Primero consumió las esencias más simples, las de las plantas, luego la de los animales. Siempre había sido así, pero los padres hasta entonces se lo habían ocultado al preso. De ahí las cruces y los santos, la insistencia en que estuviera protegido. El bebé vivía gracias a la vida de los demás. La succionaba igual que la leche de su madre; imagen que ahora se tornaba mera apariencia: el niño no necesitaba comer, solo necesitaba vida, que engullía con apetito insaciable. Después del cerdo y las gallinas, murió la cabra. Al final del segundo día solo quedaba con vida el caballo. Petrificado en una de las esquinas del establo, no movía ni una pezuña.
Fuera todo estaba marchito y gris. La vegetación que rodeaba la casa se había secado, convirtiendo cada tallo en una carcasa vacía, y el musgo que cubría la fachada en sombras color ceniza dibujadas sobre la pared.
Pisando la hierba seca, el preso recorrió los alrededores con la cabeza abarrotada de pensamientos. Quería borrar las imágenes de los animales muertos mezcladas con la cara sonriente del bebé. Pero lo que encontró fue más seres cuya vida había sido arrancada: lagartijas, ratones, conejos, un zorro…
Un halcón volaba alto cuando el preso vio cómo caía bajo el yugo del niño. De trazar círculos en el aire, pasó a volar de forma errática; de pronto sus alas dejaron de moverse, y su cuerpo, como si estuviera relleno de plomo, cayó en picado a tierra. El preso corrió y lo tomó, solo para comprobar que no se movía.
Por vez primera, tomó las cruces que llevaba al cuello y murmuró algo parecido a una oración. Pensó en el caballo. Su única vía de escape.
Al anochecer, cuando regresó a la casa, los ojos de Radu se clavaron en él nada más entrar por la puerta. Le dio la bienvenida con un gritito de alegría. El preso fingió no haberlo visto, pero algo más fuerte que su voluntad hizo que acabara acariciándolo mientras el niño movía brazos y piernas de pura felicidad. ¿Por qué no lo odiaba? ¿Por qué acariciaba a aquella abominación, a un ser que nunca tendría que haber salido de la tumba, a una presencia que traía la muerte igual que una plaga? Con gran esfuerzo, se apartó del niño, que de inmediato se puso a llorar.
En la cocina, el hombre y la mujer contaban las provisiones de las que disponían: la comida había comenzado a pudrirse. La leche, las verduras, la carne. Su retoño engullía la energía de todo. Pasarían toda la noche y el último día de vida de Radu sin poder llevarse nada a la boca. Los dos le indicaron al preso que se hiciera cargo del bebé mientras intentaban salvar todo lo posible. No tuvo más remedio que tomarlo en brazos y salir al exterior.
El llanto se detuvo.
La noche era fría y el preso encontró el páramo más silencioso que de costumbre. Su cuerpo se estremeció al pensar que tal vez no había ningún animal con vida en varios kilómetros a la redonda. Nadie excepto el caballo, que sobrevivía de forma milagrosa.
Sintió lástima de los padres, atrapados en un eterno bucle de vida y muerte del que jamás podrían salir. Él no quería acabar así, pero ¿cómo escapar? Si se separaba del niño, este comenzaría a berrear. Intentó dormirlo. Le susurró nanas, y lo balanceó hasta que poco a poco fue cerrando los ojos. Tardó quince eternos minutos, pero lo consiguió. Con gran tristeza, una tristeza que no sabía si era real o parte del poder de sugestión del niño, dejó al bebé junto a la puerta y se digirió al establo donde se subió al caballo. El corcel movió una pata, otra, pero muy despacio. Estaba débil y aterrado. El preso le propinó varios golpes, pero salvo un relincho no se movió.
—¡Chisst! —le dijo al oído y acariciando su cuello—. Por tu bien y por el mío más vale que no lo despiertes.
Con paciencia infinita logró calmarlo; lo colocó de cara a la salida del establo, y con un firme golpe en los flancos, le indicó que saliera a todo correr.
El caballo obedeció. Se deslizó como una bala por la puerta y salió hacia el páramo.
A los pocos minutos la casa solo era una sombra a sus espaldas.
Ya está. Así de fácil.
Según se iba alejando, su cerebro ya trabajaba para que dentro de unos días, cuando se preguntara sobre lo que había visto, recordara todo como algo lejano y sin sentido. ¿Un pueblo abandonado? ¿Un niño que renacía? ¿Animales que morían? ¡Tonterías!
Detuvo el caballo y miró alrededor. No sabía qué camino tomar para volver a la civilización.
Rodeado por la oscuridad, buscó una luz, el comienzo de alguna carretera, pero aquel mundo inerte se extendía en todas direcciones. Galopó en línea recta durante varios minutos, topando siempre con las mismas piedras y los mismos matojos, en una carrera donde no parecía avanzar, ni retroceder.
El caballo comenzó a tambalearse y tuvo que desmontar.
Intentó sosegarlo, pero sin efecto alguno. Al animal se le escapaba la vida por momentos. El caballo hincó las rodillas en tierra y ya no se levantó.
Tiró el preso de las riendas, pero con un pavoroso bufido, la cabeza se desplomó sobre el suelo.
A lo lejos aparecieron tres luces.
Estaban situadas a unos cincuenta metros del caballo y recorrían de izquierda a derecha el páramo. Las tres se convirtieron en una al descubrir el cuerpo del animal.
Un gemido de horror se alzó hasta la garganta del preso. Se tapó la boca con las manos y se lanzó contra el costado del caballo.
«Son ellos. Son ellos. Son ellos».
Los policías.
Escuchó sus voces y sus pasos aproximándose.
No podía hacer otra cosa salvo huir.
Contó hasta tres y se levantó. Su cuerpo quedó iluminado por las linternas y echó a correr.
Unas voces le gritaron que se detuviera.
Pero no lo hizo. Esquivando vegetación y piedras, volvió sobre sus pasos en dirección al pueblo. Sintió cómo sus zapatos se deshacían a cada paso y su piel se desgarraba.
La casa en el horizonte. Las botas de los oficiales pisándole los talones.
Llegó hasta la puerta y entró.
Se encontró de nuevo en el salón. EL niño ya no estaba en la puerta, donde lo había dejado, sino en brazos de su madre.
Bañado en sudor, miró a los padres, que a su vez también lo miraron con una mezcla de sentimientos que no fue capaz de descifrar. No sabía qué hacer, qué decir. Había ocurrido todo tan deprisa.
Les explicó que había visto a unos hombres con aspecto sospechoso merodear por los alrededores y que ahora se dirigían hacia la casa. Mientras hablaba, buscaba un lugar donde esconderse. ¿En el establo? ¿En el pueblo?
Su habitación. Allí había algo que le sería útil.
—No abráis la puerta —dijo casi en una súplica.
Los rostros de los rumanos no reflejaron respuesta alguna.
Angustiado, fue hasta la habitación y metió la mano bajo el colchón, en busca del cuchillo que allí guardaba. No estaba.
El sudor que recorría su cuerpo se tornó hielo.
Tres golpes resonaron contra la puerta.
Dando un crujido, la puerta se abrió.
Era el sonido de su perdición.