LA CONFIDENTE
María Cristina de Borbón y Battenberg
(1911-1996)
La hija menor de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia fue incapaz de llevarse el secreto a la tumba.
A finales de los años setenta, la infanta María Cristina de Borbón y Battenberg —«Crista» para sus íntimos— rompió su silencio… en privado, claro.
Un Grande de España que aún vive me lo contó todo en su mansión madrileña años después; tal vez algún día, cuando él también muera, revele al fin su identidad; pero hasta entonces, la discreción es un compromiso ineludible.
Charlábamos él y yo del infante sordomudo don Jaime, hermano mayor de nuestra nueva protagonista, cuando el noble caballero enarcó las cejas y, sin dejar de mirarme, se inclinó hacia delante en el butacón aterciopelado para susurrarme al oído, como si temiese que alguien más pudiera escucharle:
—Ella le mató…
—¿Quién? —inquirí yo, intrigado.
—Su segunda mujer.
—¿Carlota Tiedemann?
—Ella… ella le mató —sentenció de nuevo.
—¿Cómo supo eso?
—Me lo contó la hermana del pobre don Jaime.
—¿Cuál de las dos?
—Cristina de Borbón y Battenberg —enfatizó para disipar cualquier duda sobre la terrible acusación.
Acto seguido, el hombre cuya identidad mantenemos en el más estricto sigilo me recordó que había visitado a la infanta en su coqueto pisito de la calle Velázquez de Madrid, donde ella se instalaba dos veces al año, en junio y en diciembre, para después regresar otra vez a Turín.
Pasaba temporadas en Madrid desde el fallecimiento de su marido, Enrico Marone, dueño y director de la popular firma del vermut Cinzano, a finales de los sesenta.
Los hermanos Jaime y María Cristina se parecían bastante en forma de ser. Ambos eran afables, cariñosos y muy sensibles.
María Cristina, como su tía abuela, la infanta Isabel, que fue madrina de su bautizo, era muy querida por la gente, especialmente en Cantabria, de cuyo municipio de Cabezón de la Sal fue nombrada alcaldesa honoraria.
Como a la infanta Isabel, a ella le encantaba acudir a actos benéficos o culturales. De hecho, presidió durante varios años la Junta de Damas de la Asociación de Lucha contra el Cáncer.
Decidido a llegar al fondo del asunto, me faltó tiempo para preguntar a mi noble anfitrión:
—Y bien, ¿qué le dijo la infanta en su casa, a finales de los setenta?
—Aquella tarde —tragó él saliva—, mientras tomábamos café en su saloncito privado, Cristina me reveló la dolorosa verdad sin poder contener aún lágrimas de rabia y emoción.
—¿Le dio algún detalle del presunto homicidio? —insistí.
—Sí, claro —dijo atenuando la voz—. Fue horrible: me dijo que Carlota Tiedemann le sacudió un botellazo en la cabeza a don Jaime y que luego éste se desplomó en la calle golpeándose de nuevo.
En un acto reflejo, dirigí la mirada hacia el diminuto piloto rojo encendido para confirmar que mi grabadora seguía aún en marcha sobre la mesa de centro en bronce con mármol.
—Seguro que ella estaba ebria —aseveré.
—Sí; habían bebido los dos. Discutieron… y ella le propinó el botellazo. Luego cogió a don Jaime, que residía en Lausana desde la muerte de la reina Victoria Eugenia, en un chalecito que él llamaba Chemin Primerose [Camino Primoroso], lo metió en un coche y se lo llevó lejos de allí, abandonándole a la puerta de una clínica en Saint-Gall, en la Suiza oriental.
—¿Ahí quedó todo?, ¿nadie reclamó una investigación? —alegué yo, entre perplejo e indignado.
Él simplemente dijo, haciendo una mueca de cinismo:
—La Familia Real, precisamente, no. Estas cosas en la Corona se tapan.
EL CALVARIO DEL HERMANO
María Cristina, llamada así en homenaje a su abuela paterna, había nacido en el Palacio Real de Madrid a las dos y media de la madrugada del 12 de diciembre de 1911. Era, por tanto, tres años menor que su hermano Jaime.
El parto no presentó contratiempo alguno, controlado en todo momento por los doctores de la Real Cámara José Alabern, Eugenio Gutiérrez y José Grinda.
La infanta fue bautizada once días después, a las doce del mediodía, en la Real Capilla.
Desde los primeros años, María Cristina se sintió especialmente unida a su hermano sordomudo, el cual desde su mismo nacimiento fue quedándose paulatinamente sordo y, como consecuencia de ello, casi mudo.
Contra lo que se decía entonces y es hoy incluso opinión unánime entre los autores, don Jaime no perdió la audición a los cuatro años, a resultas de una intervención quirúrgica, sino que había empezado a perderla ya desde el mismo instante de su nacimiento, cuando con toda probabilidad contrajo una infección en el oído interno por la que entonces, ante la ausencia de antibióticos, llegaban incluso a morirse algunos niños.
La infección de la mastoides (el hueso situado detrás del oído) podía, al operarse, producir absceso cerebral e incluso meningitis.
La infección auditiva que padecía el infante se agravó a su regreso de Friburgo (Suiza), en 1912. Poco después, el doctor Compaire tuvo que intervenirle en presencia de Alfonso XIII y su madre, mientras en la habitación contigua aguardaba, impaciente, la reina Victoria Eugenia acompañada de Antonio Maura y José Canalejas.
El infante perdió por completo la audición y quedó definitivamente incapacitado para mantener una conversación normal; con el tiempo se acostumbró a leer en los labios y a emitir sonidos guturales típicos del sordomudo.
El infortunado infante tuvo que soportar un auténtico calvario de visitas a especialistas españoles y extranjeros que le sometían a dolorosos tratamientos sin el menor resultado.
Con dieciséis años, y hasta los veintiuno, el frustrado paciente estuvo yendo a Burdeos, donde recibía el tratamiento de los doctores Portmann y Moure; este último le reconocía también en su consulta londinense.
A su estancia en Londres corresponde precisamente esta desconocida carta de la infanta María Cristina a su hermano convaleciente, fechada en Madrid el 24 de mayo de 1926.
En la misiva, María Cristina manifestaba un gran cariño por su hermano, a quien llamaba afectuosamente «Segoviano» por haber nacido en La Granja de San Ildefonso, a diferencia de ella, que se despedía de él firmando con el seudónimo «Paulina de Madrid»:
Queridísimo Segoviano:
¿Cómo estás? Yo muy bien y deseando verte de nuevo con Félix [se refería a Félix de Antelo, que acompañaba a don Jaime durante su estancia en Londres].
El domingo hubo muchas cosas. Primero un partido muy interesante de fútbol en el Stadium. Ingleses contra españoles, pero desgraciadamente perdimos. Segundo, carreras de caballos. Gran Premio, «Eneo», del barón de Velasco, bate por muy poco a «Bolde» de papá, después de una carrera preciosa. Tercero, toros. Torearon Márquez, Villalta y Algabeño. Márquez estupendo en el segundo toro.
Hoy vamos con «Bama» [apelativo cariñoso de su abuela la reina María Cristina] al hotel Ritz, donde hay una tómbola francesa. Parece muy aburrido. Se sortea un Citroën que espero ganar. Tú me enseñarás en ese caso a guiarlo. ¿Sabes quién se ha muerto? Pues estando borracho nuestro profesor de baile Carrillo se puso de pie sobre la barandilla en un café cantando un himno al sol, perdió el equilibrio y se cayó. ¡Pobre hombre!
Adiós querido Jaime. Recuerdos a Félix.
PAULINA DE MADRID
PD: Si no te importa traerme seis cajas de las galletas y una grande de caramelos de los que te voy a dar las señas y que encontrarás seguramente en Barkers.
GIMNASTAS PALACIEGOS
La vida en palacio era apacible en los primeros años.
A las doce del mediodía, María Cristina hacía gimnasia sueca con sus hermanos, mirando a los jardines del Campo del Moro; otras veces hacían footing, como en cierta ocasión en que intentaron dar la vuelta completa a los jardines con tan desalentador resultado que sólo Jaime fue capaz de completar, exhausto, el recorrido.
La gimnasia sueca era todo un ritual en palacio. El primero en dar ejemplo era el propio Alfonso XIII, quien, lloviese, tronase o arreciase un viento gélido, practicaba todas las mañanas, de nueve y media a diez, las tablas aprendidas desde joven.
María Cristina recordaba haber visto a su padre con el torso desnudo y fibroso haciendo sus ejercicios en el Salón del Trono, entre consolas doradas de estilo rococó, grandes espejos con preciosos marcos, esculturas de bronce de tamaño natural y arañas de cristal tallado con montura de plata, mientras al otro lado de los ventanales el aire proveniente de la sierra madrileña desplomaba los termómetros más allá de los cinco grados bajo cero.
Así lo recordaba María Cristina, ya octogenaria, al escritor Javier González de Vega:
A papá, cuando tuvo la pulmonía, le mandaron que hiciese gimnasia para ensanchar los pulmones. Y entonces la hacía con nosotros. Si el tiempo era bueno, hiciera frío o calor, en la terraza que da sobre el Campo del Moro. Allí hacíamos flexiones, aspirábamos y espirábamos, saltábamos. Cuando llovía, la gimnasia la hacíamos en el Salón del Trono. Tomábamos carrerilla y saltábamos, y papi decía: «A ver, has saltado de Australia a Rusia (en el Salón del Trono hay una alfombra con un gran mapamundi en el centro). Vamos a medir… Son dos metros, ¡muy bien!».
Hasta que los infantes no cumplieron los dieciséis años, almorzaron juntos en las habitaciones, como recordaba la infanta María Cristina:
Las hacíamos [las comidas] arriba, en el comedor, con los hermanos. A esa hora solía subir papá y entonces era cuando lo pasábamos bien porque nos robaba una croqueta, o jugaba con nosotros a la mona, o a lo que fuese.
Luego, el príncipe y sus hermanos compartieron mesa con su abuela y los reyes, a quienes acompañaban los ayudantes de servicio, los gentilhombres y damas de turno, el jefe de alabarderos y el coronel del regimiento que estaba de guardia.
Normalmente comíamos en el comedor de diario, que es ese salón donde hay un retrato precioso de Isabel II, de Winterhalter, donde están las sillas inglesas y la lámpara de los cuernos de la abundancia.
Rara vez el almuerzo se servía antes de las dos de la tarde; tan sólo cuando el rey debía acudir al tiro de pichón o a jugar al golf. Entre semana, era habitual que algún ministro los acompañase a la mesa. Los domingos, en cambio, se comía algo más tarde y sólo en familia.
El cocinero del rey hacía las delicias del monarca y su familia; se llamaba Maréchal, era francés y había servido antes al duque de Alba.
La comida era sagrada en palacio, donde se gastaban alrededor de 60.000 pesetas mensuales no sólo en la mesa real, sino en dar de comer cada día a los cortesanos y servidores. Los fogones ardían constantemente, desde las siete de la mañana hasta la una de la madrugada.
A las cinco de la tarde, los relojes del alcázar daban la hora del té; aunque quien realmente degustaba la bebida británica era, claro estaba, la reina Victoria Eugenia; sus hijos, en cambio, solían ventilarse una irresistible ración de tarta, casi siempre de chocolate.
Alfonso recordaba la tarde en que, a propósito de la tarta, sus hermanos Jaime y María Cristina, la más golosa de todos, se las ingeniaron para cogerla y llevársela a una vecina estancia, donde se la despacharon enterita.
Al entrar su madre en el salón y reparar en que la bandeja de plata estaba vacía, hizo llamar a todos sus hijos. Comenzó entonces el «interrogatorio policial». La conclusión fue tan curiosa como increíble: nadie había sido; la tarta, simplemente, había desaparecido como por ensalmo.
El príncipe de Asturias sonreía luego, al recordar el semblante delator de Jaime, quien, con los labios manchados de chocolate, creyendo que había sido descubierto, acabó confesando su horrible pecado. Su madre le impuso como penitencia no probar más tarta durante tres días consecutivos; pero al pobre Jaime le quedó aún el consuelo de haberse comido más tarta de chocolate en una sola tarde que en las tres que duró el castigo.
«¡LAS CHICAS DESFILANDO Y CON FUSILES!»
Los domingos, después de misa, María Cristina y sus hermanos se apresuraban a vestirse de boy scouts, colocándose pañuelos rojos, verdes o amarillos en el cuello para distinguirse entre ellos. Subían a continuación a un autocar de palacio, donde habían preparado la comida y todos sus bártulos, prestos a comenzar su ansiada aventura semanal, a la que también se apuntaban su prima Isabel, hija del infante don Carlos, y sus otros primos Carlos, Luis Fernando y José de Baviera.
El ansiado juego comenzaba nada más llegar a la Zarzuela, donde debían montar las tiendas de campaña con la ayuda inestimable de sus preceptores Félix de Antelo o Mariano Capdepón, quienes se las ingeniaban, dada su dilatada experiencia, para levantar en orden aquel maremágnum de varas y lonas, incluso cuando el viento dificultaba notablemente su misión. Sólo entonces los hermanos iniciaban sus servicios de guardias de exploración.
Almorzaban al aire libre y algunos domingos, alrededor de las tres, recibían la visita del rey, quien les pasaba revista y examinaba luego el estado del «campamento» en el que ondeaba la bandera nacional regalada por la reina María Cristina a sus nietos. Así recordaba la infanta María Cristina a su padre en aquellas jornadas:
Lo que le apasionaba era ponernos a hacer instrucción. Nos ponía a todos firmes y nos mandaba: «¡En su lugar… descansen!». Luego, al son de «Los voluntarios», desfilábamos todos, saliendo siempre con el pie izquierdo. ¡Y el que se equivocaba se ganaba bronca!
Algún domingo, en presencia de su esposa, el rey escuchó cómo aquélla le increpaba: «¡Alfonso, por Dios, las chicas desfilando y con fusiles! ¡Una cosa tan poco femenina!».
LA TERNURA DE BAMA
Al caer la tarde, regresaban todos a palacio rendidos y hambrientos; tras cambiarse de ropa, culminaban la jornada festiva con una espléndida merienda-cena junto a la reina María Cristina.
A propósito de ella, don Jaime recordaba años después:
Mi abuela fue para todos nosotros la expresión constante, entrañable, del cariño familiar. Y nunca mejor que con ella disfrutamos de libertad para nuestros juegos infantiles.
Doña María Cristina —«Bama», como la llamaban cariñosamente sus nietos— era una persona clave en el entorno familiar palaciego, a quien también su nieta María Cristina recordaba con inmenso afecto en sus memorias dictadas a Javier González de Vega:
La abuela, desde que papá fue mayor de edad, se había retirado del todo de la política y vivía dedicada sólo a la familia. Era una mujer muy original y nada estirada, como se dice. Ella vivía pendiente de papá. Miraba por la ventana cuando salía, cuando volvía, pero no preguntaba nada. Por los ministros que veía entrar o salir, sabía cómo iba la política. No tenía vida oficial, que dejó a papá y mamá, y sólo iba con nosotros a los actos benéficos, o las cosas familiares, como la jura de bandera de Alfonso. A veces en nuestro cuarto sonaba el teléfono y era «Bama» que preguntaba: «¿Qué hacéis, queréis merendar conmigo, o que os lleve al Riojano a comer merengues?». Íbamos felices con ella. También ella, como mamá, tocaba el piano y solíamos hacerlo a cuatro manos. Nos divertíamos muchísimo. Siempre tenía cajas de chocolate que le mandaban de Austria, o de Suiza, y nosotros las habíamos marcado y le decíamos: «¡Pero si están rancios!». Ella se reía a carcajadas y decía: «¡Pero qué niños más malos!».
Todos los años, doña María Cristina preparaba para sus nietos un hermoso árbol de Navidad, muy parecido al que hacía para sus hijos Alfonso, Mercedes y María Teresa; era un árbol muy especial, engalanado con regalos que Alfonso a duras penas alcanzaba a recoger de las ramas más altas. Su padre entonaba ante el luminoso abeto uno de esos villancicos que cantaba desde niño, mientras ellos levantaban las ingenuas frentes y miraban los envoltorios con ojos suplicantes. Así lo evocaba la infanta María Cristina:
En Navidad, nosotros poníamos en nuestros cuartos los nacimientos, uno en el cuarto de los chicos y otro, Beatriz y yo, en el nuestro. Después venían papá, mamá y la abuela a verlos. De vez en cuando nos daban cinco pesetas para completar las figuras que nos faltaban. Papá, sobre todo, se divertía mucho y, cambiando alguna cosa, decía: «Mira, me parece que has puesto la vaca en mal sitio y va a enfriar al Niño Jesús con los resoplidos», y se reía como un niño. El día de Nochebuena, a las seis en punto, bajábamos todos al cuarto de la abuela. Ponían siempre un árbol enorme que traían de Guadarrama. La abuela apagaba las lámparas y veías el árbol magnífico todo iluminado… ¡Era fascinante! Luego encendían la luz y decía: «¡Allá va, niños!». Y todos nos precipitábamos sobre nuestros juguetes, llenos de júbilo… Había que dar los regalos del año anterior para los niños pobres. ¡Era muy duro! A veces preferíamos dar lo nuevo y quedarnos con lo viejo. Pero siempre sabíamos que había que dar, que compartir con los demás, y que no se podía ser egoísta. Cuando se recibía una cosa nueva, había que saber desprenderse de otra.
LA FOTOMODELO
Con tan sólo quince años, la infanta María Cristina se convirtió en… ¡modelo publicitaria!
Rubia y de ojos azules, de una belleza singular, la infanta era un calco de su madre la reina Victoria Eugenia, tal y como corroboraba su hermana mayor Beatriz a Pilar García Louapre:
Mi hermana era bellísima. Todos decían que había heredado la belleza de mi madre. Yo nunca tuve envidia de ella; con mi cariño yo no hubiese sido capaz… Tenía un carácter fuerte, pero ¡era tan buena!… Era buena, buena. Hizo mucho bien.
La firma de cosméticos Camomila Intea utilizó su rubia cabellera como reclamo publicitario en varios anuncios publicados en las revistas El Hogar y la Moda y La Esfera.
El hecho de que toda una infanta de España posase entonces ante las cámaras, siendo encima adolescente, desató todo tipo de habladurías dentro y fuera de palacio. Al parecer, la propia reina Victoria Eugenia había acordado con la firma de cosméticos una suma de dinero para entregarla luego a una de las numerosas asociaciones benéficas que ella misma patrocinaba, y en la que participaba su hija María Cristina, convertida así en la primera fotomodelo de la realeza española.
Reproduzcamos a continuación el curioso y extenso texto del anuncio:
Pese a nuestra leyenda de mujeres de ojos negros y pelo como la endrina, cuando una española resulta rubia es… dos veces guapa: una vez por ser española y otra por ser rubia.
Para que no haya discusión posible sobre este punto, nos hemos permitido reproducir la admirable foto de Franzen, donde la belleza de la augusta hija de nuestros Reyes, S. A. la Infanta Doña María Cristina, aparece plasmada con singular acierto. Rubia es la Infanta; nimba su belleza el oro pálido de un rubio espléndido, y así sería, por fuerza, la imagen de aquélla que el poeta soñó «digna de ser morena y sevillana».
Claro que esa rubia cabellera de la Infantita no es lo general: lo corriente es que las niñas, rubias en sus primeros años, vean oscurecer sus cabellos a medida que transcurre el tiempo, y así resulta que cuando llegan a mayores nada recuerda ya el rubio de su infancia.
Para evitarlo conviene usar la Camomila Intea, simple sustancia de manzanilla que mantiene el rubio natural y además disimula el vello a causa del tono de color que le presta, de forma tal que a la vista queda imperceptible y al tacto como una deliciosa pelusilla.
Verlo para creerlo.
EL GRAN PASO
Con veinticuatro años cumplidos, María Cristina se resistía a casarse.
Su hermana Beatriz, primogénita de Alfonso XIII, había contraído matrimonio morganático con Alessandro Torlonia el 14 de enero de 1935, en Roma, como ya indicamos. De modo que en María Cristina recayó entonces, como hija menor del monarca, y hasta el nacimiento de la primogénita de su hermano don Juan, el 30 de julio de 1936, la condición de «heredera del heredero del trono», en certeras palabras de Juan Balansó. Es decir, que si en ese intervalo de tiempo don Juan hubiese fallecido, la infanta María Cristina se habría convertido en la radiante princesa de Asturias. Pero tal cosa, como es obvio, jamás sucedió.
Igual que a Beatriz, el estigma de la hemofilia acosó a María Cristina, como ella misma recordaba:
Debo decir que en aquellos tiempos yo era bastante mona y no me faltaron pretendientes. Pero siempre había un momento en que me preguntaban por la hemofilia… ¡A mí me parecía una falta de todo y me los quitaba de encima!
Más tarde, según ella, pensaron en casarla con el rey Leopoldo de Bélgica nada menos, tras enviudar éste de la reina Astrid, en 1935. La propuesta, según Balansó, era factible dado que el monarca belga tenía asegurada ya la sucesión con dos hijos varones, de forma que si nacían otros enfermos de su matrimonio con María Cristina hubiesen quedado relegados en el orden sucesorio.
Su propia hermana Beatriz confirmaba a García Louapre las verdaderas intenciones del monarca belga:
En un cierto momento el rey de Bélgica, Leopoldo, se quiso casar con ella pero mi hermana no aceptó. No quería ser reina y yo la comprendo.
Finalmente, el 10 de junio de 1940 María Cristina se decidió a contraer matrimonio en Turín con otro viudo, padre de tres hijos, lo cual aliviaba su responsabilidad en caso de traer vástagos hemofílicos al mundo. Se trataba del ya citado Enrico Marone.
La trágica muerte de sus hermanos Alfonso y Gonzalo, ambos hemofílicos, impresionó tanto a María Cristina, que no dio el gran paso hacia el altar hasta que, con veintinueve años, un especialista le aseguró que era perfectamente posible curar a los niños hemofílicos, transfundiéndoles sangre al poco de nacer.
A María Cristina, como a Beatriz, le sonrió la fortuna, pues alumbró a cuatro preciosas niñas, sorteando así la presencia de hemofílicos en la primera generación de sus descendientes.
DOBLE DESPEDIDA
María Cristina, como decíamos, amaba con locura a su hermano Jaime.
Al día siguiente del botellazo (miércoles, 26 de febrero de 1975), Carlota Tiedemann, alcohólica redomada, abandonó a su marido a la puerta del hospital cantonal de Saint-Gall.
Esa misma noche, don Jaime ingresó en la clínica con una fractura de cráneo, aquejado de un hematoma intercerebral en el temporal izquierdo y de otro agudo de origen traumático, producidos ambos por el botellazo y la posterior caída.
Poco después, el neurocirujano Benini le operó de urgencia para extirparle los dos coágulos de sangre que tenía en la cabeza, localizados por el doctor Ketz, jefe de Neurología Clínica del hospital.
El infante compartía la sala de reanimación con otras cinco personas. Sobre la mesilla situada junto a la cabecera de su cama había un crucifijo. En las horas siguientes, su primogénito Alfonso de Borbón Dampierre colocaría también un cartel escrito por él a mano, que decía: «¡Hola papá! Tus hijos Alfonso, Gonzalo y Carmen, y tu hermana Cristina estamos aquí».
María Cristina, en efecto, acompañó a su hermano durante su larga agonía, incluida la tarde del 5 de marzo en que el sacerdote Joan Serra administró al infante la Unción de Enfermos.
El jueves 20 de marzo, a las cuatro y veinte de la madrugada, se produjo el fatal desenlace. Junto al finado se encontraban Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, acompañados de la duquesa de Cádiz y de la infanta María Cristina.
El cadáver de don Jaime fue trasladado diez horas después al hospital cantonal de Lausana para ser embalsamado.
Concluido más tarde el funeral, se rezó un responso y el féretro fue conducido hasta el cementerio de Bois de Vaux, en Lausana. En torno a la fosa abierta, donde yacían los restos de la reina Victoria Eugenia y del infante don Gonzalo, fallecido en accidente de automóvil en 1934, como ya vimos en el anterior capítulo, se agrupó toda la familia de don Jaime. En primer término podía verse, junto a sus hijos Alfonso y Gonzalo, a la infanta María Cristina, visiblemente emocionada, junto a la condesa de Barcelona, esposa de don Juan.
Veintiún años después de aquella patética escena, se produjo otra no menos dolorosa: el 23 de diciembre de 1996, mientras asistía a una cena de celebración en Madrid por el cumpleaños de su cuñada, la condesa de Barcelona, el corazón de la infanta María Cristina dejó repentinamente de latir. De esta forma se lamentaba la infanta Beatriz a García Louapre:
Fue algo realmente inesperado. Se celebraba el cumpleaños de mi cuñada María, cuando se sintió mal. Estaba con ella Casilda Santa Cruz, que la atendió junto a otras personas. La llevaron a un dormitorio y al poco tiempo había muerto, ante la desesperación de todos. No comprendíamos que no nos hubiésemos dado cuenta de que su salud no era lo que aparentaba. Te puedes imaginar mi dolor. Para mí ella había sido como mi gemela… siempre juntas, siempre de acuerdo… Ha sido para mí una pérdida terrible.
Algún tiempo después, le pedí a sus hijas que me diesen una fotografía en que estábamos las dos juntas, y que había pertenecido a mis padres y cuando ellos murieron mi hermana se quedó con la foto, pero al fallecer ella deseaba tenerla. Yo les dije: «Es la única cosa que quiero, no me deis nada, sólo la foto con mi hermana». La tengo en mi cuarto.
Sus restos, custodiados al principio en la capilla del palacio de Oriente, fueron trasladados finalmente a Turín e inhumados en el panteón de la familia Marone Cinzano.
A esas alturas, la infanta había depositado ya en amigos y familiares algunas de sus confidencias, pero ninguna seguramente tan íntima como la trágica y misteriosa muerte de su desventurado hermano Jaime.