LA SUMISA
María de las Mercedes de Borbón y Austria
(1880-1904)
Una sola mirada bastó a la reina María Cristina para convencerse de que su esposo, el rey Alfonso XII, iba a morir sin remedio.
El rostro cadavérico y sudoroso del regio enfermo de tuberculosis, haciendo visible el esfuerzo supremo e inútil de sus músculos para llevar el aire a los pulmones, hablaba por sí solo.
Administrada la extremaunción al moribundo, la reina ordenó que trajesen a sus hijas María de las Mercedes y María Teresa, de cinco y dos años respectivamente, pero cuando el coche llegó con las infantitas, éstas sólo pudieron besar la mano yerta del cadáver de su padre.
Sólo una noticia bomba que la propia reina había revelado poco antes al agónico rey, quien a su vez se la transmitió a don Antonio Cánovas del Castillo, mantuvo viva la esperanza en la sucesión: estaba embarazada.
Con su habitual cautela de zorro palaciego, Cánovas optó por no precipitarse, pese a ser consciente de que, con la Constitución en la mano, en el mismo instante de fallecer el rey su sucesora directa era la princesa de Asturias de facto, doña María de las Mercedes, quien, al no haber sido designada como tal por el propio rey, era sólo oficialmente la «infanta heredera».
Cánovas, como decimos, esperó con prudencia a que naciese la criatura póstuma de Alfonso XII para salir de dudas sobre su sexo, dado que si la reina alumbraba un varón, como al final sucedió, la ley lo respaldaba como legítimo heredero frente a la mujer.
Con razón, el presidente del Gobierno alegó después: «No quise crear una reina para destituirla y destronarla al poco tiempo».
Esa «reina» frustrada a la que aludía Cánovas era nuestra infanta María de las Mercedes, que aprendió ya desde entonces a ser sumisa.
QUINCE CAÑONAZOS
Cinco años atrás, la noche del 10 al 11 de septiembre de 1880, María Cristina empezó a sentir los dolores de parto.
A primera hora de la tarde del día 11 circulaba ya por Madrid que la reina había roto aguas. Luego, el doctor austríaco Juan Riedel informó del inminente acontecimiento, hasta que a las ocho y veinte exactamente, la bandera y luz blancas colocadas en el exterior del Palacio Real y del Ministerio de la Gobernación, más los quince cañonazos de rigor, en lugar de los veintiuno correspondientes a un varón, anunciaron que había nacido una niña.
Como rara anécdota, reseñemos que la reina rechazó a los médicos de cámara, poniéndose únicamente en manos del mencionado doctor Riedel, que ella había traído consigo de la corte de Viena y que permaneció a su lado en palacio largo tiempo. Los médicos de cámara se sintieron ofendidos en su dignidad profesional y su decano, el doctor Alonso Rubio, presentó su dimisión.
Pese a no nacer un varón que asegurase la sucesión, al rey Alfonso XII se le caía la baba mientras presentaba a su primogénita María de las Mercedes a la numerosa concurrencia de palacio. El monarca sostenía con firmeza la canastilla sobre una bandeja de plata, mientras Cánovas retiraba el velo que cubría a la recién nacida.
En el acta de nacimiento y presentación, levantada por el ministro de Gracia y Justicia, Saturnino Álvarez Bugallal, se denominaba a la criatura «S. A. R. la Serenísima Señora Infanta inmediata sucesora del Trono».
Más tarde, en los documentos oficiales se simplificó el tratamiento, señalándose: «S. A. R. la Serma. Sra. Infanta heredera».
A la una de la tarde del 14 de septiembre se celebró el bautizo. Como era tradicional, portaron las insignias: el marqués de Salamanca, el salero; duque de Almenara Alta, el capillo; duque de Valencia, la vela; conde de Villanueva de Perales, el aguamanil; marqués de Sotomayor, la toalla; marqués de Benamejí de Sistallo, el mazapán, y el conde de Superunda, los algodones.
La infanta heredera iba en brazos de su aya, la duquesa de Medina de las Torres, sostenida con una banda roja de flecos de oro.
Completaban el cortejo, además del nuncio de Su Santidad, las damas, mayordomos, caballerizos, alabarderos… Entre la multitud podía verse, bajo las gradas en las que se administraba el sacramento, a la nodriza titular de nuestra infanta, María Lastra, ataviada con su típico vestido de pasiega, acompañada por la de repuesto, Leocadia Fernández; la primera percibiría por sus servicios 12.000 reales anuales, y 5000 reales la segunda.
En un gesto que le honraba, María Cristina quiso que el cardenal Moreno, arzobispo de Toledo, impusiese a su primogénita sobre la histórica pila bautismal de Santo Domingo de Guzmán el mismo nombre que la infortunada reina María de las Mercedes, primera esposa del monarca, seguido de los de Isabel, María Teresa, Cristina, Alfonsa, Jacinta, Ana, Josefa, Francisca, Carolina, Fernanda, Filomena y María de Todos los Santos.
Cumplía así María Cristina aquella vieja promesa de Arcachon, hecha bajo la efigie de la anterior reina María de las Mercedes, al comentar a su entonces novio: «Mi mayor empeño es parecerme a ella, pero no me atrevo a soñar en llegar nunca a reemplazarla».
Los reyes y las infantas Isabel, Paz y Eulalia no se perdieron detalle del bautizo desde una de las tribunas interiores de la Real Capilla.
El 22 de octubre, Alfonso XII acudió a la Real Basílica de Nuestra Señora de Atocha para agradecer el feliz alumbramiento. La breve y anodina existencia de María de las Mercedes no había hecho más que empezar…
ACARICIANDO EL TRONO
La educación de la inmediata sucesora en el trono dejaba bastante que desear, ciertamente. Y eso que su hermano Alfonso XIII requería todos los desvelos de su madre y de los médicos para sobreponerse a su delicada salud, que a punto estuvo de llevarle a la tumba con apenas cuatro añitos. Sobre la sucesión de los Borbones pendía así una auténtica espada de Damocles.
La abuela del egregio convaleciente, la reina Isabel II, escribió una terrible carta a su hija la infanta Paz, el 12 de enero de 1890, todavía alarmada y muy preocupada por el grave estado del rey niño:
Dos días después de mi llegada, me mandaron a buscar muy de mañana diciéndome que Alfonso había tenido un cólico violento, que los médicos estaban a su lado y que se sentían muy pesimistas acerca de su estado. Me fui corriendo, encontrándome a Cristina muy asustada y acongojada, como era natural, pues aunque ya el cólico había pasado, el pobrecito niño tenía convulsiones. Todo aquel día lo pasamos en un terrible sobresalto. Continuó así tres o cuatro días más, con mucha fiebre y muy débil; y hace unos días me despertaron a las dos de la mañana con un recado de Cristina de que el Rey estaba peor. No necesito decirte el susto tan terrible que me llevé; no sé cómo pude llegar hasta la habitación del niño; me temblaban las piernas, ya que pensaba todo lo peor…
Una neumonía gripal, de esas que pasaban inadvertidas entonces en los niños y que sólo se descubrirían luego con un minucioso recuento de leucocitos o una radiografía, estuvo a un tris de costarle la vida al monarca.
Con el niño aún doliente, las miradas sobre la sucesión se posaron en su hermanita mayor de nueve años. ¿Qué podía ofrecer aquella niña aislada del mundanal ruido en palacio, quien, para colmo de carencias, seguía recibiendo una educación similar a la de las jóvenes aristócratas de la época?
Con elementales lecciones de historia y gramática, clases de piano y pintura, o de bordado, pocas o más bien nulas esperanzas podían depositarse en su capacidad para ceñir la corona en el momento más inesperado.
A diferencia de Victoria de Inglaterra o de Guillermina de Holanda, las infantas María de las Mercedes y María Teresa, segunda y tercera personas llamadas a la sucesión, no fueron educadas para tan elevadas funciones.
Con razón, su tía Eulalia advirtió: «La pobre Mercedes no tiene ni idea de lo cerca que se halla del trono».
Las infantas permanecían la mayor parte del tiempo recluidas en palacio, donde, como observaba su tía Eulalia, «las costumbres se habían ido haciendo cada vez más severas, la vida más rígida, el protocolo más estricto y los ánimos más concentrados».
ENTRE VALSES Y RIGODONES
María de las Mercedes no entendía que, con casi veinte años, su madre no le dejase a ella ni a su hermana, de dieciocho, asistir a las fiestas y bailes de disfraces que se celebraban con gran pompa en los soberbios palacios de la nobleza y aristocracia madrileñas.
La mediación de sus tías Isabel y Eulalia resultó vital para que la reina María Cristina diese finalmente su brazo a torcer.
Pero hasta entonces, María de las Mercedes debió resignarse a escuchar el relato de aquellas deslumbrantes celebraciones de labios de sus tías, o a leer las crónicas de sociedad en las revistas de la época.
Tuvo así noticia, con sólo siete años, de la tarantela bailada el lunes de Carnaval de 1887 en el palacio del duque de Rivas, con asistencia de sus tías Isabel y Eulalia.
De la rigidez impuesta por la reina madre daba fe este insólito comentario de la infanta Isabel a su hermana Paz, escrito el 23 de enero de 1899, a propósito de su sobrina María de las Mercedes, camino ya, como indicábamos, de los veinte años:
Es la primera vez que se ha puesto manto y se ha vestido de persona formal.
El resto de la carta no tiene desperdicio:
Te he recordado mucho hoy, porque después de nuestras desdichas consuela el pensar que se ha celebrado el santo del Rey con una gran asistencia de gente en la recepción. La nota más culminante del día ha sido la presentación de Mercedes; es la primera vez que se ha puesto manto y se ha vestido de persona formal. No te puedes hacer una idea de lo encantadora que estaba por todos estilos, pues, como sabes, es muy difícil ocupar un puesto con amabilidad, dignidad y sencillez propia de sus años y, por supuesto, ha estado muy bien vestida y muy a propósito, habiéndolo todo dirigido su madre con mucho tino y tacto y, aunque no lo dudarás un día, muy agradable, sintiéndose muy orgullosa al verla.
Por fin, el 9 de mayo de 1899 pudo resarcirse nuestra infanta de todas sus privaciones con motivo de su presentación oficial en sociedad y la de su hermana María Teresa, durante una fiesta celebrada por todo lo alto en el Palacio Real.
Una vez más, la reina María Cristina controló hasta el último detalle, como la recelosa maestra de ceremonias que siempre fue. Puso como condición a sus hijas que se contentasen con organizar el llamado «baile chico», restringido a los miembros de la grandeza de España y a otros invitados ajenos a ella muy seleccionados. Era la primera vez, desde el inicio de la regencia, que los inmensos salones de palacio se adornaban tan suntuosamente para el baile en homenaje a las jóvenes infantas.
Pese a no resultar muy agraciadas, María de las Mercedes y María Teresa lucieron radiantes sendos trajes de gasa rosa y flores del mismo color en la cabeza, así como preciosos collares de perlas, cuyas vueltas habían sido regaladas por su madre en diferentes ocasiones.
Pero la elegancia de la reina madre emergía sobre la de todas las demás congregadas aquella noche: doña María Cristina exhibía su vestido azulado, con adornos de encajes y flores del mismo color en el pecho y, como remate, cinco vueltas de grandes brillantes alrededor del cuello.
Antes de empezar la fiesta, se elaboraron los llamados «carnets de baile», donde figuraban los nombres de los afortunados que tendrían el honor de danzar con las infantas presentadas en sociedad.
A los compases de un vals, María de las Mercedes inauguró el baile junto con el primogénito del duque de Granada de Ega, José Antonio Azlor de Aragón, de veintiséis años. La infanta ladeaba gentilmente la cabeza a cada vuelta, a la moda vienesa.
Bailó luego valses de tres tiempos, rigodones, polcas y hasta lanceras con los marqueses de la Mina y de Santa Cruz… incluido el que sería ya desde entonces el único amor de su vida: su primo Carlos de Borbón Dos Sicilias, de quien ya se rumoreaba que era su prometido.
Los cotilleos se confirmaron casi un año después, el 17 de diciembre de 1900, cuando Carlos de Borbón entregó una carta de su padre a la reina María Cristina, pidiéndole la mano de María de las Mercedes.
LA BODA DE LA DISCORDIA
El anuncio de boda entre María de las Mercedes y don Carlos redobló los tambores de guerra en todo el país.
¿Cómo era posible que Carlos —«Nino» en familia—, que tan valerosamente había combatido en la guerra de Cuba, estuviese ahora a punto de provocar otra gran conflagración simplemente porque hubiese trascendido su sincero deseo de casarse con nuestra infanta?
Enseguida lo veremos.
Nacido en Gries, en la provincia italiana de Bolzano, el dia 10 de noviembre de 1870, Carlos de Borbón era de sobra conocido y apreciado por la Familia Real española.
La reina María Cristina, sin ir más lejos, aludía ya a él y a su hermano en una carta a su cuñada la infanta Paz, fechada el 12 de diciembre de 1895, cuatro años antes del sonado baile en palacio:
Ya habrás oído que Nando y Nino Caserta se han presentado voluntarios para Cuba. Esto honra a los excelentes muchachos.
Nando (Fernando) y Nino (Carlos) Caserta eran los dos hijos mayores del conde del mismo título, jefe de la Casa Real de las Dos Sicilias a la muerte sin hijos de su hermano mayor, Francisco II, último rey efectivo de Nápoles.
Fernando y Carlos pudieron regresar a Madrid, desde su exilio en Cannes, gracias a la mediación de la infanta Isabel, viuda del conde de Girgenti, hermano menor del conde de Caserta. Todo quedaba en familia.
La infanta Isabel, que siempre fue muy casamentera, aprobó desde el principio el noviazgo, igual que la reina regente. Pero obtener el beneplácito unánime de las fuerzas políticas, sabedoras de que estaba en juego nada menos que el casamiento de la princesa de Asturias, heredera directa de la Corona, era ya una cuestión mucho más delicada.
¿Qué razón sembraba entonces la división entre los conservadores, que respaldaban la boda, y los liberales, que la condenaban sin miramientos?
La Historia colocó de nuevo en la encrucijada a un hombre sólo por ser hijo de quien era. El padre del novio de María de las Mercedes, Alfonso de Borbón, conde de Caserta, había cometido en su juventud un pecado imperdonable para algunos: luchar a las órdenes del pretendiente Carlos VII en las guerras carlistas desarrolladas en el norte de España.
¿Existía acaso una afrenta mayor que aquélla para la rama reinante de los Borbones? Pues, por paradójico que resulte, los enemigos dinásticos del carlismo, con la reina María Cristina a la cabeza, apoyaban el enlace sin ambages.
¿Quiénes se oponían entonces al mismo? Los liberales, como indicábamos; las izquierdas, que consideraban al conde de Caserta un perverso trasnochado que había dirigido sin escrúpulos los bombardeos de Irún y San Sebastián en plena guerra carlista.
«No será cristiano culpar a los hijos de la conducta de sus padres, pero no sería liberal transigir con ese enlace», titulaban los periódicos progresistas.
El 18 de diciembre de 1900, los estudiantes de izquierdas tomaron incluso las calles de Madrid para protestar por el anuncio de la regia boda. Para quitárselos de encima, el gobierno había recurrido sin éxito a la conocida treta de anticipar las vacaciones de Pascua. Pero ellos, que otros años se precipitaban a pedirlas con algaradas, las rechazaron ahora airadamente. Se les vio así junto a la Universidad Central, el Instituto de San Isidro y el del Cardenal Cisneros vociferando el consabido estribillo: «¡Queremos clase, que no se case!».
El mismo día 18, Práxedes Mateo Sagasta en persona, el mismo que inspiró con sus ideales liberales la Ley del Sufragio Universal, la del Matrimonio Civil o la de Asociaciones, se despachó a gusto desde la tribuna del hemiciclo del Congreso como jefe de la oposición de Su Majestad con un extenso y encendido discurso del que merecen reseñarse los siguientes párrafos:
Yo no quiero para la Princesa de Asturias un candidato de partido, mil veces no. Y, sin embargo, yo no hubiese buscado jamás al pretendiente de una dinastía refractaria al progreso. Hay dinastías que históricamente conservan sus tendencias.
Yo quisiera para la Princesa de Asturias un candidato de una dinastía liberal, de historia liberal, de antecedentes liberales y hasta de sangre liberal […]
Personalmente, el elegido del gobierno tiene abolengo reaccionario. Alguien le censura hasta su nombre de Carlos. Yo no he de llegar hasta ese extremo. Pero mejor sería que se llamase de otro modo.
En nombre del sentimiento liberal, declaro que tengo el temor de que ese enlace traerá desdichadas consecuencias para los destinos y la libertad de la Patria. Pero si, a pesar de la opinión liberal, somos vencidos por el número de la mayoría, y ésta vota el mensaje, ya no consideraré que emana del gobierno, sino de las Cortes, y como obra de las Cortes tendrá todos mis respetos.
DEFENSORA DEL AMOR
Las mismas Cortes que invocaba Sagasta aprobaron sólo dos días después la boda de María de las Mercedes con el novio de raigambre carlista.
La declaración suscrita por la reina regente y remitida a las Cortes, en la que otorgaba su consentimiento a los novios para contraer matrimonio, resultó decisiva.
El documento decía, entre otras cosas:
Su Majestad la Reina Regente nos ha ordenado comunicar a las Cortes cumpliendo el precepto del artículo 56 de la Constitución, que ha resuelto dar su consentimiento para el matrimonio de su muy querida hija doña María de las Mercedes, princesa de Asturias, con su amado sobrino el príncipe don Carlos de Borbón.
Esta resolución de Su Majestad, formada en su conciencia, tras meditadas consideraciones de los deberes todos que las leyes de Dios y del Reino le trazan, ofrece esperanzas ciertas de felicidad para el nuevo hogar, y con ella condiciones de rango y firmeza para la Monarquía.
Los liberales habían obviado a propósito el noble gesto del conde de Caserta, quien, pese a haber combatido como general en el ejército de Carlos VII, permitió luego a sus hijos mayores participar en la guerra de Cuba defendiendo la Corona de la rama rival a la que optaba precisamente María de las Mercedes.
¿Existía acaso lealtad mayor a la rama reinante que la del propio novio de la infanta al arriesgar su valiosa vida en el campo de batalla?
El anuncio de boda había despertado recelos incluso en el arzobispo de Valladolid, que escribió con evidente preocupación a la reina regente:
Quiero aconsejar a la Señora sobre la unión de las dos ramas, la italiana y la española, que están separadas desde el tiempo de Carlos III. Me consta que si la Infanta se casa con un hijo de Caserta, los carlistas se echarán al campo, por lo que avise a los señores Silvela y Martínez Campos para que se evite el desastre que ocurriría.
Pero María Cristina puso al prelado en su sitio, sin contemplaciones:
Monseñor, dedíquese a dirigir su diócesis y a rezar que es su principal obligación, para que no ocurran las desgracias y catástrofes que anuncia.
De la gran tensión de María Cristina, como defensora a ultranza de los enamorados, dejaba constancia la infanta Isabel en esta carta a su hermana Paz:
Ahora aquí lo que domina es la cuestión de la boda. Comprenderás, pues sabes todo lo que me preocupan estos niños y el porvenir de la familia y de la Patria, todas las vueltas que habré dado a este asunto tan discutido. Que sea para bien es lo que hay que pedir a Dios, y que Crista [María Cristina] obtenga la compensación que merece por los malos ratos que está pasando al desear asegurar la felicidad de su hija.
El testimonio de la propia María de las Mercedes evidenciaba también el sufrimiento contenido de su madre. En una carta del 28 de diciembre, la infanta confesaba abiertamente a su tía Paz:
Me siento feliz de poder casarme pronto con Nino. Me da pena que mamá haya tenido tantos contratiempos por ese motivo…
El matrimonio pudo celebrarse al fin el 14 de febrero de 1901, pero con las tropas en la calle y el estado de guerra en Madrid.
La regia capilla de palacio se engalanó para recibir a la novia de veinte años, Habsburgo por los cuatro costados como su madre, y al novio de treinta años cumplidos vestido con uniforme militar.
Previamente, el papa León XIII había concedido las oportunas dispensas por el tercer y cuarto grado de consanguinidad existente entre los contrayentes.
El cardenal Ciriaco María Sánchez y Hervás, patriarca de las Indias y arzobispo de Toledo, ofició la ceremonia.
Tres semanas después, el 6 de marzo, la infanta Isabel escribía a Paz:
Todo se ha hecho lo mejor posible, y ahora no depende más que del joven matrimonio el hacerse querer y que sepan los demás lo que yo sé: que son buenísimos; pero tienen que ganárselo, porque en el siglo XX no basta nacer y ser bueno; es menester que por el amor de la gente tengan una posición buena, y así lo espero.
VIDA Y MUERTE
Instalada con su esposo en un ala del mismo Palacio Real, María de las Mercedes dio a luz a los nueve meses justos a su primogénito Alfonso, infante de España como su padre, a quien se le dispensaba también el tratamiento de Alteza Real tras renunciar a sus derechos sobre el ya inexistente trono de las Dos Sicilias.
El 6 de diciembre, la reina María Cristina se congratulaba por el nacimiento de su primer nieto en una carta a la infanta Paz:
Ahora puedo presentarme con mi nueva dignidad de abuela. Todos nos sentimos felices. El niño vino al mundo en pocas horas. Es un chico muy mono. Mercedes se mostró muy valiente.
Año y medio después, el 6 de junio de 1903, nació otro niño, Fernando, también sin complicaciones; seguido de la única niña, la infanta Isabel Alfonsa, el 16 de octubre de 1904.
Durante este último embarazo, el médico de cámara Manuel Agustín de Ledesma no las tuvo todas consigo sobre su feliz término. Se equivocó, pero sólo en parte, pues le costó finalmente la vida a la parturienta a causa de una peritonitis que no se supo diagnosticar.
Por si fuera poco, el segundogénito de la infanta, Fernando, falleció también a los dos años de edad.
Los últimos instantes de María de las Mercedes fueron angustiosos.
Cuando el marqués de Casa Irujo anunció a la familia que iban a administrar a la infanta los últimos sacramentos, el 17 de octubre, todos sus miembros redoblaron las oraciones. Poco después, la moribunda intentó gritar, pero no pudo: «¡Ay, que me ahogo!», suspiró.
La intensa agonía duró alrededor de seis minutos.
La reina madre y el esposo permanecían arrodillados junto a la cama, como dos estatuas de sal. María Teresa no cesaba de llorar.
El peor momento, a juicio de uno de los testigos, fue cuando trajeron al infantito Alfonso para que besara la mano de su madre muerta. El rey Alfonso XIII, de diecisiete años, no lo pudo resistir y abandonó precipitadamente el cuarto.
Poco después, entre María Cristina, Carlos y María Teresa vistieron a la difunta con el hábito de carmelita. A las dos de la tarde se había producido ya el deceso, y a las ocho seguían allí aún los tres casi tan inertes como ella.
Los restantes miembros de la familia, incluidos los hijos de la infanta Paz, tuvieron que sacarles casi a la fuerza para que tomasen una taza de caldo.
Al día siguiente, en el instante de sellar el féretro, don Carlos, ya viudo, no quiso separarse del cadáver. Hubo que convencerle para poder cerrar el catafalco. Entretanto, María Teresa miraba a Fernando de Baviera con los ojos humedecidos: quería decirle algo pero no podía hablar…
El 19 de octubre, Fernando de Baviera escribía a su madre la infanta Paz:
Mercedes estaba como muerta, preciosa; parecía una santa, y eso le tranquiliza a Nino, que ha ido de seguro directamente al Cielo, porque murió tan contenta sabiéndolo.
Cinco días después del deceso, el 22 de octubre de 1904, la reina María Cristina agradeció el pésame recibido al papa León XIII:
No tengo palabras para agradecer a Su Santidad el consuelo que su amable carta ha traído a mi angustiado corazón. La prueba a la que Dios me ha sometido es tan grande y mi dolor tan profundo que necesito toda mi fe cristiana y todas mis fuerzas, que son pocas, para llevar esta gran cruz.
La regente concluía pidiéndole al romano pontífice que encomendase a Dios «el alma de mi queridísima hija y a mí».
Mientras, el viudo de treinta y cuatro años contrajo segundas nupcias en 1907 con la princesa Luisa de Orleáns, hija del conde de París, que le dio otros cuatro hijos además de los tres que tuvo con María de las Mercedes: Carlos, María de los Dolores, María de las Mercedes y María de la Esperanza.
Finalmente, el 9 de marzo de 1929 contrajo también matrimonio, a los veinticinco años, la infanta Isabel Alfonsa con el conde Juan Kanty de Zamoyski.
Su madre, la inefable infanta María de las Mercedes, debió de sonreírle desde Arriba.