EL BELLO DURMIENTE

Se había iniciado una de esas discusiones poco entusiastas, tan corrientes en «El Ciervo Blanco» cuando a nadie se le ocurre nada mejor que hacer. Tratábamos de recordar los nombres más extraordinarios con los que nos habíamos topado, y yo acababa de mencionar «Obediah Polkinghorn» cuando —¡cómo no!— Harry Purvis apareció en escena.

—Es muy fácil buscar nombres extraños —dijo, regañándonos por nuestra frivolidad—, pero, ¿os habéis parado a considerar un punto mucho más importante: el efecto de semejantes nombres en sus propietarios? A veces, una cosa así puede cambiar la vida de un hombre, y eso es lo que le ocurrió al joven Sigmund Snoring[9].

—¡Oh, no! —gimió Charles Willis, uno de los más implacables críticos de Harry—. ¡No lo puedo creer!

—¿Piensas que sería capaz de inventar un nombre como ése? —contestó Harry indignado—. De hecho, el apellido de la familia de Sigmund era judío, procedente de Europa Central; empezaba con SCH y durante algún tiempo continuó utilizándolo. Snoring no era más que una adaptación al inglés. Pero, dejémonos de rodeos; me gustaría que no me hicierais perder tiempo en semejantes detalles.

Charlie, que es el escritor más prometedor que conozco (lleva siendo una promesa desde hace más de veinticinco años), comenzó a emitir vagos sonidos de protesta, pero alguien con espíritu colectivo le entretuvo con un vaso de cerveza.

—Sigmund —prosiguió Harry— llevó su carga con dignidad hasta la edad adulta. Sin embargo, no cabe duda de que su nombre le obsesionaba, y finalmente le produjo lo que podríamos llamar un efecto psicosomático. Si Sigmund hubiera tenido otros padres, estoy seguro de que no habría llegado a ser un roncador incesante y estruendoso en la vida cotidiana tanto como en el nombre.

Pero hay peores tragedias en la vida. La familia de Sigmund disponía de una respetable cantidad de dinero, por lo que no les resultó gravoso insonorizar un dormitorio para proteger a los criados contra las noches en vela. Como es corriente, Sigmund no era consciente de sus sinfonías nocturnas, y nunca llegó a entender el por qué de tanta protesta.

Sólo al casarse tomó su desgracia —si así se le puede llamar, puesto que sólo afectaba a otras personas— con toda la seriedad que el caso requería. No tiene nada de particular que una recién casada vuelva de su luna de miel un tanto aturdida, pero la pobre Rachel Snoring había pasado por una experiencia demoledora y única.

Tenía los ojos enrojecidos por falta de sueño, y todos sus esfuerzos por conseguir la comprensión de sus amigos acababan en carcajadas… No es sorprendente, por tanto, que diera a Sigmund un ultimátum: a no ser que pusiera algún remedio para evitar roncar, el matrimonio se desharía.

Éste era un asunto muy serio para Sigmund y su familia. Eran bastante acomodados, pero no poseían una gran fortuna —a diferencia del tío-abuelo Reuben, que había muerto el año anterior dejando un testamento un tanto complicado. Le había tomado cariño a Sigmund, y le había dejado una suma de dinero considerable, que recibiría al cumplir los treinta años. Desgraciadamente, el tío-abuelo era muy anticuado y remilgado, y no confiaba en las generaciones modernas. Una de las condiciones del legado consistía en que Sigmund no podría divorciarse o separarse antes de la fecha señalada. Si las condiciones no se cumplían, el dinero se emplearía en la construcción de un orfanato en Tel-Aviv.

Era una situación difícil, y no puedo imaginarme cómo se habría resuelto si alguien no le hubiera sugerido a Sigmund que fuera a ver a tío Hymie. A Sigmund no le hacía ninguna gracia, pero los problemas desesperados necesitan soluciones igualmente desesperadas, y decidió ir.

Debo decir que el tío Hymie era un profesor muy conocido de fisiología, y miembro de la Royal Society, con todo un montón de documentos que lo acreditaban. En aquella temporada andaba mal de dinero, debido a una riña con los administradores de la universidad, que le habían obligado a suspender el trabajo de investigación en sus proyectos favoritos. Para aumentar su irritación, acababan de conceder medio millón de libras al Departamento de Física para un nuevo sincrotónomo, así que no estaba precisamente de buen humor cuando su infeliz sobrino fue a verle.

Tratando de ignorar el olor penetrante a desinfectante y a ganado, Sigmund siguió al ayudante del laboratorio a través de pilas de aparatos incomprensibles, y pasó junto a jaulas de ratones y cobayas, apartando los ojos de los diagramas de colores repugnantes que ocupaban gran parte de las paredes. Encontró a su tío sentado en un banco, bebiendo té de un termo y mordisqueando emparedados con aire ausente.

«Sírvete», le dijo sin amabilidad, «Hámster asado; delicioso. Uno del lote que utilizamos para las pruebas del cáncer. ¿Qué te ocurre?».

Pretextando falta de apetito, Sigmund contó a su distinguido tío su historia de infortunio. El profesor le escuchó sin demasiada compasión.

«No sé para qué te casaste», dijo al fin. «Total pérdida de tiempo». Todos sabían que el tío Hymie mantenía un punto de vista muy particular sobre estas cuestiones. Había tenido cinco hijos, pero no se había casado.

«Sin embargo, es posible que podamos hacer algo al respecto. ¿Cuánto dinero tienes?».

«¿Por qué?», preguntó Sigmund un tanto desconcertado. El profesor movió los brazos en un gesto que abarcaba todo el laboratorio.

«Mantener esto cuesta mucho dinero», dijo.

«Pero yo creía que la universidad…».

«Sí, claro; pero los trabajos especiales tienen que hacerse bajo cuerda. No puedo utilizar fondos de la universidad».

«Bueno, ¿cuánto necesitarías para empezar?».

El tío Hymie mencionó una suma mucho menor de lo que Sigmund temía, pero su satisfacción no duró mucho. En seguida descubrió que el científico estaba al corriente del testamento del tío-abuelo Reuben; Sigmund debería firmar un contrato comprometiéndose a hacerle partícipe de la herencia cuando, al cabo de cinco años, recibiera el dinero. El primer pago era simplemente un adelanto.

«Aun así, no puedo prometerte nada, pero veremos lo que se puede hacer», dijo el tío Hymie, al tiempo que examinaba cuidadosamente el cheque. «Ven a verme dentro de un mes».

Eso fue todo lo que Sigmund pudo sacarle, porque en ese momento la atención del profesor se vio atraída por una estudiante de investigación muy decorativa, con un suéter tan apretado que parecía una segunda piel. Empezaron a discutir los asuntos domésticos de las ratas del laboratorio en tales términos que Sigmund, que se avergonzaba con facilidad, tuvo que iniciar una rápida retirada.

Personalmente, no creo que el tío Hymie hubiera aceptado el dinero de Sigmund a no ser que estuviera totalmente seguro de poder prestarle los servicios requeridos. Cuando la universidad le retiró los fondos, debía de estar a punto de finalizar su trabajo, porque es imposible que hubiera fabricado en sólo cuatro semanas un producto tan complicado como el que inyectó en el brazo de su esperanzado sobrino un mes después de recibir el dinero. A Sigmund no le sorprendió demasiado volver a ver a la estudiante en la casa de su tío.

«¿Qué efecto tendrá esto?», preguntó.

«Hará que dejes de roncar… espero», contestó el tío Hymie. «Mira, ahí tienes una butaca muy cómoda, y un montón de revistas. Irma y yo nos turnaremos para cuidarte en caso de que se produjera alguna reacción secundaria».

«¿Reacción secundaria?», exclamó Sigmund con nerviosismo, mientras se frotaba el brazo.

«No te preocupes; quédate tranquilo. Dentro de un par de horas sabremos si funciona».

Sigmund esperó a que le llegara el sueño, mientras los dos científicos trajinaban a su alrededor (por no hablar del trajín entre ellos dos), comprobando la presión de la sangre, el pulso, la temperatura. Sigmund se sentía como un inválido crónico. Al llegar la medianoche todavía no tenía sueño, pero el profesor y su ayudante se caían de cansancio. Sigmund se dio cuenta de que habían estado trabajando varias horas por él, y se sintió enternecido durante un segundo o dos.

La medianoche llegó y pasó. Irma ya no se tenía de pie y el profesor la llevó hasta el sillón dejándola caer sin demasiada delicadeza.

«¿Seguro que no estás cansado todavía?», preguntó bostezando a Sigmund.

«Ni pizca. Es muy extraño; a estas horas suelo estar profundamente dormido».

«¿Te sientes bien?».

«Mejor que nunca».

El profesor bostezó ampliamente otra vez. Murmuró algo así como: «Debería haber tomado un poco yo también», y se desplomó en una butaca.

«Danos una voz», dijo adormilado, «si sientes algo anormal. No tiene sentido que nos quedemos levantados más tiempo». Un momento después Sigmund, todavía un tanto confuso, era la única persona consciente en la habitación.

Leyó una docena de ejemplares de Punch, todos con una etiqueta que decía: «No debe llevarse fuera de la sala común», hasta las 2 de la madrugada. A las 4 había acabado con todos los números del Saturday Evening Post. Se distrajo con un montoncito de New Yorkers hasta las 5, y a esta hora tuvo un golpe de suerte. Una dieta exclusiva de caviar pronto se hace monótona, y a Sigmund le encantó descubrir un volumen, un tanto fláccido y muy manoseado, titulado «La rubia complaciente». Esto le absorbió completamente hasta el amanecer, momento en que el tío Hymie se desperezó convulsivamente, saltó de la butaca, despertó a Irma con una palmada bien dirigida, y volcó toda su atención sobre Sigmund.

«Bueno, hijo mío», dijo en un tono tan animado que inmediatamente despertó las sospechas de Sigmund, «esto es lo que querías. Has pasado la noche sin roncar, ¿no es así?».

«No he roncado», admitió, «pero tampoco he dormido». «¿Pero estás completamente despierto?». «Sí… no entiendo absolutamente nada». El tío Hymie e Irma se miraron con aire triunfal. «Vas a hacer historia, Sigmund», dijo el profesor. «Eres el primer hombre que puede sobrevivir sin necesidad de dormir». De esta forma le comunicaron la noticia al cobaya humano, atónito pero todavía no indignado.

—Me imagino —prosiguió Harry Purvis—, que a muchos de vosotros os gustaría conocer los detalles del descubrimiento del tío Hymie. Pero yo no los conozco y si los supiera, serían demasiado técnicos para contarlos aquí. Simplemente añadiré, ya que veo algunas expresiones que un hombre menos confiado que yo calificaría de escépticas, que no existe nada verdaderamente extraordinario en este asunto. La necesidad de dormir es un factor muy variable. Por ejemplo, Edison no necesitó más que dos o tres horas de sueño a lo largo de toda su vida. Es cierto que los seres humanos no pueden pasarse sin dormir indefinidamente, pero algunos animales sí, por lo que podemos concluir que no constituye un elemento fundamental del metabolismo.

—¿Qué animales son ésos? —preguntó alguien, no tanto por escepticismo como por curiosidad.

—Este… ¡ah, ya!… los peces que viven a gran profundidad, más allá de la plataforma continental. Si durmieran, serían atacados por otros peces o perderían el equilibrio y caerían al fondo. No les queda más remedio que mantenerse despiertos toda la vida.

(Dicho sea de paso, aún estoy tratando de averiguar si esta afirmación de Harry es cierta. Nunca le he cazado en un error en cuanto se refiere a datos científicos, aunque un par de veces haya tenido que concederle el beneficio de la duda. Pero volvamos al tío Hymie).

—Sigmund tardó un poco —prosiguió Harry— en tomar conciencia de su situación. Los comentarios entusiastas de su tío, glorificando las maravillosas posibilidades a su alcance por haberse liberado de la tiranía del sueño, le impedían concentrarse en el auténtico problema. Pero, por fin, fue capaz de formular la pregunta que le había estado preocupando: «¿Cuánto tiempo durará esta situación?».

El profesor e Irma se miraron. Entonces el tío Hymie tosió nerviosamente y replicó: «No estamos seguros todavía. Tendremos que averiguarlo. Es muy probable que el efecto sea permanente».

«¿Quieres decir que no podré dormir jamás?».

«No es que “no podrás”, sino que “no querrás”. De todas formas podría ingeniármelas para invertir el proceso, si es que estás tan ansioso. Pero costaría mucho dinero».

Sigmund salió precipitadamente, con la promesa de mantenerse en contacto e informarle de sus progresos diarios. Estaba aún muy confundido, pero pensó que lo más importante era encontrar a su mujer y convencerla de que no volvería a roncar.

Ella estaba más que dispuesta a creerle, y tuvieron un encuentro emocionante. Pero en la madrugada del siguiente día, se aburrió terriblemente, tumbado en la cama sin nadie con quién hablar, y Sigmund salió de puntillas de la habitación en la que dormía su mujer. Su situación empezó a aparecer claramente ante él; ¿qué demonios podía hacer con esas ocho horas más de vigilia que le habían concedido como un regalo no deseado?

Se podría pensar que Sigmund tenía una maravillosa oportunidad —o al menos una oportunidad sin precedentes— para llevar una vida más satisfactoria; podría adquirir el conocimiento y cultura que a todos nos gustaría poseer, si tuviéramos tiempo. Podría leer todos los clásicos que son simplemente nombres para la mayoría de la gente, podría estudiar arte, música o filosofía, llenar su mente con los mejores tesoros del intelecto humano. Probablemente, muchos de vosotros le envidiaríais.

Pero no sucedió así. Es un hecho comprobado que incluso las mentes más poderosas necesitan descanso, y no son capaces de dedicarse a asuntos serios por tiempo indefinido. Es cierto que Sigmund no necesitaba dormir, pero necesitaba algún tipo de entretenimiento durante las largas y vacías horas de oscuridad.

Pronto descubrió que la civilización no estaba pensada para cubrir las necesidades de un hombre sin sueño. Si al menos viviera en París o Nueva York, pero en Londres prácticamente todo se cierra a las once de la noche; sólo unas cuantas cafeterías permanecen abiertas hasta la medianoche, y a la una… bueno, mientras menos se diga sobre los establecimientos que aún funcionan a esas horas, mejor.

Al principio, cuando todavía hacía buen tiempo, mataba las horas dando largos paseos, pero tras varios tropiezos con policías demasiado inquisitivos y escépticos, se dio por vencido. Cogió el coche y condujo por todo Londres de madrugada, y descubrió lugares extraños, cuya existencia ni siquiera había sospechado. Pronto conoció de vista a muchos vigilantes nocturnos, porteros de Covent Garden y lecheros, así como a periodistas de la calle Fleet e impresores que realizaban su trabajo mientras el resto del mundo dormía. Pero como Sigmund no pertenecía al tipo de persona que se interesa por sus semejantes, la diversión desapareció pronto y se encontró de nuevo con sus limitados recursos.

Su mujer, como era de esperar, no estaba contenta con sus vagabundeos nocturnos. Le había contado toda la historia, y aunque a ella le resultó difícil de creer, se vio forzada a aceptar la evidencia. Sin embargo, prefería tener un marido que roncara pero que se quedara en casa, a uno que salía de puntillas a medianoche y que no siempre llegaba a tiempo para el desayuno.

Sigmund estaba muy dolorido. Había gastado o prometido mucho dinero (así se lo recordaba constantemente a Rachel) y corrido un considerable riesgo para curarse de su enfermedad, ¿y acaso se mostraba ella agradecida? No; simplemente exigía una cuenta detallada de sus actividades durante el tiempo que debería de haber estado durmiendo. Era injusto, y mostraba una falta de confianza descorazonadora.

El círculo de los que participaban en el secreto se amplió lentamente, aunque los Snoring (que formaban un clan muy unido) se las arreglaron para que todo quedara en la familia. El tío Lorenz, en el negocio de diamantes, sugirió a Sigmund que tomara un segundo empleo, porque era una lástima desperdiciar todo ese tiempo laboral sobrante. Compuso una lista de ocupaciones que sólo requerían un hombre, en las que podría trabajar igualmente por el día o por la noche, pero Sigmund le dio las gracias amablemente, diciéndole que no veía razón alguna para pagar impuestos por partida doble.

Al cabo de seis semanas de días de veinticuatro horas, Sigmund estaba harto. Se sentía incapaz de leer un libro más, de ir a ningún local nocturno o de escuchar un disco. Su don maravilloso, por el que muchos estúpidos habrían dado una fortuna, se había convertido en una carga intolerable. No quedaba otro remedio que volver a ver al tío Hymie.

El profesor le había estado esperando, y por supuesto, no le amenazó con medidas legales, ni apeló a la solidaridad de los Snoring, ni hizo comentario alguno sobre un posible rompimiento de contrato.

«De acuerdo, de acuerdo», refunfuñó el científico. «Es como echar margaritas a los cerdos. Ya sabía yo que vendrías a buscar el antídoto tarde o temprano y, como soy un hombre generoso, sólo te costará cincuenta guineas. Pero no me eches la culpa si roncas más que nunca».

«Prefiero arriesgarme», contestó Sigmund. Al fin y al cabo, Rachel y él ya tenían habitaciones separadas.

Apartó la mirada mientras la asistente del profesor (que ya no era Irma, sino una morena angulosa) llenaba una jeringuilla hipodérmica terrorífica con la última pócima que el tío Hymie había fabricado. Antes de que le inyectara la mitad, ya estaba dormido.

Por una vez, el tío Hymie parecía desconcertado. «No esperaba que actuase tan rápidamente», dijo. «Bueno, vamos a llevarle a la cama; no podemos dejarle tirado en el laboratorio».

A la mañana siguiente, Sigmund estaba aún profundamente dormido, y no reaccionaba ante ningún estímulo. La respiración se hizo imperceptible; parecía estar sumido en un trance, más que en un sueño normal, y el profesor comenzó a alarmarse.

Su preocupación no duró mucho tiempo. Horas más tarde, un cobayo enfadado le mordió en un dedo, y el envenenamiento se produjo tan rápidamente que el editor de Nature tuvo el tiempo justo para insertar la noticia necrológica antes de que el ejemplar se imprimiera.

Sigmund dormía en medio de tanta excitación, y aún seguía felizmente inconsciente cuando su familia volvió del crematorio de Golders Green y se reunió en consejo de familia. De mortuis nil nisi bonum, pero era evidente que el profesor Hymie había cometido otro error desafortunado, que nadie sabía cómo reparar.

El primo Meyer, dueño de un almacén de muebles de la calle Mile End, se ofreció a responsabilizarse de Sigmund a cambio de utilizarlo en el escaparate de su tienda para exhibir el lujo y la comodidad de sus camas. Pero todos pensaron que sería indigno, y la familia se opuso a la propuesta.

Les sugirió, sin embargo, ciertas ideas. Ya estaban empezando a cansarse de Sigmund, con tanto pasarse de un extremo a otro. Así que, ¿por qué no coger la vía fácil y, como un listillo apuntó, dejar descansar al Sigmund durmiente?

Consultar a otro especialista no solucionaría nada. Sólo traería gastos e incluso sería muy capaz de empeorar las cosas (aunque nadie sabía cómo). No costaba nada mantener a Sigmund, ya que sólo necesitaba una discreta asistencia médica, y mientras permaneciera dormido, no había peligro de que rompiera los términos del testamento del tío-abuelo Reuben. Cuando presentaron estas razones a Rachel con delicadeza, inmediatamente comprendió que no eran descabelladas. La actitud adoptada requería paciencia, pero la recompensa final merecía la pena.

Cuando más lo pensaba, más le gustaba a Rachel. La idea de convertirse en una rica semiviuda le atraía —¡tenía tantas posibilidades interesantes y nuevas!—. Y, a decir verdad, ya estaba tan harta de Sigmund, que no le echaría de menos durante los cinco años que le separaban de la herencia.

El tiempo transcurrió, y Sigmund se convirtió en millonario. Pero todavía dormía profundamente, aunque durante esos cinco años no había emitido ni un sólo ronquido. Su rostro reflejaba tanta paz, que daba pena despertarlo, y además, nadie sabía cómo hacerlo. Rachel pensaba que cualquier entremetimiento podía ser catastrófico, y la familia, tras asegurarse de que Rachel sólo podía percibir los intereses de la fortuna de Sigmund, pero no el capital, se mostraba de acuerdo con ella.

Todo esto ocurrió hace varios años. Lo último que supe de Sigmund es que aún dormía plácidamente, mientras Rachel disfrutaba de lo lindo en la Riviera. Como habréis comprendido, se trata de una mujer muy astuta, y creo que se da cuenta de las conveniencias de tener un marido que se conserve joven para la vejez.

A veces pienso que es una lástima que el tío Hymie nunca tuviera la oportunidad de revelar al mundo sus notables descubrimientos. Pero el caso de Sigmund demuestra que nuestra civilización no está aún madura para tales cambios, y espero no estar presente cuando otro fisiólogo lo intente de nuevo.

Harry miró el reloj.

—¡Dios mío! —exclamó—. No sabía que fuera tan tarde; estoy medio dormido.

Recogió su portafolios y, disimulando un bostezo, nos sonrió beatíficamente.

—Felices sueños a todos —dijo.