6
EL NIÑO

Regresaron los tres a La casa. El hombre entró primero y se dirigió a la chimenea para encenderla; la mujer llegó después, con el niño acurrucado en su hombro. El preso fue el último en entrar, pálido y con la mirada perdida.

La mujer despejó una mesa y colocó en ella al bebé, que seguía llorando. Con cuidado, le desprendió de la mortaja que llevaba puesta. De un armario sacó pañales, juguetes y algo de ropa. Estaba vieja y gastada. Los pañales parecían llevar también bastante tiempo guardados. Le besó las manos y los pies. La temperatura ascendió gracias al fuego y poco a poco el niño se calmó.

El hombre colocó cruces alrededor del pequeño Radu, procurando que ninguna lo tocara.

El preso veía todo como si se tratara de una obra de teatro que se representaba ante sus ojos. Eran solo dos padres cuidando de su hijo, pero con la particularidad de que ese hijo hace unos minutos estaba muerto y enterrado. Confundido, retrocedió unos pasos hasta sentarse en una silla. Allí sintió cómo el agradable olor que desprendía la criatura envolvía toda la casa.

El hombre y la mujer, tras vestir al niño, guardaron la mortaja y rezaron de nuevo. Todo parecía formar parte de un ritual repetido muchas veces. Luego, con las pupilas dilatadas por la oscuridad, miraron al preso.

—¿Quieres tomar? —chapurreó la mujer mientras cogía al niño.

«¡No!», gritó con fuerza el alma del preso. Pero de su boca no salió más que un torpe balbuceo. La mujer se acercó con el niño. Se lo iba a dar cuando el marido recordó algo. Se llevó la mano al cuello y desabrochó un par de cruces de las que llevaba puestas.

Cuando quiso colgárselas, el preso le agarró con fuerza la mano y le gritó:

—¡No quiero esas cruces! ¡No voy a cogerlo! ¡Jamás voy a tocar a ese… ser!

Haciendo caso omiso, el hombre no cedió hasta colocarle las cruces. Luego la mujer hizo lo mismo y le puso el bebé en los brazos.

La impotencia invadió al preso que, al tocar la piel del niño, sintió la misma sensación que si estuviera sentado en la silla eléctrica. Se resistía a mirarlo. No quería ver su cara. Ni tocar su piel. No quería comprobar que todo aquel mal sueño era una realidad.

Pero la curiosidad acabó por vencerlo.

Lo miró.

Era lo más bello que había visto en mucho tiempo.

No tenía más de cuatro meses. Carita redonda y sonrosada, nariz puntiaguda, pelo castaño y boca de piñón.

Se fijó en que si del padre había heredado el sexo y la forma de la cara, todo lo demás era de la madre. El pelo, la nariz, los ojos. Sobre todo los ojos. De ese color avellana con los que le atravesaba y con los que el bebé también le miraba fijamente.

Con una mano rozó su piel. Estaba caliente. Después, con disimulo, le tomó el pulso. Su corazón latía. Sonrió estupefacto. El niño le respondió con otra sonrisa. Entonces el preso abrió la boca y le sacó la lengua; el niño le imitó, babeando sonriente.

—Esto es un acto de Dios —dijo emocionado mirando a los padres—. Una bendición del cielo. Un milagro…

Pero el hombre y la mujer no respondieron.

A la mañana siguiente, apareció muerto el cerdo.

El preso jugaba al aire libre con el niño cuando la mujer entró en el establo seguido del hombre, que portaba una carretilla. El niño jugaba a coger las cruces que llevaba puestas, riendo a carcajadas cada vez que lo conseguía. El vínculo entre ellos se había hecho más fuerte. Por petición de los padres, había dormido en la cuna que se encontraba en su habitación. Maravillado, lo escuchó dormir toda la noche, sintiendo cada movimiento y cada respiración de aquel niño renacido.

Diez minutos después salió del establo el marido empujando la carretilla; dentro iba el cerdo. Sin pronunciar palabra, se dirigió hacia el páramo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a la esposa.

La mujer no respondió. Se acercó al niño y lo tomó en brazos. Se sentó en una de las sillas que habían sacado al exterior y se desabrochó uno de los tirantes del vestido. El preso fue testigo de otro milagro: el bebé comenzó a mamar del pecho de la mujer. Era como si el curso de la naturaleza se hubiese interrumpido y ahora volviese a su cauce.

La madre acercó algo al preso.

Una cruz y una estampa.

—No las necesito.

La mujer insistió hasta que las aceptó. Se colocó resignado la cruz y observó la desgastada estampa: San Francisco de Padua tomando en brazos al niño Jesús.

La mujer meció al niño hasta que quedó dormido. Entonces le habló al preso: lo hizo en rumano, ayudándose con gestos y dibujando en el aire figuras y fechas. Todo en un susurro, si no quisiera que el bebé lo escuchara. El preso comprendió lo que le estaba contando. Era su historia.

Hacía casi ocho años que ella y su marido habían llegado a aquel pueblo, aunque en aquel momento estaba repleto de vida. Habían emigrado de su país en busca de trabajo, y lo encontraron allí, gracias a que buscaban parejas jóvenes que ayudaran a aumentar la población. Solo tres meses después la mujer quedó embarazada, y a comienzos del año siguiente nació Radu. El pueblo entero celebró una fiesta en su honor. Les hicieron regalos y el niño se convirtió en la alegría de sus habitantes. Lo terrible es que esa alegría solo duró cuatro meses.

Radu murió una mañana de finales de febrero. El médico del pueblo habló de muerte súbita, pero el hombre y la mujer no le creyeron. El niño simplemente había dejado de existir, como si su alma se hubiera escapado de su cuerpo con un suspiro y no hubiera encontrado el camino de vuelta.

Todo el pueblo acompañó a los padres el día del entierro.

Luego la normalidad retornó para todos salvo para los padres, cuyo dolor jamás remitió. La madre soñaba cada noche que el niño volvía a la vida y obsesionada con esa idea permanecía horas y horas junto a su marido en el cementerio esperando algo imposible.

Hasta que una noche ocurrió. Un año exacto después de su muerte, mientras rezaban junto a la tumba, escucharon un llanto emergiendo de la tierra. Asustados, excavaron con sus propias manos en el suelo hasta llegar al ataúd. Lo abrieron y allí estaba… vivo… como si el tiempo no hubiera transcurrido. Llorando de miedo y de alegría, tomaron al niño y corrieron al pueblo para dar la buena noticia. ¡EL alma de su hijo había regresado! ¡Había encontrado el camino de vuelta! Pensaron que todos se alegrarían, que celebrarían una nueva fiesta. Pero entre la gente lo que se extendió fue el horror más absoluto.

La ruptura de las leyes de la vida y la muerte los sumió en la confusión y el espanto. Temerosos, veían al niño como un trozo de carne que respiraba. No decían «Dios lo ha resucitado», sino «el Diablo lo ha traído de vuelta». Sintieron tanto miedo que no los expulsaron del pueblo, sino que fueron ellos los que huyeron. En menos de veinticuatro horas abandonaron el lugar como si en su interior se hubiera desatado la peste. Sin saber que lo más extraño ocurrió al tercer día.

El veintitrés de febrero, solo tres días después de su resurrección, el niño volvió a morir. Lo hizo igual que la primera simplemente dejó de ser. Solos y sin ayuda, lo trasladaron de nuevo a su tumba. Había dolor en sus rostros, aunque en el fondo sus almas estaban serenas. Era como si de pronto hubieran comprendido el mecanismo que hacía que su hijo volviera a la vida. Decidieron permanecer en el pueblo. Se apropiaron de los animales que la gente había dejado en su partida y plantaron un huerto. Trabajaron y esperaron. Hasta el siguiente veinte de febrero.

Ocurrió lo que esperaban. Incorrupto, congelado en el tiempo, siempre con la misma apariencia y edad, el niño los llamó desde dentro de la tumba, mientras ellos eran invadidos por una alegría histérica. Durante todo el año se hacían preguntas, intentaban comprender, pero todas las dudas se disolvían cuando tocaban al bebé y notaban su palpitante corazón. Tres días de vida por cada año de muerte. Esa era la única regla.

En esos tres días la felicidad y la amargura se confundían en un mismo sentimiento. Ver la vida limitada pero a la vez eterna de su hijo les calmaba y a la vez les hería en lo más profundo. ¿Siempre sería así? ¿Su hijo resucitaría una y otra vez durante los siguientes años? Comprendió entonces el preso el avejentado aspecto de los padres. Tanto era el amor que tenían a su hijo que nunca podrían abandonarlo. Durante los días que viviese estarían a su lado, sacrificando sus vidas en favor del pequeño Radu.

Así habían transcurrido los últimos siete años. Siempre de la misma forma. Hasta ahora.

—¿Qué ha cambiado esta vez? —preguntó el preso cuando terminó de hablarla mujer.

Ella sonrió.

Tu.

Regresó el marido. La carretilla estaba vacía. De nuevo fue hacia el establo y soltó una exclamación. El preso fue hasta él. La mujer permaneció sentada. Al entrar en el establo, vio al hombre santiguarse ante tres puñados de plumas tirados en el suelo. Se acercó. Eran las tres gallinas. Estaban muertas.

El preso tragó saliva. El hombre tomó otra vez la carretilla.

Fuera el niño se había despertado… y reía.