PRÓLOGO

Escribí estas narraciones entre 1953 y 1956, en lugares tan diversos como Nueva York, Miami, Colombo, Londres y Sidney. En algunos casos la influencia geográfica es evidente, pero lo curioso es que, cuando escribí «Un asunto de gravedad», aún no había estado en Australia. En la década transcurrida desde que aparecieron estos relatos, la ciencia me ha dado la razón al menos en dos ocasiones. El doctor José Delgado ha demostrado de forma dramática la técnica descrita en «Caza Mayor», controlando a un toro en plena embestida (contra el propio Delgado) en una plaza, como anticipo de la era del toreo electrónico. Para un mayor conocimiento de la técnica, aplicada a pulpos gigantes y ballenas asesinas, consulten mis novelas The Deep range (La fluctuación profunda) y Dolphin Island (La isla de los delfines). La idea inspiradora de «Patente en trámite» es sobradamente conocida; Hermann Kahn ha denominado a tales aparatos «máquinas de soñar», y si llegaran a inventarse, marcarían el fin del camino, en más de un sentido, para la raza humana. Las he descrito en mayor detalle en la novela corta The lion of Comarre (El león de Comarre).

«Carrera de armamentos» es el resultado de una visita a George Pal cuando se encontraba en Hollywood trabajando en los efectos especiales para La guerra de los mundos. Cuando lo escribí, el Rayo de la Muerte parecía muy improbable. Hoy ya no podemos estar tan seguros. Me han dicho —pero no puedo garantizar que sea cierto—, que se ha producido una situación similar a la descrita en «El pacifista»; existe una computadora en algún lugar de Estados Unidos que de vez en cuando interrumpe sus meditaciones para mecanografiar: LA COMPUTADORA LOCA ATACA DE NUEVO…

Algunos lectores me han preguntado si «El Ciervo Blanco» existía en la realidad. Así es. El escenario (y algunos personajes secundarios) están basados en «El Caballo Blanco», en Fletter Lane, al norte de la calle Fleet de Londres. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, se daba cita allí la comunidad de ciencia-ficción londinense. Más tarde, el dueño. Lew Mordecai, se trasladó a «El Globo», en Hatton Garden —en el corazón del barrio de los diamantes—, y todos nos fuimos con él. Muchos escritores y editores jóvenes, así como visitantes del mundo entero, aún se reúnen allí todos los primeros martes de mes. Pero ahora no conozco ni a uno entre diez, y encuentro sus discusiones sobre William Burroughs y la Nueva Ola totalmente incomprensibles. A veces tengo que recordarles que no conocí a Jules Verne, y ni tan siquiera, desgraciadamente, a H. G. Wells. Arthur C. Clarke.

Nueva York, mayo de 1969