Las aventuras de Harry Purvis contienen una especie de lógica disparatada que las hacen convincentes, precisamente porque resultan inverosímiles. A medida que sus relatos, complicados pero perfectamente hilados, van desarrollándose, uno se siente perdido en un mundo de maravillas. Todos pensamos que nadie tendría el valor de inventar cosas así; tales locuras sólo ocurren en la vida real, no en las novelas. Y, con este razonamiento, sus críticos quedan desarmados, o al menos, desconcertados, hasta el momento en que Drew grita: «La hora, señores, ¡por favoor!», y nos arroja al frío y duro mundo exterior.
Consideremos, por ejemplo, la extraña cadena de acontecimientos en los que Harry se vio envuelto en la siguiente aventura. Desde el punto de vista artístico, no había necesidad de comenzarla en Boston para concertar una cita cerca de la costa de Florida…
Parece ser que Harry ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos, y que tiene tantos amigos allí como en Inglaterra. A veces los trae a «El Ciervo Blanco», y también a veces son capaces de salir por su propio pie. Pero a menudo sucumben a la creencia de que la cerveza tibia es inofensiva. (Soy injusto con Drew; su cerveza no está tibia. Además, si uno insiste, recibe gratis un trozo de hielo del tamaño de un sello de correos).
Esta epopeya personal de Harry empezó, como ya he dicho, en Boston, Massachussets. Era huésped de un famoso abogado de Nueva Inglaterra, y un día su anfitrión le dijo, con esa naturalidad de los americanos:
—Vayamos a mi casa de Florida. Quiero tomar el sol un poco.
—Muy bien —contestó Harry, que nunca había estado en Florida. Para su sorpresa, treinta minutos después estaba a bordo de un Jaguar rojo, viajando rumbo al sur a una velocidad increíble.
El viaje en sí fue una heroicidad digna de un relato completo. De Boston a Miami hay la friolera de 1.568 millas, un número que, según Harry, ha quedado grabado en su corazón.
Cubrieron la distancia en treinta horas, acompañados a menudo por el sonido lejano de sirenas de coches-patrulla frustrados. De vez en cuando no les quedaba más remedio que hacer maniobras evasivas por cuestiones de táctica, y desviarse por carreteras secundarias. La radio del Jaguar conectaba con todas las emisoras de la policía, por lo que siempre estaban sobre aviso en caso de que planearan interceptarles el paso. Una o dos veces llegaron justo a tiempo de cruzar la línea divisoria de un Estado, y Harry se preguntaba qué pensarían los clientes de su anfitrión si supieran de la necesidad psicológica que le obligaba a alejarse de ellos. También se preguntaba si llegaría a ver Florida, o si continuarían a esta velocidad por la autopista número 1 hasta precipitarse en el océano en Cayo Oeste.
Por fin se pararon a sesenta millas al sur de Miami, en los Cayos, esa línea larga y delgada de islas en el extremo inferior de Florida. El Jaguar se salió repentinamente de la carretera y serpenteó por un camino desigual abierto entre los mangles. El camino terminaba en una amplia explanada al borde del mar, con un muelle, un yate de treinta y cinco pies, una piscina y una moderna casa de estilo ranchero. Era un bonito escondite, y Harry estimó su precio en no menos de cien mil dólares.
No vio casi nada del lugar hasta el día siguiente, porque cayó rendido en la cama. Le parecía que acababa de acostarse cuando le despertó un sonido parecido a una fábrica de calderas en funcionamiento. Se duchó y vistió lentamente, y cuando salió de su habitación se hallaba ya casi recuperado del todo. No parecía haber nadie en la casa, por lo que decidió salir a explorar.
Para entonces ya había aprendido a no sorprenderse por nada, así que apenas alzó las cejas al encontrar a su anfitrión atareado en el muelle, enderezando el timón de un submarino minúsculo, evidentemente de construcción casera. La pequeña embarcación tenía unos veinte pies de largo y una torreta con grandes ventanas de observación; llevaba el nombre de Pompano [4] pintado en la proa.
Harry reflexionó un rato, y decidió que no había nada realmente extraño en todo aquello. Todos los años vienen a Florida alrededor de cinco millones de visitantes con la intención de deslizarse o sumergirse en el mar. Su anfitrión era uno de esos afortunados que pueden dedicarse a su pasatiempo favorito a lo grande.
Harry observó el Pompano durante algún tiempo y, de pronto, se le ocurrió una idea inquietante:
—George —dijo— ¿no esperarás que me meta en esa cosa, verdad?
—Pues claro —contestó George, dando un golpe final al timón—. ¿Por qué estás preocupado? He ido mar adentro con él miles de veces; es tan seguro como una casa. Y, además, no navegaremos a más de veinte pies de profundidad.
—En algunas circunstancias, incluso seis pies de agua son más que suficientes —replicó Harry—. Además, ¿nunca te he hablado de mi claustrofobia? Me afecta con especial intensidad en esta época del año.
—Tonterías —dijo George—. Te olvidarás de todo eso en cuanto estemos en los arrecifes —se levantó y observó su obra; después dijo con un suspiro de satisfacción—. Parece que está bien. Vamos a desayunar.
Durante los treinta minutos siguientes, Harry se enteró de muchas cosas acerca del Pompano. George lo había diseñado y construido él sólo, y el potente motorcito podía alcanzar cinco nudos cuando el submarino estaba totalmente sumergido. Tanto la tripulación como la maquinaría obtenían el aire necesario a través de un tubo de respiración, por lo que no había que preocuparse de motores eléctricos ni de un suministro de aire independiente. La longitud del tubo de respiración limitaba la inmersión a veinticinco pies, pero en aquellas aguas tan poco profundas no suponía un problema importante.
—He utilizado muchas ideas nuevas —dijo George con entusiasmo—. Esas ventanas, por ejemplo; fíjate en el tamaño. Te permiten una visión perfecta, y sin embargo, son seguras. He utilizado el sistema de aire comprimido para igualar la presión en el interior del Pompano y la del agua en el exterior, y así no puede producirse ningún daño en el casco o las escotillas.
—¿Qué sucedería si quedáramos atascados en el fondo? —preguntó Harry.
—Abriríamos la puerta y saldríamos, por supuesto. Llevo un par de equipos de buzo de repuesto, una balsa salvavidas y una radio impermeable, de modo que podríamos pedir socorro si nos encontráramos en apuros. No te preocupes, he pensado en todo.
—Eso es lo que siempre se dice —murmuró Harry. Pero pensó que después de la carrera desde Boston, su vida debía estar protegida por algún misterioso sortilegio; probablemente, el mar sería un lugar más seguro que la carretera nacional número 1 con George al volante.
Se familiarizó a fondo con los dispositivos de escape antes de salir, y se alegró mucho al ver lo bien diseñado y construido que parecía aquel aparatito. El hecho de que el autor de semejante pieza de ingeniería naval fuera un abogado no le extrañó en absoluto. Harry había descubierto hacía mucho tiempo que gran número de americanos ponían tanto interés en sus pasatiempos como en sus profesiones.
Salieron lentamente del pequeño puerto, manteniéndose en los límites señalados hasta alejarse de la costa. El mar estaba en calma, y a medida que iban dejando atrás la playa, el agua se hacía más transparente. Desaparecieron de su vista las brumas de coral pulverizado que nublaban las aguas costeras, donde las olas rompían incesantemente contra la arena. Al cabo de treinta minutos llegaron a los arrecifes, que formaban una especie de centón sobre el que los peces de colores pirueteaban de un lado a otro. George cerró las escotillas, abrió la válvula de flotación y exclamó alegremente: —¡Allá vamos!
Se desprendió el sedoso y arrugado velo, agitándose junto a la ventana, distorsionando la visión por un momento… y luego, allí estaban, inmersos en el mundo marino, no como extraños que lo contemplan desde fuera, sino como habitantes de él. Flotaban sobre un valle cubierto de arena, rodeado por colinas de coral. El valle era estéril, pero las colinas a su alrededor parecían vivas, con criaturas que se deslizaban y nadaban entre el coral. Peces deslumbrantes como anuncios de neón vagaban perezosamente entre animales que semejaban arbustos. Aquel mundo quitaba la respiración y daba una impresión de paz total. No había prisas, ni signo alguno de lucha por la existencia. Harry sabía que era una ilusión, pero durante el tiempo que permanecieron sumergidos no vio que un solo pez atacara a otro. Se lo dijo a George, que comentó: —Sí, eso siempre me ha llamado la atención en los peces. Parecen tener horas fijas para comer. Se pueden ver barracudas nadando tranquilamente, y si el gong de la comida no ha sonado todavía, los otros peces no les prestarán ninguna atención.
Una raya, fantástica mariposa negra, aleteaba entre la arena, manteniendo el equilibrio con su larga cola, parecida a un látigo. Las sensitivas antenas de una langosta asomaban cautelosamente por una abertura del coral; aquellos movimientos exploratorios recordaron a Harry a un soldado que comprueba la presencia de francotiradores con el sombrero en un palo. Había tanta vida, y de tantas clases, apretada en aquel lugar, que llevaría muchos años de estudio clasificarlas todas.
El Pompano cruzaba el valle muy lentamente, y George comentaba constantemente lo que iban viendo.
—Antes hacía esto con el equipo de buzo —dijo— pero un día pensé que sería muy agradable sentarme cómodamente y tener un motor que me empujara. De ese modo podría estar fuera todo el día, comer durante el camino, usar las cámaras y no preocuparme si un tiburón me rondaba. Mira esas algas, ¿habías visto un azul tan brillante en tu vida? Además, podría traer a mis amigos y hablar con ellos. Los equipos de buzo tienen un gran inconveniente: tienes que permanecer sordo y mudo y hablar por señas. ¡Mira esos ángeles de mar! Un día voy a tender una red para pescar algunos. ¡Fíjate, es cómo si desapareciesen cuando se ponen de perfil! Otra de las razones por las que construí el Pompano es porque quiero buscar barcos hundidos. Hay cientos en esta zona; es un auténtico cementerio. El Santa Margarita está sólo a unas cincuenta millas de aquí, en la bahía de Biscayne. Se hundió en 1595 con siete millones de dólares de plata a bordo.
Y a la altura de Cayo Largo, hay nada menos que sesenta y cinco millones, en el lugar donde naufragaron catorce galeones en 1715. El problema es que la mayoría de esos barcos están destrozados y cubiertos de coral, por lo que no serviría de mucho localizarlos. Pero sería divertido intentarlo.
Para entonces Harry había empezado a entender la psicología de su amigo. No se le podía haber ocurrido una manera mejor de evadirse de su profesión de abogado en Nueva Inglaterra. George era un romántico reprimido, aunque no tan reprimido, pensándolo bien.
Navegaron felizmente durante un par de horas, sin exceder nunca de una profundidad de cuarenta pies. Una vez se pararon sobre una deslumbrante extensión de coral roto y se tomaron un descanso para comer bocadillos de embutido y beber unos vasos de cerveza.
—Un día bebí cerveza de jengibre aquí abajo —dijo George—. Cuando subí a la superficie, el gas que había acumulado se dilató y sentí algo muy extraño. Voy a probar con champán alguna vez.
Harry se estaba preguntando qué podía hacer con las botellas vacías cuando el Pompano pareció sumirse en una especie de eclipse, a medida que una sombra pasaba por encima. Miró hacia arriba a través de la ventana de observación y descubrió un barco que se deslizaba lentamente a veinte pies sobre sus cabezas.
No existía peligro de que chocaran, porque habían bajado el tubo de respiración y de momento tenían suficiente aire. Harry nunca había visto un barco desde abajo, por lo que aquello suponía otra nueva experiencia para añadir a las muchas que había adquirido aquel día.
Se sintió orgulloso porque, a pesar de su ignorancia en cuestiones náuticas, reconoció tan rápidamente como George lo que había de extraño en aquel barco que navegaba sobre ellos. En lugar de una hélice normal, tenía un largo túnel que ocupaba toda la quilla. Al pasar por encima de ellos, el Pompano se bamboleó debido a la súbita corriente de agua.
—¡Cielo santo! —exclamó George mientras sujetaba los controles—. Parece una especie de sistema de propulsión a chorro. Ya era hora de que alguien lo intentara. Vamos a echar un vistazo.
Levantó el periscopio, y vieron que el barco llevaba el nombre de Valency[5]
—Qué nombre tan curioso —dijo—. ¿Qué significa?
—Yo diría que significa que el propietario es un químico —contestó Harry—, excepto por el pequeño detalle de que ningún químico sería capaz de ganar tanto dinero como para comprarse un barco así.
—Voy a seguirlo —decidió George—. Sólo lleva una velocidad de cinco nudos, y me gustaría saber cómo funciona ese chisme.
Elevó el tubo de respiración, puso el motor en funcionamiento, e inició la persecución. Al cabo de poco tiempo, el Pompano se acercó a una distancia de cincuenta pies del Valency, y Harry se sintió como el comandante de un submarino a punto de lanzar un torpedo. No podían fallar desde esa distancia.
En realidad, casi hicieron un disparo directo. Porque el Valency redujo lentamente su velocidad hasta pararse, y antes de que George pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido, estaban pegados contra uno de sus flancos.
—¡Ni una señal! —se quejó sin mucha lógica. Unos minutos después estuvo claro que la maniobra no se debía a ningún accidente. Un cable descendió limpiamente sobre el tubo de respiración del Pompano, que quedó enganchado. No les quedaba más remedio que emerger tímidamente.
Por fortuna, sus captores eran hombres razonables, y creyeron lo que les contaron. Quince minutos después de subir a bordo del Valency, George y Harry estaban sentados en el puente de mando, y un camarero uniformado les servía un aperitivo mientras escuchaban atentamente las teorías del doctor Gilbert Romano.
Aún se sentían un poco intimidados ante la presencia del doctor Romano; era como encontrarse con un Rockefeller o un Du Pont. El doctor era un fenómeno prácticamente desconocido en Europa y poco común incluso en los Estados Unidos: el gran científico que había llegado a ser incluso más importante como hombre de negocios. Tenía casi ochenta años y acababa de abandonar —tras una lucha considerable— la presidencia de la enorme compañía de ingeniería química que él había fundado.
Es divertido, nos dijo Harry, observar las sutiles distinciones sociales que producen las diferencias de riqueza, incluso en el país más democrático. Según el criterio de Harry, George era muy rico; tenía unos ingresos de alrededor de cien mil dólares anuales. Pero el doctor Romano se encontraba en otra escala de riqueza totalmente distinta, y había que tratarle de acuerdo con ella, con una especie de respeto amistoso que nada tenía que ver con el servilismo. Por su parte, el doctor era poco ceremonioso; nada en su persona daba la impresión de riqueza, si dejaban a un lado trivialidades tales como el tener un yate de ciento cincuenta pies.
El hecho de que George tuviera trato familiar con la mayoría de los compañeros de negocio del doctor, ayudó a romper el hielo y a establecer la inocencia de sus intenciones. Harry pasó media hora muy aburrida escuchando discusiones de negocios cuyo ámbito abarcaba casi la mitad de los Estados Unidos, y que se referían a lo que Fulano había hecho en Pittsburg, a quién se encontró Mengano en el Club de Banqueros de Houston, y a que Perengano había coincidido con Eisenhower jugando al golf en Augusta.
Se asomaba a un mundo misterioso en el cual unos cuantos hombres, que, al parecer, habían ido a la misma universidad o al menos pertenecían al mismo club, detentaban enorme poder. Harry no tardó en comprender que George no se mostraba amable con el doctor Romano sólo por buena educación. George era un abogado demasiado listo como para perder la oportunidad de un buen testamento, y parecía haber olvidado por completo la intención original de su expedición.
Harry tuvo que esperar a que se produjera una pausa adecuada en la conversación para mencionar el tema que realmente le interesaba. Cuando el doctor Romano cayó en la cuenta de que estaba en presencia de otro científico, abandonó en seguida las finanzas y fue George quien quedó al margen de la conversación.
Lo que extrañaba a Harry era que un químico tan famoso estuviera interesado en la propulsión marina. Como era una persona que iba derecha al grano, interrogó al doctor sobre ello. Por un momento, el científico pareció un poco avergonzado, y Harry estuvo a punto de pedir disculpas por su curiosidad —lo que habría supuesto una hazaña por su parte—. Pero antes de que pudiera hacerlo, el doctor Romano se excusó y desapareció en el puente.
Volvió cinco minutos después con una expresión satisfecha, y continuó como si nada hubiera ocurrido.
—Una pregunta muy normal, señor Purvis —dijo ahogando una risita—. Yo lo hubiera preguntado en su lugar. Pero, ¿espera realmente que le conteste?
—Bueno, sólo tenía una vaga esperanza —confesó Harry.
—Pues voy a sorprenderle…, por partida doble. Le voy a contestar y a demostrarle que no estoy apasionadamente interesado en la propulsión marina. Esas protuberancias en el fondo del barco que usted ha inspeccionado con tanto interés, contienen la hélice, pero también contienen algo más.
—Permítame darle —continuó el doctor Romano, que para entonces empezaba a animarse con el tema— unos cuantos datos elementales sobre el océano. Podemos ver una gran parte desde aquí, varias millas cuadradas. ¿Sabe usted que cada milla cúbica de agua marina contiene ciento cincuenta millones de toneladas de minerales?
—Francamente, no —contestó George—. Es impresionante.
—A mí me impresionó durante mucho tiempo —prosiguió el doctor—. Removemos la tierra en busca de metales y sustancias químicas, mientras que todos los elementos existentes pueden encontrarse en el agua del mar. El océano, en realidad, es una especie de mina universal inagotable. Podemos saquear la tierra, pero nunca vaciaremos el mar.
Los hombres ya han empezado a explotar las posibilidades mineras del mar. Las Industrias Químicas Dow llevan recogiendo bromuro desde hace años; cada milla cúbica contiene aproximadamente trescientas toneladas. Recientemente, hemos empezado a ocuparnos de los cinco millones de toneladas de magnesio por milla cúbica. Pero eso es sólo el principio.
El gran problema práctico consiste en que la mayoría de los elementos que contiene el agua marina se presentan en concentraciones muy bajas. Los primeros siete elementos constituyen alrededor del noventa y nueve por ciento del total, y el resto contiene todos los metales útiles, excepto el magnesio.
Toda la vida me había preguntado qué podríamos hacer al respecto, y la respuesta me llegó durante la guerra. No sé si ustedes estarán familiarizados con las técnicas utilizadas en el campo de la energía atómica para separar cantidades minúsculas de isótopos en disolución; algunos de estos métodos son todavía secretos.
—¿Se refiere a las resinas de intercambio iónico? —aventuró Harry.
—Bueno…, algo parecido. Mi empresa desarrolló algunas de estas técnicas para cuestiones relacionadas con la energía atómica, y en seguida comprendí que podían tener aplicaciones más importantes. Varios de mis hombres más brillantes se pusieron a trabajar sobre ello y construyeron lo que denominamos una «criba molecular». Es una expresión muy descriptiva; en cierto modo, se trata de una auténtica criba, y podemos colocarla de tal manera que seleccione lo que nos interesa. Su funcionamiento está basado en unas teorías de mecánica ondulatoria muy avanzadas, pero el producto final es ridículamente simple. Elegimos cualquier componente del agua marina y lo hacemos pasar por la criba. Con varias unidades trabajando en series, podemos recoger un elemento tras otro. El grado de rendimiento es muy alto, y el consumo de potencia, mínimo.
—Ya sé —exclamó George—. ¡Extraen oro del agua marina!
—¡Bah! —dijo el doctor Romano con un bufido de menosprecio tolerante—. Tengo mejores cosas en que emplear mi tiempo. Además, ya hay demasiado oro en el mundo. A mí me interesan los metales comercialmente útiles, los que nuestra civilización necesitará desesperadamente dentro de dos generaciones. Y además, incluso con mi criba no merecería la pena buscar oro. Sólo hay unas cincuenta libras en cada milla cúbica.
—¿Qué me dice del uranio? —preguntó Harry—. ¿O es aún más escaso?
—Preferiría que no hubiera formulado esa pregunta —replicó el doctor Romano con una alegría que lo contradecía—. Pero como puede encontrarlo en cualquier biblioteca, no me importa decirle que el uranio es doscientas veces más numeroso que el oro. Alrededor de siete toneladas por milla cúbica; una cifra bastante interesante. Así que, ¿para qué molestarse en buscar oro?
—Desde luego, ¿para qué? —repitió George.
—Además —prosiguió el doctor Romano—, incluso con la criba molecular, tenemos que enfrentarnos al problema de procesar enormes cantidades de agua marina. Hay varias maneras de solucionar esto; mediante la construcción de estaciones de bombeo gigantes, por ejemplo. Pero siempre me ha gustado matar dos pájaros de un tiro, y el otro día hice unos cálculos con un resultado sorprendente. Descubrí que cada vez que el Queen Mary cruza el Atlántico, las hélices trituran alrededor de un diez por ciento de milla cúbica de agua. En otras palabras, quince millones de toneladas de minerales. O, refiriéndonos a lo que usted tan indiscretamente acaba de mencionar, casi una tonelada de uranio en cada travesía del Atlántico. No está mal ¿verdad?
Me pareció que todo lo que necesitaríamos para crear una planta móvil de extracción sería poner la hélice de cualquier barco en el interior de un tubo, que impulsaría la corriente de la hélice hacia una criba. Por supuesto, se pierde un poco de potencia propulsora, pero la unidad experimental funciona muy bien. No conseguimos tanta velocidad como antes, pero mientras más lejos naveguemos, más dinero haremos con estas operaciones mineras. ¿No cree que las compañías navieras lo encontrarían muy atractivo? Pero eso es algo accesorio. Estoy deseando construir plantas extractoras flotantes que recorran el océano hasta llenar sus depósitos con todo lo imaginable. Cuando llegue ese día, podremos dejar de destrozar la tierra, y toda nuestra escasez de materiales habrá acabado. Todo vuelve al mar a la larga, y una vez que hayamos abierto el baúl del tesoro, estaremos listos para la eternidad.
Por un momento se hizo el silencio en el puente, salvo por el tintineo del hielo en los vasos, mientras los huéspedes del doctor Romano contemplaban aquella perspectiva tan brillante. De pronto, a Harry se le ocurrió algo.
—Éste es uno de los inventos más importantes de que he tenido noticia —dijo—. Por eso me parece un poco raro que haya confiado en nosotros tan plenamente. Después de todo, somos unos perfectos desconocidos, y ¿quién le dice a usted que no seamos espías?
El viejo científico se río alegremente.
—No se preocupe por eso, hijo —aseguró a Harry—. Ya he llamado a Washington para que mis amigos comprobaran su identidad.
Harry parpadeó, y en seguida comprendió cómo lo había hecho. Recordó la breve desaparición del doctor Romano, y se imaginó lo que había ocurrido. Una llamada radiofónica a Washington, un senador que se habría comunicado con la Embajada, el representante del Ministerio de Aprovisionamientos que habría puesto su granito de arena, y en cinco minutos, el doctor tuvo el informe deseado. Sí, los americanos son muy eficientes, es decir, los que tienen dinero para serlo.
Fue entonces cuando Harry se dio cuenta de que ya no estaban solos. Un yate mucho mayor y más impresionante que el Valency navegaba en dirección a ellos, y al cabo de unos cuantos minutos, pudo leer el nombre: Sea Spray[6]. Pensó que tal nombre evocaba velas ondeantes, más que motores ruidosos, pero no cabía duda de que el Spray era realmente bonito. Comprendía las miradas de envidia que tanto George como el doctor Romano le dirigían.
El mar estaba tan calmo que los dos yates se situaron costado contra costado, y tan pronto como entraron en contacto, un hombre de aspecto enérgico y bronceado por el sol, de unos cincuenta años, saltó sobre la cubierta del Valency. Avanzó hacia el doctor Romano a grandes zancadas, le estrechó la mano vigorosamente y dijo:
—Bueno, viejo sinvergüenza, ¿qué te propones? —y miró después con ojos inquisitivos al resto de los presentes. El doctor hizo las presentaciones; al parecer, se trataba del profesor Scott McKenzie, que navegaba en su yate desde Cayo Largo.
—¡Oh, no! —pensó Harry—. ¡Esto es demasiado! No puedo soportar más de un científico millonario al día.
Pero no había forma de escaparse. Es cierto que McKenzie no frecuentaba los claustros académicos, y sin embargo, era un auténtico profesor que ocupaba la cátedra de Geofísica en una universidad de Tejas. Pero el noventa por ciento de su tiempo lo dedicaba a las grandes compañías petroleras y a su propia compañía consultora.
Las balanzas de torsión y los sismógrafos debían de haberle reportado grandes beneficios. A pesar de ser mucho más joven que el doctor Romano, tenía más dinero que él, por estar en una industria de expansión mucho más rápida. Harry supuso que las peculiares leyes sobre impuestos del estado soberano de Tejas también desempeñaban un importante papel… Parecía muy improbable que aquellos dos magnates científicos se hubieran encontrado por pura casualidad, y Harry esperó a ver qué nueva trampa estarían tramando.
Durante algún tiempo sólo hablaron de generalidades, pero era evidente que el profesor McKenzie sentía gran curiosidad acerca de los otros invitados del doctor. Poco después de que se los presentara, volvió a su barco, excusándose, y Harry comenzó a lamentarse en su interior. Si la Embajada recibía la petición de dos informes sobre él en el espacio de media hora, se preguntarían qué es lo que se traía entre manos. Incluso el FBI empezaría a sospechar algo, y entonces, ¿cómo iba a sacar del país los veinticuatro pares de medias de nylon que había prometido?
Harry encontró fascinante estudiar la relación entre los dos científicos. Parecían una pareja de gallos de pelea, luchando por la victoria. Romano trataba al hombre más joven con una rudeza que, según sospechó Harry, ocultaba admiración, muy a su pesar. El doctor Romano era un ecologista casi fanático, y desaprobaba abiertamente las actividades de McKenzie y sus jefes.
—Sois una pandilla de ladrones —dijo en una ocasión—; estáis agotando los recursos de este planeta, y no os importa lo más mínimo la próxima generación.
—¿Y qué ha hecho la próxima generación por nosotros? —fue la poco original respuesta de McKenzie.
El combate duró casi una hora, en su mayor parte sin que Harry supiera de qué se trataba. Se preguntó por qué George y él permanecían allí sentados, hasta que, al cabo de un rato, empezó a comprender la táctica del doctor Romano. Era un oportunista genial; se sentía muy contento de que ambos estuvieran presentes, sólo para preocupar al profesor McKenzie y obligarle a que se preguntara qué nuevos negocios tenía Romano en mente.
Dejó que se deslizara en la conversación el asunto de la criba molecular, poquito a poco, como si no fuera realmente importante y lo mencionara de pasada. Pero el profesor McKenzie lo captó en seguida, y mientras más evasivo se mostraba Romano, más insistía su adversario. Estaba jugueteando a propósito y, aunque el profesor McKenzie lo sabía perfectamente, no podía evitar seguir el juego del científico más viejo.
El doctor Romano hablaba del aparato de una forma un tanto indirecta, como si se tratara de un proyecto futuro en lugar de un hecho. Perfiló sus tremendas posibilidades, y explicó cómo todas las demás formas de explotación minera quedarían anticuadas, además de anular para siempre el peligro de la escasez de metales.
—Si es tan bueno —dijo McKenzie—, ¿por qué no lo has puesto en práctica?
—¿Qué crees que estoy haciendo en la Corriente del Golfo? —replicó el doctor—. Echa un vistazo a esto.
Abrió un cajón situado bajo el equipo de sonar, sacó una barra pequeña de metal y se la pasó a McKenzie. Parecía plomo y, evidentemente, era muy pesado. El profesor lo levantó y dijo inmediatamente:
—Uranio. ¿Quieres decir que…?
—Sí. Y hay mucho más en el lugar del que procede —se volvió hacia el amigo de Harry y le dijo—: George, ¿qué le parecería llevar al profesor a su submarino para que observe cómo funciona el asunto? No podrá ver mucho, pero le demostrará que el negocio está en marcha.
McKenzie estaba aún tan pensativo, que ni siquiera le chocó la idea de un submarino privado. Volvió a la superficie al cabo de quince minutos, habiendo visto lo suficiente como para despertarle el apetito.
—Lo primero que quiero saber —le espetó a Romano— es por qué me enseñas esto a mí. Es lo más importante que haya ocurrido jamás; ¿por qué no se hace responsable tu empresa?
Romano dio un pequeño resoplido de disgusto.
—Ya sabes que me he peleado con el consejo de administración. Y además, esa pandilla de vejestorios no serían capaces de encargarse de algo tan importante. Me fastidia tener que admitirlo, pero vosotros, los piratas de Tejas, sois los tipos adecuados para este asunto.
—¿Se trata de un negocio exclusivamente tuyo?
—Sí; la empresa no sabe nada, y yo he invertido medio millón de mi bolsillo. Es una especie de pasatiempo. Pensé que alguien debería reparar los daños que se están produciendo, la violación de continentes enteros por personas como…
—De acuerdo. Ya conozco la historia, y sin embargo, ¿estás decidido a dárnoslo?
—¿Quién ha hablado de dar?
Se produjo un silencio tenso. Entonces McKenzie dijo cautelosamente:
—Por supuesto, no tengo que decirte que estaríamos interesados, muy interesados. Si nos proporcionas las cifras correspondientes a rendimiento, tantos por ciento de extracción, y demás datos relevantes —no tienes que darnos detalles técnicos, si no quieres—, podríamos iniciar las negociaciones. No puedo hablar por mis socios, pero estoy seguro de que podrían reunir suficiente dinero como para firmar un trato…
—Scott —le interrumpió Romano, con un deje de cansancio en la voz que por primera vez reflejaba su edad—. No me interesa hacer un negocio con tus socios. No tengo tiempo para discutir con los jefes y sus abogados y los abogados de sus abogados. He hecho eso durante cincuenta años y, créeme, estoy cansado. Éste es mi negocio. Se ha llevado a cabo con mi dinero, y todo el equipo está en mi barco. Quiero hacer un trato personal, directamente contigo. A partir de entonces, tú te encargarás del asunto.
McKenzie parpadeó.
—No puedo encargarme de algo tan importante yo solo —protestó—. Por supuesto, te agradezco la oferta, pero si realmente es como tú lo describes, vale billones. Y yo no soy más que un pobre y honrado millonario.
—No me interesa el dinero. ¿Qué haría con él a mi edad? No, Scott, sólo hay una cosa que deseo, y la quiero ahora, en este mismo momento. Dame el Sea Spray y quédate con mi aparato.
—¡Estás loco! Incluso con la inflación podrías construir un Spray por menos de un millón. Y tu proceso debe valer al menos…
—No quiero discutir, Scott. Lo que dices es verdad, pero soy viejo y tengo prisa, y tardarían un año en construir un barco como el tuyo. He querido tenerlo desde que me lo enseñaste en Miami. Mi propuesta es que te traslades al Valency, con todo el equipo y todos los materiales. Sólo tardaríamos una hora en cambiar de lugar nuestros efectos personales; tenemos aquí a un abogado para legalizarlo. Después pondré rumbo al Caribe, bajaré por las islas y cruzaré el Pacífico.
—¿Estás completamente decidido? —preguntó McKenzie con preocupación.
—Sí. Lo tomas o lo dejas.
—No me había visto ante un negocio tan descabellado en mi vida —dijo McKenzie con cierta petulancia—. Por supuesto que lo tomo. Ya sé que eres más terco que una mula.
La siguiente hora transcurrió en medio de una actividad febril. Los sudorosos miembros de la tripulación iban y venían cargados con maletas y fardos, mientras el doctor Romano permanecía sentado felizmente en medio de la confusión que había provocado, con una sonrisa beatífica en su cara arrugada y vieja. George y el profesor McKenzie hicieron un aparte para arreglar las cuestiones legales, y volvieron con un documento que el doctor Romano firmó sin apenas mirarlo.
Empezaron a aparecer cosas inesperadas procedentes del Sea Spray, tales como un maravilloso visón mutante y una maravillosa rubia no-mutante.
—Hola, Sylvia —dijo cortésmente el doctor Romano—. Me temo que encontrarás estas habitaciones un poco más estrechas. El profesor no me dijo que estuvieras a bordo. No importa, nosotros tampoco lo mencionaremos. No constará en el contrato, haremos un… digamos, un acuerdo entre caballeros. Sería una lástima preocupar a la señora McKenzie.
—¡No sé a qué se refiere usted! —exclamó Sylvia de mal humor—. Alguien tiene que mecanografiar las cosas del profesor.
—Y tú lo haces realmente mal, querida —dijo McKenzie, ayudándola a subir a bordo con auténtica galantería sureña. Harry no tuvo más remedio que admirar su serenidad en una situación tan vergonzosa; no sabía si, de estar él en su lugar, lo habría hecho tan bien. Pero deseó tener la oportunidad de comprobarlo.
Por fin disminuyó el caos; el aluvión de cajas y bultos se convirtió en un débil chorro. El doctor Romano estrechó la mano a todos, dio las gracias a George y a Harry por su colaboración, recorrió a grandes zancadas el puente del Sea Spray y, diez minutos más tarde, se hallaba a medio camino del horizonte.
Harry se preguntaba si no sería hora de que ellos también se marcharan —aparte de todo, porque ni siquiera habían tenido oportunidad de explicar al profesor McKenzie por qué estaban allí—, cuando de pronto, el radioteléfono empezó a sonar. Era el doctor Romano quien llamaba.
—Habrá olvidado su cepillo de dientes, supongo —dijo George. Pero no se trataba de algo tan trivial. Afortunadamente, el altavoz estaba enchufado, y resultaba casi obligatorio que escucharan la conversación, sin necesidad de hacer esos esfuerzos que tanto avergüenzan a un caballero.
—Escucha, Scott —dijo el doctor Romano—. Creo que te debo una explicación.
—Si me has estafado, te haré pagar hasta el último centavo.
—No, no se trata de eso. Te presioné un poco, pero todo lo que dije es cierto. No te enfades demasiado conmigo; has conseguido una ganga. Pasará algún tiempo, sin embargo, hasta que rinda algún beneficio, y antes tendrás que invertir unos cuantos millones. Verás, el rendimiento debe incrementarse en una cantidad tres veces mayor antes de que sea comercialmente ventajoso; la barra de uranio me costó doscientos mil dólares. No vayas a pegarte un tiro; puede conseguirse, estoy completamente seguro. El doctor Kendall es el hombre adecuado; él realizó el trabajo esencial; quítaselo a mis socios y contrátalo por mucho que te cueste. Eres testarudo y sé que acabarás el asunto ahora que está en tus manos. Por eso quería que lo tuvieras tú. También es por una cuestión de justicia poética; podrás reparar, en parte, el daño que has hecho a la tierra. Lo peor que podría ocurrir es que te convirtieses en billonario, pero eso no se puede evitar.
Espera un momento, no cuelgues. Yo habría terminado el trabajo si hubiera tenido tiempo, pero tardaría al menos otros tres años. Y los médicos dicen que sólo me quedan seis meses; no estaba bromeando al decirte que tenía prisa. Me alegra que hayamos cerrado el trato sin tener que habértelo dicho, pero créeme, hubiera utilizado esa arma si la hubiera necesitado. Sólo otra cosa más; cuando el proceso empiece a funcionar, ponle mi nombre, por favor. Eso es todo. Es una tontería que me vuelvas a llamar, porque no contestaré. Y sé que no puedes alcanzarme.
El profesor McKenzie no se inmutó.
—Me lo imaginaba —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Después se sentó, sacó una regla de cálculo de aspecto complicado, y se olvidó del mundo. Apenas levantó la vista cuando George y Harry, sintiéndose fuera de lugar, se despidieron cortésmente y desaparecieron.
—Como muchas otras cosas que ocurren hoy en día —concluyó Harry Purvis— todavía no conozco el resultado final de este encuentro. Me imagino que el profesor McKenzie habrá encontrado algunas dificultades o a estas alturas habríamos oído algo sobre el proceso. Pero no me cabe la menor duda de que, tarde o temprano, lo perfeccionará, así que preparaos a vender vuestras acciones mineras…
Con respecto al doctor Romano, no estaba bromeando, aunque los médicos se equivocaron un poco en el diagnóstico. Duró un año entero, y supongo que el Sea Spray ayudó a que así fuera. Su cuerpo descansa en el Pacífico, y creo que al viejo le habría gustado. Ya os he dicho que era un ecologista fanático, y es muy divertido pensar que, incluso ahora, algún átomo suyo puede estar atravesando su criba molecular…
Observo algunas miradas incrédulas, pero es un hecho. Si se llena un vaso con agua, se tira al océano, se mezcla bien y después se llena un vaso con agua del mar, aún quedarán restos de moléculas del agua del primer vaso. Así que —emitió una risita horripilante— es sólo cuestión de tiempo el que tanto el doctor Romano como todos nosotros aportemos algo a la criba. Y con esto, caballeros, me despido de todos ustedes deseándoles muy buenas noches.