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LA ESTIGMATIZADA

Beatriz de Borbón y Battenberg

(1909-2002)

Todavía hoy sigue siendo un episodio muy desconocido el efímero romance de la primogénita de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia con Miguel Primo de Rivera, hijo del dictador y hermano de José Antonio, fundador de la Falange.

Morena y Habsburgo inconfundible, con el característico desarrollo mandibular desproporcionado, como su abuela la reina regente, la infanta Beatriz de Borbón bebió los vientos por el también moreno y apuesto Miguel, cinco años mayor que ella y futuro II duque de Primo de Rivera y IV marqués de Estella.

Beatriz y Miguel dieron largos paseos a caballo por los pinares del Puente de los Franceses; se les vio también participar juntos en varias pruebas hípicas en el Real Sitio de El Pardo, en el lugar conocido como Zarzuela, donde se enclavaba el histórico palacio.

En mayo de 1925, sin ir más lejos, con casi veintiún años él y dieciséis ella, recorrieron sobre sus monturas diez kilómetros de parajes accidentados, con motivo de una prueba organizada por la Escolta Real en honor de la reina Victoria Eugenia; José Antonio, que aún no había fundado la Falange, también participó con uno de sus grandes amores de juventud, Cristina de Arteaga, hija de los duques del Infantado.

Lo más granado de la nobleza y aristocracia españolas se dio cita aquella jornada en el campo madrileño: la marquesa de Laula, los duques de Fernán-Núñez y de la Unión de Cuba, los condes de San Miguel, Valdesevilla y Floridablanca…

Miguel residía entonces en un piso alquilado por su padre en el número 26 de la calle de Los Madrazo, muy cerca de los teatros de la Zarzuela y del Apolo.

Beatriz y él se las prometían muy felices, dispuestos tal vez a jurarse fidelidad eterna, pero el autoritario Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, que presidía ya entonces el Directorio Militar, se interpuso en su camino.

Poco después de enterarse del idilio, y sin que apenas mediase explicación, don Miguel envió a su hijo a América durante un año entero para alejarle del peligro.

¿Qué inconfesable razón entonces indujo al dictador a tomar una decisión tan drástica, aun poniendo en riesgo la felicidad de su segundo hijo varón?

Muy pronto lo veremos.

Hagamos notar antes que aquella separación temporal resultó definitiva, hasta el punto de que Miguel Primo de Rivera acabó desposándose con Margarita Larios y Fernández de Villavicencio el 24 de marzo de 1933, mientras la infanta Beatriz permanecía aún soltera, en el exilio.

A esas alturas, otros candidatos de más lustre que el hijo del dictador, como el duque de Kent y el príncipe de Piamonte, se habían malogrado también por la misma poderosa razón…

BOMBA DE RELOJERÍA

La propia infanta Beatriz fue consciente, años después, de haber sido entonces uno de los peores partidos de la realeza europea. «Siempre tuvimos la preocupación de si podíamos transmitir la hemofilia y así se lo decíamos a cada uno de los posibles “novios”… y algunos se escapaban y era mejor así», confesaba la infanta.

Desposándose con Victoria Eugenia de Battenberg, el rey Alfonso XIII había introducido la hemofilia a sabiendas en la Casa Real española.

Las consecuencias de su decisión resultaron funestas: de sus cuatro hijos varones —Alfonso, Jaime, Juan y Gonzalo—, el mayor y el pequeño sufrieron la enfermedad y perecieron a causa de la misma, tras sendos accidentes de automóvil; sus dos hijas, Beatriz y María Cristina, quedaron estigmatizadas al ser sospechosas de tener el terrible gen.

Las mujeres portaban el mal y lo transmitían a los varones. Y Alfonso XIII lo sabía, a juzgar, entre otros, por el testimonio del célebre historiador Claudio Sánchez Albornoz, quien en su Anecdotario político evocaba la visita que realizó con su mujer a la infanta Paz, tía de Alfonso XIII, en 1927.

Mientras paseaban los tres por los hermosos jardines del palacio muniqués de Nymphenburg, donde residía la infanta española con su marido Luis Fernando de Baviera, ésta le preguntó a don Claudio, muy preocupada:

—Le ruego que me diga sin rodeos lo que piensa sobre la dictadura de Primo de Rivera.

—Al establecerla y disolver las Cortes —advirtió el historiador— el rey se ha jugado la Corona.

—Eso le hemos dicho todos —añadió la infanta—, pero no nos hace nunca caso. Cuando se proyectó su boda con la reina, le previnimos de que las Battenberg transmitían la hemofilia. No nos escuchó.

Tampoco quiso escuchar Alfonso XIII a su propia madre, la reina María Cristina, cuando ésta intentó en vano hacerle recapacitar nada más enterarse del descabellado propósito de su hijo.

La propia infanta Beatriz confirmaba a la escritora Pilar García Louapre la pura verdad:

—La que no estaba contenta era mi abuela (la reina Cristina) porque había la hemofilia [sic].

—Pero se dice que no lo sabían —insinué yo [Pilar García Louapre].

—Sí, lo sabía mi abuela.

[…]

—La leyenda deforma —añadió Beatriz—, pero mi abuela María Cristina lo sabía. Por eso no quería este matrimonio, y cuando se lo dijo a mi padre él no le hizo caso.

Para nadie era un secreto, ni mucho menos para la reina madre, la especie de maldición que asolaba a los Battenberg, transmitida en origen por la reina Victoria de Inglaterra, que había visto morir desangrado a su hijo, el príncipe Leopoldo, duque de Albany, tras sufrir una hemorragia cerebral en Cannes, en 1884.

Por si fuera poco, la segunda de las hijas de la reina Victoria, la princesa Alicia, había alumbrado a un hijo hemofílico que sólo vivió hasta los tres años, el príncipe Federico, que estuvo enfermo desde el día en que nació. Pero sobre su enfermedad se extendió luego un interesado manto de silencio que excluía a la reina Victoria, consciente de que su nieto había fallecido de una hemorragia interna tras un trágico accidente.

La zarina de Rusia, hija también de la princesa Alicia, transmitió la enfermedad al zarevich. Y para colmo de males, otra de sus hijas, la princesa Beatriz, hizo llegar la tara a su hija Victoria Eugenia, convertida tras su compromiso con Alfonso XIII en una amenazante bomba de relojería para la Familia Real española.

TIEMPOS DORADOS

Nacida el 22 de junio de 1909, en La Granja de San Ildefonso, como su hermano el infante don Jaime, la infanta Beatriz fue bautizada cinco días después por monseñor Cardona, adoptando el mismo nombre que su abuela materna, en homenaje a ella.

Sus padrinos fueron su tía la infanta María Teresa, en representación de la archiduquesa Isabel, y el archiduque Federico, hermano de su abuela la reina María Cristina.

Al cabo de cuatro horas, se la presentó en bandeja de plata ante la corte mientras se colocaba la tradicional enseña blanca en el mástil de palacio.

La propia infanta evocaría, en el ocaso ya de su vida, aquellos días felices a García Louapre:

Según me contaron años más tarde —comentaba doña Beatriz—, yo no tardaría en nacer. Mi padre, nerviosísimo, esperaba cerca de la habitación de mi madre, fumando un cigarrillo tras otro. Las horas pasaban. De vez en cuando entraba en la habitación donde yo llegaría al mundo a las seis y media, al parecer, con toda facilidad a pesar de que yo era una robusta niña. Dicen que mi padre demostró una gran alegría al ver nacer a su primera hija, opinando que me parecía a mi madre, la reina Victoria Eugenia.

El parto lo presenciaron la reina María Cristina, la princesa Beatriz y las infantas Isabel, Eulalia y María Teresa.

Tanto Beatriz como sus hermanos evocarían tiempo después su infancia en palacio y sus inolvidables vacaciones, que solían arrancar a mediados de junio en La Granja de San Ildefonso, adonde se trasladaban en coches tirados por tres parejas de mulas cada uno.

Para los infantes, a diferencia de los mayores, aquel recorrido era una auténtica diversión; viajaban en el medio de transporte más seguro que había entonces para atravesar los caminos terrosos y empedrados de la sierra madrileña.

Pero el coche de mulas era también el medio más incómodo, pues los huesos y articulaciones de los mayores se resentían con el constante traqueteo de las ruedas que levantaban una densa polvareda, la cual, combinada con el calor soporífero de aquellas fechas, hacía asfixiante la atmósfera.

Almorzaban en el camino, al aire libre, aprovechando la pausa obligada para efectuar el cambio de mulas en las afueras de Cercedilla. Cuando el sol empezaba a ponerse, llegaban molidos pero contentos al palacio de La Granja, tras doce horas intensas de viaje.

A la mañana siguiente, Beatriz y sus hermanos se despertaban solos, sin necesidad de que los ayudantes de servicio tuviesen que hacerlo; la impaciencia de estar allí para reanudar sus juegos y correrías por el inmenso parque constituía cada mañana un despertador infalible.

Beatriz recordaría siempre aquel exclusivo entorno como «una especie de isla del tesoro, anclada, por destino de la Historia, en plena Castilla».

Recorría allí los sotos, repletos de olmos, chopos y fresnos; caminaba por laderas salpicadas de robles, y correteaba por los jardines, bajo las sombras de tilos, castaños de Indias y arces.

Su hermano Alfonso disfrutaba de la pesca. Los criaderos de San Ildefonso cuidaban durante todo el año de que hubiese numerosos ejemplares en sus aguas durante el verano. Aquello, unido a la pericia de Alfonso con la caña, hacía que fuese raro el día en que éste no regresaba a palacio con la cesta repleta de truchas, y eso a sus hermanas Beatriz y María Cristina las volvía locas de contentas.

El palacio de La Granja donde había nacido Beatriz fue construido a instancias del primer Borbón de España, Felipe V. Allí vivió el monarca durante parte de su reinado, y también allí murió. Nueve generaciones de reyes recorrieron sus soberbias estancias.

La primera vez que contempló los alrededores del palacio, la reina Victoria Eugenia se convenció de que estaba ante una réplica española de Versalles. La gran ambición de Felipe V no escatimó en gastos para volar miles de toneladas de rocas, reemplazándolas por cientos de toneladas de rica tierra traída de los fértiles valles de la llanura. Luego, un complicado laberinto de cañerías llevó hasta allí el agua necesaria. El resultado fue el jardín más hermoso y costoso de España. Las fuentes eran incluso más espectaculares que las de Versalles. La más impresionante de todas era la de Los baños de Diana, cuyo chorro de agua alcanzaba una altura de cuarenta metros.

La joven reina quedó fascinada por los alrededores de cuento de hadas donde pasó la luna de miel con Alfonso XIII.

El 2 de enero de 1918, cuando Beatriz apenas contaba nueve años, se declaró allí un pavoroso incendio que destruyó algunos de los techos pintados de la planta noble del palacio; se perdieron las riquísimas telas que cubrían los muros en los salones de esta planta, los frescos que decoraban los techos, algunas de las magníficas arañas de cristal y bronce, muebles y otros objetos.

El incendio afectó sobre todo al ala este del Patio de la Herradura. Esta sala, ocupada por los monarcas mientras se concluía la construcción de la fachada central del palacio, perdió la decoración del fresco que cubría el techo. Nunca más volvió a admirarse así el original de la escena titulada Diana contempla a Endimión dormido, del pintor italiano Bartolomé Rusca.

DEL PALACIO DE LA MAGDALENA…

A la infanta Beatriz y a sus hermanos les encantaba el palacio de La Magdalena, donado generosamente por el pueblo santanderino a su padre.

En la suscripción, que alcanzó finalmente las 900.000 pesetas (equivalentes a más de 3,6 millones de euros), habían participado las gentes más humildes de la ciudad y su provincia, incluido el gremio de pescadores.

La Diputación y el Ayuntamiento de Santander abonaron la mayor parte de la diferencia del valor total de la península de La Magdalena con todos sus edificios (palacio incluido), carreteras, parques y jardines en 1912, cuando se entregó oficialmente al monarca, que se elevó a poco más de 7.600.000 pesetas (más de 25 millones de euros).

Alfonso XIII contribuyó con 1.318.000 pesetas (casi 4,8 millones de euros) provenientes de su Caja Particular, una quinta parte del total; es decir, que una propiedad valorada en unos 25 millones de euros, al monarca le salió ni tan siquiera por 5 millones de euros.

El interior del palacio satisfacía especialmente a doña Victoria Eugenia; no en vano, las autoridades cántabras contactaron con el arquitecto inglés Wornum para que los planos de la futura casa veraniega recordasen lo más posible a la reina el estilo de las habitaciones de su país.

En Santander, como en Madrid, regía la disciplina desde por la mañana, durante la cual Beatriz y sus hermanos dedicaban una hora entera a clase y otra al estudio; luego iban a la playa del Sardinero, donde la Familia Real disponía de unas dependencias privadas compuestas de una caseta con catorce cabinas para los reyes, sus hijos y los invitados.

Almorzaban pronto, alrededor de la una, y a continuación los infantes dormían la siesta hasta las tres y media; después de otra hora de estudio, salían a pasear en coche por la ciudad y sus alrededores hasta las siete de la tarde, hora en que saludaban a sus padres para irse a cenar poco después y acostarse pronto.

En Santander había también mucho tiempo para el esparcimiento. Solían organizarse divertidas excursiones, que les conducían hasta las cuevas de Altamira, Santillana del Mar, Comillas, o incluso a rezar al Cristo de Limpias.

La mayoría de las veces no les hacía falta irse tan lejos: en la playa del Sardinero podían bañarse, corretear por la orilla y hasta buscar cangrejos por las rocas de la costa frente a La Magdalena; en otras ocasiones, un grupo de bañeros ataviados con marinera azul y tocados con grandes sombreros de paja se introducían en el agua para enseñarles a nadar.

Por las tardes solían jugar al tenis. El duelo a raqueta era siempre entre dos equipos: «los madrileños», integrado por Alfonso y María Cristina, nacidos en la capital de España, y «los segovianos», del que formaban parte Beatriz y Jaime, quienes casi siempre lograban la victoria.

A Beatriz le encantaban las sardinas asadas; muchas mañanas iba con su hermano Jaime a comprarlas bien fresquitas en la lonja. Otras veces almorzaban los exquisitos huevos de corral que les llevaba María Sierra, la nodriza de Jaime, desde su granja de Torrelavega.

En el Archivo del Palacio Real de Madrid se conserva una cariñosa carta de Beatriz —«Baby», firmaba ella— a su padre, fechada el 28 de julio de 1923 desde La Magdalena precisamente, cuando la infanta era una muchachita de catorce años.

Dice así:

Querido Papá:

¿Cómo estás? Seguramente asándote. Nosotros estamos ya hartos de lluvia.

Ayer se bañaron Jaime, Crista [María Cristina], Juan y Kiki [Gonzalo] por la primera vez [sic]. Hoy se van a bañar también.

No sabes cuánto te echo de menos. La casa me parece que está vacía cuando no estás tú para llenarla con tu alegría.

Este año, por lo que he oído, no vamos a Llergane, ¡gracias a Dios!

No tengo mucho que decirte, Papá, porque no llevamos mucho tiempo aquí.

Adiós, hasta muy pronto te abraza cariñosamente tu hija que te quiere mucho,

Baby.

… AL DE MIRAMAR

Si en Santander Beatriz disfrutaba de la compañía de su padre, salvo raras veces, como refleja la carta que acabamos de reproducir, en la siguiente etapa de sus vacaciones, que tenía como privilegiado escenario otra bellísima ciudad como San Sebastián, aprovechaba para recibir el cariño y la ternura de su abuela María Cristina.

La reina madre disponía de una zona reservada en la playa de La Concha, a la que podía accederse entonces en un pequeño funicular que hacía las delicias de sus nietos.

La Familia Real residía allí en otro espléndido palacio, Miramar, levantado en el mismo lugar donde existió un convento de dominicas quemado durante la guerra de los Siete Años y del cual salió doña Catalina Erauso, la célebre Monja Alférez.

La reina María Cristina había adquirido, en 1888, la posesión que el conde de Moviana tenía entonces en la llamada Miraconcha; esta finca era la primitiva base del parque y fue ampliada con la compra de un gran número de parcelas a diversos propietarios, a la que se sumó otra con una superficie de 1918 metros cuadrados cedida por el Ayuntamiento donostiarra.

Situados en el barrio de Lugariz, los terrenos ocupaban una superficie total de 81.836 metros cuadrados, sobre los que se había edificado el palacio, una casa de oficios, el pabellón de cocinas, la denominada «Casa Illumbe», una casa de vacas, la portería y el cuerpo de guardia, garaje, caballerizas, central eléctrica, almacén e invernadero.

Pero era en el palacio, con una superficie de 1916 metros cuadrados, donde los chavales hacían la mayor parte de su vida. Beatriz y sus hermanos correteaban también por sus interminables jardines, que lindaban al norte, sur y oeste con el propio palacio.

Beatriz disfrutaba de las atenciones y caprichos que le daba su abuela, como los inigualables helados que servían en la pastelería Casa Garibay, donde la soberana llevaba a sus nietos antes de almorzar; en cuestión de reposterías y salones de té, doña María Cristina no tenía casi parangón. Conocía las mejores tiendas no sólo en la capital donostiarra, sino incluso en Irún, donde la chocolatería Elgorriaga justificaba por sí sola el largo desplazamiento hasta allí.

En San Sebastián, asistió Beatriz por primera vez en su vida a un partido de pelota y a las regatas de traineras. Jugaba a pala con sus hermanos bajo la supervisión del famoso pelotari Irigoyen; con las traineras, se limitaba a verlas pasar frente a la Comandancia de Marina.

Alguna tarde cogía incluso el taco de billar intentando en vano hacer alguna carambola, mientras su padre sonreía al verla encaramarse de puntillas a la mesa. Alfonso XIII era un consumado billarista; picaba la bola a la banda para hacer carambola mucho mejor que su bisabuelo Fernando VII.

Pero la alegría de aquellos primeros años se tornó demasiado pronto en un sinfín de contrariedades…

LA ÚLTIMA NOCHE EN PALACIO

La reina Victoria Eugenia resultó presa del pánico el 14 de abril de 1931.

Traumatizada en gran medida por el horrible final de su prima, la emperatriz Alejandra Fiodorovna, ocurrido trece años atrás, tenía visiones en las que se veía arrastrada con sus hijos hasta un destino similar al de sus primos rusos, durante la revolución bolchevique.

Tanto Victoria Eugenia como sus hijos temieron ahora que el pueblo encolerizado rompiese las puertas y asaltase las ventanas durante su última noche en palacio. Para colmo de males, el rey Alfonso XIII había partido ya en solitario hacia el exilio. El jefe de las exiguas fuerzas leales no quiso desplegarlas ante la muchedumbre por temor a que pareciese una provocación. Se telefoneó al Ministerio de la Gobernación, donde ya ejercía Miguel Maura. Éste envió refuerzos, los llamados «guardias cívicos». Eran individuos vestidos con trajes modestos, en su mayoría obreros, que lucían como distintivo una faja roja en el brazo izquierdo.

Tras disolver a los manifestantes, algunos de esos guardias penetraron en palacio y procedieron a requisar todas las habitaciones.

La noche fue insomne en el recinto. Como las lámparas estuvieron siempre encendidas, los canarios de los infantes no dejaron de cantar en toda la velada.

Por primera vez, la reina Victoria Eugenia se instaló en el cuarto de estar de las infantas. María Cristina, la pequeña, tenía miedo y su madre permaneció con ella, mientras Beatriz no se movió de la habitación de arriba.

A las cinco de la madrugada, una de las damas avisó a Victoria Eugenia de que un amigo del rey, Joaquín Santos Suárez, deseaba verla con urgencia.

La reina se puso la bata y salió a la estancia contigua. «Estamos en revolución», indicó, alarmado, el visitante. Luego aconsejó a la reina que saliese de palacio con sus hijos por la Puerta Incógnita y que desde allí tomase la carretera para coger el tren en El Escorial, insistiendo en que, si no obraba así, sus vidas correrían serio peligro.

A las siete de la mañana, el capellán Urriza celebró misa en palacio, ayudado por el infante don Gonzalo.

El aspecto que ofrecía entonces la plaza de Oriente era desolador. Vendedores de periódicos vociferaban los titulares de portada irrespetuosos con el rey.

«¡No se ha marchao, que le hemos echao!», gritaba el gentío tras la salida de Alfonso XIII. Y el periódico El Socialista, fundado por Pablo Iglesias, titulaba el 15 de abril en su primera página: «¡Viva España con honra y sin Borbones!».

Coches y camiones, con banderas republicanas y pancartas, transitaban sin cesar repletos de mujeres y hombres trastornados. La verja del Campo del Moro aparecía cubierta por un enjambre humano.

Llegó el agrio turno de las despedidas. Los criados de palacio dieron el último adiós a la Familia Real, entre lágrimas y gestos emocionados. Doncellas, amas de llave, ayudas de cámara…

A las ocho de la mañana partió la reina con sus hijos hacia El Escorial en varios coches. Los chauffeurs iban sin librea y con boina.

Cruzaron el Campo del Moro hacia la Casa de Campo. Transitaban por una carretera particular, atravesando tierras del Patrimonio Real que ya no eran suyas, hasta salir a la vía principal El Escorial-Madrid, a escasos kilómetros de la estación.

Era aún temprano para tomar el rápido de Hendaya en El Escorial y se decidió hacer un alto en Galapagar. A despedir a la reina acudieron los hijos del dictador, Pilar y José Antonio Primo de Rivera. Entristecida y enojada, Victoria Eugenia les dijo, convencida: «De haber vivido vuestro padre, no hubiera pasado esto».

Pero tanto la reina como en especial su hija Beatriz debieron soportar tres años después uno de los mayores sufrimientos de su vida…

VERANO SANGRIENTO

El terrible suceso sobrevino el 14 de agosto de 1934.

El diario londinense Daily Mail se hizo eco enseguida del mismo: «Tragedia de un hijo del rey Alfonso», tituló en portada. El rotativo añadía en un subtítulo: «Sufre un accidente en el coche que conducía su hermana», y concluía sin esperanzas: «Muere desangrado».

La víctima era el hermano pequeño de Beatriz, el infante hemofílico don Gonzalo, nacido el 24 de octubre de 1914.

El desgraciado veinteañero pasaba unas semanas de vacaciones con su padre y sus hermanos en casa del barón Born, en la ribera norte del lago Worther, en la localidad austríaca de Pörtschach.

Alfonso XIII se había distanciado ya de su esposa, que veraneaba entonces en Francia, en Divonne-les-Bains, cerca de Ginebra. Al monarca exiliado lo acompañaban aquel verano Gonzalo, Beatriz y María Cristina; Juan, enrolado en la Royal Navy, permanecía a bordo del crucero británico Enterprise.

El lunes 13 de agosto, Alfonso XIII ofreció una gran cena de gala en el hotel Werzer. Por la tarde, sobre las tres, había asistido a un torneo de tenis en compañía de Gonzalo, Beatriz y el conde Khevenhüller, que residía en Austria.

A media tarde esperaban a la infanta María Cristina.

Gonzalo y Beatriz estaban invitados en el hotel del Golf de Dellach y pidieron permiso a su padre para ir allí, prometiéndole que regresarían a las siete para la cena.

Alfonso XIII accedió y les prestó su espléndido Horch negro de seis cilindros, descapotable. El rey confiaba en la sensatez de su hija mayor al volante. Pero aun así, al verla partir con su benjamín, no pudo evitar gritar a los dos su consejo de padre: «¡Tened cuidado! ¡No corráis!…». El automóvil se alejó por la carretera, en dirección a Klagenfurt.

Alfonso XIII, María Cristina y sus amigos charlaron un rato y fueron luego a dar un paseo, antes de regresar a Villa Born, alrededor de las cinco de la tarde, para cambiarse de ropa con motivo de la cena.

Sobre las seis llegaron al hotel Werzer, donde tomaron unas copas con el barón Born en espera de Beatriz y Gonzalo.

A las siete, Alfonso XIII empezó a impacientarse; se levantó de la mesa y paseó por el salón, mientras consultaba el reloj.

Al cabo de media hora, no pudo resistir más y pidió al conde Khevenhüller y a su hija María Cristina que lo acompañasen en busca de los infantes; al volante de su coche, el rey no dejaba de escudriñar, muy alterado, la carretera hacia Krumpendorf. Al virar a la derecha, poco antes de llegar allí, divisó el Horch descapotable a la izquierda de la calzada: la rueda delantera derecha del coche estaba montada sobre la acera y el guardabarros del mismo lado aparecía abollado. De pie, junto al vehículo, estaba Beatriz, acompañada de un gendarme. Gonzalo se hallaba en el interior del coche, en el asiento del copiloto.

Alfonso XIII se apeó del automóvil y corrió como una centella al encuentro de sus hijos. Al ver a Gonzalo, le preguntó cómo estaba. El muchacho, pese a su notoria palidez, logró tranquilizarle. «Ha sido un pequeño golpe, estoy bien, papá», le aseguró.

Más sereno, el monarca se dispuso a escuchar el relato de lo sucedido: sus hijos regresaban a casa cuando, de repente, Beatriz se vio obligada a dar un volantazo para esquivar a un ciclista, que resultó ser el barón Von Neinmann; el vehículo se estrelló contra la fachada del castillo de Krumpendorf; en apariencia, ninguno de los dos hermanos había resultado herido.

Alfonso XIII pidió entonces al gendarme que corriese un tupido velo sobre el asunto. Comprobaron, además, que el Horch funcionaba perfectamente, de modo que regresaron todos a Pörtschach en los dos automóviles.

A su llegada allí, Beatriz y Gonzalo se fueron a cambiar de ropa como si tal cosa, mientras su padre partía directamente al hotel Werzer para tranquilizar a sus invitados con estas palabras: «Gonzalo viene enseguida; un poco pálido, pero sano y salvo».

Al filo de las ocho, Beatriz llegó completamente sola.

«El susto —alegó la infanta— le ha provocado a Gonzalo un dolor de cabeza y os pide que le disculpéis; sólo quiere descansar un rato».

La cena duró muy poco, pues antes de las nueve Alfonso XIII cruzaba ya el umbral de Villa Born para ver a su hijo. Gonzalo yacía en la cama de su habitación, en el último piso de la casa, tapado con una colcha.

El muchacho siguió restando importancia al accidente; aseguró que sólo le dolía la cabeza. Pero su padre insistió en avisar al médico.

«No —replicó el infante—. No quiero a ningún médico; seguro que se me pasará enseguida…».

LA PALABRA MALDITA

Durante la tensa espera, todos imploraron al Cielo el pronto restablecimiento de don Gonzalo. Nadie osó pronunciar la palabra maldita, latente en el ánimo de todos. Era como si temieran que, con sólo nombrarla, sobreviniese el maleficio. Permanecieron así en silencio más de una hora, en espera del milagro. Pero, pasadas las diez de la noche, Beatriz decidió romper el hielo:

—¿Estás mejor? —preguntó a su hermano.

Gonzalo sonrió y dijo con un hilillo de voz apenas perceptible:

—Creo que sí…

Pero sus labios, cada vez más descoloridos, indicaban lo contrario.

Poco antes de las once, el muchacho se incorporó de repente del lecho, profiriendo un grito de dolor que sobresaltó a los que estaban junto a su cama.

Alfonso XIII cogió una lámpara de la mesilla de noche para iluminar el rostro de su hijo; comprobó que estaba tan blanco como las hojas que utilizaba para escribir sus cartas.

Sin pérdida de tiempo, reclamó la presencia de un médico. El conde Khevenhüller, que acompañaba entonces al monarca y a su hija Beatriz, localizó al doctor Michaelis. Cuando fue a comunicar al rey que el médico se dirigía ya hacia allí, halló a don Alfonso y a la infanta inclinados sobre Gonzalo, que estaba inconsciente.

Poco después llegó el doctor. Gonzalo respiraba con dificultad. Tras auscultarle, Michaelis temió lo peor. «Parece una hemorragia interna», dijo.

Alfonso XIII escuchó el diagnóstico como si fuera su propia sentencia de muerte. Su numantina resistencia para impedir que en las cortes europeas se supiese la verdad se vino entonces abajo. Vencido y desarmado, Alfonso XIII pronunció al fin la cruel condena: «Mi hijo Gonzalo, doctor, es hemofílico».

Michaelis soltó el estetoscopio como si fuese una serpiente de cascabel. «¡Dios mío! ¿Cómo no me lo han dicho antes? ¿Por qué no han llevado a su hijo al hospital?», inquirió, alarmado.

Acto seguido, preguntó: «¿Dónde ha sido el golpe?».

Beatriz señaló el pecho y el estómago de su hermano.

Tras palparle, el médico apreció una gran tumefacción en el bazo. Luego se inclinó un poco más sobre el enfermo para oprimirle debajo de las costillas. «Está sangrando por dentro», afirmó.

Alfonso XIII perdió entonces los nervios, reclamando a gritos una transfusión urgente para su hijo, que se apagaba como una vela. Pero ya era tarde. «La hemorragia es demasiado abundante… De nada servirían las transfusiones. Tampoco estamos ya a tiempo de operarle», concluyó Michaelis.

El doctor halló sólo un consuelo: «Camino del cementerio, a la izquierda, vive el sacerdote. Pero tendrá que darse prisa. ¡Lo lamento de veras!».

Eran casi las doce de la noche cuando el conde Khevenhüller llamó a la puerta de la casa del párroco; apenas veinte minutos después, cuando llegaron a Villa Born, Gonzalo ya había muerto.

La versión oficial del accidente ocultó un hecho trascendental que, años después, revelaría el biógrafo y amigo íntimo del rey, Ramón de Franch: el coche siniestrado no lo conducía Beatriz sino Gonzalo, a quien, en un claro acto de imprudencia, había cedido aquélla el volante.

Era fácil entender así cómo Beatriz se había desmoronado al sentirse culpable de la muerte de su hermano pequeño. Sobre todo si, como aseguraba Ramón de Franch, ella había accedido a que su hermano condujese aun siendo menor de edad.

Mientras permanecía velándole de rodillas, durante horas enteras, al pie de su cama, Beatriz prometió incluso a la Virgen que ingresaría en un convento si le salvaba. Pero todo resultó ya inútil.

Exactamente igual que cincuenta y dos años después, en 1986, al fallecer de cirrosis hepática el marido de la infanta Beatriz, Alessandro Torlonia, príncipe de Civitella Cesi, con quien se había desposado el 14 de enero de 1935.

El 22 de noviembre de 2002 le llegó a la infanta la hora de rendir su alma ante el Altísimo. Con noventa y tres años, Beatriz falleció en su palacio romano de Torlonia. Al funeral asistieron sus sobrinos los reyes Juan Carlos y Sofía.