LA FOGOSA
Elvira de Borbón y Borbón-Parma
(1871-1929)
Nuestra nueva infanta simboliza como ninguna de España el ardor y el ímpetu llevados al paroxismo por circunstancias muy dolorosas en su vida.
Y si no que se lo pregunten a su padre, don Carlos María de los Dolores de Borbón y Austria-Este, nominado Carlos VII en calidad de jefe de la rama carlista.
Nacido en Lubiana (Eslovenia), el 30 de marzo de 1848, Carlos VII recibió la «corona» de su padre Juan III el 3 de octubre de 1868, mientras Isabel II se refugiaba en París a raíz del estallido de la «Gloriosa» revolución en España.
Ni corto ni perezoso, Carlos VII estableció su reinado efectivo en el norte de España desde 1872 hasta 1876; formó gobierno, acuñó moneda, legisló, creó una Hacienda propia y tribunales de justicia… Hizo todo cuanto estuvo en su mano, y más todavía.
Por si fuera poco, se declaró enemigo acérrimo de la restauración monárquica en la persona de Alfonso XII. Sus partidas lucharon ferozmente en Cataluña y Levante, pero fueron derrotadas al final y Carlos VII tuvo que abandonar España en 1876.
Nueve años antes don Carlos se había desposado, en primeras nupcias, con la princesa Margarita de Borbón-Parma, madre de nuestra protagonista Elvira, con la que tuvo cinco hijos: un varón, el príncipe don Jaime, y cuatro mujeres: Blanca, Elvira, Beatriz y Alicia.
EL SOPAPO REAL
¿Se imagina alguien a un padre repudiando en público a una de sus hijas?
Pues eso mismo hizo don Carlos, testarudo donde los haya, el fatídico 16 de noviembre de 1896: desairar a la segunda y más bella de sus cuatro hijas, provocando un inusitado revuelo en la realeza europea.
El comunicado, difundido a los cuatro vientos, dejaba a la pobre Elvira a los pies de los caballos.
Juzgue si no el lector:
A los carlistas.
Sois mi familia, mis hijos queridísimos, y me considero en el deber de anunciaros que una hija mía, la que fue Infanta Doña Elvira, ha muerto para todos nosotros.
¿Qué barbaridad cometió Elvira para que su propio padre la despojase de forma tan humillante de todas sus dignidades terrenales, incluida la de infanta de España?
La valiosa pista para desentrañar el misterio la hallé en una desconocida carta de doña María de las Nieves de Braganza, infanta de Portugal y tía de nuestra protagonista Elvira, exhumada del Archivo Carlista en noviembre de 2009.
Mujer piadosa de misa diaria, María de las Nieves sentía un enorme cariño por su sobrina, a quien consideraba como la hija que la Providencia le negó.
La epístola, fechada en Viena el 8 de diciembre de 1906, nos proporciona, como decimos, ese decisivo rastro.
Dice así:
Mi queridísima Elvira:
Con todo el alma te agradezco tu buenísima carta, la que tanto al tío [Alfonso Carlos I, desposado con doña María de las Nieves en abril de 1871] como a mí nos dio el mayor gusto por el cariño que nos muestras en ella.
Ya sabes cuánto te queremos y cuán de todo corazón deseamos que seas feliz y suplicamos a Nuestro Señor que las cosas se arreglen de modo que lo puedas ser con la conciencia tranquila. Sentimos una inmensa compasión por lo que sufres ahora y comprendemos perfectísimamente lo muy dura y terrible que te es la separación y que tu único consuelo se funda en la esperanza que se pueda probar fue nulo el matrimonio de Folchi. Se necesitaría ser gente sin entrañas, personas que jamás han sabido lo que es amar, para no tener lástima de tanto dolor y desear que se descubra una solución.
La palabra clave es un sonoro y conciso apellido italiano: Folchi.
¿Quién era aquel hombre, que tan infeliz hacía a la pobre Elvira?
Llegar hasta él requiere que empecemos por el principio…
PRIMEROS PASOS
Conozcamos antes de nada a Elvira de Borbón, criada con su familia en la Tenuta Reale de Viareggio, una quinta toscana heredada por su madre; el escenario ideal para una increíble, pero real, historia de princesas.
En su capilla sería inhumada la propia madre de Elvira en 1893, consumida por los terribles disgustos de su infiel marido; el mismo don Carlos que, como acabamos de comprobar, se permitió el lujo de despreciar a su hija sin miramiento alguno.
La hacienda de la Tenuta Reale fue legada por los duques de Lucca a los padres de la princesa Margarita, duques soberanos de Parma, don Carlos III y doña María Teresa de Borbón.
Elvira dio allí sus primeros pasos, evocados con ternura y aire bucólico por el escritor y pintor italiano Lorenzo Viani, hijo de uno de los guardeses de la finca.
Viani había nacido precisamente en Viareggio once años antes que Elvira, a quien recordaba así, un año después de morir ésta:
El día de nuestra confirmación (la de los hijos de los numerosos empleados de la finca), la infanta Elvira y sus hermanas nos sirvieron el chocolate en una mesa dispuesta en el gran parque, frente al palacio.
El patrón (don Carlos VII) aparecía y desaparecía como una sombra. Su presencia en la casa imponía el mutismo de todos. Parecía taciturno y lejano.
Los que servían en palacio (cocineros, doncellas, mayordomos, cocheros) eran treinta y seis, entre hombres y mujeres españoles, italianos y austríacos.
Doña Elvira, que solía vestir de blanco espuma de mar, princesa borbónica de porte majestuoso, era la más bella de las cuatro infantas: una hermosura de tipo español. Sus grandísimos ojos negros destacaban sobre la palidez de su rostro. Pero era la infanta más solitaria.
La infancia y juventud de Elvira transcurrió allí, rodeada de una pequeña corte y de su propia familia. Desengañada por las continuas ausencias del marido, que desencadenaron la separación definitiva, la princesa Margarita se volcó en la educación de sus hijos y en la reforma de su palacete para convertir la capilla en un panteón familiar.
El primer «cliente» de aquel formidable mausoleo fue el abuelo de doña Margarita, Carlos Ludovico de Borbón, último duque de Lucca, cuyos restos mortales procedentes de Niza recibieron allí cristiana sepultura, celebrándose en su honor funerales con rango real.
La vida en la villa toscana era tranquila y apacible. Todas las tardes, en el salón acristalado de la Tenuta, la pequeña Elvira veía a su madre bordar silenciosamente, junto a sus hermanas y damas de compañía; el hilo de oro temblaba en las agujas. Luego rezaban el santo rosario en familia.
El palacete estaba decorado al estilo francés, reflejo de la educación que doña Margarita y sus hermanos habían recibido de sus tíos, los condes de Chambord, herederos del trono de Francia. Cuadros y tapices adornaban las paredes de la casa.
En el Salón de la Reina, al que se accedía por una escalinata situada en el ala izquierda de la planta principal, destacaban unas formidables cómodas de estilo Luis XV, así como amplios sofás y sillones, junto a una preciosa colección de figuritas de porcelana que representaban a unos pastorcillos vestidos con refinada elegancia.
La estancia, muy hermosa, poseía unos luminosos ventanales que daban a dos fachadas norte y sur. En el centro, una gran chimenea enmarcada en mármoles otorgaba calidez al ambiente. A la izquierda se hallaba el cuarto de aseo o de vestir, seguido del dormitorio con dos camas de bronce que pertenecieron a la última delfina de Francia.
Elvira heredó de su madre el gusto por las rosas rojas, las cuales colocaba ésta con esmero y devoción en la capilla, junto a los restos de sus antepasados, sepultados a la izquierda del altar mayor, en una cripta que no era subterránea.
A Elvira le llamó siempre la atención la estatua de su abuelo materno Carlos III, situada en la capilla. El difunto duque soberano de Parma yacía boca arriba sobre un plano elevado, cubierto por un manto de seda de Damasco.
La estatua había sido colocada bajo una bóveda lateral, en el centro de cuatro columnas. La cabeza del duque estaba apoyada sobre un cojín de mármol pulido; con el puño derecho sujetaba una cruz sobre el pecho.
Elvira creció feliz en aquel edén de la Tenuta, a salvo de los disgustos que luego le acarrearía la vida. Todos los días correteaba con sus hermanas por los lindos jardines, adornados con bancos de alabastro, bellas fuentes de piedra y grandes estatuas de mármol, como la que evocaba a la diosa Diana, acompañada por un ciervo, como la Diana de Versalles.
Elvira se divertía también escondiéndose de sus hermanas entre las fuentes con pila del jardín, decoradas con figuras mitológicas; otras veces se ocultaba entre los parterres de boj y de laurel, adentrándose en los senderos de rosas y, por supuesto, en el laberinto de veredas que desembocaba en el gran parque frente a la hacienda. Pero toda esa infancia y adolescencia idílicas daría pronto paso a unos años de mucho sufrimiento.
EL GRAN AMOR
Con dieciocho años, Elvira era una atractiva mujer con grandes y profundos ojos negros, como de felino. Una sola mirada suya bastaba para horadar corazones, como el afilado dardo de un querubín.
Al mismo tiempo, ella era una dama muy apasionada, dispuesta a todo con tal de conquistar y sentirse conquistada. En 1889 suspiraba ya por el archiduque Leopoldo Fernando de Austria, primogénito de Fernando IV, duque de Toscana.
Nacido en diciembre de 1868, tres años antes que Elvira, el archiduque Leopoldo era un apuesto militar que cautivaba a las jóvenes princesas de su época. Constituía sin duda un buen partido, tanto por su agradable apariencia física como por su exquisito linaje, pues su abuelo paterno Leopoldo II fue rey hasta que le obligaron a retirarse a Bolonia con su familia en 1859, tras una incruenta revolución que incorporó la Toscana al reino de Italia.
El 21 de julio de aquel año, Leopoldo II abdicó en su hijo Fernando IV, padre del príncipe azul de Elvira, pero éste jamás llegó a ceñir la corona.
Enamorada perdidamente de Leopoldo, la infanta Elvira solía viajar a Viena con su madre para visitarle en su palacio y pasear con él por los jardines, prometiéndose amor eterno.
La pareja prodigaba así, resignada de momento, separaciones y reencuentros, soñando con casarse más pronto que tarde. Pero su relación se había convertido en un secreto que nadie de la familia, ni en la corte vienesa ni en Viareggio, osaba quebrantar.
Harta de tanto mutismo, Elvira decidió escribir un día a su amado, instándole a que zanjase de una vez aquel insufrible sigilo:
Habla directamente con el emperador Francisco José, jefe de la familia, y pídele su licencia. Una vez conseguida, ni tus padres ni los míos podrán poner objeciones, si es que las hubiera, que no lo entiendo.
El archiduque Leopoldo obedeció sin rechistar.
Días después, el jefe supremo de los Habsburgo lo recibió en audiencia privada, durante la cual el joven enamorado le hizo partícipe de su feliz noviazgo con la infanta de la rama carlista y le explicó sus planes para el futuro.
Leopoldo aprovechó también para expresarle su extrañeza y la de Elvira ante la frialdad que despertaba la relación entre sus allegados. El emperador lo escuchó atentamente en silencio, dejando que terminase de desahogarse. Pero luego le dijo, muy serio: «Lo siento, pero no tengo más remedio que pedirte que renuncies a Elvira. No puedes casarte con ella».
Atónito, el archiduque recurrió a un sólido argumento, en apariencia: «¿Por qué, majestad, yo no puedo casarme cuando mi primo Leopoldo Salvador ha conseguido hacerlo con Blanca, la hermana de Elvira?».
Pero los príncipes y las princesas no eran por aquel entonces como el común de los mortales a la hora de unirse en matrimonio. En la realeza europea prevalecía siempre la llamada razón de Estado, mucho más poderosa que el amor. Por tanto, no importaba que una princesa no amase a un príncipe, o viceversa, si su relación beneficiaba a la política del imperio, en este caso. Y al contrario: si un matrimonio generaba conflictos diplomáticos o familiares entre la realeza, se rechazaba sin titubeos.
Contra el veredicto del emperador no cabía así recurso alguno. «Lo de Blanca fue un error», sentenció Francisco José.
Acto seguido, desveló él mismo todo el misterio: «Mi sobrina María Cristina, reina regente en nombre de su pequeño hijo Alfonso XIII, ha estado enviándome protestas desde entonces. Dos matrimonios Habsburgo con las hijas del pretendiente carlista al trono de España colmarían el vaso y darían lugar no sólo a más lamentos de María Cristina, sino a conflictos diplomáticos con Madrid que hay que evitar».
Nada menos que la reina de España se oponía al enlace, condenando a Leopoldo y Elvira a la más implacable desdicha.
Naturalmente, por nada del mundo estaba dispuesta María Cristina a que su familia, los Habsburgo, siguiese emparentándose con la rama carlista, enemiga de los intereses legítimos de su hijo Alfonso XIII. Difícil trago ya fue para ella ver a la infanta Blanca convertida en archiduquesa de Austria, tras su boda con Leopoldo Salvador, como para consentir ahora otra más.
Igual que rechazaba ese tipo de enlaces, fomentaba los matrimonios entre los Habsburgo y los Borbones legítimos de España. Empezando por ella misma, desposada con el rey Alfonso XII tras la muerte de su primera esposa, la reina María de las Mercedes.
María Cristina intentó también casar a su propio hermano, el archiduque Carlos Esteban, con su cuñada la infanta Eulalia. Pero la hermana de Alfonso XII dio finalmente calabazas a Carlos Esteban.
La reacción de Elvira al conocer la decisión del emperador sobre su matrimonio se asemejó a una auténtica maldición. Decepcionada con Francisco José, y de modo particular con su novio por obedecer ciegamente al jefe de la familia, previno así al archiduque: «Un día el viejo emperador morirá como todo el mundo y tú lamentarás haberle obedecido…».
LA MALDICIÓN
Sonó a maleficio, y encima se cumplió a rajatabla: el hombre al que más quiso Elvira en toda su vida murió con el remordimiento de haberse plegado cobardemente a los designios del emperador.
Leopoldo desoyó incluso los consejos de la madre de Elvira, indignada por el egoísmo dinástico de la reina María Cristina.
Doña Margarita trató de consolar así por escrito su terrible amargura:
¡Qué mundo tan malo y tan lleno de pequeñeces y miserias! ¿Puedes creer que Cristina [la reina de España] ha hecho cuanto ha podido para estorbar la boda? Ella está en nuestro puesto y no lo ignora. ¿No puede siquiera dejarnos la felicidad de nuestros hijos?
Más le hubiese valido al archiduque Leopoldo seguir las consignas de su corazón, en lugar de acatar la inflexible voluntad del emperador. De haberse guiado por su instinto, habría sido él más feliz haciendo feliz a Elvira. Pero desencantado del amor y de la política del imperio, que consideraba caduca, Leopoldo cayó en manos de una antigua prostituta, Guillermina Abramowitz, con quien se desposó el 25 de julio de 1903, tras renunciar en diciembre del año anterior a su título nobiliario y a todas sus prerrogativas.
¿Acaso no pudo hacer eso mismo antes para unirse a la mujer que en verdad amaba?
A veces, una errónea decisión puede concatenar todas las desgracias hasta el final de una vida.
El archiduque Leopoldo de Austria se convirtió así en el ciudadano del mundo Leopoldo Wölfling.
En 1907 se divorció de la Abramowitz para celebrar otro matrimonio morganático con una tal Maria Ritter, con la que residió en Bronville, pequeña localidad próxima a Trouville, donde lo visitó el periodista Jean de Bonnefon, de Le Journal de París, en agosto de 1908.
En la esclarecedora crónica de aquel encuentro se visualizaba ya al antiguo archiduque convertido en una caricatura de sí mismo:
El príncipe de sangre real de los Habsburgo y de los Borbones, sobrino de María Antonieta, reina, y de María Luisa, emperatriz, vive con su nueva esposa en una casa de campo modestísima. En ella pasa el verano. Por lo demás, el que fue archiduque Leopoldo Fernando de Austria Toscana, almirante de la escuadra, coronel honorario de los más renombrados regimientos extranjeros, heredero de los derechos de Fernando IV y de la sangre de los emperadores, es un ciudadano suizo de la manera más legal del mundo.
Todo en él, menos la fisonomía, ha cambiado. Viste modestamente, hace vida burguesa, trabaja…
En mi conversación con él, me dice que no le gusta que se ocupen de él. «Los ciudadanos de un país republicano —asegura— deben comprender mejor que nadie que el infeliz puesto por la naturaleza en la inamovilidad de un trono, se declare libre y pretenda ser, por esfuerzo de su propia voluntad, un hombre libre como los demás, trabajando para ganarse la vida y la de su familia. He dejado Austria, ya lo he dicho, por una razón principal: un archiduque es, por su nacimiento, un inútil que no tiene derecho a pensar ni a obrar. Forma parte de una decoración de la que nada interesa, ni actores, ni espectadores. He hecho la vida militar en tiempo de paz. He servido en la Marina; he ingresado en la Infantería cargado de títulos. Pero, en la práctica, no he mandado ni un solo batallón».
Leopoldo Wölfling concluía, desengañado, su entrevista: «Muy joven, sufrí un ligero castigo. Después, nada. Ni bien ni mal. La inacción».
Con cuarenta años aún, Leopoldo se sentía ya viejo y albergaba escasas ilusiones en la vida.
Pero aún tuvo fuerzas para perseverar en el error, desposándose por tercera vez con Clara Gröger, quien, pese a ser casi treinta años más joven que él, no le devolvió el ánimo perdido.
No resultaba extraño así que sus tres libros de memorias —Los Habsburgo entre ellos, Recuerdos de la corte de Viena y De archiduque a tendero— rezumasen aflicción y resentimiento de principio a fin.
Murió en Berlín, en julio de 1935, sumido en la pobreza de cuerpo y espíritu. Igual que Rodolfo de Habsburgo, quien tampoco pudo desposarse con otra infanta de España, y que falleció de forma trágica, como ya vimos, en el pabellón de caza de Mayerling.
LA HUIDA
Como sucede siempre que se juega con fuego, la misma infanta que maldijo al emperador y al archiduque acabó siendo víctima de su propio maleficio.
El principal causante de su dolor tenía nombre y apellido: Filippo Folchi. El mismo hombre al que aludía en su carta, como responsable último de la infelicidad de su sobrina Elvira, la también infanta María de las Nieves de Braganza.
Elvira trajo en jaque a la prensa europea y a su propia familia, desde que decidió fugarse con Folchi, un pintor al que apenas conocía.
No en vano, un despacho telegráfico fechado en Roma el 21 de junio de 1906, a las ocho de la mañana, informaba de su última correría sentimental.
Titulado «Al fin, arrepentida», daba cuenta nada menos de que la infanta, arrepentida, había decidido… ¡hacerse monja!:
La princesa Elvira de Borbón, hija de D. Carlos, el pretendiente al trono de España, que se escapó con el pintor Folchi, hombre maduro y casado, con quien ha vivido mucho tiempo en Florencia, se ha decidido a separarse de su amante y a ingresar en un convento.
Esta determinación ha sido adoptada a instancias de la familia de Elvira de Borbón. Para realizarlo llegó ella a Roma hace dos días.
Verlo para creerlo.
Pero otro despacho cursado nueve días después, el 30 de junio, firmado por Franco Franchi, desmentía que Elvira hubiese decidido abrazar la vida conventual, tal y como había publicado el diario británico Daily Mail:
En la residencia de María Beatriz Massimo, princesa de Roviano y cuarta hija de D. Carlos, duque de Madrid, se desmiente de la manera más rotunda la noticia publicada por el «Daily Mail» de que su hermana mayor doña Elvira piense retirarse a un convento.
No hay nada de esto. La princesa Elvira, la que se escapó con el pintor Folchi, vive en Florencia, en el campo, muy tranquila y sin pensar en el claustro, sin haber recibido de nadie consejos para hacerse monja.
Doña Elvira —me dicen— tiene bastantes años para necesitar consejos de nadie, ni de su familia siquiera. Va a cumplir treinta y cinco años dentro de pocos días, pues nació en Ginebra el 28 de julio de 1871.
Lejos de ingresar en un convento, Elvira seguía perdiendo la cabeza por Folchi.
Fallecida la madre de la infanta en 1893, su padre Carlos VII se casó en segundas nupcias con la princesa María Berta de Rohan, que se mostró incapaz de paliar siquiera el inmenso vacío afectivo de Elvira.
La nueva esposa de su padre se comportó con ella como una vulgar madrastra, fría y distante. Sola y triste, Elvira conoció un día a Filippo Folchi, un mediocre pintor florentino que fue a la Tenuta Reale para restaurar unos frescos de la capilla.
Con veinticinco años, la bella infanta vio en Folchi el cielo abierto, y se fugó con él. No le importó que fuese diez años mayor que él, ni que hubiese conocido a un sinfín de mujeres y se rumorease incluso que estaba casado.
Lorenzo Viani, a quien ya hemos aludido, evocaba así la romántica escapada:
La infanta cometió el pecado y aceptó, serena, una despiadada penitencia. Una noche, después de recoger algunos objetos y sus pocas joyas, envuelta en una capa negra, atravesó en tinieblas el inmenso bosque que rodea la finca en compañía de su amante.
Se instalaron ambos en Florencia, donde la infanta protagonizó numerosos incidentes a causa de su fogoso carácter, tal y como informaba un despacho fechado en la bella ciudad italiana el 23 de marzo de 1906:
Disputando doña Elvira en una tintorería con la encargada de la misma sobre el precio de la limpieza de un abrigo, se enredó a golpes con aquélla, causándola una herida leve en la cabeza.
Doña Elvira fue detenida y puesta en libertad después de prestar declaración.
El escándalo que ha originado es tanto mayor, cuanto que no es la primera vez que dicha señora interviene en hechos análogos.
A esas alturas, la infanta le había dado a Folchi tres hijos: Jorge Marco de León, nacido el 20 de mayo de 1900, y los gemelos León Fulco y Filiberto, alumbrados el 22 de junio de 1904.
EL ÚLTIMO ADIÓS
En el ocaso de su vida, el Altísimo concedió a Elvira la gracia del arrepentimiento.
Entre la correspondencia de la infanta María de las Nieves de Braganza hallé también una desconocida carta de la infanta Alicia, hermana de nuestra protagonista.
Fechada en Viareggio el 11 de diciembre de 1929, dos días después del fallecimiento de Elvira, la epístola constituye en parte un consuelo al confirmar que la infanta murió reconfortada por los santos sacramentos.
Escribe así Alicia a María de las Nieves:
Mi muy querida tía:
De todo corazón le agradezco su cariñoso telegrama que me ha mandado Vd. junto al tío. Dios ha concedido una gracia muy grande a la pobre Elvira, haciéndola morir con todos los consuelos de nuestra religión y ella misma decía que se sentía más tranquila después. Dios le habrá perdonado, pues ha sufrido a veces mucho la infeliz y sobre todo en esta última enfermedad que ha debido ser horrible, según lo que escribían de París; le haremos decir unas Misas, única cosa en la cual se puede ahora ayudarla…
Elvira había fallecido, en efecto, dos días antes de redactarse esta carta en un sanatorio de París, donde llevaba ingresada mes y medio luchando inútilmente contra un cáncer.
Con cincuenta y siete años, sus restos mortales fueron inhumados en el panteón familiar de Viareggio.
El cáncer le arrebató la única ilusión que ya le quedaba: morir soltera, viendo así anulado su matrimonio con el pintor que la hizo tan desdichada.