CAZA MAYOR

A pesar de que, según la opinión general, Harry Purvis no tiene rival entre los clientes de «El Ciervo Blanco» como narrador de historias extrañas (aunque algunas sean un tanto exageradas), no se debe pensar que su posición nunca se haya visto amenazada. En ocasiones, se ha eclipsado temporalmente. Siempre es entretenido observar el desconcierto de un experto, y debo confesar que me produce cierto placer recordar cómo el Profesor Hinckelberg venció a Harry en su propio terreno.

A lo largo del año, recibimos muchos visitantes americanos en «El Ciervo Blanco». Al igual que los clientes habituales, se trata generalmente de científicos u hombres de letras, por lo que el libro de visitantes que Drew guarda tras la barra contiene muchos nombres famosos. A veces los recién llegados vienen solos, presentándose tímidamente a la menor oportunidad. (Una vez vino un Premio Nobel tan apocado que estuvo sentado en una esquina durante una hora sin que nadie le reconociera, hasta que, haciendo de tripas corazón, se atrevió a decir quién era). Otros llevan cartas de presentación, y no pocos llegan acompañados por clientes habituales, que después les dejan que se las arreglen como puedan.

El profesor Hinckelberg aterrizó una noche a bordo de un enorme Cadillac con la parte trasera en forma de cola de pez, que le habían prestado en el parque móvil de la plaza de Grosvenor. Sólo Dios sabe cómo se las había arreglado para introducirse por las estrechas calles laterales que llevan a «El Ciervo Blanco», pero, sorprendentemente, los parachoques parecían intactos. Era un hombre alto y encorvado, con ese tipo de cara, mezcla de Henry Ford y Wilbur Wright que generalmente acompaña al habla lenta y taciturna del pionero tostado por el sol. No era éste el caso del profesor Hinckelberg. Hablaba como un disco de larga duración a setenta y ocho revoluciones por minuto. En diez segundos nos enteramos de que era zoólogo y daba clases en una universidad de Virginia del Norte, que estaba de vacaciones, que trabajaba en un proyecto sobre el plancton para el Departamento de Investigación Naval, que le encantaba Londres e incluso le gustaba la cerveza inglesa, que había sabido de nuestra existencia a través de una carta en Science pero no podía creer que fuera cierto, que Stevenson no estaba mal, pero que si los demócratas querían volver deberían importar Winston, que le gustaría saber por qué demonios todas nuestras cabinas telefónicas estaban estropeadas y recuperar la pequeña fortuna en monedas de dos peniques que le habían robado, que había demasiados vasos vacíos, y ¿qué les parecería volver a llenarlos?

En general, la táctica de choque del profesor fue bien acogida, pero cuando hizo una pausa momentánea para recobrar el aliento, pensé: «Harry debe tener cuidado. Este tipo le da cien vueltas». Miré a Purvis, que estaba a unos cuantos pasos de mí, y vi que había fruncido los labios en una ligera mueca de desaprobación. Me arrellané en mi silla a la espera de acontecimientos.

Pasó mucho tiempo hasta que Hinckelberg fue presentado a todo el mundo, porque aquella noche había mucha gente. Harry, normalmente tan dispuesto a conocer personas célebres, parecía querer quitarse de en medio. Pero, finalmente, lo acorraló Arthur Vincent, que actúa como secretario informal del club y se asegura de que todos firmen en el libro de visitas.

—Estoy seguro de que usted y Harry tendrán mucho de qué hablar —dijo Arthur en una explosión de entusiasmo inocente—. Los dos son científicos, ¿no es cierto? A Harry le han ocurrido las cosas más extraordinarias. Cuéntale al profesor aquella historia sobre el U-235 que encontraste en el buzón del correo…

—No creo que el profesor… Hinckelberg esté interesado en mis pequeñas aventuras —dijo Harry con vivacidad—. Seguro que él tendrá mejores cosas de qué hablarnos.

He dado vueltas a esa respuesta muchas veces. No era propia de él. Generalmente, con un comienzo como aquél, Purvis se habría lanzado a hablar sin mayor dilación.

Quizá estuviera midiendo las fuerzas del enemigo, esperando a que el profesor cometiera el primer error para atacarle de frente. Si ésta es la explicación, había juzgado equivocadamente a su contrincante, porque no le dio ninguna oportunidad. El profesor Hinckelberg despegó a propulsión y al instante se hallaba en pleno vuelo.

—¡Qué curioso que haya dicho eso! —dijo—. Precisamente hace poco me ocupé de un caso realmente extraordinario. Es una de esas cosas que no pueden considerarse como propiamente científicas, y me parece ésta una buena ocasión para desahogarme. No puedo hacerlo a menudo debido a las malditas medidas de seguridad, pero hasta la fecha nadie se ha ocupado de clasificar los experimentos del doctor Grinnell, por lo que hablaré sobre ellos, pues actualmente no constituyen un secreto.

Al parecer, Grinnell era uno de los múltiples científicos dedicados a interpretar el funcionamiento del sistema nervioso mediante circuitos eléctricos. Había empezado, como Grey Walter, Shannon y tantos otros, por construir modelos capaces de reproducir las acciones más simples de las criaturas vivientes. Su mayor triunfo en este sentido era un gato mecánico que cazaba ratones y que caía de pie cuando le arrojaban desde cierta altura. Pero rápidamente se había desviado en otra dirección, debido al descubrimiento de lo que él denominaba «inducción neural». Simplificando, se trataba nada menos que de un método para controlar el comportamiento de los animales.

Desde hace muchos años se sabe que todos los procesos mentales van acompañados por la emisión de corrientes eléctricas muy pequeñas, y durante mucho tiempo ha sido posible registrar estas complicadas fluctuaciones, pero aún no se han podido interpretar con exactitud. Grinnell no abordó la difícil tarea del análisis; se trataba de algo mucho más sencillo, aunque los resultados fueran muy complicados. Aplicó el dispositivo de registro a varios animales y con los resultados obtenidos formó una pequeña biblioteca, si así se le puede llamar, de impulsos eléctricos asociados a sus comportamientos. Un determinado patrón de voltaje se correspondería con un movimiento a la derecha, otro con un desplazamiento en círculo, otro con la inmovilidad total, y así sucesivamente. Ya suponía un descubrimiento muy interesante, pero Grinnell no se conformó sólo con eso. Mediante el play-back de los impulsos que había grabado, podía obligar a los animales a repetir un movimiento, tanto si querían como si no.

Casi todos los neurólogos admitirían que tal cosa es posible en teoría, pero pocos creerían que pudiera llevarse a la práctica debido a la tremenda complejidad del sistema nervioso. Grinnell había hecho sus primeros experimentos sobre formas de vida muy elementales, obteniendo respuestas relativamente simples.

—Sólo vi uno de sus experimentos —dijo Hinckelberg—. Se trataba de una babosa de gran tamaño que se arrastraba sobre un cristal horizontal. Le había colocado media docena de cables diminutos que llegaban hasta un panel de control que Grinnell manipulaba. Sólo tenía dos conmutadores, y mediante las modificaciones adecuadas obligaba a la babosa a moverse en cualquier dirección. A los ojos de un profano podría parecer un experimento trivial, pero yo comprendí en seguida sus tremendas implicaciones. Recuerdo haberle dicho a Grinnell que tenía la esperanza de que su mecanismo nunca se aplicara a seres humanos. Acababa de leer 1984, de Orwell, e imaginaba lo que El Gran Hermano habría sido capaz de hacer con un chisme como aquél.

Como siempre tengo mucho trabajo, me olvidé por completo del asunto durante un año. Para entonces, Grinnell había mejorado considerablemente su aparato, y lo había aplicado a organismos más complejos, aunque por razones técnicas se había limitado a los invertebrados.

Poseía un almacén enorme de «órdenes», susceptibles de ser repetidas a sus animales. Parece mentira que seres tan diferentes como gusanos, caracoles, insectos, crustáceos y otros muchos, reaccionaran bajo los mismos impulsos eléctricos, pero así es.

Si no hubiera sido por el doctor Jackson, Grinnell se habría encerrado en su laboratorio el resto de su vida, recorriendo poco a poco todo el reino animal. Jackson era un hombre extraordinario; seguramente habrán visto alguna película suya. En algunas esferas se le consideraba más como un aficionado en busca de publicidad que como un auténtico científico, y los círculos académicos desconfiaban de él porque tenía demasiados intereses. Había dirigido expediciones al desierto de Gobi, al Amazonas, e incluso había hecho una incursión al Antártico. Cada viaje le había supuesto un éxito editorial y varias millas de Kodachrome. Y a pesar de los informes en contra, creo que efectivamente había obtenido materiales científicos de gran valor, si bien un tanto accesorios.

No sé cómo se enteraría Jackson del trabajo de Grinnell, o cómo le convenció para que cooperase. Era muy persuasivo, y seguramente le ofreció a Grinnell una gran suma, porque era de esa clase de persona que se gana la confianza de los inversionistas. Fuera como fuese, a partir de entonces Grinnell empezó a trabajar rodeado del mayor de los secretos. Todo lo que sabíamos era que estaba construyendo una versión mayor de su aparato, al que había incorporado los refinamientos más recientes. Cuando se le preguntaba, se retorcía nerviosamente y contestaba: «Nos vamos de caza mayor».

Tardó un año en prepararlo todo, y supongo que Jackson —que siempre andaba con prisas— debía estar muy impaciente. Pero al fin estuvo todo listo. Grinnell y todas sus cajas misteriosas desaparecieron en dirección a África.

Aquí puede verse la mano de Jackson. Me imagino que no querría publicidad prematura, algo muy comprensible si se considera la naturaleza un tanto fantástica de la expedición. Según los indicios con los que nos despistó a todos premeditadamente, como descubriríamos más tarde, esperaba obtener fotografías insólitas de animales en estado salvaje, utilizando el aparato de Grinnell. Me pareció un poco raro, a no ser que Grinnell hubiera conseguido conectar el mecanismo a un radio-transmisor. No parecía probable que pudiera conectar los cables a un elefante en plena embestida…

Pero ya habían pensado en eso; la solución era evidente. El agua del mar constituye un buen conductor. No pensaban ir a África ni por asomo, sino al Atlántico. Pero no nos habían mentido: iban de caza mayor, desde luego. La mayor caza posible.

Nunca nos habríamos enterado de lo que ocurrió de no ser por las charlas entre el radiotelegrafista del barco y un radioaficionado amigo suyo en los Estados Unidos. Seguimos el curso de los acontecimientos a través de sus comentarios. El barco de Jackson —un yate pequeño que había comprado a bajo precio y transformado para la expedición— navegaba no lejos del Ecuador, a la altura de la costa oeste de África y en la parte más profunda del Atlántico. Grinnell estaba pescando; habían bajado los electrodos al abismo, mientras Jackson esperaba, impaciente, con su cámara.

Pasó una semana antes de que capturaran la primera pieza. Para entonces, todos estaban a punto de perder la paciencia. En la tarde de un día tranquilo, los contadores de Grinnell empezaron a oscilar. Algo había quedado prendido en la esfera de influencia de los electrodos.

Izaron el cable lentamente. Hasta entonces, el resto de la tripulación debía pensar que estaban locos, pero todos se mostraron muy excitados cuando la pieza se elevó a través de tantos miles de pies de oscuridad y alcanzó la superficie.

No puede culparse al radiotelegrafista porque, desobedeciendo las órdenes de Jackson, sintiera la necesidad de contar todo a un amigo una vez en tierra firme.

No trataré de describir lo que vieron, porque un gran maestro ya lo hizo antes que yo. Poco después de conocer el informe, abrí un ejemplar de Moby Dick y releí el capítulo correspondiente. Aún puedo citarlo de memoria y creo que nunca lo olvidaré. Dice lo siguiente, poco más o menos:

«Sobre el agua flotaba una gran masa pulposa, de varios estadios de longitud y color crema oscuro, con innumerables brazos que, partiendo del centro, se enroscaban y retorcían cual nido de anacondas, como si quisieran atrapar cualquier desdichado objeto a su alcance».

Sí; Grinnell y Jackson habían ido a la caza de la mayor criatura viviente, y la más misteriosa. ¿La mayor? Seguramente, ya que el bathyteuthis puede alcanzar los cien metros de largo. No es tan pesado como los cachalotes a los que sirve de merienda, pero puede competir con ellos en longitud.

En éstas estaban, con aquella bestia monstruosa que ningún ser humano había visto nunca en condiciones tan favorables. Parece que Grinnell estaba sometiéndole a algunas pruebas mientras Jackson, en éxtasis, rodaba cientos de yardas de película. No existía peligro alguno, a pesar de que el animal duplicaba en tamaño al barco. Para Grinnell, se trataba simplemente de otro molusco al que controlar como un muñeco con sus botones y conmutadores. Cuando terminara, le dejaría nadar libremente y volver a su medio habitual, aunque posiblemente le quedaría un poco de resaca.

¡Lo que daría por tener esa película! Aparte de su interés científico, valdría una fortuna en Hollywood. Hay que admitir que Jackson sabía lo que se hacía; conocía las limitaciones del aparato de Grinnell y lo utilizaba de la forma más efectiva. Lo que ocurrió después no fue culpa suya.

El profesor Hinckelberg suspiró y bebió un largo sorbo de cerveza, como si quisiera reunir fuerzas para terminar su relato.

—No; si a alguien puede culparse es al propio Grinnell. O, mejor dicho, era a Grinnell, el pobre. Quizá estaba tan excitado que olvidó tomar una precaución que, sin duda, habría tomado en el laboratorio. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que no tuviera otros fusibles a mano cuando se fundieron los del suministrador de energía?

Tampoco puede culparse al bathyteuthis. ¿A quién no le habría molestado que le zarandeasen de tal forma? Cuando las órdenes cesaron y volvió a sentirse dueño de sí mismo, tomó las medidas oportunas para que la situación continuara así. Me pregunto si Jackson estuvo filmando hasta el «último momento…».