Una sensación angustiosa le despertó cerca del amanecer. Imágenes cruzaron rápidamente su mente. Se vio a sí mismo golpeando al policía hasta la muerte. ¿Había matado otra vez? Quiso levantarse, pero se detuvo al ver al hombre y a la mujer sentados a los pies de la cama.
Eran dos siluetas, él a su derecha y ella a su izquierda, iluminadas por la pálida luz del sol que despuntaba en el horizonte. Entre los dos, dentro de su cuna, el niño.
—Gracias —dijo el preso viendo que volvía a tener las manos libres sin las esposas—… Gracias por ayudarme y… perdón. Nunca debí de haber tomado el caballo. Si no lo hubiera hecho, los policías jamás habrían pisado vuestra casa, y Radu —alzó la vista en dirección a la cuna—… ¿Está dormido?
La mujer negó con la cabeza.
—Os ayudaré a ocultar los cuerpos.
Esta vez fue el hombre quien negó. Él y su carretilla se habían encargado de todo.
—Perdonadme… solo os pido eso.
Los rumanos mantuvieron un profundo silencio. Parecían más viejos y cansados que nunca. La mujer entonces abrió los pliegues de su falda y sacó algo de su regazo. Estiró la mano y se lo acercó al preso.
El brillo de aquel utensilio aceleró el corazón del fugitivo. Era el cuchillo. El que había ocultado en la habitación y que después había desaparecido. Lo habían tomado ellos. Todos sus errores estaban saliendo a la luz. Ya no era ese hombre perdido que una noche apareció en su casa; ahora sabían que era un prófugo, un perseguido por la ley, un condenado a muerte. Había robado su caballo y ocultado un arma. Y había matado a un hombre. Lo había hecho delante de ellos, ahora lo recordaba perfectamente, poseído por ese lado salvaje que había jurado una y mil veces controlar.
La mujer le acercó más el cuchillo.
El preso, lentamente, alargó la mano y lo tomó. Entonces ella, con ojos vidriosos, le dijo:
—Aveti de a ucide Radu.
Un temblor sacudió al preso. No entendía sus palabras, pero estaba claro lo que la mujer le pedía. Cuchillo. Matar. Radu. Saltó de la cama apartándose del matrimonio e interponiendo el cuchillo entre ellos.
—¡Jamás!
—Am făcut ceva pentru tine —continuó la mujer—. Acum, trebuie să faci ceva pentru noi.
El hombre tradujo la frase casi al unísono:
—Nosotros hemos hecho algo por ti. Ahora, tú tienes que hacer algo por nosotros.
El pacto era claro; y en el fondo justo. Se lo había dicho la mujer de forma clara cuando le narró su historia: la única diferencia en los siete años desde la primera muerte y resurrección de Radu era su presencia. Desde el comienzo lo consideraron la llave para liberarlos de su hijo.
—Pero hoy morirá —replicó el preso—. Y durante un año permanecerá así. Podéis abandonar el pueblo. ¿Qué sentido tiene…?
Pero sabía que no huirían. Jamás se separarían voluntariamente de él. Envejecerían y morirían en aquel lugar con tal de poder verlo unos pocos días cada año. Solo una mano ajena era capaz de romper el ciclo. La mano de un criminal, de un asesino. Su mano.
—Tienes que hacerlo antes de medianoche. Cuando aún vive —le dijo el hombre—. No se puede matar lo que está muerto. Solo lo vivo puede morir.
Cada frase martilleaba su conciencia. Sentía que todas las posibles decisiones que podía tomar se iban reduciendo solo a una. Comprendió que la verdadera encrucijada no la estaba sufriendo él ante la idea de un posible asesinato, sino el matrimonio con el infinito dolor con el que le pedían que lo hiciera.
—Lo haré —dijo bajando el cuchillo—. Pero no aquí.
Una lluvia fina calaba el páramo cuando el preso salió de la casa con el niño en brazos. En medio del pálido amanecer, la humedad había creado una neblina que hizo desaparecer las figuras del hombre y la mujer cuando el preso había avanzado solo unos pocos pasos. Escuchó los tristes suspiros del padre y el llanto desconsolado de la madre.
Le indicaron el camino de regreso a la carretera. A pesar de que no veía un palmo por delante de sus narices, lo recorrió con facilidad, como si lo que hasta ahora había convertido el páramo en un lugar sin principio ni fin, y que había confundido tanto a él como a los policías, hubiera desaparecido. Al cabo de una hora, topó con el sendero que ascendía hasta la carretera.
Durante todo el trayecto no había dejado de observar al niño, que despierto también lo miraba con ojos curiosos. Él lo tapaba con la manta para que no se mojase y le sonreía, sintiéndose enfermo ante la sola idea de hacerle daño.
Según subía, la niebla se hizo menos espesa y enseguida vislumbró el asfalto. Ocultó al niño entre la vegetación. Miró hacia la carretera, pero igual que la noche en la que escapó, ningún coche pasaba por allí. Con mano temblorosa tomó el cuchillo.
—¡Vamos! —se dijo—. ¿No eres un asesino? ¿No has matado ya a tres personas? ¿No eres lo más abyecto que ha pisado la tierra? ¡Pues mátalo! Ellos te han salvado de la policía, y ahora tú tienes que salvarlos de este crío. ¡Mátalo y descuartízalo! ¡Y entierra cada parte en un lugar! ¡Vamos! ¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Se arrodilló, cogió el cuchillo con ambas manos, cerró los ojos y lo alzó hacia el cielo, y con un grito desgarrador lo bajó con todas sus fuerzas hacia el cuerpo del bebé.
El filo rozó la ropa del niño y luego retrocedió. Entre las gotas de lluvia, el cuchillo voló por los aires y se perdió entre la hierba. Luego se escuchó un gemido. Era el preso, llorando y abrazando al niño. No podía hacerlo. No quería hacerlo. El pacto consistía en que los rumanos iniciaran una nueva vida, pero para eso no necesitaba matado. Se lo llevaría lejos, decidió, muy lejos, y lo enterraría en algún lugar donde nadie pudiera descubrirlo cuando resucitara de nuevo. Se sintió entusiasmado ante la idea. Se sintió dueño de sus acciones. El primer paso para controlar el lado irracional de su mente. El comienzo de una nueva existencia libre y…
—Quieto.
Una voz, y la sensación de algo presionando su cráneo, congelaron los pensamientos del preso. Quiso girarse, pero la voz le dijo:
—Muévete un milímetro y tus sesos acaban decorando este lugar. Maldira escoria… ¿Dónde están mis compañeros?
La persona que le apuntaba era el cuarto policía, el que habían dejado a cargo del furgón. Había permanecido allí el mismo tiempo que sus compañeros, sintiéndose solo y culpable; recordando una y otra vez cómo había cerrado la puerta del vehículo cuando introdujo al preso, y devanándose los sesos intentando averiguar cómo había escapado.
—Te he hecho una pregunta. ¿Dónde están mis…? Un momento ¿qué es eso?
Avanzó el policía hasta ver por encima del hombro del fugitivo, y descubrió una gruesa manta que envolvía algo.
—Es…
—Sí —dijo el preso—. Es mi hijo.
—¿Cómo?
—Por favor, no le hagas daño. Ven y míralo.
En la cabeza del policía se amontonaron de pronto las preguntas.
—Quería verlo una última vez —dijo a continuación el preso—. Por eso escapé. Pero si vas a detenerme tendré que dejarlo en el suelo y tomará frío. Mejor acércate y tómalo tú.
El policía se colocó frente al preso, que arrodillado le ofreció su retoño. Lo agarró con una mano, mientras con la otra lo seguía apuntando con la pistola. Al pasar de uno a otro, el niño gimoteó, pero al ver la cara del agente comenzó a reír sonoramente.
El preso también rio. Unos pocos minutos más, pensó, y caería muerto como el resto de sus compañeros. Cogería sus llaves y escaparía en el furgón.
—Su madre quería abandonarlo —dijo para hacer tiempo—. Desde el momento que conoció mi condena a muerte rompió todos los lazos conmigo. No quería ser la esposa de un asesino. Repudió todo lo que antes nos había unido, incluido nuestro hijo. Quería darlo en adopción. Por eso al escapar fui directamente hacia nuestra casa. Está por allí, cerca de un pequeño pueblo, y le dije que me haría cargo de él. Ni siquiera me preguntó cómo había escapado. Pasé unos días allí y después ella me dijo que me lo llevara.
El preso siguió hablando, añadiendo más datos a su historia, a la vez que se ponía cada vez más nervioso ante la aparente salud del policía.
—¿Y tengo que creérmelo? —Le preguntó el policía mientras acariciaba la mano del bebé—. Entonces, si has permanecido siempre en el mismo lugar, ¿cómo es posible que el resto de los agentes no te hayan encontrado? Llevan tres días buscándote.
—Lo sé. Pero no los he visto. Lo juro.
El policía negó con la cabeza.
—Mira, no sé qué parte de tu historia es verdad, y cuál no. Solo sé que te he atrapado, que mis compañeros están ahí fuera, y que este niño va a tomar una pulmonía si sigue bajo esta lluvia. Así que vamos a acelerar las cosas. Pon las manos detrás de la espalda.
—¿Qué? ¡No! Espera un momento…
—No te levantes y coloca las manos detrás de la espalda —le ordenó dejando al niño a sus pies y empuñando con las dos manos la pistola.
—¡Espera un minuto!
—No hay nada que esperar. Mi única obligación es llevarte hasta la cárcel, y eso es lo que voy a hacer. El resto se comprobará a su debido tiempo.
—Tienes que creerme. Es mi hijo.
—Te creo, pero eso no te va a librar de la condena. Las manos atrás.
El preso obedeció tembloroso. ¿Por qué no se moría? Tendría que estar ya agonizando. ¿Llevaba alguna cruz encima? No, se había fijado, y no la llevaba. Rezó todo lo que supo para que antes de que le colocara las esposas cayera fulminado.
Rrrrr CLAC. Rrrrr CLAC.
Las esposas se cerraron.
El niño rio con más fuerza.
—¿Por qué no acabas con él? —murmuró desesperado—… ¿Por qué no lo matas?
El agente le obligó a levantarse e hizo que andara hacia el furgón.
—No dejes al bebé en el suelo. Recógelo, por favor.
—No hasta que estés dentro del furgón. Y no estés tan preocupado. Míralo, parece contento.
Radu seguía riendo mientras gotitas de lluvia le mojaban la cara. Al preso le temblaron de pronto las piernas.
—No quiere matarlo… —se dijo—. No va a hacerlo. Por eso se ríe.
—¿Qué murmuras?
—Dejará al policía con vida… y yo acabaré en el cárcel. —Las fuerzas volvieron a flaquearle y casi cayó al suelo—. Se ha burlado de mí, se ha burlado de todos, se ha burlado…
Con la ayuda del policía subió al furgón.
—Tienes que calmarte. Nosotros cuidaremos de él. ¿Entendido?
Se apoyó en la puerta del vehículo. Entonces, en tono confidente, le dijo:
—Solo una cosa antes de irnos: ¿cómo lograste abrirte la puerta? Porque aún no me lo explico.
El preso, paralizado, pálido, cadavérico, y recorrido por el terror más absoluto, balbuceó:
—Simplemente… se abrió.
El policía chasqueó la lengua disgustado.
—Increíble. Al final mis compañeros tenían razón en que no la cerré bien. ¡Seré estúpido!
Y cerró la puerta con un gran estruendo. Se escuchó el cierre de Los pestillos de seguridad, y todo quedó a oscuras dentro del furgón.