizá la mención de Ana Perichon durante el encuentro de la tarde con Lupe y Pilarita la había desazonado porque terminó imaginando a las hermosas mujeres que su esposo conocería en el extranjero y a las que llevaría a la cama. Se le enturbió la vista y se mordió el labio. Deseaba amarlo menos.

Se durmió y, como le sucedía a menudo en los últimos tiempos, se despertó en medio de la noche, excitada, sudada, las palpitaciones a un ritmo frenético a causa de las escenas vividas de un tórrido apareamiento entre ella y Blackraven. Se ovilló, poniendo ambas manos entre las piernas en un intento por aplacar el latido y la dolorosa puntada. “¡Dios mío!”, suplicó. “¡Haz que lo olvide!”.

Sansón, el enorme terranova de Blackraven, empujó la puerta y entró gañendo. Melody se incorporó, alarmada, y, en tanto se echaba la bata encima, le preguntó:

—¿Qué ocurre, Sansón? ¿Qué pasa, cariño?

Encendió la bujía. El animal la contempló con sus ojos caídos y volvió a gañir. Hacía días que lo notaba inquieto, no comía con la avidez de costumbre ni jugaba con los niños, aunque permanecía con ellos el día entero, incluso durante las horas de clases, a pesar de la oposición de Perla y de Jaime, los maestros. Si Sansón los acompañaba a la Alameda o a escuchar la retreta al Fuerte, no corría ni ladraba, y, en vez de pasar las noches junto a la cama de Melody como acostumbraba desde la partida de Blackraven, lo hacía a los pies de la de Jimmy.

Melody se ajustó la bata y lo siguió hasta la habitación de su hermano. Ya desde el corredor se escuchó su tos seca. Apenas cruzó el umbral, la asaltó una espantosa sensación de inminencia que la mantuvo quieta de miedo, abrumada por la certeza de que algo grave acontecía. No quería avanzar, no encontraba la fuerza para afrontar lo que sobrevendría y deseó que Blackraven estuviese a su lado. Posó la mano en el vientre y allí se quedó, de pie en la puerta, con el aire retenido y la mirada clavada en dirección a su hermano, hasta que sintió la humedad del hocico de Sansón en la mano y lo escuchó gemir. Dio unos pasos y, al acercar la palmatoria a la cabecera, ahogó un sollozo. Los carrillos de Jimmy se habían teñido de una tonalidad rojiza que contrastaba con la palidez en torno a la boca y a los ojos; además tenía la frente mojada y los labios resecos. Respiraba con dificultad y se agitaba sin pausa, tosiendo, moviendo la cabeza de un lado a otro, pateando las colchas.

—Sansón, despierta a Somar y a Trinaghanta.

Se dio cuenta de que le temblaba la mano al apoyar la palmatoria sobre la mesa de noche. Sumergió una toalla en la jofaina, y la frialdad del agua le erizó la piel. Se inclinó sobre su hermano y le pasó el trapo por la cara y el pecho.

—Señora, ¿qué ocurre?

La voz de Somar la confortó y enseguida vio las manos oscuras de Trinaghanta que le quitaban el trapo para hacerse cargo de la faena. “No estoy sola”, se alentó.

—Delira a causa de la calentura —explicó, al borde del llanto—. Urge bajarle la fiebre, Somar.

—Iré por el doctor Argerich. No tardo.

—Si no lo encuentras, recurre al doctor Fabre.

A partir de esa madrugada, tres días atrás, la casa de la calle San José se había vuelto sombría. Los médicos entraban y salían, no sólo Argerich y Fabre, que asistían a Jimmy desde hacía meses, sino uno nuevo recién llegado a Buenos Aires, el doctor Egidio Constanzó, encomiado por el esposo de Pilarita, don Abelardo Montes, barón de Pontevedra, quien aseguraba que, después de años de padecer, el médico le había curado la gota.

Constanzó era un hombre alto, de estilizada figura, que no pasaba los treinta, si bien aparentaba más edad debido a una natural circunspección que lo llevaba a economizar las palabras y retacear la sonrisa; Melody sólo lo veía esbozar una mueca afable dirigida a Jimmy cuando lo sacaban de la inconsciencia.

—¿Qué me cuentas, muchacho? —le preguntaba.

A pesar de su fría serenidad, Melody encontraba consoladora la presencia de Constanzó y se hallaba más a gusto en su compañía que en la de Argerich y Fabre. En los ojos le brillaba la inteligencia, y en sus maneras hieráticas, despojadas de vanidad, se revelaba su fina extracción. Había sido Constanzó quien se opuso a sangrar a Jimmy para bajar la liebre, granjeándose la antipatía de sus colegas; en cambio, prescribió una bebida hecha de corteza de quino que lo mantenía fresco por más de tres horas. Igualmente, la enfermedad avanzaba, y, dado su débil corazón, Jimmy se consumía a ojos vistas.

Lupe y Pilarita, que acudían a la casa de San José a diario, se sorprendieron la tarde del día de San Juan al hallar a Melody en la sala del piano cuando resultaba imposible apartarla del lado de Jimmy. Echada en un sillón, lloraba con una amargura que las turbó. Miora y Trinaghanta, de pie junto a su ama, miraban el suelo.

—¿Ha muerto? —preguntó Pilarita al oído de Miora.

—No, señora, pero el doctor Constanzó ha dicho que no hay esperanzas. Le van a dar la extremaunción.

Constanzó y sus colegas, Argerich y Fabre, coincidían en que se trataba de un cuadro grave de pleuresía, de ahí que Jimmy tosiera todo el tiempo, tuviera taquipnea, el semblante de un tono azulado y se quejara de una puntada en la espalda. Era imperativo que sudara la fiebre: se le colocaban ladrillos calientes a los pies y varias mantas; se lo sometía a vahos con aceite esencial de alcanfor y, con mucha dificultad, se lo obligaba a beber infusiones de jara cervuna y miel.

Debido al calor en la habitación y a su estado, Melody se desvaneció en dos ocasiones. Apenas dormía, lo que mellaba sus nervios; tampoco comía, sorbía el té o el caldo de gallina que la misma Siloé le ponía en la boca a cucharadas. No admitía que la sustituyeran, pensaba que nadie se conduciría con tanta suavidad o meticulosidad; si el agotamiento la mareaba, sólo le permitía a Trinaghanta darle la tisana, incorporarlo durante los vahos o sacarle las prendas empapadas. El trabajo resultaba extenuante, se cambiaban las sábanas tres veces por día, al igual que al niño; se llevaban y traían los ladrillos calientes; se terminaba con los vapores y ya había que darle la medicina o hacerle beber la infusión. A pesar de su mansa disposición, Jimmy se quejaba y se rebelaba porque, al moverlo, se agudizaba el dolor en su espalda.

Esa tarde del día de San Juan, Constanzó se dio cuenta de que los esfuerzos eran vanos; la pleuresía se había complicado con una neumonía. A la sugerencia de Fabre de punzarlo para extraer el líquido de los pulmones, Melody se opuso con firmeza, y el médico se marchó, ofendido. Constanzó y Argerich optaron por sedarlo con un cordial, conscientes de que en última instancia lo que mataría a Jimmy sería su corazón enfermo.

—Ahora que Jimmy está más tranquilo —dijo Argerich—, nos gustaría hablar con vuestra merced en la sala.

La apartaron para sugerirle que convocase a un sacerdote ya que la condición del niño era irreversible.

—¡No! —se descontroló Melody—. ¡No es verdad! ¡Jimmy no morirá! ¡Él no me abandonará! ¡No él, mi adorado Jimmy! ¡No! ¡Se equivocan! Dios no podría ensañarse conmigo de ese modo. Él no me quitaría también a Jimmy.

Se echó en el sillón a llorar, y así la encontraron sus amigas, Lupe y Pilarita, que consiguieron tranquilizarla y convencerla de que dispusiera que el pequeño recibiera el sacramento de los moribundos. La acompañaron de regreso al dormitorio de Jimmy, donde rezaron los misterios dolorosos.

—Es evidente que tus compatriotas se aprestan a invadir el Río de la Plata —señaló Malagrida a Blackraven, mientras ambos estudiaban con sus catalejos la escuadra donde la Union Jack flameaba en la sobrecebadera y en el asta de bandera de cada embarcación.

—¿Reconoces la insignia?

—Del comodoro Popham —dijo Blackraven, y Malagrida le adivinó el desagrado en la coloración de la voz.

—No luces sorprendido.

—No lo estoy.

—En el día de San Juan Bautista —manifestó el jesuita—, que él ampare a los habitantes de Buenos Aires.

Después del triunfo sobre la Butanna, cinco días atrás, Blackraven había pensado que una buena estrella lo acompañaba; la fragata de Galo Bandor llevaba su bodega repleta de tesoros (cueros, especias, sal y marfil) y, si bien había sufrido averías, apenas minaban su belleza. Decidieron remolcarla hasta el Río de la Plata, con las bombas de achique expulsando agua a toda hora. Se trataba de una estupenda adquisición para la flota de Blackraven; la llamaría Isaura y, en Génova, contrataría a un gran escultor para que tallase un mascarón de proa con los lineamientos de su esposa.

Si bien había heridos entre los hombres del Sonzogno, von Hohenstaufen, el médico de a bordo, le aseguró a Blackraven, mientras le echaba polvo de azufre en una sajadura en la pierna y otra en el antebrazo derecho, que no habría víctimas fatales. En cuanto a la tripulación de la Butanna, además de su capitán, sobrevivieron cinco piratas, quienes, con grilletes en los tobillos, le hacían compañía en el pañol de cabuyería, un sitio pequeño que exacerbaba el carácter atrabiliario de Galo, heredado de su padre.

La presencia de la escuadra de Popham en el Río de la Plata significaba un revés a la buena fortuna de Blackraven, quien no pensaba en la Liga Secreta del Sur —la intromisión de sus compatriotas se oponía a sus intereses—, sino en Isaura, expuesta a la amenaza de los cañones. Tenía que llegar antes de que comenzara la invasión, aunque en parte lo tranquilizaba la sospecha de que el marqués de Sobremonte no opondría resistencia.

Para evitar ser molestados por los barcos ingleses, dispuso que se izara la enseña portuguesa y que el Sonzogno se alejara hacia el sur, más allá de la Ensenada de Barragán, para anclar en una caleta apreciada por contrabandistas y filibusteros dado el abrigo natural que ofrecía y sus aguas profundas, sin bancos de arena; la llamaban “El Cangrejal” por la cantidad de cangrejos que desovaban en sus pantanos.

A pesar de las bondades de esa zona del Plata, mandó lanzar la bolina para sondear la profundidad del río; no podía permitirse un encallamiento. Terminadas las maniobras de fondeo y echada el ancla, Blackraven ordenó a Milton que aprestara a Black Jack, su caballo negro. A Malagrida le manifestó:

—Me urge llegar a Buenos Aires esta misma noche. Allí evaluaré la situación y, en breve, le enviaré indicaciones. Que Shackle lleve a Estevanico mañana por la mañana a la casa de San José. Le recomiendo a Galo Bandor. No se fíe de sus rizos de oro, es artero y astuto como un demonio.

—Es una locura que te lances a la carrera por estos terrenos pantanosos. Casi anochece. Y amenaza lluvia.

—Conozco bien la zona —aseguró, en tanto se cubría con un gabán de hule.

—Ve con tiento y lleva un fanal —indicó Malagrida—. Y que el Señor te acompañe.

Se había levantado viento sur que traía olor a lluvia. Tomás Maguire se ajustó las solapas de su barragán y aceleró el paso por las calles oscuras en dirección a la casa de su hermana. Una ansiedad difícil de controlar casi lo llevaba a correr. Visitaría a Jimmy, enfermo desde hacía días, y después haría lo que su padre habría querido, enfrentaría a los ingleses. Se alistaría en las tropas acuarteladas en el Fuerte con otro nombre. Prefería morir antes que ver a esos mal nacidos apoderarse de su tierra.

Reinaba la confusión, y de los mentideros surgían las más fabulosas hipótesis: que más de trescientos cañones se aprestaban a nivelar la ciudad con el suelo; que los invasores ya habían desembarcado en la Ensenada de Barragán; que violarían a las mujeres y matarían a los niños; que el virrey igualmente había concurrido al teatro de la Ranchería para la función de El sí de las niñas porque celebraba el cumpleaños de su futuro yerno y el compromiso con su hija, Marica; que las tropas acuarteladas no contaban con armas ni municiones y que algunos soldados lloraban y otros desertaban.

Ensimismado como estaba, Tommy se sobresaltó con los campanazos del Santo Viático. “Alguien está por morir”, pensó, al tiempo que se ponía de rodillas en la acera y se quitaba el sombrero esperando que pasara el carro con el sacerdote y su ayudante, que iban o venían de suministrar la extremaunción. Corrió el último trecho hasta la casa de San José asaltado por un mal presentimiento. Por fortuna, no se topó con Servando en su camino hacia el dormitorio de Jimmy. Melody dormitaba en una silla con el rosario en la mano, Sansón a sus pies y Somar a su lado. Trinaghanta le ponía a Jimmy un paño húmedo sobre la frente, en tanto Miora rezaba junto a la cama.

—Vi pasar el Santo Viático —susurró.

—Era el padre Mauro —confirmó Somar—. Acaba de estar aquí.

—Oh, no —se lamentó Tommy, con la mano en la frente.

Melody despertó, sobresaltada, y un dolor en la nuca le hizo fruncir el entrecejo y apretar los ojos. Se echó a los brazos de Tommy apenas lo vio.

—¡Oh, Tommy! —alcanzó a decir antes de que el llanto le impidiera hablar.

Se compuso enseguida para explicarle los detalles de la enfermedad y, pese a que le temblaban las manos y tenía la voz engolada, lo hacía con tal meticulosidad, abriendo grandes los ojos, justificándose y buscando ser justificada, que Tommy y los demás cayeron en la cuenta de que estaba al borde del colapso. Le pidieron que no siguiera hablando y la obligaron a sentarse. Trinaghanta regresó con una infusión de toronjil y camomila, y se la dio a beber a cucharadas.

Más dueña de sí, Melody dijo:

—Tommy, sé que es riesgoso, pero deseo que te quedes aquí, a mi lado, hasta que todo haya pasado.

Sabían cuánto la había lastimado expresar aquella tácita aceptación del inminente desenlace. Tommy, hincado junto a ella, le tomó las manos y se las besó.

—No puedo, Melody. Tengo que partir.

—Aquí podremos esconderte. ¿Verdad, Somar?

—Por supuesto, señora.

—Por unos días —suplicó Melody.

—No se trata de que no quiera quedarme aquí contigo. Existe otra razón. Los ingleses están por invadir Buenos Aires, sus barcos ya están frente a nuestras costas. He decidido unirme a la tropa para combatirlos.

—¡No! —Melody se puso de pie de modo abrupto y Maguire se tambaleó—. ¡Insensato! ¿Acaso sabes qué estás diciendo? ¡Insensato! —repitió, presa de la ira—. ¿Cómo piensas que puedes unirte a la tropa? ¿No eres prófugo acaso? ¡Jamás permitiré que arriesgues tu vida! ¡No lo permitiré!

—Me cambiaré el nombre.

—¡Tienen tus señas, Tomás!

—Melody, por favor.

Como Jimmy se rebulló en la cama, la discusión prosiguió en el despacho. Melody tomó a su hermano por los hombros y lo sacudió apenas.

—Escúchame, Tomás Maguire. Te esconderás aquí hasta que el peligro de la invasión haya pasado. ¡No te expondrás a luchar contra los ingleses! ¡Ellos son poderosos, Tommy, entiéndelo!

—¡No soy un cobarde!

—No, no eres cobarde. ¡Eres insensato!

—Nuestro padre habría estado de acuerdo conmigo.

—No te permitiré seguir adelante con tus necedades.

—No sé cómo harás para detenerme. Iré, no me importa lo que tú digas.

Melody lo abofeteó y enseguida se echó a llorar.

—Tommy, estoy tan cansada de ti y de tu falta de juicio. ¿Acaso no comprendes que nuestro hermano está muriendo? ¿Ni eso te conmueve? ¿Crees que podría soportar perderte a ti también?

—Si no combatimos a los ingleses, en pocos días todos estaremos muertos.

—Si sales de esta casa dejaré de considerarte mi hermano.

Se miraron, Melody con ojos arrasados y un temblor en el mentón; Tommy, con una expresión de profunda tristeza.

—Tengo que hacerlo —dijo, y se marchó.