GUERRA FRÍA

Una de las cosas que hacen que los relatos de Harry Purvis sean tan convincentes es la exactitud de los detalles. Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso. He comprobado los lugares y las circunstancias —tuve que hacerlo para escribir estos cuentos— y todo parece encajar. ¿Cómo se explica? A no ser que…; pero juzguen Vds. mismos.

—Muchas veces he encontrado en los periódicos —empezó a decir Harry— retazos de información muy prometedores, cuyas consecuencias se descubren, a veces, varios años más tarde. Veamos un ejemplo muy adecuado. En la primavera de 1954 —verifiqué la fecha; era el 19 de abril— apareció la noticia de que se había encontrado un iceberg a la altura de la costa de Florida.

Recuerdo que al leerlo me pareció muy extraño. Como todos sabéis, la Corriente del Golfo tiene su origen en el estrecho de Florida; no me cabía en la cabeza cómo un iceberg podía haber llegado tan al sur sin derretirse. Pero lo olvidé casi por completo inmediatamente, pensando que se trataba de una de esas invenciones que los periódicos son tan aficionados a publicar cuando no encuentran noticias reales.

Hace poco más de una semana, me encontré a un amigo que había sido comandante de la Marina de los Estados Unidos, y me contó toda la historia. Es tan sorprendente que debería conocerse mejor, aunque estoy seguro de que muchos de vosotros no me creeréis.

Los que estéis al tanto de los asuntos internos americanos sabréis que la pretensión de Florida de ser el «Estado del Sol» se la disputan algunos de los otros cuarenta y siete miembros de la Unión.

No puede decirse que Nueva York o Maine o Connecticut sean rivales muy serios, pero el estado de California considera la pretensión de Florida casi como una ofensa personal, y hace cuanto puede para rebatirla. Los habitantes de Florida devuelven el golpe sacando a relucir las famosas nieblas de Los Ángeles, a lo que los californianos responden, con cierta sorna: «¿No va siendo hora de que tengáis otro huracán?», y de nuevo los floridanos contestan: «Podéis contar con nosotros para ayudaros en el próximo terremoto». Y así hasta el infinito.

Aquí es cuando mi amigo el comandante Dawson entra en escena. El comandante había prestado servicio en submarinos, pero ya estaba retirado. Trabajaba como asesor técnico en una película sobre las hazañas de la flota de submarinos, cuando le propusieron algo realmente extraño. No diré que la Cámara de Comercio de California respaldara el proyecto, porque podría considerarse como calumnia, pero podéis sacar vuestras propias conclusiones…

Desde luego, la idea era propia de un típico montaje de Hollywood. Así lo creí al principio, hasta que recordé cómo el viejo Lord Dunsany[8] había utilizado un tema similar para uno de sus relatos. Posiblemente el patrocinador californiano fuera un admirador de Jorkens, como yo.

La idea era maravillosa, osada y sencilla a la vez. Ofrecieron una considerable suma de dinero al comandante Dawson para que pilotase un iceberg artificial a Florida, más una prima si lograba mantenerlo en la playa de Miami en plena época de vacaciones.

No es necesario decir que el comandante aceptó rápidamente; había nacido en Kansas, por lo que podía considerar el asunto como una proposición estrictamente comercial. Reunió parte de su antigua tripulación, les hizo jurar que mantendrían el secreto y, tras largas esperas en los pasillos de Washington, consiguió que le prestaran un submarino en desuso. Fue a una importante empresa de aparatos de aire acondicionado, les convenció de su buena reputación y sano juicio, e hizo que le instalaran una cámara frigorífica en el interior de una ampolla en la cubierta del submarino.

Se necesita una cantidad de energía impresionante para obtener un iceberg sólido, incluso uno pequeño, por lo que tuvieron que adoptar ciertas medidas. Freda la Frígida —que así lo bautizaron— llevaría una capa exterior de hielo de dos pies de espesor, pero sería hueca. Tendría un aspecto impresionante desde el exterior, pero en su interior no sería más real que un decorado de Hollywood. Sin embargo, nadie podría descubrir sus secretos íntimos, a excepción del comandante y sus hombres. Lo soltarían a la deriva cuando los vientos y corrientes dominantes fueran favorables, durante el tiempo necesario para provocar la alarma y el desaliento previstos.

Por otra parte, había que resolver un sinfín de problemas prácticos. Se necesitarían varios días de refrigeración ininterrumpida para crear a Freda, y la botadura habría de llevarse a cabo lo más cerca posible de su objetivo. Esto significaba que el submarino —que llamaremos Marlin— tendría que utilizar una base no lejos de Miami.

Se consideraron los Cayos de Florida, pero inmediatamente se descartó esta posibilidad. No podría guardarse el secreto, porque el número de pescadores en esa zona excede al de mosquitos, y descubrirían el submarino rápidamente.

Incluso si el Marlin simulaba no ser más que un submarino de contrabandistas, no podría pasar desapercibido. Rechazaron el plan sin más cavilaciones.

El comandante tuvo que considerar otro problema. Las aguas costeras de Florida son poco profundas y, aunque el calado de Freda no excedería los dos pies, todo el mundo sabe que la mayor parte de un iceberg como Dios manda está sumergida. No resultaría muy realista un iceberg impresionante navegando sobre dos pies de agua. Bastaría para descubrir el truco inmediatamente.

No sé con exactitud cómo solucionó el comandante estos problemas técnicos, pero supongo que hizo varias pruebas en el Atlántico, lejos de las rutas de navegación. El iceberg al que se refería la noticia fue uno de sus primeros intentos. Ni Freda ni sus hermanos, por cierto, hubieran supuesto peligro alguno para la navegación; al ser huecos, se habrían roto con el choque.

Finalmente, todos los preparativos estuvieron listos. El Marlin se hizo a la mar en el Atlántico, a cierta distancia en dirección norte de Miami, con el equipo refrigerador a pleno rendimiento. Era una noche excepcionalmente clara, con la luna en cuarto creciente asomándose por el oeste. El Marlin no llevaba luces de navegación, pero el comandante Dawson mantenía una vigilancia muy estrecha para evitar posibles colisiones con otros barcos. En una noche como aquélla, sería posible eludirlos sin ser descubiertos.

Freda se encontraba aún en estado embrionario. Supongo que utilizaron el procedimiento de inflar una gran bolsa de plástico con aire frío y rociarla con agua hasta formar una capa de hielo. Retirarían la bolsa cuando el hielo tuviera el espesor suficiente como para mantenerse a flote por su propio peso. El hielo no es buen material desde el punto de vista estructural, pero no había necesidad de que Freda fuera muy grande. La Cámara de Comercio de Florida quedaría tan desconcertada ante un iceberg, por muy pequeño que éste fuera, como una mujer soltera ante un bebé.

El comandante Dawson se encontraba en la torreta, supervisando a los hombres que trabajaban con los rociadores de agua helada y los inyectores de aire frío. Estaban ya muy adiestrados en esta ocupación tan poco corriente, y se complacían en añadir pequeños toques artísticos aquí y allá, como por ejemplo reproducir a Marilyn Monroe en hielo, cosa que prohibió inmediatamente, aunque archivó la idea para futuros trabajos.

Unos segundos después de medianoche le sorprendió un fogonazo de luz en el cielo, hacia el norte, y se volvió justo a tiempo para ver desaparecer un destello rojo en el horizonte.

«¡Un avión, capitán!», gritó uno de los vigías. «¡Acaba de estrellarse!».

Sin vacilar, el comandante llamó a la sala de máquinas y viró rumbo al norte. Recordaba con precisión el lugar donde se produjo el destello y calculó que estaría sólo a unas cuantas millas de distancia. La presencia de Freda, que cubría la mayor parte de la popa, no afectaría demasiado a la velocidad y, de todos modos, no había forma alguna de deshacerse de ella con rapidez. Paró los congeladores para que los motores principales ganaran potencia y ordenó proseguir a toda máquina.

Al cabo de unos treinta minutos el vigía, utilizando unos prismáticos muy potentes, especiales para la oscuridad, descubrió algo sobre el agua.

«Todavía flota», dijo. «Desde luego se trata de un aeroplano, pero no veo ninguna señal de vida. Y creo que las alas se han desprendido».

Apenas había terminado de hablar cuando llegó el informe urgente de otro vigía.

«¡Mire, capitán, a treinta grados a estribor! ¿Qué es eso?».

El comandante Dawson se volvió bruscamente y le arrebató los prismáticos. Entonces observó un pequeño objeto oval girando sobre su eje, apenas visible sobre el agua.

«¡Vaya, vaya!», exclamó. «Me temo que tenemos compañía. Eso es una antena de radar; aquí hay otro submarino».

Inmediatamente se animó.

«A pesar de todo, es posible que nos mantengamos fuera de este asunto», comentó al segundo de a bordo. «Esperaremos hasta asegurarnos de que inician operaciones de rescate, y entonces nos largaremos». «A lo mejor tenemos que sumergirnos y abandonar a Freda. No olvide que ya nos habrán descubierto con el radar. Será mejor que disminuyamos la velocidad y nos comportemos como un auténtico iceberg».

Dawson asintió silenciosamente y dio la orden. Aquello empezaba a complicarse y podía ocurrir cualquier cosa en los próximos minutos. El otro submarino habría observado al Marlin como un simple puntito en la pantalla del radar, pero tan pronto como utilizaran el periscopio, el comandante empezaría las investigaciones y, entonces, la suerte estaría echada.

Dawson analizó la táctica a seguir. Decidió que lo mejor sería explotar al máximo su camuflaje. Dio la orden de virar, de tal manera que la popa del Marlin apuntase hacia el intruso aún sumergido. Cuando el otro submarino emergiera, su comandante se llevaría una sorpresa mayúscula al ver un iceberg, pero Dawson esperaba que estuviera demasiado ocupado con las operaciones de rescate como para preocuparse de Freda.

Dirigió los prismáticos hacia los restos del avión, y se llevó el segundo susto. Era un tipo de avión muy peculiar; había algo raro…

«Pero, ¡claro!», dijo Dawson al primer oficial. «Deberíamos haber pensado en esto, no se trata de un avión en absoluto. Es un proyectil de la base de Cacao… mire, ahí están las bolsas de flotación. Deben haberse inflado con el impacto, y el submarino está esperando aquí para recogerlo».

Acababa de recordar que había una base de lanzamiento de proyectiles en la costa este de Florida, en un lugar con un nombre tan curioso como Cacao, en el aún más curioso río Banana. Bueno, al menos nadie corría peligro, y si el Marlin se quedaba quietecito tendrían una ocasión inmejorable para divertirse.

Pararon los motores para poder controlar mejor la situación y mantenerse escondidos tras su camuflaje. Freda era lo suficientemente grande como para disimular la torreta, y desde lejos, incluso con mayor iluminación, el Marlin sería totalmente invisible. Existía una posibilidad terrible, sin embargo. El otro submarino podía bombardearlos si los consideraba un peligro para la navegación. Pero no; simplemente los denunciarían por radio a los guardacostas, lo que supondría una molestia, pero no una interferencia para sus planes.

«¡Aquí llega!», exclamó el primer oficial. «¿De qué clase es?».

Ambos miraron por los prismáticos, cuando el submarino, chorreando agua por los costados, emergió de las aguas ligeramente fosforescentes del océano. La luna casi había desaparecido, por lo que era difícil apreciar detalles. Dawson se alegró al ver que la antena del radar había dejado de girar y apuntaba hacia el proyectil. Sin embargo, había algo extraño en la forma de aquella torreta…

Dawson tragó saliva, se llevó el micrófono a los labios y susurró a los tripulantes perdidos en las entrañas del Marlin «¿Hay alguien ahí abajo que hable ruso…?».

Se produjo un largo silencio, tras el cual el oficial de máquinas trepó a la torreta.

«Yo hablo un poco, capitán», dijo. «Mis abuelos eran ucranianos. ¿Qué ocurre?».

«Eche un vistazo», contestó Dawson severamente. «Ahí abajo hay un pez muy interesante. Creo que deberíamos pescarlo…».

Harry Purvis tiene la enervante costumbre de pararse justo en el momento en que un relato va a llegar a su punto culminante y pedir otra cerveza o, más a menudo, hacer que alguien le invite a una. Le he visto hacerlo tantas veces, que puedo precisar cuándo va a llegar ese momento culminante por el nivel de cerveza de su vaso. Tuvimos que esperar, armados de paciencia, mientras reponía combustible.

—El comandante del submarino ruso tuvo muy mala suerte —dijo pensativamente—. Supongo que le fusilarían cuando regresó a Vladivostok, o donde fuera. Porque ¿qué comisión investigadora podría creer su historia? Si fue lo suficientemente estúpido como para contar la verdad, tendría que haber dicho: «Nos encontrábamos a la altura de la costa de Florida cuando un iceberg nos gritó en ruso: “¡Ustedes perdonen, pero creo que eso es nuestro!”». Como habría un par de miembros del Departamento de Vigilancia Militar a bordo, el pobre hombre tendría que inventarse algo, pero en cualquier caso, no sería muy convincente…

Tal y como Dawson había previsto, el submarino ruso huyó tan pronto como supo que había sido descubierto. Y, recordando que él era un oficial de la reserva, y que la obligación para con su país era más importante que cualquier compromiso contraído con un solo estado, el comandante del Marlin no pudo elegir más que un camino. Recogió el proyectil, descongeló a Freda, y puso rumbo a Cacao, previo envío de un mensaje por radio, que provocó gran agitación en el Departamento de Marina e inició una desbandada general de bombarderos hacia el Atlántico. Quizá Iván el Inquisitivo nunca llegó a Vladivostok, después de todo…

Las explicaciones consiguientes fueron un tanto embarazosas, pero supongo que el rescate del proyectil les parecería tan importante que nadie haría demasiadas preguntas acerca de la guerra privada del Marlin.

La arremetida contra Miami quedó en el olvido, al menos hasta la temporada siguiente. Es agradable saber que ni siquiera los patrocinadores del proyecto, a pesar de haber perdido mucho dinero, quedaron demasiado descontentos. Todos tienen un certificado firmado por el jefe de Operaciones Navales, agradeciéndoles los servicios prestados al país, aunque no se especifica de qué servicios se trata, y provocan tal envidia y confusión entre sus amigos de Los Ángeles, que no se desharían de ellos por nada del mundo…

Pero no debéis creer que el proyecto se ha olvidado por completo; conociendo a los publicitarios americanos, sería impensable. Freda estará inactiva ahora, pero algún día la reanimarán. Todos los planes están a punto, incluyendo detalles mínimos como la presencia casual de una unidad de filmación de Hollywood en la playa de Miami, cuando Freda aparezca en el Atlántico.

Ésta es una de esas historias que no desembocan en un final feliz. Ya han tenido lugar las escaramuzas preliminares, pero el desenlace está aún por llegar. A menudo, me pregunto: ¿Qué medidas tomará Florida contra los californianos cuando descubra lo que han tramado? ¿Alguna sugerencia?