Capítulo III

Melody suspiró y dio vuelta la página del libro. Desde la partida de su esposo, se había aficionado a la lectura por las noches. En un principio, la desdicha la tumbaba en la cama y sólo podía llorar. Con el tiempo llegó la calma, una templanza triste, llena de nostalgia, en la que buscaba la compañía del turco Somar, el mejor amigo de Blackraven, para que la acercara a él.

A veces su fe desfallecía y presagiaba: “Nunca volverá, lo he perdido para siempre”, a Roger, a quien amaba con locura, a quien había herido sin piedad, de modo injusto. Lejos y en silencio, Blackraven la castigaba por aquellas acusaciones que ella le lanzó sin ponderar. Merecía ese tormento, quizás algo peor, pues apenas unos días habían bastado para comprender lo equivocado de su sospecha. Arrepentida y avergonzada, se cubría la cara y rompía a llorar. Por eso, cuando tras un mes de ausencia, apareció Papá Justicia y le contó cómo habían sucedido las cosas en la conjura de esclavos, Melody no se sorprendió; sola había llegado a la conclusión de que su esposo no delató al grupo que, aquel lunes siguiente al Domingo de Ramos, tomó por asalto los principales asientos negreros de Buenos Aires, grupo del cual su hermano, Tomás Maguire, era el cabecilla; ni siquiera quedaba por averiguar quién había sido el traidor; eso se lo había dicho Servando.

Volvió a suspirar y cerró el libro; no tenía caso insistir, había perdido el interés en Tirso de Molina. Estaba inquieta por la demora de Somar, que acostumbraba acompañarlos durante la cena. Jimmy, Víctor y Angelita lo adoraban y, sentados a sus pies sobre la alfombra de la sala, enmudecían mientras el turco les relataba las gestas del capitán Black en esa divertida jerga de castellano e inglés. Así Melody llegó a conocer aspectos desconocidos de su esposo, que la enfrentaban a un hombre distinto, igual de caballeroso y bravío, pero más pirata que conde; dichos aspectos no la sorprendían, siempre había intuido que Blackraven era un hombre de varios matices, algunos antagónicos, que él sabía equilibrar de manera prodigiosa. Asimismo le dolía ese espacio impenetrable y reservado de Roger porque se lo había ocultado, y ella quería poseerlo por completo.

Después de las hazañas del capitán Black, cuando los niños marchaban a dormir, Somar le revelaba otros momentos de la vida de Roger Blackraven menos venturosos o heroicos, tal como el día en que su padre mandó raptarlo a Versalles para criarlo como el futuro duque de Guermeaux en Cornwall, Inglaterra. “De un día para otro”, explicó Somar, “le cambiaron el nombre, el idioma, el lugar, los amigos, los parientes. Él jamás habla de esto”, aclaró, “yo lo supe de labios de la señora Isabella, su madre, que sufrió muchísimo también”. Somar pidió permiso para retirarse y ella apenas asintió, quieta en el sillón, la costura olvidada en el canasto, sólo una imagen en su mente, la de aquella mañana en el Retiro en que lo trató con rudeza al decirle que el verdadero nombre del esclavo Servando era Babá. “¿Por qué lo ha llamado Babá?”, le preguntó él de mal modo, celoso. “Porque así se llama”. “Su nombre es Servando”. “No. Ese nombre le pusieron el día en que lo embarcaron en el África. Su nombre es Babá. Y así lo llamaré yo. Dígame, señor Blackraven, ¿sería de su agrado que, de buenas a primeras, un día le cambiaran el nombre y le trastornaran la vida, lo arrancaran del seno de su familia y lo llevaran a un lugar distante con personas que no conoce y que no muestran ningún cariño por usted?”. “No, claro que no”, respondió él, de pronto apenado. “¿Se preocuparía usted por mí y me dispensaría el trato afectuoso que reserva para Babá si yo hubiese atravesado por una situación similar?”. “Señor Blackraven, no consigo imaginar la situación en la que usted me inspiraría lástima”. A la luz de las confidencias de Somar, su respuesta le parecía pedante y estúpida, y la avergonzaba.

Dejó la silla, devolvió el libro a la biblioteca y marchó a su dormitorio. Se topó con el turco en el primer patio.

—¡Somar, gracias a Dios! Comenzaba a preocuparme tu tardanza.

—Señora, entre deprisa. Está muy frío, y su merced, como de costumbre, desabrigada. Cené en la casa de la calle Santiago —se justificó, una vez dentro—. Don Diogo me pidió que lo acompañara para hablar sobre la curtiduría.

—¿Alguna novedad? —Se trataba de una pregunta frecuente entre ellos, y Somar no necesitaba que le aclarase a qué se refería. De modo invariable, negaba con la cabeza, sin mirarla, porque lo lastimaba el dolor que trasuntaban sus ojos turquesa.

—¿Pasaste por el correo? ¿Ninguna carta de él?

—Roger no es dado a escribir, señora.

Un noche, más deprimida de lo usual, con voz estrangulada, se animó a confiarle sus escrúpulos.

—Y si Roger te escribiese para pedirte que te reunieras con él en algún sitio, ¿nos abandonarías, Somar?

—Sobre tres cosas tengo certeza, señora: que Alá es el único Dios y Mahoma, su profeta, que algún día moriré y que Roger Blackraven jamás me ordenará que me aleje de Buenos Aires en tanto él no esté aquí para proteger a su merced. Días antes de marcharse, me convocó al Retiro y me encomendó que la cuidase. “Eres el único a quien puedo confiársela”. Eso me dijo.

—¿De veras? ¿Eso te dijo?

—Yo jamás miento, señora.

En general, así terminaban sus días, en compañía de Somar, quien nutría la esperanza que la congoja nacida del silencio de Blackraven y de la culpa amenazaba destruir. A lo largo de la jornada no tenía tiempo para pensar o aburrirse. A cargo de la casa, de la educación de tres niños, preocupada por el bienestar de las hijas mayores de Valdez e Inclán y, sobre todo, por el de su hermano Tommy, se mantenía ocupada y activa. Los esclavos seguían llamándola Ángel Negro y solicitándola a la hora de la siesta por el portón trasero de la casa de San José para presentarle infinidad de peticiones.

A diferencia de los primeros tiempos de casada, cuando Blackraven aún estaba en la ciudad y a ella se la llamaba “señora condesa”, su vida social había desaparecido; y no se trataba sólo de que no llegaran invitaciones a tertulias, saraos o fiestas sino que la evitaban en la calle, no la saludaban en el atrio de la iglesia y esparcían calumnias. Si bien los porteños de rancia alcurnia nunca la habían querido, desde la trágica noche de la conjura de esclavos, la repudiaban, y nada los convencería de que el Ángel Negro no había tramado el ataque a Álzaga, Sarratea y Basavilbaso, por muy involucrado que estuviese su hermano, Tomás Maguire, todavía prófugo.

Tommy era su mayor fuente de desvelo. Inconsciente e idealista, no advertía la amenaza que pendía sobre su cabeza. Se aventuraba por la ciudad, salía de noche, se emborrachaba con un nuevo grupo de vagos y seguía odiando a su cuñado, a quien llamaba “el pirata inglés” o “el traidor”.

Una siesta, semanas después del ataque a los negreros, cuando Melody lo creía a varias leguas de Buenos Aires ocultándose para no caer en manos de Martín de Álzaga, Tommy se mezcló entre los esclavos que la visitaban por la parte trasera de la casa de San José y, apartando su capucha a medias, le mostró la cara sin abrir la boca. Melody se sintió desfallecer. Al verla pálida, Trinaghanta la asió por la cintura y dio por terminada la audiencia del Ángel Negro.

—Manda por el hombre encapuchado que me abordó en la parte trasera —le ordenó a su sirvienta cingalesa—. Hazlo pasar. Tráelo a mi habitación.

Tommy se desmayó en el umbral del dormitorio y, al retirarle la capa, Melody le descubrió la camisa ensangrentada a la altura del vientre. La abrieron con una tijera. Tenía un corte. Melody ordenó que trajeran toallas limpias y esparadrapos, agua caliente y polvo de basilicón.

—No podemos llamar al médico —argumentó Melody—. ¿Crees que puedas ocuparte?

Trinaghanta estudió la herida en silencio y por fin asintió.

—Es profunda y de cuidado —dijo—. Iré por mi aguja de oro y los sedales.

Tommy bebió una medida de láudano antes de que la cingalesa limpiase y cosiera la herida, soltando el último punto para que drenaran los humores ponzoñosos.

—¿Qué ocurrió? —quiso saber Melody horas más tarde, pasado el efecto del opio.

Después de la conjura y de intentar asesinar a su cuñado, Tommy no huyó de la ciudad; se ocultó en la misma cripta donde lo había llevado Servando, una especie de galería subterránea, entibada con ademes de quebracho, que unía la costa del Río de la Plata con la propiedad de Blackraven, “El Retiro”. Al escasear las provisiones, comenzó a salir por las noches para robar en las quintas, incluso en el mismo Retiro, vegetales, frutas y animales pequeños; a veces, con suerte, pescaba un sábalo o un surubí. Pasó semanas en paz, esperando que el escándalo por el ataque a los negreros languideciera, hasta que se topó con Servando en la cripta. El esclavo cumplía la orden de mantener limpio el lugar y las provisiones, frescas; por eso regresaba al menos una vez por mes. Al encontrarse cara a cara después de tanto tiempo, Tommy lo acusó de haberlo vendido con su cuñado, “el pirata inglés”.

—Yo no soy un felón —se enfureció Servando—. Nada dije de la conjura, ¡a nadie!

—Tú se lo contaste a Blackraven y él nos vendió con su socio, Martín de Álzaga. Ya nos habías traicionado antes, cuando decidimos robar los carimbos de la Compañía de Filipinas. ¡Negro maldito! ¡Judas! ¡Pagarás cara tu felonía!

Se enzarzaron en una pelea a cuchillo en la que Tommy llevó las de perder.

—Tommy, no puedes quedarte aquí —manifestó Melody—. Aún no sabemos quién fue el traidor. Bien podría ser alguien de esta casa y correr a las autoridades para decirles que estás aquí.

—Los traidores son Blackraven y Servando.

—¡Calla! —La furia de Melody sorprendió al muchacho—. Deja de hablar sandeces. Estoy cansada de ti, de tus pullas y arrebatos. O mantienes la boca cerrada y me dejas hacer a mi manera, o te echo de esta casa y que Dios te ampare. ¡Me has hartado!

A Tommy le dolía demasiado la herida, incluso se sentía afiebrado, para darse aires de ofendido y mandarse a mudar. Se quedó quieto y callado en la cama que olía tan bien, entre esos mórbidos cojines.

—Te esconderás en casa de Valdez e Inclán —le comunicó Melody por la noche—. Sólo la señorita Leonilda y su sobrina Elisea saben que te alojarás allí. Te acomodarán en la habitación de don Alcides, que nadie usa y que mantienen bajo llave.

Por la madrugada, envuelto en una manta, temblando a causa de la calentura, Tommy subió a una carreta que Somar condujo hasta la calle de Santiago, donde Leonilda y Elisea lo aguardaban para asistirlo.

Al día siguiente, antes de que Servando se marchase al taller del tapicero, su nuevo menester, Melody lo mandó llamar.

—Ayer heriste a mi hermano.

—Acusó al amo Roger de traidor. A mí también.

—Alguien le vendió la información a Álzaga, alguien le dijo que atacarían a los asientos negreros.

—Yo no fui —aseguró Servando, con la jactancia y el porte de un yolof.

—Sé que tú no fuiste —contestó Melody, con igual firmeza—, pero debemos averiguar quién fue, no podemos seguir con la duda. El traidor podría estar entre nosotros.

—El traidor hace tiempo que ya no está entre nosotros —manifestó el esclavo—. Yo mismo maté a Sabas.

—¡Sabas! —se conmocionó Melody—. No huyó como supusimos. Está muerto, entonces.

Absorbió la relación de Servando incapaz de pronunciar palabra ni de formular preguntas.

—Cuando lo encontré en el bosque, dispuesto a matarlo por haber deshonrado a Elisea, lo descubrí con una enorme suma de dinero, más de ochocientos pesos, lo que Álzaga le había dado por la información. Es el dinero que usté encontró sobre su cama, yo mismo lo dejé allí, para el hospicio que quiere fundar.

Melody se dejó caer en una silla y lo contempló con espanto.

—Tal vez ese dinero era fruto de su trabajo. —Aunque enseguida desestimó el argumento: Sabas jamás había trabajado como prerrogativa por ser el hijo de Cunegunda, la esclava favorita de doña Bela—. ¿Cómo sabes que fue Martín de Álzaga quien le dio esa suma? Pudo haber sido Sarratea o Basavilbaso.

—Yo creo que Sabas estaba en tratos con don Martín. Antes de marchar al bosque para buscar el dinero, que ocultaba en el tronco de un árbol, se detuvo a las puertas del Cabildo y cambió unas palabras con el esclavo personal de Álzaga. A poco, el propio don Martín salió a la calle para hablar con él. Después entendí que Sabas le había pedido que dejara en libertad a Papá Justicia. Lo amenazó con algo.

—¿A Álzaga? —preguntó Melody, incrédula.

—Todos tenemos nuestro lado oscuro, miss Melody. Quizá Sabas descubrió el de don Martín y por eso pudo hacer lo que hizo. Don Martín no le habría entregado tanto dinero en caso contrario, ni habría puesto en libertad a Papá Justicia sin someterlo a suplicio para que hablase.

—Entiendo.

—El dinero sirvió para una buena causa —alegó el esclavo, sin mostrarse contrito—. Su merced y doña Lupe compraron la casa para el hospicio.

—Con dinero manchado de sangre.

—Sabas merecía morir, miss Melody.

—Vano sería que confesaras tu pecado al padre Mauro pues veo que no te arrepientes.

—No me arrepiento, y volvería a hacerlo.

—¿Enterraste su cuerpo? —Servando negó con la cabeza—. Deberíamos ir a buscarlo y darle cristiana sepultura.

—Dudo que las alimañas hayan dejado algo.

Días más tarde, unas lavanderas encontraron en la playa las piltrafas de lo que parecía ser un hombre negro; los perros cimarrones lo habían arrastrado hasta allí. El comisario del barrio de la Merced mandó comparecer a Diogo Coutinho, quien semanas atrás había interpuesto una denuncia por la fuga del esclavo Sabas.

—Sí, es él —confirmó don Diogo, sujetando la medalla con la imagen de la Virgen de Monserrat de la que Sabas jamás se separaba.

—Si bien no participó en ninguno de los ataques —señaló doña Magdalena, esposa de Martín de Álzaga—, fue ella quien pergeñó ese diabólico plan para atacar a mi esposo y a otros honorables súbditos de su majestad. Cuando prendan al tal Tomás Maguire, él confesará la participación de su hermana. Hasta hoy, ninguno de los esclavos que sobrevivieron al ataque lo ha hecho, por mucho que se los ha interrogado. ¡Es que la veneran! Ella es el Ángel Negro. ¡Si hasta suena a herejía! Habría que pedir intervención al Santo Oficio.

—¿Bajo qué acusación la encarcelaron hoy? —se interesó María del Pilar Montes, una hermosa catalana, esposa del barón de Pontevedra.

—Bajo la acusación de hurto —contestó Marica de Thompson.

“Cada día oscurece más temprano”, pensó Melody, asomada al ventanuco de la celda donde la habían confinado. Los dos alcaldes, De Lezica y Sáenz Valiente, acababan de marcharse, incómodos y temerosos. Ante la acusación de hurto de cuatro esclavos —tres hombres y una mujer—, Melody los contempló con calma, primero a uno, luego a otro, y les dijo:

—Señores, vosotros sabéis que se trata de una calumnia.

En rigor, los cuatro esclavos, todos bozales, es decir, recién llegados del África, eran propiedad de la Real Compañía de Filipinas, administrada por el señor Sarratea. Terminada la almoneda, esos cuatro africanos aún permanecían en la tarima sin comprador a causa de su mal estado; curarles las pestes y enfermedades y alimentarlos por días representaba un costo que la compañía no quería asumir, por lo tanto, los habían echado fuera. Casi desnudos, enfermos, sin hablar castellano, perdidos y confundidos, esos miserables habrían muerto en la calle si Papá Justicia no los hubiese llevado con miss Melody, que los mandó conducir a la casa donde pronto funcionaría el nuevo hospicio. Allí los bañaron, los curaron, los vistieron y alimentaron.

A la mañana siguiente, el alcalde de primer voto, el señor De Lezica, el procurador del Cabildo, Sáenz Valiente y el comisario general se apersonaron en la casa de San José, pidieron por la señora Blackraven, le leyeron los cargos y la esposaron. Trinaghanta se aferró a su ama y, en un pandemónium de inglés, cingalés y gritos, suplicó que la encarcelaran con Melody. Apareció Somar, que desenvainó el sable y lo colocó en la garganta del comisario; atrás vinieron los esclavos de la casa y los niños —Jimmy, Angelita y Víctor—, con Perla y Jaime, el matrimonio vizcaíno que, desde hacía pocos días, se ocupaba de su instrucción.

—Jimmy —dijo Melody—, tranquilo, cariño, no te asustes. Nada malo va a ocurrirme. Iré con estos señores y estaré de regreso en poco tiempo. Perla, Jaime, por favor, llevad a los niños a la sala de estudios. Somar, por favor, baja tu espada. Busca al doctor Covarrubias y explícale la situación. Señores —expresó, con gran dignidad—, ahora os acompañaré.

Melody suspiró y se sentó en la escabiosa yacija. El lugar, que olía mal, a orines y comida rancia, al menos tenía una ventana que daba al patio del Cabildo; peor hubiese sido terminar en las mazmorras; tal vez, en consideración a su título y a la influencia de su esposo, le habían ahorrado esa pena. “Roger”, murmuró, con voz trémula, y se acarició el vientre. Ya no tenía duda, desde hacía algunas semanas sabía que allí crecía el hijo de ambos, y la felicidad que esa certeza le provocaba por momentos desaparecía cuando se preguntaba si Blackraven conocería a ese hijo. Le dolía la soledad. Ansiaba compartir la noticia de su embarazo con él, ansiaba ver su expresión cuando le anunciase que su amor había dado frutos.

Los gritos de unos reos la devolvieron a su situación actual. Sospechaba que aquella patraña se había llevado a cabo bajo las órdenes de Martín de Álzaga, de otro modo De Lezica no le habría manifestado que, si revelaba el paradero de Tommy, el castigo por el hurto de esclavos se atenuaría.

Somar le explicó a Covarrubias lo acontecido y éste pidió licencia a su jefe en la Audiencia para marchar al Cabildo, donde solicitó la inmediata liberación de la condesa de Stoneville. Sin tiempo para prepararlos, sus pobres argumentos no surtieron efecto. Desesperado, le espetó al procurador que el arresto constituía un abuso y que excedía las facultades del alcalde de primer voto dado el linaje de la señora condesa, quien debió haber sido acusada por la Real Audiencia. Abandonó el recinto agitado y tembloroso. Seguido por Somar, fue a buscar al doctor Mariano Moreno. El turco ya había decidido que si Moreno no lograba liberar a miss Melody, él lo haría por la fuerza; su señora no pasaría la noche en ese sitio.

De regreso en la oficina del alcalde de primer voto, Covarrubias, Moreno y Somar se toparon con Martín de Álzaga, quien los recibió con una mueca de satisfacción. Moreno se dirigió a De Lezica:

—Exijo la inmediata liberación de la condesa de Stoneville. Se trata de un atropello de naturaleza aberrante no sólo en consideración a la honorabilidad de la dama, esposa de un destacado noble inglés, sino porque la tal acusación de hurto es una falacia. Les recuerdo a los letrados aquí presentes lo definido en el cuerpo normativo de Las Siete Partidas como hurto: Furto es malfetria que fazen los omes que toman alguna cosa mueble agena, encubiertamente sin plazer de su señor, con la intención de ganar el señorío o la posesión, o el uso de ella. Si, como entiendo, el señor Sarratea había ordenado se expulsasen los dichos cuatro esclavos de los lindes de la Real Compañía (práctica muy frecuente, según entiendo), no es posible que se verifique hurto ya que no se cumpliría con uno de los requisitos de la definición del delito aquí en cuestión, esto es: sin plazer de su señor. ¡Había sido el propio señor quien los echó fuera para sacárselos de encima! —subrayó—. Por ende, hasta que el señor Sarratea demuestre que en verdad esos esclavos fueron hurtados (y lo veo muy difícil dada la evidencia), la condesa de Stoneville, doña Isaura Blackraven, deberá ser dejada en libertad de inmediato. Y queda advertido el señor Sarratea que iniciaremos acciones legales por calumnias e injurias graves en contra de mi defendida.

Arengó por más de media hora, y citó de memoria párrafos de las Leyes de Indias, de las Siete Partidas, de las normativas del Consejo de Castilla, y hasta de las Leyes de Burgos. Covarrubias lo admiraba en silencio, pues sólo había contado con los minutos que los separaban de la casa de Moreno, en la calle de la Piedad, con el Cabildo para ponerlo en autos. “Es brillante”, admitió.

Se mandaron comparecer a varios testigos, entre ellos Papá Justicia, que aseguró que los esclavos se hallaban fuera del predio de la compañía, pues el empleado Ramón Guasca los había expulsado por el portón que daba al río; pero, como la palabra de un liberto con fama de brujo no ayudó, Somar salió en busca del padre Mauro, que condenó la inhumana actitud del señor Sarratea y ensalzó la caridad cristiana de la señora condesa de Stoneville, de quien daba fe de su probidad y decencia.

—¿Dónde tengo que firmar esta declaración? —preguntó el sacerdote, paseando la mirada por los funcionarios.

Antes de las siete de la tarde Melody fue puesta en libertad con el compromiso de devolver los esclavos a la Real Compañía; además debió pagar una multa de diez pesos por poner en funcionamiento un hospicio sin las debidas autorizaciones y habilitaciones.

—Ha sido imposible conseguir la habilitación —se quejó Covarrubias—. La Hermandad de la Caridad y el Cabildo han rechazado las solicitudes una y otra vez, aduciendo argucias inverosímiles.

“Álzaga jamás permitirá la apertura del hospicio mientras sea yo quien quiera fundarlo”, reflexionó Melody.

Somar la tomó del brazo y la condujo fuera donde un grupo de africanos —manumitidos y esclavos— vitoreó la liberación del Ángel Negro. Trinaghanta y Miora, la esclava personal de Melody, lloraban y la abrazaban.

—Ni una palabra de esto a Roger —susurró Melody.

—Mi señora no sabe lo que está pidiéndome —se lamentó Somar.

Ese mismo día, aguardó a que Martín de Álzaga saliese de su tienda en la calle de la Santísima Trinidad y lo abordó en la oscuridad de la noche, sin apearse del caballo. El vasco dio un grito y se llevó la mano a la cintura para empuñar su pistola, aunque tarde: Somar había desenvainado el sable para colocárselo bajo el mentón.

—Su merced conocerá la ira de mi amo —dijo el turco.

Espoleó a su alazán con el sable en alto y se perdió calle abajo. Pasaron unos segundos para que Álzaga soltara la empuñadura de su arma. Se contempló la mano. Todavía le temblaba.

A la caída del sol, Guadalupe, la esposa de Mariano Moreno, solía pasar a buscar a Melody, y juntas, con los niños —Lupe tenía un hijo de un año, Marianito—, caminaban hasta la Plaza Mayor y, frente al arco central del Fuerte, escuchaban a la banda de soldados tocar la retreta. A veces se les unían las Valdez e Inclán y su tía, la señorita Leonilda, ocasiones en que aparecía el esclavo Servando, que se escabullía del taller del tapicero (en las cercanías del Fuerte) para merodear a la niña Elisea, la luz de sus ojos. Nadie advertía el intercambio sutil de miradas y sonrisas, excepto Melody, quien en los últimos tiempos notaba cierta desazón agresiva en Servando, como si lanzase un reclamo con sus vistazos y gestos de labios fruncidos. A menudo se preguntaba qué haría con esos dos, atrapados en un amor imposible y, en opinión de la mayoría, desnaturalizado. Quizás había cometido un error al apoyar a Elisea en su decisión de terminar con Ramiro Otárola, ya que no sólo avivaba las esperanzas de Servando sino que se había arrogado una potestad que no tenía, pues era Roger, y no ella, el tutor de las Valdez e Inclán. Los porteños no hablaban mal de Elisea sino de miss Melody, convencidos de que había instigado la ruptura dada la amistad de los Álzaga con la familia del novio.

Otro paseo que entusiasmaba a los niños, en especial a Víctor, consistía en cruzar la Alameda y, barranca abajo, alcanzar la orilla del río en el sector donde los pescadores, montados a caballo, echaban sus redes para después arrastrarlas cargadas de peces. En tanto los niños se fascinaban con el espectáculo de las redes colmadas, Melody fijaba la vista en el horizonte y se preguntaba: “¿Es que acaso no volveré a verlo? ¿Ha terminado todo entre nosotros?”. La esclava Miora, que nunca abandonaba a su ama, le pasaba las manos por las mejillas húmedas y le decía: “Pronto, miss Melody, pronto. Me lo dice el corazón”. Se componía enseguida para que los niños no la pillaran abatida, en especial Jimmy, cuya naturaleza achacosa no le perdonaba sobresaltos ni angustias. En el último tiempo, su corazón se había debilitado, y el invierno inminente —la peor época para su constitución— era un monstruo al que Melody temía como a nada.

Así la encontró una tarde María del Pilar Montes, la mirada fija en el horizonte, ajena al bullicio de los niños y a las voces de los pescadores. Le tocó el antebrazo en una muestra de extraña familiaridad y le preguntó:

—¿Es vuestra merced la condesa de Stoneville?

—Sí, soy yo —dijo, y enseguida se vio cautivada por la dulzura de esos ojos grises.

—Mi nombre es María del Pilar Montes, baronesa de Pontevedra. Disculpe si la he abordado de este modo tan poco ortodoxo, pero mucho me han referido acerca de vuestra merced y me complacería frecuentarla. La he conocido por su cabello —añadió con una llaneza que enmudeció a Melody; había un rasgo de admiración en la voz de esa mujer que también la confundió.

—Estimo que no le han hablado bien de mí —expresó tras un momento, y se lamentó de sonar tan amargada.

—No, en verdad no. De igual modo, deseaba conocerla. Nadie que defienda a estos pobres miserables —dijo, y señaló a tres esclavas a pasos de ella— puede ser una mala persona. Es más, me conmueve su abnegación por los africanos. Sé del hospicio que intenta fundar. La admiro —manifestó, tras una pausa.

Se suponía que una mujer, casada o soltera, debía llevar una vida tranquila, consagrada a la casa, a los hijos y al marido, a los padres y hermanos en su defecto, frecuentar la iglesia, algunos saraos, coser, bordar y tocar el piano. También se esperaba que entretuviera a los hombres con una charla intrascendente pero vivaz, que bailara danzas españolas y francesas y que supiera recitar. María del Pilar Montes —Pilarita para amigos y familiares— no sólo cumplía con esas premisas sino que descollaba por su belleza y buen gusto; ser la hija del duque de Montalvo, un influyente noble catalán, le granjeaba la devoción de las esposas de los comerciantes más encumbrados.

Melody, con sus ideales y proyectos, que no había llegado virgen al matrimonio, hermana de un prófugo de la justicia, venerada por negros y pobres, encarnaba lo opuesto, lo inaceptable. Al principio desconfió de la amistad de Pilarita, pero al final terminó por aceptar sus invitaciones, en parte porque el repudio comenzaba a pesarle, y también porque los tres hijos varones de Pilarita, Leopoldo, Tito y Francisco, congeniaban con Jimmy, Víctor y Angelita. La más pequeña, Carolina, apenas un bebé, solía entretenerse con Marianito, el hijo de Lupe.

La tarde que llegó el mensaje del Convento de las Hijas del Divino Salvador, Melody tomaba el té en compañía de sus amigas en el gabinete de su alcoba, alejadas de los niños, a cargo de los maestros vizcaínos, Perla y Jaime.

—Te has demudado, querida —notó María del Pilar.

—¿Malas noticias? —se inquietó Lupe.

—Más bien desconcertantes. La superiora del convento me informa que doña Bernabela, viuda de Valdez e Inclán, ha desaparecido. Desde ayer no saben de ella; no se encuentra en su celda ni en ninguna otra parte. Tampoco conocen el paradero de la esclava Cunegunda, entregada a la congregación como parte de la dote de doña Bela.

Especularon. Melody admitió que nunca la convenció el súbito fervor religioso de la viuda de Valdez e Inclán; Lupe añadió que lo menos creíble era que lo hubiese hecho por un pedido de su esposo moribundo cuando se sabía que no lo toleraba; Pilarita, en su modo prudente y conciliador, opinó que tal vez doña Bela había abandonado el convento en contra de su voluntad.

Melody le indicó a Trinaghanta que mandaran por Servando a lo del señor Cagigas, el maestro tapicero.

—¿Quieres que le diga a Mariano —ofreció Lupe— que vaya a ver a la madre superiora y se ocupe de este contratiempo?

“Desearía que Roger estuviera aquí”, pensó Melody. Él sabría cómo actuar, qué medidas tomar, su sola presencia la habría apaciguado. Él era tan fuerte y recio.

—Antes de molestar a tu esposo, Lupe, quisiera sacarme una duda.

Servando llamó a la puerta y, tras quitarse la boina, apenas cruzó el umbral.

—¿Me mandó llamar la señora?

—Sí. Necesito que te dirijas a lo de Valdez e Inclán y, con absoluta reserva y prudencia, te fijes si doña Bela está allí. Ha desaparecido del convento —le explicó—, no sé adónde fue, no sé dónde está. Me urge averiguar. Ve ahora mismo. Como excusa, pídele a la señorita Leonilda la bretaña que me prometió.

—¿Tanto confías en ese yolof? —se sorprendió Lupe, y Melody asintió.

A nadie extrañaban las visitas de Servando a la casa de la calle Santiago; formaban parte de la rutina. Se suponía que visitaba a sus hijos, los que había concebido con cuatro esclavas, que para eso lo habían comprado tiempo atrás, para semental. Sí extrañaba que el yolof no cohabitase con ninguna, ni siquiera con Visitación, su favorita, por muy dispuestas que las muchachas se mostraran. Aunque nunca había sido de talante risueño, ahora desplegaba una actitud hostil, incluso grosera, que daba miedo.

Ese día, se adentró en la casa de Valdez e Inclán no sólo para buscar a doña Bela sino a Tomás Maguire, que, ya repuesto de la herida que él mismo le había infligido, a veces abandonaba su escondite en la cripta del Retiro y se aventuraba en la casa de la calle Santiago para ver a Elisea.

No había indicios de doña Bela ni de su esclava Cunegunda; la casa y sus habitantes se movían al ritmo de costumbre, y nadie parecía alterado ni inquieto. Elisea no se hallaba con sus hermanas, que bordaban en la sala; la encontró en el huerto, la cabeza cubierta con un pañuelo e hincada mientras removía la tierra de la coliflor. Tomás Maguire, sentado junto a ella, le hablaba y la hacía reír.

—¿Qué hace aquí? —lo increpó Servando, y Elisea soltó un grito.

—Eso no es asunto tuyo, negro felón —contestó Maguire, y se puso de pie.

—Miss Melody le ha dicho mil veces que no debe volver a la ciudad. Tiene un ejército detrás de usté. ¡Váyase ahora mismo de aquí!

—¡Lo único que falta! Que yo reciba órdenes de un esclavo.

—Antes sostenía que todos éramos iguales —le recordó Servando—. Para usté, nosotros, los esclavos, éramos tan dignos como el más encumbrado.

—¡Tú no eres digno! ¡Eres un traidor!

—Por favor, señor Maguire, mejor váyase. Servando tiene razón, podrían descubrirlo…

—¿Y eso sería fatal para usté, verdad, niña Elisea? —El esclavo la miró con fijeza y le hizo bajar la vista—. Que le ocurriera algo al señor Maguire la haría sufrir mucho, ¿no es cierto?

—¿Cómo te atreves siquiera a dirigirle la palabra? —se mosqueó Tommy.

—Usté la compromete, a ella y a todos los Valdez e Inclán, entrando en esta casa. Si el comisario lo encontrase aquí, ellos serían cómplices e irían a la cárcel. ¡Váyase de una vez!

¡Tú debes irte! ¡Sal ahora mismo si no quieres terminar con mi facón en las tripas!

Servando sesgó los labios en una sonrisa burlona que encolerizó a Tommy. Elisea lo sujetó del brazo cuando amagó abalanzarse sobre el esclavo.

—¡Por favor, señor Maguire, váyase! Corre un riesgo muy grande cada vez que se aventura en la ciudad. Miss Melody tiene razón. ¡Váyase, por favor!

—Lo haré, señorita Elisea, pues no deseo ver a vuestra merced contrariada. Pero tenga por seguro de que volveré a verla.

Ante esas palabras, Elisea bajó el rostro, incapaz de enfrentar el gesto entre demudado y colérico de Servando, y ni siquiera volvió a mirarlo cuando supo que Tommy había abandonado la propiedad saltando el tapial. Se quedó quieta, entre las coliflores, mientras Servando su acuclillaba a su lado.

—¿Acaso él es tu nuevo amante?

En el mismo movimiento, rápido e inopinado, Elisea lo miró a los ojos y le propinó una bofetada.

—¿Cómo te atreves siquiera a preguntarlo?

—¿Qué quieres que piense? Te encuentro aquí, con él, sin la supervisión de nadie, los dos con las cabezas juntas, riendo vaya a saber de qué. ¿Qué puedo pensar, Elisea? —Le clavó los dedos en los brazos y la sacudió sin medir sus fuerzas—. Estoy volviéndome loco con tu indiferencia. Hace meses que no me permites amarte.

—¡Tú sabes por qué! ¡Tú lo sabes mejor que nadie! ¡Por qué me torturas!

Servando la recogió entre sus brazos y la acunó mientras ella lloraba.

—Estoy volviéndome loco —dijo de nuevo—. Tengo tanto miedo de perderte.

Elisea se limpió los ojos con su mandil y lo contempló en serena actitud. Le acarició la mejilla oscura y le rozó apenas los labios con su boca pequeña y húmeda. Servando le pasó los brazos por el talle y ahondó el beso con una avidez que hablaba de aquel tiempo de abstinencia. Cayeron sobre la tierra blanda del huerto, entre las plantas de lechuga.

—Déjame amarte. Entrégate confiada a tu Servando, que te ama más que a la vida. Piensa en los días felices del campanario, cuando te hacía el amor sin frenos ni malas memorias. ¡Piensa, Elisea! ¡Recuerda! Te echabas a mis brazos y te entregabas a mí con pasión. Yo te llenaba de besos y te hacía mía una y otra vez. Parecía que nunca me saciaría de ti. Aún estoy sediento de ti. Tan sediento —y hundió el rostro en el cuello de la muchacha.

—Servando… —murmuró ella, con ojos cerrados.

Se dejó amar entre las coliflores, y fue para Elisea como un milagro, pues, habiéndose creído muerta y seca, el amor de ese esclavo yolof la devolvió a la vida.

El negro Braulio descorrió la cortina que hacía de puerta y metió la cabeza dentro de la cabaña.

—Aquí las traje, doña Enda.

La mujer levantó la vista del libro. Detrás de la estructura maciza e intimidante de su esclavo, único sobreviviente del remate de bienes para saldar las deudas de juego de su hijo Paddy, se adivinaban las figuras de Bela y Cunegunda.

—Pasen —invitó Enda, y se puso de pie.

Lucían cansadas y en sus facciones se reflejaban las horas de inquietud y mal dormir. Les señaló unas banquetas. Bela se sentó con un soplido y, tras retirarse el cabello de los ojos, se dedicó a mirar el entorno. Cunegunda permaneció de pie, junto a su ama. Se trataba del lugar más humilde en el que Bela hubiese estado. El mobiliario era escaso y barato. Un aparador llamó su atención, de buena manufactura, con puertas de vidrio —un detalle inusual— y anaqueles abarrotados de frascos con potingues, atados de hierbas, latas, cacharros y libros.

—Siéntate, Cunegunda —ofreció Enda—. Debes de estar exhausta.

—Gracias, señora Enda.

Pasaron largos minutos en que nadie habló. Enda se dedicó a preparar una colación de pan de maíz y carne fría. Volvió Braulio, que parecía ocupar todo el pequeño recinto, hasta se movía con la cabeza inclinada para no rozar el techo de bálago. Traía una jarra con leche y llenó dos tazones de barro, que puso frente a Bela y a Cunegunda.

—Imagino que esta cabaña debe de parecerte un lugar inaceptable —conjeturó Enda.

—Lo prefiero mil veces a la celda del convento. Aquí tendré libertad.

—Ni tanta —objetó la irlandesa—. La superiora ya habrá denunciado tu fuga y la de tu esclava, que en realidad ahora pertenece al convento. Por lo tanto, deben ser precavidas. Diremos que eres mi hija, que acabas de quedar viuda. Ahora mi nombre es Gálata, y, si a causa de mi acento preguntan si soy inglesa, diremos que sí; muy pocos en Buenos Aires sabrían diferenciar el timbre de un irlandés del de un inglés. Por tu lado, llevarás el nombre de Rosalba y tu esclava, el de Melchora.

Bela asintió.

—¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este paraje?

—Estamos a una legua de San José de Flores.

—Sí, conozco —dijo Bela; de hecho, varias de sus amigas poseían quintas en ese lugar, donde pasaban los meses de estío.

—¿A quién será necesario decir que soy tu hija? Este sitio luce tan desolado, no se ve a nadie por aquí.

—Vienen personas a buscarme —fue la respuesta.

—¿Personas? ¿Quiénes? —insistió Bela, con un tinte de sarcasmo.

—Personas que me dan de comer, que nos darán de comer de ahora en más.

—¿Y a qué vienen?

—Vienen por mi don. —Enda contestaba con paciencia y sin abandonar los quehaceres.

—¿Tu don?

—La señora Enda —habló Braulio, con voz de trueno acorde a su corpulencia— es una gran curandera. Sus trabajos se conocen en toda la región. Hasta vienen señoras de la ciudad.

“Bruja además de envenenadora”, meditó Bela, y dirigió un nuevo vistazo al contenido del aparador.

—¿Por qué nos ayudaste a escapar, Enda? ¿Por qué nos sacaste del convento?

—Porque me lo pediste aquel día cuando fui a verte, el día en que me diste la llave de la casa de San José para que yo llevara tu nota a mi sobrina Melody. En aquella ocasión, te di mi palabra de que te ayudaría. —Ante la incredulidad que trasuntaba la expresión de Bela, añadió—: A ti y a mí nos une el mismo odio hacia Blackraven y hacia Melody. Necesito una aliada para llevar a cabo mi plan.

—¡Quiero verla muerta! —declaró Bela, y se puso de pie.

—Será cuando yo diga —manifestó la irlandesa a modo de advertencia, y le clavó los ojos verdes y penetrantes, hasta hacerla volver a la silla—. Ella está preñada y no le haremos nada por ahora.

—¿Cómo sabes que está preñada?

Enda se sacudió de hombros; luego concedió:

—La he visto varias veces en la ciudad. Aunque su vientre no se abulta aún, yo sé reconocer otros signos en una mujer grávida. Vamos, terminad vuestra merienda ahora. Aquel es tu camastro, Bela. Para Cunegunda echaremos un jergón de guata junto a ti. Podéis descansar unas horas, si lo deseáis. Pero después me ayudaréis con los quehaceres.

Un batir de palmas llegó desde afuera. Braulio salió a atender. Se escuchó una voz femenina, culta y suave, que preguntaba si ésa era la casa de la curandera conocida como doña Gálata.