Una de las razones por las que nunca me muestro muy explícito con respecto a la situación exacta de «El Ciervo Blanco» es, para ser sincero porque no queremos más gente. No se trata simplemente de una actitud egoísta; tenemos que hacerlo para protegernos. En cuanto se propaga la noticia de que los científicos, editores y escritores de ciencia ficción se reúnen en un determinado lugar, empiezan a dejarse ver los tipos más extraños. Gente rara con nuevas teorías sobre el universo, personajes «iluminados» por la Dianética, (Dios sabe cómo serían antes), damas espirituales capaces de ponerse en plan clarividente a la cuarta ginebra… y éstos son los especímenes menos exóticos. Los peores son los Brujos Voladores; aún no se ha descubierto más antídoto contra ellos que llevarles al paredón.
En un día aciago, uno de los máximos portavoces de la religión del Platillo Volante descubrió nuestro escondrijo y cayó sobre nosotros con gritos estridentes de satisfacción. Sin duda pensó que aquí encontraría terreno fértil para sus actividades misioneras. Las personas ya interesadas en los vuelos espaciales, algunas de las cuales incluso escribían libros sobre su realización inmediata, serían presas fáciles. Abrió su maletín negro y sacó de él las últimas novedades sobre platillos volantes.
Se trataba de una buena colección. Había varias fotografías de platillos volantes tomadas por un astrónomo aficionado que vive al lado del Observatorio de Greenwich, y cuya cámara había registrado tal cantidad de naves espaciales, de todos los tamaños y formas, que uno se pregunta qué harán los profesionales del edificio vecino para justificar sus sueldos. A continuación nos mostró el testimonio de un caballero de Tejas que había mantenido recientemente una charla con los ocupantes de un platillo que se habían parado a descansar camino de Venus. Por lo visto, el lenguaje no había supuesto ningún inconveniente; diez minutos de agitar los brazos habían sido suficientes para pasar del «Yo, hombre. Esto, Tierra» a informaciones esotéricas sobre el uso de la cuarta dimensión en los viajes espaciales.
La obra maestra, sin embargo, era una exaltada carta de un personaje de Dakota del Sur a quien los extraterrestres, invitándole a subir a un platillo volante, habían llevado a dar una vuelta por la luna. Explicaba con cierta largueza cómo el platillo funcionaba impulsándose a través de líneas magnéticas, parecido a una araña escalando su tela.
Fue en ese momento cuando Harry Purvis se rebeló. Había escuchado con dignidad profesional unas historias que ni siquiera él se hubiera atrevido a inventar porque, como todo experto, conocía el límite de credulidad de su auditorio. Cuando oyó lo de las líneas de fuerza magnética, su formación científica pudo más que su abierta admiración por estos aventureros de última hora, e hizo un gesto de disgusto.
—Eso no tiene sentido —dijo—. Puedo demostrarlo; el magnetismo es mi especialidad.
—La semana pasada —replicó Drew con dulzura mientras llenaba dos vasos de cerveza a la vez— dijiste que tu especialidad es la estructura molecular.
Harry le dedicó una sonrisa de superioridad.
—Yo soy un especialista general —dijo con arrogancia—. Volviendo a donde estaba antes de la interrupción, lo que quiero dejar claro es que no existe semejante línea de fuerza magnética. Es una convención matemática, exactamente igual que las líneas de longitud y latitud. Si alguien asegurara haber inventado una máquina que funcionase moviéndose a través de paralelos de latitud, todos sabrían inmediatamente que estaba diciendo tonterías. Pero como muy pocas personas saben algo acerca del magnetismo, y como suena muy misterioso, idiotas como ese de Dakota del Sur engañan a la gente con estupideces tales como lo que acabamos de escuchar.
Hay algo muy característico de «El Ciervo Blanco»: podemos pelearnos, pero demostramos una solidaridad impresionante en momentos de crisis. Todos pensamos que había que hacer algo con el visitante intruso, aunque sólo fuera porque estaba interfiriendo en el serio asunto de beber. Los fanatismos de cualquier tipo tienen la cualidad de ensombrecer la reunión más alegre, y varios clientes habían mostrado signos de querer marcharse, a pesar de que aún faltaban dos horas para cerrar.
De modo que cuando Harry continuó su ataque, inventando la historia más descabellada que jamás haya contado en «El Ciervo Blanco», nadie le interrumpió ni trató de poner en evidencia los puntos débiles de la narración. Sabíamos que Harry lo hacía por todos nosotros, combatiendo el fuego con fuego, por así decirlo. Y como sabíamos que no esperaba que le creyésemos (si es que alguna vez lo esperó), simplemente nos arrellanamos en nuestros asientos dispuestos a divertirnos.
—Si quiere usted saber cómo se propulsa una nave espacial, y conste que no digo nada a favor ni en contra de la existencia de platillos volantes, será mejor que se olvide del magnetismo. La clave del asunto está en la gravedad; ésa es la fuerza básica del Universo, al fin y al cabo. Pero se trata de una fuerza muy astuta, que no se deja dominar con facilidad, y si no me cree, escuche lo que le ocurrió a un científico en Australia hace tan sólo un año. Supongo que no debería contárselo, porque no sé si aún es materia reservada, pero si surge algún problema juraré que no he dicho ni media palabra.
Los australianos, que como usted sabrá, siempre han sido auténticos linces para la investigación científica, mantenían un equipo que trabajaba con reactores rápidos, esas bombas atómicas amansadas que son mucho más compactas que las antiguas pilas de uranio. El jefe del grupo era un físico nuclear, joven y un tanto impetuoso, a quien llamaremos doctor Cavor. Ése no era su verdadero nombre, por supuesto, pero le cuadra perfectamente. Estoy seguro de que todos recordaréis al científico Cavor que aparecía en Los primeros hombres en la Luna, de Wells, y el maravilloso material que descubrió, la cavorita, capaz de contrarrestar la gravedad.
Me temo que nuestro querido Wells no profundizó demasiado en la cuestión de la cavorita. Tal y como él la presentaba, era insensible a la gravedad, de la misma forma en que una lámina de metal es insensible a la luz. Por tanto, cualquier cosa colocada por encima de una lámina horizontal de cavorita carecería de peso y flotaría en el espacio.
Pero no es tan simple. El peso representa energía —una cantidad enorme de energía— que no puede destruirse sin más ni más. Supone un tremendo esfuerzo conseguir que un objeto, incluso uno pequeño, no pese nada.
Las pantallas antigravitatorias del tipo de la cavorita, por tanto, son prácticamente imposibles; pertenecen al mismo grupo que el movimiento perpetuo.
—Tres amigos míos han construido máquinas de movimiento perpetuo —empezó a decir el intruso remilgadamente. Harry no le dejó ir más lejos. Ignorando la interrupción, prosiguió el relato.
—Nuestro doctor Cavor australiano no intentaba descubrir la antigravedad ni nada por el estilo. En ciencia pura, puede darse por seguro que nunca se descubre nada importante cuando se busca; en eso consiste la mitad de la diversión.
El doctor Cavor estaba interesado en producir potencia atómica; lo que encontró fue la antigravedad. Y pasó bastante tiempo antes de que se diera cuenta de lo que había descubierto.
Supongo que ocurrió de la siguiente manera: el diseño del reactor era nuevo y bastante audaz, con más de una posibilidad de que explotara al insertar las últimas piezas de material fisible. Por eso se acabó de montar por control remoto, en uno de los numerosos desiertos de Australia, y las últimas operaciones se observaron por televisión. No se produjo ninguna explosión; y en caso de haberse producido, habría originado un zafarrancho radiactivo muy desagradable, además de desperdiciar mucho dinero, pero no habría causado daño a nada salvo a la reputación de los fabricantes. Ocurrió algo mucho más complicado, y mucho más difícil de explicar.
Cuando la última pieza de uranio enriquecido quedó insertada y se tiró de las barras de regulación, y el reactor llegó al punto de criticidad, todo se paró. Los contadores de la sala de control remoto, a dos millas de distancia del reactor, bajaron a cero. La pantalla de televisión quedó en blanco. Cavor y sus colegas esperaron a que sonara la detonación, pero no se produjo. Se miraron unos a otros haciendo mil conjeturas y, sin cruzar una palabra, salieron de la cámara de control subterránea.
El edificio que albergaba el reactor no había sufrido ningún percance; allí seguía, en el desierto, un cubo de ladrillo normal y corriente, conteniendo un millón de libras en material fisible y varios años de diseño y desarrollo minuciosos. Cavor no perdió el tiempo. Cogió el todo terreno, puso en funcionamiento un contador Geiger portátil y fue inmediatamente a ver qué había ocurrido.
Recobró el conocimiento un par de horas más tarde en el hospital. No le había pasado nada, excepto un fuerte dolor de cabeza, que no era nada en comparación con los que su experimento le iba a procurar durante los próximos días. Parece ser que cuando llegó a una distancia de veinte pies del reactor, el coche había chocado con algo, produciendo un gran estrépito. Cavor quedó atrapado por el volante y consiguió una hermosa colección de moretones; lo curioso es que el contador Geiger no sufrió ningún desperfecto y continuó su cloqueo tranquilamente, sin detectar más que el fondo normal de rayos cósmicos.
A simple vista, podría parecer un accidente común y corriente, probablemente causado por el encuentro del coche con un bache. Pero, por fortuna para él, Cavor no conducía muy deprisa, y, además, no se encontró ningún bache en el lugar del accidente. El coche había chocado contra algo increíble. Se trataba de una pared invisible, el borde inferior de una cúpula semiesférica que rodeaba por completo al reactor.
Lanzaron piedras contra ella y caían al suelo resbalando por la superficie de la cúpula, que se extendía subterráneamente hasta donde pudieron excavar. Parecía que el reactor era el centro exacto de un caparazón esférico totalmente impenetrable.
Al llegarle estas maravillosas noticias, Cavor no esperó ni un minuto para saltar de la cama, ahuyentando a las enfermeras en todas direcciones. No tenía ni idea de lo que había pasado, pero le parecía mucho más emocionante que la vulgar pieza de ingeniería nuclear con que se había iniciado el asunto.
Os estaréis preguntando qué demonios tiene que ver una esfera de fuerza —como la llamaríais vosotros, los escritores de ciencia ficción— con la antigravedad. Me saltaré varios días para daros la respuesta que Cavor y su equipo descubrieron tras mucho esfuerzo y muchos galones de la potente cerveza australiana.
Al activar el reactor se produjo un campo antigravitatorio, por lo que todos los objetos en un radio de veinte pies se hicieron ingrávidos, y, de alguna forma misteriosa, el uranio había suministrado la enorme cantidad de energía requerida. Los cálculos demostraron que la cantidad de energía contenida en el reactor era suficiente para hacerlo posible. Seguramente la esfera de fuerza habría sido mayor si la fuente de potencia hubiera dispuesto de más ergios.
Veo que alguien está esperando para hacer una pregunta, así que me anticiparé. ¿Por qué no flotaba en el espacio la esfera ingrávida de aire y tierra? Bueno, la tierra se mantenía unida debido a su propia cohesión, por lo que no había razón alguna para que quedase a la deriva. El aire se veía obligado a permanecer en la zona de gravedad cero por una razón sorprendente y sutil, que nos lleva al punto esencial de este asunto.
Será mejor que os abrochéis los cinturones para oír lo que sigue, porque nos adentramos en una zona de baches. Quienes sepan algo sobre la teoría de la potencialidad no encontrarán ningún problema, y haré lo que pueda para facilitar las cosas al resto.
Los que hablan con facilidad sobre la antigravedad, no se paran a menudo a considerar sus implicaciones, así que recordemos algunos principios elementales. Como ya he dicho, el peso supone energía en grandes cantidades. Esto es debido enteramente al campo de gravedad de la tierra. Cuando se libera a un objeto de su peso, equivale a alejarlo de la gravedad terrestre. Cualquier ingeniero aeronáutico podría deciros cuánta energía se requiere para eso.
Harry se volvió hacia mí y dijo:
—Me gustaría utilizar una analogía que leí en uno de tus libros, Arthur, porque aclararía lo que estoy tratando de explicar; es la que compara la lucha contra la gravedad terrestre con el intento de salir de un abismo.
—Adelante —dije—. Al fin y al cabo, yo lo tomé del doctor Richardson.
—¡Ah! —replicó Harry—. Ya decía yo que era demasiado buena para ser original. En fin, sigamos. Con esta idea tan simple, lo entenderéis. Para alejar un cuerpo de la tierra se requiere tanto trabajo como para levantarlo cuatro mil millas contra la barrera de la gravedad normal. Lo que había dentro de la zona de fuerza creada por Cavor permanecía en la superficie de la tierra, pero era ingrávido. Por tanto, desde el punto de vista de la energía, se encontraba fuera del campo de gravedad terrestre. Era tan inaccesible como si estuviese en la cima de una montaña de cuatro mil millas de altura.
Cavor podía observar la zona de antigravedad desde un punto a varias pulgadas de distancia, pero para cruzar esas pocas pulgadas, necesitaría realizar un trabajo equivalente a escalar el Everest setecientas veces. No puede sorprendernos que el coche se detuviera con tanta rapidez. No lo había parado ningún objeto material, pero desde el punto de vista de la dinámica, puede decirse que había chocado contra un acantilado de cuatro mil millas de altura…
Esas miradas inexpresivas que veo a mi alrededor no se deben enteramente a que sea tan tarde. No importa, si no lo entendéis, confiad en mi palabra. No influirá en la comprensión de lo que sigue o, al menos, eso espero.
Cavor comprendió en seguida que había hecho uno de los descubrimientos más importantes del siglo, aunque tardó un poco en calcular exactamente lo que había ocurrido. La pista final para comprender la naturaleza antigravitatoria del campo se la dio el disparo de una bala de rifle, cuya trayectoria observaron a cámara lenta. Ingenioso, ¿no os parece?
El siguiente problema consistía en hacer experimentos con el generador del campo para descubrir lo que había ocurrido cuando el reactor empezó a funcionar. Y se trataba de un gran problema. El reactor estaba allí, a plena vista, a una distancia de veinte pies, pero para alcanzarlo necesitarían un poco más de energía que para llegar a la luna…
Cavor no se desanimó por esto ni por la inexplicable incapacidad del reactor para responder a ninguno de los controles remotos. Según su teoría, y utilizando unos términos un tanto confusos, el reactor había consumido toda la energía y, una vez establecido el campo antigravitatorio, se necesitaría poca o ninguna potencia para mantenerlo. Ésta era una de las múltiples cuestiones que sólo podrían resolverse mediante el examen sobre el terreno. Por las buenas o por las malas, el doctor Cavor tendría que trasladarse allí.
La idea inicial consistía en utilizar una carreta eléctrica, cuyo suministro de potencia se realizaría a través de unos cables que arrastraría tras de sí a medida que se adentrara en el campo. Un generador de cien caballos, funcionando ininterrumpidamente, durante diecisiete horas podría suministrar la energía suficiente para trasladar a un hombre de peso normal a través de los veinte pies del peligroso trayecto. Una velocidad de poco más de un pie por hora no es como para enorgullecerse, pero hay que tener en cuenta que un pie en el campo antigravitatorio equivalía a un ascenso vertical de doscientas millas.
La teoría era sólida, pero la carreta eléctrica no funcionó en la práctica. No tuvo tiempo siquiera de avanzar media pulgada por el campo, porque inmediatamente derrapó. La razón es evidente. Poseían la potencia, pero no la tracción. Ningún vehículo con ruedas puede escalar una pendiente de doscientas millas por pie.
Este pequeño retroceso no desanimó al doctor Cavor. En seguida comprendió que la solución estaba en producir la tracción en un punto situado fuera del campo. Para levantar un peso en vertical no se utiliza una carreta, sino un gato mecánico o hidráulico.
El resultado fue uno de los vehículos más extraños que jamás se hayan construido. En el extremo de una viga horizontal de veinte pies de largo colocaron una jaula, pequeña pero cómoda, provista de alimentos suficientes para varios días. Unas ruedas neumáticas la levantaban del suelo y esperaban que la jaula pudiera llegar hasta el centro del campo mediante el impulso de una máquina situada fuera de su radio de influencia. Tras mucho pensarlo, decidieron que la mejor máquina motriz sería una apisonadora corriente, e hicieron una prueba con unos conejos a los que colocaron en el compartimento de pasajeros. Fue una coincidencia bastante curiosa, y la causa de que los autores del experimento se debatieran entre dos extremos: como científicos, les hubiera gustado que los animales volvieran vivos, mientras que, como australianos, no se hubieran sentido menos contentos si volvieran muertos. Pero quizá esté exagerando… Aunque ya sabéis la inquina que los australianos tienen a los conejos.
La niveladora avanzaba lentamente hora tras hora, levantando el peso de la viga y su insignificante carga por la enorme pendiente. Era una escena extraordinaria: todo ese gasto de energía para transportar a dos conejos veinte pies a través de un plano totalmente horizontal. Observaron a los protagonistas del experimento durante toda la operación; parecían muy contentos e inconscientes de su papel histórico.
El compartimento de pasajeros llegó al centro del campo, permaneció allí durante una hora y después la viga retrocedió lentamente. Los conejos estaban vivos, con buena salud, y nadie se sorprendió de que volvieran seis en lugar de dos.
Naturalmente, el doctor Cavor insistió en ser el primer hombre que se aventurase en un campo de gravedad cero. Llenó el compartimento de balanzas de torsión, detectores de radiación y periscopios, con objeto de examinar el reactor. Dio la señal, la apisonadora comenzó su avance y así se inició el extraño viaje.
Había comunicación telefónica entre el compartimento de pasajeros y el mundo exterior. Las ondas de sonido ordinario no podían atravesar la barrera, por razones un tanto oscuras, pero tanto la radio como el teléfono funcionaban sin dificultad. Cavor iba informando de todo mientras avanzaba hacia el campo, describiendo sus reacciones y proporcionando la lectura de los instrumentos a sus colegas.
Lo primero que le ocurrió fue realmente perturbador, a pesar de que ya lo había previsto. Al recorrer las primera pulgadas, mientras traspasaba el borde del campo, la dirección de la vertical pareció oscilar. El término «arriba» ya no se refería al cielo, sino a la caseta del reactor. Cavor se sentía como si le estuvieran empujando por la pared de un acantilado vertical, con el reactor a veinte pies sobre su cabeza. Por primera vez, sus ojos y sus sentidos humanos le mostraban lo mismo que sus conocimientos científicos. Podía ver cómo el centro del campo se encontraba, en términos de gravedad, más alto que el lugar del que había partido. La imaginación no es capaz de representarse toda la energía que se necesitaba para escalar aquellos veinte pies de aspecto tan inocente, ni los cientos de galones de combustible que habían de quemarse para llevarle hasta allí.
No encontró nada interesante que comunicar durante el resto del viaje, y al fin, veinte horas después de haber empezado, Cavor llegó a su destino.
La pared de la caseta del reactor apareció ante sus ojos, pero él tuvo la impresión de encontrarse, no frente a una pared, sino frente a un suelo sin soportes, que sobresalía en ángulo recto del acantilado que acababa de escalar. La entrada se encontraba justo sobre su cabeza, como una escotilla hasta la cual tendría que trepar. No suponía ningún problema, porque el doctor Cavor era joven y fuerte, y estaba muy impaciente por descubrir cómo había creado aquel milagro.
Quizá demasiado impaciente, porque cuando trataba de abrirse camino hacia la puerta, se escurrió y cayó de la plataforma que le había conducido hasta allí.
Ésa fue la última vez que le vieron, pero no la última vez que le oyeron. ¡Ni mucho menos! Hizo un ruido terrible…
Entenderéis por qué al considerar la situación en que el infortunado científico se encontraba. Se habían utilizado cientos de kilowatios/hora para impulsarle, una cantidad suficiente como para hacerle llegar a la luna e incluso más lejos. Se había necesitado todo ese trabajo para llevarle al punto de potencial gravitatorio cero. En cuanto perdió los medios de soporte, esa energía empezó a reaparecer. Volviendo a la anterior analogía, tan pintoresca, el pobre doctor había resbalado desde el borde de la montaña de cuatro mil millas de altura a la que había ascendido.
Había desandado los veinte pies que había tardado casi un día completo en recorrer. ¡Qué caída, amigos! El equivalente exacto, en términos de energía, a una caída libre desde la más lejana estrella hasta la superficie de la tierra. Y todos sabéis la velocidad que un objeto adquiere en una caída semejante. Es la misma que se requiere para llegar hasta allí, la famosa velocidad de fuga. Siete millas por segundo, o veinticinco mil millas por hora.
Ésa era la velocidad del doctor Cavor cuando volvió al punto de partida. O, para ser más preciso, ésa es la velocidad que trataba de alcanzar involuntariamente. En cuanto sobrepasó Mach 1 o 2, la resistencia del aire empezó a presentar problemas. La pira funeraria del doctor Cavor fue el mejor y, sin duda, el único alarde meteórico que haya tenido lugar enteramente al nivel del mar…
Siento que esta narración no tenga un final feliz. De hecho, no tiene final, porque esa esfera de potencial gravitatorio cero permanece aún en el desierto australiano, sin hacer otra cosa más que provocar frustración tras frustración en círculos científicos y oficiales. No sé cómo esperan las autoridades mantenerlo en secreto por más tiempo. A veces pienso en el hecho curioso de que la montaña más alta del mundo se encuentre en Australia, y que, a pesar de tener una altura de cuatro mil millas, los aviones la sobrevuelan sin siquiera saber que está allí.
No les sorprenderá que Harry Purvis terminara su narración en este punto; ni él mismo podría alargarla, y nadie quería que lo hiciese. Todos, incluso los críticos más recalcitrantes, le mirábamos con admiración y respeto. Después he encontrado seis falacias de importancia capital en su descripción del destino frankensteiniano del doctor Cavor, pero entonces no se me ocurrieron. (Y no me propongo revelarlas ahora. Las dejaré, como en los libros de matemáticas, como un ejercicio para el lector). Lo que ganó nuestra gratitud eterna es el hecho de que, aun a costa de un ligero sacrificio de la verdad, había conseguido evitar que los Platillos Volantes invadieran «El Ciervo Blanco».
Ya era casi hora de cerrar, demasiado tarde para que el intruso iniciara un contraataque.
Es por eso que la continuación de la historia me parece un tanto injusta. Un mes más tarde, alguien trajo una publicación muy extraña a una de nuestras reuniones. La impresión y confección eran realmente buenas, hechas con habilidad profesional; pero era triste ver a qué fines servían. Se llamaba «Revelaciones sobre Platillos Volantes», y en la primera página daban cuenta detallada y completa de la historia que Purvis nos había contado. La habían publicado tal cual, y lo que es peor, al menos desde el punto de vista del pobre Harry, se citaba su nombre.
Desde entonces ha recibido 4.375 cartas sobre el asunto, la mayoría procedentes de California. En veinticuatro le acusaban de mentiroso; en 4.205 le creían a pies juntillas. (No pudo descifrar el resto, y su contenido es aún objeto de especulación).
Me temo que nunca llegó a recobrarse, y a veces pienso que va a emplear el resto de su vida en tratar de impedir que la gente se crea la única historia que nunca esperó que tomaran en serio.
Podría deducirse una moraleja de todo esto. Pero les juro que yo no soy capaz de encontrarla.