En su obra De los diversos artes, Teófilo, un monje del siglo VII que vivía en el norte de Germania y cuyo nombre verdadero es Rogerus, explica cómo los alquimistas fabricaban el oro español, uno especialmente maleable y fácil de trabajar. Antes que nada, hacía falta generar basiliscos (es decir, reptiles puestos por un gallo viejo): «Tienen bajo la tierra una habitación en que el techo, el piso y todas las partes son de piedra, con dos pequeñas ventanas tan angostas que apenas se puede ver a través de ellas. Colocan en ella dos viejos gallos de doce a quince años y les dan de comer abundantemente. Cuando están suficientemente gordos, por el calor de su gordura, se aparean y ponen huevos. Entonces, retiran a los gallos y en su lugar colocan sapos para empollar los huevos, a los que se alimenta con pan. Una vez los huevos empollados, nacen polluelos machos, como los de las gallinas, a los que al cabo de siete días, les crece cola de serpiente. Inmediatamente, si la pieza no tuviera el piso de piedra, entrarían en la tierra. Para prevenir esto, los que los crían tienen unas vasijas redondas de bronce, de gran capacidad, perforadas por todas partes con orificios muy estrechos: meten a los polluelos dentro, tapan los orificios con tapas de cobre y los entierran durante seis meses. Los polluelos se alimentan de tierra fina que penetra por los agujeros. Después de esto, sacan las tapas y les prenden fuego hasta que los animales estén completamente quemados. Una vez enfriados, los sacan y los muelen cuidadosamente agregando un tercio de sangre de hombre pelirrojo. Esta sangre desecada será triturada. Ambas cosas reunidas son remojadas en vinagre fuerte en una vasija limpia. Enseguida, se toman dos láminas muy delgadas de cobre rojo muy puro, se esparce sobre cada lado una capa de la preparación y se ponen sobre el fuego. Cuando se han calentado al blanco, se retiran, se apagan y se lavan en la misma preparación. Se sigue este procedimiento hasta que la preparación haya corroído todo el cobre, de ahí el peso y el color del oro. Este oro está listo para todos los trabajos».
En 1611, el verdugo de la ciudad alemana de Passau, Kaspar Neithart, hizo negocio con los mercenarios que estaban en la ciudad vendiéndoles unas papeletas llenas de símbolos y frases mágicas que les protegerían, les dijo, en el combate. El hecho de cómo era posible que una papeleta donde se leía «Arios, Beji, Glaigi, Ulpke, nalat, nassa, eri, lupie» pudiera proporcionar algún tipo de protección llevándola al cuello o tragándosela era un completo misterio, pero aquellas misteriosas palabras y el hecho de que las papeletas estuvieran confeccionadas por un verdugo pareció darles tanto prestigio que pronto se pagaban a precio de oro. El negocio era perfecto ya que, si el cliente moría, no tenía ocasión de quejarse, y si era herido, se debía a que el enemigo usaba una magia aún mayor y, aun así, al menos su amuleto había sido efectivo a la hora de librarlo de la muerte. El verdugo de Passau se enriqueció, otra «prueba» de la efectividad de los papelitos, y el remedio se hizo popular entre los mercenarios con el nombre de Passauer Kunst o «arte de Passau».
Ned Buntline (1823-1886) era un novelista de tres al cuarto, cuyo nombre era tan falso como todo lo demás suyo. Nacido Edward Zane Carroll Judson en el estado de Nueva York, a los trece años se enroló en la Armada, pero tuvo que dejarla tras disparar a un hombre que lo acusó de robarle la esposa y estar a punto de morir a manos de un grupo de linchadores. Mentiroso compulsivo y mujeriego (estuvo casado con cinco mujeres, con algunas a la vez), se hizo pasar por el coronel Judson, héroe militar de la guerra de Secesión, cuando en realidad el personaje real sólo sirvió como soldado raso de reemplazo y su mayor mérito fue el de desertar. Pero este mentiroso y tarambana de escasa presencia tenía un don: sabía retorcer los hechos y hacerlos parecer hazañas que, contadas en imaginativos relatos, parecían seducir al gran público. Tras entablar relación con Buffalo Bill, se volcó en la redacción de novelas baratas, que alcanzaron un inusitado éxito y que transformaron inapelablemente a Bill Cody en un ídolo nacional y la leyenda del Salvaje Oeste en uno de los mayores engaños comercializados de la historia.
Sin embargo, el Passauer Kunst fue eclipsado por un competidor que prometía un éxito todavía mayor: el «Tálero de Mansfeld», una moneda acuñada por orden de los condes de Mansfeld en memoria de su antepasado Hoyer Mansfeld, famoso por haber nacido gracias a una cesárea y por su suerte en la guerra, en la que jamás perdió una batalla. Su lema proclamaba su gloria: Ich, Graf Hoyer, ungeboren, Hab’ noch keine Schlacht verloren (‘Yo, conde Hoyer, que no nací, nunca he perdido una batalla’). Las monedas de Mansfeld, acuñadas durante la Guerra de los Treinta Años, llevaban en una cara este lema y en la otra una imagen ecuestre de san Jorge. La creciente fama de que sus propietarios heredaban de Hoyer Mansfeld la invulnerabilidad en el combate disparó su demanda y se llegaron a pagar diez o doce táleros corrientes por unidad.
Pero, lo que más preocupaba era la invulnerabilidad del enemigo, uno demasiado victorioso se convertía en sospechoso de Festmachen, de haber establecido su propio pacto con el diablo a cambio de la invulnerabilidad. Los periódicos contaban cómo habían sido sorprendidos soldados de otros países evitando tragarse la hostia consagrada para dedicarla a la invocación diabólica. Contra estas maldades reaccionó la Sociedad Alemana de Medicina y Ciencias Naturales por medio de un artículo publicado en su revista Ephemerides que señalaba un útil remedio contra cualquier pacto de invulnerabilidad: «Si alguien se dispone a luchar contra una persona sospechosa de mantener relaciones demasiado cordiales con el diablo, tiene que hundir primero la punta de su espada o sable en excrementos de cerdo. Ha de llevarse a la boca la bala, antes de colocarla en el cañón del fusil o, mejor dicho, no precisamente a la boca, sino a una parte completamente distinta del cuerpo. Con estos dos actos, el diablo queda deshonrado, se molesta, se enfurece, huye y abandona a su suerte a su compinche humano, el cual se vuelve inmediatamente tan vulnerable como cualquier otro mortal». Así andaba el punto de vista «científico» en el año del Señor de 1691.
Se tiene a Charles Ponzi (1882-1949) como el inventor del timo piramidal, esa estafa tan común que consiste en un proceso en el que las ganancias que obtienen los primeros inversionistas son generadas gracias al dinero aportado por los nuevos inversores, que son engañados por las promesas de obtener grandes beneficios. El sistema sólo funciona si crece la cantidad de nuevas víctimas. Ponzi era un emigrante italiano que llegó a Estados Unidos alrededor de los años veinte. De muy bajos recursos como la mayor parte de los que llegaban a dicho país, enseguida «descubrió», gracias a un correo que recibió de España, que los cupones de respuesta internacional de correos se podían vender en Estados Unidos más caros que en el extranjero, por lo que el tipo de cambio terminaría por producir ganancias. Tras esparcir el rumor, muchos no quisieron quedarse fuera del negocio y le apoyaron con capital. Pero aunque Ponzi estuviera recogiendo abrumadoras sumas de dinero y la gente hiciera colas para confiarle sus ahorros, en realidad él no estaba comprando los cupones; estaba pagando rendimientos de hasta el 100% en tres meses utilizando el capital de los sucesivos nuevos inversores. Ponzi convenció a amigos y a sus asociados de que apoyaran su sistema en un principio, ofreciendo un interés del 50% en una inversión a cuarenta y cinco días. Algunas personas invirtieron y obtuvieron lo prometido en el lapso acordado. La noticia se empezó a esparcir y el promedio de inversiones comenzó a crecer. Ponzi contrató agentes y pagó generosas comisiones por cada dólar que pudieran traer. En febrero de 1920, Ponzi obtuvo unos cinco mil dólares, una gran suma en ese tiempo. En marzo ya tenía treinta mil. Apoyado en la codicia generalizada, Ponzi comenzó a expandirse a Nueva Inglaterra y Nueva Jersey. En mayo de 1920 había logrado recaudar unos cuatrocientos veinte mil dólares. Ponzi comenzó a depositar su dinero en el Hanover Trust Bank of Boston, un pequeño banco italoamericano, en espera de que a lo largo del tiempo se pudiera convertir en el presidente del banco o pudiera imponer sus decisiones en él. En julio de 1920 ya tenía millones. Muchas personas vendían o hipotecaban sus casas con la esperanza de lograr aquellos altos intereses. El 26 de ese mes gran parte del plan comenzó a hundirse cuando el Boston Post cuestionó las prácticas de la empresa de Ponzi. Finalmente, esta fue intervenida por el Estado, que detuvo todas las nuevas captaciones de dinero. Muchos de los inversores reclamaron enfurecidos su dinero, y Ponzi, mientras pudo, así lo hizo, lo que causó un aumento considerable en el apoyo popular: muchos le proponían que entrara en política. El emporio y los sueños de Ponzi crecieron aún más: se planteó crear un nuevo tipo de banco, en el que las ganancias se repartieran por igual entre los accionistas y aquellos que ingresaran dinero. Pero Ponzi comenzó también a vivir una vida llena de lujos.
En agosto de 1920, los bancos y medios de comunicación declararon a Ponzi en bancarrota. El Gobierno federal intervino y Ponzi fue enviado a la cárcel, pero tuvo que ser liberado al abonar la fianza. En la calle, decidió continuar con su sistema convencido de que lo podía sostener. Pero pronto el sistema cayó y los ahorradores perdieron su dinero. No obstante, Ponzi siguió siendo para muchos un héroe y un benefactor.
William Cody, más conocido como Buffalo Bill (1846-1917), fue, además de una gran figura del Oeste norteamericano, un gran embaucador, que durante toda su vida medró a base de exageraciones y mentiras, aunque también de un innegable talento para el espectáculo y para los negocios, que le hicieron, sin duda, una de las figuras mundiales más famosas, si no la que más, en las primeras décadas el siglo XX. Tras la muerte de su padre, cuando él tenía once años, su madre le consiguió un empleo en Russell, Majors & Waddell, por entonces la mayor empresa de transportes del Oeste, como recadero a caballo entre Leavenworth y Fort Leavenworth, a unos cinco kilómetros de distancia. Años más tarde, Cody maquilló este trabajo diciendo que había sido jinete del Pony Express, pero la verdad es nunca lo fue ni lo pudo ser: el Pony fue inaugurado tres años después de que él obtuviera su empleo. Por aquella época, el adolescente Cody conoció a «Wild Bill» Hickok, que se mostró amistoso con el joven durante un viaje que hicieron a Denver en 1860, y se convirtieron en fieles amigos. Durante la guerra de Secesión, Cody sirvió en el 7.° Regimiento de Caballería de Kansas. Después, tras casarse con Louisa Maude Frederici en 1866, la dejó en Leavenworth y se dirigió al Oeste, donde encontró trabajo en el Union Pacific Railway como nivelador, aunque enseguida demostró su habilidad para cazar búfalos y pasó a suministrar carne a los trabajadores del ferrocarril con una eficacia que le ganó su apodo de Buffalo Bill. En 1869 había alcanzado gran reputación como cazador y guía y, a petición del general Sheridan, fue nombrado jefe de exploradores del 5.° Regimiento de Caballería. Durante una escaramuza con los indios en Nebraska en 1872 demostró un gran valor y fue condecorado con la medalla de honor del Congreso, aunque años más tarde le fue retirada porque para su concesión era preceptivo ser militar. El encuentro de Cody en Nueva York con el escritor Ned Buntline (1823-1886) en 1869 y la subsiguiente publicidad que recibió cuando este escribió sobre él en el New York Weekly y en otros periódicos llamándole «Buffalo Bill, rey de los hombres de la frontera» (aunque basándose más en las aventuras de Hickok que en las suyas), lo establecieron como un «héroe de la Frontera». A instancias del propio Buntline, Cody y su amigo John B. «Texas Jack» Omohundro (1846-1880) abandonaron sus trabajos de exploradores y adoptaron el de actores. Así, comenzó Buffalo Bill a recorrer todo el Este con un espectáculo llamado Scouts of the prairie (‘Exploradores de la pradera’). Según todos los testimonios, el espectáculo era, por decirlo amablemente, infame. Su autor, el ínclito Buntline, confesó antes de su estreno que lo había escrito en sólo cuatro horas, lo que provocó que el crítico del Chicago Times se preguntase, tras asistir al espectáculo, «cómo había tardado tanto». No más benévolo fue otro crítico que definió el drama como una pieza ejemplar de «divagante imbecilidad». Un tercero remató diciendo que era «tan maravillosa en su imbecilidad que ningún intelecto común podía comprenderla». El caso es que, pese a esas críticas, Scouts of the prairie obtuvo un rabioso éxito. El público asaltaba los teatros para verlo y nadie que dispusiera de unas pocas monedas se lo quiso perder. Daba igual que la obra fuese una paparruchada y que la actuación de Cody fuese calificada por los obstinados críticos como «execrable». Se trataba de ver en persona a un auténtico cazador de búfalos y a un guerrero capaz de arrancar cabelleras de indios salvajes de «carne y hueso», haciendo cabriolas en el escenario, justo encima de las parpadeantes candilejas, como el que dice, al alcance de la mano de los espectadores.
Cuando el coronel Custer (otro personaje autoinventado) fue derrotado en Little Big Horn, Cody se encontraba en Nueva York representando su obra. La noche que llegó la noticia, Cody interrumpió la función y se dirigió a su público y, enfáticamente, prometió que en honor de Custer arrancaría una cabellera a un indio en cuanto volviera al Oeste. Y así lo hizo: a su vuelta al 5.° de Caballería como jefe de exploradores, arrancó la cabellera del famoso indio cheyene Mano Amarilla. Desde entonces, mostró la cabellera cuantas veces pudo. Había nacido el mito de Buffalo Bill. Sin embargo, la verdad es que Cody sólo le había arrancado la cabellera a un joven guerrero llamado Pelo Amarillo, no al gran jefe cheyene Mano Amarilla. Gracias a unas cosas y otras, la fama de sus correrías lo convirtió en una leyenda viva y en un héroe popular que llenaba las páginas de periódicos y novelas, que relataban cómo se había batido en duelo, supuestamente, con Mano Amarilla, a quien había conseguido herir de bala, apuñalar en el corazón y arrancar la cabellera en menos de cinco segundos. En la cumbre de su fama, las clases acomodadas de la costa este, así como la nobleza europea, reclamaban sus servicios como guía en sus partidas de caza o, como premio de consolación, estrechándole simplemente la mano, y Buffalo Bill pudo ya continuar su carrera en solitario. En 1883, puso en marcha su ambicioso Wild West Show, con el que durante treinta años recorrió los Estados Unidos y parte de Europa. Pero la mala gestión de su negocio y cierto cambio en los gustos populares lo llevaron a la ruina y se retiró del mundo del espectáculo apenas dos meses antes de su fallecimiento, el 10 de enero de 1917. Su entierro fue llorado por millones de personas que lo consideraban su héroe. A pesar de las polémicas sobre su inclinación a forzar la verdad cuando le convenía y sobre su ego sobredimensionado, la inmortalidad de Cody estaba asegurada.
La tontina es una operación de lucro que consiste en poner un fondo entre varias personas para repartirlo en una época dada, con sus intereses, sólo entre los asociados que hayan sobrevivido y sigan perteneciendo a la agrupación. La palabra, de origen italiano, alude al banquero napolitano Lorenzo Tonti (1635-1690), que se estableció en Francia y que inventó y puso en práctica esta clase de operaciones lucrativas. El primero en hacer uso de estas operaciones fue el cardenal Mazarino (1602-1661).
Entre 1785 y 1786 se produjo el proceso judicial francés del Collar de la Reina, que tuvo gran resonancia en la Francia de la época. El cardenal Louis Rohan, que deseaba reconciliarse con la reina María Antonieta y que ambicionaba ser primer ministro de Francia, fue engañado por la condesa de La Motte, que le aconsejó que para conseguir su objetivo regalase a la reina un collar valorado en un millón seiscientas mil libras. El famoso collar sería comprado por Rohan en nombre de la reina, la cual abonaría a plazos su coste. Como la reina era famosa por sus muchas deudas y por andar siempre corta de efectivo, Rohan asumió la compra y entregó, con total discreción, el collar a la condesa para que se lo diera a la reina. Pero el collar nunca llegó a manos de la reina, ya que La Motte (que, falsamente, había difundido por París que era una estrecha amiga de la reina), suplantó a esta y lo vendió por piezas. El asunto se complicó cuando el cardenal no pudo hacer frente al pago de un plazo, que fue reclamado a la reina por los vendedores. Rohan fue arrestado y procesado, acusado de haber usado el nombre de la reina sin derecho, pero tuvo a su favor a la opinión pública, en contra de la impopular reina. En 1786, el Parlamento de París resolvió condenar a La Motte y absolvió al cardenal, lo que fue recibido con entusiasmo general y considerado como una victoria sobre la corte y la muy denostada reina. A pesar de ello, Rohan fue privado de su oficio de gran limosnero y exiliado a la abadía de Chaise-Dieu. En la foto, una reconstrucción del Collar de la Reina, que se guarda en el Château de Breteuil.
Hacia 1845, el timador William Thompson llegó a hacerse muy famoso en el área de la ciudad de Nueva York. Muy bien vestido, se solía acercar a un primo de clase alta y entablaba con él una conversación. Después de ganarse su confianza, Thompson le solía preguntar: «¿Se fía usted de mí lo suficiente como para prestarme su reloj hasta mañana, en que se lo devolveré sin falta?». Tras conseguir que el infeliz le prestase el reloj o, en algunos casos, dinero en efectivo, Thompson desaparecía y la víctima no volvía a saber nada de él. Finalmente, Thompson fue arrestado y llevado ante un tribunal en 1849, protagonizando un juicio cuya noticia recorrió los periódicos de todo el país.
Incluso un capitán del Ejército de los Estados Unidos podía ser víctima de un timo. En 1864, un joven se acercó en Fort Kearny al capitán Eugene Ware y le preguntó si podía hablar con él en privado. Fueron a un rincón y el joven le dijo que viajaba con una de las caravanas de carretas. Se dirigía de vuelta a territorio federal, pero se había quedado por completo sin dinero. El joven encendió una vela, sacó de un bolsillo un reloj de oro y se lo puso en la mano al capitán. Al recibir la luz de la vela, el reloj relucía. Mientras el capitán examinaba el reloj, el joven dijo que se lo había dado su padre y que aunque le era muy preciado, no tenía más remedio que venderlo. Puesto que tenía problemas de salud, tenía que regresar a casa lo antes posible y estaba demasiado débil como para trabajar por el camino. Aunque el reloj le había costado a su padre doscientos dólares, el joven dijo que lo vendía por cincuenta y que su única intención era conseguir algo de dinero, volver a casa, recuperarse y, lo antes posible, enviarle aquel dinero y rescatar el reloj que le había regalado su padre. Explicó que por eso se había decidido a hablar con él, un oficial del Ejército, que sería sin duda un hombre serio y de palabra, como él, y que, además, sería más sencillo encontrarlo en el futuro y deshacer la operación. Además, añadió el muchacho, no sólo le devolvería el dinero sino que lo haría con los intereses debidos según el tiempo que pasase. El capitán Ware finalmente se apiadó y aceptó el trato. Ambos se dieron la mano y el muchacho se mostró especialmente efusivo y «sinceramente» agradecido al capitán. Este puso el reloj a buen recaudo entre sus pertenencias. Días después, lo volvió a mirar y se llevó la sorpresa de que ya no brillaba tanto y que, más bien, se había ennegrecido. Evidentemente, no era de oro sino una vulgar imitación en metal barato. Pronto comprobó que se vendían relojes iguales a cuarenta y ocho dólares la docena en muchos puestos a lo largo de todo el camino entre Denver y Omaha, y que otros viajeros también habían comprado relojes iguales, a cincuenta dólares cada uno, a otros tantos muchachos necesitados.
La historia del Viejo Oeste está trufada de numerosos sinvergüenzas, aventureros y personas de lo más pintorescas. Uno de los primeros casos destacables fue el protagonizado en 1872 por la pareja de granujas Philip Arnold (1829-1878) y John Slack, en el legendario caso conocido como «fraude de los diamantes». Philip Arnold, estafador de Elizabethtown, Kentucky, fue el cerebro que pergeñó aquel monumental timo que consiguió engañar a muchos grandes expertos peritos en la compraventa de un riquísimo, pero falso, yacimiento de diamantes. Arnold, junto a su primo John Slack, se las arregló para salir con bien del timo con más de medio millón de dólares en el bolsillo. Arnold era un aprendiz de sombrerero de escasa formación que se alistó en el Ejército para participar en la guerra contra México. Acabada la contienda, se fue a California en plena Fiebre del Oro. Aparentemente obtuvo algún éxito allí, pues regresó al poco a su Kentucky natal, se compró una granja, se casó y puso en marcha una familia. Hacia 1870, regresó al Oeste de nuevo como minero y, en sus ratos libres, como buscador de oro. Junto a su primo John Slack, se hizo con algunos diamantes industriales de su amigo James B. Cooper, por entonces ayudante de contable en la Diamond Drill Company de San Francisco. Entremezclaron los diamantes con granates, rubíes y zafiros que compraron a los indios de Arizona y, con ese muestrario debajo del brazo, se fueron a las oficinas de un hombre de negocios local, George D. Roberts, a quien convencieron de que los habían extraído de un yacimiento hasta entonces desconocido existente en algún lugar que, de momento, no querían desvelar. Comprometieron a Roberts a mantener silencio sobre su hallazgo y le pidieron que guardase las gemas en su oficina. Pero, como habían previsto los timadores, Roberts fue incapaz de guardar el secreto e implicó a algunos amigos en la trampa de Arnold, entre ellos a William C. Ralston, fundador del Banco de California, Asbury Harpending, William Lent y al general George S. Dodge. Juntos, hicieron una oferta de compra a Arnold y Slack y les dieron un anticipo de cincuenta mil dólares. Los estafadores utilizaron ese dinero para ir a Inglaterra y comprar más gemas sin cortar por valor de cerca de veinte mil dólares. Algunas de ellas las utilizarían a su vuelta a California para convencer aún más a Roberts y su grupo de inversión. Otras se las reservaron para «plantarlas» en algún lugar de momento indeterminado y «descubrirlas» en el futuro.
Mientras tanto, Ralston y los demás mandaron una muestra de las gemas a Nueva York para que las tasase el reputadísimo joyero Charles Lewis Tiffany. Este montó una reunión de posibles nuevos inversores en la oficina del abogado Samuel Barlow, a la que acudieron, entre otros, personas tan influyentes como George B. McClellan, Benjamin Franklin Butler y Horace Greeley. Finalmente, Tiffany sobreestimó en exceso el valor de las piedras en ciento cincuenta mil dólares. Con ese refrendo, los inversores dieron un nuevo anticipo de cien mil dólares a Arnold, que de nuevo marchó a Londres a reabastecerse con otros ocho mil dólares de gemas sin tallar con que mantener el interés de los emocionados inversores.
Finalmente, como era de prever, estos exigieron visitar el yacimiento de donde salían tantas maravillas. Así que Arnold y Slack plantaron sus diamantes en un remoto paraje al noroeste de Colorado y, partiendo desde Saint Louis, condujeron a la zona a la representación de los inversores. Llegados a la ciudad de Rawlins, Wyoming, relativamente cercana al supuesto yacimiento, Arnold y Slack decidieron marear aún más a los ávidos inversores y les mantuvieron a caballo cuatro días dándoles muchas vueltas por el territorio, para despistarlos. El 4 de junio de 1872, Arnold, Slack y el grupo alcanzaron finalmente el punto exacto en que habían plantado previamente las gemas y animaron a los inversores a que empezaran a cavar más o menos por donde ellos quisieran. Durante más de una hora, en un creciente alborozo, no dejaron de encontrar más y más piedras preciosas.
Absolutamente convencidos de estar ante el negocio del siglo, a su regreso de tan provechosa excursión, entregaron otros cuatrocientos cincuenta mil dólares a Arnold y Slack por los derechos que aún poseían estos y en compensación por cualquier reclamación futura que pudieran plantear. El engaño no se descubrió hasta octubre de 1872, cuando un equipo de inspectores gubernamentales, dirigido por el geólogo Clarence King de la Universidad de Yale, inspeccionó el yacimiento y concluyó que se trataba de un fraude. Rápidamente se desplazaron a San Francisco a informar a Ralston y los demás inversores. Mientras tanto, Arnold empleó las ganancias del engaño para comprar un edificio de dos plantas en su nativa Elizabethtown, así como una granja de quinientos acres cercana, todo escriturado, por si acaso, a nombre de su mujer. En 1873, Arnold decidió entrar en el negocio bancario por sí mismo, comprando una agónica institución financiera de Elizabethtown. Pero, en 1878, se vio implicado en una contienda con otro banquero de la ciudad que acabó en un serio intercambio de disparos de escopeta, del que salió herido en un hombro. Murió seis meses después de neumonía, a los cuarenta y nueve años.
Benjamin Marks nació en 1848 en Little Fort, Illinois, pero a los diecinueve años se marchó al Oeste, estableciéndose en Cheyenne, Wyoming, donde se ganaba la vida como trilero, con un tablero que suspendía de su cuello. Ben Marks, como Doc Baggs, Canada Bill Jones, Frank Tarbeaux y tantos otros con quienes formaría después equipo, se definía como un jugador profesional, pero de hecho era sólo un timador, cuyo objetivo era hacer caer a sus víctimas en una trampa, haciéndoles creer que estaban ante un negocio seguro, para luego desplumarlas. En Cheyenne encontró demasiada competencia. Eso aguzó su ingenio y puso en práctica una idea revolucionaria que vendría a dar nuevas alas al mundo del timo y la estafa: Marks puso un cartel en un edificio de Cheyenne en que se leía: «La tienda del dólar». En el escaparate se exhibían todo tipo de artículos, habitualmente mucho más caros de un dólar. Dentro, Marks y sus compinches esperaban a los clientes. Los cazagangas y buscaoportunidades aparecieron pronto. Una vez dentro, los timadores se las ingeniaban para derivar el interés del potencial primo de las gangas a un dólar al juego del monte de tres cartas que se estaba jugando sobre un tonel de madera. La idea de este timo sería después desarrollada por Doc Baggs con el nombre de «gran almacén». A partir de entonces, Marks tuvo siempre un considerable éxito en todos los juegos de engaño y timos en que participó y ello, tal vez, le permitió convertirse con el tiempo en un excelente hombre de negocios. Fue siempre respetado por sus compañeros de profesión como jugador y como filósofo y se caracterizó por ser un excelente «juzgador de hombres, tierras y caballos». Marks era un «tipo duro», aunque de maneras muy educadas y finas. Ben y su mujer se compraron una gran casa de campo de tres pisos en Elks Grove, a las afueras de Council Bluffs, bordeando la línea de demarcación del condado. En ella no sólo instalaron su casa, sino también una mezcla de casino y burdel, regentado por su esposa, ya experimentada en tal oficio. Se daba la curiosa circunstancia de que la casa estaba tan justamente sobre la frontera del condado que, si un agente de la ley iba a allí a buscar a un prófugo, a este le bastaba con dar unos pasos por el salón de la casa para salirse de la jurisdicción del agente, que tenía así que renunciar a detenerlo. Cuando murió, Marks dejó extensas propiedades agropecuarias en Dakota del Sur, Iowa y Nebraska. Fue uno de los pocos estafadores de primera fila que supo administrar e invertir sus grandes ganancias y que no llegó a la vejez en la miseria.
Charles «Doc» Baggs se convirtió en uno de los más notorios timadores en una época en que estos abundaban. Destacó como simple trilero al igual que como consumado estafador. Su principal hobby era vender lingotes de oro a los presidentes de bancos. Según los casos, la gente se escandalizaba o se partía de la risa con las descabelladas actividades de este rey de la estafa, que alardeaba en los periódicos de su habilidad para desplumar a los primos y que durante seis años desafió abiertamente a la frustrada policía. El propio Baggs aseguraba haber sido arrestado «cerca de mil veces», pero nunca había sido declarado culpable de nada. Una vez, arrestado por un agente acusado de «señuelo de una estafa», Doc se defendió a sí mismo en los tribunales. «Caballeros —dijo al tribunal—, esa expresión no aparece en los reglamentos que definen los actos delictivos. ¿Cómo podría ser condenado por un cargo que no está prohibido por la ley?». Para reforzar su tesis, Doc exhibió un enorme diccionario y, mientras pasaba el dedo por sus entradas, remachó el argumento señalando que ni siquiera aparecía en el diccionario. Esto desarmó por completo al tribunal y el juez desestimó el caso. En 1882, el hombre de negocios de Nuevo México Miguel Otero viajó a Denver, con ocasión de la visita a esa ciudad del escritor Oscar Wilde. En el vestíbulo de su hotel, un joven le paró asegurándole que eran de la misma ciudad. La apariencia inocente del joven le hizo bajar la guardia al señor Otero. Tras una charla amable, el joven le preguntó si sería tan amable de acompañarlo a una casa de apuestas para ver si conseguía un billete ganador. En la calle, se encontraron con un amigo del muchacho, que, cómo no, también quería que le tocara la lotería y, además, presumió de que conocía un método infalible para conseguir un boleto premiado. Todos se encaminaron juntos a la casa de apuestas. El dependiente de la tienda era un hombre rechoncho de mediana edad: Baggs, al que el señor Otero no reconoció a pesar de que los periódicos le habían señalado repetidamente como el timador más exitoso de todo el Oeste. Su pelo y su barba eran de color castaño oscuro, llevaba gafas verdes y le faltaba un dedo de su mano derecha. El muchacho compró un boleto, pero no consiguió premio; sin embargo, su amigo ganó a la primera uno de cien dólares. Volvió a jugar y volvió a ganar. Y así hasta acumular un premio de dos mil cuatrocientos dólares. Pero cuando fue a recogerlo, el dependiente le explicó amablemente que para hacer efectivo el premio era necesario que demostrase tener una cantidad similar en un banco, para probar de ese modo que hubiera pagado si hubiera perdido. Eso era un contratiempo para el hombre, pues no disponía de tanto dinero. Hallando la solución, le propuso al amigo mexicano si se avendría a respaldarle a cambio de repartir el premio. El señor Otero no vio peligro alguno en hacerlo y aceptó el acuerdo. No obstante, para resguardarse algo, firmó allí mismo una letra al portador a cinco días vista por los dos mil cuatrocientos dólares. El dependiente de la casa de apuestas, dio la conformidad, pero avisando de que el premio se podría recoger al día siguiente. Todo perfecto. Todos contentos. Sin embargo, como era de esperar, al día siguiente el señor Otero no pudo recoger sus ganancias ni tampoco encontrar al muchacho o a su amigo. Acudió al banco y fue informado de que la letra al portador ya había sido hecha efectiva con descuento. Lo peor para el señor Otero vino al día siguiente, cuando, tras acudir a denunciar la estafa, su caso apareció en los periódicos. En uno de ellos, incluso, aparecía una entrevista a Baggs, quien, sin recato alguno, confesaba su participación en el timo: «Yo soy un hombre pobre y Otero es rico. Necesito el dinero y él puede hacer frente a su pérdida. Lo que él no se puede permitir es la mala publicidad». Y así fue: el señor Otero, para ahorrarse el bochorno, nunca se presentó a testificar contra Baggs y el caso fue sobreseído. «Allá donde veo a uno de estos ladrones de la naturaleza humana que se han hecho ricos gracias al expolio público, pero que aún quieren más —afirmó de nuevo a la prensa Baggs—, cuando veo a tales hombres mirando en los escaparates de los bancos y deseando poder robar los bonos sin ser deshonrados públicamente, o mirando fijamente el escaparate de una joyería pensando en cuánto les gustaría salir corriendo con todos los diamantes, sé que con toda su astucia y su sagacidad son timadores y me entra un irresistible deseo de desplumarlos». Además, en su propia defensa, añadió: «No bebo, no fumo, no masco chicle ni estafo a los pobres; además, pago mis deudas». Baggs, que siempre iba bien vestido, nunca se peleaba ni usaba palabrotas. Hablaba con voz suave, se comportaba con hábitos elegantes y gentiles y siempre sonreía. Era un consumado actor, igual de convincente como ranchero, ganadero, minero, banquero, predicador o peón.
Clay Wilson fue uno de los jugadores profesionales de segundo nivel más fascinantes de la fullera comunidad estadounidense de finales del siglo XIX. Nacido en Ohio, se ganó el respeto de sus compañeros de profesión por haber disparado y matado a un reputado y peligroso jugador y pistolero llamado Jim Moon. Durante años, Wilson llevó un diario secreto de sus actividades delictivas. Este diario personal acabó en manos de la policía, pero esta se vio incapaz de descifrar las anotaciones, que se suponían cruciales para conocer de primera mano las actividades de aquella fraternidad de timadores y granujas. Ansiosos por conocer su contenido, los policías hicieron llegar el diario a una universidad, donde los filólogos descubrieron, para su sorpresa, que estaba escrito en perfecto sánscrito, el idioma culto de la India, un dominio de lenguas verdaderamente sorprendente en un jugador y estafador aparentemente de tres al cuarto.
A la filial británica de Coca-Cola Company le dio por usar lo que definieron como un «altamente sofisticado proceso de purificación basado en tecnología espacial de la NASA» para transformar los contaminados fluidos del Támesis en su «agua pura» Dasani, un nuevo producto que lanzó en enero de 1999, en variantes saborizadas como Flor de Jamaica, Toronja, Limón o Manzana. En realidad, la purificación mencionada no era otra cosa que un simple sistema de ósmosis, como el usado en muchos hogares, y el agua hubo de ser retirada del mercado por no ser apta para el consumo humano al contener un agente cancerígeno, el bromato. El 20 de marzo del mismo año, apareció un artículo en el periódico The Independent en que decía que el agua corriente de la localidad de Sidcup era tratada, embotellada y vendida bajo marca de Dasani, obviamente a precio de agua «mineral». La revelación pública de que era simplemente agua del grifo tratada causó sensación en los medios. Para enredar todavía más, dos semanas más tarde, las autoridades británicas encontraron una elevada concentración de bromato de potasio en el producto, que podía considerarse potencialmente cancerígeno si se consumiese en grandes cantidades. Coca-Cola retiró millones de botellas y la marca Dasani del mercado el 19 de marzo de 2004.
La vida del estafador, falsificador e impostor Frank Abagnale Jr. (1948) es muy conocida gracias a la película basada en su vida: Atrápame si puedes, dirigida por Steven Spielberg. Aún adolescente, cuando su padre le regaló su primer automóvil usado, también lo convenció de que le prestara su tarjeta de crédito para adquirir repuestos. Con ella compró piezas que vendió más tarde a menor precio al dueño de un taller y conseguir así dinero en efectivo. Como es lógico, su padre no tardó en descubrirlo. Poco después se dio cuenta de que podía realizar diversos fraudes bancarios sin que, en principio, nadie se percatara. También le cogió el gusto a impostar personalidades falsas, ejerciendo ilegalmente de médico, copiloto de Pan Am, abogado, agente del Servicio Secreto, etcétera. A los diecinueve años fingió ser el abogado Robert Black, licenciado en Harvard, y ejerció la abogacía durante varios meses. Antes de cumplir los veinte, Abagnale ya era el hombre más joven buscado por el FBI. Durante los dos años siguientes, fingió ser un piloto de la agencia aérea Pan Am, de nombre Frank Williams, que se servía de los vuelos de esta compañía para viajar por todo el mundo como viajero de cortesía. Poco a poco, fue adoptando la personalidad de Frank Corners, un pediatra del hospital de Georgia, para lo que obtuvo identificaciones falsas que le permitieron ejercer la medicina durante once meses, hasta que puso en riesgo la vida de un bebé y decidió abandonar esa actividad. Todos aquellos primeros años fue perseguido por el agente del FBI Sean O’Riley, a quien se le escapó en repetidas ocasiones, hasta que logró capturarle en Francia. Abagnale estuvo preso un año en Suiza y luego doce en Estados Unidos, en una prisión federal, condenado por adulteración de identidad, fraude, adulteración de documentos, ejercicio ilegal de profesiones, ladrón de bancos, impostor, etcétera. El Gobierno norteamericano le ofreció salir de prisión a cambio de colaborar en la lucha contra el fraude, a lo que hoy se dedica. Ha escrito varios libros y se hizo millonario al instalar una consultora especializada en la detección de fraudes económicos.
Edward «Big Ed» Burns (1842-1918?) fue un timador y matón que trabajó en algunos de los campamentos de peor fama del Salvaje Oeste. Big Ed se dio a conocer en todo el Oeste como asesino y como estafador especializado en el timo de los dados cuyas caras superior e inferior nunca podían sumar 21 puntos al ser tirados de tres en tres. Los pueblerinos solían picar al ignorar esa imposibilidad aritmética. Y si no la ignoraban, daba lo mismo, pues entonces Burns utilizaba otros dados «cargados» y les «desplumaba» igualmente. También practicaba con asiduidad el timo del lingote de oro. En 1879 fue expulsado de Leadville por su asociación con «estafadores, timadores y avalistas crónicos», tal y como decía el bando clavado en un infortunado que acababa de ser colgado por una muchedumbre enfurecida. Más tarde, Burns y su banda de ladrones y estafadores reaparecieron en Benson, cerca de Tombstone, en Arizona. Finalmente Burns se enroló en la banda de «Soapy» Smith de Denver y actuó con ella hasta que el jefe se marchó de esta ciudad de Colorado.
Frank Tarbeaux nació en lo que hoy es Boulder, Colorado, en 1852. Siempre se tuvo por el primer niño blanco que había nacido en el territorio de Colorado. De joven, luchó contra los indios «antes siquiera de que me cambiara la voz» y mató a su primer hombre con sólo catorce años. Comenzó a ganarse la vida como jugador profesional a los dieciocho. Trabajó en los trenes que partían de Omaha, especializándose en el timo llamado rube act, que había comenzado a practicar Canada Bill cuando acababa de sobrepasar los veinte años… Tarbeaux fue el genuino modelo de jugador del Oeste y, de hecho, sir Gilbert Parker y Frank Harris escribieron sendas obras de ficción basadas en él. Como dijo Parker, era «el hombre más asombroso, recién afeitado y de buen aspecto, con una edad imposible de averiguar, sin canas, a pesar de lo cual su rostro daba la imagen de tener, no edad, pero sí experiencia. Era una figura y un rostro difíciles de olvidar. Tenía un toque exótico, extranjero, en su mirada y consiguió hablar sin acento alguno. Su gesto nunca se alteraba por emoción alguna. La única señal de vida recaía en su boca, que era muy expresiva. Tenía la impasible mirada de un japonés y siempre estaba atento de una manera curiosa y tranquila. Se dijo que no tenía ningún tipo de formación social y aun así siempre iba bien vestido y pleno de dignidad. Se podía decir, sin temor a mentir, que era un hombre de grandes dotes sociales, aunque se notaba que tenía una educación limitada. Su encanto provenía de su amable inteligencia, una rara filosofía natural y de un humor de una clase muy genuina». Clarke definió a Tarbeaux diciendo: «Este hombre asombroso vestía como un galán, cabalgaba como un héroe y disparaba como un demonio». Tarbeaux fue uno de los pocos tahúres realmente de éxito que vivió una jubilación con buena salud y sin apuros económicos.
Jefferson Randolph Smith II (1860-1898), más conocido como «Soapy» [‘Jabonoso’] Smith, fue uno de los más conocidos timadores y estafadores estadounidenses del siglo XIX. Dirigió durante décadas numerosas operaciones fraudulentas en el Salvaje Oeste. Desde Texas a Alaska, pasando por Colorado y otros diversos sitios, Smith organizó varios grupos de timadores, convirtiéndolos en verdaderas bandas de gánsteres, anticipando de algún modo lo que pronto pasaría con la Mafia de los inmigrantes italianos. Durante los siguiente veintidós años, estas bandas llevaron a cabo todo tipo de actividades lucrativas, la inmensa mayoría de ellas delictivas, desde el robo y el atraco a la extorsión y el cohecho, y principalmente todo tipo de timos y estafas, incluido el juego fraudulento. En sus filas se incluyeron buena parte de los principales granujas de su tiempo, tales como el peligroso matón John Wilson «Texas Jack» Vermillion (1842-1911), el timador «Big Ed» Burns y otros muchos.
Smith había nacido en el condado de Coweta, Georgia, en 1860. Cuando tenía dieciséis años, sus padres, de buena familia venida a menos, se trasladaron a Round Rock, Texas, con la intención de mejorar su nivel de vida, gravemente perjudicado a consecuencia de la Guerra de Secesión. Alrededor de 1878, Jefferson se fue de la casa familiar y comenzó a realizar pequeñas estafas. Viajó por todo el país de feria en feria vendiendo baratijas, bisutería y joyas falsas bajo el nombre comercial de Cheap John (algo así como ‘Gangas Juan’). Pronto aprendió a hacer pequeños timos con cartas, especialmente diversas variantes del trile. Así comenzó su carrera como timador y estafador. Primero aprendió a dominar el trile bajo las enseñanzas de un charlatán de circo, conocido como «Clubfoot Hall», aunque su auténtica carrera de timador de altos vuelos comenzó en 1885, en la localidad de Leadville, Colorado, donde actuó como alumno aventajado de «Old Man» Taylor, el más afamado trilero y charlatán de la época. Smith formó pronto su primera banda de timadores, pillos y ladrones, con la que recorrió buena parte del Oeste, convirtiéndose en el «rey de los timadores de la Frontera». Dada la lentitud con que las noticias recorrían aquellas tierras, la banda de Smith podía desplazarse de pueblo en pueblo, llevando a cabo en cada uno de ellos casi el mismo esquema delictivo, compuesto básicamente de juegos de trile, monte de tres cartas y otras estafas de realización rápida y ambulante.
El propio Soapy se definió con precisión: «Yo no soy un jugador corriente. El jugador común arriesga su propio dinero para intentar conseguir el de los demás. Cuando yo apuesto dinero, es que estoy seguro de que voy a ganar». Tuvo por primera vez notoriedad gracias a un timo que puso en práctica en Leadville, Colorado. Hasta entonces se había dedicado al trile, que sencillamente parecía poner a prueba la velocidad de mirada de sus potenciales víctimas. Manipulando tres cáscaras de nuez y un guisante sobre un tablero, podía inducir a los primos a apostar bastante dinero a que lograban decir dónde estaba el guisante tras la manipulación de las nueces por el timador. En realidad, no tenían ninguna posibilidad de ganar, porque el guisante o la pelotita no estaba en realidad bajo ninguna de las nueves o cubiletes, pues el timador la había escondido en la palma de su mano o, si usaba una pelotita de corcho, debajo de una de sus uñas. Con el tiempo, Smith diseñó un nuevo truco basado en el mismo principio de que la mano es más rápida que el ojo: el timo de «la pastilla de jabón premiada».
Jeff Smith se ganó mala fama gracias a su timo del paquete de jabón premiado, en el cual las víctimas eran estafadas a conciencia. Colocaba su maleta sobre un trípode en cualquier acera concurrida de la ciudad y comenzaba a lanzar una perorata sobre las bondades del jabón que vendía. Aseguraba que para incrementar las ventas ofrecía premios en metálico en varios paquetes de jabón. Comenzaba por envolver las pastillas de jabón en papel común. Cada par de barras, mostraba a la concurrencia algunas monedas, entre un dólar y cien, y envolvía el billete junto con el jabón. Tras mezclar todos los paquetes recién envueltos, los ponía a la venta. El precio comenzaba en un dólar y se iba incrementando como si fuera una subasta pública a medida que los paquetes de jabón iban siendo menos. Sin que lo supiera el público entre el gentío se mezclaban algunos compinches suyos. Sólo ellos eran afortunados con los paquetes que contenían los premios. Una vez abierto el paquete y tras encontrar el dinero dentro, el cebo comenzaba a dar gritos de alegría y a mezclarse entre la gente, para que todos viesen el premio. A medida que se iba calentando el ambiente, los «afortunados» no dejaban de dar consejos de cómo acertar con el paquete que contenía el premio. Y las ventas se disparaban, pero, en realidad, nadie, que no fuera Jeff Smith y sus compinches, conseguía premio alguno. En los periódicos comenzó a hablarse de la «Banda del Jabón» y de su jefe, Soapy (‘Jabonoso’) Smith, nombre que ya le acompañó el resto de su vida.
Hacia 1879, Soapy y su banda se trasladaron a Denver, Colorado, donde expandieron sus actividades a timos y estafas de mucho mayor alcance, así como a operaciones fraudulentas estables y mucho más organizadas, como la venta de falsas acciones de negocios inexistentes y de billetes de falsas loterías, todo ello sin abandonar los timos a pequeña escala y el juego fraudulento. Pronto el continuo flujo de dinero hacia las arcas de Soapy y de su banda le permitió organizar y regular a su antojo las actividades de sus compinches y, en general, de toda el hampa de la ciudad, hasta el punto de que se autoproclamó «jefe del imperio criminal de Denver», lo que realmente era. Para que todos sus muchos negocios ilícitos siguieran prosperando, comenzó a tejer una tupida red de sobornos y comisiones que, en principio, afectó a los propietarios de los locales de juego de la ciudad, para enseguida llegar a las autoridades de todo tipo. El acuerdo tácito era que todos dejaban operar libremente a su banda con el compromiso de que sus acciones irían sólo dirigidas a los transeúntes, viajeros y visitantes que pasaran por la ciudad, respetando a los ciudadanos estables. Además, instituyó un profundo y rígido sistema de solidaridad y lealtad entre los miembros de la banda y sus familias, de modo que Soapy ayudaba inmediatamente a cualquiera de ellos que estuviera en peligro o en necesidad. Esta actitud filantrópica, que llegaba hasta la caridad pública o las donaciones a iglesias e instituciones locales de todo tipo le granjeó la popularidad y el respeto de gran parte de la ciudad y sus habitantes. Como centro y foco de toda aquella actividad, abrió su popular Tivoli Saloon & Gambling Hall, sobre cuya puerta principal colgaba un irónico letrero en el que, aprovechando que muy pocos, por no decir ninguno, de sus clientes dominaba el latín, se leía: «CAVEAT EMPTOR», es decir, ‘Que el cliente entre precavido’. En aquel garito trabajó como jefe de mesa, entre otros muchos grandes personajes del Oeste, Bat Masterson. Por esa misma época se reunió con Soapy su hermano menor Bascomb, que pasó a regentar un estanco que, en realidad, era una tapadera para las salas de juego profesional (todo amañado) de la trastienda del local y en las que se desarrollaban, además de los juegos propios de cualquier casino al uso, todo tipo de timos y estafas, incluyendo la venta de acciones falsas y la subasta de diamantes no menos falsos.
Como era de esperar, Soapy no estaba exento de enemigos y rivales que luchaban por arrebatarle su privilegiada posición. En consecuencia, hubo de enfrentarse a varios intentos de asesinato e incluso se vio involucrado en diversos tiroteos. Ese creciente clima de violencia, así como la constancia de que cada vez estaba más afectado por la ludopatía y el alcoholismo y de que sus ya conocidos brotes de ira y violencia eran cada vez más constantes, fue limando su popularidad y comenzó a crearle problemas. Cada vez con menos tapujos, la prensa local comenzó a airear sus turbios negocios, acusándole de tener compradas a todas las autoridades policiales y civiles de la ciudad. Estas, consecuentemente, comenzaron a ponerse cada vez más nerviosas y a pedirle moderación y discreción. Las autoridades locales no podían seguir mirando para otro lado mucho tiempo más, pues estaban siendo acusadas abiertamente de trabajar en alianza con la banda de timadores, lo cual no era ni mucho menos una exageración.
Según se iban calentando las cosas en Denver y a medida que los demás le iban cercando, Soapy decidió trasladar sus negocios a otra parte. Por ejemplo, al campamento minero de Creede, Colorado. Allí, Soapy abrió el saloon y sala de juego Orleans Club, que pronto comenzó a operar con la misma eficacia que el Tivoli de Denver, aunque con muchas menos trabas que las que tenía en la gran ciudad. En su nuevo club, Soapy instaló un nuevo atractivo: un «hombre petrificado», cariñosamente conocido como «McGinty», que, como cabía esperar, era una estafa, pues se trataba realmente de un esqueleto recubierto de cemento. Se lo creyeran o no, lo cierto es que el truco funcionó y la gente, tras pagar una modesta entrada de diez centavos, se agolpaba para ver con sus propios ojos aquella rareza. En realidad, a Soapy no le interesaban en absoluto los ingresos directos que aquel hombre petrificado le reportase. Su objetivo era conseguir que entrasen cuantos más clientes mejor y que, si era posible, lo hiciesen divertidos y con buen ánimo. Ya se encargarían él y sus muchachos de cambiarles la sonrisa por un agujero en el bolsillo. Por otra parte, Soapy colocó a su cuñado Cap Light de ayudante del marshall de la ciudad.
Una vez asentada su influencia, Soapy no tardó mucho en autoproclamarse «jefe de la ciudad» que, por lo demás, seguía siendo poco más que un campamento de mineros. En calidad de cacique local, Soapy pasó a proteger a sus amigos y a expulsar a los indeseables y a todos los que buscasen problemas, además de emprender el adecentamiento y mejora del pueblo a sus expensas. Pero los días de prosperidad de Creede no duraron mucho y Soapy, en cuanto supo que los vientos reformistas habían llegado a Denver, regresó con su corte a la ciudad y revitalizó el Tivoli, que, en realidad, nunca había dejado de funcionar. El crimen organizado volvió a dominar la ciudad y así siguió hasta que, en enero de 1893, un nuevo gobernador tomara el poder en el estado y se autoimpusiera la difícil labor de limpiarlo de granujas y delincuentes, a pesar de la enconada resistencia de las autoridades locales. Tras un tira y afloja muy tenso, que a punto estuvo de acabar en un baño de sangre entre la milicia enviada por el gobernador y el ejército privado organizado por Soapy y sostenido por las autoridades locales de Denver, finalmente se impusieron las fuerzas del orden y el juego fue seriamente restringido, lo que acabó con toda la organización de Soapy en Denver. (No así, como veremos, con la de su gran rival y competidor, Lou Blonger, que ocupó pronto su puesto como «rey del hampa».)
Soapy resistió durante un tiempo actuando en la clandestinidad hasta que el cerco se le fue estrechando y decidió buscarse un nuevo reducto. Lo encontró en las casi vírgenes tierras de Alaska. Cuando comenzó en 1897 la fiebre del oro del Yukón, Soapy vio en ella la oportunidad que buscaba y estableció su nuevo feudo en Skagway, Alaska. En aquel recóndito y apartado campamento minero, no le sería nada difícil hacerse pronto con las riendas. Operando desde su nuevo saloon, al que llamó simplemente Soapy Smith’s Parlor (‘Salón de Soapy Smith’), los negocios de su nueva banda comenzaron a prosperar. De alguna forma, el local de Soapy se convirtió en el ayuntamiento extraoficial de la localidad, a pesar de que esta ya tenía su propio consistorio. Y ello sin si siquiera disimular su boyante actividad de garito de juegos, todos ellos amañados. Incluso, Soapy llevó al extremo su codicia estafadora, abriendo, por ejemplo, una falsa oficina de telégrafos que cobraba por cada envío, aunque nunca llegó a despachar ni uno solo de ellos.
Pero no todos los ciudadanos de Skagway aceptaron de buen grado el dominio de este gánster, y menos aún al comprobar que el alcoholismo y el mal carácter dominaban su comportamiento. Pronto se formó un grupo de vigilantes, autodenominado Comité de los 101, en el que se integraron todos los insatisfechos con el dominio de Soapy con el objetivo de expulsarle, junto a sus secuaces, de la comunidad. En contrapartida, Smith se rodeó de un nutrido grupo de compinches, hasta trescientos, que enseguida se pusieron a la labor de contrarrestar las acciones del comité ciudadano. Al estallar la guerra hispano-estadounidense en Cuba, Soapy formó un cuerpo de voluntarios, al que llamó Skagway Military Company, del que, obviamente, fue elegido capitán. Inmediatamente, recibió permiso de las autoridades federales para dirigirse con su ejército a Fort Saint Michael, Alaska. Sin importarle que ese puesto militar estuviera a más de mil quinientos kilómetros de distancia, Soapy hizo un llamamiento general al alistamiento en su ejército particular. Así, convertido en capitán de un ejército con autorización oficial, Soapy tomó el control absoluto de la ciudad de Skagway, en la que impuso una total y absoluta ley marcial y comenzó a actuar a su completo antojo. Tras esta actitud, junto con la buena excusa de la estafa cometida por unos miembros de su banda sobre un minero que acababa de tener éxito en sus prospecciones, la ciudadanía, con el cuerpo de vigilantes a la cabeza, comenzó a poner en marcha un verdadero movimiento ciudadano en contra de Soapy y sus secuaces. La reacción popular fue creciendo como una bola de nieve. En la tarde del 8 de julio de 1898, los vigilantes celebraban una asamblea en el muelle de la Compañía de Juneau. Mientras tanto, Soapy estaba bebiendo, como era su costumbre, en su propio bar, el Jeff Smith’s Parlor. Poco antes de las nueve de la noche, le fue entregada una nota en que un empleado del periódico local le informaba de los rumores y le urgía a actuar. Así lo decidió Soapy, que cogió su rifle y se encaminó hacia el muelle. Una vez allí, se enfrentó con los vigilantes de guardia, que le impidieron el paso hacia el almacén en que se celebraba la reunión. Enseguida, un hombre llamado Frank Reid sacó una pistola y comenzó a disparar. En el mismo instante, Soapy se hizo con su rifle y devolvió el fuego. Cuando los disparos cesaron, Soapy Smith había muerto y Frank Reid estaba gravemente herido.
El incesante inventor y animador perpetuo de la televisión nocturna estadounidense Ron Popeil, que indudablemente creó escuela y fomentó una ingente cohorte de seguidores entusiastas, redefinió la revolución industrial con dispositivos tales como el Verduromatic, la Caña de Pescar de Bolsillo, el Revientagorras, el Sr. Micrófono y el batidor de huevos desde dentro de la cáscara.
Lou Blonger (1849-1924), nacido Louis H. Belonger, era un veterano de la guerra de Secesión, propietario de saloons, empresario minero y famoso jugador, aunque se le suele recordar como organizador y líder de un extenso círculo de timadores que, al principio en dura competencia con Soapy Smith, operó durante más de veinticinco años en la ciudad de Denver, Colorado. En lo personal, destacaba por su verbo fácil, su ingenio rápido y agudo y por su gusto, a veces excesivo, por las cosas bien hechas. Nacido en la localidad de Swanton, Vermont, Blonger tenía cinco años cuando su familia se trasladó a la ciudad minera de Shullsburg, Wisconsin. A los quince años, Blonger se alistó en el Ejército de la Unión, en el que sirvió, dada su corta edad, como corneta. Una vez licenciado, se dirigió al Oeste junto con su hermano mayor, Sam. Entre 1866 y 1882, ambos deambularon por toda la Frontera, regentando saloons y teatros, probando fortuna en la minería y, sobre todo, jugando y poniendo a punto diversos timos en ciudades como Red Oak (Iowa), Salt Lake City y Silver Reef (Utah), Virginia City, Tuscarora y Cornucopia (Nevada), Deadwood (Dakota del Sur), San Francisco (California), Silver City (Nuevo México) y Cripple Creek y Leadville (Colorado), donde Sam se presentó sin éxito a las elecciones para la alcaldía en 1879. Durante aquellos inquietos años, conocieron en diversos momentos a muchos de los grandes protagonistas de la historia del Oeste, como «Doc» Holliday, «Bat» Masterson, Frank Thurmond, Lottie Deno y los hermanos Earp. En 1882, los dos Blonger fueron contratados como agentes de la ley en Albuquerque (Nuevo México) y, en calidad de tales, supuestamente, prestaron gran ayuda a Wyatt Earp, «Doc» Holliday y su grupo durante su campaña de venganza a raíz de los sucesos de O. K. Corral. Cuando a mediados de los años noventa se establecieron en Denver, los Blonger ya eran ricos. La principal fuente de esa riqueza eran varias concesiones mineras, particularmente la llamada Forest Queen, cercana a Cripple Creek, así como muchos intereses empresariales, tales como el garito nocturno de Denver The Elite Saloon, con una amplia y popular oferta de juego y prostitución, aunque su principal actividad «profesional» eran los continuos timos y estafas.
Con aquellos cimientos, los hermanos Blonger lograron construir un imperio criminal que actuó prácticamente a su antojo muchos años después, cuando, por fin, Lou fuera detenido, ya cumplidos los setenta años. A partir de 1896, los Blonger consolidaron su organización delictiva jerarquizada, ya un auténtico «sindicato del crimen». Los Blonger pusieron a disposición de los más variados artistas del fraude y el timo la infraestructura y el soporte necesarios para que desarrollaran sus actividades, que tomaron un gran auge, inventándose en aquel ambiente buena parte de los timos y fraudes que aún hoy en día imperan en todo el mundo, como el timo por entonces llamado «el gran almacén», en el que se convencía a los turistas y viajeros de invertir grandes sumas de dinero en negocios inexistentes, en apuestas «seguras» en casas de apuestas inexistentes o a cambio de supuestos artículos de lujo a precio de ganga, todo ello ofrecido con la cobertura de unas instalaciones a todas luces «legales» y «solventes». Además, los negocios de los Blonger eran mucho más amplios, nutriéndose de una amplia nómina de carteristas, trileros, camellos, corredores de apuestas y todo tipo de delincuentes a pequeña escala. Era tal su red que prácticamente ningún delincuente extraño a ella podía operar en la ciudad sin su consentimiento y sin «donar» a los Blonger parte de sus ganancias. Para dar cobertura a tan amplio operativo, los hermanos influían a conveniencia en los centros de decisión y de poder de la ciudad, desde el ayuntamiento y la policía hasta los bomberos o la judicatura y la prensa.
En 1904, un hombre llamado Adolph W. «Kid» Duff se convirtió en el principal lugarteniente de los Blonger. Con amplia experiencia en otras bandas de malhechores de otras ciudades, y con bien ganada fama de jugador compulsivo, vendedor de opio y carterista, Duff dio un nuevo impulso a los negocios de la «organización». Hacia 1920, Lou Blonger se había hecho tan poderoso que muchos decían que era «propietario» de la ciudad de Denver, donde no se hacía nada sin su consentimiento. Hasta tal punto era eso verdad que se sabe que su despacho estaba conectado las veinticuatro horas del día con el jefe de policía local, para que este recibiese y cumpliese sus órdenes de inmediato. Sin embargo, dos años después, en 1922, el fiscal del distrito, Philip S. van Cise, actuando desde fuera del organigrama municipal y con sus propias fuerzas, sufragadas por ciudadanos anónimos de Denver, logró encausar a Blonger y a treinta y tres de sus secuaces, desarticulando de un solo golpe la banda. Tras un popularísimo juicio, Lou «The Fixer» Blongler y sus compinches recibieron duras sentencias y fueron encerrados en la cárcel de Cañon City. Seis meses después, Lou Blongler moriría en la cárcel.
Otro de los más famosos graduados en la escuela de granujas de Soapy Smith en Skagway fue Wilson Mizner (1876-1933), que más tarde se haría muy famoso como autor de teatro y como guionista de Hollywood, pero sobre todo como humorista y persona ingeniosa. En sus años mozos, Mizner trabajó como lugarteniente de Soapy hasta que este murió. Como tal, una de sus principales labores era la de pesar el polvo de oro en el salón de baile de su jefe. Mientras ajustaba la balanza, se las apañaba para dejar caer algo del polvo de oro que estaba pesando a una alfombra situada estratégicamente a sus pies. Al final de cada semana, Mizner quemaba la alfombra y recuperaba todo el polvo de oro de las cenizas. En una entrevista que concedió en 1905, confesó que su truco le rendía unos beneficios semanales de un par de miles de dólares de la época.
Procedente de Shreveport, Luisiana, el «doctor» Samuel Bennett (1791-1853) fue uno de los más conocidos genios del trile que surcó nunca el río Misisipi. Había nacido en el estado de New Hampshire y en su juventud trabajó como tratante de pieles, comerciante y tabernero, antes de hacerse un nombre como trilero. Inventó una variante del juego del trile, hoy casi la más habitual, consistente en jugar con tres dedales y pequeñas bolitas de papel en vez de con las conchas que hasta entonces eran habituales. Además, fue famoso por haber sido el primero en utilizar la estratagema de pegar un delgado triángulo de papel en la parte interior de uno de los dedales. Le daba la vuelta y, brevemente, mostraba el papel al primo de turno, haciéndole creer que la bolita estaba debajo de ese dedal. Bennett aseguraba que ensayó este truco desde que era un chaval y que, cuando ya era adulto, era tan bueno haciéndolo que pronto se ganó los motes de «Rey del Dedal» y «Napoleón de los Manipuladores de Dedales». A comienzos de la década de 1840, el «doctor» (como era conocido, aunque nunca estudió ni practicó la medicina) y un grupo de discípulos suyos crearon tal revuelo entre los jugadores de Georgia, Alabama, Tennessee y Misisipi, que las autoridades de tales estados promulgaron leyes que prohibían específicamente ese mal llamado juego. Inevitablemente, su nombre quedó tan asociado con el trile que muchos viajeros de los vapores fluviales le pedían constantemente que les hiciera una demostración. Aunque el «doctor» Bennett fingía no estar muy dispuesto a ello, acababa por ceder y demostrarles a los pasajeros sus habilidades, ciertamente extraordinarias. Irónicamente, aunque era muy bien conocido como timador, siempre había alguno dispuesto a apostar con el habilidoso estafador que era capaz de derrotarle, sólo para llegar a la conclusión de que eso era imposible y de que, además, salía muy caro, intentarlo. En 1845, a los setenta años de edad, Bennett se había convertido en un anciano de apariencia bonachona y caballerosa con su cabello blanco y el invencible truco de su mirada algo miope por debajo de sus gafas. Murió en 1853 en Shreveport, Luisiana.
Pocos personajes tan curiosos como el rey de los timadores Victor Lustig (1890-1947), que hablaba cinco idiomas, tenía cuarenta y cinco alias y fue detenido en cincuenta ocasiones en los Estados Unidos. Además, a los diecinueve años, un novio celoso le cortó la cara de un navajazo, por lo que lucía una cicatriz desde el ojo izquierdo hasta la oreja.
Lustig nació en lo que hoy es la República Checa en enero de 1890. Poseía un carisma sorprendente y una sonrisa irresistible. Siendo aún joven, abandonó su país y se dedicó a estafar a los viajeros que iban en barco a Nueva York, a quienes ofrecía una máquina que imprimía en papel blanco billetes de cien dólares. Según les confesaba, la única pega que tenía era que sólo sacaba un billete cada seis horas. Los incautos echaban cuentas y enseguida estaban dispuestos a pagar miles de dólares por el maravilloso artilugio. Las doce primeras horas, el aparato producía dos billetes de cien dólares, pero luego sólo salía papel en blanco porque en su interior no había más billetes. Cuando los estafados se daban cuenta del engaño, Lustig ya no estaba a su alcance.
Tras el receso de los viajes transatlánticos provocado por la Primera Guerra Mundial, en 1922 Lustig llegó al estado norteamericano de Misuri. Un día de 1924, un banquero de cierta ciudad de Kansas recibió la visita de un impecable caballero europeo que decía llamarse «conde von Lustig» y que, a causa de la guerra, tuvo que abandonar su país, Austria, y vender todas sus propiedades, por lo que obraban en su poder dos bonos de veinticinco mil dólares cada uno, con los que pretendía comprar propiedades por la zona, acción para la cual necesitaba cambiarlos por el efectivo que representaban. En el banco se comprobaba que los bonos de Lustig eran auténticos. Con eso, Lustig ya se había ganado totalmente su confianza, por lo que ya les podía pedir un pequeño préstamo de diez mil dólares (de la época) para acometer las primeras inversiones en la zona. En un determinado momento, sin que nadie se percatara inmediatamente de ello, Víctor cambió los bonos auténticos por los falsos y se marchó con los bonos y con los diez mil del «préstamo». Cuando el banco, que como la mayoría de ellos no era amigo de perder dinero, descubrió la estafa, llamó a los detectives de la localidad y los mandó tras Lustig. En contra de lo que se pudiera pensar, este no había huido, sino que, extrañamente, se encontraba esperando tranquilamente a los detectives en su casa y se dejó arrestar.
Durante el viaje hacia la comisaría, Lustig demostró una vez más sus grandes dotes como estafador. Así, como al paso, de una forma aparentemente casual, les comentó a los detectives lo perjudicial que podría ser para el banco que saliera a luz que había sido timado, estafado y vilipendiado de tal manera. ¿Los clientes tendrán la misma confianza en él que tenían antes o les entrará el pánico y retirarán todo el dinero? Curiosamente, Lustig quedaría libre, pero, dados los perjuicios que le habían ocasionado los detectives deteniéndolo y trasladándolo a la comisaría, aunque nunca llegó a ella, tuvieron que compensarlo con mil dólares más.
Otro de los «reyes» de trile del Misisipi en aquella primera época fue James Miner, más conocido como Umbrella Jim («Paraguas Jim») a causa de su costumbre de llevar a cabo su juego-estafa bajo un paraguas, estuviera bajo techo o al aire libre, lloviese o luciese el sol. También utilizaba el pequeño ardid de dar paso a su «actuación» con una canción, por lo que se ganó también el mote adicional de the Poet Gambler (‘el Jugador Poeta’).
En 1925, el gran timador Victor Lustig, tras sus primeras aventuras estadounidenses que acabamos de conocer, regresó a París y enseguida se enteró de los problemas que tenía la ciudad para afrontar los gastos de mantenimiento de la Torre Eiffel, así que urdió un plan para sacar una suculenta tajada de esa situación. Lustig se hizo pasar por subdirector general del Ministerio de Correos y Telégrafos y convocó a seis industriales chatarreros a una reunión confidencial en el hotel de Crillon, uno de los más prestigiosos de París, para discutir un acuerdo de negocios. Una vez reunidos, Lustig explicó que habían sido seleccionados sobre la base de su buena reputación como hombres de negocios honestos, y luego dejó caer la bomba. Dijo al grupo que el mantenimiento de la Torre Eiffel era muy costoso para la ciudad y que no se podía mantener por más tiempo, por lo que querían vender las siete mil toneladas de hierro como chatarra. De entre ellos iba a salir el que ganase la concesión del negocio. Lustig llevó a los chatarreros a la torre en una limusina alquilada para un recorrido de inspección, solicitó ofertas para presentarlas al día siguiente y les recordó que el asunto era un secreto de Estado. El ganador (previo soborno a Lustig) fue un tal André Poisson. Victor tomó el dinero y escapó a Viena, donde vivió a cuerpo de rey unos años. Sorprendentemente, no pasó nada. Poisson había sido timado humillantemente y no acudió a la policía.
Tiempo después de su venta de la Torre Eiffel, Lustig convenció al mismísimo Al Capone para realizar un negocio, una supuesta (aunque falsa) estafa, que reportaría un beneficio de cuarenta mil dólares en sesenta días. Lejos de gastarse el dinero que le entregó el mafioso, lo guardó en un banco durante dos meses, pasados los cuales se embolsó los intereses y devolvió el capital a Capone, junto a una falsa nota de disculpa en la que comentaba que el negocio había fallado. Al Capone, sorprendido por la «integridad» de su nuevo socio, le envió la suma de cinco mil dólares en agradecimiento por no haber escapado con el dinero. Así, Lustig no sólo se ganó el respeto de uno de los mayores mafiosos (lo que en aquellos tiempos significaba mucho), sino que además lo estafó.
Varios años después, Lustig fue atrapado en una de sus estafas y enviado a la prisión de Alcatraz, donde, como era de suponer, se las ingenió para vivir como un rey hasta su muerte, el 9 de marzo de 1947.
Uno de los más pintorescos tahúres del Misisipi de la época dorada de este río estadounidense fue George Devol (1829-1903). Además de ser para muchos el mejor jugador de póquer de la historia del Oeste, y especialmente el más invencible tahúr del Misisipi de todos los tiempos, Devol fue un artista del timo, un pendenciero luchador y un maestro de la manipulación de las personas y de su dinero. Peleador formidable, era bueno con los puños, pero su arma principal era su cabeza, más exactamente, su cráneo. Si creemos a los médicos que le examinaron, por encima de la frente su cráneo tenía más de dos centímetros de grosor. En 1867, tuvo una confrontación amistosa, a topetazos, con Billy Carroll, un artista de circo conocido como «El Gran Topador» y «El Hombre con la Cabeza Dura», cuyo número consistía en romper barriles y gruesas puertas con la cabeza, que, hasta entonces, había podido con todos los que se habían atrevido a retarlo. Una noche, acabada la función, dos de los propietarios del circo y su testaruda estrella se encontraron con Devol y otros famosos jugadores en un saloon. Uno de los empresarios se vanaglorió de que Carroll podía matar a cualquier adversario a cabezazos. Uno de los tahúres, Dutch Jake, dijo en voz alta que apostaba diez mil dólares a favor de un hombre al que Carroll no podría matar. Devol supo enseguida a quién se refería su amigo, pero no creyó que fuera conveniente mezclar los negocios con la diversión, así que dijo: «No apostéis, muchachos. El señor Carroll y yo nos enfrentaremos sólo por diversión». La concurrencia les hizo rápidamente espacio en el concurrido saloon y alguien tiró un trapo justo en el medio señalando el punto en que ambos chocarían. Devol y Carroll tomaron posiciones a cinco pasos del trapo, se prepararon y a una señal convenida, se lanzaron uno contra el otro con la cabeza por delante… El impacto tiró a Carroll de espaldas. Devol, considerablemente más pesado que su oponente, ni siquiera había golpeado con toda la intensidad posible. Cuando Carroll volvió en sí, se acercó tambaleante a Devol, puso su mano sobre su cabeza y, divertido, dijo: «Caballeros, al fin he encontrado a papá». Las peleas serían parte consustancial de la vida de Devol, que, por si acaso, desarrolló una gran habilidad adicional con las pistolas, las cuales nunca dudó en desenfundar si lo veía necesario.
Devol, desde bien joven, al ver el alto nivel de vida de los jugadores profesionales que proliferaban en los barcos que recorrían el río Misisipi, decidió seguir sus pasos y, aún sin cumplir los veinte años, ya dominaba todas las artes del juego y la manipulación de cartas. En aquel mismo escenario fluvial, Devol amasaría cientos de miles de dólares durante los años siguientes, arrebatándoselos indistintamente a algodoneros, especuladores de tierras, desfalcadores de bancos, ladrones, pagadores del Ejército, colegas de profesión y, en general, a cualquiera que tuviera suficiente dinero y ganas de perderlo jugando contra él. Enseguida sus habilidades con los naipes y en las peleas se hicieron casi míticas entre sus compañeros de profesión. Devol era tan hábil y tan duro como cualquiera de ellos, pero, eso sí, mucho más extravagante. Para atraer a los plantadores del Sur, aparentó ser uno más de ellos. Cada vez que el barco atracaba, representaba una gran escena al despedirse de sus «esclavos». «Adiós, massa George», gritaba a voz en grito el más veterano de los negros para que ningún pasajero se quedara sin oírlo, «cuidaré de todo en la vieja plantación hasta que usted regrese». Los demás negros contratados llevaban las muchas maletas de «su señor» a bordo, dejándose ver todo lo posible para que el resto de los pasajeros tomara buena nota de que Devol era el propietario de una plantación de grandes recursos. Su vestimenta también iba a tono con el papel elegido: un largo abrigo de suntuosa tela, un sombrero alto, pantalones grises, camisa blanca con chorreras, ondulada corbata de seda adornada con un alfiler de diamantes y chaleco estampado con escenas de caza del zorro pintadas a mano. Tal petimetre se pavoneaba en el bar, saludando a todos, pero manteniendo un discreto distanciamiento, y todo lo pagaba extrayendo ostentosamente billetes de un fajo tan aparatoso que hacía que todos los ojos estuvieran a punto de salirse de sus órbitas. Así, Devol se aseguraba de ser invitado a participar en la primera gran partida de póquer que se organizase. Todos los pasajeros querrían hacerse con un trozo del pastel del dinero de aquel «rico plantador».
Cuando las fuerzas de la Unión tomaron Nueva Orleans en 1861, prohibieron inmediatamente el juego, pero lo restablecieron semanas después, aunque regulado y sometido a altas tasas. En aquel nuevo ambiente, Devol siguió amasando más y más ganancias no sólo con las cartas, sino también regentando el hipódromo de la ciudad. Había abonado cincuenta mil dólares por una cuadra de diecinueve caballos de carreras que le hicieron ganar enormes sumas. Durante las reuniones, se entretenía montando partidas de monte en la tribuna y, acabada la jornada, se iba a repartir cartas y disgustos a los casinos, en los que le aguardaban expectantes sus admiradores. Dadas sus afinidades sudistas, se las arregló para caer en picado sobre los pagadores y oficiales del ejército yanqui, a los que desplumó de tal manera que las víctimas recurrieron en busca de ayuda y resarcimiento al gobernador militar de la ciudad. Devol fue juzgado y condenado a un año de cárcel y a unos, para él míseros, miles de dólares. Sin embargo, la vida en prisión no le resultó muy dura. Durante los días sacaba más dinero de los muchos ricos e importantes sudistas encarcelados con él. Por las noches, acompañado por su carcelero, con quien se repartía las ganancias, visitaba los principales garitos de la ciudad, preferentemente en busca de una buena cama, un reconfortante baño y la mejor comida y compañía posibles. Una de esas noches, el comandante de la plaza hizo una visita sorpresa a un restaurante y se encolerizó cuando vio a Devol y a sus compañeros supuestamente encarcelados devorando suculentas aves de caza y trasegando los más exquisitos vinos, y ordenó endurecer el régimen carcelario. Ante ese nuevo clima, Devol puso en acción sus muchas influencias y consiguió que el gobernador civil le liberara, al reconsiderar sus delitos como nimios y tras pedirle que prometiera dejar en paz en las mesas de juego al personal del Ejército yanqui. Pese a la promesa, una vez libre, Devol se resarció inmediatamente birlando con los naipes diecinueve mil dólares a un pagador de la Unión, dinero que empleó en comprarse una nueva cuadra y en reabrir la pista de carreras, sin olvidarse por ello del «ejercicio» diario con los naipes.
Sin embargo, dos años después, un nuevo gobernador decidió cerrar definitivamente los garitos de Nueva Orleans. Ciudades como Chicago y Natchez se convirtieron inmediatamente en las nuevas mecas del juego, así que una gran mayoría de los tahúres se dirigió inmediatamente hacia ellas. Devol prefirió mudarse a Mobile, Alabama, en 1865, y abrir allí dos salones de juego. Cuando el gran dinero comenzó a desaparecer también de Mobile y las autoridades, a su vez, comenzaron a estrechar el acoso al juego, Devol vendió todo y volvió a los vapores del Misisipi y a los paquebotes del Misuri. Pero aquel mundo ya no era el mismo. Ahora el bullicio y el negocio estaban en el Oeste; en las ciudades ganaderas del oeste del Misisipi florecieron, al igual que en los campamentos mineros y en los nudos ferroviarios. Muchas de estas prósperas ciudades, a menudo repletas de trabajadores ferroviarios, mineros, cowboys, arrieros, cazadores de búfalos y todo tipo de forajidos, proveían todo tipo de vicios, incluidos la prostitución y numerosas salas de juego. Devol vio en ellas muchas oportunidades y, a comienzos de los años setenta, siguió la expansión del ferrocarril entre Kansas City y Cheyenne. Comenzó a trabajarse esos nuevos pastos, en compañía de otros ilustres jugadores de ventaja provenientes del Misisipi, como Canada Bill, Sherman Thurston, Jew Mose y Dad Ryan, o locales, como John Bull, Ben Marks, Cowboy Tripp, Doc Baggs y Frank Tarbeaux.
Rememorando su juego ambulante en los vapores y paquebotes fluviales, Devol se hizo habitual en los trenes. En cierta ocasión, en una partida disputada a bordo de uno de ellos, ganó mil doscientos dólares a un directivo de la compañía ferroviaria. Este, nada más regresar a Omaha, prohibió el juego en sus trenes e incluso contrató a la agencia Pinkerton para que sus agentes impidiesen actuar a los jugadores profesionales, especialmente a Devol. Este se fue a Saint Louis, pero sin olvidarse de los viejos tiempos del Misisipi. De nuevo vendió todo y regresó una vez más al río, que, sin embargo, ya no era el mismo. En 1892, Devol publicó su autobiografía, Forty Years a Gambler on the Mississippi, que aunque a diferencia de otras era totalmente veraz, no obtuvo su mismo éxito, tal vez porque sólo contaba la verdad de lo sucedido, sin añadir los toques heroicos con que otros adornaban sus relatos. Para entonces, los grandes días del juego en los vapores y los trenes ya habían acabado. A insistencia de su nueva mujer, Devol se retiró del juego en 1896, se instaló en Cincinnati con ella y con su suegra y pasó sus últimos años promocionando sin mucho éxito su libro. Se ha estimado que llegó a ganar más de dos millones de dólares en sus cuarenta años de juego. Sin embargo, cuando murió en Hot Springs, Arkansas, en 1903, como tantos otros de su misma estirpe, estaba casi totalmente arruinado.
William B. «Lucky Bill» Thornton (182?-1858) fue otro excelente trilero del Salvaje Oeste que desarrolló su negocio principalmente en California y Nevada. Hombre de gran estatura y complexión muy fuerte, con pelo negro ensortijado y grandes ojos grises, Thornton fue considerado todo un conquistador y un rompecorazones de la época. Se recuerda aquella etapa en que viajó acompañado por un harén particular formado por tres señoritas, a cual más entregada a la causa. Desde el condado de Chenango, estado de Nueva York, Lucky Bill se dirigió a California en 1849, nada más oír hablar de la Fiebre del Oro. Unido a una caravana de pioneros, comenzó a jugar al trile con sus compañeros de viaje, por lo que, cuando llegaron a California, muchos de ellos lo hicieron totalmente arruinados, desplumados de todos sus bien ganados ahorros por el timador. Thornton llevaba a cabo su juego con pequeños cubiletes de metal con forma parecida a nueces y con un guisante de corcho ennegrecido. Solía manipularlos sobre una bandeja suspendida de su cuello por medio de una tira de cuero. Se dejaba las uñas de los dedos muy largas, para poder esconder bajo ellas el guisante de corcho mientras simulaba dejarlo bajo una de las nueces. Este método era más dificultoso y arriesgado que el francés del «dedo en la palma», por entonces utilizado más habitualmente. En Sacramento, continuó practicando el truco, reuniendo unos veinticuatro mil dólares en los dos primeros meses de actividad. Además fue un ferviente jugador, adicto al faro, al que no jugaba nada bien, por lo que perdía en él por la noche lo que ganaba por el día con los que él llamaba sus «tres mosqueteros» y el guisante, protagonizando un caso más, tan curiosamente habitual, de timador timado. En 1853, se mudó a Nevada, donde puso en marcha un rancho en el valle Carson, cerca de la ciudad de Genoa, que llenó con varios miles de cabezas de ganado. También construyó un aserradero y regentó un camino de peaje, convirtiéndose en uno de los más prósperos y respetados ganaderos de la zona. Por entonces, Thornton ya había formado una familia y vivía una vida aparentemente respetable y honrada. Sin embargo, siguió poniendo en práctica su juego y desplumando a muchos de los incautos que se acercaban a él. Pero a Thornton se le acabó de pronto la proverbial suerte que hasta entonces le había dado su mote de Lucky (‘afortunado’). A comienzos del verano de 1858, fue arrestado junto a varios compinches acusados del asesinato de un francés en el lago Honey. Tras ser condenado a muerte por un jurado popular, fue colgado el 18 de junio de 1858.
William Jones (1805?-1880), más conocido como Canada Bill, tahúr de origen anglocanadiense, famoso por sus trampas y sus argucias en el juego, fue fiel siempre a su lema personal: «Es inmoral dejar que un imbécil se quede con su dinero». Nació en un campamento gitano de Yorkshire, Inglaterra, donde sus padres vivían de reparar ollas y cacerolas, leer el futuro, tratar con caballos y cualquier otra trapacería que surgiera al paso. Desde muy pequeño, William aprendió, y muy bien, en la universidad de timos callejeros clásicos. Además, pronto se hizo un gran experto en los juegos de cartas, fuera jugando de modo honesto o fullero, tanto le daba. A los veinte años, se decidió a ampliar sus horizontes y cruzó el charco en busca de una vida mejor y de nuevas víctimas. A su llegada a América, se estableció en Canadá, donde empezó a trabajar bajo la tutela del conocido timador Dick Cady, que le enseñó los entresijos del monte o trile de tres cartas. Pronto, el joven Bill vio que podría ganar mucho dinero con esta nueva faceta profesional, así que hizo las maletas y se encaminó al paraíso de los jugadores y ventajistas de todo tipo, el río Misisipi, donde se dedicó a ejercer de trilero en los barcos.
Pero él no era como los demás en varios aspectos. Por un lado, era un jugador de cartas compulsivo, pero no muy dotado, lo que le eliminaba como aspirante a tahúr. Por otro, su presencia física y su aspecto eran muy impropios para adoptar el glamour de los grandes jugadores o los grandes estafadores de cuello blanco. En palabras de su colega George Devol, Canada Bill era un alfeñique de poco más de cincuenta kilos, «de tamaño medio, cabeza de gallina, pelo pincho…, con dulces ojos azules y una boca casi de oreja a oreja, que caminaba con paso renqueante y medio plañidero, y que, cuando su semblante estaba en reposo, parecía un idiota. Vestía siempre ropas de varias tallas superiores a las que hubiera necesitado. Su rostro era tan liso como el de una mujer, sin el más mínimo rastro de vello. Tenía una voz chirriante y aniñada, y maneras torpes y desgarbadas, así como una forma de hacer preguntas absurdas y una predisposición natural a adoptar una especie de sonrisa boba que a todo el mundo le hacía creer que pertenecía a la clase superior de los primos, la especie más bisoña de garrulo». Canada Bill no daba, pues, el tipo de tahúr, pero, a cambio, era un extraordinario timador, el más capaz e increíble trilero de su muy competida época, en opinión de todos los que le conocieron.
Dada su gran inteligencia y su no menor sagacidad, su mejor medio de ganar dinero sería precisamente su habilidad innata para hacerse el tonto. Gracias a su chirriante voz y simulando ser un simple, Bill se ganaba pronto la confianza de sus objetivos, haciéndoles pensar que era inofensivo, que nada malo se podía esperar de él. Comenzó por actuar en la calle, en las ciudades aledañas al Misisipi y luego a bordo de los propios barcos, y pronto dominaría por completo ambos escenarios, siendo pronto reconocido por todos como el mejor fullero de todos los tiempos. Acabada la guerra civil norteamericana, Canada Bill se alió con Dutch Charlie y, en apenas unas semanas, ganó doscientos mil dólares en Kansas City. A continuación, ambos eligieron actuar a bordo de los trenes, especialmente de la línea que unía Omaha con Kansas City, repleta de emigrantes hacia el Oeste, entre los que ellos sabían encontrar a numerosos «clientes». Era tal su negocio que cuando la compañía ferroviaria prohibió el juego del monte de tres cartas, la gran especialidad de Canada Bill, este llegó a hacer una oferta en firme de entre diez mil y veinticinco mil dólares anuales por conseguir la exclusiva del juego en sus trenes, comprometiéndose además a no actuar contra los viajantes comerciales ni los predicadores metodistas. Los directivos rechazaron la oferta. Seguramente a ellos no les interesaban las estafas «pequeñas».
A partir de entonces Canada Bill viajó por todo el Oeste y buena parte del Este en busca de nuevos mercados en que proseguir sus actividades, hallándolos sobre todo entre los amantes de las carreras de caballos y entre las muchedumbres que asistían a las innumerables ferias agropecuarias de condados y estados. Durante décadas, Jones hizo mucho dinero timando a la gente, no sólo mediante el trile, sino también como jugador de póquer y de otros juegos de cartas. Sin embargo, como buen ludópata, casi siempre perdía en ellos lo mucho que ganaba con el monte y sus otros timos. Cuenta la leyenda que en cierta ocasión, nada más perder sus apuestas en una partida trucada de faro, su por entonces socio George Devol le preguntó: «¿No sabes que esa partida estaba amañada?», a lo que Bill respondió: «Claro, pero es que es la única que hay en la ciudad».
En 1874, se mudó a Chicago, donde sólo en su primer año llegó a ganar unos ciento cincuenta mil dólares… que perdió en buena parte participando en numerosas partidas amañadas, principalmente de faro. Tras trasladarse a Cleveland, siguió perdiendo con facilidad a manos de los profesionales de los tapetes lo que ganaba, también muy fácilmente, con sus trucos. Esta doble faceta de maravilloso timador y de ingenuo jugador fue la causa de que él, como tantos otros de su profesión, acabase su vida (en 1880, en Reading, Pensilvania) en la más profunda miseria, hasta el punto de que hubo de ser enterrado a expensas del erario público. Al conocer la noticia, un grupo de Chicago formado por sus antiguos amigos y compañeros de profesión reunió algún dinero, reembolsó los gastos al Ayuntamiento de Reading y dio algo más de dignidad a su sepulcro, celebrando un gran funeral público. Cuenta la leyenda que uno de los asistentes, jugador, se apostó mil dólares a que Bill no estaba en su ataúd. Nadie aceptó la apuesta, porque, como dijo otro de sus amigos, «de agujeros más pequeños le hemos visto escapar».
La hongkonesa Nina Wang, que murió de cáncer en 2007 a los sesenta y nueve años, legó su inmensa fortuna (era la asiática más rica en el momento de morir) a su maestro de feng shui, Tony Chan, a cambio de una promesa de vida eterna por parte de este. Wang cambió su testamento en 2006 con el fin de dejarle todo a Chan, anuló un testamento escrito cuatro años antes en que lo legaba a su familia y a obras de caridad. Sin hijos, Wang escribió el nuevo testamento dos años después de que se le diagnosticara cáncer de ovarios e hizo a Chan heredero universal de su gran fortuna. El misterio final de esta historia es ¿por qué pidió Chan que la mujer lo incluyera en su testamento si le acababa de asegurar la vida eterna? El caso es que, en 2010, el maestro de feng shui perdió la batalla legal contra los familiares de Nina y se quedó sin unos cien mil millones de dólares.
El conductor de tranvías de Saint Louis James Addison Reavis (1843-1914) se convirtió en el barón de Arizona sólo con falsificar antiguos documentos españoles relativos a la propiedad de un terreno situado en el centro de Arizona, que abarcaba ni más ni menos que once millones de acres. En connivencia con el doctor George Willing, Reavis puso en marcha un elaborado plan que incluía convencer a una joven huérfana de que era realmente una gran heredera. Reavis llegó a casarse con ella y, durante meses, al estilo Pigmalión, la fue entrenando para que simulara tener la educación de una gran dama; finalmente, viajó a España, donde «descubrió» más documentos que apoyaban sus reclamaciones en Arizona. A su vuelta a Estados Unidos, Reavis presentó los documentos tanto a la compañía ferroviaria Southern Pacific como a los propietarios de la mina Silver King, convenciendo a ambas partes de que le compraran los terrenos propiedad de su esposa, que hasta entonces habían usurpado. Con tal botín, Reavis se construyó magníficas casas en Arizona, la ciudad de Chihuahua, Saint Louis y Washington. Pero, finalmente, todo su cuidadoso entramado se vino abajo casualmente cuando un impresor de una pequeña ciudad de Arizona se dio cuenta, analizando los documentos, de que los tipos de imprenta utilizados en los documentos supuestamente datados en 1784 no habían sido inventados hasta 1875. Reavis fue arrestado y condenado a una prisión federal.
Joseph Weil (1875-1976), «Yellow Kid», fue uno de los más famosos timadores de su época y uno de los mayores innovadores del negocio de las estafas. Alguien dijo de él que poseía «un asombroso conocimiento de la naturaleza humana». A los diecisiete años, Weil dejó sus estudios en su Chicago natal y comenzó a trabajar como cobrador. Al notar que sus compañeros de trabajo se quedaban con pequeñas cantidades de dinero, les planteó un ventajoso chantaje: él no diría nada de lo que hacían sus compañeros siempre que ellos le diesen una parte de sus ganancias. A partir de ahí, en los años ochenta, bajo la tutela del timador «Doc» Meriwether, Weil comenzó a llevar a cabo pequeños timos mediante la venta callejera del llamado «Elixir del Doctor Meriwether», un brebaje cuyo principal componente era agua de lluvia. Asimismo le corresponde el honor de ser el inventor del timo conocido como «el telegrama», tan bien reflejado en la famosa película El golpe. Recordemos en qué consiste.
A comienzos del siglo XX, las apuestas en las carreras de caballos eran legales en Estados Unidos. Se solían hacer en locales preparados a tal fin en los que los resultados de las carreras se recibían por telegrama desde la Western Union. El timo diseñado por Weil comenzaba con la selección de una víctima que fuera lo suficientemente rica, ambiciosa y confiada. Se le explicaba que gracias a un contacto en la Western Union era posible saber el resultado de la carrera unos minutos antes de que fuera transmitido a la sala de apuestas. Así, se podría apostar sobre seguro y ganar un buen puñado de dólares. «El deseo de conseguir algo por nada ha costado mucho a mucha gente que ha entrado en negocios conmigo y con otros timadores —escribió en cierta ocasión Weil—, pero he llegado a la conclusión de que así es como funcionan las cosas. La persona común, desde mi punto de vista, es un noventa y nueve por ciento animal y un uno por ciento humana. El noventa y nueve por ciento animal le causa muy pocos problemas. Pero el uno por ciento en que es humano es el que ocasiona todos nuestros males. Cuando la gente aprenda (aunque dudo que lo consiga) que no se puede conseguir algo por nada, los delitos disminuirán y viviremos en una mayor armonía». En otro pasaje de su libro comenta: «Nunca he timado a un hombre honesto, sólo a pillos que querían conseguir duros a peseta y yo les di pesetas a duro». Granuja inveterado, las ocurrencias de Weil fueron una fuente inagotable de diversión para sus conciudadanos de Chicago durante muchos años. Murió en esa misma ciudad en 1976 a los cien años de edad.
Hija del escritor romántico Mariano José de Larra, aunque no conoció a su padre, pues este ya se había suicidado, Baldomera Larra Wetoret (1833-?) puso en marcha a mediados del siglo XIX una estafa muy similar a lo que hoy se conoce como timo piramidal. Estaba casada con un médico de la Casa Real, Carlos de Montemayor. Cuando Alfonso XII fue restaurado en el trono de España en 1875, el marido no quiso continuar en el cargo y decidió marchar a las colonias de ultramar, a Cuba. Como era mujer de recursos, un día se le ocurrió una brillante idea. Pidió prestada una onza de oro a una vecina prometiéndole que en un mes se la devolvería duplicada. Doña Baldomera cumplió su promesa y la vecina no pudo dejar de contárselo a otras amistades. El «negocio» corrió por el barrio y todo el mundo empezó a dejarle dinero a doña Baldomera, que cumplió religiosamente devolviendo el dinero y un 30% más de interés en un mes, lo que le proporcionó más clientela todavía. Así surgió «La Caja de Imposiciones». Ella pagaba a los primeros que llegaban con el dinero de los siguientes, sin poner ella ni un duro. Por sus manos pasaron en esa época unos veinte millones de reales, cantidad extraordinaria para aquellos años. Algunos de los impositores le preguntaban qué garantía ofrecía la Caja, ella sonreía y decía: «¿Garantía? ¿En caso de quiebra quiere usted decir? Una sola: El Viaducto», el sitio en Madrid desde el que se arrojaban los suicidas. Pero, como pasa con todo timo piramidal, tarde o temprano se viene abajo y se termina descubriendo. La quiebra sobrevino en diciembre de 1876, cuando Baldomera desapareció con todo el dinero que pudo. Dos años después se supo que vivía bajo falsa identidad en la localidad francesa de Auteuil. Se pidió su detención y extradición. Una vez en España, se celebró juicio y fue condenada a seis años de prisión por alzamiento de bienes. La sentencia fue portada de los diarios de la época, pero ella recurrió y fue absuelta en 1881, gracias a una campaña de recogida de firmas en que participaron desde gente sencilla hasta aristócratas. Tras salir de la cárcel, nada se sabe con certeza de sus últimos años de vida.
El francés Gustave Charles inventó un aparato para buscar tesoros. Consistía en una barra de metal en cuyo extremo se movía un plato giratorio de hojalata que, según explicaba él, estaba impregnado con ciertas sustancias que respondían al magnetismo enviado por el oro, la plata y otros metales nobles. Al sentir su presencia, el plato se ponía a girar. La velocidad de aquellos giros indicaba la cantidad exacta del metal enterrada. Vendió a buen precio muchos de esos artilugios y así se enriqueció. Un día un suspicaz le preguntó: «Señor Charles, ¿alguien ha encontrado un tesoro con su aparato?» «Quién sabe —respondió Charles, con una sonrisa en los labios—. Yo sí encontré uno».
Hacia 1985, los agentes del Tribunal de Cuentas de Estados Unidos descubrieron que el célebre Pato Donald estaba cobrando la cantidad de 99 999 dólares anuales como empleado de un ministerio. Se comprobó que un funcionario, habilísimo pirata informático, lo había introducido en la nómina del Estado, burlando todos los controles programados para detectar estafas. El funcionario se estaba enriqueciendo no sólo a costa del pato sino también de Betty Boop, David Crockett y otros treinta personajes más de ficción, todos ellos incluidos en la nómina.
En los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil española, la escasez de carburante era agónica y surgieron mil inventos que intentaban aprovechar cualquier materia para obtener un sucedáneo de combustible. En este ambiente hizo su aparición el austriaco Albert Elder von Filek, que ofreció un invento que permitiría a España producir tres millones de litros diarios de carburante. Si esto era verdad, esta era la solución definitiva para la carencia de combustible nacional. El carburante de Filek era mejor que el habitual para el funcionamiento del automóvil. Además, sus materias primas eran sorprendentemente baratas y abundantes: agua, fermentos de plantas y un ingrediente secreto (un seguro de vida contra plagios y contra tentaciones de olvidarse de quién «ofrecía» el remedio). Franco agasajó al austriaco y le pagó bien para que se pusiera manos a la obra. Filek basó toda su historia en el odio compartido a los rojos que lo habían maltratado y proclamó que estaba al servicio de España y de Franco por ideales, no por dinero. Los periódicos y Franco ya hacían alarde de la buena nueva a bombo y platillo. Pero Filek no supo retirarse a tiempo y fue descubierto. Acabó en una cárcel por estafador al tiempo que, curiosamente, desaparecían todas las noticias y comentarios al respecto del nuevo combustible. Por supuesto, sin más explicaciones. No era posible que el pueblo español supiera que alguien había sido capaz de engañar al todopoderoso e ínclito Caudillo.
Nicholas Nick Leeson (1967) es el hombre que causó en 1995 el colapso del banco de inversión más antiguo del Reino Unido, el Barings Bank. La extraña organización de este banco en Singapur entre 1992 y 1995 permitió a Leeson operar a sus anchas sin supervisión de la central en Londres, pues él actuaba a la vez como jefe de operaciones y como encargado de negocios de Barings en el Intercambio Monetario Internacional de Singapur, cuando lo normal es que ambas funciones las hubiesen desarrollado dos empleados distintos. Esta duplicidad situó a Leeson en disposición de presentar informes a una oficina del Banco Barings que él mismo administraba. Dada esa falta de control, a Leeson le fue posible cubrir contablemente varias arriesgadas operaciones fallidas en el mercado de futuros. Mediante algunos trucos de ingeniería financiera, Leeson encontró incluso fondos con los que aumentar su agresividad comercial buscando resarcirse de sus anteriores errores. Pero sus nuevas decisiones provocaron cada vez más pérdidas, que él siguió tapando desviando dinero transferido por distintas firmas subsidiarias al propio banco. Además, falsificó los libros de cuentas manipulando los sistemas informáticos y usó dinero destinado al pago de márgenes y otras actividades.
Al principio, la central del Barings Bank en Londres felicitó y recompensó a Leeson por lo que parecían unas destacadas ganancias. Sin embargo, su suerte se acabó cuando el terremoto de Kobe derribó los mercados financieros de Asia. Leeson apostó a una recuperación rápida del índice Nikkei, que no se materializó. Cuando auditores internos del Barings Bank descubrieron finalmente el fraude, el presidente, Peter Barings, recibió una confesión total de Leeson, pero ya era demasiado tarde. Sus actividades habían generado pérdidas de 1,4 billones de dólares, el doble del capital de la sociedad, y el Barings fue declarado insolvente el 26 de febrero de 1995, lo que causó un dramático colapso financiero en todo el mundo. El Banco Barings fue comprado por el banco holandés ING por la suma nominal de una libra, haciéndose cargo de todos sus pasivos, para luego dividirlo y venderlo a MassMutual y Northern Trust en marzo de 2005. Leeson huyó de Singapur, pero fue arrestado en Alemania y extraditado de nuevo a Singapur, donde lo condenaron por fraude y fue encarcelado por seis años. Durante su presidio escribió su autobiografía, titulada Rogue Trader, que posteriormente sería adaptada al cine con ese mismo título, en película protagonizada por Ewan McGregor [en la foto]. Tras pasar unos años en una peligrosa cárcel de Singapur, el ex broker se gana hoy la vida hablando de su fechoría. Es decir, continúa sacando beneficios a la estafa.
Se dice que Michael Milken (1946), el «rey de los bonos basura», hizo más dinero y a mayor velocidad que nadie en la historia de las finanzas: en una década pasó de ganar cinco a quinientos cincuenta millones de dólares por año y que llegó a ser la persona más poderosa de Wall Street. En los años ochenta, desde la financiera Drexel Burnham Lambert, Milken impulsó una ola de inversiones en bonos de alto riesgo y alto rendimiento que desataron una fiebre de fusiones y adquisiciones e hicieron multimillonarios a muchos financieros en poco tiempo. Pero la suerte de Milken cambió cuando comenzó a ser investigado por Rudolph Giuliani, el abogado que años más tarde se convertiría en el popular alcalde de Nueva York. En 1989 fue acusado por el Gobierno de haber manipulado el mercado y haber utilizado información privilegiada para enriquecerse. Milken se declaró culpable de sólo seis de los noventa y ocho cargos de los que fue acusado. Debió pagar una multa de novecientos millones de dólares, se le prohibió de por vida trabajar en el mundo financiero y fue condenado a diez años de prisión, aunque, finalmente, la pena se redujo a veintidós meses. La noticia de su caída marcó el fin de la era de los «pelotazos» financieros. En enero de 1993, días después de haber salido de la cárcel, Milken recibió una noticia devastadora de sus médicos: tenía cáncer de próstata y le quedaban, como mucho, dieciocho meses de vida. Tenía entonces cuarenta y seis años. Lo primero que hizo fue cambiar sus hábitos. Empezó a hacer ejercicio y a meditar y se volvió vegetariano. Probó todas las terapias conocidas y, en dos años, se convirtió en un experto en cáncer y nutrición. Incluso publicó en 1998 The Taste for Living (‘El gusto de vivir’), un libro con sus «recetas preferidas para luchar contra el cáncer». Con su cáncer en remisión, invirtió su energía en la filantropía. Su intensa actividad en este campo llegó a ser tan reconocida que, en 2004, la revista Fortune le dedicó un artículo que lo presentaba como «El hombre que cambió la medicina». Por ejemplo, Milken fundó la Asociación para la Cura del Cáncer de Próstata y el Centro para la Aceleración de las Soluciones Médicas. También fundó una red de educación virtual, Knowledge Universe; fortaleció la propia fundación de su familia y dedicó más tiempo a su propio centro de investigaciones, el Milken Institute. En 1998 pagó una multa de cuarenta y siete millones de dólares, tras un nuevo juicio en su contra por haber brindado asesoramiento financiero a grandes empresas. Se dice que esta violación de la prohibición fue lo que le valió ser excluido, en 2001, de un perdón presidencial que Bill Clinton estaba contemplando antes de dejar el poder y que le hubiese permitido volver al mundo de las finanzas.
El bróker francés Jérôme Kerviel (1977) protagonizó el mayor fraude de la historia en enero de 2008 cuando causó la pérdida de cuatro mil novecientos millones de euros debido a actividades fraudulentas. Kerviel trabajaba en la Société Générale, uno de los bancos más prestigiosos de Francia (el segundo en importancia) y en donde protagonizó un desajuste financiero que hizo tambalearse los mercados en todos los continentes. A partir del año 2007, Kerviel llevó a cabo operaciones fraudulentas que aportaban ganancias, pero para pasar desapercibido creaba «posiciones perdedoras» que no eran detectadas. Así se mantuvo hasta que cometió un error que destapó sus operaciones. Sus superiores descubrieron que los descalabros financieros se relacionaban con su persona el 19 de enero de 2008 («Crisis bursátil de enero de 2008»). El fraude de Kerviel consistía en apostar sumas extraordinarias a que ciertas acciones subirían o bajarían, y de pronto un día «perdió la apuesta». El 21 de enero de 2008, los mercados europeos sufrieron pérdidas de alrededor del 6% ocasionadas por el temor a la posible recesión en Estados Unidos. Con el propósito de limitar las pérdidas a las que estaba expuesto el banco, Société Générale intentó cerrar las posiciones creadas por Kerviel, generándose unas pérdidas aproximadas de cuatro mil novecientos millones de euros. Kerviel no obtuvo ganancias directas por sus operaciones fraudulentas, aunque muchos sostienen que actuó con mala fe.
El banquero Bernard Lawrence Madoff (1938) presidió una firma de inversión que fundó con su nombre en 1960 y que fue una de las más importantes en Wall Street. En diciembre de 2008, «Bernie» Madoff fue detenido por el FBI acusado de fraude. El 29 de junio de 2009 fue condenado a ciento cincuenta años de cárcel por estafar cincuenta mil millones de dólares, lo que convirtió a aquella en la mayor estafa llevada a cabo nunca, que se sepa, por una sola persona. La estafa consistió en tomar capitales a cambio de grandes ganancias que, como suele pasar en el modelo del sistema piramidal o sistema Ponzi, al principio fueron efectivas. Madoff, con fama de filántropo, no sólo engañó a entidades bancarias y grupos inversores, sino también a algunas fundaciones y organizaciones caritativas, principalmente de la comunidad judía de Estados Unidos, de la que precisamente era uno de los personajes más ilustres. Su fraudulento esquema de inversiones, mantenido durante más de dos décadas, se ha calculado en más de sesenta y ocho mil millones de dólares. En una entrevista concedida en junio de 2010, declaró respecto a sus víctimas: «no me arrepiento ni siento los daños causados a los estafados. […] Que se jodan mis víctimas […]; eran avaros y estúpidos. […] Fue una pesadilla para mí…».
El escándalo del Enten fue un fraude revelado el 5 de febrero de 2009, cuando Kazutsugi Nami, presidente de la empresa de futones Ladies & Gentlemen (L&G), fue arrestado por la policía japonesa. Nami y otros veintiún ejecutivos fueron acusados de defraudar a miles de inversionistas hasta un total de mil cuatrocientos millones de dólares durante ocho años. Es considerado el peor caso de estafa a inversionistas de la historia japonesa. Ladies & Gentlemen había sido fundada en 1987 y, originalmente, vendía futones y comida saludable, pero desde 2001 comenzó su actividad de fondo de inversiones. Desde entonces, la empresa puso en marcha el fraude. A partir de 2001, Nami comenzó a emitir una moneda electrónica especial que llamó enten (literalmente, ‘dinero celestial’), con la que hacía las transacciones a los inversionistas que pagaban al menos cien mil yenes (mil dólares). Nami esperaba que el enten se convirtiera en una moneda de curso legal en un corto período de tiempo y que eso le hiciera a él «mundialmente famoso». A los inversionistas se les prometió un interés anual del 36% e incluso participaban en una llamada «feria Enten», en la que los participantes oraban por el plan de inversiones de Nami y daban gracias por disponer del enten. Uno de los inversionistas manifestó: «Es como un sueño, puedo comprar cualquier cosa». El enten se generaba en los teléfonos móviles y podía ser utilizado para cambiar artículos en línea, incluyendo vegetales, futones, ropa y joyas. En febrero de 2007, los dividendos de L&G fueron distribuidos en enten, en vez de en dinero, lo que provocó pleitos y cancelaciones de cuentas. En octubre de 2007, la policía registró la casa matriz de L&G en Tokio, bajo la sospecha de que la empresa había violado las leyes de inversión. Nami negó las acusaciones y fraguó una especie de culto contra sus víctimas, o «accionistas» como él decía. Los abogados que representaban a estos decían que Nami creía que él tenía un «mandato divino» para «eliminar la pobreza de este mundo». Finalmente, Nami y otros ejecutivos de la compañía fueron arrestados acusados de violar la Ley de Castigo del Crimen Organizado.