No hay ningún tema que no se haya discutido, tarde o temprano, en «El Ciervo Blanco», y el hecho de que haya damas presentes, no supone ninguna diferencia. Al fin y al cabo, saben el riesgo que corren al venir aquí. Ahora que lo pienso, tres de ellas acabaron encontrando aquí marido, así que, quizá no sean ellas quienes corran peligro…
Menciono esto porque no quisiera que creyeran que todas nuestras conversaciones son terriblemente eruditas y científicas, y todas nuestras actividades puramente cerebrales. Aunque predomina el ajedrez, los dardos y los chinos también prosperan. Algunos clientes traen consigo el Times Literary Supplement, la Saturday Review, el New Statesman o el Atlantic Monthly, pero esas mismas personas son muy capaces de aparecer con el último número de Narraciones Asombrosas de Pseudociencia.
También se llevan a cabo muchos negocios en los rincones más oscuros del bar. Libros y revistas antiguas cambian a menudo de dueño, a precios astronómicos, y casi todos los miércoles puede verse a tres vendedores muy conocidos apoyados sobre la barra, fumando grandes puros e intercambiando chistes con Drew. De vez en cuando, una sonora risotada anuncia el desenlace de una anécdota, lo que provoca una afluencia de preguntas ansiosas por parte de algunos clientes, temerosos de haberse perdido algo bueno. Por delicadeza, no repetiré ninguna de ellas. A diferencia de la mayoría de las cosas en esta isla, no son para exportar.
Afortunadamente, ninguna de estas restricciones son aplicables a los relatos del señor Harry Purvis, Licenciado en Ciencias (por lo menos). Doctor en Filosofía (probablemente), Miembro de la Royal Society, (personalmente no lo creo, aunque existen rumores sobre el particular). Ninguna de sus historias haría ruborizarse a las damas solteras más respetables, si es que queda alguna en los tiempos que corren.
Debería disculparme, porque es una afirmación demasiado rotunda. Recuerdo un relato que en ciertos ambientes sí se consideraría un tanto atrevido. Sin embargo, no dudo en contarlo, porque confío en que usted, querido lector, sea lo suficientemente liberal como para no ofenderse.
Empezó de la siguiente manera: un famoso crítico de la calle Fleet había sido acorralado contra una esquina por un editor muy persuasivo que estaba a punto de publicar un libro en el que había puesto grandes esperanzas. Se trataba de una de las producciones más logradas del viejo y decadente Sur, un ejemplo excelente del estilo literario del «y-entonces-la-casa-volvió-a-tambalearse-porque-las-termitas-habían-acabado-con-el-ala-oeste». En Irlanda ya lo habían censurado, pero es ése un honor al que pocos libros escapan hoy en día, por lo que, en realidad, no podía considerarse como una distinción. Pero si lograban que algún periódico británico importante abogara seriamente por su supresión, se convertiría en un éxito editorial de la noche a la mañana…
Tal era el razonamiento del editor, que estaba utilizando sus mejores argumentos para conseguir la cooperación de su amigo. Oí que le decía, como para acallar los escrúpulos del crítico: «¡Por supuesto que no! Si los lectores son capaces de entenderlo, entonces es que ya están más que pervertidos». En ese momento, Harry Purvis, que posee una extraña habilidad para seguir media docena de conversaciones a la vez, de tal forma que puede intervenir en la que más le apetezca en el momento propicio, dijo, con su voz penetrante e ininterrumpible:
—La censura provoca problemas muy difíciles, ¿verdad? Siempre he pensado que existe una relación inversa entre el grado de civilización de un país y las restricciones de su prensa.
Una voz de Nueva Inglaterra intervino desde el fondo de la estancia:
—En ese sentido. París es un lugar mucho más civilizado que Boston.
—Exactamente —replicó Purvis. Por una vez, esperó a que le contestaran.
—De acuerdo —dijo suavemente la voz de Nueva Inglaterra—. No quiero discutir. Simplemente quería comprobarlo.
—Acabo de recordar —continuó Purvis sin perder más tiempo— un suceso que aún no ha tenido que vérselas con el censor, pero que no tardará en hacerlo. Empezó en Francia, y hasta ahora no ha transcendido más allá. Cuando salga a la luz, puede tener mayor impacto en nuestra civilización que la bomba atómica.
Al igual que la bomba atómica, procede de una investigación académica. Nunca se debe subestimar a la ciencia, amigos. Dudo que exista un solo campo de estudio tan teórico, tan lejano de lo que ridículamente se llama vida cotidiana, que no pueda producir un día algo que haga temblar al mundo.
Os daréis cuenta de que el relato que os estoy contando es, por una vez, de segunda mano. Me lo contó un colega de la Sorbona cuando estuve allí para asistir a una conferencia científica. Por eso todos los nombres son ficticios. Me dijeron los nombres reales entonces, pero no los recuerdo.
El profesor… Julian trabajaba como fisiólogo en una de las universidades francesas más pequeñas, pero más solventes. Algunos de vosotros recordaréis aquella historia tan inverosímil que nos contó Hinckelberg la semana pasada, sobre un colega suyo que había conseguido controlar el comportamiento de los animales mediante la aplicación de corrientes adecuadas en sus sistemas nerviosos. Pues bien, si aquella historia contenía algo de verdad —y yo, sinceramente, lo dudo—, el proyecto estaba probablemente inspirado en los trabajos de Julian publicados en Comptes Rendus.
El profesor Julian nunca llegó a publicar sus hallazgos más notables. Cuando se tropieza por casualidad con algo realmente importante, a nadie se le ocurre publicarlo inmediatamente. Se espera hasta tener una evidencia aplastante, a menos que exista el temor de que alguien más esté en el secreto. Después puede publicarse un informe un tanto ambiguo que garantizará la primicia en una fecha posterior, pero sin dar demasiados detalles, como el famoso criptograma que confeccionó Huygens cuando descubrió los anillos de Saturno.
Os preguntaréis de qué trataba el descubrimiento de Julian; no mantendré el misterio por más tiempo. Era simplemente el resultado natural de algo que el hombre ha estado haciendo durante los últimos siglos. Primero, la cámara nos concedió el privilegio de captar imágenes. Después Edison inventó el fonógrafo, y con él se pudo dominar el sonido. Hoy en día, con el cine sonoro poseemos una especie de memoria mecánica que habría sido totalmente inconcebible para nuestros antepasados. Pero el avance no puede quedarse ahí. Finalmente la ciencia será capaz de recoger y almacenar pensamientos y sensaciones, y devolverlos a la mente de tal manera que se pueda repetir a voluntad cualquier experiencia de la vida con todos sus detalles.
—¡Eso es ya muy viejo! —espetó alguien—. Acordaos del «sensorama» en Un mundo feliz.
—Todas las buenas ideas han sido pensadas antes de llevarlas a la práctica —dijo Purvis severamente—. La cuestión es que Huxley y otros hablaban de estas cosas, pero Julian las llevó a la práctica. ¡Dios mío, qué juego de palabras! Aldous, Julian… ¡vamos a dejarlo!
Utilizó la electrónica, por supuesto. Todos sabréis que un encefalograma puede recoger los impulsos eléctricos más pequeños de un cerebro vivo, conocidos como «ondas cerebrales» según la terminología de la prensa popular. El aparato de Julian era mucho más elaborado y sutil que este instrumento tan conocido. Una vez recogidos los impulsos cerebrales, podía reproducirlos. Parece simple, ¿verdad? Lo mismo ocurre con el fonógrafo, pero se necesitó el genio de un Edison para concebirlo.
Y ahora, aparece en escena el villano. Bueno, quizá sea una palabra demasiado fuerte, porque Georges, el ayudante del profesor Julian —Georges Dupin—, era un personaje verdaderamente simpático. Pero, tratándose de un francés con un sentido práctico mayor que el del profesor, vio inmediatamente que aquel juguete de laboratorio podría producir varios millones de francos.
Lo primero era sacarlo del laboratorio. Los franceses poseen una indudable aptitud para la ingeniería sofisticada, y tras varias semanas de trabajo —con la colaboración del profesor—, Georges se las ingenió para meter el playback del aparato en una cabina no mayor que un aparato de televisión, y casi con el mismo número de piezas.
Entonces Georges estuvo listo para realizar su primer experimento. Suponía un gasto considerable, pero, como alguien dijo, no puede hacerse una tortilla sin romper huevos. Y creo que la analogía es excelente.
Porque Georges fue a ver al gastrónomo más famoso de Francia, y le hizo una interesante proposición. Tanto, que el gran hombre no pudo negarse, por tratarse de un tributo único a su reputación. Georges le explicó pacientemente que había inventado un aparato para registrar (no dijo nada de almacenar) sensaciones. Por la causa de la ciencia y el honor de la cocina francesa, ¿podría concederle el privilegio de analizar las emociones, los sutiles matices, la elección gustativa, que tenía lugar en la mente de Monsieur le Barón cuando utilizaba su incomparable talento? Monsieur podía elegir el restorán, el chef y el menú; todo según sus deseos. Claro que, si estaba demasiado ocupado, sin duda el conocido gastrónomo Le Compte de…
El barón, que en algunos aspectos era un hombre sorprendentemente grosero, pronunció una palabra difícil de encontrar en la mayoría de los diccionarios franceses. «¡Ese cretino!», explotó. «¡Se contentaría con la cocina inglesa! No, yo lo haré». Y, sin mayor dilación, se sentó a confeccionar el menú, mientras Georges estimaba con preocupación el coste de las viandas y se preguntaba si su situación financiera podría resistir el golpe…
Sería interesante saber qué opinaban el chef y los camareros sobre el asunto. Allí estaba el barón, sentado en su mesa favorita, haciendo honor a sus platos preferidos, sin que pareciera molestarle en lo más mínimo la maraña de cables que, conectados a una máquina de aspecto diabólico situada en una esquina, llegaban hasta su cabeza. En el restorán no había ningún otro cliente, porque lo último que quería Georges era publicidad prematura. Esto aumentó considerablemente el precio, ya de por sí alarmante, del experimento. Esperaba que los resultados merecieran la pena.
Y así ocurrió. La única forma de probarlo, por supuesto, sería repitiendo la «grabación» de Georges. Tendremos que confiar en su testimonio, aunque ya se sabe que las palabras son inútiles en estos casos. El barón era un auténtico connoisseur, no uno de esos que creen tener buen gusto. ¿Recordáis la frase de Thurber: «No es más que un simple Borgoña casero, pero creo que apreciarán su presunción»? (El barón habría sabido sólo con olerlo si se trataba de un producto casero o no, y si hubiera sido pretencioso lo habría rechazado).
Creo que Georges hizo una buena inversión en aquel experimento, aunque no lo había realizado sólo para su propio beneficio. Le abrió nuevos horizontes y clarificó las ideas que se habían estado formando en su ingenioso cerebro. No cabía duda: había recogido todas las exquisitas sensaciones que habían pasado por el cerebro del barón durante la consumición de aquella comida principesca, y cualquiera, por muy inexperto que fuera en tales menesteres, podría saborearlas plenamente. Porque la grabación recogía únicamente las emociones; la inteligencia no contaba para nada. El barón había necesitado toda una vida de entrenamiento y aprendizaje para experimentar aquellas sensaciones. Pero una vez recogidas en cinta magnética, cualquiera podría aprovecharlas, aun careciendo totalmente de sentido del gusto.
¡Imaginaos las brillantes posibilidades que aparecieron ante Georges! Había otras comidas, otros gastrónomos, todas las sensaciones provocadas por las mejores cosechas de Europa; ¿qué no pagarían los connoisseurs por una cosa así? Cuando se hubiera descorchado la última botella de un vino raro, su esencia incorpórea podría preservarse, tal como la voz de Melba[1] se conservará a lo largo de los siglos. Porque, a fin de cuentas, no es el vino en sí lo que importa, sino las sensaciones que produce…
Así reflexionaba Georges. Pero sabía que aquello era sólo el principio. A menudo he negado que los franceses sean tan lógicos como pretenden, pero en el caso de Georges era evidente. Dio vueltas al asunto durante varios días, al cabo de los cuales fue a ver a su petite dame.
«Yvonne, ma cheri», dijo, «tengo que pedirte algo un tanto extraño…».
Harry Purvis sabía en qué momento debía interrumpir un relato. Se volvió hacia la barra y dijo: —Otro escocés, Drew— nadie dijo una palabra mientras se lo servían.
—A pesar de que, incluso en Francia, el experimento era insólito —continuó Purvis—, pudo llevarse a cabo con éxito. Tal y como la discreción y la costumbre aconsejan, se realizó en las horas solitarias de la noche. Ya habrán comprendido que Georges era una persona persuasiva, aunque dudo que Mam’selle necesitara mucha persuasión.
Ahogando su curiosidad con un beso sincero pero rápido, Georges despidió a Yvonne en el laboratorio y volvió al aparato. Casi sin aliento, empezó a manipular las repeticiones. Funcionaba —cosa que nunca había dudado—. Pero, además —y recordad que sólo cuento con el testimonio de mi informador— no podía distinguirse de la realidad. En ese momento, una especie de temor religioso invadió a Georges. Aquello era, sin duda alguna, el invento más importante de la historia. Sería inmortal y rico, porque había alcanzado algo en lo que todos los hombres habían soñado, y podría salvar a los ancianos de uno de sus terrores…
También comprendió que a partir de entonces podría prescindir de Yvonne si así lo deseaba. Pero eran esas cuestiones que tendría que pensar mucho. Pero que mucho.
Os haréis cargo de que estoy rindiendo cuenta de los hechos de una forma muy condensada. Mientras ocurría todo esto, Georges era aún un empleado leal al profesor, que no sospechaba nada. Hasta entonces, Georges no había hecho más que cualquier otro investigador en circunstancias similares. Había actuado un tanto al margen de lo que sus deberes requerían, pero en caso de necesidad podría explicarlo todo.
El próximo paso implicaba negociaciones muy delicadas y el gasto de más francos, tan duramente ganados. Georges poseía todo el material que necesitaba para probar, sin asomo de duda, que lo que se traía entre manos tenía un gran valor comercial. Sabía que en París había astutos hombres de negocios que no perderían la oportunidad. Cierta delicadeza, que le honra, impidió a Georges utilizar su segunda… esto… grabación como muestra de las mercancías que su máquina podía ofrecer. No había ninguna forma de ocultar la personalidad de los protagonistas y Georges era un hombre modesto. «Además», razonaba con su sentido común característico, «cuando una compañía discográfica quiere grabar un disque, no llama a músicos aficionados. Ése es un asunto para profesionales. Lo mismo que esto, ma foi». Con lo cual, y tras otra visita al banco, salió rumbo a París.
No fue a ningún lugar cercano a Pigalle, porque siempre está lleno de americanos y los precios, consecuentemente, son exorbitantes. Unas cuantas pesquisas discretas y unos taxistas comprensivos le llevaron a un barrio de las afueras, tan respetable que resultaba asfixiante, y de pronto se encontró en una sala de espera muy agradable, no tan exótica como podría esperarse.
Allí, un tanto avergonzado, Georges explicó su misión a una dama de aspecto sobrecogedor, cuya edad habría sido tan difícil de adivinar como su profesión. A pesar de estar acostumbrada a las peticiones más heterodoxas, aquello era algo con lo que nunca se había topado en sus largos años de experiencia. Pero como el cliente siempre tiene razón, mientras tenga también dinero, llegaron por fin a un acuerdo. Una de las damas jóvenes y su novio, un apache de masculinidad arrolladora, acompañaron a Georges a una ciudad de provincias. Al principio, como es natural, sospechaban un poco de sus intenciones, pero como Georges ya había comprobado, ningún experto es capaz de resistirse a los halagos. Muy pronto se encontraron en buena armonía. Hercule y Susette prometieron a Georges que no tendría ningún motivo de queja.
Sin duda, a algunos de vosotros os gustaría tener más detalles, pero no esperéis que os los dé. Todo lo que puedo decir es que Georges —o, más bien, su aparato— tuvo mucho trabajo, y que por la mañana quedaba poco material de grabación que no se hubiera utilizado. Parece ser que Hercule tenía un nombre muy apropiado.
Cuando este picante episodio tocó a su fin, a Georges le quedaba muy poco dinero, pero tenía en su poder dos grabaciones de valor incalculable. Una vez más volvió a París, dónde, sin prácticamente ningún problema, llegó a un acuerdo con varios hombres de negocios tan impresionados con el invento que le ofrecieron un contrato muy generoso antes de recobrar la cordura.
Me alegro de poderos contar esto, porque muy a menudo es el científico quien sale perdiendo en las cuestiones financieras. Me alegra igualmente el deciros que Georges había firmado una cláusula en el contrato a favor del profesor Julian. Se podría decir cínicamente que, después de todo, era el invento del profesor, y que, tarde o temprano, tendría que ajustar cuentas con él. Pero prefiero pensar que no lo hizo sólo por eso.
Desconozco los detalles del contrato para explotar el invento. Supongo que Georges hizo gala de su elocuencia —aunque nadie que hubiera experimentado los efectos de sus cintas necesitaría demasiada elocuencia. El mercado sería enorme, ilimitado. Una vez superados ciertos obstáculos, sólo con el comercio de exportación, Francia volvería a su antigua grandeza y podría equilibrar su déficit de dólares de la noche a la mañana. Las transacciones tendrían que llevarse a cabo por medios clandestinos, porque, ¿os imagináis la barahúnda que armarían los hipócritas anglosajones cuando descubrieran lo que estaban importando sus países? La Unión de Madres, Las Hijas de la Revolución Americana, la Liga de Amas de Casa y todas las organizaciones religiosas protestarían en bloque. Los abogados investigaron el asunto cuidadosamente, y encontraron que las leyes que aún impedían enviar por correo Trópico de Capricornio a los países de habla inglesa, no podían aplicarse en este caso, por la sencilla razón de que nadie lo había previsto. Pero provocaría tal demanda de leyes nuevas que el Parlamento y el Congreso tendrían que hacer algo al respecto, por lo que era mejor ocultarlo durante el mayor tiempo posible.
En realidad, como uno de los directores apuntó, si prohibían las grabaciones, tanto mejor. Podrían obtener mucho más dinero de una venta pequeña, porque el precio se pondría por las nubes y los oficiales de Aduanas no podrían impedir todas las infiltraciones. Sería como una nueva Ley Seca.
No os sorprenderá saber que Georges había perdido interés por el aspecto gastronómico. No era la posibilidad más excitante de su invento, sin lugar a dudas. Los directores de las compañías asociadas así lo habían admitido tácitamente al firmar el contrato, incluyendo los placeres de la cocina en el apartado de «derechos subsidiarios».
Georges volvió a su casa como en una alfombra mágica, y con un cheque sustancioso en el bolsillo. Una fantasía maravillosa acudió a su mente. Pensó en todas las molestias que las compañías discográficas se habían tomado para que el mundo conociera las grabaciones de los cuarenta y ocho preludios y fugas o las nueve sinfonías. Su nueva compañía iba a poner a la venta una serie de grabaciones únicas, realizadas por expertos en los conocimientos más esotéricos de Oriente y Occidente. ¿Cuántos números se necesitarían para tantísimos «opus»? Ésa había sido una cuestión muy discutida durante miles de años. Georges había oído decir que el número de textos hindúes alcanzaba tres cifras. Sería una investigación de lo más interesante, en la que se combinarían el beneficio monetario con el placer en una forma sin precedentes… Ya había iniciado algunos estudios preliminares, utilizando tratados difíciles de obtener incluso en París.
No os equivocaréis al pensar que durante todo este tiempo Georges había abandonado sus actividades habituales. Trabajaba noche y día, porque aún no había revelado sus planes al profesor y tenía que hacer casi todo cuando el laboratorio se cerraba. Una de las actividades que abandonó fue Yvonne.
Su curiosidad ya se había despertado, como le hubiera ocurrido a cualquier chica. Pero estaba algo más que intrigada; estaba confundida. Georges se había vuelto tan lejano y frío… Ya no estaba enamorado de ella.
El resultado era previsible. Los taberneros deben evitar el peligro de probar sus propias mercancías demasiado a menudo —ya sé que tú no lo haces, Drew—, pero Georges cayó en la trampa. Había utilizado las grabaciones demasiadas veces, con resultados un tanto debilitantes. Además, la pobre Yvonne no podía compararse con Susette, tan experta y habilidosa. La vieja competición entre el profesional y el aficionado.
Todo lo que Yvonne sabía es que Georges estaba enamorado de otra. Y era verdad. Sospechaba que le había sido infiel. Pero eso invita a analizar cuestiones demasiado filosóficas que no podemos tratar aquí.
Por si lo habéis olvidado, esto ocurría en Francia, y el desenlace, por tanto, era inevitable. ¡Pobre Georges! Se encontraba trabajando en el laboratorio a altas horas de la noche, como de costumbre, cuando Yvonne acabó con él utilizando una de esas ridículas pistolas ornamentales de rigueur en tales ocasiones. Bebamos a su memoria.
—Eso es lo malo de todas tus historias —intervino John Benyon—. Nos hablas de inventos maravillosos, y al final resulta que asesinan al inventor, así que nadie puede disfrutarlos. Porque supongo que, como de costumbre, el aparato quedó destrozado.
—No, no —replicó Purvis—. Dejando a un lado a Georges, este relato tiene un final feliz. No hubo ningún problema con Yvonne, por supuesto. Los apenados patrocinadores de Georges llegaron al lugar de los hechos a toda velocidad e impidieron la publicidad adversa. Eran hombres de negocios, pero también tenían corazón, y comprendieron que deberían garantizar la libertad de Yvonne. Lo consiguieron sin mayor problema cuando le Maire y le Préfet escucharon la grabación, pues quedaron convencidos de que la pobre chica había sufrido una provocación irresistible. Unas cuantas participaciones en la nueva compañía cerraron el acuerdo, con expresiones de máxima cordialidad por ambas partes. Incluso devolvieron la pistola a Yvonne.
—Entonces, cuándo… —aventuró alguien
—Estas cosas llevan su tiempo. Existe, por ejemplo, el problema de la producción en serie. Es posible que la distribución haya comenzado a través de vías privadas, muy privadas. Puede que pronto veamos algo en una de esas tiendecitas de aspecto y anuncios dudosos alrededor de la plaza Leicester.
—Es de suponer —dijo la voz de Nueva Inglaterra sin el más mínimo respeto— que no sabes el nombre de la compañía.
Es inevitable admirar a Purvis en situaciones como aquélla. No dudó ni un momento.
—Le Societé Anonyme d’ Aphrodite —contestó—. Y acabo de recordar algo que te levantará el ánimo. Esperan triunfar sobre las molestas leyes postales de tu país y establecerse antes de que las pesquisas del Congreso comiencen. Van a abrir una sucursal en Nevada; parece ser que allí todo está permitido.
Levantó su vaso.
—Por Georges Dupin —dijo con solemnidad—. Mártir por la ciencia. Recordadle cuando empiecen los fuegos artificiales. Y otra cosa…
—¿Qué? —preguntamos todos.
—Será mejor que empecéis a ahorrar ya, y que vendáis vuestros televisores antes de que se deprecie su valor.