—Señores, acogen en su casa a un asesino —pronunció el líder de los policías, acomodándose en el salón junto a sus dos compañeros—. ¿Comprenden lo que les estoy diciendo?
El fuego de la chimenea iluminaba las caras del matrimonio y un brillo temeroso se reflejó en sus ojos.
—Estoy convencido de que sí… —dijo de nuevo el policía, escupiendo al suelo.
Los días de infructuosa búsqueda habían convertido a los agentes en tres despojos humanos. Sus uniformes estaban llenos de mugre, había barro en sus botas y roña en sus caras. Habían recorrido de arriba abajo el páramo sin encontrar ni una pista sobre el paradero del preso. En un par de ocasiones distinguieron las formas de un pueblo a Lo lejos, pero, como si una mano invisible confundiera sus rumbos, cuando llegaban allí no encontraban nada. Sobrevivieron bebiendo en charcos y comiendo carroña. Solo el orgullo les impidió desistir. Cuando ya daban todo por perdido, vieron al preso salir de detrás del caballo muerto y entrar en aquella casa. Ahora lo sacarían de allí, por las buenas o por las malas.
En el fondo deseaban que fuera por las malas.
—Sabemos que lo esconden aquí —continuó el jefe—. Pero estoy seguro de que han actuado con la mejor de las intenciones. ¿Qué tipo de personas dejarían a su suerte a un hombre desamparado que necesita ayuda? Su cara de no haber roto nunca un plato les terminó de convencer ¿me equivoco? —Observó los crucifijos colgados en las paredes—. Seguramente para ustedes fue como encontrar una oveja extraviada del rebaño de Dios. Pero lo que no saben es que bajo la piel de esa oveja se esconde un lobo, y ya saben lo peligrosos que son los lobos. Este en concreto además es muy listo: sabe utilizar armas. Un cuchillo. —Sonrió torciendo la boca—. Un lobo con un cuchillo, qué imagen, ¿verdad? Pues este lobo armado con su cuchillo mató a dos personas. Dos seres humanos que, aunque no eran de lo mejor de su especie, merecían mejor suerte que acabar con el cuello rajado. Los apuñaló repetidas veces y después los degolló. Deberían ver las fotos cuando… no, mejor no las vean. Solo sepan que ese lobo, que estoy seguro de que ahora está escuchando mis palabras, tiene que ser sacrificado. Así lo ha dictado la ley, y así la vamos a hacer cumplir. Así que, señores, no empiecen a hablarme como si no hubieran entendido una palabra de lo que les he dicho; solo levanten un dedo y señalen, por su futuro y el de su hijo, precioso, por cierto, dónde se encuentra ese lobo que hay que despellejar.
Tras el monólogo del policía solo quedó el sonido del viento chocando contra las ventanas. Los otros dos oficiales miraban al matrimonio. No sabían si habían entendido algo de lo que su jefe les había dicho.
Dentro del dormitorio el preso lo había escuchado todo. El recuerdo de su crimen renació en su interior. El brillo del cuchillo, los gritos, la sangre… Solo recordaba fragmentos, como si fuera parte de un sueño, pero con tal nitidez que sintió náuseas. Aún se preguntaba cómo había sido capaz. Eran dos miserables, dos prestamistas que se habrían deshecho de él sin pestañear, pero aún así…
Corrió hacia la ventana e intentó abrirla. Estaba atascada. Alguien la había atrancado desde el exterior.
En el salón, los rumanos alzaron su dedo índice y señalaron el dormitorio. Los rostros demacrados de los policías se iluminaron como si hubieran presenciado un milagro. Se alzaron de sus asientos y se colocaron frente a la puerta. Las manos cerca de las porras y de las pistolas. El líder alzó su bota. El matrimonio bajó la mirada. El oficial descargó un sonoro golpe y la puerta se abrió.
Al preso solo le dio tiempo a ver la sombra de una porra estrellándose contra su cara. Luego tres moles se abalanzaron sobre él. Uno le colocó las manos detrás de la espalda y lo esposó; el otro lo colocó de rodillas; y el tercero le propinó una patada en el estómago. Agarrándolo de las axilas, lo arrastraron hasta el salón. Rieron y se felicitaron mientras seguían golpeándole: «Este por los tres días que hemos tenido que dormir a la intemperie». «Este por hacernos comer entrañas de oveja». «Te vamos a dejar con la sangre justa para llegar al pelotón de fusilamiento, cabrón».
Entre el jolgorio, aparecieron los rumanos. El hombre portaba una botella y la mujer, con una llamativa sonrisa, invitaba a los policías de nuevo a sentarse. El preso estaba demasiado dolorido por dentro y por fuera como para mirarlos.
—¡Tuica! —dijo el hombre llenando los vasos con el líquido con ese nombre.
—¡Gracias! ¿Cómo se dice «salud» en su idioma? —preguntó uno de los agentes.
—¡Noroc! —respondió el rumano, alzando el vaso.
—¡NOROC! —repitieron todos y bebieron.
El ruido despertó al bebé. La mujer, con él en los brazos, apartó la manta que lo envolvía y lo mostró a los agentes.
Los policías exclamaron todo tipo de alabanzas al verlo.
—Es realmente guapo, señora —dijo el jefe—. No sabe el bien que le ha hecho colaborando con nosotros. Le prometo que hablaré con mis superiores para que tengan una recompensa por ayudarnos en la detención de este indeseable. Por cierto, me he dado cuenta de que viven solos en este pueblo. ¿Cómo han llegado a esta situación? ¿No han pensado alguna vez en viajar a la ciudad y buscar allí…?
La mujer interrumpió al policía acercándole al niño. El marido a su vez comenzó a dar palmas, animando a los demás a que lo siguieran, dando a entender que era una de las cosas que más le gustaba a su hijo. Los policías, embriagados por el éxito y el alcohol, siguieron el juego. El líder tomó al bebé, aunque al poco se lo pasó a uno de sus compañeros. Radu los miraba a todos intensamente. De pronto comenzó a reír. El ruido de las voces, las palmadas y el balanceo en las rodillas de los policías hizo que estallara en carcajadas. Alzaba los brazos pasando de uno a otro. De los policías a su padre, luego a su madre, de esta de nuevo a los policías, en un círculo sin fin.
El preso miraba la escena sobrecogido. Vio al padre levantarse e ir hacia la chimenea. Allí descolgó una de las cruces y la depositó en el suelo. Luego descolgó otra, y otra. Los oficiales siguieron jugando con el niño, cuya sombra, agrandada por la luz del fuego, bailaba una danza sobre las paredes cada vez más desnudas.
La mujer sirvió más tuica. Los agentes estaban tan achispados que se rieron hasta del extraño comportamiento del hombre, que seguía retirando cruces, santos y biblias.
—¡Está borracho! —gritó uno de ellos—. ¡Ya no cree en Dios! ¡Solo cree en el alcohol!
A medida que las cruces caían, el preso deseó tener las manos libres para poder aferrarse con fuerza a las que llevaba colgadas al cuello. Cada grito de alegría del niño presagiaba algo inminente y horrible.
Uno de los agentes empezó a sentirse mal. Se levantó, y sin poder evitarlo, vomitó en una esquina.
—Algo me ha sentado mal… —dijo creyendo que había sido a causa de la bebida, pero cuando vio que el vómito era de color rojo, soltó un alarido.
—¿Qué ocurre? —dijo el jefe haciendo ademán de levantarse; pero se detuvo al ver que la cara de su otro compañero, que sostenía ahora al bebé, se había vuelto blanca. El compañero aflojó las manos y el bebé estuvo a punto de caer, pero el jefe lo agarró antes de que se golpeara contra el suelo. Volvió a mirar al agente y vio que no respiraba. Tenía la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y los glóbulos oculares totalmente negros; como si hubieran reventado dentro de sus órbitas.
Al girarse hacia el que vomitaba, lo encontró tirado en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Nos habéis envenenado! —Gritó horrorizado.
El hombre tomó de la mano a su mujer y la alejó del policía. Este miró confundido alrededor, y luego se fijó en el bebé que aún llevaba en brazos. Unos ojos color avellana lo miraban, mientras unas manitas jugaban a agarrarle la nariz.
—No puede ser…
Sintió una presión en el pecho. Su respiración se detuvo. Una parte de su ser le gritó que se apartara de aquel niño. Que lo lanzara lejos. Otra le susurró que solo era un niño inofensivo. Pero ver los cadáveres de sus compañeros hizo que una de sus manos se separara del bebé y se acercara a su pistola.
El preso, arrodillado y esposado detrás de él, vio su oportunidad. Se levantó con esfuerzo, y dobló su espalda hasta que su cabeza quedó en dirección a la espalda del policía, corrió hacia él y lo embistió con todas sus fuerzas.
El policía perdió el equilibrio. La pistola cayó a un lado, el niño a otro. La madre cogió al asustado bebé que empezó a llorar. El agente, tumbado en el suelo, sentía que sus fuerzas se evaporaban. Como si la energía de todas sus células escapara de su cuerpo y fueran Llevadas a otro lugar…
El preso se colocó frente a él. Un odio irrefrenable le invadía por completo. El mismo que sintió cuando atacó a los dos prestamistas. Un impulso de crueldad, una sed de sangre. Levantó un pie, dolorido aún por la carrera hasta la casa, y lo estampó contra la cara del policía. Luego lo hizo otra vez. Siguió haciéndolo mientras el niño lloraba a sus espaldas. Atrapado dentro de aquel sueño que le cegaba la razón.
Al cabo de unos minutos, todo quedó en silencio. La negrura del exterior invadió también el interior de la casa. Los crucifijos yacían tirados por el suelo junto a los dos hombres sacrificados por el niño. El tercero era un ser casi sin cabeza. El bebé se calmó mamando leche de su madre. Su ser estaba repleto de almas, pero aún así seguía bebiendo.
Las brumas del sueño se disiparon y el preso comenzó a vislumbrar de nuevo la realidad. Sintió un terrible mareo y cayó al suelo. Antes de perder el conocimiento, pensó que el día siguiente era el último de vida del niño. Luego lo llevarían de nuevo a su tumba y todo quedaría en calma. Del crimen que había cometido contra el policía no recordaba nada.