Recorrió las calles del pueblo, pero no encontró al caballo. No escuchaba el traqueteo de sus herraduras, ni su inquieto relinchar. Giró en cada esquina, pero solo encontró soledad y silencio. Intrigado, entró en una de las casas, que en realidad era un comercio. Una panadería.
Eso fue lo que dedujo al ver el pequeño mostrador, Las balanzas y los carteles indicando ofertas: tres barras al precio de una; tartas por encargo; precio especial en el pastel de carne. De aquellos manjares no quedaba ni rastro. Penetró en el interior y vio el horno donde se cocía el pan y utensilios como rodillos, jarras medidoras, batidoras y amasadoras. Pero ninguna persona. Abrió varios cajones y en uno de ellos encontró un cuchillo. El mango estaba algo suelto, pero la hoja de acero, larga y estriada, parecía en buen estado. Un oscuro sentimiento cruzó su mente. Un recuerdo que no logró concretar.
Allí, con la ayuda del filo giratorio de las hojas de una batidora, logró abrir las esposas.
Con el cuchillo colgado del cinturón, recorrió la panadería sin comprender qué había sucedido para que los dueños del establecimiento, y el resto de habitantes del pueblo, hubieran desaparecido. No quedaba ni una miga de pan que llevarse a la boca, pero todo lo demás seguía en su lugar.
Pensar en pan recién hecho hizo que el preso dejara a un lado el misterio del pueblo y sus habitantes y se centrara en necesidades más primarias. Rebuscó por toda la tienda en busca de algo que comer, pero solo encontró una solitaria magdalena. Se abalanzó sobre ella y le hincó el diente. Un terrible dolor recorrió su boca al tiempo que su colmillo derecho salía volando por los aire, la magdalena estaba tan dura como la roca contra la que había chocado al lanzarse al vacío.
Abatido, el preso se sentó en el suelo, sin saber si reír o llorar.
Un ruido en el exterior le despertó de sus lamentaciones e hizo que se dirigiera hacia la entrada de la panadería. Con los dedos rozando el mango del cuchillo, asomó la cabeza por la puerta y miró hacia la calle. El viento silbaba junto a otro sonido más pausado que se perdía calle abajo, casi al final del pueblo.
«Por Dios que sea el caballo», pensó saliendo de la tienda. En menos de cinco minutos atravesó el pueblo hasta llegar a una destartalada casa de piedra en las afueras, recubierta por el musgo, parecía más una pequeña colina que un hogar. Tampoco se veía en ella luz alguna, ni ningún atisbo de vida.
Junto a la casa se intuían las formas de un establo. La puerta de entraba estaba rota. El preso se acercó y tragó saliva.
—Eh, eh… —susurró a la oscuridad—. Caballo…
Un movimiento extraño dentro del establo. Unos segundos de silencio. Después un relincho.
El preso se sobresaltó, para después alegrarse por haberlo encontrado. Sintió que el caballo lo había reconocido, y después de unos instantes de inquietud su respiración se había normalizado.
Giró el preso entonces la vista hacia la casa y pensó que era muy probable que los dueños del caballo hubieran huido dejando allí al animal. Algo extraño, dedujo, porque en aquel lugar lejos de cualquier carretera un caballo era sin duda el mejor medio para desplazarse.
Miró por las ventanas y al no ver nada fue hasta la puerta principal y la empujó.
La puerta crujió y entró. El silencio era sepulcral. Solo la Luz de la luna iluminaba la estancia. Era una casa de una sola planta, amplia, con dos dormitorios y un salón principal que servía como cocina y comedor. No se distinguían muebles ni cuadros, pero el preso notó que estaban allí, petrificados en el tiempo como el resto de aquel pueblo. Al fondo de la casa había una chimenea.
Se acercó porque había visto moverse algo dentro de ella. Al llegar donde reposaban las cenizas el estómago le dio un vuelco: había una luz. Unas brasas que brillaban intermitentes entre los leños calcinado, imposible. Entonces, a ambos lados de su cuerpo, sintió la presencia de dos personas. Las brasas resplandecieron, y el brillo de dos pares de pupilas, unas situadas a su derecha y otras a su izquierda, se distinguieron en la oscuridad. Un escalofrío recorrió su espinazo. Me han atrapado, pensó. Son los policías. Me llevan de vuelta al furgón. Luego el fusilamiento. La muerte.
Pero lo que escuchó le demostró lo equivocado que estaba.
—Noapte bunä. —Dijeron dos voces a la vez.
Y el miedo que hasta ahora había sentido se multiplicó por mil.