5
LA TUMBA

La mañana siguiente, nada más despertar, después de haber dormido de un tirón y con la mente fresca y despejada, el preso se dirigió al salón pero no encontró a nadie. La casa, iluminada por el sol, parecía distinta: relucían las paredes de piedra, y hasta los crucifijos, santos y biblias que lo rodeaban todo tenían un aspecto menos amenazador.

Al salir al exterior, la diferencia entre el páramo de la noche anterior y el que veía ahora era espectacular. Frente a él, un valle ondulado con infinitos tonos de verde se perdía en el horizonte. Nubes esponjosas recorrían olvido y proyectaban sus sombras en la tierra. A sus espaldas el pueblo abandonado; con su docena de casas derruidas o a punto de serlo, en un silencio perpetuo solo interrumpido por bandadas de pájaros que se posaban sobre los deteriorados tejados y piaban.

Encontró al matrimonio en el establo. El hombre cepillaba al caballo mientras la mujer ordeñaba una cabra. Había también un par de gallinas y un enorme cerdo, cuyas presencias el preso no había descubierto hasta ahora.

—¡Bunā dimineata! —saludó amistoso el hombre.

El preso le respondió con una inclinación de cabeza, sorprendido al ver cómo también la mujer paraba de ordeñar y le dirigía una amable sonrisa.

Estaban viejos, muy viejos, y solos, pero por algún motivo esa mañana se encontraban alegres. Tal vez lo que hablaron a escondidas la noche anterior tenía algo que ver; tal vez fingían, pero sus ojos miraban de forma distinta, estaban llenos de un sentimiento más puro. Tenían esperanza.

El preso desayunó en el establo tomando un vaso de leche directamente de la cabra. Luego se acercó al marido, que seguía acicalando al caballo, y le dijo:

—Quiero aprender a montar.

Scuzat’i-ma —dijo el marido—. Nu înt’eleg.

—Aprender. Montar. Caballo —le dijo el preso; e imitó a un jinete galopando.

—¿Tu?

—Yo.

El hombre, algo apurado, miró de reojo a su mujer. Ella hizo un pequeño gesto con la cabeza y se metió en la casa. Otra vez aquel gesto. Entonces metieron agua y comida en un macuto, subieron en el animal y se alejaron.

El preso, agarrado a la espalda del hombre que conducía el caballo, ascendió una empinada colina mientras el viento chocaba contra su cara. «Debo escapar esta noche», se dijo. Para él, aquel paraje era una trampa. Salvo algunos montículos aislados, todo era tan plano como un mar en calma. Estaba demasiado expuesto. Al llegar a la cima, se ocultó tras la figura del hombre por si distinguía las siluetas de los policías al otro lado. Pero no vio a nadie.

El hombre bajó del caballo y le pasó los estribos. Mediante gestos, le enseñó cómo tomar las riendas, qué hacer para que echara a andar, cómo guiarlo a izquierda y derecha. El preso aprendió rápido, y al poco descendió sin esfuerzo la otra cara de la colina.

Cabalgaron durante todo el día. Mientras el animal pastaba, comieron y bebieron bajo un solitario árbol deformado por el viento. Después continuaron por turnos, corriendo mientras el sol giraba poco a poco hacia el oeste.

Al atardecer, cuando las primeras estrellas asomaron en el cielo, los dos, exhaustos, se sentaron de nuevo en la colina donde habían comenzado la jornada. Entonces, el preso le preguntó al rumano:

—¿Qué queréis de mí?

¿Uh? Nu… Nu înt’eleg

—No me tomes por tonto. Si llevas en este país tanto tiempo como parece, estoy seguro de que me entiendes. Así que respóndeme: ¿qué queréis de mí? Aparezco una noche en vuestra casa y no sospecháis nada, no preguntáis nada, sino todo lo contrario: me ofrecéis cama y comida, y hasta me enseñáis a montar a caballo. Pero al mismo tiempo no paráis de cuchichear y de clavarme Los ojos en la nuca. Es… es como si supierais que iba a aparecer. Como si me estuvierais esperando. Pero ¿para qué?

El hombre se llevó la cantimplora a la boca y dio un largo trago. Gotas de agua quedaron suspendidas en su barba.

—¿Vas a contestarme o qué?

Permaneció en silencio largo rato, hasta que, finalmente, en un susurro, dijo:

Radu.

El caballo relinchó.

—¿Radu? ¿Qué significa?

El hombre abrió su abrigo. En el cuello llevaba colgadas siete cruces. De un bolsillo interior sacó una cartera, y abriéndola se la mostró al preso.

Radu… Radu

En la cartera había una fotografía. En ella aparecían el hombre y la mujer junto a un niño. Un bebé. Lo tenían apoyado en sus rodillas y los dos sonreían observándolo. Estaban mucho más jóvenes, como si la fotografía se hubiese tomado hace décadas.

—¿Radu era el nombre tu hijo? —dijo el preso.

El hombre asintió. Tenía las pupilas humedecidas.

Los silencios. Las cruces. La cuna. ¿Todo era por aquel niño?

—¿Cuándo se tomó esta foto?

Şapte ani —dijo el hombre, siete años, y le dio la vuelta a La fotografía. En el dorso había escrita una fecha: Veinte de febrero.

—¿Murió ese día?

El hombre no respondió.

—¿Mañana, es decir, a partir de esta noche, es el aniversario de su muerte?

El hombre siguió sin hablar.

—¿Me comprendes? Esta medianoche será veinte de febrero. ¿Fue cuando él murió? Cuando la muerte…

—¿Muerte? —exclamó de pronto el hombre, hablando por primera vez en el idioma del preso—. ¿Qué es muerte?

Y llevándose las manos a la cara comenzó a llorar desconsolado.

El preso no sabía qué hacer. Le dio unas palmadas en la espalda, pero sin comprender lo que le había querido decir; quedando más aturdido aún cuando el llanto desapareció y el hombre comenzó a reír. Una risa estridente que se escuchó por todo el páramo y que le heló la sangre. Luego lo vio levantarse y dirigirse al caballo. Se subió en él y llamó al preso para que hiciera lo mismo. Este, más confundido que nunca, pensó en salir corriendo, pero ante la mirada extraviada del rumano le siguió la corriente.

Regresaron a la casa con la luna ya alta en el horizonte. Allí la mujer les esperaba con la cena preparada: otra vez salchichas. El preso, asqueado, inventó una excusa y fue directo a su habitación. Pasó las siguientes horas envuelto en una rara excitación. «¿Qué es muerte?», le había dicho el rumano, y la frase no paraba de darle vueltas en la cabeza. ¿Había querido asustarlo? Miró bajo el colchón, y ver el cuchillo en el mismo lugar donde lo había dejado lo tranquilizó. Colocó la oreja sobre la puerta e intentó escuchar, pero esta vez no oyó nada.

No fue hasta medianoche cuando sintió que la puerta de entrada se abría y volvía a cerrarse. EL hombre y la mujer salían. Miró por la ventana y los vio caminar en dirección al pueblo. Miró la cuna. Pensó en el niño. Veinte de febrero.

Decidió seguirlos.

Todo transcurrió como si estuviera dentro de una pesadilla. Las siluetas del hombre y la mujer entre las cañas del pueblo en ruinas; el preso detrás de ellos, ocultándose en las esquinas para no ser visto; la luna en el cielo observándolos a todos, indiferente.

O, preafericite, sfinte si facatorule de minuni Parinte Stelian, primind aceasta putina rugaciune ce se inalta intru lauda ta, mijloceste la Bunul Dumnezeu pentru naoi cei ce te cinstim pe tine,…

El matrimonio rezaba. A medida que cruzaban el pueblo lo hacían con más fuerza.

Al llegar a la entrada, giraron a la derecha y tomaron un sendero. En campo abierto, avanzaron hacia una mancha blancuzca que destacaba a quinientos metros de distancia. Una iglesia. Alrededor de ella pequeñas losas sobresalían del suelo. El preso comprendió enseguida que se trataba de un cementerio. Observó que el marido llevaba una pala cargada al hombro.

… iertare de pacate sa ne daruiasca, sanatate noua si copiilor nostri, pace lumii si liniste caselor noastre,…

Se detuvieron al lado de una de las lápidas, con la pala, el hombre apartó la maleza muerta que la cubría.

… ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: ¡Aliluia!

Dijeron una vez.

Ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: ¡Aliluia!

Repitieron arrodillándose.

Ale celor ce slavim pe Dumnezeu si cantam: ¡Aliluia!

Gritaron una tercera vez y quedaron en silencio.

«Pobres locos», pensó el preso, intentando racionalizar lo que veía. Eran dos padres trastornados por la muerte de un hijo. Dos dementes que solo habían encontrado el consuelo en los rezos y en las cruces.

Vio cómo ambos apoyaban las mejillas en la tierra. La mujer, en un susurro, pronunció el nombre del hijo: «Radu… Radu…» mientras permanecía con la oreja pegada. «Radu…», siguió diciendo, hasta que su voz quedó cortada de golpe. Empezó a gritarle algo al marido. Los dos se levantaron y el hombre alzó la pala y la clavó en la tierra.

El preso no creía lo que estaba viendo. El hombre había comenzado a excavar. En un estado de delirio y animado por los gritos de la mujer abrió un agujero. Unos minutos después un sonido le indicó que había llegado al féretro. Se arrodillaron de nuevo y comenzaron a limpiarlo con sus manos.

—¡Enfermos! —dijo el preso en voz alta—. ¿Pero qué estáis haciendo?

Corrió hacia el marido y agarrándolo por el hombro lo lanzó hacia atrás, tirándolo al suelo. Iba a hacer lo mismo con la mujer, cuando ella clavó sus ojos en él y le hizo parar en seco. ¿Qué era aquello? La mujer sonreía, pero no como lo haría una lunática, sino como alguien cuerdo, sereno, feliz. El hombre, riendo también, se levantó, y tomando de nuevo la pala la clavó en un costado del ataúd.

El preso se sintió enfermo. No quería ver aquella escena. En un acto instintivo, se llevó el brazo a la nariz para no respirar el olor que saldría al abrir el féretro. La mujer saltaba de alegría a su lado mientras el marido hacía fuerza con la pala. Saltaron los clavos del ataúd. Imaginó unos huesos apareciendo y un hedor impregnando todo el cementerio.

La tapa se abrió. Estaba a punto de desmayarse. Presionó con más fuerza el brazo contra la nariz, pero el olor no fue lo que le hizo sentir el mayor de los terrores. Fue un llanto. Un llanto de bebé que salía del interior del féretro. Conmocionado, sus brazos cayeron a ambos lados del cuerpo y respiró.

El aire no olía a tierra podrida, ni a descomposición, ni a muerte.

Olía a rosas.