Capítulo II

En tanto salían del hotel rumbo al barrio de São Cristóvão, Blackraven y sus primos, Marie y Luis Carlos, seguidos de la mulequilla Anita y de Rata, se toparon en el vestíbulo con el matrimonio de Ibar. La baronesa tomó la palabra y les informó que, desde ese día, se alojarían en el Faria-Lima.

—Apenas arribados, tratamos de conseguir habitaciones en este hotel —manifestó—, pero recién hoy nos avisan que se desocupan dos en el segundo piso. El Hotel Imperial no ofrece las comodidades a las que estoy habituada —adujo.

Marie advirtió que Blackraven guardaba silencio con actitud impaciente.

—Es una agradable novedad saber que vosotros contáis entre los huéspedes del hotel —manifestó Luis—. ¿Os veremos esta tarde en casa de la señora Barros?

—Así será —intervino el barón—. Ahora os dejamos continuar con vuestros asuntos. Disculpad la interrupción.

Se despidieron practicando inclinaciones y reverencias, y cada grupo siguió su camino. En el coche, Marie tomó del brazo a su primo y le dio un golpe suave de abanico en la mano.

—¿Qué piensas hacer con ese crío? —y señaló hacia el pescante, donde Rata se había acomodado junto al cochero y a Anita—. ¿De dónde lo sacaste? Luce tan golpeado.

—Anoche lo encontré en la calle y decidí tomarlo bajo mi protección.

—Veo que la influencia de miss Melody ha hecho mella en tu corazón —afirmó Marie, risueña, y un vistazo de su hermano le opacó el gesto.

Desde la salida de Buenos Aires, un acuerdo tácito se había establecido entre ellos: no se mencionaría a Isaura, o a miss Melody, así conocida por la mayoría. De igual modo, la declaración de Marie había sido el fruto espontáneo de la sorpresa ante la conducta del conde de Stoneville, más propia de su joven esposa, protectora de los esclavos de Buenos Aires, que de un hombre como él.

—Marie —dijo Blackraven—, con respecto al niño, quería pedirte si puedes llevarlo contigo y comprarle algunas ropas. Está prácticamente desnudo. Esa camisa y ese pantalón pertenecen al hijo de una sirvienta del hotel.

—Por supuesto, querido —contestó, mientras recibía los cruzados que Blackraven depositaba en su mano enguantada.

La casa en el barrio de São Cristóvão necesitaba algunas refacciones. Contaban a su favor el buen tamaño, paredes sólidas, ventanas enrejadas y altas paredes con vidrio picado en torno al predio. Blackraven acabó por rentarla al descubrir el brillo en los ojos celestes de Marie ante un jardín con invernadero en la parte trasera.

—Aquí ocuparé la mayor parte de mi tiempo —manifestó, con un entusiasmo que no había mostrado desde hacía meses, desde el engaño de su festejante, William Traver, en realidad, un espía francés, Le Libertin—. En este clima tan benévolo —aseguró—, mi jardín se convertirá en un paraíso similar al de mi madre en Versalles.

—La reina María Antonieta disponía de los mejores jardineros de la Europa y recibía esquejes de las plantas más exóticas. Dudo de que puedas alcanzar el nivel de sus jardines —la acicateó Blackraven.

—Aguarda y verás —lo desafió Marie—. Anita y yo haremos de este sitio un vergel. ¿Verdad que sí, Anita?

—Sí, ama Marie.

Más tarde, mientras sus primos se ocupaban de vestir a Rata, Blackraven se dirigió al puerto a visitar sus barcos.

—Lo invito a almorzar —le dijo a Gabriel Malagrida, capitán del Sonzogno—. La cantina del Faria-Lima es de las mejores de la ciudad, con una buena variedad de vinos.

Gabriel Malagrida, de unos sesenta y cinco años, llevaba el cabello corto, cano por completo, y usaba un bigote delgado y largo, al que solía atusarle las puntas con aire ausente. Casi tan alto como Blackraven, soberbio en su chaqueta de nanquín de solapas bien recortadas y fular de seda blanca, su prestancia infundía admiración. Tenía una enérgica pisada, y el tacón de sus botas resonaba en las maderas de cubierta. En batalla, gritaba las órdenes con voz fiera y ronca, endurecido el gesto que arredraba. Por lo demás, se mostraba distendido y afable, actitud más acorde con su calidad de cura que de corsario. Gabriel Malagrida era un jesuita.

Acusados de inducir el motín de Esquilache, los miembros de la Compañía de Jesús o Societas Iesu —los de la España y los de ultramar— fueron expulsados a principios de 1767 por orden de Carlos III. Pese a que en el 64 también los habían echado de la Francia y sin tomar en consideración la invitación de Catalina la Grande, Malagrida cruzó los Pirineos y enfiló hacia Estrasburgo, en cuya prestigiosa Escuela Militar había estudiado hasta los dieciséis años, edad en que se decidió por los hábitos. Gracias a su talento con el florete, a su perfecto griego y latín y a sus vastos conocimientos de historia y geografía, Jean-Paul Fressac, su viejo profesor de esgrima, le consiguió un puesto de dómine. Allí conoció al cadete Roger Blackraven, hijo ilegítimo del poderoso duque de Guermeaux. Malagrida enseguida alquitaró la magnífica esencia de aquel muchacho, que, pese a sus aptitudes para la vida militar, un día del mismo año en que estalló la Revolución en la Francia, se fugó. Volvió a verlo cinco años más tarde en París, durante la época del Terror, y le costó reconocerlo debido a su tamaño, a su cabello largo y a su piel bronceada.

Para aquel entonces, la vida de Malagrida había cambiado de modo drástico. Perdido su empleo en la Escuela Militar meses después de la toma de la Bastilla, marchó hacia París donde comenzó a trabajar para un hombre que terminó como diputado de la Convención por el partido de los girondinos. En 1793, cuando los jacobinos se hicieron con el poder, y Robespierre, a cargo del Comité de Salvación Pública, declaró: “El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible”, Malagrida supo que sus días y los de su jefe estaban contados. Una noche, a principios de 1794, allanaron su apartamento y, tras incautar documentos y cartas destinados a los girondinos de Caen, lo encarcelaron en la prisión de la Conciergerie, conocida como “la antecámara de la muerte”.

Blackraven lo encontró por obra del azar mientras averiguaba el paradero de su madre, una cortesana famosa por su amistad con la reina María Antonieta. Se había hecho de los listados de prisioneros de las cárceles de París, y si bien no halló el nombre de Isabella di Bravante, se topó con el de su dómine de la Escuela Militar de Estrasburgo, Gabriel Malagrida.

Para el joven Blackraven, el profesor Malagrida fue una sorpresa. Convencido de la naturaleza dura y déspota de los maestros —su preceptor de Cornwall, Mr. Simmons, echaba mano de la férula a menudo—, en un principio desconfió, incluso se incomodó, ante el buen carácter, la risotada fácil y el desenfado de ese hombre, que expresaba como verdades conceptos que el Santo Oficio habría juzgado heréticos. Se animaba a criticar la conducta de los reyes, a asegurar que un plebeyo tenía los mismos derechos que un noble y que las mujeres eran mejores que los varones. A Roger le gustaban su firmeza benevolente, su compasión y ese extraordinario talento para enseñar; esperaba con entusiasmo la clase de latín. Gran admirador de Cayo Julio César, Malagrida pronunciaba su frase Alea jacta est —la suerte está echada— antes de comenzar un examen, palabras que, de modo paradójico, lo serenaban. De igual manera, la devoción por su dómine nació el día en que éste mintió y arriesgó su puesto por él.

El rector de la academia había convocado a Malagrida a su despacho para discutir sobre la nueva cátedra de griego que pensaba ofrecerle. Malagrida, en su severo traje de dómine, con un cartapacio sobre las rodillas, esperaba sentado en la antesala. El amanuense no se veía por ningún sitio. Los sonidos provenientes del despacho lo alertaron de que el rector no se hallaba solo, con su asistente tal vez; imposible identificar lo que decían. Pasaron escasos minutos, y una voz femenina se elevó, algo turbada.

—Al menos permítame verlo aquí, en su despacho, sólo un momento.

Resultaba poco natural imaginar a una mujer en aquel recinto; que se animase a levantar el tono al superior de la Escuela Militar podía juzgarse como una necedad. El rector masculló unas palabras ininteligibles.

—¡Yo soy su madre! —insistió la mujer.

—¡Y el duque de Guermeaux su padre! —y por el ruido disonante que siguió, Malagrida dedujo que el rector se había puesto de pie con un movimiento brusco.

“Duque de Guermeaux”, repitió para sí. “El padre del aspirante Roger Blackraven”.

—No me comprometa, señora, el propio duque estipuló que la única visita que su hijo puede recibir es la de su gracia.

—Señor Barère —probó la mujer con un tono conciliador aunque no menos firme—, entiéndame. He viajado desde Versalles para ver a mi hijo por un momento. Si no puedo hacerlo dentro del ámbito de esta academia, al menos escóltelo hasta el hotel donde me hospedo. Estoy en Le Régent Hotel.

—Su gracia estipuló también —explicó el superior de la escuela— que su hijo sólo podría abandonar el predio de la academia con él.

—¿Es acaso mi hijo un prisionero de este lugar?

—¡Señora! —se ofendió el rector—. Su hijo no es un prisionero. Pero es menor de edad y soy responsable de él ante su padre, el duque de Guermeaux.

La puerta se abrió de golpe, dando paso a una mujer que hizo saltar del asiento a Malagrida. Sus miradas se cruzaron un segundo antes de que la señora siguiese su rápida marcha hacia la salida. La belleza de sus rasgos lo dejó boquiabierto, allí de pie, en la antesala, sin caer en la cuenta de que el rector lo llamaba.

Al día siguiente, después de la clase de latín, mientras los alumnos abandonaban el salón, Malagrida le indicó al aspirante Blackraven que lo esperaba a las cinco de la tarde en sus habitaciones para que lo ayudase con la traducción de un capítulo de las Géorgicas de Virgilio. Halagado por la invitación, el joven Roger no advirtió lo inusual de la misma. Caminó a largas zancadas, y con el diccionario de latín bajo el brazo, hacia el ala donde vivían los profesores. Llamó a la puerta.

—Pasa, Blackraven —dijo Malagrida, y se hizo a un lado.

Allí, en medio de una pequeña estancia atiborrada de libros y muebles, se topó con una hermosa mujer parecida a su madre. Sin apartar la vista de ella, siguió entrando, hasta que soltó el diccionario y corrió a los brazos de Isabella cuando ésta exclamó “mi querido Alejandro”. Entre lágrimas, Isabella le explicó la situación a un confundido Roger, que alternaba sus grandes ojos azules entre su madre y el dómine. También se hallaba Michela, la nodriza de Isabella di Bravante, que besó y llamó “mio bambino” al muchacho, sin importar que le llevase más de una cabeza.

—Tu tío Bruce me avisó que estabas estudiando aquí y, apenas pude deshacerme de mis compromisos en Versalles, viajé para verte. Ayer me presenté con el señor Barère, quien me explicó que sólo tu padre puede visitarte, nadie más. Ocurrió la fortuna que el señor Malagrida estuviese allí mientras yo hablaba con el rector. Me envió una nota a mi hotel. Debió hacerme ingresar de incógnito, pues el señor Barère ha dado órdenes de que no se me permita el acceso. Siempre le estarás muy agradecido a tu profesor Malagrida, Alejandro, pues ha arriesgado todo para propiciar este encuentro. Debo regresar pasado mañana a Versalles pues tu madrina me requiere para organizar los festejos por su próximo natalicio, el 2 de noviembre.

—Madre, ¿por qué no le pides a mi padrino que le ordene al señor Barère que te permita visitarme cuantas veces quieras? Él es el rey de este país, él puede hacer lo que quiera. Al señor Barère sólo le quedará obedecer. El duque de Guermeaux no podrá con una orden de Luis XVI.

—No lo deseo, hijo mío —explicó Isabella—, en primer lugar porque no quiero importunar a tu padrino con cuestiones menores; Dios sabe que ya tiene demasiados problemas. Por otra parte, no predispondré a tu padre en tu contra. Si se conculca una de sus órdenes, temo que tome represalias contigo.

Ese día la entrevista duró hasta que un campanazo le anunció al joven Roger la hora de la cena; si no se presentaba en el comedor para la revista lo castigarían con dureza. Volvió a ver a Isabella y a Michela una vez más, al día siguiente, en las habitaciones de Malagrida, donde lo llenaron de obsequios, mayormente golosinas, panes dulces, chocolates y frascos con conservas y confituras. Para el dómine, Michela había preparado una espuerta igual de surtida.

Se trató de una de las tardes más felices de Roger. Malagrida y su madre se parecían, con ese desenfado propio de las mentes libres. Rieron y comieron pan con nueces y chocolate caliente, y, aunque madre e hijo no hablaron de un modo abierto, ambos sabían que, sin la presencia del maestro de latín, aquel encuentro no habría resultado tan encantador.

—Algún día —expresó Blackraven en aquella voz disonante que por momentos tomaba matices profundos y graves— le pagaré lo que usía ha hecho por mi madre y por mí —y extendió la mano al dómine, que se la apretó con firmeza.

De esto se acordó Blackraven cuando, en tanto repasaba los listados de prisioneros de la Conciergerie buscando el nombre de su madre, se topó con el de Gabriel Malagrida. “El plan que montó Roger para sacarme de ese infierno podría calificarse de suicida de haber sido llevado a cabo por otro mortal”, afirmaba el jesuita al relatar la proeza que le salvó la vida.

Una tarde lo alertaron con un mensaje escrito en latín, sin firma y entregado por una empleada de la limpieza, que se lo pasó entre el enrejado de la Côte des Douze, un recinto donde los prisioneros gozaban de cierta libertad, adyacente al jardín. “Tempus promissi mei solvendi advenit. Accinge te, in duabus diebus illinc te educam. Alea jacta est” (El tiempo de cumplir mi promesa ha llegado. Prepárese, en dos días lo sacaré de allí. La suerte está echada). Una vez leído, a falta de fuego para quemarlo, Malagrida se lo tragó.

La noche de la fuga, Roger Blackraven se presentó en la oficina de los guardias de la Conciergerie con un salvoconducto falso a nombre de Georges-Jacques Rinaud firmado por Jean Grandpré, supervisor de las cárceles de París. Solicitó ser conducido a la celda del prisionero número 307; adujo que venía con un encargo del propio Grandpré. Cierta inquietud asoló a los guardias a causa de la hora. El superior, después de echar otro vistazo al salvoconducto, ordenó que se lo palpase de armas; sólo hallaron una petaca en el interno de su chaqueta. Blackraven sonrió y la extendió hacia el jefe.

—No, gracias, ciudadano. No bebo en servicio. Malreaux —se dirigió a uno de los subordinados—, acompaña al ciudadano Rinaud a la celda del 307 —y le pasó una llave.

Malreaux serviría a los propósitos del plan, pensó Blackraven, en tanto desplegaba en su mente el mapa de la Conciergerie y memorizaba el itinerario, optimista pues el guardia lo conducía por los caminos previstos. Antes de acceder al recinto de los calabozos de hombres, cruzaron tres portones de rejas vigilados por un centinela; cada uno abrió con su propia llave. Como Blackraven había supuesto, Malreaux no lo acompañó dentro de la celda y echó el cerrojo tras él.

Malagrida, alertado por el mensaje, se puso de pie, despierto y expectante. Aguzó la mirada en la penumbra y susurró:

—¿Quién eres?

—Soy Roger Blackraven, su pupilo de la Escuela de Estrasburgo.

Malagrida avanzó dos pasos y se plantó frente a aquel hombre oscuro y alto para estudiarlo en silencio.

—Has cambiado, muchacho.

—Lo sé —dijo Blackraven—. Profesor, escúcheme —y puso una bota sobre la cuja y se retiró el pantalón, desnudando la pantorrilla: atada con un tiento, llevaba una ampolleta en la corva—. Tendrá que beber este revulsivo de modo que le provoque un vómito para conseguir que el guardia entre y se distraiga.

—Puedo simular una descompostura sin necesidad de revulsivos —propuso el jesuita—. Podría echarme al suelo y lamentarme.

—No son tan tontos —alegó Blackraven—. Entrará si ve que algo grave ocurre.

Ante las imprecaciones de Blackraven, que se sacudía las mangas y las solapas de la chaqueta mientras Malagrida vomitaba, Malreaux espió por el ventanuco de la puerta y de inmediato entró preguntando qué chantre ocurría. Cayó inconsciente cuando un potente brazo se descargó sobre su nuca. Blackraven le ofreció su pañuelo a Malagrida y le alcanzó la petaca con el cordial para reanimarlo. Se ocupó de deshacer al guardia de su uniforme.

—Vamos, póngaselo. Hemos tenido suerte y es más o menos de su talla. El guardia vestirá sus ropas.

—El pantalón me va corto.

—No lo notarán.

Blackraven y Malagrida, con el uniforme y el fusil en bandolera, caminaron hacia el primer portón. Malagrida reía mientras Blackraven le contaba un chiste de girondinos. Pasaron aprisa, evitando la mirada del guardia, aprovechando la poca luz. En el segundo portón, el guardia preguntó, desde el otro lado, qué había ocurrido con Malreaux. Se aproximaron con actitud afable, y Malagrida balbuceó unas palabras a modo de explicación. Blackraven no corrió riesgos: con la velocidad de una serpiente, pasó el brazo entre los barrotes, tomó al guardia por el cuello y le aplastó la cara contra las rejas. Usaron el fusil de Malreaux para alcanzar la llave colgada en la pared.

—Deprisa —urgió Blackraven—. La ronda lo encontrará inconsciente y dará la voz de alerta. Debemos sortear el tercer portón antes de que esto ocurra. Escuché que llamaban François” a este guardia.

François dormitaba en una silla.

—¡Arriba, François! —lo increpó Malagrida—. El ciudadano Rinaud lleva prisa.

—¡Por aquí! —instó Blackraven a Malagrida, ya fuera del alcance del guardia.

Los favorecía que de noche no pulularan los centinelas por las galerías. Corrieron hasta abandonar el sector de los presidiarios, conocido como Pabellón de la Guardia, y, a pasos de terminar de cruzar los jardines, escucharon gritos y voces de alerta: la ronda había descubierto la fuga. Al llegar a la Côte des Douze, Malagrida divisó dos cuerdas que bajaban por el alto tapial lindante con el externo de la prisión.

—¡Muchacho, mira!

—Las puso mi gente —explicó Blackraven—, para despistar —añadió, y se quitó la bota de donde extrajo una llave con la que franqueó una cancela que los introdujo en el sector de mujeres.

Las correrías y los gritos continuaban entre los guardias, y debieron ocultarse varias veces antes de alcanzar una especie de refectorio donde los aguardaba Elodie, la empleada de la limpieza que dos días atrás había entregado el mensaje en latín a Malagrida.

—¡Daos prisa! —los urgió entre dientes—. Hace media hora que terminó mi turno. Si me encuentran aquí, sospecharán. —Abrió una puerta y dijo—: Tened cuidado, la escalera que conduce al sótano está en malas condiciones.

—¿Has dejado abierta la ventana? —quiso asegurarse Blackraven.

—Sí, sí —afirmó la muchacha, y les entregó una bujía a cada uno—. Allí dejé la ropa para su merced. Apilé unos cajones para que podáis llegar hasta la ventana.

La puerta se cerró tras ellos con llave. Permanecieron en silencio en lo alto de la escalera, su respiración fatigosa y los zuecos de Elodie sobre el empedrado como únicos sonidos. Le siguió un estruendo de órdenes vociferadas y el bullicio de la tropa, y la calma se perdió. Malagrida dio un respingo ante el típico chasquido de la yesca.

—Extienda su bujía —pidió Blackraven—, la encenderé —y aproximó el yesquero al pabilo—. Con cuidado —recordó, mientras descendían los escalones.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Malagrida.

—El sótano donde guardan los avíos de la limpieza. Tiene una ventana oblonga cerca del techo que da al nivel de la calleja trasera. Debemos darnos prisa.

Se congelaron al escuchar que alguien probaba la puerta, agitando la falleba con insistencia.

—Deja eso, André. —La voz amortiguada sonó imperiosa—. ¿No ves que está cerrada por fuera? Debieron de escapar por el jardín, trepando la tapia por esas cuerdas.

—Esas cuerdas estaban ahí para despistarnos —señaló André—. Si realmente las hubieran usado para sortear la tapia, deberían haber colgado por el lado de afuera. De lo contrario me pregunto cómo hicieron para alcanzar la parte externa.

—Habrán saltado —sugirió su compañero, de mal modo.

—¿Una pared de tres metros?

—¡Ya no fastidies! De lo que sí podemos estar seguros es de que no se encuentran en este sótano.

Los soldados se alejaron. Malagrida soltó el respiro y se tambaleó.

—Profesor —se inquietó Blackraven—, ¿se siente bien?

—Sí, sí, muchacho, bien, bien. Vamos, dame la ropa que debo ponerme.

Los cajones de madera crujieron bajo el peso de Blackraven, que entreabrió la ventana, más bien una lucerna, para echar un vistazo fuera. Malagrida se preguntó cómo pasarían por allí. Blackraven metió la cabeza con un movimiento ágil antes de que varias botas de soldados pasaran corriendo.

—Han rodeado el edificio —anunció.

—¿Qué haremos?

—Esperaremos a que despejen la zona. Siéntese sobre este cajón y descanse.

Malagrida no supo cuánto tiempo transcurrió, quizá sólo quince minutos, pero para él fueron horas. Le temblaban las manos, no lograba acompasar el aliento y estaba seguro de que, una vez en pie, sus rodillas cederían. Blackraven le pasó la petaca y lo instó a beber el cordial a sorbos pequeños.

—Usted saldrá primero.

—Está bien —aceptó el jesuita.

La faena los dejó agotados, en especial a Malagrida, que tomó a Blackraven por los brazos y tiró de él para ayudarlo a pasar por la lucerna. Aún debían correr, los caballos los esperaban a unas cuadras.

—¡Alto! ¡Deteneos! —La orden del guardia rebotó en los muros del oscuro pasaje.

La explosión del fusil los apremió calle abajo. No miraron hacia atrás, se limitaron a correr por la calle paralela al río, con un retén tras ellos. Cruzaron el Sena por el puente Saint Michel, expuestos a los tiros disparados rodilla en tierra desde la Île de la Cité. Escuchaban los silbidos de las balas que casi rozaban sus cuerpos. Una vez fuera de la isla, intentaron eludirse por callejas vacías y oscuras hasta la Plaza Saint André des Arts.

—¡Capitán Black! —exclamó un hombre al verlos doblar la esquina.

—¡Deprisa, Milton! ¡Nos persiguen!

Antes de saltar a sus monturas, Milton y Blackraven ayudaron a Malagrida a subir al caballo. Azuzaron a los animales con gritos y fustas y se precipitaron a todo galope hacia la rue du Bac, a la sede de la embajada sueca, donde pasaron la noche reconfortados por una cena y un baño.

—¿Cómo me has conseguido este pasaporte sueco?

—Con los auspicios de mi amiga, madame de Staël, que lo gestionó desde Suiza. Su esposo es el embajador de Suecia.

—Sí, sí, lo sé. Veo, querido muchacho —señaló Malagrida, con ironía—, que tus conexiones e influencias no conocen límites.

—Claro que conocen límites —y le contó que el año anterior no había podido salvar de esa misma prisión, la Conciergerie, a su madrina, la reina María Antonieta—. Después del intento fallido de rescatarla por parte de Gonsse de Rougeville, la vigilancia en torno a ella se ciñó aún más.

—Se dice —acotó Malagrida— que vivía con los guardias en su celda, separada de ellos tan sólo por un biombo.

—No habría podido salvarla. Habría sido un suicidio —manifestó Blackraven, con evidente vergüenza y pesar—. Pero salvaré a sus hijos, a cualquier costo, salvaré a Madame Royale y al rey Luis XVII de las garras de estos desquiciados. Al menos le debo eso a su madre.

—No será fácil —comentó Malagrida.

Abandonaron la embajada sueca a plena luz del día, con peluca empolvada y ricos atavíos. A pesar de la custodia montada en todas las puertas de la ciudad, el soldado que controló sus documentos no mostró atisbo de duda al indicar al cochero que continuase. Llegaron a Calais sin contratiempos, y recién en el barco, en medio del Canal de la Mancha, Malagrida se sintió a salvo. Abrazó a Blackraven y le agradeció con efusión.

—Te debo la vida, muchacho. Nunca viviré lo suficiente para pagarte lo que has hecho por mí. Eres una persona de gran nobleza.

—No pensará lo mismo —objetó Blackraven— cuando le diga que me he convertido en un pirata y mercader de esclavos.

Malagrida pasó a formar parte de la tripulación del capitán Black, como lo apodaban sus hombres, y en todo procedía como un filibustero, a excepción del momento en que celebraba misa en el pañol de los bastimentos.

Pasaban una temporada entre las costas del África y los puertos americanos, comerciando africanos y asaltando naves, y el resto del tiempo en la Francia revolucionaria. Parte de los botines se destinaba a sobornar funcionarios, comprar documentación falsa, pagar a cómplices, adquirir armas, pergeñar planes. La costumbre de Blackraven de firmar sus mensajes cifrados con su anillo del escorpión sobre un lacre endrino que le preparaba Schegel, un marinero alemán con espíritu de alquimista, le granjeó el nombre de Escorpión Negro, un contrarrevolucionario aborrecido por las autoridades francesas, quienes no se animaban a aventurar el número de traidores salvados de la guillotina a manos del escurridizo espía.

En un principio se pensó que era inglés, pero el testimonio de quienes aseguraban haber oído su voz, lo tenía por francés; otros se oponían diciendo que se trataba de un romaní, su aspecto lo delataba, y así se mandaron requisar las comunidades de gitanos que trashumaban de región en región. En los arrabales de París, se multiplicaron las leyendas acerca del Escorpión Negro, algunas con ribetes de historias mitológicas.

Las autoridades creyeron que, pasada la época del Terror y del Gran Terror, las cazurrerías del villano sin nación ni rostro, terminarían. Se equivocaron: persistió en sus hazañas, colaborando con los países aliados para vencer primero a quienes tergiversaban el sentido de la Revolución y tiempo después a Bonaparte. Con el correr de los años, el Escorpión Negro se convirtió en uno de los enemigos más buscados del Estado francés, aunque ya no lo querían muerto sino vivo. Deseaban que trabajara para la gloria de la Francia.

El almuerzo con Malagrida en el Faria-Lima terminó de modo abrupto cuando Blackraven recordó que en media hora concurriría, junto con sus primos, a casa de la señora Barros. Acompañó al jesuita al vestíbulo del hotel y le encargó a un botones que consiguiera un coche o una silla de manos. Malagrida se mostró extrañado cuando Blackraven le expuso que tenía planeado volver al Río de la Plata en el Sonzogno.

—¿Cuándo? —se interesó.

—Aún no lo sé.

—¿Y qué has decidido para el White Hawk?

—Saldrá de corso en breve, apenas termine de estibar el matalotaje. Hemos sabido de unos barcos holandeses cargados de mercancías que se dirigen hacia Timor. Flaherty —Blackraven hablaba del capitán del White Hawk— los interceptará antes del Cabo de Buena Esperanza.

—¿Y dónde está tu bravo hereje? —preguntó de pronto; el mote de “bravo hereje” le cabía a Somar, el asistente turco de Blackraven.

—Se quedó en el Río de la Plata. —Malagrida lo contempló en silencio—. Lo dejé a cargo de un asunto que no le habría confiado a ningún otro.

—Me pregunto qué asunto será ése para que hayas consentido separarte de tu lacayo más fiel.

La tertulia en casa de la señora Barros se desenvolvió en un ambiente agradable. A pesar del fastidio inicial de Blackraven, el barón João Nivaldo de Ibar se reveló como una agradable compañía, de maneras llanas y apacibles; su cultivada conversación los mantuvo enfrascados por el tiempo que duró el sarao. De extracción fisiócrata al igual que Blackraven, se dedicaba al estudio de nuevas técnicas para favorecer los cultivos y preservarlos de pestes y plagas. Viajaba por el mundo recolectando información y calificando nuevas especies de los reinos vegetal y animal, y acompañaba sus anotaciones con dibujos pues era hábil con la carbonilla.

Blackraven le expuso sus inquietudes acerca de la polilla del cuero, que ocasionaba cuantiosas pérdidas a las curtiembres en el Río de la Plata, y de la chinche y de la roya en el cultivo del trigo y el maíz; mencionó también sus olivares, que abastecían al lagar de su propiedad “El Retiro”, y el barón de Ibar lo previno de las enfermedades más extendidas en la España y en el Portugal, la aceituna jabonosa, el escudete y la cochinilla de la tizne, aunque aceptó desconocer si éstas infectaban los cultivos de los territorios ultramarinos.

—Mi señora esposa y yo viajaremos al Río de la Plata en pocas semanas —anunció de Ibar—. Allí nos espera mi colega, el naturalista Tadeo Haenke. Estoy muy interesado en el estudio de esas tierras, pues Haenke me ha hablado de ella en los términos más encomiosos.

—Podrán hospedarse en mi casa —ofreció Blackraven—, el tiempo que gusten.

—Su excelencia es magnánimo de verdad, pero no deseo incomodarlo.

—No me incomodará —insistió—. Soy conocido por tener mesa franca. Por otra parte, aprovecharé sus conocimientos para aplicarlos a mis negocios. Ya ve —agregó, con una sonrisa bribona—, mi invitación no carece de un interés personal.

—Será un placer visitar sus plantaciones y su curtiembre —aseguró de Ibar, y levantó la copa.

Blackraven levantó la suya, consciente de la mirada con que la baronesa Ágata lo favorecía desde otro sector del salón; en rigor, no había cesado de mirarlo en toda la tertulia.

De vuelta en el hotel, cansado y algo borracho, Blackraven pensó que el día había terminado cuando escuchó un llamado a su puerta. Era Aunque joven —acaba de cumplir veintiún años—, de carácter tranquilo y facciones de querubín, Luis XVII mostraba en su templanza y firmeza los rasgos que se suponían propios de un descendiente en línea directa de Luis XIV, el Rey Sol.

El muchacho prefirió no tomar asiento y, llevando un poco la cabeza hacia atrás para fijar sus ojos claros en los de su primo, le anunció que no deseaba jamás ser rey de la Francia. La confesión, inopinada y enérgica, despabiló a Blackraven, que, a continuación de soltar una interjección, apoyó ambas manos en los hombros de Luis Carlos.

—¿Estás seguro de querer renunciar al trono de tu país? Por derecho, te pertenece.

El joven interpuso razones que, resultaba obvio, meditaba desde hacía tiempo. En primer lugar, dijo, no albergaba buenos recuerdos ni de la Francia ni de su pueblo, a quien calificó de “regicida”.

—Mis padres eran indulgentes, y lo es mi hermana —admitió—, aunque no sé si en mí prevalece esa virtud, pues desde hace años que rememoro con mucho encono las bajezas a las que nos humillaron. No consigo olvidar esos últimos años en el Temple ni el documento que Hébert me obligó a redactar y a firmar, el documento donde acusaba a mi madre del crimen más nefando del que puede acusarse a una mujer honesta, el documento que, finalmente, la condujo a esa muerte denigrante.

—Eso no es verdad, nadie creyó que tu madre hubiese abusado de ti. Es más, después de aquel episodio, donde la reina se defendió con tanta gallardía y dignidad, muchas manos que antes se levantaban para condenarla, se elevaron para salvarla.

—Oh, Dios —suspiró Luis, como si hubiese hecho caso omiso del discurso de su primo—, mi madre, mi adorada madre guillotinada como una criminal.

—No olvides las palabras de Corneille —dijo Blackraven—: El crimen, no el patíbulo, deshonra.

—Igual da, Roger. Mi madre murió, y sobre mi conciencia queda haberle causado esa última amargura antes de enfrentar tan horrible final.

—Tu madre te perdonó en su carta de despedida; dijo saber que no habías sido tú el autor de ese documento.

—Le fallé —se empecinó el joven rey—. No puedo gobernar a un pueblo por el que guardo tanto rencor. Quizá los años mitiguen este negro sentimiento, pero ahora eso parece imposible. Por otra parte, nadie me ha preparado para ser un buen monarca; bien sabes que desde temprana edad me encerraron en una prisión donde los revolucionarios se empecinaron en pervertirme, en convertirme en un sans-culotte; me emborrachaban con apenas ocho años, me enseñaban palabras y cánticos soeces, me iniciaron en el juego y las apuestas, y me contaban historias acerca de mis padres que, por momentos, me llevaban a odiarlos; luego comprendía las intenciones de esos malvados y lloraba amargamente. Sólo madame Simon, esposa de mi guardián, mostró compasión por mí, pero ella poco podía hacer frente a Hébert, a Chaumette y a los demás. Aquello ocurrió, Roger, ocurrió de veras y marcó una honda huella en mi espíritu.

—¿Cómo se produjo la sustitución por el niño escrofuloso?

—La primera medida que tomaron Hébert y Chaumette fue despedir a mi preceptor Simon y a su esposa y cambiar a los guardias. No transcurrió un día desde ese evento que comenzaron a llegar a mi celda cerrajeros, vidrieros, fumistas, albañiles y demás para modificar por completo la fisonomía del sitio. Terminadas las obras, yo había quedado aislado en una habitación pequeña, con un solo ventanuco por donde apenas asomaba el cielo. Ni siquiera entraban para darme la comida sino que la introducían por un orificio donde yo, a su vez, dejaba la escudilla y el orinal. No contaba con agua para asearme, no salía al jardín, no hablaba con nadie, nadie podía hablar conmigo. Vivía como un perro.

—Oh, por Dios —se lamentó Blackraven, a pesar de sí.

—Necesitaban aislarme para llevar a cabo la sustitución sin riesgos.

—¿Por qué Hébert y Chaumette decidieron sustituirte?

—No lo sé —admitió Luis—. Supongo que consideraron que podrían, de algún modo, sacar un provecho económico, pidiendo dinero a mi tío, el conde de Provence, o a mi primo Francisco de Austria. Quizás avizoraban alguna conveniencia política.

—¿Qué ocurrió una vez que te sacaron del Temple?

—Me llevaron a la campaña, donde me consignaron a un matrimonio sin hijos, los Désoite, de buena posición, que me recibieron sin saber quién era yo. Me llamaban Pierre. Veintitrés días más tarde de sacarme del Temple, Hébert y Chaumette cayeron víctimas de la guillotina, y el secreto de mi sustitución se fue con ellos a la tumba.

—No, lo confesaron antes de morir. De ese modo, años más tarde, yo pude encontrarte. Es cierto que no dijeron adónde te habían conducido, pero sí admitieron haberte sustituido por un niño enfermo, mayor que tú.

Luis Carlos asintió y bajó la vista. Como no deseaba seguir con ese penoso tema, Blackraven pronunció, en tono menos lúgubre:

—Me dijiste que la familia que te recogió te brindó una buena educación. Eres un hombre preparado, dotado de una inteligencia excepcional; mejoraremos tus conocimientos académicos y políticos para afianzar tu seguridad en ti mismo.

—Si tú, Roger, el único que ha mostrado sincera benevolencia y cariño por mi hermana y por mí, me dijeras que necesitas que yo ocupe mi lugar como rey de la Francia puesto que de eso dependen ciertos intereses que te son caros, yo lo haría, por el gran afecto y agradecimiento que siento por ti. Ésa sería la única razón, ninguna otra.

—¿Acaso piensas que te protejo, a ti y a tu hermana, buscando beneficiarme de algún modo? —se pasmó más que enfadarse Blackraven.

—En absoluto —fue la simple y tajante respuesta del muchacho—. Sólo digo que, si mi vuelta al trono pudiese beneficiarte, yo estaría dispuesto a hacerlo. De lo contrario, no lo haría, pues ocupar el lugar de mi padre sería ocupar una posición ajena a mis aptitudes.

—Para mí, tú y Marie sois como mis hermanos, y habría hecho cualquier cosa por ahorraros tantas penurias. Nada quiero a cambio. Si deseas renunciar al trono de la Francia sin presentar batalla, si ésa es tu voluntad, así será.

Blackraven se movió hasta un mueble con bebidas espiritosas y escanció brandy en dos vasos. Le extendió uno a su primo.

—¿Cómo sabes que soy el verdadero hijo de Luis XVI?

Blackraven se quedó perplejo ante la pregunta y alejó de sus labios el vaso del que estaba a punto de beber.

—Llegué hasta ti después de buscarte por años. Al principio, allá por el 93, no contaba con la red de agentes y espías de la que me serví con el tiempo. La de tu búsqueda es una larga historia, Luis, y hasta llegué a creer que realmente habías muerto, pues los dos muchachos que podrían haber llegado a ser Luis XVII pronto demostraron que mentían. La primera en darme esperanzas de que no habías muerto, al menos no en el Temple, fue la mujer de Simon, tu guardián, a la que visité en un hospicio. Ella me puso en la primera pista certera, la que me guió hasta ti. —Con una mirada penetrante, Blackraven afirmó—: Sé que eres Luis XVII, sobre todo, porque Marie lo ratificó.

—Sí, Marie lo ratificó, pero, ¿cómo harías para probar mi identidad frente a los demás? Nadie sabe que la verdadera Marie está contigo. Piensan que esa sustituta, la que ahora vive con mi tío, es la verdadera Madame Royale, por lo tanto, no puedes interponer su testimonio como bueno.

—Tu mancha de nacimiento, ésa en tu antebrazo, con forma de flor de lis, por la cual te reconoció Marie —tentó Blackraven.

—Pocos sabían de su existencia: mis padres, mi nodriza, mi aya, mi tía Elizabeth. Todos muertos.

—Si quisieras revelarle al mundo quién eres, buscaríamos la forma de probarlo. No será fácil, lo sé, pero tampoco imposible. Podríamos recurrir al gobierno británico, pues ellos estaban interesados en encontrarte, y ése sería un poderoso aliado.

Luis Carlos sacó del bolsillo de su chaqueta un canuto de metal similar al que usaban las mujeres para guardar el abanico. Le quitó la tapa y lo dio vuelta sobre su mano, donde cayó un rollo de papel basto.

—Quiero que conserves este documento.

Blackraven tomó el pergamino y lo desplegó; a medida que avanzaba en sus párrafos, la sorpresa lo demudaba.

—¿Dónde obtuviste esto?

—Me lo entregó el sacerdote Edgeworth de Firmont, quien asistió a mi padre en sus últimas horas, el mismo que lo acompañó al cadalso. Nos visitó al día siguiente de su ejecución y puso este documento en mis propias manos, junto con esta miniatura —y se la mostró.

—¿Quién es? —preguntó Blackraven, en referencia al diminuto retrato.

—Era madame de Ventadour, la institutriz de mi bisabuelo, Luis XV. La adoraba más que a su propia madre. Dicen que jamás se separaba de esa miniatura, que era famosa su afición al pequeño retrato y, viéndose a las puertas de la muerte, se la entregó a mi padre, quien le prometió que siempre la llevaría encima. Mi padre quiso que quedase para mí. Es mi deseo que conserves ambos, Roger, el documento y la miniatura. Con éstos podrías demostrar que soy Luis XVII. Este documento resistiría las pruebas más severas y meticulosas de los mejores expertos en caligrafía. Es la letra de mi padre, es su firma y su sello, y ésta —y señaló al pie del documento—, la firma de Edgeworth de Firmont, quien ofició de testigo.

Blackraven volvió a releer el párrafo principal: “Por tanto, yo, Luis XVI, rey de la Francia y Navarra, habiendo sido condenado de muerte, hoy, 17 de enero de 1793, y hallándome en la prisión del Temple, en la ciudad de París, y ante mi testigo, el ciudadano Henry Essex Edgeworth de Firmont, abdico el trono de la Francia y Navarra en favor de mi hijo, Luis Carlos, que adoptará el nombre de Luis XVII…”.

—En su fuero íntimo, tu padre jamás aceptó la república. —El muchacho asintió, serio, meditabundo—. ¿Cómo conseguiste ocultar este documento durante tantos años?

—La esposa de Simon, a ella se lo entregué cuando la despidieron del Temple. Hace años fui a verla al mismo hospicio que tú, y me lo devolvió junto con la miniatura.

—¿Te reconoció?

—De inmediato, apenas me vio —fue la contestación vehemente del joven—. Me llamó “mi Carlos”, como solía hacerlo en el pasado, y yo la llamé Bêtasse, también como solía. Reconozco que el hecho de poseer este documento, más allá de su valía, no prueba fehacientemente que yo sea Luis XVII. Mis enemigos podrían aducir que se lo robé al verdadero rey de la Francia.

—Es cierto —admitió Blackraven—, sin embargo, muchos temblarían ante el portador de esta pieza de papel. Os someterían, a ti y al papel, a cientos de pruebas, de las que saldríais airosos. No lo subestimes —dijo, pasado un silencio—, este documento es una pieza clave.

Blackraven devolvió el rollo de papel al canuto y se lo extendió a Luis Carlos, junto con la miniatura.

—Creo que debes ser tú quien conserve estos objetos —manifestó—, no te separes de ellos. Algún día, cuando te decidas, servirán para probar quién eres.

—Sé quien soy —replicó Luis, con una confianza admirable, sin tomar lo que Blackraven le restituía—. No necesito demostrárselo a nadie. He recuperado a mi hermana y he ganado tu amistad. Ahora sólo necesito iniciar una vida que me satisfaga. Sólo quiero paz. Conserva la abdicación de mi padre, Roger, es un favor que te pido. Además de Marie, eres el único en quien confío.

Blackraven asintió y se alejó en dirección a un cofre de hierro donde guardaba cartas de créditos, giros, letras de cambio, afidávits, patentes de navegación y demás documentos de sus barcos. Lo abrió con una llave que colgaba en su cuello y depositó ambos objetos, el canuto y la miniatura. Al volverse, se cruzó con la mirada serena de su primo.

—¿Todavía te interesa estudiar arquitectura?

—Es lo que más deseo. Pero dejaremos esa conversación para mañana. He abusado de tu buena voluntad.

Después de despedir a Luis Carlos, Blackraven salió al balcón huyendo del bochorno del cuarto. “Los enemigos del rey de la Francia”, se dijo, “son muchos y muy poderosos para pensar que podré mantenerlo con vida si deseara revelar su identidad al mundo”. Por el momento ni siquiera podía afirmar que, quien hubiese enviado a Le Libertin a matar a Luis XVII, no supiese dónde hallarlo. ¿Habría enviado una nota a su patrón, quienquiera que éste fuese, informándole que el joven Pierre Désoite, hospedado en casa del conde de Stoneville en el Río de la Plata, era, en realidad, el hijo de Luis XVI? Esa duda había movido a Blackraven a sacar a sus primos de Buenos Aires, a cambiar sus nombres e inventarles una nueva vida. Quizá la decisión del joven monarca de desprenderse del trono de la Francia no resultara precipitada ni desatinada. De igual modo, dispondría la búsqueda del padre Edgeworth de Firmont, único testigo de la abdicación de Luis XVI a favor de su hijo, y de madame Simon, quien había conservado el documento por tantos años. Urgía ponerlos a salvo.

Contempló el guardapelo que apretaba en el puño. “Isaura”, susurró. Necesitaba nombrarla. Desde que la dejó en Buenos Aires, varias semanas atrás, no había pasado un momento en que no la pensara; y a esa hora, ya noche cerrada, en la soledad de su habitación, tratando de disfrazar su nostalgia en insensibilidad a fuerza de brandy, las memorias de Isaura invadían su espacio, impidiéndole concentrarse, dormir, aquietarse, y así transcurrían las horas de la madrugada, mirando el pequeño retrato, deseándola, amándola, hasta que se obligaba a echarse en la cama y a conciliar el sueño, y, de todos modos, soñaba con ella y lo primero que le venía a la mente al despertar era ella. No podía olvidar sus ojos turquesa.

Deseó perder la memoria, como medicina, harto de sufrir a causa del recuerdo de esa última escena compartida la mañana en que lo acusó de traidor y codicioso, de mentiroso, de asesino también. Que ella, su dulce, su gloriosa Isaura opinara tan mal de él, eso le sabía amargo. Abrió el guardapelo; en él conservaba un rizo de su vello pubiano, y sonrió al evocar la noche en que se lo cortó, haciéndola reír porque se tardaba buscando el más rojo, el más tupido, el más ensortijado. Tomó el rizo entre los dedos y se lo llevó a la nariz. Odiaba el paso del tiempo porque barría con el vestigio del frangipani, el perfume que él había elegido para ella, con el que cada noche la perfumaba entre las piernas antes de hacerle el amor.

Nada tenía sentido. Desde un principio, desde la noche en que la convirtió en mujer, había sospechado que, sin Isaura, lo demás perdería valor, y, a pesar de haberse impuesto no necesitarla tanto, el esfuerzo había sido en vano, pues la amaba con destemplanza. Odiaba esa necesidad de poseerla cuando ella parecía tan etérea e inalcanzable; la frustración le provocaba aquella oquedad en el alma, ese páramo frío y yermo, antítesis del paraíso que Isaura le donó al aceptarlo. Le había quitado la fuerza, como Dalila se la quitó a Sansón, no con un par de tijeras sino con la mirada de desprecio que acompañó a esas duras palabras: “No puedo creerte. No confío en ti”. ¡Oh, Dios, cómo dolía aún! Cómo dolía amarla tanto y que ella no lo amara con el mismo ardor. Él era sólo de ella, un súbdito deslumbrado a los pies de su diosa; ella, en cambio, no le pertenecía; era de todos los que la necesitaran.

—Basta —masculló, apretando el puño en torno al guardapelo, enfurecido por flaquear de ese modo tan ajeno a su índole. Cuando alcanzaba ese punto, la melancolía se transformaba en rabia, y el amor, en odio.

En sus barcos hallaba un poco de sosiego; se pasaba horas entre sus hombres, vociferando órdenes, estudiando mapas, alijando bultos, trepando hasta la cofa; entonces, volvía a ser él mismo. Le gustaba especialmente el Sonzogno, una nave de soberbio porte y gran calado, de manufactura holandesa —de allí San Nicolás en el mascarón de proa—, con sus cincuenta cañones de veinticuatro libras cada uno, siempre impecable, bien pavonada la borda y los palos, bien calafateado, impolutos los trapos y el empavesado; se notaba la mano de un jesuita en ese buque.

El sol comenzaba a escocer, así que se quitó la camisa y siguió colgando los baldes con arena en los cáncamos. Avistó a Rata en el puente de mando, que molestaba a Malagrida con preguntas; era un niño listo, aprendía con facilidad, ya balbucía algunas frases en castellano; la tripulación estaba encariñándose con él, pero su avidez por el conocimiento a veces lo volvía un estorbo. A Malagrida, por el momento, no parecía fastidiarlo.

—¡Amo Roger! —exclamó, y, saltando a cubierta, corrió hacia él.

—¿Qué ocurre, Rata? —preguntó, sin abandonar la tarea.

—Amo Roger, ya no deberá llamarme Rata. El capitán Malagrida acaba de bautizarme. Desde hoy me conocerán por Estevanico. —Blackraven le dispensó una mueca de simulada admiración.

—Estevanico ha de ser entonces.

—Dice el capitán Malagrida que Estevanico era un esclavo del norte del África que se convirtió en un importante explorador, muy respetado y conocido. Viajó por el golfo de Jémico y…

—Golfo de Méjico.

—Sí, de Mé-ji-co. Y también…

El niño siguió con su parloteo, correteando en torno mientras Blackraven cargaba baldes y los colgaba; de tanto en tanto asentía o lo miraba con aire ausente. Así lo encontró el matrimonio de Ibar al subir a bordo por el pontón levadizo que descansaba sobre el muelle.

—¡Capitán Black! —llamó uno de los marineros—. Lo buscan, capitán.

El barón descubrió una sombra de impaciencia en el semblante de Blackraven mientras, a las apuradas, lo veía echarse encima una camisa y aproximarse con una sonrisa impostada. La baronesa había ganado la cubierta primero y divisado a Blackraven antes de ser anunciados, por lo que contó con unos segundos para admirarlo en cueros, con el pelo suelto y levantando baldes, que, por el modo en que se le inflamaban los músculos, debían de ser pesados. ¿Acaso esa mancha en su brazo izquierdo era un tatuaje? No distinguía bien. Al verlo en esas fachas, Ágata se ufanó de su instinto, pues la noche en que lo conoció había adivinado que, detrás de esa máscara de caballero, se escondía un salvaje.

Blackraven saludó a los barones de Ibar con una inclinación y se disculpó por su aspecto.

—El nuestro ha sido un atrevimiento, excelencia —manifestó de Ibar—, subir a bordo de su barco sin invitación. Pero, mientras dábamos bandazos por el muelle, mi esposa ha reconocido el nombre de la nave que su señoría le mencionó aquella noche, en el baile por el natalicio del príncipe don Juan.

Blackraven y Ágata intercambiaron una mirada fugaz.

—Siempre serán bienvenidos en cualquiera de mis naves —manifestó Blackraven, y, con un ademán, los invitó a adentrarse—. Estevanico, ve y dile al capitán Malagrida que quiero presentarle a unos amigos.

Caminaron por cubierta haciendo conversación banal. Ágata, en silencio y por detrás, percibía el cambio en sus emociones ante la presencia de Blackraven, que no lucía en absoluto apenado por su atuendo impropio, es más, se veía magnífico en su ambiente natural de pirata. La sorprendió la pulcritud del barco, y la hizo sentir a gusto el aroma a trementina del barniz azulado con que un marinero pavonaba la amura de estribor. Le agradaba aquella estela, inusual en un mundo donde los malos olores eran ley. Los esquifes estaban cubiertos con palletes impecables de color azul. Refulgía la madera de las cureñas donde reposaban los cañones. Se observaba una tripulación variopinta, hombres de todas las nacionalidades, igualmente limpios, y, para su sorpresa, con el cabello corto, de seguro para mantener a raya a los piojos. Varios marineros arrumaban sacos de forraje y pacas de lana y algodón; otro espitaba un tonel, probablemente con ron, base de la bebida típica de los marineros, el grog. Aunque se afanaban en el trabajo en un entorno cordial, sin duda eran hombres bravos, de eso daban cuenta sus expresiones y los sables y cuchillos sujetos a sus cinturas.

Por el ajetreo, se notaba que se disponían a hacerse a la mar en poco tiempo. La cabria no cesaba de levantar bultos pesados y estibarlos en cubierta; varios tripulantes llevaban los bastimentos al pañol de bizcochos; un grupo trasladaba un tonel con coles, y el barón de Ibar preguntó si se consumían para evitar el escorbuto y la siringoza, a lo que Blackraven dijo que sí.

—Nunca hemos perdido a un hombre a causa de alguna peste —aseguró el capitán Malagrida a modo de saludo.

Blackraven hizo las presentaciones. Después de terminar de conocer la cubierta, se dirigieron al camarote del capitán para comer un refrigerio.

Acabada la cena con sus primos y el matrimonio de Ibar en el Faria-Lima, Blackraven montó su caballo y enfiló hacia el arrabal cercano a los muelles de la Bahía de Guanabara, de nuevo a la taberna O Amigo do Diabo. Távora lo aguardaba en la misma habitación.

—Fui a buscarte a la Wings. No te encontré —comentó Blackraven.

—Había salido. Esta mañana vendí una carga de ron que traje de La Isabella —Távora hablaba de la hacienda en Antigua— y necesitaba depositar el dinero. No te consulté porque el precio era inmejorable y el comprador zarpaba a primeras horas de la tarde.

—Está bien. Sabes que confío en tu tino para los negocios.

—Toma, aquí tienes el comprobante.

—¿Has deducido tu comisión?

—Sí. Ya la he depositado.

De sus espías, Távora, además de su rapidez con los números, demostraba una habilidad extraordinaria para recabar información, y, pasado ese intercambio de asuntos de dinero, mencionó que había conocido a un antiguo guardiamarina inglés, de la tripulación del HMS Margaret, que aseguraba haber visto cómo el sicario de mote La Cobra había enviado al otro mundo a su almirante emboscándolo en una calleja de Nicosia para atravesarle el corazón con una daga.

—El hombre asegura que nunca ha visto a alguien moverse tan rápido ni tan hábilmente. —Blackraven siguió bebiendo, ensimismado—. ¿Estás escuchándome?

—Sí, estoy escuchándote. Si ese sicario es un dechado de virtudes, nada podemos hacer al respecto. Tú dices que en París te aseguraron que Fouché lo contrató para matar al Escorpión Negro. Entonces, primero tendrá que descubrir quién es el Escorpión Negro.

—Ribaldo pudo habérselo confesado a Fouché antes de morir.

—Ya te he dicho que Ribaldo no abrió la boca. Más me inclino a pensar que pudo ser Valdez e Inclán, que de eso trató de advertirme antes de morir.

—Según recuerdo —apuntó Távora—, me dijiste que había pronunciado el nombre de Simon Miles. ¿Qué relación habría entre Simon y el Escorpión Negro?

—No lo sé —admitió—, es sólo una conjetura.

—¿Estuviste con Eddie en el Río de la Plata? —Távora preguntaba por el quinto espía, el irlandés Edward O’Maley.

Blackraven lo puso al tanto de las actividades de O’Maley, quien, tras haber abandonado el circuito europeo, trabajaba en Buenos Aires al servicio de la Southern Secret League, la Liga Secreta del Sur, una sociedad fundada por Blackraven y otros poderosos de la Inglaterra cuyo objetivo consistía en dominar el hemisferio sur del planeta para explotar sus recursos naturales con los cuales abastecer las industrias inglesas. En este orden, la independencia de las Indias Occidentales se consideraba pieza clave de la empresa.

Távora le comentó acerca de un proyecto del gobierno británico que amenazaba los propósitos de dicha liga.

—Supe que el conde de Montferrand tiene intenciones de presentar un plan al primer ministro para independizar México, donde sugiere poner en el trono a algún príncipe Borbón de la Francia. Se habla del duque d’Orléans.

Conversaron largo y tendido sobre el tema, hasta que Blackraven concluyó:

—Montferrand retirará su plan —y lo expresó con la seguridad que le daba haberlo salvado de la guillotina en el 94—. ¿Qué sabes de Popham? —se interesó de repente, sin pausa—. ¿Sigue transitando los pasillos de Saint James y de Whitehall junto al venezolano Miranda? ¿No desiste de su idea de independizar las Indias Occidentales?

—Supe que partió rumbo al Cabo de Buena Esperanza con órdenes de expulsar a los holandeses.

Blackraven bebió en silencio, la mirada fija en la mesa.

—Eso está en línea con Buenos Aires, a unas tres mil setecientas millas —dijo, al rato—. ¿En qué fecha zarparon? —Távora contestó que a fines de agosto del año anterior, desde el puerto de Cork—. Entonces, hace meses que llegaron a Ciudad del Cabo —dedujo Blackraven, y se puso de pie.

Távora lo imitó.

—¿Sabes, Roger? He descubierto una casa de mancebía muy limpia y respetable; las muchachas son un primor. ¿Por qué no me acompañas?

—No —dijo, y se puso la chaqueta.

—¿No?

—No. Te veo mañana. Pasa por el hotel bien temprano con esos contratos de carga que tengo que revisar.

Hasta eso tenía que reclamarle, que lo hubiera convertido en un eunuco. Hacía tiempo que no tocaba a una mujer, y, por extraño que pareciera, no deseaba hacerlo; si no podía tener a Isaura, no quería a ninguna. Esa disposición resultaba tan inusual a su índole que Távora y Malagrida se habrían desportillado de risa de saberlo.

Apuró a Black Jack y cruzó la Praga Quinze hasta la puerta del Faria-Lima. Pese a la hora, un palafrenero salió a recibirlo y se ocupó del caballo. Antes de subir los escalones de dos en dos, ordenó que le prepararan un baño. Se topó con Radama en el primer piso, un malgache que hacía años servía en sus barcos, hombre de su confianza que en ocasiones había colaborado con el Escorpión Negro; junto con Shackle, Milton y otros, constituía el ejército particular del espía, y, al igual que el resto de su tripulación, veneraba al capitán Black, no tanto por su proverbial generosidad al distribuir la presa sino por haberle devuelto la libertad tras años de servir como esclavo de unos turcos muy crueles.

—Buenas noches, Radama.

—Capitán Black —dijo el hombre, y, levantándose apenas el tricornio, inclinó la cabeza.

—¿Todo tranquilo?

—Así es, señor. Sus primos se retiraron a dormir, y ese niño, el esclavo, se metió en su habitación. La señorita Marie asegura que usía lo autorizó.

Rata —ahora Estevanico— dormía en el suelo, sobre una estera. Lo observó desde su altura de seis pies, cinco pulgadas antes de levantarlo y llevarlo al sillón. Aun cuando habían pasado semanas desde la golpiza de don Elsio, todavía conservaba las marcas en brazos y piernas. Enseguida pensó en Isaura y se preguntó qué estaría haciendo. Extrajo el guardapelo de la faltriquera y contempló la miniatura. Ojalá estuviese durmiendo, tranquila, en la cama que habían compartido hasta mediados de abril, la cama donde la había amado incansablemente. ¿Seguiría con la costumbre de tocar el piano y cantar después de la cena? ¿Para quién lo haría? Tal vez aceptase los halagos de Covarrubias, hasta los de ese calavera de Diogo Coutinho. Cerró el puño y apretó los ojos y la boca. ¿Se atreverían a cortejarla? Sacudió la cabeza: Somar no lo permitiría.

Llamaron a la puerta, y se acordó del cubo de agua caliente para su baño. Abrió. La baronesa de Ibar ensayó una expresión seductora que él ya le conocía, de mirada sin pestañeos y labios apenas sesgados en una sonrisa entreabierta.

—¿Me invita a pasar, excelencia? —Blackraven siguió escrutándola con gesto indescifrable—. Sólo deseo cruzar unas palabras con su señoría —alegó.

—Lo que tenga para decirme, de seguro puede esperar hasta mañana.

—Es algo que me inquieta y me gustaría hablarlo con su señoría ahora mismo.

Blackraven se hizo a un lado y le permitió pasar. Ágata divisó al pequeño esclavo que se incorporaba a medias en el sillón, con ojos somnolientos.

—Vuelve a dormir —le indicó Blackraven en castellano, y el niño se acomodó dándoles la espalda.

La baronesa pidió explicaciones con una mirada de asombro; no sólo la presencia del negrito se daba de bruces con el boato de la habitación sino que la actitud de Blackraven chocaba con la semblanza que había esbozado de él. “Demasiado frívolo para un acto de caridad cristiana”, se dijo. “¿O se trata de un perverso?”, especulación que descartó enseguida.

—Me sorprende, excelencia, que permita que este esclavo duerma en sus aposentos. ¿No había lugar en las barracas del hotel? Mi esclava todavía está en mis habitaciones y podría llevárselo a dormir con ella.

—Le agradezco, baronesa, pero no será necesario. Dijo que quería cruzar unas palabras conmigo. Por favor, pasemos a la estancia contigua —y extendió la mano hacia una puerta entreabierta desde donde Ágata divisó el perfil del dosel de una cama.

La excusa de la baronesa casi hizo reír a Blackraven: quería preguntarle si alguno de sus barcos zarparía en breve para el Río de la Plata. Ella no deseaba viajar en el buque portugués Cleopatra.

—¿Y era esto lo que no podía esperar hasta mañana?

—Sus barcos son tan pulcros —argumentó— y su tripulación tan correcta.

—Señora, mis barcos son pulcros y mi tripulación correcta, pero nosotros no transportamos pasajeros. De hecho, carecemos de las comodidades que una dama como vuestra merced requeriría para viajar a gusto, sin descontar que mis hombres juzgarían de mal agüero navegar con una mujer a bordo.

—Le suplico, excelencia. —Como al pasar, apoyó una mano sobre el pecho de Roger—. Además su señoría es tan fuerte que yo me sentiría a salvo. Viajo siempre con el Jesús en la boca pensando que podrían abordarnos piratas. ¿Qué sería de mí en tal caso?

—Señora —dijo, y le apartó la mano—, dudo de que en un trayecto como el que une Río de Janeiro con el Río de la Plata su embarcación se encuentre con una nave de piratas. De corsarios, quizá, pero en ese caso nada malo le acaecería a vuestra merced. Ahora, si me permite…

—¡Excelencia, por favor, no me rechace! —y lo detuvo con ambas manos—. Permítanos viajar en su barco.

—Baronesa, ¿por qué supone que planeo viajar al Río de la Plata? —Ágata se desconcertó—. Ahora, si me disculpa, estoy cansado. Ha sido un día muy duro y mañana debo levantarme temprano.

La mujer alzó la vista y se mostró desembarazada de artificios. Blackraven supo que iría al grano.

—¿No lo complazco, excelencia? —Él siguió mirándola, serio, impenetrable—. ¿Acaso no le parezco una mujer hermosa? —y le abrió los primeros botones de la camisa—. Permítame ver ese tatuaje que tiene en el brazo izquierdo. Me intriga; todo acerca de su señoría me intriga.

Blackraven la sujetó por las muñecas y la condujo fuera de la habitación.

—Baronesa, aprecio a su esposo y no deseo ser grosero con su merced. Le pido que dé por concluida esta conversación y vuelva a su recámara. Prometo investigar si en breve zarpará hacia el Río de la Plata una nave en mejores condiciones que el Cleopatra. Eso es todo lo que puedo hacer.

Abrió la puerta, pero Ágata no mostró intenciones de salir; se quedó a pasos del umbral. Una maldición se filtraba por sus ojos. Al cabo, expresó:

—¿Supongo que tanta hombría —y movió la mano en un ademán que subrayaba el tamaño de Roger— no será en vano?

—Señora, supone usted bien.

—¿No le parezco atractiva?

—No, no me lo parece.

Superado un fugaz momento de turbación, la baronesa se echó a reír.

—No le creo. Su rechazo se debe a otra razón. Es a causa de una mujer. ¿De su esposa, tal vez, la que quedó en Buenos Aires?

Había dado en la diana, pues, aunque el gesto de Blackraven se mantuvo imperturbable, Ágata tuvo la impresión de que una sombra se posaba en sus ojos.

—Su prima de usted me ha platicado acerca de ella. Verá, nos hemos hecho amigas y me ha referido que es una muchacha muy joven y bonita.

—Mi prima no le ha mentido. Buenas noches, baronesa. Le auguro un apacible descanso —y cerró la puerta.

Caminó hacia el sillón y verificó que Estevanico siguiera dormido.