Capítulo IV

Blackraven se acercó a la borda del Sonzogno y contempló el horizonte, eterno e imponente. Inspiró y retuvo el aire con aroma a yodo antes de soltarlo. Amaba la navegación de altura, el mar era su ambiente natural, el aliado que lo había hecho rico y vuelto famoso su mote, Captain Black, a quien se le adjudicaban hazañas más propias de Odiseo que de un mortal, en gran parte nacidas del exceso de ron y de la índole desorbitada de los marineros.

Contempló el cielo del atardecer, con arreboles que auguraban una mañana límpida. Hasta el momento, los vientos los acompañaban, y en esos cinco días de singladura habían recorrido más millas de las previstas. Si las condiciones se mantenían, llegarían al Río de la Plata antes de lo calculado. Exhaló un suspiro. Quizá debió seguir el consejo de Malagrida y de Távora, que habían insistido en que se embarcarse hacia Antigua para visitar su hacienda La Isabella, donde se habría encontrado con Amy Bodrugan, la única capaz de sacarlo de ese estado. Y desde Antigua, viajar a Londres, donde asuntos de capital importancia necesitaban su intervención, como detener al conde de Montferrand que planeaba presentar al primer ministro un proyecto para colonizar el Virreinato de la Nueva España. De Londres pondría proa a Ceilán y después a la India, a la China, al reino de Siam, a la gran isla de Australia, a Borneo, sin detenerse nunca demasiado tiempo en un mismo sitio.

La noche antes de zarpar, mientras cenaban en la cabina del Sonzogno, Malagrida lo miró a los ojos y le preguntó:

—Roger, ¿a qué vamos al Río de la Plata? La inauguración de la curtiduría me suena a excusa.

Ya que Malagrida y Távora, al igual que los demás espías del Escorpión Negro, conocían sus actividades en la Liga Secreta del Sur, es más, colaboraban con él, pensó en interponer razones de índole política. Pasado ese momento de reflexión, levantó la vista y manifestó:

—Vuelvo para ver a mi esposa.

De acuerdo con sus talantes, Malagrida se quedó en silencio, quieto y demudado; Adriano Távora prorrumpió en una carcajada y golpeó la mesa.

—¿Tú, casado? ¿Tú, con esposa?

En un primer momento les contó a grandes rasgos cómo había conocido a Melody y las circunstancias que precipitaron la boda; con el correr de los minutos y a medida que sus amigos se entusiasmaban y le hacían preguntas, él se dejó llevar y, mostrándose locuaz y generoso, desahogó sus días de angustia. Esa actitud sorprendió a sus amigos, pero no lo mencionaron.

Blackraven se dio cuenta de que le gustaba hablar de ella, necesitaba hacerlo, como si al mencionarla la sintiera más cerca, más palpable. Temía lo que hallaría en Buenos Aires, y aquel modo divertido y relajado de evocarla lo alejaba de los malos recuerdos, les quitaba importancia a la luz de los gratos; veía desde otro ángulo la misma situación, y no la juzgaba tan negra. Malagrida y Távora se desternillaron de risa al enterarse del desprecio inicial de Melody, e insistían en que debía de tratarse de la primera mujer que le daba calabazas. Todavía reían cuando Blackraven extrajo de su faltriquera la miniatura de Melody. Adriano lanzó un silbido y levantó las cejas, al tiempo que decidía para sí: “No es tan hermosa como Victoria”. Malagrida opinó que se trataba de una joven muy bella. Levantaron los vasos y brindaron a la salud de Isaura Blackraven, el Ángel Negro.

Blackraven sonrió al evocar la conversación de noches atrás. Apoyó las manos sobre la borda y echó la cabeza entre los brazos, de pronto cansado. Apretó los ojos y se aferró a la imagen de Isaura para no caer en la nostalgia; imaginó su risa la noche en que hicieron el amor sobre la marisma del río, y la dulzura con que lo miraba después de haber gozado, y pensó en su boca, cuando se entreabría, dejando escapar cortos gemidos, mientras él la tocaba y la provocaba; y en sus ojos, ¡Dios, sus ojos!, de ese turquesa tan inusual, penetrantes y suaves a la vez, y cómo olvidar su cabellera, lo primero que lo había hechizado aquella mañana de verano en el Retiro.

A pesar de haberla sometido a prácticas sexuales que habrían perturbado a otra muchacha de su misma condición, Isaura siempre se había mostrado dispuesta a complacerlo. Dios era testigo de que no había tenido contemplaciones con ella, ni con su religión, ni con su juventud, ni con nada. Isaura lo había vuelto loco, y él la había tomado con el mismo descaro que hubiese empleado con una mujerzuela, y lo más extraordinario era que, más allá del modo escandaloso en que la había iniciado a la vida sexual, ella conservaba ese halo de inocencia, que surgía de su mirada, incluso del modo en que se movía y hablaba. Resultaba asombroso que siguiera siendo una niña en su corazón. Nadie jamás podría saber lo que para él, un pecador impenitente, había significado la entrega de Isaura, el regalo de su inocencia y sobre todo el de su confianza. “Por ella, me he vuelto mejor persona”.

Se preguntó qué haría al llegar a Buenos Aires. En parte, la decisión dependía de la actitud que adoptase Isaura. “No es de naturaleza rencorosa”, se dijo, esperanzado. Sólo quería abrazarla y besarla, llevarla a la cama y hacerle el amor. No pretendía que le pidiera perdón por haberlo acusado sin asidero ni que le diera explicaciones, sólo deseaba recuperarla, sentirla suya, colmarla de los regalos que le había comprado en Río de Janeiro, las joyas de topacios, aguamarinas, crisólitos, citrino y amatistas; las sedas, los brocados y los terciopelos, y la muñeca belga, con su trajecito en encaje de Brujas y largos bucles rojizos que le recordaban su cabello. “Quiero que se pasee desnuda delante de mí con este camafeo en torno a su cuello y el pelo suelto sobre su espalda”, se dijo, mientras admiraba la alhaja que había mandado tallar en madreperla, engastada en coral rosa y con marco de oro. Comenzó a dolerle la entrepierna, casi podía tocar la desnudez de su cuerpo, hundir sus dedos en la generosidad de sus pechos, casi podía saborear sus pezones.

Para combatir la excitación, empezó a trazar planes. Hacía tiempo que meditaba acerca del futuro. Tal vez había llegado la hora de retirarse de la vida de mar. La idea de asentarse en un sitio tranquilo, en Cornwall quizá, lo tentaba como antes sus barcos. Sonrió y sacudió la cabeza. Sólo ella lograba que el capitán Black considerase la posibilidad de abandonar su suerte de marinero y convertirse en terrateniente.

Su sonrisa se congeló, y pronunció el ceño que tanta dureza le confería a sus facciones. Hasta que no acabase con la amenaza del sicario conocido como La Cobra, Isaura permanecería en el Río de la Plata. Si bien juzgaba improbable que se asociase su nombre al del Escorpión Negro, había demasiado en juego para arriesgarlo, pues si la asociación llegaba a consumarse, su esposa se convertiría en el blanco de sus enemigos. De igual modo, Buenos Aires no se hallaba libre de peligros, en especial, el que implicaba Enda Feelham, sedienta de venganza a causa de la muerte de su único hijo, Paddy. Incluso después de meses, aún la veía con pasmosa nitidez bajo el roble de Bella Esmeralda, la mirada fija en él, como si lo adivinase tras el espeso cortinado. Aquellos ojos duros le habían comunicado su determinación más que mil palabras.

Se preguntó si Somar u O’Maley habrían dado con su paradero. Adriano Távora, hábil investigador, habría sido de utilidad en su búsqueda. Pero el portugués no los escoltaba con la Wings en ese viaje a Buenos Aires sino que navegaba de regreso al Viejo Continente, con varios encargos, entre ellos averiguar más sobre La Cobra, cualquier dato que los guiara a él. La prioridad era eliminarlo; eso sí, antes confesaría quien lo enviaba.

Adriano también ubicaría al sacerdote Edgeworth de Firmont, testigo de la abdicación de Luis XVI en favor de su hijo Luis Carlos, pieza clave para demostrar la autenticidad del documento; e intentaría igual suerte con madame Simon, a quien Luis Carlos había llamado cariñosamente Bêtasse y a quien le había confiado el documento que, de otro modo, habría terminado en manos de los jacobinos Hébert y Chaumette. Necesitaba ponerlos a salvo en ese mundo de espionaje y contraespionaje donde el dato más oculto o el guardado con más celo podía descubrirse y caer en manos equivocadas. Por esto mismo lo inquietaba que un sicario, reputado como el mejor de la Europa, anduviese tras el Escorpión Negro, no por él, que vivía en el límite, sino por su Isaura.

Aunque ni Távora ni Malagrida aprobasen su decisión, se había tratado de un acierto enviar esas misivas tanto a los Borbones en el exilio como al ministro Fouché, de modo que ambos se enteraran de que Le Libertin había muerto, que el Escorpión Negro seguía con vida y que Luis XVII se hallaba bajo su protección. Rió por lo bajo al imaginar las expresiones del conde de Provence y de Fouché al leer las breves líneas; en cuanto a Napoleón, conociéndolo, dedujo que su reacción sería distinta, no lo sorprendería la información acerca del hijo de Luis XVI, aunque sí lo perturbaría. Necesitaba producir un heredero para afianzar su trono mal avenido y, hasta el momento, la emperatriz Josefina se mostraba incapaz de engendrar.

Pese a que no era dado a cuestionar la vileza del género humano ni la injusticia reinante en el mundo (le parecía de necios), la situación de sus primos, madame Royale y Luis XVII, lo ponía de malas. Apenas dos niños cuando estalló la revolución en su país, vivían, desde entonces, temiendo, huyendo, escondiéndose. Marie había llorado la noche en que concurrió a la casa del barrio de São Cristóvão a despedirse, y ni la promesa de que pronto volvería la había consolado. Aquella imagen lo embargaba de dolor, y juzgó vanos los recursos a los que echó mano para convencerla de que Río de Janeiro era un buen sitio para ella: la hermosa casa de São Cristóvão, el jardín que cuidaba con esmero, el invernadero, su amistad con la baronesa de Ibar.

—No soy amiga de la baronesa de Ibar —le aclaró, enfadada—. ¿Crees que no me he dado cuenta de que busca mi compañía para saber de ti? Ahora que dejas Río, ya verás cómo no vuelvo a verla.

La baronesa de Ibar se había convertido en una molestia. Su descaro lo disgustaba, sobre todo porque João Nivaldo de Ibar le caía bien. No importó que aquella primera noche le hubiese manifestado su poca, sino inexistente, predilección por ella, y demostró que no era de temperamento engreído cuando de lograr un objetivo se trataba, pues volvió a llamar a su puerta varias veces, incluso en una ocasión la halló desnuda en su cama (Estevanico le había permitido entrar). Lo preocupaba que el matrimonio de Ibar insistiese en realizar una visita al Río de la Plata en breve. No quería problemas con Isaura.

Escuchó que Malagrida y Estevanico se aproximaban; habían hecho buenas migas esos dos. El jesuita desplegaba sus dotes de maestro, en tanto el pequeño esclavo revelaba aptitudes para asimilar lo que se le enseñase. Blackraven volteó apenas y lo miró de reojo. El cariño y la buena comida habían operado maravillas en la contextura y el semblante del niño; el modo de caminar, la forma de la cabeza y ciertos lineamientos de su rostro le recordaron a Servando; quizás Estevanico fuera hijo de yolofes.

—¡Amo Roger!

—Dime —contestó, sin volverse.

—Le gané en el juego de damas al capitán Malagrida.

—Vaya, vaya —dijo Blackraven, y escuchó que Gabriel Malagrida reía por lo bajo.

—Mañana prometió enseñarme a jugar ajedrez, eso que usía jugaba con su primo, el señor Letrand.

—Ya no estoy tan seguro de enseñarte, Estevanico —interpuso el jesuita—. No deseo ser vencido también en el ajedrez.

—Pero su merced lo prometió —se apenó el esclavo.

—Ya veremos. Todo depende de cuán bien aprendas tu lección de castellano.

—Ah, si es por eso, capitán, tendrá que enseñarme a jugar ajedrez nomás, pues lo hablo muy bien. Amo Roger —dijo enseguida, y le tiró de la manga para que lo mirase—, ¿cómo se llama mi ama nueva?

—Tú la llamarás miss Melody, como los demás.

Estevanico asintió y repitió el apodo sin emitir sonido, moviendo los labios.

—Pero, ¿ése es su verdadero nombre?

—Su nombre es Isaura, pero sólo yo la llamo de ese modo. Y ahora ve a hacer rancho con los demás y enseguida a dormir, que te despertaré antes del amanecer.

—Está bien, amo Roger. Hasta mañana, capitán Malagrida.

—Que descanses, Estevanico.

Había caído la noche, y la luna se reflejaba en el mar, iluminando una franja que parecía de plata. La mesana del Sonzogno se inflaba con la brisa e impulsaba el gran buque hacia el sur. El cataviento flameaba y azotaba el palo mayor, y ese sonido se mezclaba con las voces de los marineros en cubierta y con un bullicio amortiguado que provenía del pañol donde los demás se aprestaban para la cena.

—¿Acaso tu esposa —habló Malagrida— no se hace llamar por la servidumbre “señora condesa”?

Blackraven sonrió sin mirarlo, la vista clavada en el resplandor de la luna.

—No, le molesta que la llamen así.

—Qué peculiar —apuntó el jesuita, y Blackraven volvió a sonreír, sin añadir ningún comentario—. Te invito a mi cabina a degustar un lácrima Christi, botín de mi última presa. Embotellado y añejado en toneles de la propia Jumilla. Es una bendición.

Sorbieron el vino dulce en silencio, mientras Blackraven, inclinado sobre la mesa, estudiaba los trazados del mapa. Un rato después, Malagrida acomodó el desorden de sextantes, astrolabios y compases, mapas y cartas geográficas y de marear, e indicó a su asistente que les sirviera la cena. No hablaron en tanto comieron. La amistad y la confianza cimentada entre ellos los liberaba de llenar los espacios de silencio que tanto habrían incomodado a otros.

—¿Qué sabes de tu madre? —se interesó de pronto Malagrida.

“Quizá”, meditó Blackraven, “ha querido preguntarme por ella desde hace semanas”. A Isabella le ocurría lo mismo cuando quería conocer la suerte del capitán Malagrida, se andaba con rodeos.

—Adriano me dijo que se marchó a Cornwall con mi tío Bruce y Constance.

—¿A Cornwall? Si detesta Cornwall.

Blackraven levantó la vista y le preguntó con la mirada lo que sus labios no pronunciaron: “¿Desde cuándo conoce usted los gustos de mi madre?”.

—Pues por mucho que deteste Cornwall, hacia allá partió.

Por largos minutos, volvieron a encerrarse en su mutismo. Blackraven mantenía la vista fija en un punto de la mesa, en tanto Malagrida lo contemplaba a él en la actitud reflexiva de quien estudia un objeto que le causa admiración y curiosidad.

—Tú, Roger Blackraven —dijo, con acento profundo y calmo—, posees la sabiduría de un hombre que pertenece a dos mundos. —Citó a continuación—: “…porque así como quienes dibujan el paisaje se sitúan en el punto más bajo de la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares elevados, y para estudiar la de las bajas planicies ascienden al punto más elevado de los montes…

Y Blackraven completó:

—… de la misma forma para conocer bien la naturaleza de los pueblos es necesario ser príncipe y para conocer bien la de los príncipes es necesario formar parte del pueblo”. —Levantó la vista y le sonrió a su viejo dómine—. El Príncipe, su obra favorita —expresó—. ¿A qué debo este pensamiento?

—¿Qué te inquieta? —preguntó, en cambio, Malagrida—. Sé que tienes responsabilidades a granel, pero así ha sido siempre. Ahora noto que algo de peculiar naturaleza te preocupa.

—Dice la verdad, siempre he tenido responsabilidades y problemas a granel, y lejos de agobiarme, me han servido como un desafío que me llenaba de energía. Sin embargo, ahora me siento vulnerable a causa de ellos. —Tras un silencio, confesó—: Es por Isaura. Ella me ha vuelto vulnerable. Uniendo su destino al de un hombre como yo, se ha expuesto a los peligros que me rodean, peligros que jamás me amedrentaron, pero a los que ahora temo. Por ella.

—¿Tanto la amas? —Blackraven lo miró a los ojos y no contestó—. “Como lirio entre los cardos, así es mi amada entre las jóvenes” —declamó el jesuita.

—¿De pronto es usted poeta?

Malagrida, sonriendo, negó con la cabeza.

—Pertenece al Cantar de los Cantares.

—¡Dios bendito nos ampare! —exclamó el guardia apostado en la torre del Fuerte de Santa Teresa, en la Banda Oriental.

—¿Qué ocurre? —se inquietó su camarada, y le quitó el catalejo—. Ingleses —dijo en voz baja, y su acento delató el miedo que esa palabra le infundía.

Eran los primeros en avistar la fragata Leda, a la cual el almirante sir Home Riggs Popham le había ordenado que se separase de la escuadra para explorar el río, conocido por sus bancos de arena y sus corrientes.

La noticia de la embarcación inglesa merodeando las costas de la Banda Oriental alarmó aunque no sorprendió a la población —esperaban el ataque desde hacía meses—, en especial por la actitud indolente del virrey Sobremonte, quien se limitó a disponer el acuartelamiento de algunos batallones, indisciplinados y mal provistos, en el Fuerte de Buenos Aires, y envió un refuerzo de tropa a Montevideo convencido de que los ingleses intentarían apoderarse de esa plaza en primer lugar.

En rigor, ésa era la intención del brigadier general William Carr Beresford, quien, con el cuello de su chaqueta bien levantado para protegerse del frío, se aprestaba a abordar la fragata Narcissus donde se celebraría el consejo de guerra en el cual se decidiría si atacarían primero a Buenos Aires o al puerto de San Felipe de Montevideo.

Beresford y Popham se estrecharon las manos con desapego y, de inmediato, escoltados por otros oficiales, se encaminaron a la cabina del capitán Donelly. Bebieron a la salud de su majestad Jorge III para sumergirse casi de inmediato en una acalorada discusión acerca de los pros y contras de apoderarse de una u otra ciudad.

—Soy de la opinión —esbozó Beresford, en su modo cauto y caballeroso— de atacar primero a Montevideo, asegurarnos esa plaza, a la que juzgo la llave del Río de la Plata, y después marchar sobre Buenos Aires.

—Sabemos que Montevideo está mejor pertrechada que Buenos Aires —interpuso el capitán Honeyman, otro de los oficiales a cargo de la misión—, incluso el virrey ha enviado más tropa de línea desde Buenos Aires, dejando a ésta prácticamente desguarnecida.

—Por esa misma razón —dijo Beresford— debemos atacar primero Montevideo. Soy consciente de que requerirá un esfuerzo bélico mayor, pero nos haremos de armas y municiones, que a nosotros no nos sobran, y con eso caeremos sobre Buenos Aires y la conquistaremos muy fácilmente. En cambio, si tomamos Buenos Aires, que está desguarnecida, será más difícil ir después contra Montevideo. Incluso será difícil sostener la ocupación de Buenos Aires.

Popham se puso de pie y declaró:

—Entiendo su postura, brigadier, pero, en las circunstancias en que nos hallamos, creo que no es la más conveniente. Hacernos de la capital del virreinato provocará un gran efecto sobre las autoridades y la población en general, efecto que más tarde nos servirá para apoderarnos de las demás regiones, incluida Montevideo. Por otra parte, nuestros barcos están desprovistos, la tropa carece de todo. Si atacamos Buenos Aires, desguarnecida como está, será un triunfo seguro y entonces podremos aprovisionarnos sin demoras. Atacar Montevideo, bien armada y fortificada, conlleva un riesgo, bien lo sabemos. ¿Cómo nos avituallaríamos si no consiguiésemos conquistarla? Quedaríamos en una penosa situación.

Esta razón pareció calar en los ánimos de los demás oficiales, pues comenzaron a asentir y a murmurar. Beresford supo que había perdido la partida. Miró con recelo a Popham, a sabiendas de que eran otras las motivaciones que lo llevaban a defender su postura, en primer lugar, hacerse de los tesoros que se encontraban en la capital del virreinato antes de que las autoridades los pusieran a resguardo, y segundo, ganarse el respeto y la admiración de la corte de Saint James con un triunfo rutilante y el envío de varios cofres llenos de oro y plata.

Según los cálculos de Malagrida, entrarían en la boca del Río de la Plata en cinco días, si el viento se mantenía favorable, por lo que, añadió, no precisarían racionar el aguaje ni el bastimento. Las dimensiones del Sonzogno le permitían una gran autonomía, que le servía para navegar sin tocar puerto durante semanas, conservando la salud de su tripulación y la higiene.

Blackraven, ubicado en el castillo de popa, observaba la destreza de Schegel en el manejo del gobernalle. Después paseó la mirada por cubierta, donde varios marineros sumergían las bruzas en baldes llenos de agua jabonosa y, con vigor, cepillaban las tablas de la crujía. Otros, inclinados sobre grandes toneles, revisaban las coles antiescorbúticas y las berzas, quitándole hojas malas y separando las podridas; más allá, al pie del palo mayor, Milton y Peters remendaban el foque.

Estaba orgulloso de sus barcos y de sus hombres, seleccionados con meticulosidad y a quienes sometía a intensos entrenamientos, que no sólo apuntaban a desarrollar la fuerza física, la habilidad en cuestiones de náutica y el manejo de armas sino a exacerbar el respeto a la disciplina, la higiene y el honor. Ellos no eran filibusteros, eran corsarios, y como tales tenían un código que obedecer. A bordo, se penaban con cincuenta latigazos las riñas, las borracheras y el incumplimiento de las tareas. La sodomía se castigaba con la muerte.

Estevanico se aproximó con cautela, buscando no alertar al amo Roger. Cerca de él, el niño advirtió que el sol del crepúsculo iluminaba a contraluz la mitad del rostro de Blackraven, acentuando su natural expresión firme y reflexiva, siempre dura a causa del familiar ceño, oscuro y pronunciado. Así y todo, no le temía, por el contrario, aquel hombre blanco le agradaba; emanaba una noble esencia.

—¿Has hecho lo que te mandé?

Estevanico rió.

—Me acerqué muy despacito, amo Roger. ¿Cómo supo que estaba aquí?

—No quieras pasarte de listo con el capitán Black —le advirtió Radama, el malgache, quien drizaba una verga a palmos de ellos—. No es fácil sorprenderlo, ¿sabes?

—Te olí —bromeó Blackraven—. Parece que hace días que no te aseas. ¡Anda! Pide agua caliente en la cocina y, para la cena, te quiero más limpio que un altar. Radama —dijo enseguida, sin apartar la vista del horizonte, haciéndose sombra con la mano—, alcánzame el catalejo.

Antes de que el malgache pudiera cumplir la orden, se escuchó la voz de Shackle, quien, a varios pies de altura, apostado en la cofa, vociferó que avistaba una nave a babor. Radama le pasó la lente y Blackraven confirmó el anuncio y su sospecha. Malagrida abandonó el puente de mando y se aproximó dando grandes zancadas. Ambos mantuvieron silencio mientras analizaban la situación.

—Es una magnífica fragata —comentó Blackraven, sin bajar el catalejo.

—Estupenda —coincidió el jesuita—. Han largado todo el trapo, se aproximan a nosotros con rapidez.

—Dada su posición, nos avistaron primero.

—¿Crees que presentarán batalla?

—Sí.

—¿Alcanzas a ver su estandarte?

—Están bajando la enseña española y suben la Jolly Roger —informó Blackraven, en referencia al estandarte de los piratas, la bandera negra con la calavera y las dos tibias cruzadas.

Malagrida bajó el catalejo y contempló el perfil de su amigo.

—¡La Jolly Roger! ¡La Jolly Roger! —vociferó con entusiasmo la marinería agrupada en torno a ellos.

—¿Piratas? —farfulló el jesuita.

—Sí, y de la peor calaña.

—¿Acaso los conoces?

—Conozco esa fragata, la Butanna. Pertenece al hijo de Ciro Bandor.

—¿Ciro Bandor? ¿El filibustero que mataste? —Blackraven asintió—. ¿Conoces a su hijo?

—Sí, lo conozco. Su nombre es Galo Bandor. A quien más le gustaría estar aquí esta tarde es a Amy Bodrugan.

Malagrida se dio cuenta de que la ira inundaba a Blackraven; le conocía esa expresión de labios apretados y fosas nasales dilatadas.

—Galo Bandor sabe que el Sonzogno es uno de mis barcos. Atacará, y lo hará con toda la artillería que posee. Hace años que busca vengar la muerte de su padre. Cuando sepa que me encuentro en este barco dirá que hoy es su día de suerte. ¡Shackle! —vociferó hacia arriba—. ¿Logras ver el armamento con que cuentan?

—¡Catorce aspilleras a estribor! ¡Dos morteros en la proa, capitán!

“Nada mal”, admitió Blackraven, aunque ellos se encontraban mejor armados. De igual modo, la suerte podía correr del lado de la Butanna si un diestro artillero les volaba el palo mayor o les ocasionaba un agujero en la amura por debajo de la línea de flotación que los llevase a pique en cuestión de minutos.

—¡Zagros! —llamó Blackraven al contramaestre—. Ordene zafarrancho de combate.

El contramaestre griego se alejó vociferando directivas, más allá de que cada miembro de la tripulación sabía cómo proceder y qué puesto ocupar en caso de avistar una presa. Un grupo acomodaba los cabos y tablas de abordaje; los artilleros abrían las aspilleras, movían las cureñas y destrincaban los cañones, mientras sus ayudantes revisaban los yesqueros y botafuegos, y sobre todo que la cuerda mecha no estuviese húmeda; se abrió la santabárbara para extraer toneles con pólvora, municiones y metralla, y se alistaron los bomberos, es decir, los marineros a cargo de apagar incendios con los baldes con arena; se aprestaban las armas ligeras —mosquetes y fusiles—, y ninguno olvidaba asegurar sus sables y cuchillos a la cintura; algunos, sin visos de embarazo, se persignaban y se encomendaban al dios de su credo o al santo de su devoción.

Blackraven desapareció por la escotilla. Entró en su camarote, donde Estevanico se lavaba de pie en una palangana. Hurgó en su arcón hasta encontrar un pañuelo negro con el que se ciñó la cabeza. Revisó las pistolas y se calzó el estoque y una espada ancha y corta en el tahalí del cinto. Estevanico lo miraba sin pestañear. Por sobre el hombro, antes de salir, Blackraven le dijo:

—Llegas a abandonar el camarote y te tiraré por la borda.

—¡Yo no sé nadar, amo Roger!

—Entonces quédate aquí y no salgas hasta que yo te lo ordene.

De regreso en cubierta, estudió el cataviento antes de disponer las maniobras. Con el capitán Black a bordo, Malagrida se mantenía al margen, aunque se ufanó al comprobar que las decisiones de Roger coincidían con las que él habría tomado. Blackraven indicó a Schegel, todavía al mando del gobernalle, que orzara hacia la izquierda, en dirección del viento, y el buque escoró hasta la posición deseada para luego navegar de sotavento hacia la Butanna.

—¡Viren a babor! ¡Usaremos el espolón a modo de ariete! ¡Bajen el trinquete! ¡Arríen la mesana!

Ambas naves fachearon y, hallándose a pocas brazas, comenzaron a disparar con feroz empeño las armas ligeras y la artillería. En pocos minutos, resultaba imposible, a causa del humo, ver a la Butanna, sólo se divisaban los extremos de su arboladura, que seguía intacta. Se trataba de una maniobra de altísimo riesgo, avanzar a ciegas hasta chocar con la nave enemiga, pero los hombres del capitán Black estaban habituados a su temeridad. El Sonzogno prosiguió acercándose hasta que se escuchó y se sintió que el espolón se incrustaba en el casco enemigo. Al divisarse la silueta de la nave enemiga, en algunas partes muy astillada, Blackraven ordenó que se lanzaran los cabos de abordaje y que se acomodaran las tablas para cruzar. La tripulación elegida para el atraco se lanzó a la Butanna a voz en cuello. “¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!”, salomaban.

Los hombres de Galo Bandor sabían que, en caso de tener la buena fortuna de contar con el capitán Black en la batalla de esa tarde, debían evitarlo, pues se consideraba prerrogativa de Galo Bandor acabar con él. De igual modo, Blackraven se topó con varios y los dejó tendidos sobre cubierta en su avance hacia el puente de mando, donde había avistado al hijo de su antiguo capitán. “Por ti, Amy. Por ti”, decía con dientes apretados, al tiempo que sus mandobles segaban manos, abrían vientres, sacaban ojos y tronchaban narices. A menudo necesitó pasarse la manga de la camisa por el rostro para limpiarse la sangre de sus víctimas.

Bandor lo vio desde el puente, Blackraven se acercaba con la cabeza envuelta en un pañuelo negro, la camisa empapada en sangre y una mueca cruel, y ocultó el miedo tras una sonrisa con aire de suficiencia. Lo intimidaba la apariencia de galeote de ese hombre.

Casi anochecía cuando Blackraven alcanzó el puente y, desde allí, apreció que la contienda llegaba a su fin. La victoria le pertenecía.

—¡Capitán Black! ¡Hoy es mi día de suerte! —exclamó Bandor.

—¡Eres tan previsible! —se mofó Roger.

—¡Te enviaré al Infierno, malhaya, gitano inglés!

—¿A hacerle compañía a tu padre? ¡No, gracias!

Bandor reaccionó con ira. Dio un grito y se abalanzó sobre su enemigo. Se enzarzaron en un combate de espadas. No era la primera vez, y cada uno sabía que contendía con un soberbio espadachín. Por sus expresiones, parecían disfrutar la pelea. Había pasión en sus avances y estocadas, y sus sonrisas sin humor, más bien pedantes, les volvían siniestras las expresiones. Se habían infligido varios cortes, ninguno de consideración, y su sangre se mezclaba con las de sus víctimas. Malagrida calculó que llevaban más de veinte minutos de pelea, y dedujo que el hombro derecho debía de arderles por el peso de la espada, como también las piernas, dados los saltos y movimientos bruscos; no se trataba de una pelea con estilo sino de una a muerte.

La contienda se mantenía pareja, no se avizoraba un pronto final y resultaba difícil establecer quién llevaba ventaja, hasta que Bandor recibió un corte en el pómulo izquierdo, cerca del ojo, que lo desorientó, instante del que Blackraven se sirvió para colocarle la punta del estoque en la yugular. Se quedaron en suspenso, mirándose intensamente.

—¿Qué pasa? —se mosqueó Bandor—. ¿No vas a matarme?

—No —admitió Blackraven—. Ese derecho le corresponde a otra persona. Y lo hará con mucho gusto, luego de castrarte.

—Amy Bodrugan —dijo el pirata español, y le brillaron los ojos verdes.